11_El BARROCO ARQUITECTURA Y ESCULTURA

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El BARROCO. ARQUITECTURA Y ESCULTURA.
1. El concepto de Barroco.
La palabra barroco procede de la homónima portuguesa (en español “barrueco”) con el
significado de perla irregular. Por traslación el término adquirirá un significado de anormal,
desmesurado, extraño, etc. Los teóricos neoclasicistas del siglo XVIII, como Francisco Milicia,
aplicaron el término barroco con este sentido peyorativo para designar al arte que sigue al
Renacimiento.
El cambio de interpretación y valoración del arte Barroco fue realizado, a finales del siglo XIX por
H. Wölfflin, quien elaboró un sistema de cinco pares de conceptos antitéticos entre el Renacimiento y
el Barroco: lineal – pictórico; superficial – profundo; forma cerrada – forma abierta; claridad – falta de
claridad; variedad – unidad.
Arnold Hauser realizó una crítica a algunos de los planteamientos de Wölfflin. Señaló que la
contraposición Renacimiento – Barroco deja fuera de sitio al Manierismo y que las categorías de
Wölfflin no pueden ser aplicadas en su totalidad al clasicismo francés y al holandés ni a pintores
como Velázquez.
Hauser considera que no se puede hablar de una unidad estilística dentro del Barroco. Por tanto,
diferencia el barroco de los ambientes cortesanos y católicos del barroco protestante y burgués. Y
dentro de cada una de estas grandes corrientes estilísticas distingue distintas tendencias; el
decorativismo, el clasicismo y el naturalismo o verismo.
Estas tres tendencias tienen en común un sentido dramático, emotivo y teatral de la imagen. La
obra de arte se concibe como un medio para impresionar al hombre, ilustrándolo, cautivándolo y
convenciéndolo. Es un arte efectista y teatral, que habla más a la sensibilidad que al entendimiento,
siendo a la vez popular y refinado,
2. El Barroco contrarreformista y el Barroco protestante.
Martín Lutero había cuestionado las costumbres de la Iglesia, como algunas prácticas con las que
los fieles esperaban salvarse (la penitencia, los sacramentos, el culto a los santos y la Virgen) que
consideraba casi supersticiones, y frente a las que afirmaba que solo puede salvarse el que tiene fe.
También negaba que los clérigos (incluso el papa, cuya autoridad no reconocía) estuviesen más
cerca de Dios que los laicos y defendió que todo buen cristiano es un sacerdote que puede y debe
leer la Biblia por sí mismo para tomar sus decisiones morales.
Frente a la Reforma protestante, las autoridades católicas convocaron el Concilio de Trento
(1545-1563) y en él establecieron que la tradición tenía tanta autoridad como el contenido de la Biblia.
Defendieron las prácticas piadosas (penitencia, limosna, obras de caridad) y el culto a la Virgen y a
los santos como medios de salvación. Afirmaron el papel del clero y fortalecieron su identidad y
prestigio a través de la disciplina en monasterios y conventos, recordando al clero secular sus
obligaciones y creando seminarios. También impusieron una versión oficial de la Biblia (la Vulgata de
San Jerónimo) y negaron a los laicos la capacidad para interpretarla.
La Iglesia católica utilizó el arte para convencer de la verdad de la fe, dando a la escultura y a la
arquitectura una dimensión muy emotiva y dramática. Frente a la religión protestante, la fe católica
mantuvo tradiciones que la Iglesia había atesorado a lo largo de los siglos, sobre todo las ceremonias
en las que se celebraban los sacramentos, las procesiones de Semana Santa o del Corpus Christi, y
el culto a los santos, que participaban de la misma estética teatral que todas las demás
celebraciones. Las autoridades de la Iglesia potenciaron estas ceremonias para convencer de las
verdades de la religión, no con razonamientos, sino a través de los sentidos y la imaginación.
Todas las formas de arte se unían para crear estos espectáculos visuales: arquitectura, escultura,
pintura y también las artes decorativas, la música y todos los ingenios que contribuían a fascinar y
conmover, dando lugar a lo que se ha llamado arte total, de manera que es difícil comprender el valor
de un edificio o una escultura sin conocer el contexto y el ambiente para el que fueron creados. Todos
los campos del arte están orientados a llamar la atención del espectador y procurar una forma de
contemplación participativa.
Por el contrario, los protestantes eliminaron de sus iglesias las artes figurativas pero hicieron de la
pintura la forma de expresión más adecuada para expresar su visión del mundo y del hombre. Así,
aunque las iglesias protestantes desterraron las imágenes de sus templos, los temas religiosos no
desaparecieron por completo. Se redujeron a pequeños cuadros para el ámbito privado en los que
con frecuencia aparecen episodios del Antiguo Testamento, cuya lectura, como todo el conjunto de la
Biblia, reivindicaban los protestantes, orientados sobre todo a la reflexión moral.
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Por otra parte, la burguesía y pequeña nobleza solicitaban también pinturas de pequeño formato:
bodegones, paisajes, marinas, escenas de género, etc., que tenían una lectura moral o religiosa, pero
que además se valoraban, y cada vez en mayor medida, por su valor decorativo.
3. Relación con el absolutismo.
También los monarcas de la época barroca, que fortalecieron desmesuradamente su poder y
llegaron a considerarse representantes de Cristo en la Tierra, hicieron diseñar sus palacios y los
espacios donde se dejaban ver como auténticos escenarios de representación en los que su
autoridad se hacía visible e incuestionable.
Los arquitectos que trabajaron al servicio de los reyes crearon espacios urbanos y construcciones
que expresaban el poder de los soberanos, diseñando plazas y avenidas en las que el rey podía
presentarse en toda su grandeza y que servían de marco espléndido para los palacios, símbolos de la
autoridad real.
En España, los monarcas promovieron la construcción de las plazas mayores (como la de Madrid,
Salamanca, Segovia, etc.) donde presidían las grandes fiestas, ejecuciones y celebraciones
religiosas. Todas estas plazas responden al mismo tipo: son espacios rectangulares, cerrados por
cuatro fachadas a las calles y casas del entorno, y rodeados de arquerías o soportales.
4. Las nuevas concepciones urbanísticas: Versalles.
La ciudad, en especial la ciudad-capital, escenario principal de la autoridad real, y de la Iglesia,
constituye el ámbito preferente del arte barroco. Ello supone que el edificio barroco quede siempre
integrado en un entramado urbanístico, de manera que pierde su autonomía para convertirse en
referencia focal de los ejes visuales que conforman la calle o la plaza. La ciudad barroca se convierte
así en un gran escenario arquitectónico.
Después de algunos atisbos geniales de la Roma papal (Sixto V), el cetro en materia de
urbanismo barroco corresponde a Francia, que marcará la pauta para toda Europa.
Durante el siglo XVII la corona francesa se fortaleció de manera espectacular, en un proceso de
centralización política que culminó con el absolutismo de Luis XIV (1661-1715). El palacio de
Versalles fue concebido por Luis XIV, con la intención de presentarse ante sus súbditos como el más
fastuoso monarca europeo de su tiempo. Tanto el palacio como su configuración urbanística
constituirían, en este sentido, la materialización de la ciudad ideal del Barroco, entendida no sólo
como ciudad residencia, sino como “instrumento burocrático” al erigirse en sede oficial del gobierno a
partir de 1682. Sus gigantescas formas -arquitectura, jardinería, urbanismo- responderían,
precisamente, a esa única finalidad, ensalzar la figura de Luis XIV.
El palacio formaría el centro focal de dos amplios espacios definidos por perspectivas radiales,
delimitando la ciudad a un lado y el paisaje al otro. Ambas mitades se caracterizan por perspectivas
infinitas centradas en el palacio. Del lado de la ciudad, hacia el este, encontramos el motivo
urbanístico típicamente barroco del tridente en las tres avenidas principales - Avenue de Paris,
Avenue de Saint Cloud y Avenue de Sceaux- que cortan la población y le dan configuración
urbanística. En el parque, frente a la fachada oeste del palacio, el tema del tridente volverá a repetirse
en las grandes alamedas que irradian del nacimiento del Gran Canal.
El palacio de Versalles.
El palacio de Versalles, conjunto de residencia real, centro administrativo y jardines, fue
concebido por Luis XIV, con la intención de presentarse ante sus súbditos como el más fastuoso
monarca europeo de su tiempo.
Luis XIII había encargado a Philibert le Roy la construcción de un palacete en la zona de
Versalles, lugar rico en caza al que acudía con frecuencia. Se trataba de una sencilla edificación
dispuesta sobre una planta en forma de U. Luis XIV se encariñó con el lugar y decidió transformarlo a
lo largo de tres etapas. 1ª: Le Vau prolonga dos alas del edifico primitivo (1661-1668). 2ª: Le Vau
envuelve el edifico primitivo en forma de U en torno al patio de mármol con aposentos reales (16681678). 3ª: J. Harduin-Mansart hace las dos alas laterales, la Galería de los espejos, la capilla y el
teatro (1688-1715).
La parte antigua refleja influencia de los austrias españoles, puesto que es visible el ladrillo en la
fachada y la pizarra en los tejados abuhardillados, pero la parte más nueva está construida con una
caliza blanca resplandeciente ante los rayos del sol, luz simbólica que buscaba premeditadamente el
rey.
El palacio de Versalles constituye una perfecta síntesis de lo que significa el arte francés del siglo
XVII: se nutre del lenguaje clasicista italiano, bajo una rigurosa sistematización académica, que se
considera la norma del buen gusto, donde el orden, la simetría y la ostentación constituyen los pilares
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de la creación artística, destinada a glorificar la imagen soberana de un monarca absoluto. Versalles
ejemplifica, además, la típica aspiración barroca a conseguir la fusión de las artes. El pintor Le Brun
supervisó toda la ornamentación, con pinturas ilusionistas, paneles de estucos, dorados y espejos.
Los mismos artistas revelaban idéntica preocupación por las llamadas artes mayores como por el
diseño de mobiliario, tapices y porcelanas, con objeto de ofrecer un conjunto integrado y Suntuoso. El
parque, verdadera prolongación espacial y visual del ámbito puramente arquitectónico, fue diseñado
por Le Nótre hacia 1660 y supone un sometimiento de la naturaleza, con las avenidas que amplían
metafóricamente el dominio regio hasta el infinito, al tiempo que crean, entre ellas, un espacio
ilusionista, donde grupos escultóricos, como los de François Girardon, con temas mitológicos,
completan el espectáculo barroco, presidido por el dios Apolo, en referencia simbólica al Rey Sol.
5. Arquitectura barroca Italiana: G. L. Bernini. F. Borromini.
La arquitectura barroca se difundió durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII
fundamentalmente en Roma y las ciudades italianas, entre ellas Turín. Los edificios más destacados
son templos, conventos para las nuevas congregaciones religiosas contrarreformistas, y palacios para
la nobleza.
En Roma, los papas dotaron a la ciudad de un urbanismo representativo y funcional. Las siete
grandes basílicas recorridas por los peregrinos fueron unidas por avenidas, y ante ellas se
adecentaron plazas con obeliscos, dotando a estos espacios de un papel retórico, a modo de gran
escenario, con la fachada de la iglesia como telón.
Los edificios barrocos presentan como característica formales novedosas la monumentalidad, su
adaptación al espacio de la ciudad, el carácter escenográfico y el sentido propagandístico del poder
(nobiliario o eclesial), la utilización de mármoles de colores, combinados con metales y elementos
dorados, el movimiento en planta y en alzado, la apertura de las fachadas al espacio exterior, la
ornamentación interior y exterior, la ruptura de los elementos que conformaban la arquitectura
renacentista (órdenes, frontones, molduras), el carácter muy plástico de las estructuras y la valoración
al exterior de las cúpulas.
Los principales arquitectos fueron Bernini y Borromini.
Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) fue un artista universal: arquitecto, urbanista, escultor,
pintor, escenógrafo y escritor. Disfrutó del reconocimiento de sus contemporáneos y trabajó bajo la
protección de los papas, sobre todo de Urbano VIII (1623-1644) y Alejandro VII (1655-1667).
En su obra, la arquitectura y la escultura están estrechamente unidas e incluso deliberadamente
confundidas. Destacó por su capacidad para crear imágenes nuevas que provocaban asombro y
emoción, creadas a partir de un repertorio clásico renovado y dramatizado, e integrando significados
complejos y sutiles.
Entre sus obras más representativas destacan la Plaza de San Pedro del Vaticano, el Baldaquino
de San Pedro, la iglesia de San Andrés del Quirinal y el Palacio Barberini.
La plaza de San Pedro de Roma, Bernini.
Fue construida (1656-1657) durante el papado de Alejandro VII para albergar a los fieles durante
la bendición “Urbi et orbi”.
Bernini supo aunar funcionalidad, integración espacial, efecto escenográfico y simbolismo en este
proyecto en el que enlaza ciudad y basílica.
Su estructura está condicionada por el obelisco colocado por Fontana en 1585, procedente del
Circo de Nerón. Une la fachada de la basílica de Maderno, generando un pequeño trapecio, y el gran
espacio elíptico resuelto con una gran columnata en la que aparecen elementos de orden dórico y
jónico, que la hacen mostrar un aspecto severo, austero, al tiempo que enfatiza la fachada de orden
corintio.
La forma curva de sus dos alas hace eco con la planta circular de la cúpula y simboliza el abrazo
con el que la Iglesia católica acoge a los fieles y recibe a los arrepentidos.
Es una forma dinámica, sin un punto de vista preferente y cuyo aspecto cambia con el
movimiento del espectador
San Andrés del Quirinal, Bernini .
Bernini realizó el proyecto de San Andrés o Sant’Andrea en 1658 por encargo del cardenal
Camilo Pamphili como iglesia de un noviciado jesuítico. Se encuentra en la vía Pía, en la colina del
Quirinal, al hilo de la calle, de manera que debe ser contemplada desde un lateral o desde un punto
de vista muy cercano.
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La iglesia de San Andrés tiene una pequeña planta ovalada, con la puerta en el extremo del eje
menor. Al exterior es visible la forma convexa de sus muros, que Bernini acentuó desplegando dos
alas cóncavas a ambos lados del cuerpo de la iglesia, y creando un pequeño espacio entre el edificio
y la calle. En el centro de esta estructura se abre la fachada, que oculta prácticamente todo el cuerpo
de la iglesia y está formada por un frontón sobre pilares, una estructura tomada de la arquitectura
clásica, dentro de la cual se abre la puerta. Los principales elementos de esta estructura aparecen
quebrados: el frontón tiene la base partida y los pilares están formados por pilastras con capiteles
corintios, unidas en ángulo y dobladas. La puerta que se abre en el interior repite el mismo diseño a
base de líneas rectas, adintelada y con un frontoncillo en la parte superior. Entre estos dos
rectángulos, el de la fachada y el de la puerta, hay un juego de curvas que contrasta y dinamiza el
conjunto.
Una de estas curvas está en el plano de la fachada, un arco de medio punto inscrito entre los
pilares, una composición también originaria del lenguaje clásico. Otras curvas avanzan hacia la calle
y son las que forman las escaleras y la cubierta del pórtico. Estas curvas integran la iglesia con el
espacio en el que se ubica y llaman la atención sobre la construcción, que, si hubiera tenido una
fachada plana, pasaría desapercibida. El pórtico está formado por elementos insólitos: se apoya
sobre columnas cuyos capiteles tienen espirales y guirnaldas, y está rematado por dos ménsulas
decorativas, guirnaldas y un enorme escudo que se inclina hacia el exterior.
En el interior, la planta ovalada se articula con la alternancia de capillas ovaladas y rectangulares.
En las entradas a las capillas se alterna el sistema adintelado con el de arco de medio punto. Las
capillas se separan por grandes pilastras acanaladas que se coronan con un fuerte entablamento que
recorre todo el muro hasta el templete del altar.
El templete del altar está formado por pares de columnas sobre las que descansa un frontón
curvo y partido. La cúpula está artesonada y profusamente decorada.
El Baldaquino de San Pedro, Bernini
El Baldaquino de San Pedro del Vaticano fue realizado por Lorenzo Bernini entre 1629 -1633. Es
una estructura que une la arquitectura y la escultura para cubrir el recinto del sepulcro de San Pedro
en su basílica. Evoca la pérgola o ciborio de una basílica paleocristiana, pero tiene el aspecto de un
enorme baldaquino, una especie de palio que se utilizaba en las procesiones cuyos estandartes de
tela bordada aparecen imitados en bronce.
El Baldaquino magnifica el sepulcro y el ara a la vez que visualmente humaniza el espacio
arquitectónico. Como elementos destacados están la propia estructura del baldaquino en bronce
sobredorado, combinado con esculturas y con columnas salomónicas utilizadas por primera vez
desde la antigüedad, con canon corintio y un dado de entablamento.
En los estandartes del Baldaquino aparecen abejas, como en el escudo de la familia del papa, los
Barberini, y cabezas aladas de ángeles, que recuerdan a los que custodiaron el Arca de la Alianza en
el templo de Jerusalén.
Francesco Castelli, que se hizo llamar Borromini (1599-1667), desarrolló su carrera en
paralelo a la de Bernini, del que fue en cierto modo un rival y frente al que aportó un concepto
completamente distinto de la arquitectura.
Borromini tenía una gran formación intelectual y un profundo compromiso religioso. Trabajó en
Roma, para órdenes religiosas humildes y no dispuso de grandes medios ni de materiales nobles.
Sus edificios son independientes del espacio en el que se ubican, con fachadas e interiores que
tienen un gran valor plástico, como obras de arte autónomas. Borromini admiraba la tensión y
dramatismo de la arquitectura de Miguel Ángel y también él forzaba en sus obras el modelo clásico,
hasta romper su equilibrio y disolverlo por completo. Los elementos arquitectónicos aparecen
deformados (entablamentos arrugados, columnas comprimidas, fachadas curvas) y muy movidos, en
composiciones inestables en las que no cumplen ya su función arquitectónica y son completamente
decorativos o plásticos.
Las plantas de sus edificios son complejas y llenas de movimiento, usando curvas y contracurvas,
columnas de orden gigante que subrayan la verticalidad, y diseños geométricos muy estudiados.
Entre sus obras destacan la iglesia de San Carlos de las Cuatro Fuentes, el Colegio de
Propaganda Fide, la Iglesia de Santa Inés y el Oratorio de los Filipenses.
San Carlos de las Cuatro Fuentes, Borromini.
La iglesia de San Carlos Borromeo, conocida popularmente como San Carlino alle Quattre
Fontane (de las cuatro fuentes), es una de las obras más destacadas de Borromini.
La planta de la iglesia es elíptica combinada con un esquema de cruz griega dando origen a una
organización biaxial. Esta forma base se dinamiza al disponerse los muros curvados u ondulantes.
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Para acentuar el movimiento, se añade la disposición de dieciséis columnas adosadas, junto con
hornacinas y nichos con estatuas, que subrayan el juego de concavidades y convexidades que
remarca los contrastes de luz y sombra. Destaca el remate de la construcción por medio de una
cúpula oval, decorada con casetones en disminución que agrandan el espacio. Todo el conjunto del
espacio interior así configurado se convierte en un ejemplo paradigmático de la arquitectura barroca.
Además, dicha disposición soluciona magistralmente el efecto de una sensación de amplitud, en un
edificio cuyas dimensiones son realmente pequeñas.
La fachada fue realizada por Borromini (1665-1667) unos treinta años después de que terminara
la iglesia. También es muy original, en parte al construirse la iglesia en la confluencia de dos calles
muy estrechas, por lo que el arquitecto se vio obligado a moldear la arquitectura para adaptarla a un
espacio pequeño. Así, corta la esquina en chaflán para aumentar la visibilidad del frontis, y utiliza el
esquema ondulante de formas cóncavo-convexas en los elementos de la fachada, para adaptarse al
espacio y fingir una amplitud mucho mayor de la que en realidad tenía.
En altura la fachada se divide en dos pisos con tres vanos, en los que se añaden todo tipo de
elementos ornamentales: hornacinas con las estatuas (San Carlos Borromeo en el centro y los
fundadores de la Orden en las laterales), columnas, nichos vacíos, entablamentos vigorosos,
balaustradas, ventanales, fuentes, grutescos, figuras, medallones etc., que dotan al conjunto de una
gran movilidad, sin perder por ello, y esa es su gracia, su sentido de unidad y de monumentalidad.
6. Escultura barroca en Italia: Bernini.
La escultura italiana del siglo XVII presenta las siguientes características:
• Una gran diversidad tipológica: hay una escultura ornamental, alegórica o mitológica, con
destino a espacios abiertos o cerrados, retratos, imágenes religiosas, con fines devocionales o
decorativos, en las iglesias, o conjuntos funerarios.
• El material más utilizado es el mármol, del que se aprovechan sus posibilidades cromáticas y
de textura, y también el bronce, con frecuencia combinado con aquél, con los que los escultores
buscan alterar los valores táctiles, creando una ficción ilusionista.
• Formalmente es un arte naturalista, cargado de expresividad en los gestos, que gusta de
actitudes movidas, llenas de energía y vitalidad, donde, habitualmente, se engarzan las figuras,
formando composiciones complejas, teatrales y dramáticas, que responden a una visión
múltiple, de carácter dinámico e inestable.
Bernini.
Además de arquitecto, Bernini es uno de los grandes escultores de todos los tiempos. Bebió, por
un lado, de la vibrante tensión miguelangelesca, que transforma en aparatosidad barroca, grácil y
dinámica; y, por otro, de las colecciones de escultura helenística del Vaticano, donde aprendió la
representación de la anatomía, lo que dota a las figuras de una estructura interna, aspecto que
habían descuidado los manieristas.
El primer mecenas de Bernini fue el cardenal Scipione Borghese. En esta primera época, Bernini
busca captar la tensión del instante, como en el David (1623- 1624) o en el Apolo y Dafne (16211622),
Gracias al cardenal Borghese, Bernini accede a los encargos papales, de mucha más
envergadura. Los más importantes fueron las esculturas para el Vaticano entre las que destaca la de
San Longinos (1629-1638). Además de las obras arquitectónicas, donde se combina lo escultórico, lo
arquitectónico y lo puramente escenográfico, Bernini configura entonces, siguiendo esta idea de
integración de las artes, el tipo de tumba papal que será seguido durante varias décadas: las tumbas
de Urbano VIII (1628-1647) y de Alejandro VII (1667-1678).
En estas obras vaticanas, ropas y cortinajes, utilizados como un juego de luces y sombras, de
texturas y virtuosismo técnico impar, constituyen un medio para aludir al impulso espiritual de la
religión. Todo ello culmina en una obra maestra, el Éxtasis de santa Teresa (1645-1652).
Apolo y Dafne, Bernini.
El cardenal Borghese encargó a Bernini, hacia 1620, esculpir una escultura de bulto redondo que
representara a Apolo y Dafne, tema de la mitología clásica y narrado por Ovidio en las Metamorfosis.
Dafne, huyendo de la persecución de Apolo, es transformada en un laurel. Frecuente en la pintura,
este tema apenas había sido tratado en la escultura.
El grupo resume los rasgos de Bernini como artista barroco por excelencia. El movimiento es el
que organiza el conjunto. Ambas figuras corren, no solo por la posición de sus piernas, sino por la
agitación que se advierte en los paños y en los cabellos. Las actitudes, sin embargo, están
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equilibradas de acuerdo con una línea diagonal que organiza la composición, marcada por la
inclinación de los personajes y la colocación de sus brazos. El dominio técnico del escultor le permite,
con el mármol como único material, diferenciar con gran detalle las calidades de la piel de Dafne en el
proceso mismo de transformación en árbol, tanto en el tronco como en las ramas que le surgen de los
dedos. Los contrastes en el trabajo de las superficies producen un fuerte claroscuro.
La elección de este tema ofrecía dificultades. Se trataba de expresar, además del movimiento, la
transformación de un ser humano en árbol. El artista lo logra con absoluta claridad. La captación del
instante mismo de ese proceso es una de las señas fundamentales de la escultura de Bernini. El
resultado es muy teatral y responde fielmente a la narración clásica.
Éxtasis de Santa Teresa, Bernini .
La escultura y la arquitectura de la capilla Cornaro, en la iglesia romana de Santa María della
Vittoria, fueron realizadas por Bernini entre 1645 y 1652 por encargo del cardenal veneciano Cornaro,
que ubicó en ella su capilla funeraria.
La capilla se construyó en uno de los brazos del transepto de la iglesia. Es un pequeño espacio
diseñado con elementos clásicos y revestido de mármol. En el centro, en un camarín que recibe la luz
de una claraboya, talló también en mármol El éxtasis de Santa Teresa. En los laterales simuló dos
palcos en los que los miembros de la familia Cornaro asisten y comentan el milagro.
Santa Teresa aparece en el momento del éxtasis, cuando entra en contacto amoroso con Dios,
que ella percibe como un dardo que un ángel clava en varias ocasiones en su corazón. Ambas figuras
forman una composición abierta, trazada a base de líneas oblicuas (entre el pie de la santa y el dardo
o entre las caras de ambos), y se apoyan en una forma difusa, una especie de nube, símbolo del
momento supraterrenal en el que sucede el milagro.
Son dos figuras a la vez veraces e idealistas: algunos detalles las hacen muy inmediatas (el pie
desnudo de la santa, el movimiento del pelo del ángel), pero aparecen como seres de otro mundo,
gracias a la delicadeza del acabado, que les imprime un aspecto espiritual. Santa Teresa aparece
envuelta con un amplio manto con voluminosos pliegues que acentúan la desnudez de sus manos y
del pie, que asoma entre la ropa y se apoya en el vacío, en alusión al éxtasis de la Santa. Bernini
realizó distintos tipos de acabado, logrando que el mármol perdiera su aspecto natural y se convirtiera
en un medio que sugiere otros materiales, como un vehículo para la sugestión.
La expresión de ambas figuras es muy dramática: Santa Teresa aparece bajo el efecto del
abandono, a la vez doloroso y amoroso, mientras que el ángel sonríe ajeno a todo sentimiento. Este
encuentro entre expresiones de dolor y placer es lo que hace que la obra resulte tan impactante.
La escena sucede en un espacio teatral iluminado por una pequeña claraboya que el espectador
no puede ver y cuya luz natural se prolonga con los rayos de bronce. Así se convierte en un
acontecimiento dramático, vivo ante los ojos del espectador.
El David, Bernini.
De nuevo la obra fue encargada por el cardenal Borghese en 1623. Es una escultura de bulto
redondo esculpida en mármol que representa a David. El planteamiento escultórico de Bernini supone
una gran novedad respecto a las interpretaciones de este personaje que se habían hecho
anteriormente.
La representación del David, en el momento mismo de lanzar la honda contra el gigante Goliath,
se caracteriza por la expresión exteriorizada de la tensión. El cuerpo del héroe se torsiona con
violencia, abre sus piernas y se inclina bruscamente para obtener más fuerza. Otra vez podemos
definir la figura dentro de una línea diagonal que va desde el pie izquierdo hasta la cabeza del
personaje. Esta composición transmite una sensación de movimiento, de tensión y nerviosismo. El
dramatismo de lo que está a punto de suceder eleva al máximo la expectación del momento, que se
traduce en el propio rostro del David. Todos los músculos de la cara abandonan el reposo. El ceño
fruncido y los labios apretados transmiten una energía vibrante. Los rasgos de belleza ideal se
deforman. Todos estos aspectos proporcionan a la escultura un sentido dinámico y ágil.
Movimiento y captación del instante son las características de esta escultura. Bernini logra
además que la actitud del David condicione el espacio. Su disposición a punto de atacar a un
enemigo que no vemos genera un espacio vivo en torno a ella. Tanto el propio enemigo como el
espectador se incluirían en la composición. Esto tendrá una gran trascendencia en la escultura
urbana.
7. La arquitectura barroca española: J. Gómez de Mora. Los Churriguera.
La arquitectura de la primera mitad del siglo XVII está dominada por la fuerte influencia dejada
por El Escorial y la tradición clasicista. La Corte fue el principal centro de actividad: estuvo asentada,
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primero, en Valladolid, a donde volvió Felipe III a comienzos de siglo, ciudad que se mantuvo como
un foco artístico importante, en cuyas iglesias se dejó sentir el modelo del Gesü de Roma; y, más
tarde, en Madrid, que quedó definitivamente como capital desde 1606. A pesar de sus pretensiones,
es una arquitectura pobre, que utiliza ladrillo, yeso y mampostería: incluso las bóvedas son
encamonadas, es decir, formadas con un armazón de madera de cañas o listones.
Con la llegada al trono en 1714 de Felipe V, primer rey de la dinastía Borbón, se impuso en las
construcciones reales un estilo clásico y monumental que seguía el modelo de los palacios reales de
Turín y Versalles.
El palacio Real de Madrid.
El incendio del antiguo alcázar de los Austrias en 1734 permitió que el rey Felipe V afrontara la
construcción de un nuevo palacio que fuera la expresión de la monarquía española de los nuevos
tiempos. Se abandonaba definitivamente el modelo palaciego inspirado en El Escorial, con un
carácter marcadamente religioso, que había regido la arquitectura civil en España durante más de un
siglo.
El proyecto fue encargado a Juvara, quien se inspira en el Palacio de Versalles y en
construcciones italianas. A su muerte en 1736, las obras son dirigidas por su discípulo Sacchetti, que
aprovecha gran parte de las ideas de su maestro. En el diseño de los jardines y en el amueblamiento
y la decoración interior pictórica y escultórica participarán un largo número de artistas españoles e
italianos.
El edificio presenta una planta cerrada con cuatro cuerpos reforzados en las esquinas y abiertos
hacia un patio interior. En la organización de las fachadas se usa el orden gigante, con dos pisos de
ventanas. La situación del palacio en un desnivel del terreno proporcionaba un mayor juego de
volúmenes y unas espléndidas vistas sobre espacios ajardinados, de acuerdo con la característica
distribución de los palacios barrocos que se había consolidado en Francia.
Inspirándose en el recurso popularizado por Bernini en la plaza de San Pedro del Vaticano, enormes
esculturas coronarían la fachada para formar parte del mismo edificio, aunque no llegaron a
instalarse. La escultura se unía a la arquitectura al servicio de un mensaje y como muestra del poder
real.
La organización de la planta respeta la tradición de los palacios fortificados españoles en lo que
se refiere a la disposición general, al reforzamiento de las esquinas y al patio interior.
Sin embargo, tanto el sistema ornamental como la distribución interior y los mismos espacios
ajardinados se encuentran en consonancia con los nuevos postulados europeos. Lo francés y lo
italiano se dan cita en esta construcción que encabezaba una serie de residencias reales, reformadas
o construidas por la nueva dinastía.
Juan Gómez de Mora
El gran arquitecto del momento fue Juan Gómez de Mora (1586-1648), a quien estuvieron
vinculados todos los grandes proyectos, caracterizado por un estricto rigor estructural y moderación
decorativa. Participó en empresas urbanísticas, como la Plaza Mayor de Madrid (1617), un recinto
regular cerrado, con soportales, que constituye una peculiar aportación española al urbanismo
barroco, y completó, en El Escorial, junto al escenógrafo Juan Bautista Crescenzi, el sobrecogedor
Panteón Real (1617). Su nombre también está asocia do a algunos de los edificios más típicos de la
primera mitad de siglo, como la Clerecía de Salamanca (1617) o la Cárcel de Corte de Madrid (1629),
hoy Ministerio de Asuntos Exteriores, un edificio adusto, con los muros desornamentados y sus
características torres cubiertas con chapiteles de pizarra, cuya única concesión decorativa es la
entrada, como adosada al edificio.
Los Churriguera.
El estilo decorativista de la segunda mitad del siglo xvii que había roto la planitud de las
superficies, con objeto de crear un juego de luces y sombras que proporciona gran expresividad a los
edificios, se hace más complejo al finalizar el siglo y durante las primeras décadas del siguiente. La
ornamentación se hace más profusa y recargada, con columnas salomónicas, frontones curvos y
partidos, estípites, variados motivos vegetales o molduras que se rompen o aumentan de tamaño en
relación con el muro. Incluso, se incorporan, como decoración, cortinajes o escudos realizados de
manera naturalista, a imitación de las arquitecturas efímeras de la época, que se levantaban para
festejar la entrada triunfal de los reyes o para sus funerales, uno de los fenómenos más típicos del
Barroco. En casi todos los casos estas formas tienen un sentido escenográfico.
Los arquitectos españoles más característicos de ese momento son los Churriguera, que incluso
han generado un apelativo, el de churrigueresco, para definir una variante estilística del Barroco,
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caracterizada por la acumulación ornamental. José Benito Churriguera (1665-1725) trabajó para el
marqués de Goyeneche; realizó un palacio en Madrid y un proyecto urbanístico, el pueblo de Nuevo
Baztán, en torno a su fábrica de vidrio. Su estilo, del que es muy representativo el retablo de San
Esteban de Salamanca, es muy plástico y decorativo, con columnas salomónicas cubiertas de follaje,
estípites, cartones, volutas, ménsulas y cordones. Sus hermanos Joaquín (1674-1724) y Alberto
Churriguera (1676-1750) trabajaron en Salamanca, donde el segundo realizó la plaza Mayor. Tienen
mucha influencia de la decoración plateresca, que recrearon con sus motivos menudos y prolijos.
Plaza Mayor de Salamanca.
Alberto Churriguera fue el proyectista de la Plaza Mayor de Salamanca. La obra se debe al
mecenazgo de D. Rodrigo Caballero, corregidor de la ciudad, que decide sustituir la vieja plaza de
San Martín por otra más amplia que sirviera de epicentro ciudadano para la realización de
concentraciones públicas, espectáculos, sede de un activo comercio, etc.
La Plaza se trazó así como un amplio cuadrado, aunque no totalmente regular. El primer
pabellón, el pabellón Real, se destaca del resto por un arco que se remonta hasta el primer cuerpo de
la fachada, y por su programa iconográfico donde aparecen los medallones de Felipe V e Isabel de
Farnesio en las enjutas del mencionado arco, y todo un repertorio de efigies que compendiaran la
historia de España, según criterio del propio mecenas.
El segundo pabellón, el de San Martín, se termina en 1735, pero entonces se interrumpen las
obras por culpa de la marcha de la ciudad del corregidor, alma y sobre todo financiador de la obra.
Por eso la Plaza no se termina hasta 1759, siendo además sustituido Churriguera por Andrés García
de Quiñones. Éste se mostrará respetuoso con los planes del primero para el resto de la plaza, pero
no así con la construcción del Ayuntamiento que es obra suya propia.
En conjunto, la plaza resulta un recinto armonioso y elegante, constituido por un soportal de
arquerías de medio punto y, encima, tres pisos articulados con pilastras cajeadas, entre las que se
abren balcones enmarcados por molduras con orejeras y placas recortadas. Como remate se dispone
una balaustrada que recorre todo el perímetro de la Plaza y encima de ella pináculos, que compensan
de forma sutil el ritmo horizontal predominante en toda la obra.
Más exuberante resulta el Ayuntamiento realizado por García de Quiñones, aunque sin llegar a
romper la armonía de la plaza. Consigue, eso sí, centralizar visualmente todo el espacio: Consta
también de soportales en arcos de medio punto y, encima, dos plantas con ventanales y balcones. La
decoración aquí resulta más densa, al utilizar frontones curvos partidos, pilastras, hornacinas,
cartelas, medallones, relieves y una bulbosa decoración en tímpanos y frisos. Todo ello rematado en
la parte superior por una balaustrada, en este caso coronada por esculturas y florones, y una
espadaña en el centro que se termina ya en el S. XIX.
8. La imaginería española. El realismo castellano: Gregorio Fernández.
Entre el año 1600 y 1770 hubo una gran cantidad de producciones escultóricas, de las que
prácticamente todas son imágenes religiosas.
A diferencia de Italia o Francia, donde la escultura se expresa en materias duraderas como el
mármol y el bronce, en España es la madera policromada el material usado casi en exclusividad. El
color intensifica el realismo de las figuras y les proporciona más inmediatez. A diferencia de las tallas
del Renacimiento, en las del Barroco era frecuente añadir postizos, objetos aplicados y algunos
materiales (corcho, telas encoladas, vidrio) que simulaban de manera muy realista las heridas o las
miradas intensas.
Las imágenes están pensadas para ocupar un lugar en el marco de dos modalidades artísticas
que alcanzaron un desarrollo espectacular: el paso procesional y el retablo.
El Concilio de Trento exigía que las imágenes fuesen comprensibles para el pueblo y que
suscitaran una devoción inmediata y sensible. Bajo estos requisitos, se realizaron imágenes de
tamaño muy próximo al real, realistas y verosímiles, con actitudes intensas, teatrales y muy
expresivas. Pretendían que los fieles las contemplasen de una forma activa, implicándose
emocionalmente en el asunto que representaban.
Entre los principales escultores destacan Gregorio Fernández (1576-1636), en Castilla; Juan
Martínez Montañés (1568-1649), Juan de Mesa (1583-1627), Alonso Cano (1601-1667) y Pedro de
Mena (1628-1688) en Andalucía; y Francisco Salzillo (1707-1783) en Murcia.
El realismo castellano: Gregorio Fernández.
El foco más importante de la imaginería castellana estuvo en Valladolid, formado sobre la
tradición de los grandes maestros del Renacimiento: Juan de Juni y Alonso de Berruguete. Las obras
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de los talleres vallisoletanos se difundieron por toda Castilla e influyeron en el estilo de los maestros
de otros focos menores, como Madrid o Zamora.
En Castilla adquirió mucha importancia la talla de conjuntos procesionales, en los que varias
figuras representan escenas de la Pasión de Cristo.
El maestro más importante de la escuela castellana y fundador de la escuela vallisoletana fue
Gregorio Fernández (1576-1636), natural de Sarriá (Lugo), que trabajó como oficial en el taller de
Francisco Rincón. En sus primeras obras aún se advierte la influencia de la escultura manierista
(Juan de Bolonia) y cierto idealismo clásico. Su estilo maduro aparece ya en su Piedad con los dos
ladrones, caracterizado por un mayor naturalismo y por los pliegues rígidos y angulosos de las telas,
que aportan efectos lumínicos a las figuras.
Gregorio Fernández creó algunos tipos iconográficos que tuvieron gran difusión en Castilla, como
el de Cristo atado a la columna, más baja esta que las tradicionales, lo que le permitía tratar la
anatomía de forma más libre y natural, y sobre todo la de Cristo yacente, imágenes que se
caracterizan por la crudeza de los detalles de sufrimiento y un gran realismo. Entre sus conjuntos
destaca el del Descendimiento, una compleja composición con cinco figuras a distintas alturas y
pensada para la contemplación desde distintos puntos de vista, durante las procesiones.
El Cristo yacente del Convento del Pardo, Gregorio Fernández.
Es una obra realizada para los Capuchinos del Pardo, que fue sufragado por el rey Felipe III,
según comunicó en 1614 su valido, el Duque de Lerma.
Gregorio Fernández acomete el tema logrando establecer un tipo iconográfico de gran éxito
dentro del cristianismo, siendo prototipo también del “paso procesional” de la Semana Santa. Muestra
el cuerpo de Jesús desnudo yaciendo sobre un lecho, ya muerto, pues sus músculos están relajados,
girado hacia el espectador, para que éste pueda percibir mejor las marcas de la Pasión. El
tratamiento del desnudo nos remite a Velásquez, con un estudio anatómico perfecto y de gran interés,
por su efecto de belleza plástica. El autor realiza una serie de detalles para provocar efectos
naturalistas, como el ligero levantamiento del esternón o el jugar con direcciones opuestas en
hombros y caderas. El sentimiento clásico del desnudo desaparece bajo el horror de la reciente
agonía, visible en las llagas, pero sobre todo en la cabeza. El interés lo centra en el rostro, alargando
los rasgos, mostrando regueros de sangre, los ojos entreabiertos, recurriendo para acentuar el
naturalismo a elementos postizos, como los dientes de pasta, por ejemplo que asomas por sus labios
resecos. Como su intención principal es crear en el espectador el sentimiento de realidad, las
encarnaciones, heridas, moratones, etc., son de gran realismo, pero sin pretender caer en la
exageración, solo con la pretensión de comunicar un sentimiento.
La fuerza expresiva de la imagen tuvo gran trascendencia, incluso el propio Gregorio Fernández
realizó más de siete réplicas tanto para iglesias madrileñas como para conventos de Valladolid o
Monforte de Lemos (Lugo), o la catedral de Segovia.
Su arte es profundamente realista y a la vez místico, tratando siempre de despertar la piedad
popular a través de su figura descarnada y expresionista. Su patetismo y gran carga dramática lo
enlazan con el gótico. En cuanto a la policromía, abandona los acabados y el uso del oro en aras de
un mayor realismo. Los marcados plegados del paño que le cubre a medias por la zona genital y sirve
de sábana, favorecen los contrastes lumínicos, dándole además un aspecto de metal muy
característico de su escuela. Gregorio Fernández fue discípulo de Juni, del que tomó la expresividad
y también de Leoni, del que saca la elegancia de la que dota a sus figuras.
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