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Corazón
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Corazón sin llave / Poldy Bird ; coordinado por Tomás Lambré
1a ed. - Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2008.
176 p. ; 22x15 cm.
ISBN 978-987-609-100-8
1. Narrativa Argentina. I. Lambré, Tomás, coord. II. Título
CDD A863
Corazón sin llave
© 2008, Poldy Bird
© 2008, Editorial del Nuevo Extremo S.A.
A.J.Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina
Tel / Fax: (54 11) 4773-3228
e-mail: [email protected]
www.delnuevoextremo.com
Diseño de tapa e interior y armado: Marcela Rossi
Corrección de texto: Verónica Renaud
Director Editorial: Miguel Lambré
Coordinador de Edición: Tomás Lambré
Imagen Editorial: Marta Cánovas
Primera edición: abril de 2008
ISBN: 978-987-609-100-8
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada
o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina
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En todos hay algo que los demás necesitan,
algo que puede salvarte y salvar a otros.
Por eso mi corazón está abierto, sin llave.
Para que tomes de él lo que te sirva,
para que él pueda recibir lo que le hace falta.
Si no fuera por vos... ¡qué poca cosa,
qué poquitita cosa sería mi corazón!
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mundo no se quede
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C
on mis manos, que a veces tienen las uñas
comidas y otras veces no, trato de tocar tu corazón.
Desde mis libros te he mostrado cosas de la vida.
Cosas cotidianas, obvias.
Las que nos identifican, nos hermanan, nos unen.
Lágrimas, sonrisas, sueños, esperanzas, abatimiento, soledad, muertes, resurrecciones, temores, osadías.
Me he quitado sin pudor los siete velos que
cubren el alma, te mostré mis llagas y mis rosas,
quebré la distancia que separa a los seres, me di
entera en cada palabra, busqué tu protección, te di
mi apoyo...
Te he hablado de aquello que se calla por temor
a parecer sentimental y cursi.
¿Por qué a las personas les da vergüenza hablar
de sus más bellos y profundos sentimientos, pero ni
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siquiera se ruborizan cuando cuentan algo terrible
y violento, algún hecho aberrante de esos que gritan a los cuatro vientos las primeras planas de los
diarios y los noticieros de TV?
¿Cuánto hace, amiga, amigo, que no ves en televisión a un escritor leyendo un pedacito de su
obra... o dando sus opiniones sobre lo que sucede
en este mundo nuestro de cada día...?
¿Acaso saben más del hombre los políticos, los
comerciantes, los observadores económicos?
Anoche lloré oyendo a Pinti cantar su canción
“Cuiden los artistas”.
Justamente a la tarde había estado hablando
por teléfono con una promotora de una tarjeta de
crédito a quien no conozco personalmente, y
quién sabe por qué rara casualidad yo le había
estado comentando estas cosas: que la gente no
cuida a sus artistas, que los medios se ocupan muy
poco de los creadores, que nos dejan archivados
en un rincón y nos sacan a relucir solamente
cuando “queda bien” mostrar que a tal o cual
lugar asistió “gente de todas las disciplinas de
la cultura”.
No, no es importante el que siembra luces... No
es importante quien usa las palabras para reivindicarlas del horror y las miserias... No es importante
el que detenta el poder de desentrañar los sentimientos más hermosos del ser humano... El otro
poder es el que cuenta, porque hay quienes piensan
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que las personas son solamente un gran bolsillo o
un enorme estómago.
No hay tiempo para los artistas.
No hay espacio para ellos.
Y sin embargo, cuando todo estalla, cuando
todo sangra, cuando todo duele... es la voz susurrante del artista la que sirve de bálsamo y de vendaje, la que te hace descubrir que las pequeñas
cosas son las que verdaderamente valen, las que
pueden darte esa alegría que el gran suceso ignora.
Es el artista el que mantiene encendida la llamita necesaria de la emoción. El que riega el rosal para
que no se muera irremediablemente la rosa, el que
señala hacia arriba para que levantes los ojos al cielo y descubras que todavía la Cruz del Sur sigue
teniendo cuatro estrellas que guían a las naves
extraviadas de noche en los mares...
Es el artista el que mantiene con vida a tu
ángel de la guarda.
El que escribió las frases que usás como lema.
Los versos que guardas en tu cuaderno de cuando eras adolescente.
Las letras de las canciones que tarareas cuando
algo triste o bello te sucede.
Es el artista el que te hace reír, el que te conmueve, el que te acepta como sos, el que abre las
puertas del alma que dan a tu interior y te invita a recorrer los caminos que te llevan a lo más
profundo de tu ser.
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El artista es quien te convence de que la vida vale
la pena ser vivida, el amor es lo más grande, lo más
valioso y necesario, que valés no por lo que tenés
sino por lo que das, y que siempre, en todos, hay
algo que los demás necesitan, algo que puede
salvarte y salvar a otros.
Sin temor a equivocarte, pensá que los artistas te
pertenecen. Que trabajan para vos.
Que cada artista hace lo que hace para darte algo:
está el que representa un papel para construirte un
sueño. El que diseña un vestido para que vayas a una
fiesta aunque sea con la imaginación. El que compone una canción para que represente algún pasaje de tu
existencia. El que pinta un cuadro para que puedas
ver y descubrir aquello que no conocías: llámese mar,
rostros ajenos que nunca son del todo ajenos, formas
y colores que no tenían forma ni color en tu mente.
El que canta dándote su voz para que la sientas tu voz.
El que escribe todo aquello que tantas veces
hubieras querido plasmar en palabras si hubieras
sabido escribir.
El artista tiene una estrellita en la frente y lleva
en su mano una tea encendida para que
el mundo no quede a oscuras.
¿Y sabés de qué se nutre?
¿Sabés lo que le da fuerzas para continuar?
Vos.
Tu afecto.
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Tu cercanía.
Solamente eso.
No tiene otros premios, otros alicientes.
Es tu aplauso, tu mano estrechando su mano, el
paso que das hacia él el que lo impulsa.
“Cuiden los artistas”, cantaba Enrique Pinti anoche en una celebración. Porque todo pasa... pero quedan los artistas.
No importa que los diarios y las radios y los canales de TV se acuerden de ellos solamente cuando
son piedra de escándalo... Vos, ella, él, todos ustedes
son los que tienen que hacerlos sentir queridos.
Porque el artista hace lo que hace por amor.
Por verdadero AMOR. Y lo hace porque te quiere... y PARA QUE LO QUIERAS.
¿Contesta tu pregunta decirte que escribo
para que me quieras?
Es así.
Dios me ha premiado más que a otros artistas.
Porque estás ahí. Porque a veces me escribís.
Porque me mandaste un rosario hecho con rositas
de organza, un osito celeste de peluche que aprieto
fuerte antes de dormirme para que me llene de
“buenas ondas”, tarjetas musicales, señaladores con
dibujitos, huevos de Pascua..., en realidad: mimos.
Cariño que me cuida cuando estoy más triste y más
sola que nunca.
No te enojes si no contesto enseguida tu carta,
tu envío, porque mi forma de responderte... es
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escribiendo las páginas de mis libros donde también estás vos, estamos vos y yo riendo y llorando
juntos, como lo hacemos desde hace tantos años.
Si no fuera por vos, qué pobrecita cosa sería mi
corazón.
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Por nosotros
nosotros
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odas las noches a las tres tomo tus manos,
las aprieto, siento que me das fuerza, que una oleada de luz corre con la sangre por mi cuerpo.
No importa dónde estás.
No importa que no vengas.
No importa que no llames.
No importa que no respondas cuando clamo a
los gritos.
Igual tomo tus manos y te siento.
Somos pasajeros del presente, el futuro es incierto y no nos pertenece, pero el pasado es nuestro, nada puede cambiarlo, nadie puede robarlo ni
borrarlo.
Y en el pasado estás.
Cierro los ojos y te veo.
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Hay un canterito con una planta de albahaca,
cortás unas ramitas, las olés, me abrazas; arriba de
la hornalla hierve el agua esperando la lluvia amarilla de los fideos. Hay que picar de prisa la albahaca,
agregarle las nueces machacadas y el queso rallado.
Almorzaremos con un ramillete de lavandas azules
en la mesa, nos tocaremos los pies debajo del mantel, y al brindar dirás: “Por nosotros”...
Dos palabras mágicas para ahuyentar la soledad.
Dos palabras como un conjuro, una plegaria, un
rayo de sol espantanieblas, disuelve miedos, fertilizante de todos los huertos...
Dibujabas con tus dedos el contorno de mi cara
y murmurabas: “Tenés que ser feliz. Obligate a ser
feliz”.
Y si yo te preguntaba: “Pero cómo se consigue”...
sonreías y afirmabas:
–Pensando en mí. Si no podés ser feliz pensando
en mí, nada de lo que vivimos habrá servido para
nada.
Entonces no comprendía muy bien lo que eso
significaba.
Porque estabas ahí.
Porque era fácil e inmediato encontrar tu mirada.
Porque si no estaba tu presencia, había un teléfono que nos comunicaba, y nada cortaba el hilo envolvente de ese “Por nosotros” perfecto y permanente.
Eras el hombre que dejaba su olor en las sábanas
de la cama.
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Eras el que al dar vuelta la llave en la cerradura
de la puerta de entrada paralizaba todos los ruidos
del mundo y el único ruido que yo oía era el de tu
llegada: primero la llave y luego los pasos seguros.
Eras el que a veces me compraba un ramito de
jazmines y llenaba el universo de perfume, como si
fueras el Hacedor de la Primavera y yo... una plantita verde y nueva, dispuesta a darte mis flores y mi
savia, loca de alegría por esa generosidad pequeñita
que a mí me daba la impresión de ser la más grande de las generosidades.
Estoy tan poco acostumbrada a recibir, que cuando me dan algo lo guardo para siempre, lo pongo en
un estante de mi biblioteca, como si fuera un trofeo,
lo observo, lo miro, no lo creo... tengo que tocarlo
reiteradas veces hasta convencerme de que es una realidad y no un invento.
Alguien pensará ¡qué chiquitos son mis sueños...!
Pero no, no es chiquito el sueño de un ramo de
jazmines: es el sueño de un jardín, de un verano
azul y pegajoso que estremece la piel y quema el
césped; es el sueño de una planta que trepa por el
tronco del árbol, envolviéndolo, y al mismo tiempo
que lo acompaña y lo aprisiona se siente acompañada y prisionera de la fuerza más poderosa: la de la
destrucción de la soledad.
Oh... me decías cosas que no dice nadie: “El
amor de mi vida”, “La mujer para siempre”, frases
que parecen de teleteatro o de película, y que si no
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me las hubieras repetido en los últimos momentos
de tu vida, tan pálido y tan entrecortada tu respiración, no me hubiesen quedado tan magníficamente grabadas en todos los rincones de la mente y el
cuerpo.
Sagradas. Indelebles.
Todas las noches, a las tres, tomo tus manos.
No temo no encontrarlas, porque sé que todas
las noches a las tres, apretarán las mías para transmitirme fuerza.
Y pienso en vos.
Y sonrío, aunque no haya vivido cosas muy buenas ese día, aunque más temprano haya llorado, aunque algo me haya decepcionado, aunque alguien me
haya mentido, aunque nadie jamás llegue a quererme como vos.
Tomo tus manos y me obligo a no flaquear, a
intentar ser feliz, por vos, por mí, “por nosotros”,
así sirve todo lo que vivimos... porque no puede ser
que tanto amor no sea la semilla de otras flores.
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J
unto cajitas.
Cajitas esmaltadas, cajitas de madera pintada, cajitas de cristal, de porcelana, de metal, de cartón, de
nácar, todas chiquitas.
En esas cajitas guardo los pedacitos de la felicidad.
Porque la felicidad no es un enorme friso en la
pared, sino un rompecabezas de piezas diminutas
que se arma de a poquito.
Y no tiene una figura fija, preconcebida, sino
varias figuras, todas cambiantes, que pueden variar
según los días, según las horas, según los lugares...
Vos me enseñaste eso.
Y muchas de esas cajitas tienen partes tuyas.
No... no lo aprendí enseguida... me llevó tiempo...
Cuando tu vida se apagó, el miedo y la soledad
hicieron nudos con mis tripas.
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Golpeaba todas las puertas con terror de no ser
escuchada, de no ser recibida.
Y me juraba, cada día, golpear otras puertas y
otras y otras, sin importarme quién las abriera, quién
sería capaz de oír el sonido de campana al viento
que emitía mi corazón... una campana de barco en
medio del océano, una campana de catedral en medio del desierto, una campana quejumbrosa con
sonido de pena y manantial al mismo tiempo...
Hasta que empecé a abrir las cajitas.
En una encontré un fósforo, uno de esos fósforos con los que encendías mis cigarrillos, y aunque casi no fumo, prendí uno y traté de hacer espirales con el humo, como hacías vos.
En otra encontré unas tierritas de colores, de
Purmamarca, y el norte le trajo paz y color al sur de
mi inquietud, con su placita de vendedores de pesebres, su aire de celeste transparencia, sus montañas
redondas...
En la de porcelana, una rosa seca y un papel
dobladito: “quinto aniversario”.
En la de plata, una medalla bendecida de la
Virgen de Luján.
Arena de la playa mansa, monedita de austral,
un coralito africano, una entrada de cine, un boleto capicúa, un anillito que perdió la piedra, un
cuarzo casi dorado, una plumita de colibrí...
Todos itinerarios de caminos que recorrimos
juntos y yo vuelvo a caminarlos llevando tus pasos
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encima de los míos, ahora que tus pasos no pesan
nada porque son de apenas airecito, de apenas aleteo de mariposa, de apenas una lágrima...
Ya ves, ya no golpeo puertas, sólo abro cajitas
para no estar tan sola.
Pero, eso sí, al mismo tiempo, abro también mi
corazón...
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Amores habrá tenido...
habrá
tenido...
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seguré la correa de la cartera en el hombro, conté el vuelto, tomé la bolsa de los zapatos
con la otra mano, le dije que sí al taxista cuando me
recomendó que cerrara despacio la puerta del auto
y bajé.
No estaba triste ni contenta, no hacía frío ni
calor, no pensaba en nada... Y de pronto te vi, parado frente a mí, sonriendo, atildado como siempre
(digo “como siempre” porque hasta hace cuatro
años siempre había sido así, y la gente, generalmente, cambia poco).
–Hola...
Hasta el mismo perfume.
Y el gesto protector de agarrarme del brazo. Un
gesto mecánico que me encantaba, pero en esta opor29
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tunidad me obligó a recapacitar que no era algo que
hacías solamente conmigo sino con cualquier mujer
que estuviera cerca. Y que, por supuesto, conocieras.
–Hola.
Ese perfume... y la presión de tu mano... y un
beso al vuelo en la mejilla...
Mi mente estaba fría, razonadora, en guardia.
Pero mi cuerpo, como si obrara por su cuenta,
como si fuera un ente aparte de mi inteligencia y
mi psiquismo, se conmovió.
–Tenía el presentimiento de que un día de éstos
iba a verte...
La voz.
Ahora era tu voz rozándome, rasgándome, entrando en mi temblor.
Una voz que me sublevó con palabras, que con
palabras me suavizó, me hizo reír, sollozar, me llenó de ternura, de lástima, de rabia...
–Así que ahora sos adivino –musité.
¿Por qué el sarcasmo? ¿Por qué no podía responder tranquilamente, estableciendo una distancia
que me mantuviera lejos de la conmoción y los
reproches?
–Si tenés un ratito podríamos tomar un café
–apremiante, empuñando el timón, seguro de que
te diría que sí.
Y dije que sí.
En la esquina había una confitería, nos sentamos lejos de la ventana; la luz era suave y le daba
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a todo un tono melancólico, mágico, de película
de Visconti.
No preguntaste qué quería, pediste dos cafés.
Nunca preguntabas.
Y cuando yo te preguntaba algo, casi siempre
respondías con otra pregunta, o con evasivas que
no llegaban a conformar una respuesta coherente.
¿Había sido difícil lo nuestro, o yo transformé
en complicada una cosa que pudo ser sencilla y
transparente?
Si el cerebro hiciera ruido, hubiera oído el rugido de todos sus motores en marcha.
Los recuerdos iban y venían, como flechas lanzadas al aire por un arquero loco.
Mis largas esperas junto al teléfono, aguardando
una llamada que no harías.
Tu aparición al día siguiente, como si nada, extendiendo los brazos: “Me fue imposible, tu número me
daba ocupado, ocupado”.
Excusas increíbles, mentiras infantiles... eras un
campeón defendiéndote de estupideces... Después te
ibas y yo me quedaba rumiando la bronca, desolada,
con ganas de tirarme por la ventana o de matarte.
Pero no me tiraba por la ventana... ni te clavaba
un cuchillo en el corazón. No. Me iba a la peluquería, trataba de parecerte hermosa, de peinarme como
te gustaba, de usar los colores que preferías...
¿Es que no había otra cosa en mi vida más que vos?
¿Acaso no podía quitarte de mi centro?
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Caminando por la calle te llevaba conmigo, aunque no estuvieras allí.
Viendo una película en el cine o por televisión,
secretamente te la comentaba.
Mirando vidrieras.
Oyendo música.
Sentada en la plaza.
Ordenando papeles.
Sumando.
Restando.
Haciendo la lista de las compras.
Conversando con otras personas.
Qué manía tenemos las mujeres cuando nos
enamoramos.
Todo lo transformamos en “él”. Pero, ¿”él” nos
tiene presentes todo el tiempo?
Cuando el mozo trajo los pocillos de café me di
cuenta de que habías tomado mis dos manos entre
las tuyas.
Oh, Dios mío, otra vez mi cuerpo traicionándome, obrando por su cuenta, sin pedirle permiso
a mi criterio.
Mi cuerpo emocionado por el calor de esa piel
tan minuciosamente conocida, esa textura entre
áspera y suave que me perteneció hasta el punto de
convertirse en mi propia piel, como si hubiéramos
sido dos continentes transformados en uno solo
porque el calor de nuestro amor secó por completo
el océano que los separaba.
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Quise retirar mis manos, pero ellas se quedaron
ahí, sumisas, entregadas.
Mi cuerpo te extrañó.
Mi cuerpo te buscó entre sueños.
Mi cuerpo se quedó insomne imaginándote.
Fueron noches interminables.
Fueron días de sonámbula desconsolada.
Fueron meses de llantos repentinos que me obligaban a abandonar la mesa, el escritorio, y correr a
encerrarme en el baño hasta que el diluvio se detuviera, y después retocar el maquillaje, respirar hondo y regresar dando una excusa que seguramente
nadie se creía.
Me costó tanto, tanto sacarte de esa obstinada
espera, borrarte de mi tiempo cotidiano, aprender a
mirar los relojes sin que manejaras las agujas...
Me costó tanto, tanto recuperarme para mí, volver a ser “una persona” y no “los dos”.
Y ahora, ahí, en pocos minutos, estabas otra vez
dueño y señor de la situación, moviendo las piezas
necesarias para otro jaque mate.
–Nunca volví a querer... Lo que vos despertaste
en mí fue único –afirmaste teatralmente.
–¿Y estás solo?
–Bueno... solo, solo... no. No quiero mentirte.
Tengo una relación... Nada importante...
–¿La misma de hace cuatro años?
–No. Eso se terminó. Te dije que era solamente
un recreo fugaz, una equivocación, una tontería de
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distraído... No. Otra... Sin importancia... Algo que
se puede cortar en cuanto le decida...
Fue como volver a oír cosas que había escuchado. Como ver nuevamente una película vieja.
¿Otra vez?
¿Pasar por todo aquello otra vez?
Mis manos se soltaron.
Mi pulso se fue tranquilizando.
Mi cuerpo volvió a mí, como un cachorro que
regresa al lado de su amo después de haberse escapado a correr por la plaza.
Bebí tres traguitos de café, miré el reloj.
–Perdoname, pero ya llego tarde –mentí. Tranquilamente.
–¿Puedo llamarte mañana?
–No, mañana no.
–Pasado...
–No, ni mañana, ni pasado ni nunca. Yo también
tengo un compromiso, ¿sabés?, pero no se trata de
algo sin importancia. Es una persona muy valiosa y
no quiero perderla jamás. Se te endureció la mandíbula. Ese gesto de bronca que conocía de memoria.
–Bueno... –te pusiste de pie para despedirme–
Que todo salga bien.
–Gracias. Todo va a salir bien. Me lo merezco.
Y salí sonriendo.
Salí apurada, casi corriendo.
Mi compromiso era en verdad con una persona
muy valiosa, que no quiero perder jamás: conmigo.
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a que no fue invitada a veces llega,
se instala en vos y en mí
como si fuera parte de nosotros,
cambia de lugar los sentimientos,
baja las persianas del corazón y lo oscurece,
inventa nuestro llanto.
No la invitamos nunca, pero viene.
Le cerramos las puertas,
pero lo mismo entra.
Le tapiamos los cercos,
pero lo mismo pasa.
Cerramos los ojos,
pero ella igual maneja nuestras lágrimas.
Para desorientarnos,
cambia constantemente de disfraz:
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hay veces que se viste de recuerdo
y otras de soledad.
Ahora, por ejemplo,
ella no fue invitada pero llega,
no le presto atención pero comienza
a desgastar la luz, la fe, la risa.
Es una intrusa,
una enemiga inquieta.
¿Cómo se llama?
un nombre gris: tristeza.
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Por soledad
soledad
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or soledad se muere el ave en la garganta,
por soledad se calla el canto que se canta,
por soledad el corazón se da en pedazos,
por soledad no dejan huellas nuestros pasos,
por soledad uno se va volviendo loco,
por soledad en vez de dar, damos un poco,
y la ternura y el asombro se nos van
porque tememos ahuyentar la soledad.
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Cosas
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lla confiaba en mí, me veía grande y
fuerte, sentía que la protegía del enorme mundo
desconocido... mi nenita de ojos curiosos, de manos calentitas buscando como gorrioncitos el nido
de mis manos.
Y yo le decía:
“Todo puede ser lindo
y ser importante
si le ponés adentro
cosas valiosas:
una gota de lluvia
será un brillante
y el moño de tu pelo
¡una mariposa!”
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El 8 de diciembre armábamos el árbol de Navidad, siempre armábamos el árbol, con adornos
viejos y adornos nuevos, campanitas, globos de
colores, algún ángel tocando la trompeta, la gran
estrella con flecos de papel plateado.
Mi abuela me enseñó que las “fiestas” no se saltean. Aunque hayan sucedido cosas tristes, las fiestas son el hilo mágico con el que se borda la alegría,
la esperanza, la ilusión.
Son el hilván que une a la familia, que la hace
acercarse para que todo ese cariño, todos esos buenos deseos unidos, se transformen en un sol que
ilumine los días que vendrán.
Energía, buenas ondas... llamalo como quieras.
Todos irradiamos algo.
Que puede ser negativo o positivo.
Si nuestros pensamientos o nuestros sentimientos
son negativos, acumulamos rabia, envidia, desazón,
y somos como un frente de tormenta con nubarrones negros.
En cambio... ¿no te diste cuenta de que cuando estás contenta y tu corazón se vuelve generoso la gente te mira por la calle, alguno que pasa
te suelta un piropo, tus amigos te encuentran
“linda”?
Es que los demás reciben los mensajes de nuestro interior.
Mensajes que no necesitan de palabras, porque
están hechos de signos intangibles, inmateriales.
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Como si dentro nuestro floreciera un rosal de
rosas invisibles y esas rosas flotaran también a nuestro alrededor desparramando sus pétalos por todos
los lugares que transitamos.
Si nuestras intenciones y nuestros pensamientos
son positivos, si deseamos que todos estén bien y
sean dichosos... emanamos el perfume de esas rosas
milagrosas y quienes se acerquen a nosotros terminarán bellamente perfumados.
La sonrisa y la generosidad son imanes que atraen la buenaventura.
El gesto agrio es un empujón que la aleja.
Mi abuela decía: “El que echa veneno en el aire
para que se envenenen los demás, termina muriendo envenenado por el mismo veneno que echó”.
Vamos a cambiar de juego.
Hagamos que nuestro ámbito se llene de buenas
ondas.
Para que la suerte se nos pegue.
Para que de la galera de ese mago que es la
vida salgan conejitos de ojos rosa y palomas de
blanca nube. Y no aves de rapiña, ni truenos, ni
ciclones.
Mi nenita de ojos curiosos, que confiaba en mí, que
me veía tan grande y poderosa... hoy es una mujer.
Y todavía hay chispitas de luciérnagas en sus ojos
cuando ve encendidas las luces de colores del árbol
navideño.
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Tiempo de acercamiento, tiempo de borronear
tristezas y festejar las fechas sagradas. Tiempo de
buenos propósitos y empecinadas esperanzas.
Tiempo de seguir creyendo que todo puede ser
lindo y ser importante si le ponés adentro cosas
hermosas...
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Entre dos
Entre dos que se aman
que se aman
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Y
él... tu hombre... ¿qué espera de vos?
Porque siempre pensás y hablás de lo que vos
esperás de él.
Y le reprochás lo que te da, lo que siente, lo que
deja de hacer, lo que hace.
¿Desde cuándo no lo mirás a los ojos? Pero a los
ojos A LOS OJOS.
No resbalando la mirada por sus ojos, sino internándote en ellos. Buscando sus pensamientos. Buceando en su interior hasta llegar al rincón de sus
preguntas.
Te da un poco de miedo, ¿no?
Es más fácil quejarse que entender.
Entender compromete.
Te involucra.
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Te obliga a decirte a vos misma la verdad.
Y la verdad es que es uno mismo el que elije sus
penas y sus alegrías.
¿Qué elegiste para este amor?
La pena es un laberinto de cristal que nos permite ver la felicidad desde sus intrincados caminos,
pero no nos deja llegar hasta ella.
En cambio la esperanza es la mitad del triunfo:
la otra mitad es la acción, dar los pasos que son
necesarios para obtenerlo.
Y en el amor el triunfo es la búsqueda incesante de la dicha compartida.
Mirá a tu hombre a los ojos y decile que has elegido la alegría de amarlo.
Que tus manos se tenderán hacia él llenas de
caricias y pequeñas ofrendas cotidianas: el mantel
planchado, la comida caliente, la música que espanta los fantasmas de la queja, el abrazo apretado que
transfunde las fuerzas de los cuerpos...
Decile que otra vez, como antes, volverías a
escogerlo entre todos los hombres del mundo, y eso
hará que él te sienta la mujer que jamás dejará, la
que deja brumosas a las otras, la que le ofrece el
universo de la luz del otro lado de sus ventanas
abiertas.
Porque él espera de vos exactamente lo mismo
que vos esperás de él: que lo quieras, que lo aceptes, que recibas con entusiasmo lo que te da con
generosidad, que nada de lo suyo te resulte indife52
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rente, que tengas en cuenta hasta su más pequeño
comentario...
Entre dos que se aman no hay nada insignificante,
todo tiene su valioso significado.
Nada hay indiferente, todo tiene interés.
Entre dos que se aman, los silencios no son mensajes, los silencios son precipicios por donde el
amor se resbala y cae, perdiéndose, destruyéndose,
lastimándose...
Te gusta que te hable... entonces dale tus palabras.
Te gusta que se acerque, entonces da un paso
hacia él.
Te gusta que te quiera... entonces ámalo, sin
buscar tantos escollos, tantos muros... No levantes
paredes, derríbalas.
Copiate de la primavera, que no busca pretextos
cuando llega, no se pone a separar las plantas pequeñas de los grandes árboles: hace que TODO lo que florece FLOREZCA.
No busques pretextos para querer menos, buscá
motivos para querer más, y verás que cada día hay
un motivo para engrandecer el único sentimiento
que le da valor y motor a la vida.
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Cita con
Cita con caramelos
caramelos
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E
stás allí, arrodillado, el pelo desordenado
sobre la frente y las pecas sobre la nariz, tu nariz de
siete años.
Hay dos dientes de menos que dibujan un portillo en tu sonrisa. Y doce soldaditos de plomo que
apuntan a tu ombligo.
Yo la conocí cuando eras una promesa.
Te hablo de ella y se me hace un nudo en la
garganta.
¿Con qué voz le hubieras dicho “mamá”?
¿Con qué voz te hubiera llamado ella para decirte que la leche se enfría?
¿Con qué corridita de osito hubieras corrido
para estrecharte entre sus brazos?
Juan Pablo. Ése era el nombre destinado para tu
milagro.
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Dicho muchas veces antes de que fueras verdad.
Yo la conocí de guardapolvo y flequillo. La vi
con su vestido de quince, con sus primeros tacos
altos.
La vi también en una esquina de invierno esperando a tu papá, cuando el amor comenzaba. ¡Éramos tan amigas!
Yo la ayudé a escribir sus cartas de amor, cuando
las dos plagiábamos a Neruda. Y juntas, las dos, más
adelante, te nombramos, en esas charlas de chicas
soñadoras.
–Un hijo... ¿te imaginás lo que debe ser tener un
hijo?
Nos poníamos muy serias. Y vos, que entonces
eras viento, eras la luna nueva y todas aquellas cosas
que están lejos pero se presienten, cobrabas forma,
agitabas tus manos inmateriales en un tiempo inmemorial y dulce y te llamabas con el nombre que ella
eligió para amarte: Juan Pablo.
–Lo veo... me parece que lo veo... –murmuraba–. Tiene los ojos azules como el padre, el pelo
rebelde como yo, se ensucia las rodillas con barro
y le doy migas de pan para que le dé de comer a las
palomas... Lo corro por toda la casa para castigarlo por una travesura y cuando lo alcanzo. ¿Sabés
qué hago cuando lo alcanzo?.... lo estrecho hasta
dejarlo sin aliento y le lleno de besos las mejillas.
Unas mejillas suavecitas, de nardo... Desde los
besos se me resbala una lágrima, él frota su carita
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contra la mía y la lágrima desaparece. Un hijo las
borra. Un hijo te hace descubrir de nuevo el mundo a través de su mirada nueva, de sus porqués.
Con sus signos de interrogación fabrica una caña
de pescar y un anzuelo para atrapar estrellas, sapitos, piedras de colores, cintas de las trenzas de las
nenas vecinas, una ardilla, una golondrina y una
casita con chimenea y humo dibujada con marcador en la pared del living...
La tarde que la encontré por la calle, regresaba
de la casa del médico.
–Todo va bien –me dijo– y Esteban está encantado.
Su figura menuda se ensanchaba, una mansedumbre plácida encendía su rostro.
–Estás más linda –le dije. Y era verdad.
Desde tu tercera luna la embellecías, Juan Pablo.
Caminamos juntas hasta llegar a tu casa.
Tropezamos con un corro de niños jugando a la
pelota y ella le acarició la cabeza a uno desgarbado
y risueño, mostrando en su portillo sin dientes la
cédula de siete años de su boca rosada.
–¿Qué te dejaron los ratones? –le preguntó.
–¿Qué ratones? –masculló el chico.
–Los que se llevan los dientes que se caen...
–No me dejaron nada...
–No es verdad. Te dejaron una cosa pero se equivocaron de casa. En vez de ponerla bajo tu almohada la colocaron debajo de la mía. Aquí está.
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De su cartera sacó un paquete de caramelos y se
lo dio.
El chico los arrebató con un gritito de alegría y
mientras chupaba uno frunció el entrecejo y la
enfrentó:
–¿Cómo supiste que eran para mí?
–Pues... ¿acaso no tenés flequillo rubio, ojos verdes y un portón entre los dientes?
–Sí...
–Eso me lo decía el ratón en su carta.
El sin dientes corrió la pelota que pasaba a su
lado y la tarde se lo llevó, como a todo lo que pasa
fugazmente por nosotros.
–Como ése... un día mi hijo será como ése y le
contaré la historia de los ratones.
¿Alguien te contó la historia de los ratones, Juanpa?
¿Tu papito? Oh... yo sé que tu papito no tiene
tiempo, que es un señor ocupado, de saco y corbata
y ataché, de zapatos bien lustrados, y te deja dinero
para que te compres un alfajor en el recreo.
¿Tu abuela?
Bueno... tenés que perdonarla...
¡Hace tanto tiempo que los ratones se le escaparon de la memoria!
Vení, vení, no te alejes.
Sí, así, pasito a pasito hasta mí.
Y sin miedo.
Porque no voy a comerte.
Yo estuve de viaje mucho tiempo...
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Por eso no pude conocerte cuando vos eras así de
chiquito, como mi canarito.
Por eso no pude conversar con tu mamita la tarde que naciste, la tarde aquella que... dejándote en
el mundo... ella se fue apurada a una reunión de
ángeles de la guarda y mariposas blancas...
Ayer regresé.
Y recordé, de pronto, que tenía una cita pendiente con un niño llamado Juan Pablo.
Me lo recordó un ratón que me dejó una carta
debajo de la almohada y un paquete de caramelos,
en pago de un diente que parece una perla.
Un dientito tuyo.
Y, además, te traigo un beso.
Un beso que ella, tu mamá, no pudo darte.
Es un beso tibiecito... y tiene una lágrima para que
la seques frotando mi mejilla con tu carita de nardo.
¿Ves?
Es fácil besarte.
Es fácil llorar.
Porque tenés una caña de pescar lágrimas, un
abecedario con muchas “m” de mamá, mariposas,
mimos...
Tus ojos me hacen preguntas.
Cuando seas más grande, las responderé.
Pero ahora contentate con apretarte a mi falda y
pedirme que juegue con vos.
Tu papá está muy ocupado. A tu abuela le duele
la cintura cuando se echa en el suelo a tu lado.
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A mí no me duele nada.
A mamita tampoco le hubiera dolido.
Mañana volveré a verte, Juan Pablo.
Mañana jugaremos otra vez.
Ahora tengo una cita con un recuerdo.
Quiero correr a decirle que sos igual igual a
aquel Juan Pablo que ella dibujó en el viento.
Quiero decirle que el beso que te envió... ya está en
tu dulce mejilla de seda...
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¡No crezcas
¡No crezcas tan rápido!
tan rápido!
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L
legaste con un cigarrillo encendido en una
mano y arrastrando un bolso bordado con piedritas
multicolores en la otra.
Sonriendo, y perfumada y preciosa, como son preciosas las chicas a tu edad. ¿Quince años, dieciséis...?
Te sentaste en el sillón al lado del mío, y la luz le
sacaba como chispas a tu pelo rojizo. Un pelo largo, suave, ligeramente rizado.
Te pusieron una capita blanca y Ariel te preguntó:
–¿Vas a cortarte, no? ¿Bien corto?
–Bien corto.
Yo miraba cómo caían los mechones al piso, y
tu cara de nena se volvía, por obra de una voraz
tijera y una onda en la frente, en la cara de una
“señorita”.
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Me dieron ganas de decirte que no. Que no lo
hicieras. Que apagaras el cigarrillo, que no te cortaras el pelo, que no crecieras tan rápidamente...
Pero estabas apurada por crecer... y se me ocurrió
que lo mejor, lo único posible, era decirte qué es
crecer.
Lo desconocido provoca temor, inseguridad y
desconfianza. Y esas tres cosas provocan en nosotros
reacciones agresivas.
Es por eso que tantas veces te descubriste obrando con una violencia que no era tuya, que no reconocías y te dejaba un gusto amargo en la boca.
Estás recorriendo el camino más difícil de la vida
de una persona: el que te lleva desde la tierra protegida y azul de la niñez al mundo abierto y peligroso de la adultez.
Aquella nena arropada amorosamente por
mamá en la camita de la infancia, arrullada por la
voz cariñosa narrándote un cuento, pidiéndole
que mire hacia ambos lados antes de cruzar la
calle, recordándole que lleve un pulóver por si
refresca, convenciéndola de que tome toda su taza
de leche, que complete sus tareas del colegio...
¿dónde está? ¿Dónde está aquella nena que preguntaba a cada momento qué me pongo, qué digo,
puedo, por qué?
Ha dejado de ser pequeñita. Tiene unos centímetros más de altura que mamá.
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Se siente un poco incómoda con ese cuerpo “que
le queda grande”, tan grande como el gran mundo
contradictorio que la espera ahí afuera.
Te da vergüenza demostrar tus emociones por
no parecer “tonta”.
Te da vergüenza pedir ayuda cuando la necesitás.
Te sentís “distinta”, “sola”, y creés que los “grandes” son incapaces de comprenderte...
Porque tampoco vos te comprendés.
Porque tampoco vos ves con claridad, y esa nebulosa en la que estás sumergida te vuelve torpe y te
angustia.
A medida que pasen los días se acercará el tiempo en que seas vos solita, con tu propio criterio y
experiencia, la que tengas que tomar tus propias
determinaciones.
Tal vez eso sea lo más difícil de crecer: TENER
QEU ASUMIR NUESTROS ERRORES SIN PODER ECHARLE LA CULPA A LOS DEMÁS.
Yo te confieso que cuando tengo que tomar una
determinación importante... me exaspero, me pongo irascible y malhumorada... tengo miedo de equivocarme... de no estar a la altura de lo que los
demás esperan de mí...
Sí, yo, que parezco tan segura... (y me tiemblan
las rodillas, me castañetean los dientes, pongo cara
de “no me importa” y agonizo por dentro).
Tu pelo sigue cayendo.
Me consuelo pensando que volverá a crecer.
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¿Le gustará a tu mamá, cuando te vea?
Esa misma pregunta te la hace Ariel.
Y vos respondés:
–Si le gusta, bien. Y si no, también. Es mi pelo...
¡Ay, chiquita, TU PELO!
Que todavía hoy es más de tu mamá que tuyo.
Porque ella lo cepilló, lo cuidó, se puso tan orgullosa las veces que le dijeron: “qué lindo pelo tiene
la niña...”
Y se me ocurre que a veces habrás discutido, le
habrás gritado que estabas esperando el momento de poder irte a vivir sola, o con una amiga... y
ella te habrá contestado que también, que ojalá,
que...
Mentirosas las dos.
Y las dos mentirosas mirando hacia otro lado
para que a ninguna se les descubrieran las lágrimas
poniendo brillo de diamantes en los ojos...
Ya cesó la lluvia de pelo.
¿Te queda lindo?
Sí, te queda lindo.
Tengo que admitirlo.
Pero me ha puesto triste esa montañita de seda
junto al sillón.
¿Estás apurada por crecer?
Crecer es... mirar a nuestro alrededor VIENDO a
los demás, tratando de entenderlos y de quererlos
aunque a muchos no podamos admirarlos.
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En la infancia el cariño siempre iba unido a la
admiración (¡Ah, el “valiente” abuelo, y la madre
“todopoderosa” y el papá “invencible”, y la amiga
“inventada”!).
Pero en la adultez, el cariño va unido a la comprensión y a un poco de resignación, o de piedad...
Crecer es perder un cielo de estrellas salpicadas
como papel picado y ganar un cielo con constelaciones matemáticamente ubicadas.
Todo está, pero de otra manera.
Para conservarlo hay que ser empecinada y creer
con una fe tozuda, vigorosa.
Muchos te dirán que hay que ser desconfiado...
Yo te ruego que no...
Siempre abrí mi corazón de par en par, como
una ventana, y aunque muchas veces entró la ráfaga gris de la tormenta, muchas otras entró todo el
sol, todo el olor a mar de los veranos, el sonido
necesario de las voces queridas...
Si desconfías, tal vez te salvarás de algunos dolores, ¡pero impedirás que te alcancen tantas alegrías!
Crecer es querer vivir, querer la vida, quererte a
vos misma.
El domingo presencié un espectáculo desgarrador y maravilloso: este invierno talaron unos álamos de mi quinta y dejaron los troncos junto al cerco. Se conseguía así un poco más de luz en las habitaciones de la casa.
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¿Y qué pensás que vi en los troncos quietos?:
¡innumerables brotes de color verde nuevo! Sin raíces, con su última savia, los álamos se negaban a
morir, aferrados a la posibilidad de la primavera.
Si todos, al crecer, amáramos así a la vida y a sus
criaturas, tendrían su destrucción asegurada el odio
y la indiferencia.
Y crecer es, también lo que vas a hacer ahora,
cuando llegues a tu casa. Decir mirá mamá, preguntar si le gusta, arrepentirte un poco de haberte
cortado ese pelo precioso, y ponerte contenta cuando ella deja de fruncir el ceño y te abrace diciéndote que estás linda... que siempre estás tan linda...
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Última vuelta
Última vuelta en calesita
en calesita
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A
llí gira un mundo.
Un mundo chiquito con caballitos de madera
pintados de blanco, de negro, de marrón; avionetas
coloradas; autos azules y amarillos; bancos de
madera con altos respaldos.
Sobre los caballitos galopan, atados con una correa, niñas con moños en la cabeza, chicos de largos
flequillos.
Los más chiquitos viajan en los autos y las avionetas. Los otros, los que ya han pasado los seis años,
se afirman, de pie, sosteniéndose con una mano y
estirando la otra para sacar la sortija.
De vez en cuando bajan un pie y levantan una
redonda polvareda rojiza raspando el zapato contra
el piso de tierra. Y el calesitero, de boina, fumando
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su pipa, con arruguitas alrededor de los ojos de tanto sonreír, trata de parecer autoritario al gritarles:
–¡Eso no! ¡Te bajo si te veo volver a hacerlo!
La música tapa las voces de las madres que esperan recostadas contra el enrejado o sentadas muy
juntas en los bancos de piedra.
–Mi nena es ésa de celeste, ahí pasa...
–Los míos son los dos rubios que están en los
caballitos, esos, ¿ve?
–Yo tengo uno solo –“chau, mamá”, grita el
pecoso, y ella sonríe agitando la mano.
El calesitero mueve la pesada pera de madera
que engancha la sortija, la hace dar vueltas en el
aire, cerca de las manitos que se alargan, ansiosas;
retrasa lo más que puede el momento de ceder, de
entregarla, de dejársela quitar, porque sabe que en
ese punto la vuelta en calesita se vuelve un poco
aburrida.
La calesita es un país. El país de la infancia.
Redondo como un globo. Musical como una
ronda.
Un país que da vueltas y se mece como una
abuela que tiene en brazos al nieto.
A ese país se entra con dos monedas y un saltito.
Allí se puede ser domador, piloto, corredor, turista de sueños, fumador de cigarros de chocolate, chupador de helados, Batman luchando por la posesión
de la sortija mágica que concede el don de otra vuelta gratis.
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Andrea mira cómo su hermanita gira en la calesita. Y también mira la punta de sus zapatos nuevos, que tienen tres centímetros más de tacos que
los clásicos mocasines y le permiten vanagloriarse
delante de las otras chicas del barrio.
Con eso y el corpiño de encaje blanco que todavía le molesta un poco, ha pasado a ser algo así
como la “estrella” del grupo.
Ya no se entretiene brincando como un chico ni
se sienta en el umbral, despatarrada. Y pasea de una
esquina a la otra bamboleando su cartera roja con
espejo, peine y libreta de direcciones casi totalmente en blanco.
Ve mal que los chicos toquen un timbre y salgan
corriendo. Y saluda respetuosamente a las señoras
de la vecindad que murmuran encantadas “como
ha cambiado esta chica, ya es casi una señorita”.
“Señorita”, qué palabra tan linda le parece.
Sueña con estrenarla de verdad.
Dicen que a los quince, después de la fiesta.
Dicen... Los grandes dicen.
Andrea tararea la canción de Luis Miguel mientras su hermanita agita la sortija.
Qué raro. Tres veces seguidas la sortija a su hermanita. Y ya va siendo la hora de irse a casa. Y le
quedan unos pesos.
¿Y si se paga una vuelta para ella y se sube, haciéndose la distraída? Total, no está ninguna de las chicas de séptimo... Si se sube haciéndose la que le está
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diciendo algo a su hermanita y la calesita empieza a
andar y ella pone cara de sorprendida, luego cara de
“paciencia” y se queda arriba... como resignándose,
puede dar una vuelta entera...
–Una ficha –pide. Y va.
Su vestido blanco se balancea al compás de la
música que ella marca con el pie.
Tres veces se sacó la sortija la nena, qué raro.
Mira. No es el calesitero el que da la sortija. Es el
sobrino. Jeans nuevos, camisa a cuadros. Y qué estirón pegó ese chico. Si debe pasarla y repasarla; por lo
menos una cabeza y media más alto que ella.
Y cómo la mira.
Le lleva dos vueltas comprobar que tiene los ojos
verdes, reverdes, como las copas de los árboles de la
plaza.
Le lleva media vuelta más darse cuenta de que
tiene dos hoyuelos en las mejillas cuando se sonríe,
porque le está sonriendo, a ella, a Andrea. Y en la
otra media vuelta algo raro le pasa, algo se agita
dentro de su pecho, algo como un pájaro que aletea rápidamente; su corazón.
Y él da otra vez la sortija a su hermanita. Los
otros chicos se quejan:
–Eh, no vale, no vale, siempre a la misma.
Llega el calesitero, que se había ido a tomar un
café.
–Pero, don Carlos, cuatro veces se sacó la sortija
la misma nena –rezonga una de las mamás que
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todavía no se llevó a su hijo para bañarlo, darle de
cenar y a la cama que mañana es día de escuela.
Don Carlos mira a Andrea, mira a su sobrino, le
da un suave coscorrón en la cabeza, más simbólica
que coscorrón, como para acallar los murmullos.
–Dale, vos... –le reprocha.
–Pero si ella se la saca, tío, qué culpa tengo yo –y
pone cara de mártir.
A Andrea le tiemblan las rodillas.
Quisiera tirarse de la calesita y caer al lado de
Nacho (porque se llama Nacho).
O seguir dando vueltas y vueltas sin parar, eternamente y mirarlo cada vez que pasa frente a él...
Es la primera vez que está ahí arriba y no participa de la música (ni siquiera sabe que ahora suena
algo de Guns and Roses).
Es la primera vez que siente un mareo, una extraña agitación, como si hubiera estado corriendo...
pero sin tocar la tierra con los pies, corriendo sobre
nubes, o sobre un aire denso y azul...
Terminó la música.
Andrea se baja, con paso de reina.
–Vamos que es tarde, Paulita –le dice a su hermana.
–¡Pero si me saqué la sortija!
–Don Carlos se va a acordar, ¿no, don Carlos? Y
mañana te dejará dar una vuelta gratis. Pero ahora
vamos. –Y lo dice fuerte, mirando a Nacho, que
enrojece.
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Cuando sale de allí, fuera de la puertita de madera blanca, del alambre tejido, de la enredadera de
campanillas violáceas trepando por el cerco, se vuelve y ve a Nacho boquiabierto, mirándola alejarse.
Entre risitas, con el corazón brincándole, le hace
adiós con la mano y él responde al saludo, muy
serio.
La de hoy ha sido su última vuelta en calesita.
A ese país no volverá.
Ni con dos monedas, ni con dos billetes ni con
un saltito.
Porque ha encontrado la llave que le permitirá
entrar a otro país donde la carta de ciudadanía se
saca con tres centímetros más de taco, un corpiño
de encaje blanco y esa rara sensación que le da risa
y pena a la vez, y le hace aletear rapidísimo un pájaro dentro del pecho.
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El territorio azul
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homas es el territorio azul: la adolescencia.
Durante muchos años no volvimos a vernos. Un
día me llamó y dijo: “Soy el mismo”. Nos encontramos y era el mismo. Con barba ahora, y aquellos
ojos color acuarela de océano en los mapas. Y aquella angustiosa soledad en la mirada. La soledad que
nos hermanó siempre y hoy vuelve a juntarnos en
estas largas charlas. Thomas adivina lo que voy a
decir y eso me hace sentir pequeñita y cuidada. Me
gusta sentirme así, como si me estuvieran abrazando.
Tiene miedo de herirme y me explica largamente
cada uno de los pasos que pueden alejarlo de mí.
Por los matices de mi voz sabe si estoy triste,
ansiosa, angustiada, si miento, si lo estoy escuchando o no le presto atención, si me aburro, si pienso en
otra cosa y no en lo que digo.
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Me acepta como soy y conoce todas las causas de
mis llantos. Las conoce desde el momento en que
nacieron.
Me descansa no tener que darle explicaciones ni
tener que maquillarme para verlo: le gusto con la
cara lavada. Me ve linda y me lo dice de una manera hermosa:
–Hoy sos como un paisaje.
–¿Qué paisaje?
–Un paisaje de la campiña inglesa. Tus ojos el
césped, tu pelo las crines de los caballos alazanes
que corren desbocados por ahí.
Subrayamos las mismas frases en los mismos
libros. Nos acordamos de los mismos versos de los
mismos poemas. Nos gusta el mismo pasaje de la
misma canción.
Él se acuerda de cosas que viví y que yo había
olvidado: me entrega los pedacitos que me faltan
para reconstruir a la muchachita de dieciocho años
que lo enamoró. Yo los tomo con avidez y trato de
colocar cada uno en su lugar. Me agita la alegría de
ver que puedo, que sí puedo, no importa todo lo
que haya sufrido.
–Thomas, de veras yo no he crecido nada desde
entonces.
–Ni yo. Crecer no es tan fácil y no todos pueden.
–Tal vez sea más fácil crecer que haber tenido
que defender a capa y espada todo esto que tenemos todavía.
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–¿Y para qué nos sirve? Para darnos la cabeza contra la pared. En el mundo se necesita otra armadura.
–Nos sirve para nosotros.
–¿Y a quién se lo damos, a quién le importa,
quién lo entiende?
–Vos y yo lo entendemos.
–Pero es un lastre que no me deja obrar con rapidez, hacer buenos negocios, desenvolverme con
astucia entre la gente que trato diariamente.
–No, no es un lastre, Thomas: es un par de
alas... es lo que te hace volar como un águila. Los
otros son perdices de cortito vuelo: caen ni bien
quieren remontarse, aunque caigan sobre diamantes. Vos tenés todo el cielo, aunque el cielo sea un
aire sin valor material.
Aunque caminemos por las calles del centro de
la ciudad siempre estamos cruzando una plaza.
Quisiera decirle que si lo perdiera ahora me
moriría de miedo, pero no me atrevo. También quisiera decirle que me gustaría hacer la prueba de
amarlo. ¿Y si no pudiera? No pude antes. Ahora
sería un manotón de ahogado.
–Thomas...
–¿Qué?
–No me animo a preguntarte una cosa, y parece
tan fácil.
–Ya sé... no me la preguntes, a mí también me
da miedo. Hace casi veinte años que pienso en eso,
que lo estoy esperando... y tampoco me atrevo...
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Pero todo vuelve a quedar así: nos llamaremos
alguna vez, nos veremos alguna vez. La adolescencia no se repite. Es sólo la soledad la que enciende
vanamente la esperanza cuando tenemos miedo.
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Pasarán
Pasarán cosas
cosas
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H
a empezado otro año.
Como un cuaderno nuevo está ante mí, y me
acuerdo de cuando era chica, iba a la escuela y me
apuraba para terminar el viejo cuaderno y así comenzar el otro. En las últimas páginas hacía letra grande,
enormes dibujos apresurados. Pegaba dos hojas con
engrudo de fabricación casera: agua y harina en la
cocina.
Los cuadernos nuevos se empiezan con letra pequeña, pareja, prolija, cuidada...
Igual que los años.
Igual que éste.
¿Borrón y cuenta nueva?
No, no, sin borrón.
Y sumando a la cuenta nueva las otras cuentas
que antes nos sirvieron.
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Porque no todo está para el olvido.
Porque no todo fue para dejarlo atrás, disimulado entre las hierbas secas del otoño. Pasaron
cosas.
NOS PASARON COSAS.
Crecimos un poquito, un poquito así, pero crecimos. Llorar hace crecer, es esa lluviecita de uvas
de cristal sobre el techo de chapa de nuestro corazón. Pica, repica, musiquea, despierta.
Nadie es el mismo después de haber llorado.
Reír hace crecer.
También reímos.
Algunas veces, quizá podemos contarlas con los
dedos de una mano... ¡Y cómo une la risa!: dos que
se rieron juntos, a carcajadas limpia, no se desatan
nunca en el recuerdo.
Yo tengo siete chistes favoritos, y me acuerdo de
quiénes fueron las siete personas que me los contaron.
En cambio, no me acuerdo de todas las que me
hicieron llorar o compartieron mis angustias.
No creas que se trata de mala memoria... me
parece que es puro instinto de conservación.
Fijate que la gente le huye a la tragedia.
En algún tiempo me daba mucha rabia, pero ahora lo entiendo y no la juzgo mal.
Una amiga de la infancia, que quiero profundamente, todavía no habló conmigo desde que murió
mi compañero. Y si yo no la llamo no es porque no
tenga ganas de hacerlo ni porque piense que es a ella
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a quien le corresponde llamarme... sino simplemente
porque me da miedo que se sienta mal...
A ella le digo: si leés esto, no busques entre líneas... te quiero mucho, me gustaría que estuvieras
cerca. No temas, no estoy desahuciada, no contagio
las penas, las tengo dentro de mí, tan escondidas
que para hallarlas tendrías que escarbar demasiado.
Y, además, a los muertos queridos no los recuerdo
muertos, los recuerdo con su olor a perfume y su
camisa favorita, con la música que les gustaba, con
las anécdotas que los muestran en su mejor momento. No hablaremos de heridas ni agonías, ni
hablaremos de nieblas o tormentas... no, ¿sabés qué
haremos?... terminaremos la charla aquella que empezamos una tarde en un café de la calle Córdoba... o la
seguiremos, porque las charlas entre amigas no se
terminan nunca, son siempre una continuación de
la anterior, que fue una continuación de la anterior... y así, siempre, siempre, hayan pasado días,
meses, años.
Trabajar, hace crecer.
Y me ha dado un poco de trabajo trabajar.
Porque mi trabajo es solitario, callado, sin jefes que
me obliguen a hacerlo, sin un horario que cumplir.
Se trata de transformarme en médium y sentir
lo que todos sienten a mi alrededor... e interpretarlo con palabras escritas que traduzcan exactamente eso que siento, eso que sentís, eso que sienten otros.
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Admirar hace crecer.
Es tan larga la lista de la gente que admiro, que te
cansaría leerla. Pero en esos nombres seguramente
nos reconoceremos, hermanadas, vos y yo: Violeta
Parra, Mozart, Mick Jagger, Horacio Molina,
Paganini, Cortázar, Woody Allen, Silvio Rodríguez,
Beethoven, Raúl Porcheto, Chopin, Alejo Carpentier, Fellini, la hermana Teresa, Silvina Ocampo,
Bergman, Ricardo Montaner, siempre mi Felisberto Hernández que releo, los hermanos Marx, Olga
Orozco, Humphrey Bogart reviviendo cada vez que
pasan “Casablanca” por televisión (ojalá que no
dejen de pasarla nunca).
Al admirar abrimos una ventanita del alma que,
a veces, está cerrada con candado. Al abrirla, nos
abrimos. Dejamos que eche a volar un pájaro cautivo y que entre el aire con olor a magnolias y a flores de tilo, ese olor que es olor a verano y a plaza
(Cuando era chica llevaba botellitas a la plaza, las
movía, dando vueltas, y luego las tapaba, creyendo
que en ellas podían guardarse los olores. Tal vez sí.
Nunca las encontré, después, nunca tuve oportunidad de destaparlas...).
Agradecer es crecer.
Amar es crecer.
Crear es crecer.
Ha empezado otro año.
Cuadernito nuevo. Cuadernito de hojas inmaculadas, todavía en blanco.
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Cuadernito que en la tapa dice Poldy.
Solamente que yo podré escribir en él los días
que vendrán.
La vida es un cuaderno. No un “cuaderno borrador”, sino un cuaderno de clase. No se puede borrar
nada de lo que escribimos, ni se pueden corregir los
errores, ni se puede escribir encima en la misma
página.
Vamos a usar bien este cuaderno.
No vamos a dejar ningún espacio en blanco.
No pegaremos hojas para terminarlo antes.
Y no nos vamos a saltear las cosas lindas, por chiquititas e insignificantes que parezcan.
Porque son esas “cositas” las que le dan, en muchos
momentos, valor y sentido a la vida. Me tiembla la
mano. ¿Qué pondré en el primer renglón de la primera hoja?
Una frase corta. Dos palabras:
“ESTOY VIVA”.
Estoy viva. Ya vendrá lo demás.
Pasaron cosas.
Y pasarán cosas mientras esté viva.
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La sustancia de la luz
de las estrellas
de la luz
de las estrellas
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C
uando una mujer le dice a sus amigas:
–Bueno, tengo que irme, él me espera... –a ninguna se le ocurre replicarle:
–Quedate un rato más. Que te espere.
A ninguna se le ocurre hacerle reproches por
aquello de que él te interesa más que nosotras, sos
una sometida, o ya no nos querés tanto como antes.
Pero cuando un hombre le dice a sus amigos que
se va porque tiene que encontrarse con ella... ¡los
machos sangran!
–Dejala plantada.
–Llamala y decile que vas a llegar más tarde.
–Avisale que no podés ir.
–¡Mirá que te tiene agarrado de...!
Una cita con una mujer no es, para un hombre,
tan importante como su cita con el mecánico del
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automóvil, su agente de seguros, el contador que le
hace el papeleo de réditos...
¿Qué mujer podría robarle una tarde en el club
al jugador de golf?
¿Qué cara pone el dueño del yate cuando su “amada” le dice que quiere acompañarlo en ese viajecito
a Carmelo que él decidió hacer “entre muchachos
solos”?
En las “comunidades masculinas” las mujeres siempre están de más, sobran, molestan, estorban, interfieren, aunque esporádicamente aparezcan en las conversaciones, si no enteras... por lo menos con algunas de
sus partes: la pechera de Fulana, el flor de traste de
Mengana, los muslos de Zutana.
Dos minutos, tres groserías, cuatro risotadas. Y
después, vuelta al plan Ovalo, a la cotización del
dólar, a la imbecilidad del socio que ya no lo aguanto más, a la úlcera del presidente del directorio que
cada día está más imbancable, a la inutilidad de los
empleados...
Estamos viviendo en una época en que las necesidades amorosas y sexuales han pasado a segundo
término para los hombres.
¿Segundo... tercero... cuarto...?
Cualquier problema, por pequeño que sea, por
insignificante que parezca, puede distraerlo de esas
cosas.
Es muy probable que la culpa tengamos que compartirla con ellos.
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Las mujeres le hemos ganado terreno al río...
pero lo pagamos con la mejor moneda que teníamos: la femineidad.
Me parece que los hombres se sienten un poco
apabullados frente a la mujer que sabe hacer de
todo y que machaca con eso, lo demuestra con más
ferocidad que orgullo, con el aire de lucir una condecoración.
Apabullados y a la vez lanzados a una competencia que ni siquiera buscaron.
Nos necesitan fuertes para apoyarse en nosotras.
Pero quieren que les hagamos creer que somos
frágiles... y que los fuertes son ellos.
Nos consultan, y después esgrimen nuestras opiniones o nuestros consejos como si se les acabaran
de ocurrir.
Cuando las mujeres, en general, hablan de los
hombres en general, toda la cháchara podría resumirse en una sola frase:
–Son como niños grandes.
Hay una pizca de ironía, otra pizca de compasión y una gran dosis de ternura en la apreciación.
Pero cuando los hombres, en general, hablan de
las mujeres en general, el resumen es una pregunta
llena de agresividad:
–¿Quién las entiende?
No dicen: “Me gustaría entenderlas”.
Dan por sentado que eso es absolutamente
imposible.
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¿Intentarlo?
A ninguno se le ocurre intentarlo.
Lo consideran una pérdida de tiempo.
Igual, nos entiendan o no, estamos allí: disponibles
y dispuestas.
Su mayor temor, lo que los hace entrar en pánico, es hacer el ridículo.
Y cometen la equivocación de poner en el casillero de lo ridículo unas cuantas cosas que deberían
estar en el casillero de lo sublime.
Por ejemplo: la demostratividad, la ternura, la espontaneidad.
Hasta los comentarios después de una buena
relación amorosa les parecen ridículos: tema tabú,
sólo se comenta entre los amigos como si fuera una
bravuconada.
Pero no se conversa con la compañera de cama.
Y sería tan hermoso decir que fue hermoso.
Sería tan hermoso oír a un hombre decir que fue
hermoso y por qué fue hermoso.
Otro temor: fracasar.
En lo que sea.
No se permiten el fracaso.
Eso me da pena.
Cuando fracasan sienten que el mundo se les
acaba.
Se paralizan, pierden la fuerza vital, el machismo
se les arruga, se convierten en “hijos de madres
terribles”, los atemorizan las mujeres, a las que
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viven como jueces de su fracaso y con las que no se
atreven a compartirlo.
En este sentido, las mujeres, menos presionadas
por la educación y por el medio, cuando fracasamos buscamos la manera de volver a empezar, en
eso mismo o en otra cosa: nos damos otra oportunidad, nos levantamos más rápidamente, no nos
reprochamos tanto.
Los hombres creen que nosotras esperamos de ellos
sólo triunfos, éxitos, revelaciones trascendentales.
Y no es así. Esperamos de ellos, más que nada,
pequeños gestos, palabras que nos confirmen sus
sentimientos, una mano en el hombro.
El hombre que yo amo, si me dice que me ama,
puede esperarlo todo de mí: la lucha hombro con
hombro, la ayuda, el sacrificio, el renunciamiento...
Será para mí Súperman, aunque actúe como el
ratón Mickey.
Será el mago, el rey, porque me habrá dado la
sustancia de la luz de las estrellas, el secreto profundo de la rosa, la suprema razón de la existencia.
Hombre de la ciudad, hombre de la oficina,
cansado y agobiado, quereme, y yo haré que vivas
el mayor de tus fracasos con la misma naturalidad
con la que el campesino vive el desastre de la cosecha arruinada por la tempestad: con dolor, pero sin
culpa.
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¿Y esto
¿Y esto era así?
era así?
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U
n rapto de locura ¿no lo tuviste nunca?
¿No lo querés tener?
Hacer algo que no estaba previsto.
Llamarme a las cuatro de la mañana para decirme solamente “te quiero”. O “vestite y bajá que
quiero verte, estoy en el bar de la otra esquina”.
Hacernos la rabona como chicos y caminar por
el Jardín Botánico, un beso frente ante cada cartel
con un nombre raro de planta.
Sacar entradas en el cine para abrazarnos en la
última fila del pullman; pedirlas capicúa.
Y yo me visto y bajo y camino con vos y soy una
gota de lluvia corriendo por tu espalda y electrizando cada terminación nerviosa de tu cuerpo y soy tus
jadeos y tu orgullo de hombre y el mar y las violetas
y la saliva que brilla en las comisuras de tu boca.
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¿Esto era así?
Este lujo.
Este cofre de pirata lleno de pedrería.
Estos tigres estirándose y saltando de mí.
¿Era así y yo no lo sabía?
¿Era así o es así ahora porque vos y yo?
¿Te pasó antes con otras?
¿Te pasó?
Quiero que me digas que no, que nunca.
Pero que no sea una mentira, no.
Que sea verdad.
Te sonreís, mudo.
¿Nunca voy a saberlo?
Tengo celos.
Te arrancaría toda la piel del pasado.
Amnésico te quiero.
Que empieces a recordar las cosas del amor recién
a partir de mí.
Que mi lágrima haya sido la primera que cayó en
el cuenco de tus ojos.
Que tu primera visión de una mujer haya sido la
mía: el retrato cobrando vida, encarnándose, de
una mujer aguardando serena tu llegada, con una
paloma picoteando el ruedo de su falda y un ramo
de rosas desarmado sobre su regazo...
Que mi nombre haya sido el primer nombre de
mujer que tu voz diera al aire, a la oreja de nácar, a
la hoja de papel que garabateás mientras hablás por
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teléfono... círculos, triángulos, y mi nombre escrito
cien, doscientas veces, sólo mi nombre...
Tengo celos.
Celos retrospectivos.
Quisieras que no pregunte.
Y yo quisiera no preguntarte, pero no puedo.
Porque si no te lo pregunto a vos me lo pregunto
a mí y es igual... ¡no me gusta lo que me contesto!: a
los treinta y siete años un hombre tiene historia.
Y tu historia no me pertenece, se escribió sin mi
tinta.
Te odio por haber vivido sin mí.
Te odio por haberte reído sin que yo tuviera nada
que ver con tu risa.
Te odio por haber andado por ahí sin llevarme
colgada de tu brazo.
Por haber escuchado con otra gente la música
que te gusta.
Por haber dicho frases que ahora me decís a mí
y a mí me emocionan, pero antes... antes... deben
haber emocionado a otra.
¿Qué pedacito de tu corazón tengo que arrancarte con mis uñas para arrancar lo anterior? ¿En
qué vuelta del laberinto de tu memoria debo tirar
ácido para que se borren, se destruyan los otros rostros, los otros gestos, lo que te dio placer, lo que te
hizo sufrir, el terremoto que cambió las piedras de
lugar?
Porque esto es tan hermoso...
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¿Era así... o es así ahora?
No enmudezcas... para no herirme. O para no herirte. O por comodidad.
No quiero un amor cómodo.
Quiero un amor con la respiración entrecortada.
Un amor sin calma y que no se calme con nada
de nada.
Un incendio de bosque quiero. Permanente.
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Sin canción
Sin canción de cuna
de cuna
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S
eñora Claudia:
Perdóneme la letra, que no es muy linda, perdóneme algunas faltas de ¿ortografía? ¿se dice así, no?,
pero hace bastante que quería decirle un montón de
cosas, y nunca me animé a hacerlo personalmente...
Usted todo el tiempo se ha estado quejando de lo
mismo, con esos lindos ojos que se le llenan de lágrimas cada vez que comenta “No pude tener hijos, con
lo que me hubiera gustado, con lo feliz que hubiera
sido”...
Y la gente, que es sensible a este tipo de confesiones, toda la vida se ha apiadado de usted.
–Pobre Claudia –decían, y dicen todavía–.
No es justo que haya tenido que pasarle a ella,
una mujer tan buena...
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Usted va a pensar, seguramente, que una chica
como yo no tiene derecho a meterse, a darle su
opinión.
Una chica de veinte años que trabaja en su casa
de sirvienta. “Para todo trabajo”, especificaba el aviso del diario.
Y a mí el trabajo no me asusta ni me hace sentir
inferior.
Lo único que me asusta es la tristeza.
Y la soledad.
Eso sí que me da escalofrío, eso sí que me da
ganas de salir corriendo a esconderme aunque sea
adentro de un placard, para protegerme de la intemperie, de los golpes...
Para protegerme del silencio... Es tan aterrador
el silencio cuando uno está esperando el sonido de
una voz... el sonido de algo vivo, gente, perro,
gato...
Algo como un llamado que sea para uno, ¿sabe?
un llamado de un ser que lo quiera a uno, o que
sencillamente lo necesite.
Mire, señora Claudia, le voy a contar: hace dieciocho años, cuando usted era una señora joven
todavía y hacía ocho años que se había casado y
había andado de médico en médico buscando una
solución para poder ser madre con el cuerpo (porque hay otra manera de serlo, pero primero hay que
sufrir mucho, lo adivino, y hay que llorar y desesperarse y morderse los puños antes de llegar a esa
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conclusión)... bueno, hace dieciocho años, cuando
usted supo que ya no era posible, por más tratamientos costosos, tener un hijo... a mí... a mí me
llevaron de la mano, me pusieron delante una cama
pintada de blanco, descascarada la pintura, sí, una
cama entre muchas de dos largas hileras que recorrían de lado a lado el pabellón.
Y me dijeron:
–Aquí vas a dormir.
Tienen un nombre triste esos lugares.
Pero el nombre no es nada.
Lo más triste son los chicos que viven en esos
lugares. ¡Tantos!
Imagínese una nena flaquita, con el pelo cortísimo para no agarrar piojos, con las manitos apretadas de terror, con agujeros en las zapatillas, tan
muerta de hambre que la primera sopa aguada que
comió le pareció un manjar...
Imagínese una remerita chica, una pollera cortita y unos bracitos amoratados de frío, escondiendo
pan duro debajo de la almohada destripada, queriendo gritar “Vení, mamá, vení, dónde te fuiste,
por qué no me llevás con vos”, pero calladita, porque la sorpresa y el temor mataban las palabras.
Esa era yo.
Todos ahí teníamos ganas de apretarnos contra un
pecho mullido, calentito. De aferrar con las manos
una pollera enorme, como un cielo, como la carpa
de un circo, y refugiarnos bajo su sombra.
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Una pollera de madre, señora Claudia.
Y un beso en la frente, señora Claudia.
Y un empacho de caramelos.
Y una torta con velitas para el cumpleaños.
(Yo no estoy segura de qué día cumplo años, me
parece que lo de 21 de junio es un invento, que en
realidad fue un veintiuno de junio el día que llegué
ahí).
Podría hacerle una lista de cosas que deseábamos.
Una lista larga, larga, larga.
Pero nunca sería una lista del todo completa, porque me olvidaría de incluir un montón de cosas:
alguien que prendiera los zapatos que quedaban sin
abrochar... poder usar el pelo largo como las nenas
que veíamos en esas ocasiones especiales en las que
salíamos a la calle y la gente nos miraba con lástima y
hacía comentarios en voz alta, como si no les importara que los oyéramos.
Queríamos una persona que se dedicara toda
entera a una de nosotras cuando estaba enfermita,
anclada en la cama, sin patio, sin visita, y a veces
hasta sin remedios que apresuraran la cura.
Qué sé yo... tantas cosas...
Y de mí, bah... de todas las que estábamos ahí,
apenas si algún diario o alguna revista decía de tanto en tanto: “Se ruega enviar ropa usada o productos alimenticios no perecederos, arroz, fideos, leche
en polvo...”
Si usted hubiera visto la ropa usada...
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Si usted hubiera visto cómo las cocineras les sacaban los gorgojos a las bolsas de arroz... las veces que
tomábamos mate cocido sin azúcar... los ovillitos
enroscados en que se transformaban nuestros cuerpecitos en las noches de frío para presentarle menos
superficie desabrigada a las bajas temperaturas.
Un frío que nos recorría todo el invierno, señora Claudia, porque desde que el invierno empezaba
hasta que terminaba, no habíamos podido entrar
en calor ni un solo día...
Pasamos meses, años... algunas veces se llevaban
a alguna... generalmente a las más chiquititas, y a
pesar de ser también pequeñas, nos alegrábamos de
que por lo menos alguna tuviera suerte, y nos poníamos a soñar... soñábamos: “La próxima seré yo”.
Soñábamos.
Esperábamos.
Esperábamos que eso ocurriera.
Era el primer pensamiento de todas las mañanas
y el último pensamiento antes de dormirnos.
Una obsesión.
Y una decepción.
Y después un desgano, una falta de apetito, de
ansias de jugar, hasta... de ganas de vivir.
Yo pienso: usted estaba tan sola y yo estaba tan
sola... ¿Y cómo es que a ninguna de las dos se nos
ocurrió llamarnos?
Pero yo era muy chica, y usted, tan elegante... ¿a
qué iba a ir a un lugar tan feo?
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Si alguien le hubiera dicho... a lo mejor...
¿Se imagina cuántas cosas lindas hubieran podido pasar? Todos hubiesen venido a visitarnos, a traernos regalos, a felicitarla por tener “una nena”, a
alabarle el buen gusto para decorar el cuarto de su
hija..., porque yo hubiera sido su hija. Antes, digo,
porque ahora es imposible, yo tengo veinte años,
usted tiene treinta y pico más que yo...
Lo que me apena es que yo hubiera podido llenarle de alegre ruido el silencio con que usted tropezaba
en los rincones. Y usted hubiera llenado de ternura
los vacíos adonde sus amigos le tiran la compasión
porque no pudo tener hijos.
Sí, lo que me apena, señora Claudia, es que
hayamos tenido... yo una cuna sin canción... y
usted una canción sin cuna, para siempre.
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S
eñor:
Me diste la vida para cosas sencillas: para oler las
manzanas y las rosas, para que el sol evapore las
gotitas de mar que mojaron mi piel, para que mi
oído distinga el canto del zorzal y el sonido del
viento entre los álamos, para que mi voz redondee
la palabra en el aire, para que mis manos se tiendan
en el gesto sublime de dar y el gesto humilde de
pedir y recibir.
Me diste la vida para descubrir a los demás y para
ser descubierta.
Para la sed y el hambre.
Para el amor y el ansia y las ganas de vivir.
Para la siembra y la siega.
Para el amanecer y el sueño y el cansancio.
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Para la voz del hijo llamándome en la noche.
Para el mantel bordado y la copa de vino.
Para la charla con los amigos.
Para confiar en ellos y mostrarles mi corazón
desnudo, mi puerta abierta, sin candado, sin llave.
Sí. Señor. Para cosas sencillas y primarias. Tú me
diste la vida.
Y la he gastado en esas pequeñas cosas cotidianas
y conmovedoras.
Pero no me explicaste, no me dijiste nunca que
todo tenía un precio.
Y ese precio era alto.
Y que había que pagarlo: cada paso por una calle
clara y arbolada, cada sonrisa, cada latido de mi
corazón.
Por todo me han cobrado con pedazos de mí los
buitres de la tierra. Ahora tengo miedo. Me rindo.
Ya no quiero más nada.
No me des, que no pido, estrellas en el cielo.
No me des sol, ni risas, ni verdad, ni poesía.
Nada me queda para comprar lo que me das tan
generosamente.
A mi madre la enterraron de veintinueve años.
No me puso compresas frías en la frente con fiebre.
No ató el lazo de seda blanco de mi vestido de
comunión.
No compró mi corpiño de señorita.
No me enseñó a ordenar los placares de mi casa
de recién casada.
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No alcanzó a darme la receta de la mermelada de
naranjas de oro.
No fue madrina de mi boda ni madrina de mi
hija.
Amigos, tengo algunos.
No todos los que creía.
Descubrí que las confidencias más íntimas y sinceras, más espontáneas y descarnadas, los secretos
más dolorosos y más bellos, pueden ser traicionados.
Señor: ¿por qué no me pusiste un dedo sobre los
labios obligándome a callar, a guardarme para mí
las lágrimas y las luces, por qué no me diste una
señal de alarma?
Ahora tengo vergüenza.
He quedado desnuda, desprotegida, como en
esos sueños terribles de la infancia en los que me
veía llegando sin ropa al colegio de monjas y mis
compañeras se reían de mí.
Yo cubría mi cuerpo pequeño con mis manos
chiquitas y me despertaba transpirada, temblando,
llorando a los gritos.
Mi abuela Sara venía, se sentaba junto a mí en la
cama, me acariciaba el pelo, las mejillas, me daba
un caramelo, me calmaba, y entonces volvía a dormirme abrazada a la almohada.
Pero ahora no tengo una abuela que escuche mis
llantos en la noche.
¿Por qué me hiciste sagaz y perceptiva y al mismo tiempo crédula y exageradamente confiada?
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Y tan fácil de herir, Señor, de ser herida, de ser
deshecha en un instante, de quedar apaleada como
un perro en la calle, temerosa de cada persona que
se acerca, espantada cada vez que alguien mueve el
brazo, porque pienso que en vez de acariciarme va
a golpearme.
Lo que me ha quedado, Señor, es soledad y dolor.
Toma.
Por favor, tómalos.
No quiero que me miren si cada vez que me miran
me arrancan la piel para dejarme en carne viva.
No quiero herir ni quiero que me hieran.
No quiero llorar.
No quiero ser un muñequito que baila sin música.
No quiero despertarme para vivir un día de soledad.
No quiero que me des una gota de agua y me
cobren un océano.
No quiero que me des un pétalo de violeta y me
cobren un jardín.
No quiero que me des un granito de arena y me
cobren un desierto.
No quiero que me des la llamita de un fósforo y
ellos me incineren en el incendio de un bosque de
araucarias.
Ay, Señor, yo me rindo.
Incondicionalmente.
Con las persianas bajas, en esta siesta soleada y
azul. A oscuras, forzándome a esta oscuridad fabricada por mí, me rindo.
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Aquí tienes todo lo que tengo.
Llévate hasta mi inspiración.
Y mi vida, si para Ti tiene un sentido.
Me rindo incondicionalmente, yo, mi respiración, mis sentimientos.
Pero no dejes que sufran los que amo.
Haz lo que quieras con este poquitito de mí que
quedó en pie.
Túmbame.
Derríbame.
Tálame como a un árbol.
Quítame los pasos que tengo por delante.
Quítame la memoria que tengo por detrás.
Termina de quitarme las ganas.
Las ganas de despertar.
Las ganas de sonreír.
Las ganas de querer.
Las ganas de hacer.
Las ganas de seguir.
Las ganas de sentir.
Las ganas de tener ganas.
Yo me rindo, me rindo, me rindo.
Mis lágrimas se rinden.
Mis pesares se rinden.
Mis dolores se rinden.
Se rinde mi nostalgia.
Se rinde mi credulidad.
Se rinde mi emoción.
Y mi asombro tan empecinado.
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Y mi espíritu de lucha que me hizo renacer de
mis propias cenizas tantas veces.
Se rinde mi papel prolijamente apilado en un
cajón del escritorio.
Se rinden mis fotografías y las tarjetas postales
de todas partes del mundo que colecciono. Se rinden todas las cartas de afecto que me han escrito
mis lectores y guardo en cajas y en bolsas y en altos
estantes de armarios.
Se rinden mi pino Archibaldo y mi magnolia
Perfumada.
Mis discos se rinden.
Mi máquina de escribir se rinde.
Mi lámpara.
Mi mesa.
Mi palabra.
Tú, Señor, que me diste la vida para cosas sencillas, entenderás por qué me rindo.
Porque no sé manejarme con cosas complicadas
como muertes y ausencias y traiciones y soledad.
Por eso.
Y porque no quiero que mi tragedia salpique a
nadie.
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Punto
Punto final
final
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os hemos quedado mirándonos, un poco
incómodos, sin saber qué decir.
Yo tengo tantas preguntas que quiero hacerte y
no me atrevo.
Vos tenés tanto miedo de que te las haga... Me
calla el miedo de perderte.
Para ganar tiempo enciendo un cigarrillo, sonrío
tontamente, hago un comentario estúpido.
Por debajo de nuestras voces, inaudible, hay un
diálogo que no tiene nada que ver con lo que nos
estamos diciendo.
¿Qué pasó en realidad?
¿Por qué nos hemos convertido de pronto en
estos dos extraños acartonados con ganas de ponerse a llorar?
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Porque yo tengo ganas de llorar... y vos tenés los
ojos vidriosos.
Y nos incomoda la mesa de por medio, las tacitas de café, el mozo mirando, la gente.
Nos incomoda la ropa, la hora, el lugar, nuestras
propias historias divergentes, el encuentro a destiempo... o por lo menos en un tiempo que todavía no se
ha cumplido para que podamos estar juntos siempre.
ESPERA.
Qué palabra horrible.
Que sinónimo horrible de agonía.
Repentinamente recuerdo todos los consejos que
me han dado con buena voluntad algunos amigos.
“No lo presiones.”
“Dejá que sea él el que decida.”
“Dale tiempo.”
“No le hables de...”
“No le digas que...”
“Que él encuentre en vos tranquilidad y un poco
de alegría.”
Conviene. No conviene.
¿Por qué tengo que hacer las cosas que convienen si no son las cosas que quiero hacer? ¿Por
qué no puedo decirte lo que necesito decirte?
–Casi me jugué por vos... –murmurás.
Casi.
Ya sé: son años de convivencia, aunque nunca
haya sido el amor.
Ya sé, es la enfermedad llamada costumbre.
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Casi.
Casi te jugaste por mí.
Mirás la hora en tu reloj, disimuladamente, haciéndote el que se acomoda el puño de la camisa.
No te atrevés a decirme que es tarde, que te están
esperando para comer, que hay que empezar de nuevo a cuidar los horarios... que no te puedo llamar por
teléfono a la noche, que debemos ser cautos, cuidadosos, hipócritas.
Todavía no te atrevés a decírmelo, pero yo
entiendo.
¿Por qué entiendo?
¿Por qué siempre tengo que entenderlo todo?
Nos ponemos de pie.
Me llevás a mi casa en tu auto.
Y me asombra no ponerme a gritar, a golpearte
con bronca.
Me asombra mi silencio resignado.
No sé cómo empezar, cómo decirte que lo estuve
pensando, que hace ya muchas noches que no puedo dormir y cuando el sueño por fin me vence, el
sobresalto me despierta.
Miro tu pelo. Nadie va a acariciarlo.
Miro tus manos huérfanas.
Todo lo que crecía, lo que remontaba vuelo, volverá a tu contorno.
Serás un cuerpo bello debajo de la camisa, un
cuello envuelto por la corbata, una firma al pie de
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las planillas, una conversación con los amigos después del club el viernes a la noche.
Serás un hombre como tantos hombres acelerando el auto para no llegar tarde a la oficina, tomando
la pastilla antes de las comidas, organizando cuidadosamente su rutina.
Ya basta de jazmincitos en los bosillos de los
sacos. Ya basta de cartas de amor escondidas en los
cajones de tu escritorio. Ya basta de bajar la ventanilla del coche, al despedirnos, para que yo te pregunte: “¿Me querés?” y vos me digas: “Siempre
preguntando lo mismo.” Y te sonrías: “Sí que te
quiero, tonta.”
No sé cómo empezar, cómo decirte que es más fuerte el dolor de compartirte que la alegría de tenerte.
Y de repente oigo mi voz que habla, que te da las
palabras por su cuenta:
–No lo resisto más. Se acabó.
–Necesito más tiempo... No es fácil.
–Nada es fácil. Tampoco para mí es fácil.
–Si entendieras...
–Entiendo. Por eso me hago a un lado y te dejo
no solamente un poco más de tiempo sino TODO el
tiempo.
–Yo te dije una vez que ibas a cansarte, que vos
ibas a dejarme a mí...
–No te dejo. No me cansé. No aguanto, que es
distinto. Se está desmoronando lo que construiste en mí, y no quiero quedar otra ves tabla rasa.
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Me ayudaste, te ayudé: nos usamos en el mejor
sentido de la palabra.
–Estás furiosa.
–No, estoy asustada.
–Mejor seguimos hablando mañana...
–Mañana no. Digamos todo ahora.
–Estoy cansado. Estás cansada. Nos vamos a herir.
No quiero seguir hablando ahora.
Dejás el café por la mitad, te levantás, aferro la
manga de tu chaqueta. No podría resistir hasta mañana, ¿y si no me atreviera a repetirlo?
–No me llames, no me busques, no nos veremos
hasta que arregles tu situación. Y si no te animás...
Chispas tus ojos. Y el brillo de una lágrima que
no querés soltar, pero que está, que cae y llega hasta la comisura de tu boca.
Mientras vas caminando hacia la puerta siento
que me vacío.
Todavía es invierno mientras vas caminando hacia
la puerta.
¿Te olvidarás de mí? ¿Arreglarás las cosas? ¿Soportaré la soledad, mi mano que quiere
discar tu número y aprieta el puño y no?
¿Hice bien? ¿Debí darte un poco más de tiempo?
Fumo un cigarrillo.
Pago los dos cafés.
Salgo a la calle.
“Yo te dije una vez que vos ibas a dejarme.”
Me da rabia la salida fácil, la escapatoria.
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Porque después de todo es una salida fácil esgrimir una predicción en vez de dar una respuesta
valiente.
¿Y quién me dijo que los hombres son valientes?
Es invierno y han podado los árboles de la calle.
¿Llegará la primavera, echarán hojitas nuevas,
echaré yo hojitas nuevas alguna vez?
Miro el reloj: las ocho y media.
El llegará a su casa justo para la cena.
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No puedo
No puedo amarte todavía
amarte
todavía
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o puedo amarte todavía.
Lo he intentado.
He cerrado los ojos para zambullirme en ese océano de tibieza que me ofreces.
He tomado tus manos, aferrándome a ellas con
desesperación para espantar el fantasma de la
soledad.
He murmurado las palabras conocidas de la ternura y el afecto.
Pero todo fue en vano.
Inútilmente.
Sé que esta confesión te dolerá.
Sé que pensarás que soy un ser egoísta, sin compasión, que soy una persona despreciable, que te mentí.
Pero no.
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No mentí.
No engañé.
En todo caso fue a mí misma a quien engañé.
Hasta darme cuenta de la verdad.
Y cuando supe, cuando descubrí que me estaba
inventando una historia de amor construida sobre
un pantano, sin cimientos, ni andamiajes, me hice
a un lado.
Me aparté.
Callé.
Te dejé el camino libre.
No te cargues de culpas que no tienes.
No me cargues de culpas que no tengo.
No creas que si hubieras hecho las cosas de otra
manera hubiese sido diferente.
En realidad, no había nada que hubieses podido
hacer.
Me pareció que te abrí el corazón para que entraras en él.
Te pareció que entrabas en mi corazón.
Pero mi corazón es aún un terreno vedado. Es un
desierto en el que nada puede florecer.
Aunque parece tierra, no es tierra, es arena.
Si lo riegas, la arena se devora el agua sin que ella
lo vuelva fértil.
Las semillas que echas en los surcos se mueren,
porque el viento todavía borra los surcos y las
semillas quedan expuestas a la cruda intemperie.
Cada vez que llamas, siento una pena enorme.
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Cada vez que me llamas, siento que te apenas.
Dices que me extrañas. Y que soy cruel.
Me duele que confundas con crueldad mi imposibilidad de amar.
No. No es crueldad.
Es ceniza sobrante de una hoguera.
Es un montón de escombros que quedaron de
la destrucción.
Yo era una casa.
Era una tarde de sol en una playa.
Era la cima de una montaña desde cuya altura
se veía casi todo el mundo.
Era un pájaro mágico.
Era una canción.
Era una luz, un estremecimiento, el lucero del
alba.
Era una mujer y era la vida.
Ahora soy solamente una mujer que no se anima. Soy una mujer que tiene miedo.
¿Lo entiendes?
Para entenderlo, debes dejar de lado los rencores, el falso orgullo, los resabios de machismo que
te empeñas en negar pero forman parte de ti. Para
entenderlo, tienes que despojarte de tu armadura y
permitir que mis palabras te lleguen hasta el fondo.
Porque la única manera de entender las verdades es
recibiéndolas con humildad.
Yo te digo mi verdad con humildad.
Te la digo con la voz opaca, quebrada por sollozos.
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Te la digo con los ojos bajos, porque no puedo
mirarte a los ojos si sigues creyendo que soy cruel o
que en algún momento te he mentido.
Estoy tan herida, que no me queda en el cuerpo
ni en el alma un lugarcito diminuto que no esté en
carne viva, sangrando, doliendo.
Óyeme con cuidado.
Óyeme sin ira, sin considerarte un tonto:
Todavía no puedo amarte.
¿Podrás alguna vez?, te preguntas.
No lo sé.
Yo también me interrogo: “¿Podré amar alguna
vez?”, y no lo sé.
Desconozco la respuesta.
Quisiera poder contestar que sí.
Creer que sí.
Tener esa esperanza.
Antes me ha sucedido que sí, que he podido. Pero
ahora el desierto no se convierte en valle, la piedra no
se transforma en jardín.
No renazco.
No resucito.
No reacciono.
Aparentemente estoy bien.
La gente me ve bien.
Guardo las formas y hasta sonrío.
Encubro mi desesperación con la elegancia de
parecer tranquila, en paz, casi mansa.
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Y aunque a otros les ocurran cosas terribles, tristes, lamentables, no puedo salir de mi horror por el
dolor que me fue infligido, y no hago más que preguntar: “¿Por qué a mí? ¿Por qué otra vez a mí?”
Por eso te suplico que no te enojes conmigo.
Que no te enojes contigo.
Que no te culpes ni me culpes.
Que no te acerques, tampoco.
Porque nada servirá.
Porque aún no es tiempo.
Porque no sé si alguna vez será tiempo.
Pero sí estoy segura de que de dos soledades que
se unen no nace la compañía, nace una soledad
mucho más grande, multiplicada por dos.
Una inconmensurable soledad feroz y destructiva.
Te digo: no puedo amarte todavía, para no suicidarme la ilusión.
Quizás debiera decirte: no puedo amarte. Punto.
No podré amar jamás. Pero...
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En todas
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partes
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V
os me hacés el amor en la cama.
Yo te hago el amor en los bares, sentada frente al
escritorio de tu oficina... Caminando con vos por la
calle te hago el amor. En todas partes.
Te quito la corbata (tan formal, qué sé yo cuántas vueltas para conseguir ese nudo). Te quito la
camisa perfecta, planchada con apresto.
Miro tu torso, tus brazos finos pero fuertes.
Ya mismo te abrazo.
Ya mismo recorro tu espalda con la punta de mis
dedos, apenas alitas de mosca, ligerísimas.
Tiro el cinturón al paso de un colectivo y el pantalón a la rama de un árbol, donde queda enganchado y me divierte que no puedas alcanzarlo.
La gente pasa sin darse cuenta de nada.
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O come frente a nosotros como si fuéramos
invisibles.
Sos muy hermoso.
El pasto verde tiene la intensidad cromática de
tu color de canela molida. (Y ahora estamos sobre
el verde pasto y la gente sigue sin darse cuenta de
nada, haciendo ruido con las suelas de sus zapatos
sobre los baldosones de la vereda).
Soy yo la que besa, la que revuelve el pelo, la que
clava despacito los dientes en tu mentón.
Nuestras ganas son un océano, una nave con
toda la arboladura al viento y arriba las estrellas con
su incansable brújula.
¿Las estrellas se comen?
Yo como estrellas. Las que pasan de tu boca a mi
boca las lustro con mi lengua; a algunas las vuelvo
a traspasar de mi boca a tu boca.
Hay una dulce furia que se va aquietando poco
a poco, suavemente, después de haber llenado de
fuegos artificiales de colores el cielo de la ciudad.
Todos esos que corren a encuentros, a cumplir
horarios, a llegar antes de que cierre el banco. Los
que salen de la disquería, del cine, bajan de los
colectivos, esperan en la fila... Todos esos se creen
que para hacer el amor se necesita un cuarto, una
cama, una playa desierta...
No saben que a veces basta con una sola nota
musical robada al viento.
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O con un pensamiento que se choca con otro
y nos convierten en dos panales que han intercambiado la agitación de sus abejas, los zumbidos
de oro, ese gusto del néctar transformado en
miel...
Toda la calle Corrientes ahí.
Empleados que entran y te hacen preguntas.
Ahora mismo te estoy haciendo el amor, yo aquí,
frente a mi máquina de escribir.
Y vos sin siquiera saberlo.
Tal vez sin siquiera haberlo imaginado nunca.
¿Y vos dónde?
¿Viniendo hacia mi casa?
¿Entretenido en una charla con los amigos?
¿Dónde?
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Favores
Favores
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o sé por qué será, amiga mía, pero casi
todos los tipos un poco, aunque sea un poquitito
pensantes, sienten que si se acuestan con vos “te
hacen un favor”.
Ven pasar una linda mujer por la calle, y el comentario invariable es:
–A ésa le haría un favor.
Se cuidan.
Es indudable que creen que tienen un número
estipulado en la programación de su organismo...
para hacer el amor. Tantas veces durante toda la vida.
Ni una más.
Ni una menos.
Y las controlan como a todas sus pertenencias.
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¿Para quién la número mil seiscientos noventa y
cuatro?
Qué dilema la elección.
Demasiado lujo para su mujer.
Tendrían que encontrar a alguien especial que
les garantice absolutamente que se dará cuenta de la
magnificencia de ese esfuerzo mágico, extraordinario, maravilloso, inigualable... que arrastra calorías,
posibilidades... y mil etcéteras más.
¿Te dicen alguna vez “tengo unas ganas locas de
acostarme con vos”?
¿Te lo dicen María?
¿O tenés que buscarle la vuelta a la conversación
para hacérselos decir y que piensen que la idea nació
de ellos, porque “machismo obliga” y guay de que se
den cuenta de que la cosa vino guiada por el dulce
manejo de la mente femenina?
Bajarte una media y la otra no.
Dejarte una liga con florcitas como al descuido.
Poner el escote a la altura de sus ojos en el momento de ofrecer el vaso con whisky.
Caminar hacia la ventana para bajar la persiana
contoneando ostensiblemente las caderas.
Que se te caiga la toalla de baño cuando entrás
envuelta en ella al dormitorio...
Todo eso y mucho más.
Porque por el simple hecho de estar, así como
sos, con los gestos distraídos de siempre, sin pasarte la lengua por los labios, sin agachar los párpados
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con lentitud de vampiresa, sin clavar una mirada
alucinada en sus ojos... no pasa nada.
Hay que dar levísimas vueltas de tuerca.
Hay que apretar el botón exacto en la computadora.
Hay que crear senderitos de palabras y de preguntas que vayan llevando los pasos de la charla
hasta el territorio de los instintos primitivos.
Y aún así hay que señalar, sin ser descubierta, el cantero de los temblores, el macizo de la piel de seda, los
turgentes pétalos de la luz, los arbustos de la saliva...
Un trabajo terrible que te hace sentir “la abeja
reina”.
Como si una fuera devoradora de hombres.
Por eso te voy a decir que algunas veces, algunas
muchas veces, me siento cansada.
Las que no tienen esos problemas son las protagonistas de las películas.
Ellas se perfuman, agitan levemente los cabellos, y
enseguida aparece Glenn Ford, Mike Rourke, Gregory Peck o Bruce Willis... o cualquiera de esos individuos de antes o de ahora, realmente apetecibles, las
abordan sin más ni más, las asedian, las persiguen, les
suplican...
Ellas dicen que no, se los sacuden despectivamente, no, no, gracias, ahora estamos apuradas,
el público está mirando desde la sala, y, al fin...
tatán tatán... un abrazo, y sigue el no, pero los
abrazos suben, las manos se entrelazan en la nuca,
el beso crece hasta transformarse en un primer
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plano de bocas incontenible en la pantalla por
más cinemascope que sea... ¡y encima con música
de fondo!
Y esto se repite en cada beso.
Ellos besan, ellas se dejan besar y recién intervienen totalmente cuando los violines te ensordecen.
Fuera del celuloide las cosas cambian, María. Las
que besamos somos nosotras... Los que se van
poniendo en clima paulatinamente son ellos... Una
especie de oferta después de la demanda.
El príncipe no es azul ni es príncipe, nosotras
tenemos comprado el caballo blanco y lo vestimos
al tipo de azul y le ponemos la capa de príncipe: lo
inventamos de la cabeza a los pies.
Le inventamos la mirada, la voz, las palabras... y
después nos creemos el invento y lo defendemos a
dentelladas.
La que te cuente que lo encontró ya patentado y
todo, te miente.
Después de dos whiskies y tres copas de champagne ninguno baila el vals a lo Fred Astaire y te lleva a ventilarte al balcón florecido de rosas trepadoras; a todos les duele la cabeza o el hígado o les da
un sueño que se te quedan dormidos sobre el hombro como si fueras la mamá.
Además de cansada, estoy aburrida.
Ya no se trata de un juego, amiga mía, sino de la
repetición de un juego.
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Y no es el alucinante juego de la verdad, sino el
decadente juego de la hipocresía.
No quiero que me hagan el favor.
Quiero hacer el favor yo.
Yo que tengo una selva dentro del cuerpo, todavía.
Que me derrito en la cama solar para tener el
color de los duraznos maduros.
Que me siento millonaria con un ramo de flores.
Que le meto cosas al espíritu para que tenga burbujas y poder compartirlas.
No, no quiero que me hagan el favor.
Ayer iba cruzando una calle, pasó un camión, el
camionero frenó, sacó medio cuerpo por la ventanilla y me dijo unas obscenidades que hubiesen
ruborizado a la misma Mae West.
Pero en vez de sentirme ofendida... me quedé
pensando que a ese tipo... a ese tipo el favor se lo
hubiera hecho yo.
¿Y sabés, María, que no me pareció que estaba
mal pensar así?
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Niñito
Niñito en guerra
en guerra
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unca verá una rosa,
nunca verá un jazmín,
de esquirlas y carcazas
y fuego es su jardín.
Mama desesperado un gastado pezón,
los ojitos cerrados,
con miedo el corazón,
sin saber si la muerte
será el frío o la explosión.
No soñará ese niño.
Tal vez no crecerá
más que un centimetrito
y ya alcance las alas
de un vuelo no querido:
él ansiaba afirmarse
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con los pies en la tierra,
en el agua, en el barro,
en la arena, en la piedra.
¡Haber pujado tanto
para nacer al mundo
y ser borrado apenas
después de unos segundos!
Campana sin sonido
lucerito sin luz,
tuviste menos suerte
que el Niñito Jesús.
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Soplando
Soplando todos juntos
todos juntos
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o, no quiero abrir el diario, ni encender
el televisor para saber las noticias del día. Noticias...
en realidad, “malas noticias”. Como si una nube
oscura hubiese descendido sobre todos, atrapándonos, cegando nuestra visión para las cosas bellas.
Como si el sombrerito del payaso hubiera caído
dado vuelta, convirtiéndose en un cono de sombra... y esperara un viento que lo arrastrara lejos...
¿No sucede nada bueno en el mundo?
¿Dónde han quedado las sonrisas, la esperanza,
la música?
¿En qué hoguera se han quemado los poemas,
las cartas de amor, el entusiasmo, las esperanzas?
La violencia y el miedo nos contagian.
Los reproches son como una constante.
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Nos encontramos con un amigo y lo primero que
oímos es: “Hace mucho tiempo que no me llamás”.
“Estaba esperando que me invitaras a tomar un
café, pero no sos capaz de acordarte de mí”.
Quejas.
Reclamos.
¿Por qué no decir, sencillamente:
“Qué alegría me da verte”.
“Siempre me acuerdo de vos”.
“Tengo muchas ganas de que conversemos?”
No parece posible.
La gente lleva sus manos apretadas, los puños
cerrados, el corazón cerrado.
Nadie quiere dar sin asegurarse primero qué
es lo que va a recibir a cambio de lo que da.
Todos somos sospechosos de algo malo, turbio,
gris.
Es que permanentemente se nos salpica con lodo:
desde todas partes.
Y la salpicadura nos ensucia.
Y la manchita de barro arruina esa vestidura
de espumita blanca que es el atuendo de nuestra
ilusión.
Vamos a hacer un trámite: nadie sabe nada.
Hacemos una pregunta: nadie sabe la respuesta.
Queremos comprar algo, nos dicen no hay más, y
nuestros ojos escrutadores descubren que en aquel
estante está lo que buscamos: mire, allá veo uno.
Nos lo dan de mala gana.
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Nadie está atento a lo que hace.
Porque la atención se dispersa entre cientos de
malas noticias, entre una persistente mala onda.
Desgano.
Sinónimo de desinterés.
Muy pocos están verdaderamente interesa dos en
lo que hacen.
Muy pocos.
Y no se puede estar contento haciendo algo
que no interesa al que lo hace.
Por supuesto que hay una respuesta generalizada: “A la gente no le alcanza lo que gana”. Me
parece que hace muchísimos años que a la gente no
le alcanza lo que gana.
Y es bueno que todos aspiremos a ganar lo suficiente como para vivir con dignidad.
Pero también tenemos que tener la dignidad de
hacer bien las tareas que nos comprometimos a
hacer por la poca o mucha paga que nos den por
ellas.
Tenemos que tener la dignidad de considerar
a los demás con respeto y con afecto. Porque son
nuestros prójimos.
Porque también tienen problemas.
Porque también están luchando.
Porque SIENTEN y no merecen ser heridos.
¿O acaso una persona que está trabajando se cansa menos dando una mala contestación, teniendo un
modo airado, siendo grosera?
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¿Soluciona su vida haciendo desgraciado a otro?
¿Siente menos sus penas si puede apenar a otros?
¿Se anestesia su dolor si hiere a los demás?
Todo es un bumerán.
Si hacemos desdichado a alguien, esa desdicha,
tarde o temprano, vuelve a nosotros multiplicada.
Cada cosa que hacemos es una buena o mala semillita que ponemos al viento, y el viento se la lleva para
sembrarla en alguna parte. Crecerá. Crecerá. Sus frutos alimentarán nuestro futuro.
Elijamos los frutos desde ahora.
Yo sé que te gustan dulces.
Entonces, desechá las semillas de la cizaña.
No desparrames ortigas.
No distribuyas espinos.
No le des a tus hijos el ejemplo detestable del
malhumor permanente, tratando de justificarte con
eso de que “Tengo muchas obligaciones, nada es
fácil en este mundo”.
Si vos, que ya sos grande, te abrumás de esa forma, ¿qué pueden hacer ellos sino cruzarse de brazos
y darse por vencidos antes de comenzar?
Es verdad. Nada es fácil.
Pero nadie nos juró que todo iba a ser fácil.
Tampoco fue fácil para nuestros antepasados,
que no conocían la luz eléctrica, el gas, el lavarropas... y tenían que encender su fuego, amasar su
pan, trabajar duramente para poder vivir.
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Y no será fácil para nuestros hijos, que no frotarán dos piedras para sacar una chispa... pero llevarán sobre sus hombros toda esta carga de sombras
que nosotros les estamos poniendo encima sin darnos cuenta... o sin querer darnos cuenta.
¿Qué te parece si ensayamos un ejercicio de alegría? O de amor.
Como más te guste llamarlo.
Hoy, ahora mismo, elijamos a alguien, a cualquiera de nuestros amigos, y llamémoslo solamente para decir: “te quiero mucho, y siempre podrás
contar conmigo”.
¿Si se extrañará?
¡Claro que se extrañará!
Y luego de un rato se sentirá rebien, y casi casi
feliz.
Y vos igual.
Te costará.
Pero después de hacerlo, estarás contenta, riéndote sola.
Y que no termine ahí.
Decíselo a tu marido. A tus hijos. A tus padres.
A todos los seres que amás.
Y repetilo mañana. Pasado mañana. El miércoles
que viene.
Y sonreíles a los que se acerquen a preguntarte algo.
Y si trabajás, trabajá con ganas.
Y tarareá algo mientras vayas caminando por la
calle.
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Vamos, amiga, que entre todos tenemos que soplar fuerte para que se vaya esta bruma oscura.
Para que vuele lejos el sombrerito dado vuelta del
payaso, aquél que dibujaba el cono de sombra que
nos envuelve.
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Quiero
Quiero volver a casa
volver
a casa
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Q
uiero volver a casa.
¿Y qué es la casa?
¿Paredes con colores elegidos mirando el muestrario de la pinturería?
¿Sillones que ojalá no se manchen porque no sé
limpiarlos?
¿Un estante con libros de frases subrayadas con
marcador azul?
¿Es la que tiene un número en la puerta y el
nombre de una calle clavado en esa esquina?
Me parece que no... que la casa es ésa que construimos andando los caminos, llorando los dolores,
entrechocando copas en los festejos, reuniendo los
amigos en la mesa del pan o en los rincones de las
confidencias.
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Las sillas y las camas son solamente cosas que se
llevan o traen los camiones de las mudadoras.
Porque la casa, la que alberga el sueño y le da
descanso al cuerpo cansado, la que se llena de olor
a jazmines en verano y crepita con el fuego que
calienta los días de frío, es intangible y leve, nos
espera y nos suelta, está construida en nuestro corazón y en nuestro pensamiento.
Quiero volver a casa...
Y al decir casa quiero decir... el dulce de naranja
en la cocina, las cáscaras de sol colgando de unos
clavos mientras mi abuela espera que se sequen,
como rizos de oro deshechos...
Un canto de voz cascada, apenas un arrullo tímido, de alguna tía llenando la tetera.
Quiero decir mi hija aún pequeña, saltando “al
elástico”, y las risas de sus claras amigas.
Quiero decir una perrita dálmata comiéndose
un pedazo de mi blusa negra recién comprada.
Quiero decir una noche de truenos y relámpagos, de lluvia azotando el techo, y nosotros pensando “qué suerte estar amparados”.
Quiero volver a casa.
Es decir... a no tener miedo del resultado del
análisis de sangre, a no saber qué quiere decir
“biopsia”, a encapricharme por un par de zapatos y
contar con los dedos los días que faltan para cobrar
el sueldo y poder comprarlos.
Y pensar que la vida es para siempre.
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Y para siempre quiere decir años y más años,
arrugas, canas, pies doloridos, lamentos por las cosas
“que les suceden a los otros”. A los otros, no a mí.
Porque yo soy esa que corre por la playa con una
perra blanca con pintitas marrones... Soy la que
busca entre las hierbas de esmeralda un trébol de
cuatro hojas, y como no lo encuentra toma dos, le
quita a uno una hojita y se la pega al otro y sin pensar que miente grita: “¡Miren, uno de cuatro hojas,
voy a ser tan feliz, feliz, feliz!”
Y todos los amigos se acercan porque no temen
el contagio de la pena: un amigo para cada tristeza,
para cada alegría... Para cada momento un rostro,
una palabra, un gesto de ahuyentar a los vampiros,
al terror, a la desesperanza...
Cuchichear pavadas, chismes sin importancia. No
tener nada trágico para confiarle a nadie.
Hablar de que se usan las polleras más largas,
por suerte, de que se pueden comer tallarines una
vez por semana sin que al dietista le dé un ataque
de locura; de cómo me quedarían los ojos con lentes de colores.
No pensar que en cualquier momento puede
estallar el mundo, destriparse en pedazos, y cada
uno de nosotros aferrado a una piedra, una parcelita de tierra, un bote, un madero... aferrados por
siempre y girando, también por siempre en los espacios infinitos... alejados unos de otros, sin vernos, sin oírnos, con un vestido sin estrenar ¿colgado
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dónde?, y un beso que queríamos dar, muerto de
frío, también girando a la distancia...
Quiero volver a la casa.
A la casa que tiene encima un cielo que no se
borra.
A la casa que tiene al lado el vecindario que
pasea en la plaza. Y adelante una calle que me lleva
a tu encuentro. Una calle que me lleva a la estación
del tren que poco pasa ahora. Una calle que me lleva hasta el mar. (Al decir de la gente, podría llegar
por esa calle a Roma... pero me gusta más el mar;
en su verde sumerjo mi cuerpo y me vuelvo liviana
como una mariposa, ¡hasta podrías alzarme entre
tus brazos y llevarme a la cama como cualquier
Glenn Ford en las películas!).
¿Con qué se compra el mar?
¿Con una estrella de la constelación de Orión?
¿Con un ramito de violetas?
¿Con un día de vida?
Pero después... después... ¿dónde se compra el
día que usamos para pagar el mar? ¿Dónde, a qué
precio?
Quiero volver a casa.
Y que estés.
Esperándome.
Que abras amplios los brazos, que me aprietes
en ellos hasta hacerme pequeña, hasta sofocarme y
yo te pida: “¡Basta, basta!”, y te rías, y me digas que
soy tuya, que siempre he sido tuya, que ayer perte170
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necía a tu pasado y hoy soy el hoy, y el mañana, y
el siempre.
Cómo me gusta la palabra siempre.
Esa palabra enorme, mentirosa, que realmente no
quiere decir mucho, que, en realidad... no quiere
decir nada, porque siempre puede llegar a ser sólo
un segundo si la vida se queda atrás cuando doblamos esa esquina de aire y no sabremos ya nunca qué
fue lo que queríamos decir al decir “siempre”...
Igual... decime siempre.
Igual, decime tuya.
Igual, quereme tanto que me duela admitirlo, que
cada célula de mí sienta la obligación de comprenderte, de creerte, de amarte, de devolverte lo que me
das en luces, olores y sabores.
Quiero volver a casa y que nada haya cambiado.
Que pueda recorrerla de noche, a oscuras, sin
tropezar con nada.
Que todo esté en su lugar.
Y que pueda llegar adonde estás sin llevar me las
puertas por delante.
Esquivando pesares y ausencias y temores.
Que no me importe el tiempo que nos queda,
sino la suma de lo que nos daremos en este tiempo,
¿corto, largo?: INTENSO.
Así quiero que sea.
Tan intenso, que parezca infinito, interminable.
Tan intenso, que resuma el total de mi existencia.
Que todo lo contenga, todo, todo.
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Y cuando digo “todo” quiero decir la cuna que
mis canciones mecen todavía, el ladrido de
Maravilla, un jazminero gigantesco abarcando la
alta pared medianera (en diciembre, el perfume de
sus flores llegaba hasta la estación del ferrocarril)...
Quiero decir mi hija ya mujer haciéndome sentir
un poco niña, el sonido de esta máquina de escribir ruidosa, unas fotos reviviendo, cartas en los
cajones. Lo que se ve, lo que no se ve pero jamás
desaparece.
Intenso.
Un tiempo de volver a casa INTENSO.
A la casa... la casa, que soy yo.
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Índice
Para que el mundo no se quede a oscuras . . .
7
Por nosotros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Cajitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Amores habrás tenido . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
La que no fue invitada . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Por soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Cosas valiosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Entre dos que se aman . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Cita con caramelos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
¡No crezcas tan rápido . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Última vuelta en calesita . . . . . . . . . . . . . . . 71
El territorio azul . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
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Pasarán cosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
La sustancia de la luz de las estrellas . . . . . . . 93
¿Y esto era así? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
Sin canción de cuna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
Rendición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Punto final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
No puedo amarte todavía . . . . . . . . . . . . . . . 131
En todas partes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Favores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
Niñito en guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
Soplando todos juntos . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
Quiero volver a casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165
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Impreso en Gráfica Laf S.R.L.
Monteagudo 741 – Villa Lynch – Prov. de Buenos Aires
Tirada: 3000 ejemplares
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