Boca de Sapo N º15

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Revista de arte, literatura y pensamiento
Reseñas 2010-2013
Anna Rossell, Fabián Soberón, Jimena Néspolo, Karina Wainschenker,
Julieta Lerman, Rosana Koch, Natalia Gelós, J.S. de Montfort,
Walter Romero, Laura Cabezas, Rosa Chalkho, Ana Ojeda,
Marcos Seifert, Ramiro Segura, Felipe Benegas Lynch, Silvana López,
Pablo Manzano, Mauro Peverelli, Marcelo Damiani, Julieta Tonello,
Christian Martí-Menzel, Marta Aponte Alsina, Leticia Moneta,
Marcos Herrera, Rosana Guardalá, Ignacio Bosero, Diego Niemetz,
Laura Mombello, Nicolás Hochman, Sandra Gasparini, Matías Scafati,
Gisela Heffes, Nicolás A. Chiavarino, Marisa do Brito Barrote, Diego Bentivegna, Adriana Mancini, Carlos Maslaton.
Tercera época | año XIV | Nº15 | Mayo 2013
15 BOCADESAPO
15
Tercera época | año XIV | Nº15 | Mayo 2013
AUTORES, ARTISTAS Y PENSADORES RESEÑADOS
Arthur Schnitzler - John Banville - Ödön von Horváth - Marc Augé - Richard Ford
Stella Manaut - Mariano Caligaris - Mauro Molina - Tamara Kamenszain
Virginia Woolf - Alejandro Zambra - Bernhard Schlink - María Zambrano
Susana Cella - Sylvia Molloy - Martin Mosebach - Luiz Ruffato - Hermann Ungar
Pierre Bergounioux - Alberto Vanasco - Shirli Gilbert - Esteban Bertola - Valentí Puig
Roberto Bazlen - Alicia Genovese - Ernesto Mallo - Lionel Shriver - Lynne Ramsay
Marie Darrieussecq - José Manuel Lucía Megías - Belén Iannuzzi
Louis Ferdinand Céline - Anne Huffschmitd - Valeria Durán - Paul Virilio - Bob Dylan
Julian Maclaren Ross - Roberto Ferro - Josefina Licitra - Muriel Spark - Luisa Valenzuela
Guillaume Apollinaire - Lázaro Covadlo - Natalia Gelós - John Berger
Pierre Bergounioux - Juan Martínez Moro - Patricio Pron - Friedrich Christian Delius
Héctor Libertella - Marcelo Cohen - Clarice Lispector - Emmanuel Carrerère
Karina Androvich - Daniel Jorge Fernández - Peter Handke - Gloria Lenardón
Marta Ortiz - Juan Manuel Mora Fandos - Sjón - Diego Fischerman - Julian Barnes
Jorge Consiglio - Juan José Mendoza - Friedrich Dürrenmatt - José Fraguas
Salvador Sanz - Cristina Feijóo - Juan Villoro - Herbert Read - Jorge Carrión
Leonard Cohen - Jimena Néspolo - Rafael Rubio - Fritz Breithaupt - Matías Capelli
Friedrich Torberg - Marcelo Damiani - Banana Yoshimoto - Damián Tabarovsky
César Aira - Armonía Somers - Osvaldo Bossi - William L. Shirer - Luis Sagasti
Cristina Jarillot Rodal - Martín De Ambrosio - Pablo Pineau - Fernando Spiner Maximiliano Crespi - Hebe Uhart - Walter Mario Delrio - María Martoccia
María Negroni - Kader Abdolah - Javier Gomá Lanzón - Odilon Redon - Pablo Larraín
Raúl Eguizábal - Carlos Dámaso Martínez - Martin Seel - Marcela Aguilar
Julián Rodríguez - Jin Joo Chun - Marie Vaudescal - Alejandra Karageorgiu
Sibylle Lewitscharoff - Carlos Schilling - Cristina Iglesia - Fabián Zylberman
María Rosa Lojo - Luciano Lamberti - Graciela Montaldo - Juan Martini - Sergio Olguín
Pablo Katchadjian - Marisa González de Oleaga - Ernesto Bohoslavsky
Marcos Rosenzvaig - Rodolfo Palacios - Marcel Beyer - Ricardo Piglia - Max Gurian
Mariano García - Leila Guerriero - Pascal Quignard - Manuel Puig - Albert Lladó
Daniel Llamas - Juan Rodolfo Wilcock - Sonia Budassi - Antonio Oviedo - Martín Kohan
Ivonne Bordelois - Boris Vian - Rebecca Miller - Fabián Casas - María Teresa Andruetto
Cecilia Romana - Sergio Bianchi - Facundo Ruiz - Irene Sola - Pola Oloixarac
Analía Hounie - Amos Tutuola - Marcos Herrera - Ricardo H. Herrera - Federico Levín
STAFF
DIRECTORA
Jimena Néspolo
SECRETARIO DE REDACCIÓN
Felipe Benegas Lynch
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Diego Bentivegna - Emanuele Coccia
Claudia Feld - Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE
Jorge Sánchez
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
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ILUSTRADORES
Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon
Santiago Iturralde - Florencia Scafati
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Editor responsable: Jimena Néspolo
Dirección de envíos postales:
El tema musical que acompaña el flash-book de este número especial de BOCADESAPO es “J´attendrai”: arre-
Casilla de correo N°60, Pedro Lagrave 451,
glos e interpretación de Leo Scafati.
(1629) Pilar, Pcia. de Buenos Aires
Derechos reservados - Prohibida la reproducción total o parcial de cada número, en cualquier medio, sin la cita
bibliográfica correspondiente y/o la autorización de la editora. La dirección no se responsabiliza de las opiniones
vertidas en los artículos firmados. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte
impreso como en digital. BOCADESAPO no retribuye pecuniariamente las colaboraciones.
TE: (0230) 4454-0064 / (011) 15 5319 5136
ISSN 1514-8351
Impresa en Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina.
www.bocadesapo.com.ar
EDITORIAL
D
esde marzo de 2010 hasta enero de 2013 se publicaron en la
agenda y en el blog de reseñas de la Revista BOCADESAPO los textos que componen este volumen. Lo que empezó como “miércoles
de reseña” se fue enriqueciendo con otras variantes como “crítica de cine”,
“crítica de teatro”, “crítica musical”, “crónica”, “opinión”, “entrevista”,
“ensayo-ficción”. El factor común, más allá de las etiquetas que se usaron
para clasificar los textos, es el espíritu de colaboración. El blog de reseñas
se convirtió en un espacio para compartir miradas, que aun hoy conservan
su ímpetu crítico y su actualidad. Por eso nos pareció importante que no
se perdiera ese material colectivo en las solapas de la web: era necesario
reunir todos los trabajos en un mismo plano. Los nombres de los colaboradores salen de la nube de etiquetas y pasan a marcar la sucesión diversa de
lecturas a través de estos tres años.
“El oficio del lector”, “El desconcierto del presente”, “El ejercicio de
leer” son sólo algunos de los títulos que sirven para ilustrar lo que se ha elaborado durante este tiempo. Quien remonte estas páginas se encontrará
con textos que revelan la lectura paciente y crítica de un vasto abanico de
autores, algunos consagrados, otros emergentes; algunos publicados por
grandes editoriales, otros por pequeños sellos independientes. Los géneros frecuentados varían: poesía, novela, ensayo, literatura infantil, música,
teatro. Es una constante la reflexión acerca de una gran variedad de fenómenos culturales, que inspiraron columnas de opinión, decálogos, “textículos” y hasta tiras de “Humor crónico”.
Optamos por ordenar el material cronológicamente de adelante hacia
atrás. Los recorridos, sin embargo, son múltiples e impredecibles.
Nunca se sabe hacia adónde pueden conducir los emprendimientos
colectivos. Estas páginas son la prueba de que una buena idea, sumada
a la creatividad y a la generosidad de quienes creyeron en ella, puede dar
buenos resultados. Desde los “miércoles de reseña” hasta el número 14 de
la revista, el blog ha sido un excelente contrapunto para cada ejemplar de
Boca de Sapo. Este número especial es el merecido homenaje al trabajo
de todos los colaboradores. Expresamos aquí nuestra gratitud para todos
ellos con la certeza de que su aporte nos deja un cuadro elocuente de la
cultura de nuestro tiempo.
JUEVES, 10 DE ENERO DE 2013
| BOCADESAPO | RESEÑAS
“Arthur Schnitzler, exponente de la literatura vanguardista”, por
Anna Rossell
2
Doctor Graesler. Médico de balneario, de Arthur Schnitzler. Traducción de María Esperanza Romero. Barcelona, Marbot Ediciones, 2012, 152 págs.
B
ienvenida sea la traducción al español de este relato, nunca publicado antes en España, de Arthur
Schnitzler, un vienés vanguardista y rompedor de
los moldes y tabúes de su tiempo, de quien sí se conoce en
nuestro país la obra narrativa más destacada, si bien no su
obra teatral –con excepción de La ronda (Der Reigen) y Anatol-, que, sin embargo, no ha perdido actualidad.
Arthur Schnitzler (Viena 1862-Viena 1931), médico y
escritor interesado desde joven en la psicología, conoció y
mantuvo correspondencia con Freud y supo reflejar este
interés en su obra, lo cual habría de provocar escándalo
y reportarle problemas con la censura, el estamento militar y la justicia (Liebelei, Professor Bernhardi, Der Reigen, Leutnant Gustl…). Su desenfadada presentación del deseo, la
seducción, el poder o el adulterio chocaban con las convenciones morales de su tiempo que en buena parte siguen vigentes aún. Recuérdese la película Eyes Wide Shut,
de Stanley Kubrick, que hace pocos años dio a conocer
al gran público la novela corta de Schnitzler Relato soñado.
Su obra es valiente y rompedora no sólo en los temas sino
también en lo formal –El teniente Gustl (1900) fue el primer
relato en lengua alemana escrita en forma de monólogo
interior, seguiría en este mismo registro La señorita Elsa
(1924). La prohibición de representar sus obras teatrales
estuvo vigente hasta 1982.
Probablemente porque conocía mejor sus ambientes y
su psicología, la mayoría de sus personajes tienen que ver
con su propia vida; sus protagonistas son a menudo oficiales del ejército, médicos o artistas y éste es de nuevo el
caso de Doctor Graesler. Médico de balneario. En consonancia
con su interés por la ciencia freudiana, Schnitzler dedica
muchas de sus narraciones a individuos –como el título
anuncia- y al estudio de su idiosincrasia. El subtítulo, Mé-
dico de balneario, avanza un prototipo profesional de connotaciones negativas, que entra en conflicto con la convención social de fin de siglo: el supuesto refinamiento de
los “pacientes” y de la atmósfera de los baños termales.
Porque este médico soltero de cuarenta y ocho años, que
ejerce su profesión a caballo entre balnearios de Tenerife
y Berlín, se nos presenta como un individuo inseguro, egocéntrico y superficial que anda por la vida con el único
objetivo inmediato de satisfacer su necesidad de compañía femenina, sin importarle nada más que la apariencia
física y sin ser siquiera un Don Juan. Su debilidad de carácter y su egoísmo se manifiestan en todos los niveles: la
ausencia de verdadera vocación médica en la reticencia
que manifiesta de asistir a la única paciente realmente enferma que se le presenta, la nula relación que ha tenido
con su hermana, con quien ha convivido muchos años antes del suicidio de ésta; la incapacidad de adquirir responsabilidad o compromiso también en lo personal, lo cual le
lleva a cambiar constantemente de pareja sin pestañear ni
sufrir la más mínima agitación emocional. La mediocridad esencial de Emil Graesler queda más subrayada aún
por el carácter del personaje que el autor vienés le inventa
como contrapunto: Sabine, una joven mujer resuelta, de
notorio intelecto y segura de sí misma, que contrasta fuertemente con el “maduro” doctor. El relato ha sido llevado al cine en varias ocasiones;
las más recientes A Confirmed Bachelor, por Herbert Wise,
en 1973, en Gran Bretaña (BBC), con Sheila Brennan,
Rebecca Saire y Robert Stephens, y en 1991, en Italia,
Mio caro dottor Gräsler, por Roberto Faenza, con Keith Carradine, Kristin Scott Thomas, Sarah-Jane Fenton y Miranda Richardson. MIÉRCOLES, 2 DE ENERO DE 2013
“Obsesivo (y no pálido) fuego”, por Fabián Soberón
Antigua luz, de John Banville. Traducción de Damià Alou. Alfaguara, 2012, 304 págs.
A
ntigua luz es una novela inolvidable, uno de esos libros que merecen ser leídos una y otra vez. Apoyado menos en la trama que en el desarrollo inagotable de los personajes, despliega un uso del lenguaje que
deja pasmado a los lectores desprevenidos. El propio Banville, en una entrevista del año 2008, asegura que él no
es un novelista sino “un poeta que escribe prosa”. Aunque los juicios de los autores sobre sí mismos suelen ser
mera charlatanería egotista, en el caso de Banville, este
juicio, esta afirmación exagerada, puede ser considerada
una aproximación acertada al modo de composición de
sus novelas.
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3
Vacilante, el actor Alex –contratado para su primer
papel en el cine– cuenta con obsesión nabokoviana los encuentros amorosos con la señora Gray. Uno de los problemas es que la excitante señora Gray no sólo tiene la edad
de su madre sino que es la madre de su mejor amigo. Este
hecho, escandaloso para los tiempos de la historia, es aún
más sombrío y siniestro, ya que es narrado sin culpa, sin
una sombra de remordimiento. Alex disfruta, a la manera
nietzscheana, de lo que cuenta.
La novela, entonces, no se centra en el carácter ético
de la traición, sino que, acertadamente, propone un personaje narrador que se regodea en el lado idealista y evanescente del amor.
Los vericuetos de la trama, las idas y vueltas de los personajes, los escarceos de la memoria, dependen menos de
una estructura sólida que de las recurrentes y secuenciales
espirales que arma la mente de Alex. Banville se vale del
narrador en primera persona –que dispone y oculta los
recuerdos– para organizar los episodios. Se podría decir
que compone un rompecabezas sentimental y arbitrario
siguiendo los caprichos de la memoria. Y al decir memoria, el lector debe pensar en el olvido como su exergo necesario.
A pesar del bello azar que domina la mente de Alex la
historia no se reduce a la mera evocación de los benéficos
fantasmas del pasado. A la par que cuenta su versión del
pretérito, narra una serie de escenas que tienen que ver
con el presente. Mientras evoca su antiguo affaire –tan
antiguo como la lejana y grácil luz de la casa del amor–
cuenta la relación con su esposa, con el director de cine
Toby Taggart, con la inefable y suicida actriz Dawn Devonport, con la temible y pícara Billie, con el curioso personaje real llamado Fedrigo Sorrán. Astuto actor y curioso
especialista en los meandros del amor adolescente, vive la
angustia por su hija Cass muerta en Portovenere.
La novela oscila, prudente, cautivadora y verosímil,
entre el pasado, las conjeturas sobre el pasado, el presente
y las interpretaciones del presente. De hecho, el sorpresivo
giro que reordena el sentido de los hechos hacia el final de
la novela, no podría haber ocurrido si Banvilleno hubiese
usado el recurso del narrador dubitativo o vacilante. El
propio Alex confiesa al comienzo de la novela: “Madame
memoria es una gran y sutil fingidora”.
Ahora bien, el relato podría ser la narración trivial de
escenas eróticas o pornográficas. Banville lo convierte en
la narración detallada y obsesiva de un breve amor que
fracasa. En Antigua luz importa menos la serie de certeros
episodios que la forma brillante del recuerdo. Si bien es
cierto que Banville se demora en repetir oportunamente
–al modo de Alfred Hitchcock en El hombre que sabía demasiado– el hecho que va a demoler el amor, lo crucial es el
método de narración, el escorzo narrativo, la mirada indirecta y reflexiva, el análisis que disfruta de las palabras, las
evocaciones proustianas y sus usos.
Hay cierta arrogancia en la prosa de Banville. Hay
cierto dominio profesional, cierta corrección llevada al
paroxismo. Pero el lector lo agradece. La desmesura controlada de la prosa es una virtud.
Es difícil ser discípulo de Nabokov. Y Banville lo es.
Pero no es un mero epígono. Es un nabokoviano que va
más allá de su maestro. Cuenta su historia con el placer
inobjetable de los narradores que saben que detrás de una
prosa brillante, sensorial y minuciosa, está la poesía: ese
regusto por la lengua que logran los poetas desde su extraño y atribulado corazón.
MIÉRCOLES, 12 DE DICIEMBRE DE 2012
“Desenmascarar la conciencia”, por Anna Rossell
El eterno pequeñoburgués. Novela edificante en tres partes, de Ödön von Horváth. Trad. de Isabel García Adanes. Barcelona, Marbot Ediciones, 2012, 218 págs.
U
n acierto la publicación de esta novela de Ödön
von Horváth (Fiume –hoy Rijeka–, 1901/París,
1938), autor austrohúngaro de expresión alemana. Sobre todo porque es la pieza que le faltaba al lector para disponer al completo de lo que nació como una
trilogía, de la que El eterno pequeñoburgués, que vio la luz en
1930, es el primer volumen –el sello Espasa había publicado en 2001 y 2002 los otros dos: Juventud sin Dios y Un
hijo de nuestro tiempo-. Horváth, que se dio a conocer en los
años veinte del siglo pasado como prolífico dramaturgo,
dejó sólo cuatro novelas, escritas en los últimos años de su
vida, y nos legó con ellas en clave de ficción un documento
del ascenso del nacionalsocialismo al poder.
Horváth nunca se afilió a ningún partido político, pero
simpatizaba con la izquierda y supo reconocer como pocos los síntomas sociales que propiciaron el caldo de cultivo en el que iba fraguando el nazismo. Él, que había
cursado en Munich estudios en psicología, literatura, teatro y arte, supo captar la psicología de la desclasada clase
media emergente, que con su actitud haría posible el proyecto de Hitler. La obra de Horváth, en su conjunto, es
una afilada crítica político-social de su tiempo a través de
un amplísimo abanico de representantes de la pequeña
burguesía. Sus personajes son individuos alienados, casi
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siempre pobres diablos sin conciencia ellos y seres indefensos ellas, atrapados bajo la opresora mano patriarcal
a la que no consiguen sustraerse y a la que a menudo hacen el juego. Horváth, que conocía la obra Die Angestellten –Los asalariados-, del sociólogo Siegfried Kracauer, se
propuso retratar a través de sus protagonistas con ojo experto y aguda observación psicológica una sociedad en la
que podía medrar y medró cualquier política. A este fin
adaptó un subgénero teatral ya existente, especialmente
útil a su intención, el Volksstück –pieza de tendencia trivial
con protagonistas de raigambre popular–, que él subvirtió, poniendo en boca de sus figuras lo que denominó el
Bildungsjargon, una jerga pseudocultivada para desenmascarar la verdadera conciencia de los personajes. Nada de
esto se echa en falta en El eterno pequeñoburgués. Ya el título
es programático en su intención caracterizadora de un
prototipo y el subtítulo, Novela edificante en tres partes, anuncia el registro irónicamente punzante y caricaturesco. Las
que en principio estaban concebidas como tres historias
independientes –la del señor Kobler, la de la señorita Pollinger y la del señor Reithofer– se nos presentan unidas
en una para ofrecer al lector un espectro matizado de caracteres y subrayar el ademán generalizador. Se pierden
en la traducción –como bien señala Isabel García en la
introducción– las connotaciones que sugiere el sociolecto
en que Horváth hacía hablar a sus personajes –elemento
también esencial del Volksstück- y la que contiene la palabra alemana Spießer del título original –Der ewige Spießer–,
que alude a una actitud más que a una clase social y que
en español pudiera recoger mejor el término filisteo, pero
la novela sigue conservando su fuerza y su voluntad de
ácida delación. Horváth construye su crónica, que transcurre en 1929, principalmente sobre estos tres caracteres: el bobo y egoísta Kobler, vendedor de coches usados,
estafador nato y arribista, que viaja a la exposición universal de Barcelona a la caza de alguna millonaria que
lo mantenga, su amiga Pollinger, modista, que siguiendo
su consejo se vuelve práctica y se hace prostituta, y el señor Reithofer, quien en un arranque de filantropía la devuelve a la vida honrada consiguiéndole por amiguismo
un trabajo de costurera. La novela está escrita en un registro extremadamente hilarante de denuncia, los personajes, de trazo caricaturesco, son con todo a buen seguro
más realistas de lo que a primera vista pudieran parecer.
Del teatro del autor, que en España llegó a algunos escenarios en los ochenta, se han traducido Historias de los bosques de Viena. El divorcio de Fígaro (Cátedra, 2008), en español, y, en catalán, Amor, fe, esperança (Arola, 2007).
MIÉRCOLES, 5 DE DICIEMBRE DE 2012
“Pensar en futuro”, por Jimena Néspolo
Futuro, de Marc Augé. Trad. Rodrigo Molina-Zavalía. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, 160 págs.
La vida en doble. Etnología, viaje, escritura, de Marc Augé. Trad. Heber Ostroviesky. Buenos Aires, Paidós, 2012, 167 págs.
L
a vida en doble no es una autobiografía intelectual –dice
el etnólogo francés creador del hit del “no lugar” y
la “hipermodernidad”, como soplando lo que la negatividad instala– pero… podría serlo. Ha excluido –asegura– todo lo que refiere a su vida privada pero… sin embargo, Augé logra arrastrarnos a lo largo de las páginas con
el ímpetu de una subjetividad que encuentra claro anclaje
en ese yo autobiográfico que ya se pierde contando la temprana influencia que su tío, oficial de marina y héroe de la
Segunda Guerra Mundial, ejerció en su infancia, ya revive
sus escaramuzas entre árabes y pied-noirs durante su servicio
militar obligatorio en Argelia o reflexiona en cómo aquella
experiencia de patrullar una ciudad caótica que bregaba
por dejar de ser colonia marcó su vida intelectual futura:
“La disciplina militar es antes que nada una cuestión de
lenguaje; es lo que le da fuerza; estructura un universo que
en la vida corriente tiene límites claros, pero que en los períodos de acción, que son su razón de ser y su fin último,
ofrece a cada uno de los que forman parte de él la comodidad inmediata del sentido absoluto.”
Marc Augé cursó estudios literarios y luego se inició en
la antropología con un trabajo de campo que desmenuzaba las diferentes formas de poder pergueñadas a través
del linaje en la sociedad alladian, en Costa de Marfil; entre
1985 y 1995 dirigió L´Ecole des Autes Études en Sciences
Sociales (EHESS) y la Office de la Recherche Scientifique et Technique Outre-Mer (ORSTOM) mientras realizaba más investigaciones en África. Sabe, por tanto, que
el hombre es ante todo un animal simbólico que para vivir
necesita ordenar el universo a través de las jerarquizaciones que la ritualidad y el lenguaje ofrecen. Por eso Futuro,
este ensayo breve y vital, a la vez que denuncia la falsa
“transparencia”, el efímero “eterno presente” y el déficit ritual del mundo contemporáneo, intenta ser fiel a sus
propios postulados y esbozar un camino posible, porque
para Augé pertenecer al propio tiempo supone la capacidad de poder sobrevivirlo: “Ser contemporáneo es poner
el acento sobre aquello que en el presente esboza algo de
porvenir.” Pensar el futuro, dice el autor de Un ethnologue
dans le métro (1986), es una necesidad inherente del hombre, es una construcción que el ser humano realiza desde
que vive en la cultura y que sólo es posible en comunidad
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a través de una puesta en intriga del tiempo.
El proyecto intelectual de Marc Augé está atravesado
desde sus comienzos por una fuerte conexión entre etnología, viaje y escritura. Por más que declare que Jacques
Le Goff y Jean-Pierre Vernant fueron sus intelectuales
faro, su concepción del tiempo como dilatación e intriga
supone un conocimiento profundo del estructuralismo y
las teorías narratológicas. A su vez, la fascinación ejercida por Lévi-Strauss, en especial por Tristes trópicos, se patentiza en su consideración del etnólogo en tanto sujeto
que vive urgido por la necesidad de salir de sí mismo. Se
trata de una necesidad –dice en La vida en doble– que puede
adoptar distintas facetas, y la escritura en general y no
solamente la escritura etnográfica, es una de ellas. “Todo
escritor lleva una vida duplicada que nos recuerda el tipo de
existencia y de influencia que siempre y en todo lugar se
le ha atribuido, más allá del nombre que se le diera, a los
espíritus fuertes considerados capaces de agredir, desestabilizar o influenciar a sus semejantes.” En ambos casos
se trata de una etnología de encuentros que impulsa al sujeto
a viajar al interior de sí mismo para encontrar al otro: un
etnólogo que se desprende de su yo íntimo para ocupar un
lugar que no es el del otro, sino un espacio intermedio en
el que se encuentra con uno o con varios “informantes”
que por decisión propia se acercaron a él. Todos se han
desplazado, han salido de sí para estar “fuera de lugar”
porque sus posiciones relativizan la noción de lugar y la
distancia de la evidencia ordinaria que marca la norma.
Ser, por tanto, itinerante es darse la oportunidad de hacer
pausas en lugares que quizá puedan ser efímeros, lugares
de paso; significa también no descuidar el regreso, el recorrido circular mediante el cual volvemos a nosotros mismos al reconocer la pertenencia. “Los verdaderos lugares
–dice Augé– están en nosotros. La necesidad de escribir
se parece a esa necesidad de regresar en la que se experimenta al mismo tiempo el recuerdo y la espera, la tentación del pasado y la urgencia del porvenir.”
Futuro y La vida en doble parecen haber nacido de un
mismo impulso que es a la vez evocación, ajuste de cuentas con el presente y una apuesta a futuro que se singulariza en la noción de “imagen”: imágenes que se multiplican en miles de pantallas e invitan a la despersonalización
planetaria de la comunicación y que es preciso denunciar,
imágenes que regresan del pasado y se instalan en la percepción del presente, imágenes que son recuerdos pero
también esquirlas de lo que no sucedió y que por tanto
contienen aún la promesa de un mañana. DOMINGO, 25 DE NOVIEMBRE DE 2012
“Richard Ford en el desierto”, por Fabián Soberón
Flores en las grietas. Autobiografía y literatura, de Richard Ford. Barcelona, Anagrama, 2012, 224 págs.
U
na noche, Raymond Carver y Richard Ford se
encuentran y leen juntos un cuento de Chejov
bajo la terca luz amarillenta. Richard le da su
meditada opinión sobre el cuento y después se va a su casa
y anota, sigiloso y sereno, unos versos simples y contundentes. A la madrugaba, con la nimia claridad del alba,
Carver lo llama por teléfono y le cuenta que ha escrito
un cuento sobre el mítico dramaturgo ruso. Ese cuento se
llama “Tres rosas amarillas”.
Richard Ford recupera esa experiencia y narra en Flores en las grietas cómo se inició la amistad entre él y Carver.
Este texto atípico es una lección narrativa. Muchos de los
que imitan a Carver deberían leerlo. Ford no solo toma
la lección de narración lenta, minuciosa y parca de Carver sino que procesa esa herencia y logra un relato intimidante y evocativo. Es una extraña crónica autobiográfica
y es un claro homenaje que retrata una pasión. Es un disparo que entrega el fuego de una mirada precisa sobre los
cuentos de Carver.
El relato de Ford da en la tecla. No es una mera melodía: es una elegía, una lección de humildad y una búsqueda nostálgica y misteriosa para recuperar al amigo
muerto en los mínimos detalles. Tal como dice de Chejov,
el relato de Ford es sutil: muestra en los recovecos minúsculos y suculentos el sentido o el sinsentido de la vida.
Ford ha jugado al golf, ha vivido en un hotel, ha golpeado a mucha gente en la cara y se dedica a la caza. Flores en las grietas muestra las huellas de esa vocación atípica
y deportiva.
Sobre el golf ha escrito una crónica-relato con un
suspenso demorado y contenido, al mejor estilo Carver.
Ford narra su iniciación como aburrido jugador de golf.
Uno de los empleados en el hotel del abuelo era el negro
Chester Mathews. Este hombre alto y gordo lo llevó a un
campo de golf que estaba en el límite de un bosque. Más
allá de la extraña cancha, había un hospital psiquiátrico.
Cada tanto, los internos se paseaban como fantasmas en
el perímetro. Cuando Ford estaba ensayando un golpe estratégico, uno de los fantasmas del hospital empezó a gritar. El grito no era un mero alarido sino una burla. El
paciente decía que era la primera vez que veía a un maestro negro con un discípulo blanco. Ford cuenta la escena
sin estridencias. El relato aspira a la sutil denuncia social.
Pero no hay nada en el relato que lo diga. Al contrario, el
relato fluye y todo parece indicar que el objetivo es evocar
sólo una sombra de la nostalgia.
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A la par de su vocación deportiva, Ford recuerda el
inicio de su actividad como lector. En “La lectura”, narra
una escena de iniciación. En el año 69, él se dio cuenta de
que, a pesar del arduo recorrido por las aulas universitarias, no sabía leer. Con cierto temor al fracaso, se acercó
una noche crucial a la oficina de Howard Babb, “un yanqui corpulento, al final de los cuarenta, con acento de
Maine”. Babb era un profesor inteligente y abierto que, a
diferencia de los expertos profesores universitarios, era un
hábil lector. Ford narra minuciosamente la inolvidable noche con Howard Babb y cuenta cómo éste le dio las claves
para leer en profundidad un cuento de Sherwood Anderson. La crónica evocativa es un ensayo autobiográfico. El
encanto del texto radica en el modo sinuoso y melancólico
de narrar como si fuera el episodio de una novela.
Una de las perlas del libro es “El hotel”. Allí, recuerda
el viejo y hermoso hotel de su abuelo y cuenta que él vivió
allí. ¿Cuánto ha influido la “vida anormal” del hotel en su
escritura? “El hotel se llamaba Marion y no era pequeño”,
dice Ford. “Little Rock era una ciudad descolorida y baja
sobre un río lento y el hotel su lugar más moderno y lujoso”. En la crónica aparecen los personajes del hotel: Harry Truman y Jack Dempsey y coquetas señoras del Delta.
“Los vendedores alquilaban habitaciones donde podían
mostrar sus mercancías. Los suicidas, habitaciones individuales”. Era evidente que se trataba de una vida rara,
con un sentido diferente de la privacidad. Los clientes tenían su propia excentricidad y todos eran adultos. Ford
tenía once años y un padre enfermo que viajaba mucho.
Como si fuera una confesión que aclara el sentido de la
escritura, Ford anota: “ahora sé que la vida normal es la
que se puede explicar en una frase. La que no requiere
preguntas”. Ford es un gran novelista, un narrador prodigioso y
elocuente. Ha publicado una trilogía que ya forma parte
de la historia. En Flores en las grietas ha cultivado el relato
de vida, la crónica que entrecruza la memoria, la ficción,
el hábil recorte autobiográfico y el olvido. Sí, el olvido. Él
no sólo escribe lo que su memoria inventa sino aquello
que le quita al olvido.
Los mejores momentos del libro son aquellos en los
que narra escenas de iniciación, de convivencia, de lectura. Esos relatos prodigiosos y encantadores navegan y
oscilan entre el recuerdo y la construcción narrativa, entre la invención y la pericia sinuosa y melancólica para armar el pasado. Sus recuerdos como deportista frustrado,
como boxeador impulsivo e irracional, como un niño que
observa la decadencia iridiscente y rampante de un pueblo pequeño forman parte de una autobiografía ejemplar.
Flores en las grietas es una lección de cómo narrar por otros
medios con el oficio del novelista experto.
MIÉRCOLES, 5 DE DICIEMBRE DE 2012
“Entre la novela y la historia”, por Anna Rossell
Enamorada de un cura comunista. Desde Alfonso XIII al exilio mexicano, pasando por la URSS y los Niños de la Guerra, de Stella Manaut.
Valencia, Carena Editors, 2012, 214 págs.
S
iempre es un gozo contar con una obra de la que podemos decir que contribuye a mantener viva nuestra memoria histórica, pues los acontecimientos
traumáticos de una sociedad exigen un proceso de duelo
y de digestión que raras veces se hace como se debiera,
precisamente cuando las partes implicadas o sus descendientes directos viven aún y remover el pasado supone
para ellas enfrentarse a sentimientos de dolor o de culpa.
Sin embargo enfrentarse a los hechos, conocerlos y, sobre
todo, reconocerlos es un ejercicio conveniente de catarsis
para los antiguos frentes, una necesidad que hace posible
el análisis de los errores que condujeron a aquellas situaciones críticas y con ello hace también posible evitar caer
de nuevo en ellos, hace posible la reconciliación, al tiempo
que lega a las generaciones jóvenes el conocimiento más
sereno y objetivo de los hechos.
Por este motivo cumple dar la bienvenida a un libro
como el que hoy tengo el gusto de presentarles, la novela
que Stella Manaut ha construido basada en hechos y personajes reales, como ella dice “un reconocimiento hacia
aquellas mujeres luchadoras que, en una etapa tan difícil
de la historia de España como es la de los primeros años
del siglo XX, fueron capaces de defender sus derechos, estudiar y amar en libertad”. Enamorada de un cura comunista. Desde Alfonso XIII al exilio
mexicano, pasando por la URSS y los Niños de la Guerra, como
reza el título, recoge la historia de España desde principios
del siglo XX, aquellos años en que empezó a forjarse la
España actual. El título y, sobre todo, el subtítulo anuncian
ya los momentos en los que la autora hace hincapié. Así la
novela nos ofrece una amplia panorámica de la convulsa
historia española más reciente: con mirada retrospectiva
hacia la Primera República, la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, el golpe franquista, la Guerra Civil, el envío de niños de familias republicanas a la
Unión Soviética, el exilio de los vencidos, el regreso…
| BOCADESAPO | RESEÑAS
7
Como la propia autora nos informa en el epílogo, la
mayor parte de los personajes de la novela son reales –
llevan su propio nombre y apellido– y lo son también en
lo esencial los hechos narrados. Stella Manaut los conoce
bien, a unos y a otros. Porque Manaut glosa en la novela
el devenir de una mujer de su familia, una tía suya, por la
que la narradora profesa claramente una profunda admiración. Con empatía evidente y el conocimiento que su tía
y su propia madre le dejaron de los acontecimientos Stella
Manaut construye un edificio ficticio en el que hará encajar la realidad histórica: Josefina Roca –que así se llama la
protagonista–, interna en un geriátrico de un pueblo catalán que sabe su última morada, es consciente de que ha
vivido cuanto hubiera de vivir y de que lo ha hecho intensamente. A su avanzada edad y en la soledad de su internamiento en hogar de ancianos lo único que la aferra aún
a la vida son sus recuerdos, los sucesos que la marcaron y
la sostienen, acontecimientos de unos tiempos difíciles y
convulsos que reclamaban de sus protagonistas –mucho
más aún si eran mujeres– un posicionamiento claro y exigían definición y madurez. Así Josefina deja de ser una
única mujer para pasar a ser un prototipo determinado de
mujer de su tiempo: aquella a la que tocó abrir el camino
en la lucha de la mujer por sus derechos, unos derechos de
los que ella sabía que conllevaban deberes y responsabilidades y que nunca los rehuyó. Por lo mismo esta novela
no es únicamente un homenaje a una excepcional mujer,
sino a todas las mujeres que, como ella y con ella, asumieron en España la ardua tarea de abordar su vida como
ciudadanas de pleno derecho cuando la historia les ofreció
un resquicio para intentarlo.
El armazón de la novela parte de esta situación en el
geriátrico y de la soledad de Josefina Roca que la lleva a
rememorar su vida. La motivación para ello se la brinda
la idea de escribir sus recuerdos en una libreta de notas
que más tarde alguien pueda encontrar y publicar. Éste es
el marco ficticio de la narración.
Así la novela está escrita teniendo en cuenta a un supuesto futuro lector, al que Josefina se dirige de vez en
cuando; todo ello condiciona y marca el estilo narrativo,
que alterna diferentes registros: la descripción de los sucesos históricos con carácter de crónica “objetiva” con el relato de la vida personal de la protagonista en los momentos históricos concretos y con los comentarios y reflexiones
que Josefina aporta desde la actualidad de su escritura,
que la autora marca con letra cursiva para distinguir los
dos tiempos: el pasado y el presente, y en los que se invoca
y se involucra directamente al lector.
La autora opta con decisión por mantener estos registros bien separados probablemente porque su intención
es también documental y quiere darle a su obra el sello
inconfundible de documento: la novela no está escrita en
un único registro en que los hechos históricos pudieran
desprenderse indirectamente de la vida de los personajes, sino que Manaut decide describir, aparte, primero el
marco histórico, como tal, antes de pasar a continuación
a glosar cada momento concreto de la vida de la protagonista, como si necesitara de este marco aclaratorio para
que se comprendan en toda su profunda dimensión los retazos vitales de los personajes que el lector habrá de situar
mejor después, como si no quisiera perder nunca de vista
la importancia que las situaciones socio-políticas tienen
para la cotidianidad de los individuos, en su devenir y en
su destino. Ello se hace patente a través de lo que se desprende de los títulos de los capítulos, que rezan, por ejemplo: Breve resumen de la Revolución Rusa. Primera parte, al que
siguen los títulos Mi vida en la URSS, Breve resumen de la Revolución Rusa. Segunda parte y, a continuación, ¡Por fin llega
el permiso para viajar! Me voy a la “Casa nº 5”. Llego a
París. Y así sucesivamente.
Esta voluntad de cronista, la de escribir un documento
histórico –dirigido tanto a quienes lo protagonizaron
como a las generaciones futuras a las que la autora desea
dejar un legado– queda subrayada también por el hecho
de que Stella Manaut escribe un epílogo en el que nos
aclara el cómo y el por qué de la novela y cuyos epígrafes
evidencian esta intención. Estos epígrafes son: La verdad,
solo la verdad y nada más que la verdad. Devenir de los principales personajes. Familia de Manaut en México y Hablemos, ahora
de los demás personajes reales. A esto la autora añade alguna
bibliografía –una página– de la que ella ha echado mano
para documentarse. Sin embargo se echan en falta obras
de historia española de todas las etapas de que trata la novela, que Manaut a buen seguro ha utilizado como fuente.
Y es de debido cumplimiento su inclusión en una futura
segunda edición, pues conviene por razones de rigor de la
publicación por una parte y de utilidad al lector, por otra,
ya que quien lea esta novela de Stella Manaut habrá de
interesarse no sólo por la literatura, sino por la historia de
la España de este período. El libro capta al lector por los
dos aspectos: el literario y el histórico y suscita avidez de
saber más de esta etapa, de la que lamentablemente poco
se enseña en nuestras escuelas y que es un deber rescatar
del olvido.
| BOCADESAPO | CRÍTICA TEATRAL
MIÉRCOLES, 7 DE NOVIEMBRE DE 2012
8
“Mujeres en escena”, por Karina Wainschenker
Sobre Baja Costura y Muñecas Rotas
(las fichas técnicas de las obras y sus próximas funciones pueden visualizarse en sus sitios web).
D
urante el Festival ESCENA, realizado entre el 13
y el 27 de octubre en 22 teatros de Buenos Aires,
y organizado por el colectivo de salas que lleva
el mismo nombre, se presentaron más de cien obras. Entre esta abultada oferta, encontramos un interés común
en las problemáticas de la mujer, el cual se observa en las
muchas piezas que pusieron cuerpos femeninos sobre las
tablas; e incluso, como evento especial, se realizó el ciclo “Mujeres autoras-directoras” con la consigna “Producción en contextos de encierro”, el cual consistió en un
panel integrado, entre otros, por Olga Guzmán (autora
del libro Esta vez decido yo y presa en el penal de Ezeiza) y
Agnes O. (una mujer cuya familia internó en instituciones
ligadas al Opus Dei para alejarla de su lesbianismo y adicciones). La mujer puerca, Niñas cálidas y Luz azul son algunas
de las piezas que tomaron a la mujer como protagonista,
aunque, en esta oportunidad, serán Baja Costura y Muñecas
Rotas las que recibirán el foco de atención por sus rasgos
en común. La dramaturgia de la primera de ellas es de Soledad Galarce y su dirección quedó a cargo de Mariano
Caligaris, mientras que Muñecas Rotas cuenta con dramaturgia y dirección de Mauro Molina, sobre textos de Patricia Suárez -del estreno de ambas, dista ya más de un año.
En Baja Costura nos encontramos con Delfina y Catalina, dos mujeres que se dedican al diseño textil y cuyos
productos son confeccionados en un taller clandestino,
espacio en el que ocurre la trama y con el cual, al decidir coser ellas mismas las prendas por un imprevisto legal,
terminarán por familiarizarse al ponerse en la piel de las
trabajadoras. Muñecas Rotas, por su parte, nos presenta la
historia de Tabita y Margot, dos víctimas de la trata de
blancas que narran sus historias personales entre la ilusión
de libertad y la amenaza de un fatal destino. Ya desde estas breves sinopsis encontramos que ambas abordan problemáticas de género vinculadas al ejercicio de poder sobre el cuerpo femenino.
Baja Costura coloca sobre tablas a dos mujeres del
mundo del high fashion, a los cuales observamos víctimas
de las exigencias de la moda sobre el cuerpo, y de los cuales nos permitimos reír por un trabajo actoral que toma al
estereotipo para hiperbolizarlo y llevarlo al cliché. Luego,
estos mismos cuerpos serán los representantes escénicos
de las víctimas del trabajo esclavo en la industria textil,
logrando así una condensación que provoca un fuerte
contraste, poniendo de manifiesto la coexistencia de estos dos mundos, entendiendo que no son antagónicos sino
las dos expresiones de una problemática que pertenece al
mismo universo. El contraste que se observa en Muñecas
Rotas es logrado a través de las referencias al mundo del
tango. Margot, nombre que ella misma elige para sí, remite a aquel tango en el que un hombre sufre por ver a su
Margarita transformada en una prostituta, “desde el día
que un magnate cajetilla” la “afiló”. Pero la nostalgia del
mundo del tango, como el melodrama de un hombre que
zanganea entre la mujer-madre y la mujer-prostituta, se
revierte para mostrarnos el mito desde otro puerto. Será
la misma Margot quién encarne los dos modelos, siendo
una prostituta que cae engañada en la red al intentar darle
un futuro mejor a sus hijos; quien también expresa toda su
desgracia al cantar que “guarda escondida una esperanza
humilde, que es toda la fortuna de mi corazón”, versos
del tango Volver, que se resignifican al ponerse en la voz de
una víctima de la trata, expresando la tragedia de la mujer
cuyo cuerpo es comercializado y convertido en producto a
ser adquirido por el hombre.
Las obras tienen en común la construcción del vínculo
de los personajes con el entorno que las oprime. Baja Costura pone en escena un montón de elementos que comprenderemos a medida que avance la obra, como -por
ejemplo- un colchón, que adquiere significado cuando
se afirma que “en el taller se trabaja, se come, se duerme,
se vive; no se sale porque se pierde el tiempo”. También
se hace referencia a la luz del día, aquella a la que no se
tiene acceso por falta de ventanas y que impide a las víctimas del trabajo esclavo tener noción del paso del tiempo.
En Muñecas Rotas la escena metaforiza a una caja de música, en la que estas dos muñequitas pasan su tiempo entre
cliente y cliente. El encierro se siente por la constante referencia al afuera y el anhelo de libertad. La referencia a la
luz del día también aparece, por medio de Rusita, un personaje extra escénico al que recuerdan las protagonistas y
cuya historia retumba. Se trata de una compañera, una
quinceañera a la cual secuestraron a la salida del colegio,
que iba a todas partes con su muñeca cual si fuera Vasilisa
en el bosque. “Un mes duró”, porque su familia la buscó
y se publicó su fotografía. La fatalidad de su destino es sugerida por Margot, quien encontró su muñeca destruida
bajo su cama y quien recuerda que Rusita sólo veía la luz
del afuera en un pequeño espacio del pasillo que la llevaba de la habitación en la que la tenían encerrada hacia
aquella en la que atendía a los clientes. La espacialidad, en
ambos casos, se construye en relación a un afuera vedado,
al deseo explícito de salir del lugar en que se encuentran,
y a la imposibilidad de hacerlo sino a través de la muerte.
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Estos espacios de opresión sirven de marco a las problemáticas abordadas por las obras y hechas carne escénica a
través de los cuerpos de las actrices; mientras que en Baja
Costura esos cuerpos viven entallados en las prendas de alta
moda y sufren el polvillo del ambiente de un trabajo de
largas jornadas y la mala alimentación, en Muñecas Rotas
son comercializados hasta el desgaste, como el personaje
de Tabita, que expresa en su tos y escualidez la enfermedad e insanía producida por la explotación sexual.
Tanto Baja Costura como Muñecas Rotas han utilizado, de
manera sutil en términos de significación dramática, recursos físicos y coreográficos para las transiciones entre los distintos cuadros escénicos que las componen; recursos que,
economizando en otras cuestiones, como escenografía y
vestuario, y siendo su uso profundizado, serían capaces de
poner de relieve al cuerpo, el verdadero protagonista de estas obras y víctima de las problemáticas que se denuncian
-discurso teatral mediante. Por otra parte, los cuerpos de las
actrices distan de aquellos a los que representan, no tienen
las marcas de la explotación que llevan a escena. Sin embargo, estas se construyen en nuestro imaginario como espectadores, de una manera cruda y conmovedora producto
de la presencia física de un cuerpo que narra violencia.
En ambas piezas se pone de manifiesto también la
mercantilización del cuerpo, tesis que se expresa en la
referencia al valor monetario que opera sobre el mismo.
En Baja Costura, el cuerpo de la víctima de los cánones
de la moda se refuerza a través de la puesta en pantalla
-en formato videoclip- de los costos de operaciones estéticas, como una rinoplastia o la colocación de implantes,
montados con fotografías de los personajes. En la misma
pantalla, veremos avisos de pedido de mano de obra para
los talleres de costura y el testimonio explícito de los honorarios por hora que cobran las empleadas de estos talleres, que contrastan por tres ceros a la derecha con los
mencionados anteriormente. En Muñecas Rotas, el precio
del cuerpo varía según la procedencia, el color de la piel,
o bien el comportamiento que haga olvidar al cliente de la
transacción comercial; y será este valor el que determine
la distancia a la realización del sueño de libertad.
Sobre el final, interpelan al espectador a través de lo
emotivo: en Baja Costura con monólogos que narran los casos de los incendios en los talleres de costura de la Triangle
Company en 1911 en Nueva York y en un taller clandestino en el 2006 en el Bajo Flores, y con material audiovisual extraído de periodismo de investigación; en Muñecas
Rotas con ese desenlace trágico que lleva la mencionada
reversión de los arquetipos del tango a su límite.
Por todo lo mencionado, puede afirmarse que el mayor interés de estas obras no radica en su acción dramática o narrativa, la cual pierde absoluta prioridad, sino por
en poner en escena a estas mujeres privadas de poder sobre sus propios cuerpos, privadas de espacio, privadas de
tiempo; a través de cuadros vivos en los que estas problemáticas de género se hacen cuerpo, y no dudan al apuntar
a estreñir las vísceras del público.
VIERNES, 2 DE NOVIEMBRE DE 2012
“La novela de la vida”, por Julieta Lerman
La novela de la poesía. Poesía reunida, de Tamara Kamenszain. Edición al cuidado de Violeta Kesselman. Prólogo de Enrique Foffani.
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, 408 páginas.
D
os años después de haber arriesgado la idea de
escribir una novela, como dicen los últimos versos del libro El eco de mi madre, de 2010, (“y hasta
me parece que a lo mejor/…quién te dice…/ mañana
empiezo una novela”), Tamara Kamenszain se dio cuenta
de que ya la había escrito. Y ahora, bajo el título La novela
de la poesía, reúne los ocho libros publicados entre 1973 y
2010, de los cuales la mayoría hace rato no circula por
las librerías, más un puñado de poemas inéditos escritos
entre 1971 y 1974 y, por último, un nuevo poemario que
le da nombre a todo el conjunto, o viceversa, titulado del
mismo modo, La novela de la poesía.
Como señala Enrique Foffani en el agudo prólogo que
acompaña la edición, este Libro con mayúscula se acerca
más a una Novela que a una Biblia donde, sobre todo
en el caso del primer libro De este lado del Mediterráneo, de
1973, las escenas bíblicas forman parte de lo novelesco.
Allí, la voz que conduce las prosas remonta la historia fa-
miliar hasta los antepasados, inmigrantes judíos venidos
de Polonia, de Besarabia, y los mezcla con su presente,
los actualiza en su mirada que los “lleva puestos”. Quizá
este primer libro de Kamenszain constituya una especie
de demarcación del territorio de la enunciación, un plantar bandera que explicita quién habla o, más bien, desde
dónde habla la que habla, qué historia lleva puesta la que
mira en su mirar. Los textos despliegan, así, una especie
de construcción o deconstrucción de una mirada en particular, porque, como decía un poeta muy citado por Kamenszain, Paul Celan, se escribe siempre “bajo el ángulo
de incidencia de la propia existencia”. En el ángulo de
De este lado del Mediterráneo, se cruza la línea de la Historia
(que trae consigo todo el peso de la tradición y religión
judía, una cantidad de fábulas, etc.), y la línea de las historias con minúscula. Dos historias que en verdad son una
sola porque cada una es protagonista de la otra. El pasado
es, aquí, presente: la historia habita en todos y cada uno
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de los elementos y, en ese sentido, está contundentemente
viva. “Ese pan está grabado en una enorme historia familiar (…) el pan que yo añoro porque aunque no lo comí
lo recuerdo.”
Muchas veces se ha señalado que una de las particularidades de Kamenszain es que combina o alterna entre
la escritura de poemas y la escritura ensayística, y alguna
vez ella comentó que no hay un tipo de escritura que haya
“inaugurado” o precedido a la otra sino que en el origen están las dos, “como que empezaron juntas, alternándose”. Quizá a la luz de esta combinación pueda leerse
su obra, no sólo como una alternancia entre dos géneros
distintos sino, más bien, fusionados. Porque a menudo el
límite de dónde empieza uno y dónde termina el otro es
borroso: su escritura ensayística suele ser bastante poética
y, a la inversa, en las líneas ajustadas de un poema solemos encontrar yuxtapuestas las puntas de los hilos de una
trama lingüística que condensa múltiples niveles de sentido. Una trama que se abre a diversas lecturas posibles
y pide ser desplegada, “llena de mundo”, como dice un
verso de César Vallejo. Un buen ejemplo de ese diálogo íntimo o esa especie de convivencia entre los dos tipos de escritura es uno
de los poemas inéditos del período ´71-´74 titulado, precisamente, “Lo que empieza donde termina”. El poema
describe el proceso de escritura y de armado de un libro
alrededor de la metáfora del trabajo de la modista cuya
maestría consiste en invisibilizar su labor. Dice el poema:
“Para armar un libro hay que hacer/ como las modistas que cosen/ siempre del lado de adentro/ y cuando
dan vuelta la tela esas costuras/ que ellas trabajaron confiadas/ desaparecen para dejar ver/ un aceptable/ lado
de afuera.” Esta misma idea aparece en un ensayo titulado “Bordado y costura del texto”, donde Kamenszain
arriesga una teoría acerca de la escritura en relación con
lo femenino, con la madre, con las tareas domésticas:
“Coser, bordar, cocinar, limpiar, cuántas maneras metafóricas de decir escribir.” Las mujeres, dice, son especialistas
en ver los detalles, cualidad propia de cierto tipo de escritor. “Son ellas las que ven el polvo escondido detrás de
los objetos y las que se detienen en él. En esa lenta práctica de ir descubriendo lo que otros no ven, perfeccionan
su oficio.” Este parece ser el criterio a la hora de elegir
los afectos literarios que están siempre por detrás o por
delante de lo que Kamenszain escribe. Allí están Celan,
Vallejo, Lezama Lima, Delmira Agustini, Viel Temperley,
Osvaldo Lamborghini, Enrique Lihn, entre tantos otros.
No se trata de un amor pasivo sino que parecería ser lo
que pone en marcha la escritura.
El lado invisible, el entramado silencioso de las cosas
tiene, también, una historia que es la que parece hablar
por la boca de esta poesía que, como señala Foffani, aunque trabaje con episodios autobiográficos, está lejos de lo
confesional. “Poesía episódica del yo” la llama el crítico,
aclarando de nuevo que, en todo caso, está más cerca de la
novela que de otra cosa, porque la verdad de la experiencia no se corresponde necesariamente con la experiencia
verdadera sino que se construye a través de la fabulación.
Si la poesía busca una verdad, o busca tratarse con ella,
esa verdad es una novela, parece venir a decir el título que
reúne estas obras. Porque, ¿dónde empieza lo ficcional y
dónde termina lo no ficcional? Como los actores, que tienen que adentrarse en la piel de sus personajes para hablar desde ahí, la voz del poeta se adentra en la piel de
las vivencias recordadas, imaginadas, fabuladas, y las hace
hablar. Aunque haya verbos en pasado, dijo por ahí Tamara Kamenszain, la poesía siempre habla en presente:
“tacho había una vez escribo ahora o nunca/ ya tengo un
nombre lo actualizo in memoriam”. El aquí y ahora del
poema es uno de los recursos principales de los que se vale
la poesía para crear verdades, es decir, dar actualidad a lo
que cuenta. Algo de esto se puede leer en el poema de la
famosa torsión en femenino del término “sujeto” tan en
boga en los años en que se publicó La casa grande (1986), si
pensamos que soñar es también otro modo de decir escribir: “Se interna sigilosa la sujeta/ en su revés, y una ficción fabrica/ cuando se sueña.”
Novela, poesía, ensayo: distintas líneas se funden en el
ángulo que cobija los poemas del último y novísimo poemario, La novela de la poesía. Líneas y tonos distintos que se
anudan en torno a una pregunta sobre la muerte. Foffani
dice que podría llamarse El libro de la pregunta, parafraseando el título del libro del poeta judío Edmond Jabès,
El libro de las preguntas. Pero enredada a la pregunta sobre
la muerte, o más bien, a las preguntas sobre cómo hablar
de la muerte (“¿Ya hablé de la muerte?”, “¿Eso es hablar
de la muerte?”), aparece una pregunta sobre la poesía, en
torno a la cual parece sugerirse que innovar en el modo
de hablar de la muerte es el nudo central de la innovación
poética. Porque avanzar con la palabra sobre el terreno de
lo indecible, de lo impensable, donde se encuentra siempre el tema de la muerte –dice Kamenszain en un ensayo
sobre Pizarnik– constituye una de las principales apuestas
del género poético. Cómo hablar, entonces, de un tema
que, pasada tanta agua debajo del puente, se ha convertido en un lugar común, en moneda corriente: “Pero Cadáver lleno de mundo me consta/ es un verso que ya no impresiona/ porque ahora el cadáver es lo que hay.”
¿Cómo hablar de la muerte después de todos los poetas que componen la “familia ensanchada” de Tamara
Kamenszain, como la llama Foffani? Pero es una familia muerta, de la cual Kamenszain es la sobreviviente que
pregunta cómo hablar de la muerte hoy. ¿Qué significa,
qué implica actualizar esa pregunta? ¿De qué hablamos?
Unos versos responden: “un estribillo despreocupado nos
avanza el milenio/ ahora Alejandra diría debajo/ no es-
| BOCADESAPO | RESEÑAS
toy yo debajo/ no estoy yo/ y está bien que así sea/ (…)/
una épica de lo que no/ hay/ muerto el suicidio a nadie se
le ocurriría resucitar/ eso ya fue ya fue ya fue”. Se trata,
entonces, de una pregunta sobre la época, más que de una
pregunta sobre la esencia de la muerte, porque después de
todos los poetas malditos, eso “ya fue”. Paradójicamente,
una de las respuestas que parece lanzar este poemario a
la pregunta sobre cómo hablar de la muerte es: con vida.
Una “épica de lo que no hay” equivale a afirmar otro estribillo del que un verso se hace eco, “es lo que hay es lo
que hay”. Porque según nos dice el último poema, escribir
poesía es una prueba de vida, contar el cuento, “es dar y
recibir una promesa/ de supervivencia”.
MARTES, 2 DE OCTUBRE DE 2012
“Como el agua fresca”, por Rosana Koch
Freshwater. Una comedia y textos breves sobre teatro, de Virginia Woolf. Selección, traducción y versión teatral de María Emilia Franchignoni.
11
Buenos Aires, El cuenco del plata, 2012, 133 págs.
D
ice Henri Bergson que “lo cómico, para producir
todo su efecto, exige como una anestesia momentánea al corazón” porque se dirige a la inteligencia pura y le pide “silencio a la sentimentalidad”. Seguramente Freshwater, comedia teatral de tres actos escrita
por Virginia Woolf con la única finalidad de divertir a su
círculo de amigos y familiares, haya anestesiado por momentos la emoción de esa sociedad de “inteligencias puras” para dar lugar a la risa, que nunca es única sino que
materializa el eco polifónico de un grupo social. Los 80 espectadores de esta representación teatral, reunidos “a las
nueve y media de la noche del viernes 8 de enero” de 1935
en el estudio de Vanessa Bell, hermana de Virginia, reconocieron en conjunto que la violación a la regla allí fue
una transgresión autorizada y cómplice, cuyo fruto fue
la carcajada ante los diálogos embriagados de absurdo
y el avance de la obra hacia una feroz crítica de las rígidas
concepciones victorianas. Esta edición de Freshwater es una
versión de María Emilia Franchignoni –la adaptación intenta nivelar aquellos efectos cómicos intraducibles a otro
idioma y el humor privado entre el grupo– de las dos versiones escritas por Woolf: una en 1923 y la última en 1935,
retomada para ser representada en el cumpleaños número
dieciséis de su sobrina Angélica.
Es una desopilante sátira representada por Julia Margaret Cameron, tía abuela de Virginia y fotógrafa, su esposo filósofo y jurista Charles Hay Cameron, el pintor
simbolista George Frederick Watts y el poeta romántico
Tennyson, ambos amigos reales de los Cameron. El personaje que imprime movimiento a la obra es Ellen Terry,
joven esposa del pintor Watts (30 años mayor que ella),
quien después de haber servido a su marido como musa
esclava decide abandonar el sofisticado mundo del arte
por amor y libertad personal. La acción central se ubica
en Dímbola Lodge, casa de los Cameron en Freshwater.
Como una antesala del teatro del absurdo –el propio Eugéne Ionesco representó la obra en 1983– cada personaje
vive una situación aislada e individual: mientras Julia M.
Cameron reflexiona sobre el arte de la fotografía, Tenny-
son recita pasajes de Maud y Watts intenta retratar lo más
fielmente posible el dedo de Mammon, sus discursos no
logran descentrarse de sí mismos y reflejan la incomunicación y la solemnidad del discurso del arte en una trama
que no se dirige hacia ningún objetivo definido salvo la
carcajada.
La elección de los personajes femeninos centrales (tanto
de la obra de teatro como de los ensayos sobre teatro que se
adjuntan en esta edición) no escapan de la búsqueda personal de Virginia por aquellas mujeres que intentan conquistar un espacio de independencia en la creación artística:
Julia Margaret Cameron era una mujer de extremos, excéntrica y extravagante, centro de reunión de intelectuales
y artistas, además de la más destacada retratista fotográfica
de la cultura inglesa de la época. Virginia siempre sintió
una fascinación por las mujeres pertenecientes a la rama
materna y fueron ellas (con sus anécdotas y sus aires aristocráticos) las que le enseñaron que los carriles de la vida podían desviarse del destino doméstico de la mujer para crear
un espacio en la esfera del arte.
Con la misma mirada, en el ensayo Ellen Terry, Woolf
indaga en la propia autobiografía de la reconocida actriz de
teatro, los bocetos sueltos, contradictorios e incompletos de
su vida: “¿Cuál de todas estas mujeres es entonces la verdadera Ellen Terry? ¿Cómo unir todos los bocetos dispersos?
¿Es ella madre, esposa, cocinera, erudita o actriz? Cada rol
parece el indicado, hasta que ella lo descarta y desempeña
otro (…) El teatro no podía contenerla, tampoco el cuarto
de los niños.” Finalmente Virginia le encuentra una respuesta a lo que la actriz no podía reprimir y debía obedecer: su “Naturaleza” que es esencia, causa y origen.
Los Textos breves sobre teatro concluyen con una erudita intervención, en clave poética y desde el detenimiento y la cercanía con el lector, de la versión Noche de Reyes en el Old Vic, el
“territorio salvaje” pero inconmensurable de una obra isabelina (Sobre una pieza isabelina) y el silencio intraducible por
distante y original de la literatura griega (Por no saber griego).
La escritura de Virginia Woolf está lejos de ser moldeada definitivamente, porque desde los márgenes de los
cánones impuestos, Freshwater y textos breves sobre teatro interpela y desarticula ese territorio para desbordar los límites
y permitir reconstruir otra pieza más, la teatral y humorística, en la construcción poliédrica de su obra.
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MIÉRCOLES, 26 DE SEPTIEMBRE DE 2012
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“El ejercicio de leer”, por Natalia Gelós
No leer, de Alejandro Zambra. Buenos Aires, Editorial Excursiones, 2012, 150 páginas. E
l poeta fracasado (“Parecen niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse”), la eficacia de la lectura en voz alta, el lugar del crítico de
acidez prefabricada, la impostura de leer, la alegría de no
leer lo que no genera el goce de ser leído. “Cuando dejé
la crítica literaria semanal, sentí muchas veces el placer de
no leer algunos libros”, escribe Alejandro Zambra en el
prólogo de este libro publicado por la flamante Editorial
Excursiones. Explica el título, da cuenta de esa actividad
que le llevó a producir textos cortos pero efectivos en los
que desgranaba las novedades literarias, e introduce, además, una idea de la crítica como oficio terrenal: una especie de lectura en overol. Estos artículos salieron durante
los últimos años en periódicos y revistas chilenos y argentinos. Aquí, reunidos en una selección que termina por
conformar un mapeo de las distintas geografías a las que
lleva la acción de leer y sus ejecutores, Zambra, lector que
escribe, tal es su lugar en este libro, realiza un trabajo casi
etnográfico, una especie de lectura tridimensional de ese
mundo a veces histérico, las más de las veces apasionante,
que es la literatura.
Cada entrada podría ser una tesis, pero aquí va directo
al grano y se presenta contundente y clara: cada semana,
el Zambra lector tenía algo para decir y lo hacía corto y al
pie, su manera de mostrar, al igual que su literatura, que la
extensión y las largas peroratas no son indispensables para
desarrollar ideas. Lo breve, en Zambra, no es enemigo de
la idea. Lo breve no es sinónimo de liviandad. Entonces,
en textos que a veces tienen la intimidad de las memorias,
el escritor habla de la escritura y la infancia, de la letra
como artefacto, las clases de caligrafía como una doma al
exabrupto personal; las lecturas desinfectadas que se imponen en la secundaria; la escritura de los hijos de grandes escritores; las anotaciones de otros en libros usados;
los libros fotocopiados, anillados, esos libros pirata que saciaban su voracidad por la lectura en años de estudiante;
el afán por comprar ediciones preciosas, por complicar
cada viaje con el pesaje de sus ejemplares encontrados en
cada destino: el papel ante el digital como su batalla y su
cliché (“No se me escapa que esta crónica es vieja, impúdica y muy burguesa”, se sincera o se ataja el autor). La
lectura, sus lecturas, como experiencias personales que, a
su vez, se vuelven universales. En cierto punto, No leer se
hace fuerte por el lugar de identificación que, intencional
o no, logra producir Zambra en el lector.
Por sus páginas, además, desfilan escritores contemporáneos, puestos a interactuar con los clásicos. Los autores,
sus obras, se vuelven títeres y el autor de Bonsai funciona
como titiritero. Entonces, en un mismo texto, pone a dialogar a Richard Ford y a Albert Cohen; a Pèter Esterházy
con Héctor Libertella.
En una primera parte, Zambra deja en evidencia su
destreza como narrador. No se trata sólo de una mirada
aguda, de una lectura a contrapelo, de oficiar de director
de orquesta entre libro y libro, entre las palabras inauguradas por los autores. Se trata, también, de seducir. Nada
tiene sentido sin esa seducción que apuntala un buen
texto, porque es ahí donde el triunfo es completo: cuando
eso que se lee produce el goce de haber sido transitado, no
el padecimiento de palabras clonadas o sin sabor. Cada
vez que abre una entrada, el escritor escribe una historia,
logra una especie de relato que acompaña de alguna manera a su crítica de cada semana. Algo en ese movimiento
recuerda las contratapas de Juan Forn en Página/12: se
trata de lectores voraces que a su vez ofician de escritores
y que no reniegan de la tiranía del espacio que ofrece un
periódico. Narran sus lecturas, releen lo que otros narran,
cuentan que leyeron y la vida de los otros, de esos escritores que generan el placer/displacer del que hablamos
al leer.
En la segunda parte del libro, Zambra abandona el
texto breve y se inclina al ensayo. Roberto Bolaño, Cesare
Pavese, Nicanor Parra, a ellos, Zambra los desgrana, los
inspecciona. En ellos, se queda largas temporadas, quizá
porque el poeta no se decide a partir. Y a ellos les dedica
sus mayores cuidados.
La tercera parte es más introspectiva. El autor mira
a su obra, reflexiona sobre el acto de escribir: critica al
boom, a los cool hunter literarios, desacraliza la escritura
(“Al escribir Bonsái o La vida privada de los árboles no sabía
muy bien qué quería representar. Tal vez nada.”). Habla
de no escribir. Pone el broche en esa cuerda que mantuvo tensa, la de la autoconciencia: Zambra no quiere ser
pillado en su juego. Por eso, ante la duda, se expone. Se
declara culpable de los crímenes que denuncia. Un lector
que no lee. Un escritor que no escribe. Un autor que foguea su propia impostura. No leer es el juego. Y no leer
para Zambra es imposible.
MARTES, 18 DE SEPTIEMBRE DE 2012
| BOCADESAPO | RESEÑAS
“La razón personal, última instancia de la moralidad”, por Anna
Rossell
13
Mentiras de verano, de Bernhard Schlink. Trad. Txaro Santero. Barcelona, Anagrama, 2012, 258 págs.
D
espués de la famosísima novela El lector, que catapultó a Bernhard Schlink a la fama –traducida
a 39 lenguas, fue el primer libro alemán que encabezó los más vendidos en la lista del New York Times–,
cualquier nueva publicación del autor es esperada con impaciencia y hasta acogida con exagerada generosidad. Es
difícil superar o incluso igualar el logradísimo equilibrio
entre la acertada selección de ingredientes que reunía El
lector: polémico por excelencia, sobre todo en su país, por
poner el tema del nacionalsocialismo una vez más en la
palestra bajo una óptica osada y renovada, el arte de saberlo prolongar planteándolo en su vertiente filosófica
universal, una buena dosis de suspense en el desarrollo y
la habilidad para suscitar una porción de mórbido interés
a través de la relación sentimental entre sus protagonistas,
un joven alumno de instituto y una mujer madura. Mentiras de verano, publicado en Alemania en 2010, que desde
abril cuenta ya con la segunda edición en España, no ha
sido concebido con la ambición de la novela, ni tan siquiera con la algo más modesta de la serie del inspector
Selb del mismo autor, de la que el lector hispanohablante
puede gozar también en lengua española. El acertado título parece querer no llevar a nadie a engaño, anuncia
la intención de una serie de textos sin desmesuradas pretensiones, de fácil lectura y temática desenfadada, ideal
como entretenimiento de verano. Y cumple con este objetivo esta colección de siete cuentos, que, con todo, sigue
teniendo el sello filosófico que caracteriza todos los escritos de su autor, que tampoco ahora renuncia a plantearse
preguntas y a confrontar a sus lectores con la complejidad
del comportamiento humano.
Bernhard Schlink (1944, Großdornberg –Alemania–),
parece querer compensar en la ficción literaria el espinoso
realismo de la práctica de su profesión de juez, pues todas
sus obras giran en torno a la dicotomía ley versus justicia
como dos planos diferentes condenados a no coincidir. Y
si bien el autor pretende plantear el tema de modo imparcial y lanzar al aire la pregunta sin arriesgar una respuesta, se insinúa claramente la tesis de que la injusticia
es inherente a cualquier sentencia. Así tanto en la serie
policíaca de Selb como en El lector la ley se nos presenta
como un instrumento inapropiado para administrar justicia y en este último se hace evidente que la moralidad y
la legalidad siguen caminos propios y trabajan con materiales distintos. A Schlink le interesa estudiar esta temática, que a menudo le hace plantearse la moralidad de
la verdad y la mentira. Ya El lector partía de una mentira
en el desarrollo de la trama. En Mentiras de verano Schlink
explora las consecuencias de la mentira (o de silenciar la
verdad) en la vida de los protagonistas de sus siete historias
–algunas algo forzadas– y en sus relaciones. En este caso
el autor alemán sale airoso en su intención de no juzgar a
sus personajes, la voz narradora se abstiene de cualquier
opinión, ni siquiera insinuada, y se limita a su papel de
observador imparcial que transmite los hechos tal y como
supuestamente sucedieron. Tampoco existe en lo narrado
un intento de introspección psicológica, si hay que arriesgar alguna tesis, quizá entonces la de que todos los seres
humanos nos servimos en la vida de la mentira, más o menos consciente –también del autoengaño–, para compensar nuestra debilidad y encontrar el propio equilibrio en
situaciones de otro modo insuperables o superables sólo
con dolor y dificultad. Ante la imparcialidad del narrador
cada historia –una breve incursión en la vida cotidiana de
individuos corrientes– lleva al lector a plantearse por sí
mismo el por qué de la mentira, incluida la propia; a cada
lector le corresponderá en cada caso la respuesta. Vistas
las Mentiras de verano como una parte del conjunto de su
obra, diríase que el autor subraya la motivación personal
como único y auténtico referente moral.
MIÉRCOLES, 12 DE SEPTIEMBRE DE 2012
“Razones para vivir la vida”, por J.S. de Montfort
Confesiones y Guías, de María Zambrano. Edición, introducción y notas de Pedro Chacón. Ilustraciones de Miguel Ángel Moreno Gómez.
Editorial Entelequia, Madrid, 2011, 166 páginas.
U
na de las preocupaciones fundamentales de la filósofa española María Zambrano (1904-1991)
en su exilio –por causa de la guerra civil– y que
se prolongó durante 45 años, y que la llevó a peregrinar
desde México y Puerto Rico hasta La Habana, pasando
por París o Roma, es la de cómo reparar el abismo infranqueable entre razón y vida. En Confesiones y Guías, Zambrano nos ofrece dos modos literarios (o formas del pensa-
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miento) con los que perseguir una forma del pensamiento
distinto del filosófico, incapaz –en su opinión– de transformar el conocimiento puro en conocimiento activo. La
primera de esas formas es la Confesión que, como género
literario, es propio y exclusivo de la cultura occidental y
aparece en momentos decisivos, en esos momentos, nos
dice Zambrano, “en que parece estar en quiebre la cultura” (como hoy mismo, cuando el hombre ha perdido la
intimidad consigo mismo). La Confesión es palabra, viva
voz y a diferencia de la novela, que crea otro tiempo (el
tiempo del mito), y de la novela autobiográfica, en la que
el sujeto revela una cierta complacencia sobre sí mismo, es
el lenguaje del sujeto en cuanto tal.
La Confesión surge de una desesperación que antes
fue queja, en aquel sujeto en estado de confusión y dispersión y es “salida de sí en huida”. Y ello porque el sujeto
se siente humillado, por sentirse en abandono, “fuera de
un orden” y la Confesión le ofrece una esperanza: la sensación de unidad que no posee la fragmentariedad de la
vida humana.
La Confesión, que se suele producir por una evidencia, se nos ofrece así como salvación a la pérdida de la realidad que hemos sufrido por causa del post-racionalismo,
pues según Zambrano, nos pone en situación de recibir a
la vida y de alguna manera, recobrar “algún paraíso perdido”. Por ello, es necesariamente contraria a la búsqueda
romántica y postromántica (y en la que se diría que todavía nos encontramos hoy) de los paraísos artificiales y
que supone “una nostalgia terrible de una vida donde la
realidad responda exactamente al deseo”. Y las Confesiones no son solo útiles para quien las escribe, sino también
para quien las lee, pues según Zambrano, “obligan al lector a verificarlas, le obligan a leer dentro de sí mismo”
(y tal condición ejecutiva es su única exigencia para ser
considerada Confesión). El exceso de conciencia de los surrealistas revelaría, según Zambrano, su método y haría
del surrealismo la forma confesional de nuestros días. Una
forma confesional, sin embargo, más valiosa por su método que por sus logros.
La segunda de las formas de pensamiento de las que
nos habla Zambrano es la Guía y que, a diferencia de la
confesión, está polarizada al que lee, y en ella se da cuenta
de una situación vital de la que se quiere hacer salir a alguien. De lo que andaría más cerca, formalmente, sería de
un tratado filosófico, pero dirigido a aquel que no sabe filosofía y es incapaz de hacerla. Así, tendría la Guía la pretensión de sistematizar las experiencias de la vida, en una
suerte de método, servido en base a una idea que sirva de
inspiración. Puesto que “vivir bien no es solamente cuestión moral sino de estética”.
El volumen consta de cinco textos, de los cuales solamente uno es inédito (el que lleva por título “La Guía”);
texto que se trataría quizá, nos dice Pedro Chacón, compilador del volumen, de un ensayo preparatorio para su
proyectado libro –pero nunca escrito– sobre las Guías españolas. En él, Zambrano viene a decir que el Quijote
sería la Guía máxima de “la intrincada vida española” y
nuestro mayor libro de moral y “aun de metafísica”. De
los otros dos textos restantes, uno lleva por título “Una
forma de pensamiento: la Guía” y no sería más que una
suerte de híbrido o resumen de los dos primeros textos (los
más largos), una sobre la Confesión y otro sobre la Guía
(a los que nos hemos referido antes), cerrándose el volumen con un artículo dedicado al místico español Miguel
de Molinos y motivado por la aparición en 1974 de la
Guía Espiritual, en edición de José Ángel Valente.
El volumen trae además unas bellas (y sobrias) ilustraciones de Miguel Ángel Moreno Gómez que sirven como
separadores de los diferentes textos, dándole al volumen
ese toque vivaz y humano –poético– que demandaba
Zambrano para su filosofía.
JUEVES, 6 DE SEPTIEMBRE DE 2012
“Coreografías complejas: la veloz multifocalidad del presente”
por Walter Romero
Escenario móvil. Cuestiones de representación, por Susana Cella (ed.). Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires, 2012.
A
caso el realismo sea una de las constantes de la historia literaria; sus “aplicaciones” son transnacionales, transculturales, transhistóricas. El problema
central de la mímesis y sus derivas (y avatares) son parte
constitutiva de la literatura en términos de arte de representación, del orden de lo que está representado, o de aquello
que -en un determinado marco- es presencia y mostración
de ese recorte que asume la imitación de la vida.
Las cuestiones de representación, entendidas en sentido amplio, son un tembladeral no ajeno a una contemporaneidad que no logra reponerse de una posmodernidad
ya deslucida o muy deshilachada; sobre todo en tiempos en
que todo arte de representación aguarda a sus nuevos gurúes, sus nuevas tendencias, a una nueva y “viral” denominación, que, obligadamente será –lo sabemos e intuimos- también de muy vasto, de muy amplio espectro.
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Acaso sólo Reinaldo Laddaga ha tentado en nuestro
medio, entre conceptos tan variados como emergencia, volatibilidad, contemporaneidad y representación cauterizar un poco
el sentir de una época, a modo de “torniquete hermeneútico” que aborde un presente lábil, difuso y complejo.
Las figuras se mueven con rapidez insospechada, el corrimiento y las tensiones se multiplican, los desdoblamientos
en los que el artista queda preso de su obra (la presenta
por sí mismo, la representa, es parte de ella y, a su vez, la
vuelve más que nunca un objeto), son el constructo o el
gesto de los tiempos que, más que correr, vuelan. “Coreografías” todas que intentan capturar una verdad –una realidad– escurridiza, cuyos “procedimientos constructivos”
se mueven en agrupamientos (o apareamientos) insospechados, en una multifocalidad de “complejo estatuto”.
El volumen, editado por la Facultad de Filosofía y Letras, que compila acertadamente la doctora y directora de
investigación Susana Cella, no viene a reponer otra cosa
que ese estado de la cuestión en un amplio abanico de modalidades de representación (autores y obras) cuyo “escenario móvil” intenta, del mismo modo en que una buena
fotografía, la captura de un momento que, en su conjunto,
es y será irrepetible.
Este libro es una muy buena serie de viñetas de la
forma en que, sin prisa pero sin pausa, la literatura, de
manera casi recidiva –cada tanto, y más pronto que tarde
(y mucho más cerca de nosotros que la imagen que ilustra la tapa, donde una madame decimonónica contempla
un fuera de campo, aunque regalándonos, a su vez, un
reflejo de “la otra cara” de su rostro)– vuelve, una y otra
vez, sobre la cuestión del realismo, de las condiciones de
representación y sus muchos conflictos, o malentendidos.
El resultado es vario porque variada es la suma de trabajos que aborda, pero la introducción guía en su reco-
rrido algunos trabajos que bien podríamos entender en
una liminaridad que completa el “tema”: lo sabemos, el
“engarce” hace más preciosa la joya.
Puestos en la molesta e incómoda tarea de elegir algunos estudios más destacados de esta compilación, diremos
que preferimos aquellos trabajos que parecen ir un poco
más allá, emprendiendo un abordaje más decididamente
teórico, que siempre se agradece, y, que parece responder
mejor al horizonte de lectura que este trabajo construye.
Así, el trabajo contrastivo entre Molloy y Semprún
que emprende Guadalupe Maradei implica una idea de
la forma en que la memoria se representa, la interesante
lectura de Gorki que elabora Omar Lobos nos da a conocer las diferencias notables entre shazkas y bilinas de
noble tradición, y, el estudio benjaminiano de Martha Fernández Arce anuda la memoria al problema interminable
de la mimesis; sin dejar de señalar lecturas, también de
interesante recorrido, en la voz de Leonardo Candiano,
Roxana Ybañes, Diego Alonso, respectivamente dedicados al realismo de los 60, a las configuraciones de la palabra poética, y, en una celebrada deriva, a la poética de
Tarkovski y su “realismo”: otra vez esa maldita palabra.
Mención aparte merecen dos trabajos: por un lado, el
del riguroso Eugenio López Arriazu que enlaza una concepción del realismo á la Henry James con técnicas de notoria aplicación en el maestro norteamericano, y, por otro,
el estudio de Ruth Alazraki, donde el realismo –y sus reflejos– están abordados en términos de apresar, de alguna
manera, lo que Barthes sostenía respecto de cuál era en
definitiva la función crucial de la literatura: es decir, cómo
hace la literatura para institucionalizar una subjetividad,
en este caso, referida al arrinconado pero grandioso Enrique Wernicke, y sus acuáticas e inolvidables metáforas.
VIERNES, 31 DE AGOSTO DE 2012
“La mirada indiscreta”, por Laura Cabezas
Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, 304 págs. E
n “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de
Foucault”, Judith Butler sostiene, siguiendo al filósofo francés, que el crítico o crítica no sólo necesita
aislar e identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que surja el campo de cosas inteligibles,
sino que también debe seguirle la pista a la manera en que
ese campo encuentra su punto de ruptura, sus momentos
de discontinuidad, los lugares en los que no logra constituir la inteligibilidad que representa. En Poses de fin de siglo.
Desbordes del género en la modernidad, Sylvia Molloy relee escenas emblemáticas de la construcción de la nación en el
entrecruce secular (XIX-XX) detectando pequeños desvíos que desestabilizan la normatividad que rige el “deber
ser” socio-sexual, recordándonos así que la definición de
la norma no precede sino que sucede a esas diferencias.
Con una mirada curiosa, incisiva y vouyerística, Molloy
nos entrega un recorrido otro por los cuerpos y las sexualidades que se exhiben, ocultan o travisten en el modernismo latinoamericano, a la vez que nos ofrece un ejemplo paradigmático de cómo hacer crítica desde el género,
volviendo político lo mínimo, lo que aún no tiene nombre,
lo que está en proceso de clasificación.
Ya publicados en diversos medios a lo largo de los años
noventa, los artículos que componen el libro encuentran
en el conjunto la posibilidad de entablar un diálogo entre ellos (cámara de ecos textuales) y de afianzar una má-
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quina de lectura que se detiene en la figura de la pose para
pensarla como una fuerza desestabilizadora que deviene
gesto político. En efecto, en tanto asociada al derroche y al
amaneramiento signados por lo no masculino, la pose finisecular configura para Molloy un concepto que problematiza el género, su formulación y deslinde, subvirtiendo
clasificaciones, cuestionando modelos reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el
reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales. En este sentido, invita a desactivar cualquier pretensión unívoca de lo identitario, proponiendo lo paradójico
como fundamento corrosivo: la pose dice que se es algo,
pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no serlo, explica la autora. Así, desestabilizando la dupla ser/parecer, la
pose plantea una fuga constante de los binarismos tranquilizadores que organizan el mundo occidental e instaura lo monstruoso, aquello que produce atracción y rechazo al mismo tiempo, un sentimiento que experimentan
tanto Martí como Darío frente a la visibilidad excéntrica
de Oscar Wilde. El cuerpo en el modernismo latinoamericano es objeto de deseo pero también de perversión.
Que la pose implique necesariamente la imposibilidad de definición la convierte en una de las obsesiones
del discurso psiquiátrico que Molloy rastrea siguiendo los
estudios de José Ingenieros sobre la simulación. Simular
conlleva no sólo el poder de la no determinación, sino
también la configuración de una práctica basada en la copia y la reproducción que el perito médico debe investigar para distinguir la verdad de la falsedad, lo original
de la falsificación. Pero lo interesante de la propuesta radica en el pasaje hacia la literatura, cuando leemos que el
mismo Ingenieros también posa, se exhibe como literato,
y, al mismo tiempo, se enmascara detrás de diversos seudónimos. Porque la literatura se ubica al lado del cuerpo,
ambos son percibidos como fuerzas irresistibles que cuestionan los límites de lo social, la ciencia, el género, lo plausible de reglamentación. Del otro lado, el Ariel de Rodó,
un libro creador de comunidad que propone conductas
y una hermandad entre varones, en el que lo corporal es
borrado y sustituido por frisos, mármoles y monumentos.
No obstante, Molloy no se detiene ante el frío trazado y
va hacia lo no dicho, buscando las grietas en la piedra ro-
doniana. Y las encuentra, en sus cuadernos personales, en
los que se vislumbra una escritura otra, donde reaparece
ese resto material, corpóreo, arcano, dejado de lado por la
construcción de una personalidad cultural que se deseaba
asexuada y etérea.
Dos lazos comunitarios se exploran en Poses de fin de
siglo: una dada por la adhesividad masculina celebrada por
Walt Whitman, la otra trazada a través de la ternura entre
mujeres. En la primera se construye una genealogía y un
linaje de varones que Martí coloca del lado de lo natural
americano, dejando su pérdida asociada a una visión degradada de lo femenino. Sin embargo, nuevamente el ojo
crítico de Molloy se detiene en un desplazamiento menor,
la mención a Safo, que trae lo espiritual y casto junto con
la sensualidad; pero también trae la reiteración de una estrategia, la afirmación de la negación, que desbarata su
paradigma masculino heterosexista, aun cuando insista en
la potencia erótica y política de la virilidad heterosexual.
La comunidad femenina, leída desde la relación que
Teresa de la Parra mantuvo con la antropóloga cubana
Lydia Cabrera, también se nos presenta atravesada por
lo no dicho y por la aseveración negativa. Leyendo los vacíos y las lagunas que se dejaban en la biografía de Parra, Molloy intenta reflexionar sobre la incomodidad que
plantea el lesbianismo en la crítica latinoamericana. Para
hacerlo, recurre a las autobiografías falsas de la escritora
venezolana donde encuentra alteridades femeninas que
funcionan como reversos de Parra, permitiendo así una
autodefinición por contraste. Ya en su correspondencia, la
superioridad de la ternura por sobre el amor físico –sinónimo de una heterosexualidad obligatoria que reglamenta
los cuerpos– será propuesto por Molloy como un modo de
crear lazos afectivos entre las mujeres y como una estrategia de resistencia grupal contra una modernidad cuya
taxonomía genérica y sexual no las incluye.
Rigurosa y coloquial al mismo tiempo, la pluma de
Sylvia Molloy transita textos, archivos, cuerpos, sexualidades, en busca de aquello no percibido, no visto o reprimido, habilitando así la posibilidad de repensar no sólo
las relaciones entre género, cultura y nación, sino también
nuestra propia labor como críticos.
MIÉRCOLES, 22 DE AGOSTO DE 2012
“Vender la piel del oso antes de cazarlo”, por Anna Rossell
El príncipe de la niebla, de Martin Mosebach. Trad. de José Aníbal Campos, Acantilado, Barcelona, 2012, 357 págs.
T
omando como punto de partida un hecho histórico de la Alemania Guillermina y ubicando la
acción en los últimos años del siglo XIX, Martin
Mosebach (1951, Frankfurt del Meno, Alemania) pergeña
una fábula que es a la vez un retrato de época y de todos
los tiempos, en tanto que saca a la palestra actuaciones
universales del comportamiento humano. Éste es el mayor
mérito de una novela que airea los entresijos de la menta-
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lidad y la actuación del prototipo del estafador moderno,
tan real en los años de aquel cambio de siglo como en
la actualidad. El príncipe de la niebla, sobrenombre del protagonista Theodor Lerner, muestra los mecanismos más
clásicos de hacer negocio a base de la especulación. Condensando en su nombre la esencia de su personaje –lerner significa en alemán aprendiz- Mosebach construye en
el dueto de los principales protagonistas –la señora Hanhaus y Theodor Lerner- una relación maestra-alumno de
la estafa. Ella, una mujer frívola de oscuro pasado, vividora a la caza y captura de cualquier negocio imaginable,
consigue captar para sus fines al pupilo Lerner, un periodista ocasional cuya ingenuidad y ambición maneja a su
placer. Así es como ambos se embarcarán en la aventura
de hacerse con la propiedad de la Isla del Oso, un arrecife situado al norte de Noruega, con la expectativa de
hacer allí negocio con el carbón y con lo que se pueda.
Este objetivo sirve a Mosebach para sacar a la luz el funcionamiento de la actuación especulativa, que vende la
piel del oso antes de cazarlo (nunca mejor dicho) y se sirve
de los medios que sean necesarios utilizando a este fin la
imagen de exotismo y el espíritu de aventura fomentado
por las revistas y diarios de la época colonial: con la excusa encubridora de un rescate humanitario uno consigue
la financiación de su viaje, aprovechando la laguna legal
se apropia de una isla desconocida que supuestamente se
encuentra en el camino, se inventa riquezas del subsuelo y
una empresa explotadora para la que sabe atraer algunos
capitales, mueve políticos a través de sobornos y relaciones y así sucesivamente. Los trazos básicos de la conducta
de los personajes están diseñados con realismo y también
está lograda la connivencia de la prensa en la creación
de los tópicos que alimentan un imaginario de lo exótico,
que es capaz de igualar el Sáhara con el Polo Norte. Ello
queda bien retratado con claro ánimo crítico y humor sutil en una escena de circo en que una mujer de color culmina un espectáculo de nieve con osos polares incluidos.
Sin embargo la novela muestra algunas carencias que, si
bien en algunos casos pueden ser entendidas como una
virtud al logrado servicio de la economía narrativa, en
otros impide entender situaciones y relaciones entre los
actores de la historia, lo cual repercute en la coherencia y
la credibilidad y puede poner en entredicho la concesión
al autor del Premio Georg Büchner 2007. Las razones del
jurado, que adujo “esplendor estilístico”, son difícilmente
comprobables en la traducción y hay en la crítica alemana
quien opina lo contrario –para Sigrid Löffler, en una entrevista en la emisora Deutschlandradio el 5 de octubre del
mismo año, su léxico es afectado, ampuloso y anticuado-.
La historia se lee como un caso de tantos de suprema actualidad en el marco de la imperante Nueva Economía
neoliberal, y la novela podría ser calificada como aguda
crítica social si no fuera porque acaba con el encarcelamiento de alguno de los actores y el fracaso estrepitoso de
la estafa, lo cual no casa con la expectativa que el autor ha
ido creando, ni con la realidad.
De Mosebach, autor prolífico, que cultiva casi todos
los géneros, se han publicado, además, en España, en el
sello El Tercer Nombre, El temblor (2008) y La luna y la niña
(2009).
MARTES, 14 DE AGOSTO DE 2012
“Un cruel caleidoscopio de la ciudad”, por Fabián Soberón
Ellos eran muchos caballos, de Luiz Ruffato. Trad. Mario Cámara. Buenos Aires, Eterna cadencia, 2010, 160 págs.
¿C
ómo narrar el ritmo turbio, heterogéneo y
nervioso de una metrópolis? ¿De qué manera
escribir el febril movimiento de los cuerpos,
las pasiones, los grupos sociales? Estas preguntas surgen
de la prosa precisa que dispara la novela de Luiz Ruffato.
El autor, hábil observador y diestro artesano verbal, construye una película parlante y enloquecida de una ciudad
en ebullición. Ruffato narra sesenta y ocho historias mínimas que incluyen robos, amores encontrados y abandonados, rezos, recetas de restaurante, ancianos perdidos y
olvidados, señores de la alta sociedad, putas, intendentes,
ladrones y sexópatas. A pesar de hacer foco en la compleja
y diversa realidad social de una ciudad como San Pablo
(con sus marcadas y terribles diferencias sociales), Ruffato
no se olvida de que el arte del escritor es un arte, ante
todo, verbal. La novela está plagada de innovaciones sin-
tácticas y verbales. Incluye relatos separados que cambian
de narrador y de ritmo, explosiones lingüísticas, catálogos
que imitan los catálogos reales, cartas manuscritas, escuetas y melancólicas declaraciones, confesiones triviales, típicas escenas de una burguesía decadente y pretenciosa.
Ellos eran muchos caballos se inicia con las indicaciones
precisas de día, ciudad y temperaturas. Esos anuncios triviales ayudan a armar el río cruel, el mapa simultaneo
de historias que bucean solas y aisladas. Los datos iniciales marcan un principio de estabilidad. El resto de la novela es un pulpo descontrolado, un monstruo deforme que
avanza, imparable, solo, y que nadie puede detener. Los
personajes se fugan y se pierden en una ciudad que los alberga, los atrae y los expulsa.
Ruffato explora el mar del lenguaje con una buena
dosis de experimentación y de ruptura sintáctica. La tra-
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ducción realizada por Mario Cámara logra transmitir
esas rupturas de la sintaxis. Hay capítulos íntegros escritos con la disposición espacial de un poema (la historia
de Cerebro, por ejemplo) y eso exige en el traductor una
habilidad para mantener el ritmo del poema, ritmo –por
cierto– muy distinto al de la prosa, sobre todo por la disposición espacial, gráfica, que tiene la poesía.
La novela tiene capítulos en los que se eliminan los
signos de puntuación y eso le exige al lector rearmar el
“sentido” con la unión aparentemente azarosa de la secuencia de palabras. Esa secuencia sin signos de puntuación genera un fluido verbal potente que, a veces, descolocan al lector y que, al mismo tiempo, le dan una libertad
de interpretación. Esos fragmentos díscolos y esenciales se
combinan con capítulos completos que tienen autonomía
narrativa, episodios que se pueden leer como cuentos, o
relatos autónomos.
Ellos eran los muchos caballos es un caleidoscopio verbal, narrativo, una especie de filme afiebrado y embravecido que
arma un mapa desenfadado de un día brutal en la ciudad
de San Pablo, una cartografía esbozada con cierto cinismo.
Una luz cruda y hermosa baña los sucesos y las horas
y nos recuerda que una metrópolis no es solo el recorrido
infinito por una ilusión sino también el escenario triste y
desolado en el que se desarrolla, anónima, la heterogénea
y desgraciada vida de millones de “caballos”.
Si Ruffato se lo hubiera propuesto, la novela podría seguir, inagotable, y podría tener más capítulos. La realidad
de una ciudad es vasta e interminable y la novela nos da
una aproximación terrible, milimétrica, de esa vastedad,
infatigable. El arsenal verbal de Ruffato es una lupa que
agranda y enfoca, aunque sea por un instante, las historias heteróclitas que siempre se pierden en el olvido de la
Historia.
MARTES, 7 DE AGOSTO DE 2012
“Mutilación como esencia natural del ser humano”, Anna Rossell
Los mutilados, de Hermann Ungar. Trad. de Ana María de la Fuente. Madrid, Siruela, 2012, 158 págs.
P
ublicada en España en español y catalán por Seix
Barral y Eumo respectivamente en 1989, Los mutilados de Hermann Ungar (1893, Boskovice/
Mähren-1929, Praga) recupera para el lector hispanohablante un tema universal en el espacio y en el tiempo, el
de los bajos instintos del ser humano, el mundo anímico
irracional e incontrolado bajo la apariencia de corrección
moral y compostura del buen ciudadano burgués cumplidor de sus obligaciones ciudadanas. Los mutilados, que
vio la luz en 1923, es la novela más emblemática de este
autor checo de expresión alemana y ascendencia judía,
que, como Kafka, sabe trasladar al mundo de la ficción
los descubrimientos del psicoanálisis a través de ambientes
y personajes que recuerdan muy de cerca los de su compañero de letras praguense. Como éste, de ascendencia
judía, conocedor del checo y del alemán y formado en
ciencias jurídicas, Ungar se dedicó sin embargo al teatro y
a la literatura: algunos ensayos además de novelas y relatos: Knaben und Mörder, 1920; Die Klasse, 1930; Colberts Reise,
1930 -, de los que se han publicado en nuestro país los dos
primeros: Chicos y asesinos, La clase, Nens i assassins (en Seix
Barral aquéllos y en Eumo el catalán), todos en 1991.
Al igual que sucede con Kafka, la temática de Ungar
es obsesivamente recurrente, y la novela que nos ocupa
condensa lo más característico de su obra: el instinto
destructor y autodestructor del ser humano a través del
sadismo, el masoquismo y la misoginia. Ungar se complace en estudiar los deseos más inconfesables del alma
humana, en sus deformaciones, lo cual le valió elogios de
Thomas Mann y la reserva de Stefan Zweig, quien consideraba que su obra rozaba el límite de la depravación.
En una atmósfera asfixiante, circunscrita estrictamente a
la regulada vida de un personaje mediocre, psicológicamente enfermo a causa de las vivencias traumáticas de su
infancia, el autor crea un mundo cerrado de siete personajes Franz Polzer, Klaus Fanta, Dora Fanta, Franz Fanta,
la viuda Klara Porges, la amiga Kamilla y el enfermero
Sonntag, más algunos secundarios, a partir del cual expone una curiosa teoría sobre la necesidad de revivir nuestros pecados para expiarlos. Si bien la acción transcurre
en Praga, es sintomática la ausencia de paisajes o entornos abiertos; lo que interesa al autor son las relaciones interpersonales que parecen darse de modo generalizado a
partir del modelo que él presenta. Todo sucede en espacios pequeños y cerrados, habitaciones donde transcurre
la sofocante existencia de los personajes, que no necesitan más para nutrirse que el alimento que les da vida: su
perversión. El protagonista, Franz Polzer, un empleado de
banca gris y acomplejado por su origen humilde, que no
soporta la más mínima alteración de sus hábitos cotidianos sin que por ello peligre su exiguo equilibrio, mantiene
con su único amigo de la infancia un vínculo de dependencia mutua que constituye el eje de su razón de ser y
de la narración, alrededor del cual se irá tejiendo la red
de acontecimientos. Sin embargo el lenguaje de Ungar no
se recrea en lo exuberante morboso, al contrario, su estilo
tiende al laconismo sintáctico y a la sobriedad adjetiva, su
léxico no es explícito sino calculadamente contenido. Es
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sospechosamente significativa la semejanza que se da en
los nombres de algunos de los personajes –Porges / Polzer- y hasta el hecho de que el único niño –Franz Fanta- se
llame igual que el protagonista. Narrada en tercera persona, Ungar consigue transmitir la mezcla confusa de la
mente obcecada del trastornado Polzer entre momento
actual y pasado infantil en un registro que a veces trans-
grede la frontera entre el realismo y lo onírico y que recuerda mucho a Kafka. Reveladoramente metafórico es,
además del título de la novela, el hecho de que el cínico
amigo de Polzer, Klaus Fanta, sufra de una enfermedad
degenerativa que deriva asimismo en una progresiva amputación de sus extremidades.
VIERNES, 3 DE AGOSTO DE 2012
“(A vueltas) con la novela de la vida”, por J.S. de Montfort
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El río de las edades, de Pierre Bergounioux. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Barcelona, Ed. Días Contados, 2012. E
l río de las edades, quinto libro que se publica en español en los últimos dos años y medio del escritor francés Pierre Bergouniux, reúne en un mismo
volumen dos textos: El río de las edades (2004) y Universos
preferibles (2003), introducidos por un extracto de una entrevista de 1998 que lleva por título “No escribe uno lo
que quiere”. Tal preámbulo sirve para establecer el tema
central de todo el volumen. Aquí, Bergounioux se refiere
a la vieja fórmula flaubertiana y que podría resumirse así
-en palabras del propio Bergounioux-: “la dominación de
la burguesía de los negocios, la primacía del puro interés
económico devalúa de forma brutal el trabajo de los artistas, que se sienten desclasados, malditos”. De ello se colige
el tema de este libro: un intento de exposición de una idea
del mundo, impermeable, autónoma, que comprometa
únicamente al escritor.
El primero de los relatos, El río de las edades (24 págs.),
resulta una suerte de tratado sobre cómo nuestra interioridad se configura gracias a ciertos arcanos del pasado y de
cómo el conocimiento de tal pasado remoto, que sucede
-si es que sucede- con algún hecho relevante y que acontece con el correr del tiempo, nos inserta en la conciencia
el mal del tiempo. O dicho en otras palabras, que nuestra
individualidad personal no es, en el fondo, más que un
detalle irrelevante para la naturaleza y que las leyes de los
hombres solo sirven -si es que sirven- para agudizar tal
verdad que evidencia la “divergencia entre lo ideal y lo
real”; o entre “el orden de la naturaleza y los propósitos
que conciben las criaturas”. Aquí, como siempre en su literatura, Bergounioux se sirve de un recuerdo de infancia
para ensayar una teoría general, que tiene tanto más de
poética que de estatutaria.
El niño Pierre se encuentra con la nada, antes del alba y
yendo un día cualquiera a la escuela, con esa voracidad del
tiempo que borra nuestros rastros y que “camina sin ruido
pisándonos los talones”. Y esa experiencia de confrontación con “la resurgencia de la era diluviana”, esa vuelta de
la realidad genesíaca, se materializa en una gran riada que
“duró tres o cuatro días”, convirtiéndolo todo en un “pai-
saje anfibio”. Un hecho tras el cual desaparecen “las trazas
materiales de la catástrofe”, pero no así su recuerdo; su herida, por así decir, que provoca que se extinga “una parte
de nosotros, la primera y, seguramente, la única”.
En el segundo texto, Universos preferibles (59 págs.), Bergounioux incide con más precisión en la idea flaubertiana
de la maldición de la economía y así, el texto la confronta
abiertamente, oponiendo a ésta la ociosidad de la más pura
imaginación. La idea central, y que sufre cualquiera que
viva en una ciudad (o pueblo, o aldea) pequeña y tenga un
mínimo de sensibilidad, es la siguiente: qué se puede hacer
cuando uno no encaja en un lugar determinado y se siente
fuera de sitio. Este es el propio conflicto de Bergounioux, y
que él (en tanto que no puede salir de Brive-la-Gaillarde)
solventa con paciencia, tomando un punto del espacio ligeramente alejado de su pueblo, “una casa grande en la curva
de Cressensac”, e imaginando de qué modo podría ser su
vida allí. Un lugar (la casa), inspirada en el “sentido de la
proporción” de las casas de labor, y que le permite la ensoñación arcaica (afuera de la tiranía moderna del trabajo).
Un punto equidistante entre “un contexto casi inalterado
desde tiempos del Antiguo Régimen” y los ruidos y las informaciones que le llegaban desde la lejana gran ciudad. Y
se planta Bergounioux en ese lugar inestable por la razón
de que la estrechez del lugar y la imposibilidad de encontrar ningún hombre “que respondiera a la idea que me hacía yo ingenuamente de los hombres” le dejan sin modelo
al que poder imitar o enseñanza recta que poder seguir, y
queda así felizmente abocado a la escritura mental de fabulaciones. El texto da cuenta de la pugna entre los dos yoes: el
yo del cuerpo, el de la existencia real y aquel “otro yo”, el
del pensamiento, la existencia imaginada, el universo paralelo. Y aquí se reincide en la idea de que la personalidad se
crea desde fuera-adentro, y el peligro de que los lugareños
“te incorpora[sen], sin acuerdo tuyo, al texto que creaban
ellos por su cuenta”. En definitiva, una lectura de la vida
en clave imaginativa, con el abandono a la crédula fantasía
con la que se lee una novela. Una prueba de lo difícil que
resulta “tener una idea personal y actuar en consecuencia”.
JUEVES, 26 DE JULIO DE 2012
“Retrato en penumbras de una generación perdida”, por Fabián
Soberón
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Los muchos que no viven, de Alberto Vanasco. La Plata, Mil botellas, 2011, 144 págs.
20
A
lberto Vanasco nació en Buenos Aires en 1925.
Fue traductor, remisero y profesor de física y matemática. Trabajó en el Poder Judicial y en las
Fuerzas armadas; escribió guiones para cine y televisión.
Miembro de una familia acomodada, viajó por Europa y
Estados Unidos. Publicó poemas, cuentos, novelas, ensayo
filosófico, teatro y es considerado un precursor de la ciencia ficción en Argentina. De su obra diversa se destacan
las novelas Sin embargo Juan vivía (1947) y Nueva York Nueva
York (1967). Cercano al grupo de los surrealistas, escribió
un ensayo sobre el racionalista Hegel. Murió en Buenos
Aires en 1993.
Los muchos que no viven (novela publicada en 1964 y reeditada recientemente) no es una narración de aventuras,
ni una novela negra, ni la evocación depurada y triste de
un triángulo amoroso. Es todo eso y, al mismo tiempo,
mucho más. Alberto Vanasco elige el pretérito imperfecto para hablar de Emilio y de su grupo de amigos. Ese
tiempo imperfecto le sirve para esbozar el ritmo intelectual de una generación y de un modo de enfrentarse a la
vida y a las circunstancias. Con una prosa incandescente,
Vanasco habla de sí mismo (a través de Emilio) y traza el
mapa díscolo de su tiempo: expone de manera narrativa
las hipótesis políticas y filosóficas de los años ´50 en la ciudad de Buenos Aires. La novela, entonces, es una narración precisa y poética sobre las vacilaciones de una vida,
sobre el desencanto de un hombre y de su época.
Antes que peripecias, Vanasco crea atmósferas oscuras, neblinosas y, a partir de esos climas, cuenta las circunstancias irreversibles de su protagonista. Emilio es lúcido, vagabundo y mujeriego. A pesar de su búsqueda de
una vida mejor, no encuentra en nada el asidero para su
existencia. Su rutina incluye las reuniones con sus amigos Miguel, Román, Tolosa y los otros. Dice el narrador:
“Más que hacer cosas, nos dispersábamos en euforias musicales, en borrosas dialécticas de café.” Todos están a la
deriva. Nadie tiene un oficio fijo. Miguel es una especie
de intelectual que está harto de la vida en su país. Con
parsimonia, Emilio escucha sus discursos eufóricos sobre
la falta de conciencia latinoamericana. En medio de las
infidelidades y los desencuentros amorosos, los jóvenes sin
norte, discuten sobre el futuro del país. En este sentido, Los
muchos que no viven es un relato crítico, un conjunto de ideas
sobre el pasado fracasado y sobre el porvenir incierto.
Pero la novela no se define por la elaboración de una
trama. Es, antes que nada, un tono, una voz, un flujo de
ideas, de sensaciones, de ritmos íntimos. Dice Emilio:
“Todo estaba impregnado por la perseverancia, el vapor
y la decrepitud de la lluvia.” Vanasco entrelaza la narración mínima y justa de episodios con la evocación afantasmada de una manera de ver el mundo, la de su narrador protagonista. Ese tono es la marca de la novela, un
mantra reflexivo y poético: “Yo me echaba hacia atrás en
el asiento y contemplaba la noche a través del parabrisas
abombado. Miraba las calles húmedas y resplandecientes,
la ciudad arrogante pero dormida, la lluvia que trizaba
los vidrios. ¿Qué hago yo aquí con esta mujer? El auto se
deslizaba silencioso entre otros autos, también silenciosos
y suaves, cada uno con su urgencia exacta y sus pasajeros
difusos, guarnecidos por las sombras, en la azulada y confortable penumbra donde parecían urdirse los destinos del
mundo.”
En muchas páginas no ocurre nada. Es decir, la trama,
en un sentido cinematográfico, no avanza. Lo que escucha el lector es la conciencia de Emilio, el flujo melancólico y arrollador de alguien que observa, que atraviesa
“el” mundo con una pena interminable. Vanasco hace de
Emilio el síntoma de un periodo de desolación. La novela
traza el arco de una juventud perdida entre la conciencia
del fracaso en el pasado y la inexistente gloria en el futuro.
La novela es un fresco destemplado de un tiempo histórico, y también es la taquigrafía desoladora de un estado
de la existencia.
Anota Mario Trejo en el prólogo a la novela, escrito
en 2011: “Esta es una novela de los años cincuenta, sobre
Buenos Aires en los años cincuenta. Muestra las carencias
de nuestro país… Todo era negación y dificultad.” Los muchos que no viven es un mapa de la abulia de unos desencantados, en una hora precisa, en el tiempo de la frustración
y el desconcierto.
SÁBADO, 21 DE JULIO DE 2012
“Decálogo del Perfecto Manipulador”, por Jimena Néspolo
1. Ámate a ti mismo por sobre todas las cosas.
2. Haz de tu vida un espectáculo y de las personas que te
rodean, meros extras de tu farsa, marionetas descarta-
bles de acuerdo a las exigencias de tu sainete.
3. Permite que cualquiera pronuncie tu nombre en vano.
Recuerda que ante todo tú quieres ser conocido, admi-
de misterio. Recuerda que sin misterio estás condenado al fracaso.
8. Perfecciona, con el tiempo, tu puntería y tus estrategias de inmunidad evasiva. Un buen manipulador no
necesita más de una víctima, pero esa víctima debe ser
la adecuada. 9. Procura que alguna persona con talento artístico te ame
y luego se suicide. Esta cumbre trágica le otorgará espesor real a tu vida, desde entonces habrá una historia que
contar y, principalmente, un guardián de su memoria. 10. Procura que alguna persona con talento artístico te
ame y luego suicídate. Esta cumbre trágica le otorgará
espesor real a tu vida, desde entonces habrá una historia que contar y, principalmente, un guardián de su
memoria. LUNES, 16 DE JULIO DE 2012
“Música y resistencia espiritual en el Holocausto”, por Rosa Chalkho
La música en el Holocausto. Una manera de confrontar la vida en los guetos y en los campos nazis, de Shirli Gilbert.
Traducción de María Julia de Ruschi. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010, 384 págs.
A
lejandro Kaufman, en el prefacio a la edición castellana de En torno a los límites de la representación.
El nazismo y la solución final reflexiona acerca de la
escasez de publicaciones sobre los llamados estudios sobre el Holocausto en castellano, como también acerca del
retardo en décadas en la traducción de obras centrales
como las obras de Raul Hilberg. Esta vacancia evidente
tendría varias razones, una de ellas es la consideración
que la temática pertenece a la esfera de interés de “lo judío”, otra es la consideración controvertida, sostenida por
Finkelstein (quien fue prontamente traducido y publicado
en España) respecto a una sobreabundancia de narrativas
sobre el tema a las cuales critica como “industria del Holocausto”; sin olvidar otras razones más espurias como el
antisemitismo en su faceta revisionista y negacionista. En
cualquier caso, la mayor parte de las investigaciones y publicaciones se quedan del otro lado de los Pirineos para
el mundo editorial español, con similares consecuencias
para el hispanoamericano.
Valgan entonces también los argumentos de Kaufman
para celebrar como contrapartida la traducción y publicación de La música en el Holocausto en la colección sobre música dirigida por Diego Fischerman de la editorial Eterna
Cadencia.
El libro condensa los resultados de una exhaustiva investigación sobre la vida musical en los guetos y en los
campos de exterminio, y a partir de este estudio que recopila documentos y reconstruye testimonios nos permite
recomponer los rasgos de humanidad en las más aterradoras circunstancias y por otro lado, nos insta a pregun-
tarnos acerca del valor, el lugar y la naturaleza misma de
la expresión musical, que como acción simbólica y canal
de expresión tuvo existencia en circunstancias que supondríamos inimaginables.
Es interesante pensar el contexto en el cual Theodor
Adorno expresa su famosa frase “Escribir poesía después
de Auschwitz es un acto de barbarie” ya que la gran conmoción y el shock por un horror inimaginado pareciera
invalidar cualquier acto estético por bárbaro o pueril.
Pero por otro lado, devela una concepción de lo poético,
cuya ascendencia se entrama en las estéticas europeas del
Iluminismo que él mismo critica. De esto se puede desprender que para Adorno la poesía es una secundidad o
un lujo, un segundo escalón que no se debe subir frente a
la muerte de millones. Si la poesía es belleza, su imposibilidad para poetizar el Holocausto es abyecta, el horror no
puede ser estetizado.
Lo que Adorno no tuvo en cuenta es que la poesía ya
existía en el medio del horror, como sublimación y como
resistencia a la deshumanización. Hombres y mujeres despojados de la dignidad básica por la industria de la muerte
encuentran en versos y cantos furtivos alguna manera de
conservar la condición de sujetos y de simbolizar como
manera aferrarse a lo humano cuando las condiciones físicas del sometimiento nazi lo cosifican. Esta facultad de
encontrar resistencia en el canto en ocasiones escondido,
y en otras legitimado en orquestas y coros por las SS como
pantalla, era también un privilegio en campos y guetos,
quienes estaban abatidos por la degradación física y moral
no accedían ni siquiera a estos momentos consoladores. | BOCADESAPO | OPINIÓN
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rado, deseado, vendido, comprado, tasado…
4. Eleva un altar a San Maquiavelo y pronúnciale cada
noche religiosas jaculatorias antes de acostarte. 5. Si eres actor o actriz intenta por todos los medios que
tus compañeros no se luzcan, así brillarás más. Si eres
músico, sabotea todas las bandas en las que participes
hasta que te conviertas en solista. Si eres escritor, coloca a tus personajes nombres que los sujetos a manipular decodifiquen fácilmente (su primer nombre con
su segundo apellido, por ejemplo), envía tus mensajes
cifrados y luego hazte el despistado. 6. Pon en acción tu plan Egótico con todas las tecnologías que tu época te ofrezca. No descuides nunca la
escritura de tu diario íntimo.
7. Urde alrededor de tu profesión o de tu oficio un aura
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Como expresa Gilbert, los relatos y representaciones
predominantes post Holocausto son los de la resistencia,
por un lado con la historización de los grupos partisanos,
de los cuales Gilbert recopila canciones imbuidas de sentimiento de ánimo y enaltecimiento de la moral en los alrededores de Vilna y en el mismo gueto; y por otro lado,
toda una gama de canciones, conciertos, músicas y representaciones que se engloban bajo la llamada resistencia espiritual, como aquello que a pesar del sufrimiento refuerza la
construcción de la subjetividad, es decir de la humanidad
en un contexto inhumano.
En este sentido, el libro abre el juego a otros relatos posibles y a toda la gama de manifestaciones musicales que
incluyen las canciones que expresan sin rodeos la cruel
realidad, en donde el relato esperanzador convive con el
humor negro, las crisis religiosas, la corrupción, la niñez y
la necesidad de dar en las canciones un testimonio al futuro frente a la inminencia de la muerte.
Tal vez el arte y la música en el Holocausto ocuparon
la función que siempre habían tenido desde la época de
las cavernas y el ritual: el de la salvación, la catarsis, y la
simbolización como arma de resistencia; un lugar necesario aun en el desfiladero de la muerte en masa. La cuestión de la función de la música había sido desterrada por
la concepción burguesa de arte de la Europa moderna,
que se encargó de desritualizarla y de constituirla en abstracta, como fin en sí misma. Parafraseando nuevamente
a Adorno, el arte entendido como necesidad ya no es algo
prescindible o accesorio como bien burgués, sino que es la
materia sensible misma de las operaciones vitales de simbolización, y que como documenta el libro refuerzan la
condición de persona aun en la ruta a la muerte.
Sin embargo, estas no fueron las únicas funciones de
la música, sino que su utilización también estaba instalada
en el aparato nazi: como telón de ocultamiento de la realidad de los campos, como esparcimiento para los jerarcas
y como acompañamiento de torturas.
En este sentido, la discusión moral sigue abierta, como
lo demuestra el debate suscitado con Daniel Baremboin
y su intención de interpretar obras de Richard Wagner,
cuya música está fuertemente asociada al nazismo. Si bien
Gilbert no menciona la ejecución de música de Wagner
en los campos, la polémica actual se fundamenta en la
evocación de esta otra utilización de la música, siniestra
y cuyas marcas dolorosas afloran en este debate moral en
la actualidad.
Como concluye Shirli Gilbert la música representó “la
cara humana” en toda su complejidad y el libro la aborda
fuera del estereotipo, revelando la humanidad en el proceso mecanizado de aniquilación.
MARTES, 10 DE JULIO DE 2012
“A pelo sobre el lenguaje”, por Ana Ojeda
Convoy, de Esteban Bertola. Buenos Aires, Editores argentinos hnos., 2012, 192 págs.
Cómo hacer para no terminar el viaje.
Cómo hacer para no llegar nunca. Ni volver.
E. Bertola, Convoy
“C
on el movimiento del tren se mueve mi cerebro y escribe mi mano”: en dos palabras, la trama de
este libro. Pero Convoy es mucho más que su
argumento, es puro lenguaje, lenguaje en estado puro.
Es palabras que se juntan para chocar o continuarse, armando cadenas fónicas libradas de sus significados, que
también se trenzan (a la distancia, en otro plano) para organizar una deriva independiente. Convoy es una narración que fluye a pesar del lenguaje, a contrapelo de él, con
un narrador que, una vez que comienza a cuestionar la
adecuación de las cristalizaciones lingüísticas que nos son
propias, que nos constituyen, no puede evitar la digresión,
caer en: “toda asociación al paso”. En ese sendero, descubre –para el lector– que la vida es la que rima: “Llevar un
libro a Salta, donde vive Peralta”. Aquí, otra esquirla argumental: excusa y objetivo del viaje que monta al narrador sobre un tren que –como el propio lenguaje– avanza
lento y meandroso en una deriva plagada de “desperfectos
de rutina”, desde Retiro a Socompa.
“Lo que se puede hacer es algo que no está hecho”. La yuxtaposición como reducción de la temporalidad a su mínima
expresión organiza las declinaciones de la percepción del
narrador, que mezcla presente y pasado, paisajes y recuerdos: “La imaginación está desatada por la realidad. Es un
encuentro sangriento”. No hay en su deriva tensión argumental ni teleología posible: todo pasa en la llanura de un
presente desembarazado de futuro. Abundan las informaciones temporales que, sin embargo –“diez años después”,
“más adelante”, “años después”–, no anclan ni ordenan
temporalmente lo sucedido, sino al contrario: contribuyen
a crear la sensación de que todo ocurre al mismo tiempo
o en un orden que no interesa dilucidar, que es –en última
instancia– irrecuperable.
“Una estela de berretería en imágenes”. Sobre este fondo
rítmico, Bertola obliga a su lector a no dormirse, no distraerse. Las palabras se encadenan velocísimas, construyendo escuetos pasadizos sin pasamanos, que dejan al lector librado a su capacidad, a su memoria, a su suerte. Van
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a los saltos, de un promontorio al siguiente, ágiles, etéreas. Nosotros corremos tras ellas a los tumbos, siguiendo
sus huellas, recogiendo informaciones, datos, nombres:
encajando las piezas de un rompecabezas móvil e inestable, que se arma durante un momento y luego es nuevamente como un viento que arrasa con todo. En este sentido, Convoy propone una superficie densa, de alto tránsito.
Una primera lectura alcanza tan solo para intuir sombras,
como amagues, de los movimientos tectónicos que arrebolan sus profundidades.
“Ahí ya miente y mete la cola el lenguaje”. Regodeándose
en la sonoridad de las palabras, Convoy encarna un lenguaje alejado de la entelequia mítica del “español neutro
o panhispánico”. Propone un trabajo con la oralidad que
resulta en una lengua preñada de “literaturidad”. Es un
lenguaje desceñido de su función referencial, que existe,
simplemente, en ebullición. La lectura despierta a la conciencia de sí misma como un ejercicio de escucha. Escucha de un narrador crítico para con el lenguaje que utiliza, que es propio y también heredado: “Se miran –lo
que se dice mal, que es muy bien y mucho”; “pregunta el
guarda primero rompiendo un silencio que no se rompe
y que se revela mayor, un silencio que existe con sonido y
pregunta incluidos”. Los sintagmas cristalizados (los lugares comunes) se retoman para pensarlos, trastocarlos en
una reflexión que deja en evidencia la irracionalidad de
lo consuetudinario: “Metele la media en la cabeza, le dice
Cecilio a Tocayo. La cabeza en la media, sería más preciso, pero no”. Así, el narrador va y vuelve, del plano de
la historia al de su materia (el lenguaje) hasta que éste se
vuelve también objeto de la narración: se narra por asociación fónica, por sonido. Otra vez: “La vida es la que
rima”.
Publicado por el joven sello Editores argentinos hnos.,
que tiene en carpeta la redición de, entre otros, El riseñor y
Un amor como pocos, de Leónidas Lamborghini, y Los envolventes, de Milita Molina, el Convoy de Bertola está organizado en tres partes, que articulan “estas líneas cruzadas,
desparramadas y juntas, [que] se entremezclan como en
la vida se mezcla todo. Sin ton ni son.” Al comienzo, una
introducción sin título, que es un poco resumen de todo lo
demás que está por venir. Luego, “Pajarracos” y a su cola
“Caravanerías”. Dentro de ésta apolilla una bitácora: momentos, nada más. Sin orden, sin jerarquía: pura yuxtaposición y avance hacia ningún lugar. Porque en realidad
quien viaja está clavado en su silla, libro en mano, un poco
apocalipsicado por la escritura de Bertola que, a fuerza
de literatura, lo deja con “un ametrallante jijijijí felizoide”
como conclusión, en cualquier parte.
JUEVES, 5 DE JULIO DE 2012
“Extraña forma de madurez”, por J.S. de Montfort
Ratas en el jardín, de Valentí Puig. Barcelona, Libros del Asteroide, 2012, 173 págs.
E
l escritor y periodista mallorquín Valentí Puig
(Palma de Mallorca, 1949) acaba de publicar en
castellano Ratas en el jardín, el volumen de su dietario que se corresponde con el año 1985 y que sería la continuación de dos volúmenes anteriores (publicados en catalán): Boscendins (1982), cuyas notas se referían a los años
1970-1979, y Materia obscura (1991), que se ocupaba de los
años 1980-1984.
El dietario nos presenta a un escritor y periodista de 36
años, temeroso de haber dejado de ser un jeunne homme, vislumbrando ya la frontera de la cuarentena, un viejo adolescente que confiesa no entender nada, y que teme ir cogiendo peso, quedarse calvo; un hombre que, de repente,
se da cuenta de que ya no es joven, “físicamente joven”, y
que se intuye en esa forma sesgada de madurez, la de “saber que todas las cosas que te rodean –el mundo exterior–
son mucho más importantes que tú”. Ese final largo de la
juventud en el que, en definitiva, se halla uno frente a “un
gran vacío que solo llenan los libros”.
El dietario, por tal razón, está atravesado por la creencia de que “la literatura siempre conecta con la vida”, y
es que sostiene Puig que “el escritor –si quiere- por oficio
está dotado para dar testimonio de la época o contra la
época”. Y Puig escribe contra esa época sin nobleza que le
ha tocado vivir, esos años ochenta del siglo veinte de falsa
apariencia ecléctica, esa farsa relativa donde todo es un
principio de ruina, “una insinuación de cómo extinguirse
que no tiene límites”. Y lo hace desde la sentimentalidad
del “animal casero que se abreva en los bares”, del afrancesado que defiende el pluralismo crítico y la tolerancia,
y siempre desde las formas particulares de la literatura,
rehuyéndole a la filosofía. Se diría, en este sentido, que
comparte el dictum del también escritor mallorquín Joan
Bonet (quien cada vez que Puig ha publicado un libro, nos
confiesa, “ha sido el lector más amable y entendedor”) y
que dice así: “entre el cinismo y la nada, elijo la ternura
y la verdad”.
Esa conexión de vida y literatura se concreta en cierta
admiración por las formas de la bohemia, a la que Puig le
toma la medida en largas noches en los bares y las coctelerías, con su “tentación de impudor”, y en las imprevistas noches de amores nómadas en hoteles con mujeres de
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cuerpos de tela, “con trama de colores, tacto, orden, como
un tapiz”, y los viajes a Barcelona, donde visita con igual
devoción a editores, amigos, whiskerías y habitaciones de
meretrices varias; una Barcelona “de sorpresas infantiles,
suspendida en un instante ahistórico”.
Puig nos habla de sus gustos, íntimos deseos y predilecciones Así, nos cuenta que le hubiera gustado ser pianista,
pero también haber sido Mérimée, “para poder considerarse el amigo joven de Stendhal”. Confiesa su preferencia por “las personas normales y discretas” y su repudia
del “amor espectáculo”. Como lector, está del lado de los
lectores ávidos, esos lectores “tumultuosos, boquiabiertos
delante de un libro como un niño frente al escaparate de
una pastelería o una gran pecera”. En lo que respecta a la
estética literaria, nos hace partícipes de su convicción de
que el grandstyle “no es un recurso, sino el resultado, la culminación, una conquista” y el convencimiento de que el
gran fracaso del nouveauroman es que “la experimentación
vana pretendió sustituir al gran talento”.
Las anotaciones le sirven a Puig para recordar: los
años sesenta, años de estudiante en la universidad de Barcelona, por ejemplo, o la memoria de una boda (con M.)
que casi llegó a celebrarse, pero no (y preguntarse cómo
sería todo entonces, ahora, de haberse producido). Pero
también se ciñe a la actualidad del presente de la escritura: al trato con los amigos cotidianos. Nos cuenta, pues,
por ejemplo, la boda del también escritor y dietarista mallorquín José Carlos LLop, una visita al poeta valenciano
Joan Fuster o nos ilustra con diversos retratos de ambición
(neo)costumbrista de personajes secundarios mallorquines
(que aparecen innombrados, apenas descritos en sus actos y delirios) y con los que el escritor se encuentra en el
deambular por las calles y los bares de Palma de Mallorca.
Y ello sin desatender los sucesos políticos del momento,
sobre los que Puig reflexiona a tiempo real.
Ratas en el jardín es así una defensa severa, pero juiciosa
y tierna contra la insidia de ese “trajín de las ratas entre
la hojarasca”, ratas que “vienen y van por el huerto y el
pequeño jardín” de la casa de verano de Alaró, en la que
el escritor pasa solo el verano, buscando olvidarse de la
vanidad y la ambición, disfrutando del trabajo de la escritura, resistiendo, previniéndose así contra la maledicencia
y envidia mallorquinas, simbolizadas por esas ratas promiscuas y ruidosas que se amparan en la profundidad oscura de la noche para malmeter e incordiar.
LUNES, 2 DE JULIO DE 2012
“La escritura como profesión”, por Rosana Koch
La muerte de la polilla y otros ensayos, de Virginia Woolf. Traducción de Teresa Arijón. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012, 272 págs.
C
uenta Virginia Woolf en el ensayo “Profesiones para
mujeres” que para escribir literatura tuvo que batallar con el Ángel de la Casa, mujer-esclava-fantasma cuya sombra intentaba interponerse entre el papel
y su yo, guiar su pluma y arrancar el corazón de su escritura, así es que decidió matar al fantasma y “ahora que se
había deshecho de la falsedad (victoriana), esa joven mujer (la propia Virginia) sólo tenía que ser ella misma. Ah,
¿pero qué es ser ‘ella misma’?” Estos veintiséis ensayos,
compilados y corregidos por su esposo Leonard Woolf,
conforman ese intento constante de contestar esa pregunta mediante la escritura, ubicando a la literatura en la
centralidad de su vida.
Algunos ensayos encuentran en contextos cotidianos
interrogaciones profundas que enfrentan a las preguntas
más esenciales, pero siempre desde el detenimiento y la
contemplación: “La muerte de la polilla”, escrito en 1942,
a partir de la observación de una polilla “que parecía estar contenta con la vida” y se tropieza con la inexorable
inevitabilidad de su muerte, que además es la vencedora;
en “Atardecer sobre Sussex: reflexiones en un automóvil” el espacio externo la reencuentra con la intensidad de la vida, en
este caso, un amable atardecer le regala instantes de una
abrumadora belleza en el recorrido del paisaje; “Merodeo
callejero: una aventura londinense” es el paseo de una tarde de
invierno en una calle de Londres y también una aventura
que permite la posibilidad de abandonar “las líneas rectas
de la personalidad”, componer la historia de tantos transeúntes y “penetrar en cada una de esas vidas, lo suficiente
para alimentar la ilusión de que no estamos atados a una
sola mente sino que, por unos breves instantes, podemos
adoptar los cuerpos y las mentes de otros.”
La obra de Virginia Woolf ha sido leída desde las particularidades estéticas e ideológicas del grupo Bloomsbury,
desde la teoría de género que va encadenando la historia
de la mujer que escribe y su debate constante entre su
fuerza creadora y la falta de instrumentos para expresarse
con libertad desde “un cuarto propio”, y desde las vanguardias literarias –por la invención de su técnica narrativa donde el lenguaje fluye como el agua y se diluye en
la relación entre pensamiento y habla para dar lugar al
“fluir de la conciencia”. Sin embargo, estos ensayos proveen pistas para una autobiografía intelectual de la escritora, porque circulan personalidades literarias fundamentales (Henry James, Shakespeare, Horace Walpole, E. M.
Forster, Shelley, entre otros) y dan muestras de ese capi-
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tal intelectual adquirido por su vocación lectora que, con
su sensibilidad, habilita la sensación de estar viviendo la
vida interior de estos escritores en su intento de querer
captar “el vuelo de la mente”. El ejercicio de la crítica literaria había sido habitual en la vida de Virginia Woolf
desde que con su esposo, después del intento de suicidio
en 1913, decidieron emprender la tarea de editores con
Hogarth Press –además de las publicaciones de la autora
en varios periódicos de la época.
En los ensayos, las cartas, diarios, confesiones, autobiografías son los “libros híbridos” los que mejor le permiten bucear el mundo de la literatura: “Madame de Savigné”,
“esta robusta y fértil escritora”, creó su ser en sus cartas
“escribiendo trazo a trazo lo que se le venía a la cabeza
como si hablara”. “El hombre en el portón” es Samuel Taylor
Coleridge, “pionero de todos los que han intentado revelar los vericuetos, capturar los pliegues más sutiles del
alma humana”. A este ensayo le continúa“Sara Coleridge”,
hija de Samuel, en donde se detiene en los puntos suspensivos con que finaliza cada capítulo de su autobiografía
intentando descifrar lo indescifrable del alma de aquella
mujer inconclusa. En “Henry James”, la edición de Percy
Lubbock de “Las cartas de Henry James” le brinda los lineamientos interpretativos más sólidos para dar certezas
sobre una figura tan compleja y completa. En “Dos anticuarios: Walpole y Cole”, se adentra en la correspondencia de
Horace Walpole “como con un estetoscopio”.
La lectura de estos ensayos posiciona a Virginia Woolf
en una “profesional de la escritura” por su mirada puntillosa, sagaz y profunda, y permite reconstruir en clave
poética los latidos de una pluma que todavía desea escuchar el sonido del silencio en medio de tantas voces enloquecedoras, esas que una mañana la condujeron hacia el
Río Ouse…
MARTES, 26 DE JUNIO DE 2012
“El oficio de lector”, por Fabián Soberón
Informes de lectura. Cartas a Montale, de Roberto Bazlen. Traducción de Ernesto Montequin. Buenos Aires, La bestia equilátera, 2012, 128 págs.
¿Q
ué es un lector? Esta pregunta es un arma
veloz y mortal. El libro de Bazlen la dispara
con balas certeras y voraces que dan en el centro.
¿De qué modo se lee? ¿Cómo se arma el oficio de lector? Las preguntas asaltan al que entra en los breves y
múltiples relevos de lecturas hechas por Roberto Bazlen.
Bazlen nació en Trieste; una zona límite, fronteriza, en
la que se cruzaron Svevo y Joyce, y desde la que leyó con
displicencia a los autores que armaron el canon en una
época de expansión de la literatura moderna en Europa.
Desde Trieste, escribió los informes minuciosos para editoriales como Einaudi y Bompiani. Aunque era reconocido por sus amigos, era un desconocido para los lectores.
Bazlen no firmaba la crítica de los domingos ni avalaba
los premios. Era un lector ocioso y anónimo, una especie
de Macedonio de la lectura. Desde el margen solitario,
desde ese lugar desplazado, desde un fuera de foco intencional y grácil, leyó Bazlen a los autores ignorados y hoy
canónicos de la literatura. Con la soltura y tranquilidad de
un dandy al revés, Bazlen tuvo la linterna inusual, los ojos,
el oficio, para ver, para leer entre líneas las grandes obras
de ese período y lanzar, ávido, sus dardos de entrenado
cazador, como un recolector de tesoros y de piezas únicas,
difíciles, incómodas.
Los informes no son críticas ni sesudos ensayos. Son
informes mínimos, anotaciones punzantes, borradores
certeros. Y tal vez eso es lo que impresiona: la desfachatez,
la sinceridad, la frescura de sus líneas mínimas y frontales.
De Nagel, personaje de la novela Misterios, de Ham-
sum, dice: “Es el Gran Desquiciado, dominado por el
inconsciente, diez años antes de las primeras publicaciones psicoanalíticas…”. De MacLuhan dice que es un
“maníaco obsesionado por la causalidad” pero al final lo
aprueba. Sobre Maurice Blanchot, al principio expone sus
dudas y lo critica. Lo reta. Pero luego vacila y confiesa que
hay un capítulo de El espacio literario que lo ha extasiado.
Sostiene que Alfred Jarry pertenece a la literatura francesa
más viva, esa que se relaciona con el gótico. Se entusiasma
con Ferdydurke, de Gombrowicz, y manifiesta que contiene
una de las historias de amor más impactantes de la literatura del siglo XX. La novela El mirón, de Robbe-Grillet, le
parece aburrida: “no logró atraparme, y no creo que eso
hable mal de mí”.
Bazlen fue amigo de Eugenio Montale, de Saba, de
Debenedetti y de otros poetas italianos. El volumen compila, también, las cartas que le envió a Montale. En las
misivas irónicas se puede leer, además de las anécdotas personales, los juicios de “Bobi” sobre ciertas lecturas comunes y sobre otros intelectuales de la época: Rilke,
Svevo, Joyce.
La particularidad de Bazlen es que no terminó novelas
ni dejó una obra cerrada o conclusa. Bazlen no hizo otra
cosa que leer. Y sus apreciaciones no pasaron al futuro en
sesudos libros de crítica académica sino que perseveran en
cartas y anotaciones desprolijas: hojas ajadas por el viento
de la historia, envueltas en la fugacidad de la vida. Bazlen
supo ver, con lupa lúcida y sagaz, la luz titilante de algunos autores. ¿Cómo hizo Bazlen para “ver” en medio de
las olas turbias de la moda? ¿Cómo eligió los puntos de
mira? ¿Acaso el margen le servía como espacio privilegiado? ¿Cómo desarrolló su agudo y extraño oficio de lector? Estas preguntas, aparentemente triviales, son las que
se despliegan, involuntarias, en las páginas cruciales de los
informes de lectura. En la penúltima carta a Montale dice: “He limitado al
extremo el número de personas que veo… he abolido el
alma, la sensibilidad, el disenso cultural europeo, y todos
sus derivados”. ¿Se puede imaginar a alguien más solitario
dedicado exclusivamente a la lectura?
JUEVES, 21 DE JUNIO DE 2012
“Peligro, poesía!”, por Jimena Néspolo
Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco, de Alicia Genovese. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011, 168 págs.
¿C
ómo leer un poema? El capítulo IV, que es
el que da nombre al libro Leer poesía. Lo leve,
lo grave, lo opaco, se abre con esa pregunta. La
interrogación –dice Alicia Genovese– aparece hoy con recurrencia en talleres y claustros como si la crítica tradicional careciera de instrumentos para abordar la presencia
caótica de la poesía contemporánea, como si el presente
no alcanzara la comprensión plena de una de las expresiones más antiguas, primarias e intensas del ser humano.
En tratar de remedar esa falta (de elementos, de astucia,
de herramientas) se cifra la verdadera valía de este ensayo
que, ante todo –en sus páginas iniciales– confiesa el compromiso emocional que guía la selección de su corpus: “el
affectus que genera un texto cuando ha logrado conectarnos como lectores en su círculo de deslumbramiento, que
es su círculo mágico”.
El libro se organiza en dos partes, la primera (“Poesía y Modernidad”) reúne tres ensayos atravesados por la
tensión entre lo clásico y lo experimental, la tradición y
la vanguardia, e intenta abordar la especificidad del discurso poético en relación con otros discursos sociales. La
segunda parte (“Leer poesía”) aborda distintas obras y
desglosa algunas nociones que habitualmente se suelen tener en cuenta en la lectura de poemas (el yo poético, la
subjetividad, el imaginario, el tono, la métrica, etc.). Genovese, autora también del poemario Puentes (2000) –orquestado como un contrapunto entre imágenes fotográficas y texto–, alerta que leer este tipo de discurso implica
asumir el riesgo de situarse en el mismo movimiento compositivo, entre el non sense, la multiplicidad significante y
el silencio, con la única guía de aquello que la injerencia
de lo onírico, de lo anómalo o del ruido desfamiliariza de
la experiencia cotidiana. Aunque muchas veces el poema
presente zonas transparentes o de lenguaje directo y comunicable, la composición poética busca siempre la apertura y el desquicio de la significación cerrada, busca la
sensualidad y el festivo desparpajo de absorber y a la vez
“herir” todos los discursos sociales. “Este hacer no solo se
constituye a través de operaciones intelectivas sino que se
sitúa simultánea y contradictoriamente entre las ideas y
las pulsiones, entre el pensamiento y una fluencia emocio-
nal, según la definición de Ezra Pound” (p.100). La escritura, entonces, se ubicaría entre el logos y la irracionalidad, porque llega a decir más y/o distinto de aquello que
el poeta se propone en un primer momento escribir. Su
sostén es su deseo y su ceguera. Su público: un coro de
fantasmas. Es notable el esfuerzo que realiza la autora por lograr la mayor apertura diafragmática y leer en un diálogo
fructífero obras supuestamente antitéticas: en el capítulo
V (“Poesía y subjetividad”) aborda a poetas tan distintos como Alberto Girri, Leónidas Lamborghini y Enrique Molina; en el VII, a Marosa di Giorgio; en el VIII,
a Hugo Padeletti; en el V, a Juanele Ortiz, Juan Gelman
y Olga Orozco. Si bien el libro abre varios frentes de discusión –con la esclerosis crítica y la manera estanca de
leer la tradición, con esas modas de pulsión bursátil que
de pronto ubican a ciertos autores “en alza” y a otros “en
baja”– es de observar también que el estilo ameno y cuidado de la prosa evidencia esa pasión lectora sobre la que
intenta teorizar. Así, por ejemplo, cuando analiza el trabajo con las tipografías, el espacio, la mezcla de discursos y registros que la poesía de Susana Thénon pone en
escena, trama con su corpus un diálogo fresco que al fin
resulta especular: “Filosofía significa ‘violación de un ser
viviente’/ Viene del griego filoso, ‘que corta mucho’,/ y
fía, 3° persona del verbo fiar, que quiere decir ‘confiar’”
(p.51). A través del disparate etimológico, la mezcla de lo
alto y lo bajo, lo serio y lo cómico, la parodia del supuesto
saber erudito, la/s poeta/s escenifica/n dentro del texto
un pequeño drama con los crímenes y las absurdidades
que la Razón puede desatar.
De manera no tan solapada, la selección de los poetas convocados por Genovese se ancla en la idea de “genio”, con el soporte conceptual de Giorgio Agamben. En
Profanaciones, Agamben reivindica la idea de genio como
la de ese dios íntimo y propio, ligado al nacimiento y a
la fecundidad, a cuyas exigencias nos rendimos aunque
nos puedan parecer poco razonables y caprichosas. Según Agamben el genio es “el que destruye la pretensión
del Yo de bastarse a sí mismo”, el Yo –cuyo centro es la
conciencia– dialoga con el genio en la intimidad de una
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zona de no-conocimiento, y el estilo de un autor sería
esa mueca, “esa marca sobre el rostro del Yo”. “Retomar
aquella idea para ponerla en relación con la lectura de
poesía implica reconocer como ineludible el sustrato subjetivo con el que se conforma la escritura, a través de la
interacción entre contenidos conscientes e inconscientes
dentro de ese proceso.”(p.99) Así, la autora desnaturaliza
el modus operandi de la crítica estructuralista de las últimas
décadas del siglo XX que, privilegiando la sola construcción formal de los textos literarios, obturó la posibilidad
de leer de manera integral la dimensión más revulsiva y
peligrosa del arte. MARTES, 19 DE JUNIO DE 2012
“Un futuro brillante”, por Fabián Soberón (Entrevista a Ernesto
Mallo)
Del 11 al 17 de junio se realizó en Buenos Aires la primera edición del Festival de Novela Policial Buenos Aires Negra.
Fabián Soberón entrevistó a su organizador, Ernesto Mallo, a modo de balance de la experiencia.
-¿Por qué organizar un encuentro sobre el policial negro?
Todas las grandes ciudades del mundo tienen uno. En
Francia, por ejemplo hay 60 festivales de novela policial
cada año, Alemania, Inglaterra, España etc., también tienen sus festivales. Buenos Aires, a pesar de ser la primera
ciudad del mundo hispanoparlante que publica un relato
policial, carecía del suyo. La idea es llenar ese vacío, e incorporar a esta ciudad al circuito negro internacional. Estos festivales son útiles para que el público conozca nuevos
autores, se entere en qué andan los ya consagrados.
-¿Por qué sigue vigente el policial? ¿Por qué conquista tantos lectores?
Creo que la gente necesita comprender qué está pasando con el crimen en general y no puede confiar en lo
que digan al respecto ni los políticos ni los medios ya que
ambos responden a grupos de poder y dicen lo que les
conviene. La novela, al estar liberada de intereses corporativos puede, a través de la ficción, contar cosas y revelar
verdades que de otra manera quedan soterradas.
-¿Creés que el género expresa algún síntoma de la sociedad de nuestro tiempo?
Me parece que el género es un síntoma de la sociedad
de nuestro tiempo. El relato policial se nutre de lo que sucede a diario en el ancho mundo del hampa.
-Es evidente que el negro ha sido publicado con mucha pericia en los
últimos años por escritores que están fuera de la órbita de USA (suecos, italianos, griegos, etc.). ¿Qué pensas de este fenómeno?
La criminalidad se extiende por todos los países del
mundo a la velocidad de un Tsunami, detrás vienen los
escritores para relatarlo.
-¿Cómo ves al policial negro en Argentina?
Están surgiendo tantos autores, colecciones y editoriales últimamente que es muy difícil elaborar una respuesta
general. Lo que sí puedo decir es que con tal auge vamos
a tener libros buenos, mediocres y malos, pero para que
surja un Chandler o un Hammet tiene que haber muchos
otros escritores menores. Creo que Argentina es un muy
buen caldo de cultivo.
-¿Creés que se mantiene el prejuicio de la universidad sobre el género?
Algunos lo siguen sosteniendo, cada vez menos, de
modo que el tema cada vez tiene menos importancia. Personalmente no le atribuyo ninguna.
- ¿Cómo pensás a la mujer como autora del negro? ¿Creés que hay
una diferencia que se traduce en la escritura? Pienso en PD James,
por ejemplo (en el extranjero) y en Claudia Piñeiro, por ejemplo (en
Argentina).
Sí, por supuesto que hay diferencias y muy profundas.
La escritura está directamente relacionada con la sensibilidad y las experiencias del autor y, en tal sentido, las mujeres tienen experiencias que los hombres nunca vamos
a conocer, no importa lo que hagamos y de qué nos disfracemos. La maternidad por ejemplo. Ellas están incursionando en un género que durante muchísimo tiempo
fue territorio casi exclusivamente masculino. P. D James
y Agatha Chirstie fueron excepciones, pero esto está cambiando y enriqueciéndose con el aporte de las escritoras.
Lo policial que, como dijo Borges, se nutre de la delicada
transgresión de sus leyes, tiene también la virtud de incorporar nuevas tendencias, nuevas formas expresivas y estilísticas sin ningún problema, por eso sigue vigente y tiene
una dinámica de enorme agilidad.
-Muchos autores han trabajado la denuncia política a través del negro. ¿Por qué pensas que ocurre esto?
Yo no creo que el policial sea un medio apto para
la denuncia política expresa y me parece un error muy
grueso que haya autores que crean que lo es. Ocurre por
oportunismo, quienes desean hacer denuncia política ven
en el policial un vehículo popular para expresar su prédica, pero un libro no va a cambiar el mundo. Para hacer
denuncias está la justicia, los medios de comunicación y
los ensayos o estudios. Una denuncia debe justificarse y
sustentarse con pruebas y debe servir o contribuir a que
una situación de injusticia sea detenida. La ficción nunca
puede ser una prueba de nada porque es, precisamente,
ficción. El policial negro se limita a narrar, a describir el
mal y con eso, ya tiene bastante trabajo.
-¿Cómo te imaginás el futuro del género?
Como la criminalidad va siempre delante de la ley y es
muy creativa en cuanto a nuevas formas de delinquir, nuevos delitos y nuevas situaciones, le imagino un futuro brillante dado que todo lo que es malo para la humanidad es
bueno para la literatura. Mientras el crimen esté en alza,
el género también lo estará.
VIERNES, 8 DE JUNIO DE 2012
“Tenemos que hablar de…”, por Natalia Gelós
Q
ue sea sanito. Que tenga cinco dedos en cada
mano, cinco dedos en cada pie. Ante la llegada de un hijo, es difícil que a alguien se le cruce
por la cabeza algo como: “Que no sea un asesino”. Sin embargo, a veces sucede, a veces el retoño crece
y mata gente. ¿Y qué pasa entonces con la madre, con el
padre? ¿Qué sucede? De eso y de la parte menos cándida
de la relación madre/hijo habló Lionel Shriver en su libro
Tenemos que hablar de Kevin (Anagrama), en el 2003 y ocho
años después, otra mujer, la escocesa Lynne Ramsay (que
dirigió Ratcatcher y Morvern Callar), se animó a llevar al cine
esa historia que logró el respeto de la crítica y que armó
revuelo por mostrar una maternidad que es bien cercana
a los cardos y lejos, muy lejos de los algodones. De ese
modo, no sólo logró presentar la genealogía de una masacre desde el punto de vista de la madre del que la perpetra, sino la radiografía de las tensiones e hipocresías que se
esconden tras la institución familiar y del lugar de la mujer sometida a presiones que no parecen ceder demasiado
con el correr de los años. Tenemos que hablar de Kevin forma
parte de esas obras que agarran el tabú por las astas y lo
ponen, vencedoras, a su servicio.
La historia de la novela de Shriver tuvo sus inconvenientes. Fueron treinta las editoriales que se negaron a publicar ese libro en el que la protagonista, Eva Khatchadourian, decía, por ejemplo: “Esto es todo lo que sé: que
el 11 de abril de 1983 di a luz a un hijo, y no sentí nada”.
Se refería, claro, a su hijo adolescente Kevin, el asesino en
esta historia, el que mata a flechazos a nueve personas en
su colegio secundario. Hoy la novela es un clásico, ganó
el prestigioso Premio Orange (que se otorga a mujeres escritoras), y la autora es considerada por muchos una de
las mejores novelistas vivas de Norteamérica. Periodista y
escritora, Shriver nació en Carolina del Norte en 1957 y
vivió en varios países: Londres, Tailandia, Irlanda, Israel,
Kenya. La fama la consiguió a los cuarenta años.
En una nota para el diario inglés The Guardian, Shriver reconocía que tenía sus reparos al dejar en manos de
Ramsay la adaptación de su novela. En realidad, temía
dejarla en manos de cualquier director. Confesaba en ese
artículo que era consciente de que una mala adaptación
acompañaba al escritor por el resto de su vida. “No hay
una adaptación neutral – escribió– o le hace bien a la historia, o la empeora”. Si alguien se aproxima al film antes que a la novela, la percepción queda mediada por eso
que de la película se desprende y a decir verdad, en el
campo de las adaptaciones, no suelen ganar los aciertos.
Entre otras cosas, Shriver reconocía temer que su novela
fuera tamizada por la mirada de algún director ávido de
taquilla, que eligiera a “un rostro alegre y bonito, como
el de Cameron Díaz” para interpretar a la compleja Eva,
esa mujer que cumple con los deberes maternos a su pesar, que no expresa cariño por su hijo, que lo mira con
resignación, como se mira a un montón de platos sucios
que hay que lavar. Para tranquilidad de Shriver ahí estuvo
digna, enorme, la actriz Tilda Swinton. Y también, por
supuesto, Ezra Miller con un magnetismo impregnado de
perversidad que le da el tono justo a ese muchacho incomprensible, o incomprendido, a ese joven siniestro al que,
sin embargo, dan ganas de arropar. Ella y su hijo son uno,
por eso a lo largo del film, el cuerpo de Swinton deambula derrotado, como dejado al juicio de ese barrio que
sabe lo que ocurrió y la hace responsable. Durante toda
la película, el presente de la protagonista se convierte en
un vía crucis mechado con los flashbacks que le corren el
velo a la historia.
Ramsay intenta lograr el tono frío, impávido, que consigue la novela. Pero claro, si Shriver usó como recurso el
epistolario unilateral de Eva hacia su ex y padre de su hijo,
una serie de cartas que son casi un acto de contrición, la
película queda sometida a la imagen: es cine, claro, y el espíritu de Eva cambia de tono, quizá porque pierde el monólogo, el pensamiento omnipresente en la novela, quizá
porque la visión de Ramsay, la directora, lo impregnó
todo con su mirada. Lo cierto es que en el film las razones
son sugeridas, y es trabajo del espectador llenar esos espacios vacíos, sin respuesta. El relato ancla en el presente
de Eva, que intenta rehacer su vida en una comunidad
que la conoce, que la repudia, y ella acepta esos castigos
con ascetismo. Los flashbacks que la azotan se encargan
de contar el pasado, el camino que llevó a ese estado de
situación: ella en empleo insignificante, visitas de rutina a
blemas de las sociedades modernos se animó con el tema:
el austríaco Michael Haneke dirigió El video de Benny, en
el que un adolescente de clase media-alta lleva su pasión
por los videos caseros de violencia extrema hasta sus últimas consecuencias y mata a una chica en su propia habitación, y filma su propio crimen. Los padres de Benny se
enteran de esto antes que la justicia, como ocurre también
en La Cena, de Koch. Se trata de historias que plantean
cuestiones delicadas, de las que es imposible salir con una
respuesta airosa: sea como sea, la ética sale manchada en
cada opción. La película de Haneke ubica en escena un
televisor que deja ver una película norteamericana: es un
testigo de los asesinatos, una máquina que escupe brutalidad en silencio. Al igual que Tenemos que hablar de Kevin, El
video de Benny no intenta suavizar la cuestión, como si ocurre en La Cena, con un giro que quita fuerza a la historia.
De todos modos, las preguntas son las mismas: ¿Cuánto
hay de naturaleza? ¿Cuánto de lo psicológico? ¿Cuánto
de lo social? La comunicación, por lo pronto, es clave en
todas ellas. Y Kevin se lo dice a su madre, cuando habla
de su padre. Lo dice así y ante las cámaras: “Me habría
sentido muy feliz si hubiéramos tenido alguna pelea. Pero
no, él era todo alegría y diversión, perritos calientes y ganchitos de queso. (…) ¿Cómo se come eso de que tu padre
te quiera y no tenga ni p… [pitido] idea de quién eres? ¿A
quién quería mi padre entonces? Sería a algún chico de
alguna serie de la tele. No a mí”.
A menudo aparecen estas historias en los diarios, pero
por alguna razón la literatura, el cine, la ficción en su totalidad, generan más revuelo y logran cierta incomodidad
reflexiva que no se pierde en la vorágine de noticias en la
que a veces se licúa la realidad. Estas ficciones narran una
historia en particular, pero esbozan algo más amplio: la
sociedad en la que se generan. Quizá la película de Ramsay no logra la grandeza de novela en la que se inspira,
pero ambas triunfan en mostrar sin remilgos las zonas más
oscuras de la sociedad y sus individuos. En última instancia, la película es una excelente excusa para buscar la novela, para ver el hueso de esa historia, para comprobar
que sí, que tenemos que hablar de Kevin. MARTES, 5 DE JUNIO DE 2012
“Ánimo y ánimas de animales”, por Jimena Néspolo
Zoo, de Marie Darrieussecq. Traducción de Lil Sclavo. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2012, 200 págs.
L
os editores suelen decir que su forma de intervenir
en la realidad es a través de los títulos que publican,
de los autores que impulsan, del diálogo sutil que
trama su catálogo con la tradición y con su entorno. Por
alguna razón desconocida, la reciente traducción de Zoo,
de la francesa Marie Darrieussecq (1969), me atrae y me
invita a la reflexión ya desde su arte de tapa, con esa playa
y esos nadadores simpáticos que atraviesan el mar a manotazos, que hacen plancha, enlazan sus lenguas, se abren
de gambas o muestran el culo.
En estos cuentos las féminas son las protagonistas. En
estos cuentos las tramas se construyen con sucesos nimios
| BOCADESAPO | OPINIÓN
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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su hijo en el penal y toda la soledad.
El pasado: Kevin bebé llora y no para, el cuerpo de su
madre está cansado hasta la derrota, y ella mujer añora
una vida que se le escapó así, como si nada. Eva, con el
niño en el carrito, dando gritos infernales sin parar, se detiene en la calle, junto a un taladro que rompe el asfalto
y lo llena todo de un ruido extremo que en ese momento,
para ella, se vuelve misericordioso porque tapa el bramido
de su hijo. Eva, la misma mujer que hace poco iba de país
en país, para escribir en su famosa guía de viajes, con su
pelo largo, suelto, y su libertad a granel, cambia los pañales de Kevin. Apenas termina, el niño a propósito, vuelve
a ensuciarlos y la mira desafiante, del mismo modo en el
que la mirará años más tarde, cuando ella entre al baño y
lo encuentre masturbándose. En eso se juega la película,
en mostrar las pequeñas grietas cotidianas –y no tanto– que predicen la masacre. Ramsay dejó de lado el modo
epistolar que estructura la novela de Shriver, pero eligió sí
las escenas clave y fue fiel a ellas. De todos modos, lo más
descarnado se mantiene y el drama se transforma por momentos en terror psicológico.
El punto de vista de los padres ante un hijo asesino
abre un mundo de posibilidades: ¿Qué sucede? ¿Cuánta
responsabilidad hay en ese acto? ¿Cuándo se convirtió en
un asesino? ¿Cómo ocurrió y no lo vieron? Las respuestas nunca son políticamente correctas. Sobre esto también habla la novela La Cena (editorial Salamandra) del
holandés Herman Koch, que pone al narrador ante estas
preguntas cuando su hijo golpea, humilla y mata junto a
uno de sus primos a una homeless que se refugiaba en el
calor de un cajero automático. Inspirada en hechos reales, ocurridos en España, la novela tiene otros elementos
que complejizan esa trama: los chicos fueron filmados, su
hermano es el candidato más firme a ganar las elecciones
para primer ministro, pero sólo ellos, los padres, saben lo
que la justicia ignora, que fue su pequeño muchacho el
autor de ese crimen que repiten una y otra vez en la televisión. Lo público y lo privado se ponen en juego y abren
otras preguntas.
En cine, ya otro director diestro en mostrar los pro-
29
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30
que desequilibran de pronto la cotidianeidad que los (las)
sujetos narradores se obstinan en representar dentro de
ciertos parámetros ofrecidos por la racionalidad y el sentido común. Generalmente es un detalle pequeño que al
fin derriba toda pretensión realista y estalla la dimensión
fantástica del relato: un mono famélico que es la mascota
dilecta de una anciana pero que además habla, una mujer que se borda las piernas para ir a una boda u otra que
congela a su marido muerto y que luego decide clonarlo
para no sentirse tan sola. Pequeños detalles que instalan
“lo anormal” en el centro de la escena de una acomodada
pequeño-burguesía, incapaz a todas luces de esconder su
aburrimiento o su hastío. En el cuento “Juergen, yerno
ideal”, por ejemplo, la desaparición del gato de la madre
de la narradora dispara la acción narrativa; a causa de
esa desaparición la protagonista –que se declara artista y
fotógrafa (“Sé muy bien que todas esas personas que fotografío van a morir. Eso hace que mis fotografías luzcan esa
suerte de pátina melancólica, pálida y verdosa. Los que
admiran mi fotografía la valoran precisamente por eso…”
pág.80)– y su marido viajan una y otra vez de Londres a
Baviera para asistir a la anciana en ese trance. La aparición del cuerpo de un gato muerto al costado del camino
plantea en el devenir de la trama otra serie de preguntas:
¿Qué hacer con el cuerpo del animal? ¿Es posible que un
embalsamador reconstruya el estropicio? ¿Los animales
tienen alma? ¿Hay cementerios para ellos? ¿Dónde? Finalmente, el grupete formado por la madre, la hija y el
yerno logra enterrar al gato con pompa, lápida y sermones; pero hete aquí que al cabo de unos días el animal
aparece vivito y coleando en la casa de la anciana. Se sucede entonces otro viaje de la pareja y la narradora vuelve
disparar sus preguntas: ¿Es posible que su madre esté desequilibrada? ¿A qué mascota mima ahora? La tensión narrativa se distiende, la pareja se olvida de la anciana hasta
que un día llama para avisarles que debe retirar los restos
mortales de la tumba del padre de la fotógrafa pues el
lapso de tiempo reglamentario para conservarlo en el panteón está por vencer. La madre se queda con la urna en la
casa. Días después es sorprendida intentando enterrar los
restos cenicientos en la tumba del gato “resucitado”. La
oscilación fantástica del relato se instala al final, cuando
la narradora nos muestra a un hombre mayor en el living
de la casa de su madre, un hombre que se parece extrañamente a su marido Juergen y que su madre le presenta
como su padre.
Me he detenido en la descripción de cómo ingresa la
dimensión fantástica en este relato, en esa duda que se
instala en los párrafos finales (¿Logró la madre resucitar al
padre de las ruinas? ¿O la madre está loca? ¿La hija también?), porque este artificio recurrente con que se construyen estos cuentos es el mecanismo que singulariza al relato
fantástico moderno: el escenario tenebroso de la ficción
gótica desplaza y concentra lo ominoso en el corazón de la
subjetividad (en el fantástico de Julio Cortázar, por ejemplo, de tradición franco-argentina suficientemente comprobada).
En los cuentos “La rondadora” y “Cuando de noche
me siento muy cansada” la oscilación fantástica es utilizada ahora en función de la temática del doble y la creación artística; en “El vecino” o “Aún aquí” en la posibilidad de que el narrador sea un fantasma. “Navidad entre
nosotros” utiliza también este artificio pero lo complejiza
un poco más: las últimas líneas del relato sugieren que la
narradora no sólo ha muerto de niña sino que esos días
pasados en la casa de su infancia, esos días que son la materia adulta y presente del relato, son sólo un sueño de su
madre.
Como se recordará Darrieussecq ha tenido la desgraciada dicha de alcanzar con su primera novela, Truismes
(traducida al español como Chanchadas –por Alfaguara– y
Marranadas –por Anagrama), récord de ventas en Francia
y traducciones en más de treinta idiomas. En la página
que oficia de presentación a este volumen de relatos, titulada “¿POR QUÉ UNA CHANCHA?”, dice la autora: “Creo
sin temor a equivocarme que, exceptuando ¿cómo estás?,
ésta es la pregunta que más me han formulado desde la
publicación de Chanchadas en 1996. En realidad no tengo
una respuesta precisa sino meras aproximaciones estadísticas. A menudo comprobamos que a las mujeres se las
trata mucho más como chanchas que como yeguas, vacas, monas, víboras o tigresas; más aún que como jirafas,
sanguijuelas, babosas o tarántulas; y mucho más aún que
como ciempiés, rinoceronte hembra o koala.”
Darrieussecq dice consultar estadísticas y no tenemos
por qué no creerle. Según parece la chancha es el animal
más popular a la hora de identificar a la mujer con un animal. Marie dice también, al final de ese opúsculo, que “un
relato no es una novela breve. Es una idea cuya escritura
se perfila en los bordes de la novela, en su proceso de escritura”, que crece como farsa o como fábula, que “nunca
escribe relatos si no es por demanda (de una revista, de un
editor, un museo o un artista)” –por eso mismo en este volumen apunta, al pie de cada texto, el medio para el que
fue escrito y/o la circunstancia que lo inspiró.
Sé de un chancho que engorda en la Península Ibérica,
en las dehesas de Extremadura y Andalucía, a base de bellotas a fin de que el sabor de su carne recuerde a ese fruto.
Me pregunto si Marie sabrá de su existencia… VIERNES, 1 DE JUNIO DE 2012
“Un presente maravilloso”, por J.S. de Montfort
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Elogio del texto digital, de José Manuel Lucía Megías. Madrid, Fórcola, 2012, 148 págs.
31
E
logio del texto digital, del catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid y experto en Crítica textual y Humanidades
Digitales, José Manuel Lucía Megías (Ibiza, 1967), se pretende una reflexión al modo del mosaico sobre el nuevo
paradigma en el que nos encontramos inmersos (el paradigma digital o virtual, se entiende) y así servir para (re)
pensar el modo en el que se crean y se difunden los textos
digitales hoy (y los muchos retos que quedan todavía pendientes a este respecto).
La propuesta fundamental de Lucía en este libro es
doble. Por un lado, hace una cartografía histórica para demostrar cómo nos halla(ría)mos inmersos en una segunda
textualidad y en una tercera oralidad y cómo ambas desembocarían juntas en el paradigma de la virtualidad. Y,
por otra parte, busca persuadirnos de la beneficiosa –y
necesaria- implementación de lo que él llama “plataformas de conocimiento” y que deberían ser promovidas por
las universidades.
Nos recuerda Lucía en el libro cómo la primera textualidadhubo de surgir con el impulso democratizador de
las polis griegas a partir del s. VIII a. de C., y gracias a la
generalización de la educación. A ello contribuyó la aparición de las vocales en el alfabeto griego (que alentaba una
alfabetización más fácil) y la lectura de izquierda a derecha; pero, sobre todo, el cálamo, una caña más gruesa, rígida y hueca que el tallo de junco que utilizaban los egipcios y que permitirá escribir sobre el papiro con mayor
facilidad. Esto conlleva(rá) que la tecnología de la escritura pierda su carácter elitista y sirva como monopolio
casi exclusivo para la “creación, conservación y difusión
del conocimiento que perdurará hasta el siglo XX”.
Hasta entonces, el método para la difusión del conocimiento había sido la oralidad, de naturaleza más inmediata y más compleja, debido a la necesidad de la interacción de la voz, los gestos, y el propio tiempo del lector
(siendo este al tiempo receptor y nuevo agente transmisor). El que sólo existiese en la memoria (en la lectura oral)
hacía muy complicada, además, su conservación. Por eso
finalmente el texto escrito triunfa como método para la
conservación y difusión del saber.
Sin embargo, en el siglo XX, con el teléfono, la radio, el cine o la televisión, aparece una nueva oralidad,
la segunda, caracterizada, igual que la primera y según
Walter J. Ong, por la mística de la participación, la insistencia en el sentido comunitario, la concentración en el
momento presente y el empleo de fórmulas, pero con la
diferencia fundamental de su ámbito de influencia (la así
llamada “aldea global”) y de que no sirve la voz ya para la
construcción del discurso, que suele ser escrito. Así, hoy,
superados el paradigma de la oralidad y la textualidad,
hablaríamos –según José Manuel Lucía- de un paradigma
virtual, que sería una suerte de síntesis de ambos y que se
concreta(ría) en el texto digital, de doble naturaleza, pues
implica una codificación artificial –matemática- que sólo
el ordenador es capaz de codificar y descodificar, así como
de una “capa” de naturaleza humana (información lingüística representada con una forma de escritura humanamente legible, basada en una codificación lógica y en
un registro de signos gráficos de manera mecánica).
Respecto a la idea de la “plataforma de conocimiento”
tiene esta que ver con las bibliotecas digitales de los campos universitarios, y vendría a ser “una aplicación que integra un conjunto de herramientas y de aplicaciones que
se adaptan a las necesidades del usuario para albergar todo
el material necesario para su quehacer científico y docente
[…] que puede ser ampliado por el usuario, el cual tiene
acceso tanto a la información y servicios generales como a
los materiales personales que ha subido, que pueden permanecer privados o hacerse públicos según su deseo”. Lo
que reside detrás de tal concepto propuesto por Lucía es el
hecho de que no nos podemos contentar sencillamente con
la acumulación de la información y el saber en las bibliotecas digitales, sino que se ha de fomentar una “arquitectura
de la participación”. Para tal fin, deberían darse cuenta las
universidades de que, como dice José Antonio Magán, han
de compaginar el servicio a sus usuarios más cercanos con
“la ética más alta del pensamiento humanista representada
por el espíritu universitario de compromiso hacia ciudadanos que superan [sus] fronteras”.
En fin de cuentas, se trataría pues de añadir valor al
texto digital, de ir más allá de la reproducción digital de textos analógicos (que es en lo que nos hallamos hoy, en esta
fase todavía de transición), de no tener miedo de innovar,
buscando que la información esté (inter)relacionada, que
se produzca una verdadera universalización del saber (partiendo de la idea de la escritura no secuencial del hipervínculo). Pero, por sobre todo, de pensar que el autor no es ya
el guardián soberano del texto, sino que es “un paso más
dentro de todo el proceso” y que ahora el usuario, el receptor surgido de la web 2.0, y cuyo principio básico para
acceder a la información es la interactividad, adquiere un
“nuevo protagonismo y centralidad”. La tecnología, nos
dice José Manuel Lucía, ya está aquí. Ahora sólo nos queda
no ya inventar el futuro, sino aprovecharnos de todas las potencialidades del presente, sin recelar de la experimentación.
SÁBADO, 26 DE MAYO DE 2012
| BOCADESAPO | OPINIÓN
“Decálogo del Perfecto Provocador”, por Jimena Néspolo
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1. Elabórate un disfraz. Pon especial atención en la construcción de la máscara. Recuerda que una buena máscara debe condensar a simple vista los rasgos que más
te molestan de tu personalidad.
2. Identifica en la sociedad en la que vives las costumbres
y actitudes en las que tu máscara se solaza gustosa, y
prepárate para desnaturalizarlas.
3. Deja que la bestia que te habita respire su hiel destruyendo todo lo que encuentre a su paso.
4. No sientas culpa. Recuerda que el odio es otra forma
de amor y que si dedicas tanto tiempo a la faena es
porque la faena te importa.
5. Manten tu tarea en secreto. Saborea el anonimato.
6. Deja que el terror se expanda como un virus.
7. Permite que la duda sobre tu verdadero Ser se instale
a tu alrededor.
8. Haz que el sujeto civil que aún eres emprenda tareas
positivas y reparadoras de la destrucción que tú mismo
has generado.
9. Recuerda que tu figura es el oxímoron, que tu arte se
asienta en tu capacidad de sostener en simultáneo la
contradicción sin que ésta te destruya (lo Apolíneo y
lo Dionisíaco, el Bien y el Mal, la Vida y la Muerte).
Surfea tu esquizofrenia, no permitas que la ola te tu
locura te derribe condenándote al suicidio, al manicomio o al silencio.
10. Intenta que todos estos ítems se reúnan en la “obra”
que tu vida y tu nombre propio encarnen. Recuerda
que si no logras llegar hasta aquí la ordalía de tu desesperación habrá sido en vano.
VIERNES, 8 DE JUNIO DE 2012
“Entre el verde y el frío”, por Natalia Gelós
Todos los bosques, de Belén Iannuzzi. Ed. Pánico el pánico, Buenos Aires, 2012, 48 págs.
U
n paseo agridulce por la infancia, o por cualquier
tiempo muerto en el que el aire fresco y los días
ardientes se plantan para hacerle de escenario a
esta especie de poesía del camino. A eso juega El origen de
las especies, un libro breve y exquisito en el que la autora,
Belén Iannuzzi, logra pintar un universo al calor de los recuerdos, de a ratos azotado por versos que, sin aviso, aguijonean al lector. “Hice un barco de papel/ con un pañuelo
descartable/ para invitarte a navegar/ río arriba/ por el
agüita/ de mi pena”. Tan bello. Tan simple.
Editado por Pánico el pánico, dividido en dos partes:
“Poemas de la ruta” y “Poemas que le gustan a otros”, El
origen de las especies viaja al pasado pero también retrata el
presente. Posa la mirada en esos detalles que todos vemos,
pero de los que nada decimos. Pinta una época. “Nadie
escribió/ la novela de mi generación, / tal vez porque mi
generación/ ya no tiene novelas,/ tendrá nouvelles/ o cuentos/ en antologías que me aburren./ ¡Qué me importa!/
Yo quiero que me llames/ y me invites a salir,/ si es al cine,
mejor.”, escribe en “La voz humana por internet”. Amor
2.0. O la caprichosa belleza del desamor de siempre.
Son quince poemas, perlitas que chispean como gotas
de agua fresca contra el sol de la hora de la siesta en cualquier verano. Ahora Iannuzzi vuelve con Todos los bosques, también
editado por Pánico el pánico. Otra vez la potencia de las
imágenes. El lirismo disparado por la mirada. Por el plano
detalle que condensa mundos, pesares, esperanzas: “Vos
y yo/ y todos los bosques que fuimos/ antes de ser nosotros/ y las flores del aloe/ que parecen estrellas de día/
sostenidas en la ventana”.
Hay una melancolía a la intemperie, hay bosques de
invierno, centelleos por doquier, hay una mujer que crece
y no se anima a decirle adiós a la niña que fue, hay una
mujer que se obstina por conservarla. Y la nieve, la ciudad, y la juventud asentada, esa que inicia el estado contemplativo. Son poemas simples, que tienen la belleza del
bonsái. Es el suyo, como bien dice Miguel Grinberg en el
prólogo de Todos los bosques, un “lenguaje vegetal”. La voz
de una generación que no imposta, que no busca el choque por el hambre del ruido.
Hacia el final, se integra el “Diario de Noruega”, escrito, justamente, en ese país helado. Una crónica de viaje
que muestra la vida de unos seres acostumbrados a la
nieve, a la vida bajo cera, a buscar el calor en lo sutilmente
templado. El extrañamiento natural de quien mira ese territorio con cierta fascinación. Es un cierre coherente con
la vibración del libro en su totalidad: esa sensación de
viaje, de tránsito constante. Aquí, una vez, hay frío, árboles, niños, y está esa sensación agridulce de constante despedida. Así se cierra un libro que tiene la impronta de una
margarita vagabunda en la ciudad de humo. VIERNES, 18 DE MAYO DE 2012
“Conversaciones con Céline”, por Fabián Soberón
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Conversaciones con el profesor Y, de Louis Ferdinand Céline. Buenos Aires, Caja negra, 2011,128 págs.
33
L
ouis Ferdinand Céline sale, bajo fianza, de la cárcel
de Copenhague. Céline es médico y percibe las eczemas, los dolores invisibles, la pelagra, la ansiedad
que sube como una enredadera y no puede hacer nada.
Con Lucette, su mujer, se instala en un campo blanco, al
borde del helado y áspero mar Báltico. Ella es bailarina y
ama, como él, a los animales. Ama al viejo gato Bebert.
Lucette aprovecha el amplio corredor vacío y baila
sola y, a veces, da clase a tímidas señoritas danesas que
no saben quién es ella ni quién es él. Lucette a veces nada
sola, en verano, en el agua baldía del mar Báltico. A la
vista no hay nada. Solo una choza raída, llena de alimañas en verano y de tristeza larga, irreparable, en invierno.
Una estufa a carbón ilumina, tenue, los manuscritos y el
corazón que palpita aislado como un paria. Céline y su
mujer pasan hambre y frío. No tienen baño. No lo necesitan. Como un perro, él orina en la tierra blanca, al lado
del agua congelada. En las noches largas como fantasmas
escribe unos borradores. Lejos de las luces de París, su
odio se recrudece.
Céline no se amilana. En medio del sórdido desierto,
prepara un contraataque para nadie. O sea, para sí
mismo. Pasa noches perdido en el frío, mirando el devenir
absurdo de las olas negras en la noche blanca. De vuelta
en París, Céline es el peor traidor a la patria. Su escritura,
antes elogiada, ahora es vista como la marca negra de un
furioso y despreciable antisemita.
En ese marco, desde un lugar incómodo, el gran vociferante Céline, redacta una entrevista falsa, un diálogo
irreal pero certero sobre sus aficiones literarias, sobre el
sentido de su estilo. Con el odio guardado en una valija,
Céline prepara su autodefensa, un ataque irónico, mordaz, a sus múltiples detractores. Sin respiro, escribe una
apología poética. Ese libro es Conversaciones con el profesor Y.
Con los repetidos tics de su estilo, Céline habla, en
clave autoficcional, de sus taras, de sus obsesiones, de sus
virtudes. Y lo hace sin ahorrarse el tono grandilocuente,
megalómano, hiriente y oral. Evita las alusiones políticas.
Solo en una ocasión lo hace y asocia a la política con la
ira, con la cólera fácil. Sin pudor, repasa y repite sus aficiones, sus descubrimientos, sus aciertos.
Conversaciones con el profesor Y mezcla la impúdica autoapología con la falsa crónica. Propone un diálogo entre
el otro/el mismo Céline y un extraño teniente llamado Y.
Atrapado por la corriente turbia de la voracidad verbal,
Céline se autodenomina “el único inventor del siglo”.
Toda la obra de Céline es un enigma. Todas sus páginas plantean un enigma, una serie de preguntas hirientes: ¿De qué modo se unen en un hombre la obra brillante, única, y el iracundo ataque antisemita? ¿Es posible
separar las aguas de la creación artística de la corriente
tumultuosa de las ideas racistas? ¿En qué nudo ciego se
imbrican la vida miserable y la obra ejemplar? ¿Por qué
podemos disfrutar de Viaje al fin de la noche al mismo tiempo
que repudiamos al malicioso apólogo del nazismo?
No podemos no leer a Céline. Leer a Céline es nuestro
imperativo categórico. Si Viaje al fin de la noche es la gran
novela francesa del siglo XX, Conversaciones con el profesor Y
es su complemento estético.
MARTES, 15 DE MAYO DE 2012
“La intimidad, una serie de violencias salteadas”, por Marcos
Seifert
En breve cárcel, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, 155 páginas.
J
osé Luis Pardo en La intimidad distingue lo privado de
lo íntimo. Esto último, afirma el autor, remite a un
resto de indeterminación inapresable desde la duali
dad entre lo público y lo privado. Una distancia
que violenta la enunciación y transforma cualquier búsqueda autobiográfica en una experiencia de lo ajeno, de
lo extraño. La novela de Molloy, reeditada por FCE con
prólogo de Ricardo Piglia, materializa este hiato en la decisión narrativa que instala una fractura entre la voz que
narra y el sujeto de la acción. La novela, narrada en tercera persona, pero con un enfoque interno, propone una
división entre un sujeto que escribe y otro que lo narra
como una manera de poner en evidencia el asedio de ajenidad y extrañeza que socava la interrogación subjetiva.
En el texto de Molloy la inmersión en los recuerdos fragmentarios, las anécdotas amorosas y los relatos de la infancia son parte, a su vez, de un cuestionamiento de los
límites y alcances de la escritura fraguado en una suerte de
desdoblamiento en la marcha enunciativa que retrocede
y avanza, y mediante ese movimiento da pie a una reflexión sobre lo narrado: “Mientras espera escribe; acaso
fuera más exacto decir que escribe porque espera: lo que
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anota prepara, apaña más bien un encuentro, una cita
que acaso no se dé”. Junto al efecto de cercanía con los
hechos, destacado por Piglia en el prólogo a esta edición,
que parece volver al lector un espía de una “escena prohibida”, se establece también una distancia, una fisura que
es, a la vez, un espejo en el cual se ve a sí misma como
otra. La escritura, impulsada por un “desgarramiento inquisidor”, tacha, borra, inventa, desarma, reconstruye los
encuentros amorosos con Vera y Renata, su espera, sus
celos, su geometría de las pasiones. Al exponer el proceso
de producción escrituraria, las dificultades y limitaciones
del recuerdo y el registro de lo vivido, la novela no sólo
desarticula las convenciones del relato autobiográfico,
también evidencia sus vacíos, sus zonas oscuras. La intimidad, afirma Pardo, “aparece en el lenguaje como lo que
el lenguaje no puede (sino que quiere) decir.” En breve cárcel
acecha y señala esta inaccesibilidad de lo íntimo.
En su prólogo, Piglia reconstruye su escena de lectura
de la novela para destacar el modo en que lo atrapó “la
voz que narraba la historia”. Un tono que toma forma en
el vínculo emocional entre el que narra y lo narrado. Esta
articulación es clave dentro de la novela ya que el forcejeo
narrativo con los recuerdos elusivos se experimenta desde
la voz como una bisagra fundamental entre el cuerpo y la
palabra.
La contraposición entre phoné y logos es referida ya por
Aristóteles en la Política. Por un lado, la capacidad para
expresar placer y dolor, por otro, la de discernir lo justo
de lo injusto. Se puede pensar cómo en la novela la emoción modula el tono, interviene en el ritmo, pero hay que
advertir que la pasión se vuelve, también, un exceso que
hiere y violenta la escritura, le enclava silencios, la mutila.
Su reedición, como toda reedición, desplaza la novela y la reubica en un nuevo contexto de lectura. La
aproxima no sólo a un corpus que es parte de una tendencia que Alberto Giordano llamó “el giro autobiográfico
en la literatura argentina actual”, sino también a los criterios de lectura y los debates en torno a las “escrituras del
yo” y a la idea del “retorno del autor” que dieron lugar a
distintas denominaciones (“imaginación intimista”, según
D. Link) e incluso al cuestionamiento o negación de este
movimiento (“decir yo siempre estuvo de moda”, sostiene,
por ejemplo, María Moreno). Si de alguna manera el
texto de Molloy se vincula con lo autobiográfico, lo hace,
más bien, en el sentido en que el pintor y filósofo Eduardo
de Estal define este género: Una ´matriz de dispersión´
del texto literario resultante de la interacción disgregante
de elementos particularmente inestables como yo, tiempo,
memoria. Aquí se ejecuta el doble salto mortal por el que la primera
persona del verbo Ser deviene la tercera persona del verbo Estar”.
MARTES, 8 DE MAYO DE 2012
“Sobre la conflictividad constitutiva del espacio urbano”, por
Ramiro Segura
Topografías conflictivas: memorias, espacios y ciudades en disputa, de Anne Huffschmitd y Valeria Durán (Editoras). Buenos Aires, Nueva Trilce, 2012, 430 págs.
R
esultado de una modalidad de trabajo intelectual
que fomenta el diálogo, el intercambio y el debate entre personas de latitudes diversas, quienes
se inscriben en campos académicos y/o profesionales distintos, y que desde sus lugares específicos reflexionan sobre los procesos de las memorias y los olvidos de la historia
reciente de/en tres ciudades (Buenos Aires, Berlín y México), el libro Topografías conflictivas renueva la indagación
sobre un problema clásico: la relación entre el espacio y
la memoria.
Continuando esta tradición, los artículos nos recuerdan –valga la redundancia– que la relación entre espacio y memoria no es mecánica ni sencilla, tampoco persistente o estable. En efecto, la noción de topografía supone
desplazarnos del espacio en sí hacia los modos de apropiación, uso y representación, el espacio como efecto antes
que como sustancia, como relación antes que como esencia. De esta manera, si bien es indudable que los procesos
históricos (y, en el caso específico del libro, las violencias)
dejan huellas en el espacio urbano, éstas no constituyen
en sí mismas memoria, a menos que sean evocadas y ubicadas en un marco que les dé sentido. Por evidente que
parezca, entonces, no hay una relación necesaria –mecánica, lineal o esencial– entre espacio y memoria.
Analizando procesos y escalas diversas, desde ciudades (como el maravilloso ejercicio comparativo de Estela
Schindel sobre el río y la memoria en Buenos Aires y Berlín, o el artículo de Mónica Lacarrieu sobre la conmemoración del bicentenario en Buenos Aires), pasando por
el análisis de lugares de memoria (como los trabajos de
Claudia Feld sobre la ESMA en Buenos Aires, de Julia
Binder sobre el muro de Berlín y de Vázquez Mantecón
sobre el Memorial del 68 en México) hasta llegar a las
huellas que ciertos procesos sociales dejan en el espacio
(como el análisis de Emilio Crenzel sobre el Hospital Posadas) y los usos que actores sociales específicos hacen del
espacio de la ciudad (como la presencia de los militares en
el espacio público analizada por Máximo Badaró y las territorialidades de los migrantes bolivianos en Buenos Aires abordada por Sergio Caggiano), los artículos muestran
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que una ciudad, un lugar o una huella son objeto de negociación y conflicto acerca de sus sentidos y de sus usos.
Además, varios capítulos remarcan que los emprendimientos de memoria se enfrentan también a cierta tendencia a la naturalización, la rutinización y/o la estabilización del espacio urbano. La experiencia cotidiana de la
ciudad se organiza muchas veces por medio de un relato
que elude el conflicto y que restituye un sentido no problemático de la ciudad. Es precisamente contra esta tendencia que se realizan muchas de las intervenciones analizadas en el libro: los escraches y renombramiento de calles
por parte de HIJOS México estudiada por Olga Burkert
y relatada por los miembros de la agrupación en un texto
colectivo; la irrupción de López en la vida cotidiana que
tematizan Ana Longoni a partir del “activismo artístico”
y Hugo Vidal por medio de un ensayo fotográfico sobre esas irrupciones en distintos espacios y contextos de
la vida cotidiana (el viaje en colectivo, los vinos en el supermercado, el calendario, una publicidad callejera, entre
otros); los movimientos orientados a desmonumentalizar
a Julio A. Roca en distintas ciudades argentinas abordado
por Diana Lenton. Se trata de prácticas de espacio orientadas a fracturar el relato, interrumpir la temporalidad
cíclica de lo cotidiano, hacer visible lo naturalizado. En
definitiva, como lo denomina Longoni retomando a Wal-
ter Benjamin, se trata de “debilitar la prepotencia de lo
dado” a través del uso y la significación del espacio.
En síntesis: los artículos muestran que entre espacio
y memoria hay trabajo y conflicto, hay destiempos y articulaciones cambiantes, y hay indiferencias e irrupciones, dependiendo
tanto de los actores involucrados como de los tiempos y
los momentos. Así, cada uno de los textos nos permite reflexionar sobre las formas concretas que asume en contextos particulares aquello que Anne Huffschmitd describe
como la “conflictividad constitutiva” del espacio urbano,
que más allá de su apariencia cotidiana no tiene nada de
estable, cristalizado o perenne.
De esta manera, por las propias cualidades del espacio y la memoria –y más allá de los sentidos que los emprendedores de la memoria le otorguen a determinados
espacios–, el libro nos muestra que nos encontramos ante
un proceso social y político abierto, siempre en riesgo, sin
garantías, en el cual las marcas y lugares de memoria son
intrínsecamente accesibles y apropiables, y consecuentemente polivalentes.
La paradoja, en definitiva, emerge con claridad: necesitamos del espacio para recordar y, a la vez, lo que se
recuerde y lo que se olvide no dependerá exclusivamente
de lo que inscribamos en el espacio.
VIERNES, 4 DE MAYO DE 2012
“Cuestión de ritmo”, por J. S. de Montfort
La administración del miedo, de Paul Virilio. Ed. Barataria / Pasos Perdidos, Barcelona, 2012, págs.113. E
n su último libro publicado en castellano, La administración del miedo, y que se presenta bajo la forma
de una larga entrevista, ahonda el fenomenólogo
Paul Virilio en su idea de la tiranía del tiempo real, cuya
aceleración ya habían denunciado largo tiempo atrás los
surrealistas; velocidad que, según el teórico crítico francés, se ha convertido en un nuevo “culto solar”. Contra la
presencia invasiva de la velocidad, Virilio propone “una
cultura del empleo del tiempo, un modo de vida distinto
y opuesto [al régimen de la velocidad que no distingue ya
entre pasado, presente y futuro]”. Virilio mira a esta velocidad desde lo viviente, lo vivo (siguiendo a Bergson),
y desde la concepción del espacio como lugar en y a través del que experimentamos nuestro propio cuerpo (siguiendo a Husserl).
Así, Virilio reflexiona sobre la velocidad pero no como
un fenómeno singular, sino como “la relación entre los fenómenos”, como relatividad que ha de entenderse desde
la dromología (la ciencia del movimiento y la velocidad). Virilio demanda una cronodiversidad, es decir, la libertad
de poder acceder a una variedad de ritmos humanos. Por-
que lo que aquí está denunciando el pensador francés es
que la crisis actual es de tipo antropológico. La razón es
que estamos “tocando los límites de la instantaneidad, el
límite de la reflexión y del tiempo propiamente humano”. Por
tanto, no queda más que el reflejo condicionado, lo que
nos vuelve incapaces para pensar el espacio real. Ello conlleva que el arrebato haya sustituido a la reflexión, y la ira
se haya vuelto una suerte de afecto compartido (Virilio lo
llama “comunismo de las emociones”). Su base se halla en
el infantilismo del miedo, un miedo imaginario que viene
promovido por las “bombas informacionales” (difundidas
por los mass media) que sincronizan las emociones a nivel
mundial, pues elevan el miedo a la categoría de entorno
global, tornándolo cósmico (gracias a que abarca nuestra
relación con lo universal). Ello abre el camino para que
el pánico venga rodeado de un aura mística, y constituya
nuestro “hábitat”; o sea, el lugar en el que se desarrollan
nuestros hábitos.
Tal hábitat es un espacio de secesión intransitiva, un
éxodo giratorio, un“circuito cerrado, en bucle”, un ultramundo fractal (regido por el turbo-capitalismo) y cuyas
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normas son la ubicuidad y la inmediatez. Un hábitat dominado por la velocidad inmóvil de la interactividad que,
paradójicamente, nos fuerza al inmovilismo, nos dice Virilio. En otras palabras, se ha producido una separación entre nuestra conciencia inmediata y la realidad (algo que ya
dejara dicho Merleau-Ponty). Se trataría, pues, nos urge
Virilio, de recuperar “la línea melódica”,
La implicación más clara -y evidente- de tal desajuste
se halla(ría) en el lenguaje, en nuestra falta crucial de su
dominio, pues por causa de nuestra desmesura (la recobrada hybris griega) nos gobierna el arrebato que impone
la precipitación (siguiendo el dictado de la ideología de la
pura instantaneidad y el futurismo) y nos dejamos vencer
por la ira permanente. Esto nos conduce, según Virilio, a
ser incapaces de verbalizar nuestra frustración (y a caer en
la difamación y el insulto). Y es que no podemos escapar a
la sensación de que siempre vamos con retraso.
Así, por vencer tal (auto)impuesta ubicuidad e instantaneidad, tal “masoquismo voluntario”, deberíamos preguntarnos, como sugiere Virilio, dónde estamos con respecto al ser-en-el mundo en la era de la velocidad límite.
Para tal propósito, deberíamos “tomar la iniciativa para
definir las grandes opciones acerca de qué sociedad queremos construir”. Pero para ello, como me parece que ya
ha quedado claro, deberíamos ponernos de acuerdo para
bailar todos el mismo son, un son humano, claro; o sea,
deberíamos ser capaces, sin gritos ni amenazas, ni odios
ni chantajes, de entendernos. Se trata(ría) de reconocer
que “nuestra totalidad geofísica está efectivamente accidentada” y que (se) nos va la vida en ello.
LUNES, 30 DE ABRIL DE 2012
“El desconcierto del presente”, por Felipe Benegas Lynch
You think I’m over the hill
You think I’m past my prime
Let me see what you got
We can have a whoppin’ good time
“Spirit on the water”, 2006
Feel like my soul is beginning to expand
Look into my heart and you will sort of understand
You brought me here, now you’re trying to run me away
The writing on the wall, come read it, come see what it say
“Thunder on the mountain”, 2006
E
l rockabilly, el cowboy y Serrat. Ése, literalmente,
fue mi entorno en el show de Dylan del viernes en
el Gran Rex. El cowboy a mi izquierda, rockabilly
en la fila de adelante y Serrat a dos filas y un par de butacas a la derecha.
Después de dos o tres canciones Serrat se paró y se
fue con su mujer, no sé si a algún vip donde el sonido, extremadamente fuerte, no le lastimara los oídos, o simplemente a cenar. Rockabilly mantuvo su peinado y su entusiasmo todo a lo largo del show. El cowboy se levantó para
ir al baño pero regresó.
Había algo de gran equívoco en la sala. Mucha gente
que esperaba al suave canta-autor folk que nunca llegó;
que ni siquiera se colgó la guitarra acústica. Mucha gente
queriendo fotografiar o filmar el aura de este pequeño demonio musical a través de los disparos de los láser rojos y
verdes con los que los exaltados guardias del teatro luchaban por evitar que esas imágenes se plasmaran. Hasta le
dispararon a una señora que se paró a bailar eufórica con
“Like a rolling stone”, provocando la ira del hombre que
la acompañaba, que gesticuló vehementemente que “eso
ya era demasiado, que la cortaran”. La mujer siguió bailando sola, tratando de recordar en su mente la canción,
posiblemente en la versión de los Stones, porque la que
sonaba fraseada por Dylan definitivamente no la habilitaba para el baile tipo Woodstock que estaba realizando.
El cowboy, por otro lado, parecía inmune a los lásers y seguía sacando fotos a pesar de que lo acribillaban.
Yo observaba todo esto como parte de un ensueño
mayor a cargo de la música. Las canciones no eran las
canciones, pues variaban las melodías y hasta los acordes.
Dylan hacía las veces de un juglar recitador al que era imposible seguir. Todo eso era la música, que se despegaba
del pasado, de los discos, de la paz del recuerdo de los
espectadores que no podían hacer coincidir su emoción
prefabricada con lo que veían. Tal vez era eso: que no estamos preparados para ver un show que no satisfaga nuestras expectativas. Queremos ver lo que fuimos a ver, que el
bufón repita su gracia, no que se despache con una nueva
y desconcertante variación.
Dylan, sin embargo, no hacía sino sembrarnos de preguntas: ¿Cómo se puede cantar sin voz? ¿Cómo hacer folk
sin una guitarra acústica? ¿Cómo hacer un solo de guitarra o de teclado como si se estuviera jugando con un instrumento que no se domina? ¿O que apenas se domina en
comparación con la solidez de los otros músicos? Parecía
un niño jugando a solear, tratando de desconcertar y captar la atención de su banda. No sé si la nuestra.
La estaba pasando bien, con un bailecito aquí y allá,
de la guitarrita eléctrica al tecladito Korg, pequeños como
él, como si fueran de juguete. La armónica se ajustaba
más a los criterios de prolijidad y contundencia, pero res-
secreto que hay que esforzarse por escuchar. Y en el desequilibrio del fraseo está la fuga. La libertad para alguien
que no quiere dejar que lo capturen. Que debajo del sombrero confabula para abrirle grietas a la voz.
Me hubiera gustado que el sonido de la sala estuviera
a la altura de esa voz.
Para terminar, un pequeño y elocuente fragmento de
Dylan hablando sobre pintura (ya que de mamarracheos
se trata) en una entrevista del 2011 a cargo de John Elderfield:
You also said that a well-known painter (whose
name I won’t mention) had said to you, “Nobody
else paints like this.” It isn’t clear to me whether
that was praise or bafflement, or both. But, from
how you talk about the paintings, I get the strong
impression that you are not interested in the socalled art world, especially with the exclusivity
track of what kind of art is in and what isn’t in.
I didn’t know what to make of that statement either. What’s in
or not in changes all the time, doesn’t it? Some artists are always in—
Picasso, Rembrandt, Dickens, Son House, Keith Richards. There’s
nothing the authoritarian order can do about that. If you were never
in, you were never out. People are only out once they’ve been in. We
never hear of the ones that are truly out. They’re so out, they’re in.
It’s all relative, isn’t it? I’ve always been more of a traditionalist
and followed my own star—to thine own self be true and all that.
What’s in or not in is mostly media-manipulated for commercial
reasons anyway. You have to believe in what you do and stay dedicated. It’s easy to get sucked in to what others think you should do. But
there’s a price to pay for that.
VIERNES, 13 DE ABRIL DE 2012
“Las fascinantes crónicas de un dandy sombrío”, por Fabián Soberón
Noches en Fitzrovia, de Julian Maclaren Ross. Buenos Aires, La bestia equilátera, 2011, 248 págs.
H
éroe secreto de la literatura inglesa del siglo
XX, Julian Maclaren Ross ha publicado novelas
como Veneno de tarántula, cuentos como Tostadas de
jabón y fragmentos autobiográficos que lo ubican entre los
prosistas destacados de su generación. Nacido en 1912 y
muerto en 1964, ha sido considerado el subterráneo antecesor inglés de esa generación norteamericana que la
crítica denominó beatniks y que él, burlonamente, llamó
vagabundos.
Noches en Fitzrovia reúne una serie de relatos que evocan, sutilmente, los años de su niñez, juventud y madurez. Estas notas dibujan, bajo la rara mezcla del recorte
biográfico y de la evocación decididamente ficcional, una
vida que parece existir para ser escrita. Maclaren Ross no
escatima a la hora de narrar los estragos de la droga y el
alcohol sino que hace de ese pasado la materia amarga
para sus lúcidos relatos autobiográficos. En este sentido, se
podría decir que la crónica cede el paso a la ficción y que
la ficción hace lo propio con el relato crónico. Sea cual sea
el procedimiento, ningún relato autobiográfico desmerece
el nombre de literatura.
En “Monsieur Félix”, narra el feliz y melancólico descubrimiento de los títeres de la mano de un amargo y gruñón titiritero. Maclaren evoca el tránsito del interés por
los cines y los bordes en una pequeña ciudad francesa a la
fascinación que le provoca el espectáculo de los muñecos
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taba al desconcierto.
Eso: un desconcierto. Mucha gente de la platea, muy
seria, parecía a punto de irse. El volumen seguía subiendo.
El set acústico seguía sin aparecer.
Mientras escribo escucho Modern times, de 2006, y entiendo las letras. En el teatro no se entendía nada: ni palabras ni melodías. Pero no importaba: todo se fundía en un
fraseo. Dylan era un fraseo desconcertante sobre el contundente ritmo que la banda, en trance, se esforzaba por
mantener. Un ritmo sobre el ritmo. Contra el ritmo. Algo
que apenas llega. Que se va.
La banda, de hecho, hubiera sonado mucho mejor sin él.
Pero, ¿qué es “mejor”? Lo que hace Dylan con sus
irrupciones es mantener a su banda en vilo, evitar que caigan en la comodidad de repetir una fórmula consagrada.
Por eso no se rodea de coristas ni acepta que alguien doble su cascada y agónica voz. Le escapa al virtuosismo.
Lo suyo es empequeñecer, murmurar. No se quiere colgar del espejismo de su pasado. Quiere que uno lo mire
ahora, que escuche atentamente lo que dice hoy. Por eso
mamarrachea sobre sus mejores logros (vease si no la para
nada inocente versión de “It ain´t me, babe” teniendo
en cuenta que una banda con tres guitarras que funcionan
a la perfección no necesita una cuarta guitarra que desafine en primer plano). Quiere traernos al presente porque
parte de la premisa de que si está ahí parado es porque
tiene algo para decir. Basta con asomarse a Modern times (el
título del disco ya es un claro indicio de cómo escucharlo:
no es el pasado) para confirmar que es cierto.
Ha cambiado. Porque todo cambia. Y ser fiel al cambio es lo que lo mantiene vivo. He ahí la genialidad de este
duende musical que desafía y desafina todas las reglas con
su juego: él dice las cosas de un modo singular. Como un
37
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inertes y parlanchines. Un día, dentro de la cabina despojada y pobre de Félix, éste le enseña los rudimentos del
arte del titiritero. Después, en París, Maclaren recordará,
con Félix ya muerto y frente a otros artistas populares, ese
gesto inmaculado que no puede borrase de su memoria.
Maclaren no reniega de los procedimientos de la ficción. Aunque el lector percibe que está leyendo el rompecabezas de una vida, siente que el autor es un hábil mago
que organiza las piezas con un arte inusual. El autor inglés habla de los otros para hablar de sí mismo y recuerda
anécdotas íntimas para referirse a los otros: sus padres,
sus amigos y una anciana que ocupaba el trono en una
taberna de Fitzrovia.
“Reunión con un editor” no solo muestra de una manera indirecta el mundo difícil y cerrado de los editores
sino que, además, incluye el recuerdo dentro del recuerdo.
En la conversación con el editor, éste recuerda cómo conoció a Faulkner en EEUU. Cuenta que Faulkner le dijo
que en Santuario se narraba la infancia de Popeye, uno de
los personajes de la novela. El editor, absorto, había leído
la novela y no había encontrado dicha referencia. Faulkner, altivo y tranquilo, releyó el manuscrito y se dio cuenta
de que se había olvidado de escribir ese pasaje. Sin remordimientos, escribió el fragmento. Como la novela ya
estaba en la imprenta, para solucionar el inconveniente el
editor decidió incluir el pasaje al final de la novela. De ese
modo, Santuario adquiere, para los ignorantes lectores, la
forma de una curiosa innovación.
No es menos atrapante el relato denominado “Viaje
al país de Greene”. Maclaren, admirador del autor de El
cónsul honorario, lo visita en la mansión de Clapham Common antes de la guerra. Maclaren tenía veintiséis años y
se dedicaba a vender aspiradoras. Cuando se presentó a la
ama de llaves, ésta le dijo que ese día no comprarían artículos domésticos. Es decir, lo confunde con un vendedor.
Ya en la conversación con Greene, Maclaren le cuenta
que vende aspiradoras. El elegante Greene, con una jarra
de cerveza en la mano, le dice que seguro lo hace para co-
nocer mejor el ambiente para después escribir. Maclaren,
alelado, le confiesa que no es así, que lo hace porque de
otra forma no podría sobrevivir. El humor es un recurso
que aparece de manera continua en las crónicas-relatos.
“El vecino estrella polar” es un largo retrato de su trabajo junto al poeta y narrador galés Dylan Thomas. Maclaren lo admiraba y alumbra, en esta inolvidable crónica,
las horas que compartieron en una empresa cinematográfica que producía documentales. DylanThomas y Maclaren se dedican a escribir un guión sin conocer el asunto
del que trata y proyectan otro –que suponen será la pieza
cumbre del género– que nunca será terminado. A través
de la lógica de la escena, Maclaren descubre el mundo desolado y pobre del cine en un país que sufre el impacto de
la guerra y que deja sin trabajo a miles de personas.
En una taberna, con la cara roja por el whisky, Thomas se queja de que Maclaren use saco blanco y bastón.
Le pide que abandone esa maldita pose de dandy y que
luzca más sórdido. Maclaren le confiesa que no los usa por
mera impostación sino porque ha estado en la cárcel. El
poeta, sorprendido, le pide disculpas y, a partir de ese día,
entablan una extraña amistad.
Maclaren fue un dandy oscuro, sombrío y lúcido, el
personaje que OrsonWelles hubiera querido dirigir. Un
escritor que supo reescribir la materia sórdida de su vida y
convertirla en joyas que se leen como relatos precisos y rítmicos. Con avidez estética y cierto desencanto, escribe su
autobiografía bajo la forma del cuento corto, de la crónica
difusa y encantadora, del recuerdo perdido y encontrado,
de la anécdota breve e inolvidable. Sus relatos autobiográficos son menos la memoria protocolar de un consagrado
que los fragmentos desenfadados de la autobiografía ficcional de un dandy atípico. Valiéndose del uso prolífico
del diálogo, del adjetivo preciso, de la referencia histórica,
de la anécdota sencilla y trivial, Maclaren escribe un pasado que ya no le pertenece pero que sabe reconstruir con
el arte de una prosa fascinante.
VIERNES, 30 DE MARZO DE 2012
“La escanción como dispositivo proliferante”, por Silvana López
El otro Joyce, de Roberto Ferro. Lanús, Colección La orilla parda - Liber Editores, 2011, 269 págs.
L
as ficciones narran una experiencia, narran un
viaje o narran un crimen. En la de Jorge Cáceres,
el narrador-protagonista de El otro Joyce, se entrelazan todos esos posibles relatos; cada uno es el punto de
partida de otras bifurcaciones o el repliegue dilatorio del
porvenir o el parcelamiento de la temporalidad de un devenir fingido.
La novela transcurre entre Buenos Aires y la Toscana,
en un período posterior a la era menemista. El protagonista busca por encargo un ejemplar del Finnegans Wake
de James Joyce con notas manuscritas de Borges pero encuentra otro original, My testimony de William Joyce, un
activista político y locutor de radio, hijo de un rico comerciante irlandés, condenado a muerte por traidor al gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial. Simultáneamente, Cáceres es contratado por un prestigioso
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estudio de abogados para seguir a un importante empresario, Marcos Almeida, dueño de un holding de dudoso
estado financiero, hasta Florencia, con el objetivo de tomarle una serie de fotografías que prueben su infidelidad.
Debido al trascurso de las circunstancias y siguiendo,
entre otras, las indicaciones de Dick Tracy, Cáceres se
convierte en un detective aficionado en el entramado de
una compleja red de configuraciones genéricas en la que
el policial es la excusa para la narración o la trama que
permite el encuentro, perturbador, entre el relato y el metarrelato, el uso paródico de la escritura y los textos, la
crítica y la teoría literaria junto a las obsesiones y formas
de la autobiografía. Con un ojo estrábico, “que le permite
abarcar la totalidad de la escena”, el personaje, un consumado perdedor devenido buscador de libros y personas
para poder subsistir, construye un artificio que da cuenta
de una biblioteca en la que no faltan ni los laberintos ni los
espejos que duplican las apariencias.
Como todo hombre de esa biblioteca, Cáceres va en
busca de un libro y encuentra otro. Es perseguidor y perseguido. Lo involucran en una farsa y arma otra. Mientras
se viste y se desviste, escribe y es escrito; encuentra, traduce y narra acerca de un traidor, diferente a Kilpatrick,
el otro irlandés, y el mismo es un traidor, un impostor, un
contrabandista, que llena su relato de alusiones y desplazamientos convirtiendo el texto en una biblioteca interminable. “Somos todos agentes dobles”, ha afirmado Paolo
Fabbri y así se comportan tanto Jorge Cáceres como Ro-
berto Ferro, a su vez, creadores de dobles, autorías apócrifas y heterónimas, que juegan, todos juntos, a la verdad
verdadera o a la falsa verdad en las maquinaciones de la
conspiración, el engaño, el secreto y las traiciones.
Las alusiones a la literatura de Jorge L. Borges, las figuraciones de Juan Carlos Onetti, las maniobras de Rodolfo Walsh, la poética de James Joyce, entre otros intertextos, y las reflexiones sobre el género policial, la épica,
la traducción, la distinción entre original y copia, por una
parte, la captura de una calle porteña o un pasaje florentino así como la demora en la letra al narrar un estado de
ánimo, una postura, una presencia, por otra, se tensan en
la novela en una erótica de la escritura plasmada en palabras minuciosamente elegidas para dar cuenta de las sinuosidades y vacilaciones del relato y/o cómo la escritura
convierte las vicisitudes de la vida de los personajes en una
trama de múltiples encastres aparentes.
Aferrado a una lógica inefable, El otro Joyce se inscribe
en el desvío, en el contra-bando, contra-la unidad de sentido y el confort de regocijarse en lo unívoco. Desestabilizar, escandir, parcelar, cada uno de las instancias narrativas y al mismo tiempo, novelizar y tematizar los motivos y
procedimientos constructivos, se convierten en la interestancia en la que se trama el texto. De ese modo, Roberto
Ferro o Erbóreo R. Frot o Miguel Vieytes o Jorge Cáceres,
a veces también, Adelma Badoglio, mortifican el policial encriptándolo en una retórica del secreto que lo hace estallar en una multiplicidad de galerías hexagonales.
LUNES, 26 DE MARZO DE 2012
“El ejercicio de mirar, el desafío de nombrar”, por Natalia Gelós
Los otros, de Josefina Licitra. Buenos Aires, Debate, 2011, 140 páginas.
H
ay dos barrios pobres enfrentados. Y hay un riachuelo hediondo. No cualquier riachuelo: El
Riachuelo, que se filtra entre los habitantes de
esos dos barrios como susurrante, como si fuera él el encargado de narrar sus pasadas derrotas, sus futuras desgracias. Pero, claro, esta historia de oposiciones no tendrá un nudo de amor que dirima las diferencias. Aquí
hay odios, odios por los descuidos de un Estado que hace
tiempo se olvidó de ellos, odios al vecino, generados por
el miedo, odios por el paisaje que entrega la mañana: un
muro que divide ambos barrios, basura desgranada que
avanza por los rincones, animales moribundos y el olor
casi corpóreo de la miseria. Esta es la historia de dos barrios enfrentados: Villa Giardino, por un lado, el territorio
de “los tanos”; Acuba, por el otro, el territorio ganado al
basural en el que se ubicaron los otros, “los negros”. Esta
es la historia de sus diferencias, de pobres contra pobres
en el conurbano bonaerense, y es la historia, a su vez, de
años y años de políticas de abandono.
“Estoy podrida del periodismo Cáritas”, escribía Josefina Licitra, autora de Los Otros, hace un tiempo.
Lo afirmaba luego de que su libro saliera, luego de las
repercusiones, de las lecturas y relecturas, y lo decía pensando en la especial atención que había tenido uno de los
pasajes del libro que decía así: “Soy una mujer de clase
media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como
son”, y era su manera de sincerar una situación que, de
otro modo, quitaría fuerza a la integridad del relato. Porque, en principio, leer Los Otros es un modo de acercarse
a una situación de pobreza extrema, desde una comodidad impúdica (la del que lee) frente a las situaciones que
se narran. Y la que se acerca a ese territorio es una periodista que tampoco tiene que ver con ese mundo que en
los últimos años ha sido abordado hasta el descaro por
periodistas que asoman sus pies, muestran la miseria y se
van. No es el caso de ella: No sólo porque se incluye en
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el relato y abre la discusión a estas cuestiones. También,
porque llega a conocer a los protagonistas, porque habla
con poderosos, porque se sincera ante sus propias flaquezas. En ese mismo artículo, Licitra explicaba el porqué de
“soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre
pobres”. Decía: “ante la posibilidad de sentir lástima, preferí sentir rechazo. Ante el lagrimón con rimel importado,
preferí la incomodidad de una frase que me interpelara y
me obligara a buscar respuestas. Ante –en síntesis- la propuesta progre de sentar un pobre a mi mesa, preferí decir
“no gracias” y sentarme a comer sola”. ¿Cómo narrar la
pobreza? ¿Cómo describir la miseria si no se es parte de
ella? Licitra da una pista: con sinceridad.
Entonces Los Otros es eso: un libro sólido, que acierta en
el rigor periodístico y también en la grandeza literaria. Literatura de la buena para abordar eso que llamamos realidad.
Otra de las necesidades -y por lo general, las faltas- de
relatos de este tipo, son las indicaciones claras de cadenas
de responsabilidades políticas a lo largo de la historia que
llevan a que, finalmente, la mano de uno de los integrantes de un barrio dispare, o no, contra el cuerpo desnudo
de un integrante del otro. Porque la violencia entre pobres
es muchas veces una historia de ausencias varias. La historia de olvidos políticos es, tantas veces, la que prepara el
gatillo. Esa desidia sistemática es nombrada, interpelada,
es casi un olor más que apesta en los márgenes de ese Riachuelo omnipresente.
Y, por su puesto, una historia como ésta no sería igual
si no estuviera narrada como lo está: magnífica, atrapante,
con un sinfín de descripciones precisas, impregnadas de la
desesperanza del entorno, con un lirismo amargo, a tono
con los diálogos, con la trama que visten; con un final que
vuelve sobre la idea que recorre todo el libro: que a veces
hay un límite, que, inteligente, Licitra reconoce y señala:
el momento justo en el que, ante tanta realidad, las palabras se apagan.
VIERNES, 16 DE MARZO DE 2012
“Un curioso club”, por Fabián Soberón
La intromisión, de Muriel Spark. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011, 251 págs.
N
ada impedirá que recomiende la novela La intromisión, de Muriel Spark. Ni el calor, ni los lectores
desganados, ni la abulia de la industria editorial.
Cuando se lee a una autora que ha escrito una novela magistral, llena de humor y de inteligencia, lo único que cabe
es recomendarla.
La voz de la narradora cuenta la historia en primera
persona y lo hace con una naturalidad que produce una
comunicación rápida y verosímil. La prosa se ajusta al
tono confidencial y el lector siente que está leyendo los
secretos de alguien desconocido que, sin embargo, con el
correr de las páginas se convierte en una voz amigable
y veraz. Fleur, la narradora, se queja, analiza, padece, y
ofrece sus apreciaciones sobre la realidad y la ficción con
la misma inteligencia (en todos los casos).
La novela narra la difícil vida de Fleur, una curiosa escritora en ciernes que no tiene trabajo y que lo encuentra
como secretaria de un delirante club de aspirantes a autobiógrafos. Los miembros selectos del grupo no tienen habilidades literarias y Fleur debe ocuparse de mejorar sus
borradores mediocres. El líder y creador del club es Sir
Quentin, un atildado caballero venido a menos amante
de los títulos nobiliarios y defensor del espíritu místico.
Con el paso de los días, Fleur se entera de que sir Quentin
tiene propósitos menos inocuos con los miembros del club.
Su pasión por la autobiografía y por la idea de un club selecto que deja documentos de nobles ciudadanos para la
posteridad tiene componentes no santos. Por contrariar el
proyecto secreto de sir Quentin, Fleur se ve envuelta en
sus redes paranoicas y místicas. Sir Quentin tiene como
aliados a la fea sirviente de la casa, la señorita Tims, quien
está enamorada de él, y a los pobres aspirantes a autobiógrafos. Pero ni sir Quentin ni la señorita Tims saben que
Fleur se ha hecho amiga de la anciana madre de Quentin,
Edwina, quien le ayudará no sólo a descubrir los pérfidos
fines del líder del club sino también a recuperar el manuscrito perdido de su primera novela.
Mientras la trama fluye y crece como un río, la voz
de Fleur se las arregla para introducir la “discusión” sobre las relaciones entre literatura y vida, o entre ficción
y realidad. Y precisamente es el modo de incorporar esa
discusión lo que le da un tono peculiar a la novela. Muriel
Spark introduce este “problema” y lo resignifica convirtiéndolo en un elemento de la trama.
Una de las gemas que más brillan en el espacio de la
novela es el personaje de la anciana Edwina. Ella, al igual
que los personajes secundarios, no serán olvidados. La
tierna y pícara anciana le ayuda a Fleur a descubrir el
sentido de los hechos y de la vida.
Hay en la voz de la narradora cierto tono de melancolía feliz que atraviesa toda la obra. Pero este tono está
particularmente logrado cuando Fleur habla de la escritura de su “primera novela”. Estas apreciaciones, lejos de
aburrir con sesudas reflexiones literarias, lo que hacen es
| BOCADESAPO | RESEÑAS
describir sin ambages y con humor la tensión entre autor
y editor de una manera original. Con sobriedad y sentido
de la ironía, Spark aborda cuestiones que están en el centro de los debates literarios y dibuja enredos con pericia y
encanto.
La construcción de la trama es precisa y calculada.
Además de crear personajes inolvidables, Spark es una ar-
tista al dibujar el perfil indirecto y breve de los personajes
secundarios. Y el sutil sentido del humor palpita en las páginas como un corazón agitado y vital.
Celebro la reedición que hizo La bestia equilátera de esta
novela de Muriel Spark. Los que ya la han leído, pueden hacerlo de nuevo. Para los que no se han acercado a
Spark, esta es una excelente oportunidad.
MIÉRCOLES, 7 DE MARZO DE 2012
“El humor como credo”, Rosana Koch
41
Cuidado con el tigre, de Luisa Valenzuela. Buenos Aires, Editorial Seix Barral, 2011, 210 págs.
ABC de las Microfábulas, textos de Luisa Valenzuela, ilustrados por Lorenzo Amengual. Buenos Aires, Ediciones La Vaca, 2011.
C
uidado con el tigre y ABC de las Microfábulas son las
dos obras que Luisa Valenzuela ha presentado a
fines de diciembre de 2011. Cuidado con el tigre
es una novela escrita en los años 60, “engavetada” durante
largos años para que recién ahora salga a la luz. “Este
eslabón perdido” devela un plan de escritura coherente
con todos los temas que recorre su obra, especialmente se
cuela ese imperativo de cuestionar la autoridad opresiva
y comenzar a reflexionar sobre el poder que posteriormente Valenzuela explorará hasta las chispas. La novela
recrea una “pseudo organización” que intenta lograr organizarse en su propio poder y se disuelve en ese intento,
al estilo de una farsa. El asesinato del Che Guevara, los
ecos de una revolución, las primeras agrupaciones guerrilleras, la figura política de Onganía son el escenario donde
los personajes, a veces de manera caricaturesca, se aglutinan en “la organuta” en busca del desesperado intento de
que la realidad se adecue a sus sueños, para fracasar hasta
el ridículo –como los volantes políticos que no llegan a
destino porque terminan desparramándose en plena carretera a causa de unas vacas.
El argumento pone en primera escena un triángulo
amoroso, sin embargo el amor desaparece para reducirse
a una mera y digitalizada lucha por el poder: poder que
se cubre con contrastantes máscaras, pero que la autora
logra finalmente deconstruir con un tono paródico y humorístico: de la revolución política se pasa a la revolución
sexual entre las recámaras privadas de los tres personajes
principales de la historia, el tigre Alfredo Navoni, y su cotejo a las dos hermanas, Emanuela, “la capitana”, y Amelia. La interacción de estos tres personajes revela el oscuro
secreto del poder, aquel que afirma que la mejor arma
para dominar al otro es el sexo: “(…)porque a Navoni la
posibilidad de amar a las dos hermanas, o al menos de
dejar que se pelearan por él, no le resultaba nada desagradable”; y Emanuela “sospechaba que quería tenerlo
para sí y tragárselo en cuerpo y alma y hacer con él lo que
no podía hacer con el país, es decir manejarlo. Amelia en
cambio era más sutil, y por ende más perversa, porque
cuando él se dormía después de hacer el amor se levantaba sigilosamente para lavarle las medias (…). Y a la mañana siguiente le preparaba el desayuno como le gustaba
a él y lo mimaba y poco a poco lo iba encerrando en una
domesticidad pegajosa como una telaraña”.
ABC de las Microfábulas es un Abecedario Ilustrado
que se presenta como un libro de artista con una tirada
única de 300 ejemplares numerados y firmados por los
autores, además de que consta de 28 láminas de bordes
dorados. En la Macromoraleja, especie de prólogo, Valenzuela comienza a barajar esta aventura: “Toda fábula es
un mundo, acotado en este caso por exigencias de la minificción pero ampliado hasta el paroxismo (para usar un
término lewiscarrolliano) gracias a los geniales dibujos de
Lorenzo (Lolo) Amengual, que trascienden el concepto de
mera ilustración y nos guían por inesperados caminos de
comprensión, sorpresa y juego que requieren su propio
tiempo de lectura.”
A cada letra corresponde el nombre de un animal, así
la A es la “Astuta Aracné, araña por antonomasia, al atardecer ara las almohadas de ambiciosos andariegos y átalos
con autosegregadas amarras afinadas para asegurarlos.
Así las alondras, al aterrizar al alba, aguardan la aparición
del astro ardiente anidando en las ansias ambulatorias de
aquellos alocados audaces que al andar de acá para allá
amenazan las áreas de acceso a las alucinaciones. Moraleja: Al llegar la noche entregate nomás al sueño. Si sos un
vagabundo de lúcida vigilia podés caer en la red.” Cada
risueña moraleja poco tiene que ver con una intencionalidad didáctica, además de que cada microfábula concluye
con un glosario a modo de invitación para ensanchar los
límites de nuestra lengua. El juego continúa con la M de
Mimí, majestuosa mariposa monarca, la J de Jacinta, jirafa de Jaipur, la C de Claudio, caballo coscojero, la Ñ de
Ñata, la ñandú ñañosa de Ñuñoa y tantos otros del bestiario fabuloso.
Ambas obras están atravesadas por el humor, porque
es la herramienta que le concede a la escritora la cosquilla necesaria para desviarse a un movimiento de libertad.
En Cuidado con el tigre hay un humor con el cual sonreímos debido a la contradicción entre los personajes de la
“organuta”, y en las Microfábulas el humor es la estrategia
para poder liberar al lenguaje “del corsé de su estructura”
y jugar experimentando con sus múltiples posibilidades. Y
porque la propia Luisa Valenzuela ha sentenciado: “Si tuviera que escribir mi credo, empezaría por el humor: creo
en el sentido del humor a ultranza, creo en el humor negro, acérrimo, creo en el absurdo, en el grotesco, en todo
lo que nos permita movernos más allá de nuestro limitado
pensamiento, más allá de las censuras propias y ajenas,
que pueden ser letales.”
VIERNES, 2 DE MARZO DE 2012
“Haciendas”, por Jimena Néspolo
Sobre Cuadernos LIRICO. Revista de la red interuniversitaria de estudio de las literaturas contemporáneas del Río de la Plata en Francia. “Juan José Saer: archivo, memoria y crítica”. Actas del Coloquio internacional, Maison de l´Argentine, Cité Universitaire, 4 y 5 de junio de 2010. Nro.6, Nueva época, diciembre
2011. Director de la publicación: Julio Premat.
D
jorik estaba demasiado preocupado para disfrutar
de aquel día en familia y con amigos que su mujer había cuidadosamente dispuesto ese domingo
de otoño. La carne de belcebú de horneada casera se le
antojaba dura, de pellejo cansino, y las hortalizas cocidas
al agua de manera sencilla a fin de mantener los sabores
puros se le deshacían en la boca sin dejar rastro alguno
de placer. Las mujeres lidiaban con los niños, trataban de
que terminaran de comer antes de que la urgencia del
juego los arrebatara de la mesa de tamaño pequeño, improvisada para la ocasión junto al ventanal desde el cual
se observaban las nubes y el impetuoso paisaje desértico.
Los adultos, tres hombres de edad madura acodados en
la grande (la gran mesa oval que coronaba el centro del
comedor), mantenían un diálogo acalorado, mientras la
pareja de ancianos que se encontraba sentada en la orilla
oriental del recinto atendía embelesada. Djorik, sustraído
de la escena, observaba el hacer de las cuatro mujeres ante
la mesa de los niños y el ventanal y el desierto, sin llegar a
participar en la escucha de la discusión que ahora mantenían los hombres. Toda la semana había sufrido esa presión en las sienes, ese dolor sordo y constante cuyo origen
no llegaba a identificar y que por tanto persistía como un
río de movimiento continuo y descompuesto, extendiéndose ya hacía sus piernas cansadas, ya hacia sus manos
nerviosas o hacia su pecho y allí instalaba su agua dura,
tal como si fuera una mariposa negra que batiera frenética sus alas, desesperada por salir de su carne. Entonces
Djorik se encerraba en los viejos galpones y allí pasaba las
tardes, ordenando el caos que por años la producción de
su prole había generado. Su tarea, su misión –se decía–
era administrar los restos. Ordenarlos. Realizar el certero
mapa de las provisiones de su granja en ruinas. Según su
cálculo, así abandonada e improductiva como estaba, con
todas las reses carneadas y congeladas, con suerte y racionalidad podía darle de comer a él y a su familia durante
toda su vida. Djorik era el último eslabón de una estirpe
que había ejercido la ganadería de un modo artesanal,
contando las cabezas de ganado como si fueran las cuentas de un rosario sagrado. Y como último eslabón también
había sido testigo en su juventud de los primeros incendios
espontáneos que, por aquel entonces, habían comenzado
a diezmar la corteza terrestre liquidando en poco tiempo
esa forma de producción cárnica. ¿En qué año había sido
aquello? Se preguntaba ahora, mientras observaba cómo
Georgiano daba un puñetazo sobre la mesa y luego levantaba hacia Miquel un dedo acusador, con ira contenida.
¿Cuándo se había desatado la debacle? Si mal no recordaba, cuando su padre decidió pasar a cuchillo todas las
reses y colocar grandes refrigeradores aislantes en los galpones que otrora habían sido de engorde y ordeñe, tenía
apenas unos años más de los que él contaba ahora. Había
tomado una medida drástica, única, y gracias a ella no se
había fundido como muchos productores de la zona. Una
res muerta y congelada –decía siempre cuando algún vecino le pedía consejo– es una res vendible. Y así lo fue. Sin
plazo de vencimiento, gracias al nuevo sistema biorefrigerante, su padre vendía las reses a cuentagotas cuando el
bolsillo lo apremiaba. Ahora Miquel le contestaba a Georgiano con gestos
descompuestos, a todas vistas encendido, al punto que su
mujer, Geraldine, colocada tras las espaldas del hombre,
le pedía mesura a su marido con muecas silenciosas y gestos abnegados, como llamando a la paz y al orden. Los
niños ya se habían retirado de la sala y las demás mujeres terminaban de levantar los últimos trastos. Delgadisa
pasó junto a Djorik con una pila de platos en la mano, y le
ofreció una sonrisa cómplice a su esposo mientras le decía
a Martinia:
–¿Y qué tal el nuevo cultivo de gerontes? Se los ve muy
cómodos, muy felices, ¿verdad? –¡Ah… son divinos! ¡Y tan cariñosos! –ambas muje-
recto al Polo Club, una banca en el Senado o vía libre al
crédito bancario.
Miquel era un hombre práctico, y como tal encontraba siempre el modo exacto de expresar los conflictos.
El cultivo de gerontes hoy movía el mundo. Había gerontes de ciento veinte a ciento cincuenta años sin descendencia y con fortuna al cuidado exclusivo de las CiudadesEstado, para las cuales significaban una responsabilidad
y un gasto excesivos así que les ponía un precio y los vendían sin mayor preámbulo. Los gerontes, con su babeante
docilidad y con su Historia, eran las llaves del Sistema.
Para abrir una puerta, ocupar una plaza pública, subir
un escalón en la pirámide social, había que hacerse con
uno. Jote Andreu, que era un hombre extremadamente
culto y reservado, asintió a todos los dichos de Miquel y
los socios volvieron a la arena de la disputa justo cuando
Djorik absorbía la última pitada de hierba de su pipa y
una somnolencia acogedora de pronto lo envolvía. Qué
poco le importaba aquello. Qué afuera que estaba del Sistema con su administración certera de la ruina. En unos
minutos más seguramente su mujer vendría a buscarlo y,
con el pretexto de que lo veía cansado, le anunciaría a
todos que mejor se volvían a casa temprano, que mejor
no se andaban de noche por la carretera con tanto pirata
suelto por ahí. En su casa, seguramente, comentarían los
pormenores de la jornada y se reirían juntos. Djorik tenía una preocupación, un malestar que ahora por suerte
había olvidado. Quizá mañana lo recordara, o quizá no.
Su padre había tenido la dignidad de encontrar sin miedo
una buena muerte. Estaba seguro que, siguiendo sus pasos, su final sería también feliz.
VIERNES, 24 DE FEBRERO DE 2012
“Los enemigos de la poesía”, por J. S. de Montfort
El poeta asesinado, de Guillaume Apollinaire. Barcelona, Barataria, 2012.
L
as dos líneas maestras de la nouvelle El poeta asesinado del escritor francés Guillaume Apollinaire
(1880-1918) podrían ser la fatal admonición que
brinda su peripecia (el aniquilamiento de la sensibilidad
poética) y la disparatada sinrazón de su fluir discursivo (el
lenguaje que conspira contra su arbitraria lógica interna;
lo que Breton llama su liricismo). En El poeta asesinado, Apollinaire se vale de una praxis destructiva basada en el sinsentido del absurdo y que sirve como desacato de las normas de la vida y de la naturaleza (entendida ésta como
espejo en el que el artista se ha de mirar para desentrañar
los secretos del mundo) y que se nos presenta con diversos
disfraces (drama, novela bucólica y pastoril, relato fantástico, relato naturalista, etc.) que se subvierten de manera
provocadora en 18 cantos.
En su lectura contemporánea, más allá de la hipérbole fantasiosa, la exageración y el disparate (al estilo predadaísta), El poeta asesinado mantiene su fuerza en la carga
alegórica y que el poeta nos presenta al modo de la metáfora continuada. Su leitmotiv podría ser el siguiente: “frente
al arte está su apariencia, de la que los hombres no recelan
y que los rebaja de donde el arte los había elevado”. Apollinaire hace de tal apariencia la naturaleza de la denuncia
de su arte, encontrando en ella un canto a la mezquindad
destructora del mal.
Para ello, Apollinaire nos cuenta la historia del poeta
Croniamantal, un poeta que queda huérfano y es entregado para su educación a un holandés llamado Janssen,
que ejerce de maestro y le instruye en las diversas lenguas
y en la poesía y las ciencias. En su juventud Croniaman-
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res se dieron vuelta a mirar a la pareja de ancianos que se
hacía arrumacos–. Estoy tan feliz con esta nueva adquisición de la familia... Esta semana ocupamos su lugar en el
Cocot, por primera vez asistimos al espectáculo del circo
central en un palco de lujo. ¿Qué decirte? ¡Fue como tocar el cielo con las manos!
Djorik se acomodó en el sillón azul que lo cobijaba
desde hacía media hora. Prendió su pipa de granito siberiano con hierbas aromáticas, ideales para la digestión de
carne magra, e intentó prestar atención a la discusión de
la que Jote Andreu, el marido de Martinia, ahora oficiaba
de árbitro, parapetado tras su rostro de expresión adusta.
Si la conversación seguía el curso previsto, era posible que
sus amigos lo interpelaran a él en busca de una opinión
que dirimiera el conflicto, así que al menos debía enterarse de qué estaban hablando.
–Señores, les pido que mantengamos la cordialidad,
el que ustedes sean amigos y socios en los negocios no es
excusa para que ofendan con sus comentarios groseros y
confianzudos a los nuevos integrantes de mi familia –intervino Jote Andreu, de pie junto a los ancianos que seguían sonriendo tomados de las manos sin manifestar incomodidad alguna.
–Desde ya, desde ya… van mis disculpas. –Contestó
Miquel con celeridad. –Es que si vamos a compartir con
Georgiano un cultivo de gerontes, al menos debemos ponernos de acuerdo del rubro a cubrir. Claro que lo más saludable sería que cada cual tuviera el suyo, pero ya ves…
La economía de nuestra pequeña empresa no nos permite
lujos, o compartimos el cultivo, o nada. Así que lo mejor
es que tengamos claro si queremos conseguir un pase di-
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tal se enamora de Mariette y siente la tristeza trágica del
amor (pues el deseo queda enclaustrado en una imposible
memoria platónica: en el recuerdo). Al llegar a la mayoría de edad, su tutor muere y Croniamantal se va a París
a entregarse “apaciblemente a su inclinación por la literatura”. Allí, un pintor trasunto de Picasso y a quien se menciona como “el pájaro de Benín” le vaticina que Tristusa
Bailarineta (a quien Croniamantal no conoce) habrá de
ser su mujer (su musa). En un retorno a la naturaleza (en el
bosque de Meudon) y en el que Apollinaire hace converger diversos tiempos del relato (al modo cubista, igual que
en su poema Zona, con el centro del eje narrativo oculto),
Croniamantal se encuentra con la voz hipnótica de Tristusa Bailarineta que le canta y le enamora y, al tiempo, encuentra a su doble –y quien habrá de ser su rival sexual–:
el ´falpoeta` Paponat. Tristusa se hace amante de Croniamantal y se vuelve hermosa gracias a los versos que este le
compone, pero pronto le abandona por su rival Paponat,
en tanto que Croniamantal se vuelve célebre.
La trama (y el drama) se disparan cuando Tristusa
y Paponat huyen y Croniamantal se dedica a perseguirlos por Europa, guiado por el hechizo de Tristusa. Ahora
los premios de poesía se han extendido tanto (había más
de ocho mil) que aparecen los detractores. Y el más furibundo es Horace Tograth que publica el artículo “Le laurier” (el laurel), donde habla de ese viejo signo de gloria de
la poesía, gloria que dice Tograth ya han perdido sus portavoces (los poetas), convertidos en holgazanes irredentos
y, así, ya no tienen razón de ser y han de ser exterminados.
Los poetas son, en opinión de Tograth, una raza privilegiada “que consume la humanidad”. Así, se dictan edictos
para apresar a los poetas del mundo y para matarlos, y se
conspira contra la misma palabra poética. Croniamantal
se convierte en un mártir, en “el más grande de los poetas
vivos”, quien dice haber visto a Dios cara a cara, mientras
Paponat reniega de la poesía y Tristusa (“la poesía divina
que cura mi alma”, en palabras del propio Croniamantal) le clava la punta de su paraguas en el ojo a Croniamantal. Finalmente, el pájaro de Benín (el alter ego de Picasso) le construye a Croniamantal una “profunda estatua
de nada, como la poesía y como la gloria”, en un hueco
donde no queda sino su fantasma.
Las construcciones alegóricas son relevantes al permitir que cada época las (re)interprete. Así, podemos ver hoy
la pérdida de la sensibilidad estética de la que habla El
poeta asesinado en términos (post)humanistas y sentir que lo
que amenaza al arte hoy es, en palabras de Roberto Juarroz, la incapacidad del escritor para construir “una escritura que resista / la intemperie total”, una representación válida para esa nada (post)picassiana, ese desencanto
fútil del mundo contemporáneo en el que el arte ya se ha
vuelto (post)autónomo y ha ido un paso más allá de la autonomía que le demandaba Apollinaire. En suma, la continuación todavía no satisfecha del todo de la promesa de
liberación de las vanguardias históricas y que el postmodernismo trivializó con su pirotecnia.
VIERNES, 17 DE FEBRERO DE 2012
“Virtudes y callejones”, por Jimena Néspolo
Callejón sin salida, de Lázaro Covadlo. Barcelona, Colección Bichos, Sigueleyendo, 2011.
E
fectivamente la Bestia tiene el pelo hirsuto, dimensiones antropométricas desproporcionadas, un aspecto general de chanfaina en pena y, para colmo
de males, un tufo que hiede. Su madre se lo advertía siempre: “Estás llevando tu vida a un callejón sin salida”, pero
no hubo caso. Quién sabe si por no escucharla, o por escucharla demasiado, no sólo terminó en el callejón, sino
también condenado a ver el espectáculo del afuera en un
curioso espejo con propiedades de telepantalla. Aquel extraño adminículo forma parte de los artilugios mágicos
que el Hada Puta le entregó para compensar las privaciones causadas por su maleficio; gracias al espejo, la Bestia
puede presenciar íntimos detalles en la vida cotidiana del
mundo circundante para luego entregarse “a las delicias
de Onán acometido por un ambivalente sentimiento de
placer y congoja”.
El remake de La Bella y la Bestia realizado por Lázaro
Covadlo explota la popularidad lograda por la versión
más difundida de la historia –la de Walt Disney Pictures
(1990)–, rescata personajes presentes en versiones menos
conocidas del relato –las de Gianfrancesco Straparola
(1550), Gabrielle-Suzanne Barbot deVilleneuve (1740) y
Jeanne Marie Leprince de Beaumont (1756) – y, con frescura y extrema pericia, centra la tensión narrativa en el
conflicto porno-erótico que liga a los sujetos. En este sentido, su narración demuestra cómo las temáticas fundamentales de la subjetividad psicoanalizada pueden ser
explicitadas hoy en una suerte de folklore naïf: el deseo incestuoso entre Bella y su padre, la envidia histérica de las
hermanas, el Edipo ejemplar de la Bestia y la fatal transferencia que realiza hacia el Hada Puta es el esqueleto
universal que este “clásico infantil para adultos” –según se
presenta en la tapa del volumen– actualiza en su flagrante
carnalidad. Pero diseccionemos una frase hecha de márketing editorial que bien podría cuadrarle al autor, y que en esta
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bonita y accesible edición digital que nos ofrece Sigueleyendo no consta: “[Covadlo] Es el secreto mejor guardado
de la literatura argentina”. Bien: ¿Qué relación existe entre “poética” y “secreto”? ¿La “Literatura” se construye a
base de precintos y secretos? ¿Quién y por qué guarda lo
guardado? ¿Lo no-secreto pertenece al orden de la literatura? ¿A qué orden pertenece lo literario-no-secreto?
Estamos hablando de los discursos que legitiman “lo
literario”, y en ese complejo campo de fuerzas “lo secreto”, “el pudor” o “la virtud” son significaciones que
–aun en sus antípodas– van de la mano. Y la mención no
es fortuita, porque la Bella que nos ofrece Covadlo es una
verdadera Justine sadiana, digna de todos “los infortunios
de la virtud” que sufre por no entrar en la rosca orgiástica y bursátil de su época (tematizada en la lascivia de la
Bestia y en “la burbuja” de especulaciones inmobilidarias
que su fortuna habilita).
Casualmente, el ensayista Reinaldo Laddaga intituló un opúsculo reciente dedicado al creador de Mickey
Mouse: “Los infortunios de la virtud: sobre Walt Disney”
(en Tres vidas ejemplares, 2008). Pero mientras que allí, sólo
las contundentes tres páginas finales del texto nos salvan
de la extraña sensación de haber leído un resumen novelado del memorial de la empresa, la narración de Covadlo
explora el tenue límite que separa “lo infantil” de “lo obsceno” y, sin estridencias, gana la partida. VIERNES, 10 DE FEBRERO DE 2012
“La incomodidad de los hechos”, por Felipe Benegas Lynch
Antonio Di Benedetto Periodista: una historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión, de Natalia Gelós. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2011, 192 pág.
A
ntonio Di Benedetto periodista es una rigurosa semblanza del autor que lo muestra en su faceta menos
visible, pero no por eso menos importante. Como
todo gran escritor, en torno a su vida se han tejido mitos y
ambigüedades. Gelos realiza un exhaustivo relevamiento
de diversas fuentes, puntualmente detalladas y contrastadas en cada caso, que permite echar luz sobre los hechos más importantes de la vida personal y profesional del
mendocino, siempre poniendo el foco en la profesión que
Di Benedetto ejerció de modo remarcable.
El balance entre lo personal y lo profesional es atinado
para mostrar al hombre detrás del periodista. Porque para
ahondar en las luces y sombras de la profesión, es necesario observar cómo vivó quien dedicó su esfuerzo y puso
en riesgo su integridad física y la de su familia para llevar
adelante dignamente la dirección de uno de los diarios
más importantes de Mendoza (si bien su cargo era nominalmente “subdirector”, era director de hecho).
De allí, de la redacción del diario, se lo llevaron los
militares que lo secuestraron en 1976 y marcaron el comienzo de un periplo absurdo que habría de marcar su
vida para siempre.
Gelós hace honor al Di Benedetto periodista al presentar estos aspectos tan oscuros de su biografía con rigor
periodístico y objetividad. Los hechos abundan en el libro,
siempre bien respaldados por un obsesivo corpus de citas
que permite discernir mito de verdad.
Esto deja en evidencia ciertas miserias del Di Benedetto hombre, especialmente en relación a su tormentosa
relación con las mujeres. Como que el “amigo” al que el
autor decía haber dirigido las cartas en las que escondía
los cuentos que escribió durante su cautiverio era en verdad una “amiga”, Adelma Petroni, que verdaderamente
movió cielo y tierra para que lo liberaran y para la cual él
no mostró mayor gratitud, al menos públicamente.
El perfil del hombre se complementa con el del riguroso periodista, cuya ética a la hora de manejar la información salvó vidas y le costó el trance más difícil de su
existencia.
¿Qué hace una empresa periodística cuando capturan
a su director? ¿Qué hacen los otros medios? ¿Qué pasa
con la familia de ese director? ¿Y con él si es que alguna
vez lo liberan?
El caso Di Benedetto abre todas estas consideraciones
y más: nos da la posibilidad de hacer un recorrido por la
historia nacional reciente y, en estos tiempos de revisionismo histórico y periodismo militante, nos permite reconsiderar el rol de los medios de comunicación y pensar
una ética del periodismo más allá de los intereses sectoriales.
Recorremos así escenas míticas del mundo de la cultura argentina, como el famoso almuerzo de Borges y Sábato (quien intercedió por Di Benedetto, entre otros) con
Videla y el heroico protagonismo del Buenos Aires Herald de
Robert Cox en esos oscuros años.
Como indica el subtítulo, la de Di Benedetto es “una
historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión”.
Más allá de las opiniones y los juicios de valor, hay hechos,
y esos hechos muestran a un Di Benedetto que efectivamente dignificó el oficio periodístico porque se rigió por
una ética que no le permitió callar o esconder lo que pasaba, volviéndose de este modo blanco para el terrorismo
de estado. En palabras de Gelós: “Di Benedetto quizá no
comprendió o no se conformó con saber que, en épocas
nefastas, para quienes buscan el silencio o la mentira, los
que manejan y difunden la información son ante todo sos-
pechosos porque tienen en su poder el arma más poderosa: la palabra.”
El volumen se cierra con un apéndice que aporta
nueve notas periodísticas que nos permiten apreciar la
prosa del mendocino. Otro aporte digno de mencionar es
la transcripción de la carta que escribió el autor el último
año de su vida tratando de que le otorgaran su merecida
jubilación –que no obtuvo– y explicando por qué en el
año 1976 se habían suspendido “por causa mayor absolutamente insuperable” sus aportes. El documento, de tinte
kafkiano, es ilustrativo de las miserias a las que se vio sometido el gran periodista y autor.
VIERNES, 3 DE FEBRERO DE 2012
“La epopeya del aprendiz de lenguas”, por Pablo Manzano
H
ace tiempo mi mujer me regaló un libro que ella
había leído cinco veces y que se convirtió en una
de mis novelas favoritas, escrita por John Irving
y titulada La epopeya del bebedor de agua, con cuyo protagonista, Fred Bogus Trumper, realicé mi primer viaje premonitorio a la ciudad donde ahora resido.
Einfach zu lesen
He recibido la revista del FPÖ. ¿Por qué me la envían?
¿No deducen por mi apellido que soy un Ausländer? Durante las primeras páginas compruebo que no me pierdo
en la sintaxis, lo cual me alegra el día y me anima a seguir
leyendo. Los liberales azules sí que están indignados, no
como esos veraneantes de Plaza Cataluña y la Puerta del
Sol. Motivos no les faltan. ¿Sabía usted que en un colegio
primario vienés los niños tienen que disfrazarse de mujer?
¡Y la idea ha sido de una profesora húngara! Peor aún es
que los soldados austriacos fueran agasajados por el gobierno socialista con una comida al final del Ramadán, y
¿qué les sirvieron? ¡Cuscús, Kebabs y Humus! Por si fuera
poco los ciclistas podrán circular libremente por cualquier
calle de la ciudad, sólo porque ellos son los buenos y los
conductores de coche los malos. La revista es fácil de leer,
y eso se agradece cuando estás aprendiendo una lengua
incómoda a los cuarenta. Si algo necesito son textos sencillos. Si algo se le da bien a la extrema derecha de cualquier país es explicar las cosas de la manera más clara y
sencilla posible.
Es wird schon kommen
No es lo mismo leer que escuchar. Hace tiempo traduje a O’Henry (del inglés, claro), y recuerdo que un personaje suyo, en alusión a una lengua ajena y remota, hablaba de palabras que suenan como dados en un cubilete.
Recién llegado a esta ciudad yo no era capaz de asimilar
ni un microfonema, así que me concentraba en la música
de esos dados. Oír a los austriacos es como oír a mejicanos hablando alemán. En una conversación empañada
uno aprende a hacerse el idiota, a adivinar, a reírse de lo
que cree entender. Mi mujer (entonces mi novia) me veía
apenado: «ya va a venir, entender lleva su tiempo». Ella
habla español pero es nativa, conoce su país. Me sugirió
que, si todavía no me sentía seguro al hablar, me comportara como un angloparlante descarado que no está dispuesto a hacer concesiones: en el banco, en las tiendas, en
la AMS, en el tranvía era mejor que hablara inglés. «Así
la gente será mucho más freundlich.» A los amigos y conocidos vieneses no quería obligarlos a cambiar de lengua,
así que sólo podía escoger entre dos papeles: el autista o el
indígena. No se puede ser un autista cuando uno siempre
quiere impresionar a todo el mundo, así que me lancé a
hablar (al principio como un indio). Al poco tiempo empezaron a dolerme todos los nervios, huesos y músculos de
la cara; todo derivó en una pesadilla bucal y tuvieron que
extraerme tres muelas. No es una hipérbole, es la consecuencia directa de intentar hablar esta lengua.
Um ein Haar
A veces cuesta reconocer a un Schwarzkappler de paisano. Por eso existe una web adonde la gente envía advertencias desde el iPhone, indicando en qué estación o medio de transporte han sido vistos y describiendo su aspecto
en un lenguaje telegráfico y comprensible. «U6 Spitelau.
Hace 20 minutos. Señora gorda, hombre bajito y calvo.
Parecen un dúo cómico.» Cuando uno detecta a un sospechoso, se pregunta: ¿es un Schwarzkappler o sólo un austrodemente retratado por Deix? Hoy me pillaron desprevenido en el tranvía. Recordé el consejo de mi mujer, pero
descubrí que desde que he empezado a estudiar la lengua
mi inglés ha desaparecido (se ha escondido). Lo busqué
por todos los rincones de mi cerebro, sin éxito, y quizá fue
eso lo que me salvó. El Schwarzkappler tuvo que resignarse
a que la comunicación con el autista hispano que tenía
delante era imposible, y que por tanto no podría multarlo.
Se marchó gruñendo. Algo llegué a entender de sus gruñidos, algo de que la próxima vez setenta euros.
Ohne Zweifel, bin ich verzweifelt
Al principio elaborar una frase correctamente puede
llevar el mismo tiempo que escribir una novela en la propia lengua («Erres un exagerrado», diría mi mujer), y
Liebe auf den ersten Fick
El dentista se quedó con tres muelas y una parte de
mis ahorros, y me prescribió un tratamiento de raíz para
salvar una cuarta muela. Los números en alemán suelen
resistirse al oído, pero las cifras se dejan leer en cualquier
idioma. Kostenvoranschlag: 1.200 €. Si no quería seguir desembolsando necesitaba mi propia e-card (tarjeta sanitaria), que para un ciudadano comunitario como yo es muy
fácil de obtener. Sólo tenía que conseguir un trabajo: en
alemán. (Lo juro, el vocabulario de todos los empleados
sonrientes de Viena que trabajan en atención al público
se reduce a tres frases cantarinas: Bitte schön, Danke schön,
Schönen Tag. De mí, sin embargo, esperaban algo más.). Así
que finalmente me casé para que mi mujer pudiera compartir conmigo su seguro médico público y convertirme
en Amo de Casa (los títulos en Austria son importantes:
ella es Diplom-Ingenieur y yo Hausmann, y así figura en
nuestro buzón). Lo nuestro siempre ha sido amor y bla
bla bla, pero cuando el juez del Standesamt hizo sonar sus
dados en el cubilete para mí, me pareció escuchar: «Herr
Manzano, ¿acepta a esta mujer y a esta e-card hasta que
la muerte los separe?».
Die Familie
Lo que habla mi cuñado Franz no es Deutsch, sino Umgangssprache (dialecto). A mí se me da bien leer y escribir,
así que a menudo chateo con él por Facebook, a ver si
consigo familiarizarme con su manera de expresarse. Pero
Franz escribe como habla. «Waunst des lesn kaunst deafst di a
echta weana nenan». Traducido al alemán: «Wenn du das lesen
kannst, darfst du dich einen echten Wiener nennen». Y al castellano: «Si eres capaz de leer esto, puedes considerarte un
auténtico vienés». A Franz lo veo una vez al año en un
pueblo de Steiermark, en la casa de mi suegra, para celebrar la Navidad con mucha nieve y toda la familia. A mi
suegra la adoro, y ella me adora: ventajas de una comu-
nicación limitada. En la última Navidad, a la medianoche, todos fuimos a recoger nuestros regalos. Mi generosa
suegra había colgado en el árbol varios billetes de cien
euros, uno para cada miembro de la familia, y los billetes estaban enrollados como canutos. Recuerdo la escena
posterior: todos reunidos alrededor de la mesa, expectantes, cada cual sosteniendo un billete enrollado. Mientras
mi suegra abría una caja de metal (luego supe que adentro
sólo había galletas), me miró con una sonrisa y me dijo:
«Ich habe mich immer sehr auf Weihnachten gefreut». Yo entendí:
«Para Navidad siempre pillo de la mejor, de la que tomaba Freud». Gebildet und eingebildet
El curso está subvencionado por la AMS (algo así
como el IMEM). Mis compañeros son de Irán, Mozambique, China, Serbia, Afganistán y otros países poco atractivos. Algunos son refugiados y ninguno tiene estudios superiores. Mientras que yo llevo ocho meses en Austria,
todos ellos residen en el país desde hace diez años o más.
Si la AMS todavía los envía a hacer cursos de alemán es
porque así no cuentan como parados sino como gente en
formación. Si bien hablan y entienden la lengua sin problema, en voz alta leen como disléxicos (algunos tuvieron
que empezar por el alfabeto latino) y la gramática todavía
les resulta inasible, por lo que acuden a mí, que aunque
empiezo a dominar la gramática sigo hablando como un
indio y entiendo más bien poco.
Hemos tenido suerte con Daniela, la profesora, que es
muy paciente y prepara unas clases estupendas. Dentro de
lo posible, ya se sabe. El abanico temático de cualquier libro o curso de idioma es siempre deprimente. «Pablo, ¿tú
practicas deportes de riesgo?» Daniela se dirige a mí en
un alemán pausado y funcional. «Natürlich, tres hora por
día, en esta clase». Risas, pero de gracioso nada. Sigo convencido de que uno puede desencajarse la mandíbula con
el trabalenguas constante que es este idioma. Dich, mich,
sich, ich. La semana pasada Daniela estaba de vacaciones
y la sustituyó el Profe Ilustrado, que no preparaba las clases ni quería trabajar: repartía quince fotocopias de ejercicios por alumno y luego se sentaba a leer obras literarias selectas de mil páginas con letras doradas en lomo y
cubierta. A veces yo le planteaba alguna duda, sólo para
que levantara el culo de la silla y se acercara a la pizarra.
En medio de una explicación, como si tal cosa, le dejé
caer que yo era traductor. «¿Pero cómo, usted ha ido a la
universidad?» Picaste, Profe Ilustrado. «¿Y qué es lo que
traduce?» Normalmente traduzco narrativa comercial,
pero le respondí: «Literatur, Hochliteratur. Aus dem Englischen
ins Spanisch.» Para el Profe Ilustrado el resto de los alumnos se volvieron invisibles. Se sentó a mi lado y empezó:
oh, Faulkner, oh, Joyce. Excitadísimo, me preguntó. «¿Y
qué lee usted? Porque usted lee, ¿verdad?» «Der Mann ohne
| BOCADESAPO | CRÓNICA
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cuando finalmente se consigue la sensación de incertidumbre literaria es la misma: ¿me ha quedado bien, me
ha quedado mal, dónde la he pifiado? Con los diccionarios online o digitales las palabras poco familiares acuden
a la mente en un pestañeo, y si se trata de una mente agotada (adulta) la abandonan con la misma rapidez: memoria de pez. La incorporación de elementos lingüísticos extraños se adquiere mediante cursos intensivos. Es la única
manera de desarrollar las cuatro destrezas: escribir, leer,
hablar, comprender. Porque se trata de destrezas y no de
inteligencia. Algunos monos poseen la destreza para saltar
de un árbol a otro, y otros para hablar y comprender los
idiomas (sprachbegabt). Pero los cursos, ya se sabe: un gran
negocio. Y la burocracia del este, ya se sabe: una larga espera. Pasé ocho meses estudiando en casa por mi cuenta
hasta que por fin conseguí un curso subvencionado. 47
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Eingeschaften, lo leo a todas horas.» Oh, Musil, oh, Heimito von Doderer. Le nombré a Bernhard, pero el Profe
Ilustrado lo consideraba un escritor menor. «Y dígame,
Herr Manzano, ¿usted fuma?» Asentí. «Pues yo fumo en
pipa», dijo él. Oh, en pipa. Establecimos una complicidad
pedante que excluía al resto de la clase. El último día le
pregunté: «Perdone, profesor, ¿qué significa die Malerei?»
Afinó las cuerdas vocales y empezó: Tiziano, Bruegel,
Delacroix, Rembrandt, Manet, Monet, Cézanne, Gauguin… Se hizo la hora y nos marchamos todos a casa. No
sé qué ha sido del Profe Ilustrado, tal vez sigue allí sentado
enumerando pintores. Wahrscheinlich. Die Nachbarin
En el edificio de la calle Dreihackengasse donde vivo,
hace tiempo vivieron Marie Hilfreich y Olga Treuer.
Hay una placa en la puerta: Deportiert nach Auschwitz am
23.1.1943. ¿Habrá vivido alguna de ellas en este mismo
piso, quizás en el de abajo? Qué más da, lo cierto es que
ahora en el piso de abajo vive una vecina treintañera que
ha llamado a mi puerta varias veces. Uno ya no puede seguir escondiéndose debajo de la mesa cada vez que suena
el teléfono o llaman a la puerta: para aprender una lengua hay que estudiarla, pero también practicarla. En cualquier caso la vecina, que es de Linz, advierte mis dificultades de comprensión y me habla en inglés, un idioma
que traduzco a diario pero que sigo sin encontrar. No es
lo mismo traducir que producir, y el inglés que ahora produzco tiende a llevar el verbo al final. Así que le respondo
a la vecina en alemán. Un alemán quizás algo lento (der,
die oder das? DAT oder AKK?), pero correctísimo: gracias, Daniela.
La primera vez la vecina se quejó porque según ella
aporreo el piano. Claro, estamos en Viena. Antes de venir
yo había pensado: allí sólo hay pianistas buenos, seguro
que necesitan alguno malo. Pues no. La segunda vez se
quejó porque según ella piso demasiado fuerte al caminar por la sala. Claro, estamos en Viena, debería andar
de puntillas como una bailarina clásica. La vecina vino
por tercera vez (aquí el lector piensa: ésa anda buscando
algo, y el autor subraya que es un hombre casado, y que
la vecina no está para nada buena). Dijo que lo de anoche
ya era demasiado, inaceptable. ¿Lo de anoche? ¡Sí, esos
gritos de sexo, fue escandaloso! «Du irrst dich. Das waren
wir nicht» (Te equivocas, no fuimos nosotros). La vecina:
«Come on, I don’t believe you». Me esforcé, pero no pude convencerla de que mi mujer y yo a esa hora sólo dormíamos.
Ella seguía increpándome, y mi proceso de pensamiento
era demasiado lento para defenderme (mejor así, porque llegué a pensar: vinieron a por Marie, vinieron a por
Olga, ¿por qué no vienen a por ti?). Pero aquella presión,
quién iba a decirlo, finalmente sacó lo mejor de mí. Una
forma simple y una compuesta en la misma frase. Konjunk-
tiv II Präsens + Konjunktiv II Präteritum. Daniela estaría orgullosa. La frase fue espetada a continuación de: «¡Ya te he
dicho que no fuimos nosotros!» Sin titubeos y levantando
la voz: «Ich wünschte, wir hätten es getan!» Traducción: ¡Ojalá
hubiéramos sido nosotros! Justo antes de cerrarle a mi vecina la puerta en la cara. Deutsch muss verbessert werden
La vecina no regresó. Pero después de su última visita
yo descubrí que ya me sentía seguro al hablar. Ahora soy
capaz de formulaciones gramaticales cada vez más complejas. Las nebensätze son pan comido. Escribo frases más
largas que las de Bernhard, sin cometer un solo error. Podría incluso discutir con Wittgenstein, siempre y cuando
mi mujer esté presente. «Esto no puede ser –dice ella–.
Descolocas a la gente». Y es que el problema sigue siendo
mi oído. Las conversaciones con amigos y conocidos vieneses transcurren así: ellos me hablan en alemán (glot, tschun, kriag, net, juasch, trot, oachka, owa, echt: dados en
un cubilete, oder?), mi mujer traduce al castellano, y yo les
respondo en un alemán fluido y florido. Conversamos sobre la lengua que ellos hablan, y yo les explico que me
gusta pero que sin duda es una lengua incómoda en la que
hay mucho por modificar o eliminar. Les explico mi proyecto lingüístico para mejorar el alemán, para que no sea
un atentado contra la salud de los aprendices del idioma.
Entonces se acerca una camarera y me pregunta algo (si
quiero otra cerveza, por ejemplo), y me quedo mirándola
con cara de idiota, y luego miro a mi mujer: ¿qué ha dicho? «Esto no puede ser», dice mi mujer, que me pide
coherencia, es decir, que vuelva a hablar como un indio.
¡Ni hablar! ¡No puedes pedirle eso a un escritor! Sé que es
extraño lo que me ocurre, pero creo que eso también me
ha ocurrido siempre en mi propia lengua. No es tan raro
después de todo. Señálenme a uno, a una sola persona,
que no hable más de lo que escucha. LUNES, 30 DE ENERO DE 2012
49
E
ntre 1974 y 1978 John Berger escribe Puerca tierra,
la primera parte de la trilogía titulada De sus fatigas.
Este grupo de relatos y poemas, donde se explora
el desarrollo evolutivo del campesinado europeo del siglo
XX (y que la editorial alfaguara reedita con traducción
de Pilar Vázquez), traza el mapa de una dramática transformación en los sectores rurales del viejo continente. El
avance de la industrialización y del mundo de los servicios
comienza a modificar el orden de las necesidades de una
sociedad que, lentamente, ingresa en un contexto cultural
que ya aparece claramente estigmatizado por las marcas
imborrables que le imprimen las dos grandes guerras y
sus respectivos exterminios. Sin una directa alusión a ello,
salvo en breves episodios, las historias se suceden en la
descripción, sobre todo, de las relaciones que mantienen
las actividades rurales (muchas de ellas en crisis de desaparición) con un tipo de desarrollo social y cultural que
atraviesa siglos de historia europea. En ese desarrollo, en
las actividades y costumbres que trae aparejada la vida
campesina, con sus connotaciones positivas y negativas, el
autor encuentra las claves de una identidad que las nuevas
dinámicas del progreso, que sólo contemplan los aspectos
económicos, amenazan con erosionar.
Las historias son en su mayoría breves y simples; sus
personajes, casi todos mujeres y hombres mayores, que
simbolizan de alguna manera el otoño de una cultura en
retirada, aparecen involucrados en las problemáticas cotidianas de la vida rural, desde la escasez del agua por
problemas en las tuberías que vierten el deshielo en los
hogares montañeses, pasando por los aparentes caprichos
de no aceptar la ayuda de un tractor que remplaza al viejo
caballo y así simplificar y cualificar el trabajo, hasta una
vaca que atraviesa campos y rompe cercos en la búsqueda
ciega de un toro que debe servirla, todas ellas, también
la entrañable “Las tres vidas de Lucie Carbol” –que es la
historia más larga y con la que se cierra esta primera parte
de la trilogía–, hacen foco en el paso del tiempo, pero no
en aquello que la cronología inexorablemente borra, hace
desaparecer, sino, por el contrario, en aquellas sutiles claves que determinada forma de vida, determinada cultura
mantienen vigentes, perpetúan: “En las montañas el pasado nunca se queda atrás; siempre está al lado de uno.
Bajas al anochecer desde el bosque, y un perro se pone a
ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la
misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre
que bajaba por el bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los ladridos.”
El concepto que sobrevuela la obra completa, más allá
de las singularidades y riquezas que se exhiben en cada
una de las piezas por separado, es el de la resistencia que
ofrecen la totalidad de los personajes, a los argumentos
con que se propone el avance de lo técnico, de lo tecnológico, y de los que deviene un contexto cultural al que
se avizora adverso; pero no existe, en dicha resistencia,
un caprichoso conservadurismo de los actos, ni la pobreza
de una actitud y unos recursos con los cuales enfrentar
lo nuevo, sino, por el contrario, lo que el autor consigue
hacer emerger de la atmosfera lograda a través de las caracterizaciones y los sucesos: una sutil destreza para intuir
que allí, detrás del resplandor con que se ofrecen los supuestos progresos de la vida moderna, se esconde la imposibilidad de un desarrollo de lo humano tal como la vida
y la cultura del trabajo hasta entonces lo habían proporcionado. DOMINGO, 15 DE ENERO DE 2012
“Recuerdos del presente”, por J.S. de Montfort
Un poco de azul en el paisaje, de Pierre Bergounioux. Barcelona, Minúscula, 2011, 92 páginas.
U
n poco de azul en el paisaje es el cuarto libro del
escritor francés Pierre Bergounioux (Brive-laGaillarde, 1949) que se ha publicado en castellano en los últimos dos años. En este caso nos encontramos ante la reunión en una miscelánea de textos breves
(ocho relatos en torno a la docena de páginas cada uno de
ellos). La agrupación feliz de los textos no procede tanto
de sus temas, los cuales es cierto que concuerdan con el
resto de la producción del francés (la infancia, el abandono de las zonas agrarias francesas y así sus sociedades,
el exilio como forma de construir la individualidad, los
libros, etc.) como de la pulsión que los arrastra, y que se
asemeja bastante a la del dietarista. Así los textos son menos metonímicos, más de memorialista. Esto es perceptible en la concreción de los datos referidos a la infancia
del autor (presentados de manera menos elusiva que en
otros textos) y en la negativa a la (auto)ficción en favor
del recuerdo más o menos literal y fidedigno, la ambigua
nostalgia, el monólogo en voz alta. También coadyuva a
la sensación de conjunto el espacio que comparten todos
los textos y que se corresponde con aquel de la niñez de
Bergounioux, un mundo que “mostraba una forma irre-
| BOCADESAPO | OPINIÓN
| BOCADESAPO | RESEÑAS
“Una pausa en los ladridos”, por Mauro Peverelli
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| BOCADESAPO | RESEÑAS
50
gular, muy estrecha, digitada”: La Corrèze, en el Lemosín.
Y un leit-motiv, (algo ambivalente, habría que decir), el de
que “hay un privilegio del origen, un sortilegio, también”,
y que en el caso de Bergounioux le hizo “el alma estrecha
y sometida”, obligándole a la “renuncia y a la desesperanza”; al estatismo, pues. Sépase que lo dicho no niega
que Bergounioux no recurra a la mezcla de voces como
estrategia discursiva (primera persona del singular entreverada con la primera del plural) en un intento de conformar una memoria colectiva y que sirva así para vincular
su historia personal con la de esa necrópolis que es el universo agrario “cerrado, milenario”, “el lugar claramente
circunscrito en [el] que el azar nos había situado”.
La clave está en el movimiento, lo que Bergounioux
llama “hambre de piedras” (y que es lo que le impele a
volver al Lemosín, después de décadas viviendo en París):
el vértigo de la mirada que, de niño, desposeía al paisaje
de su mutismo (su cárcel impune) ahora, haciendo presente el futuro, es poseída por el paisaje (futuro que aquí se
entiende como un modo particular del pasado, en cuanto
que es un retorno al origen de la naturaleza salvaje: un (re)
examinar las suposiciones, expectativas y temores de la infancia). La vida vivida así doblemente: primero con la biografía y, más tarde (ahora), a través de la literatura. Bergounioux, de este modo, dispone las palabras “escritas en
la superficie de las cosas […] debajo del polvo, del musgo,
de las telas de araña”. Y así, “recorre apaciblemente los
capítulos de su vida”. Digamos que, con ello, hace novela
no de su vida, sino de lo que de su vida se incrustó en el
paisaje del Lemosín, en esa sustancia “extensa, tangible”
que es la tierra madre. Los libros, dice Bergounioux, sugieren sin jamás certificar, pero el lenguaje “inmediato,
mudo, irrecusable de las cosas” confirma lo que uno (pre)
siente en el papel del libro: “el retorno del origen”. En
este libro se produce justo ese mágico momento en el que
lo pensado y lo escrito hallan constatación de que se ha
producido la interiorización del “exterior y sus extravagancias” y, así, se nos muestra el paisaje de La Corrèze
como espejo del alma de Bergounioux. Con ello, de una
lado se demuestra que “lo sensible es inteligible” y que
“la esencia y el fenómeno se confunden” y, de otro lado,
que “la realidad es doble. Está compuesta de las cosas y
de la idea que de ellas nos hacemos”. En definitiva, que
“ver es saber”. Y que la capacidad de imaginar y de pensar logran emanciparnos de esa parte de nosotros mismos
reclusa por el peso de la realidad inopinable de nuestro
pasado (que acaba siendo nuestro futuro).
El azul del paisaje del título se corresponde con el último
relato y se refiere específicamente al personaje de éste, un
“segundón”, de “figura conmovedora”, un arquetipo que
Bergounioux conoció en las novelas tardías de Faulkner,
pero que tiene su correlato real en un individuo del pueblo de la infancia de Bergounioux. Se trata de un habitante predestinado a “la vida intermedia”, que lleva una
“existencia incierta y poco visible”. Y el azul es el de su
“ciclomotor antediluviano”, pero también el de la caja de
frutas que lleva sujeta en la parte trasera de éste y que “ha
pintado del mismo azul exacto”. E igualmente el azul del
cielo inmenso con sus “fastos del aire libre”, mentado en
diferentes ocasiones durante el libro y que sirve de remedio para las tristezas de la vida y es “nuestra morada en la
creación”. Tal azul serviría de nexo y elemento simbólico
de todos los textos, significando la triste medianía de la
sociedad agraria, la cárcel sentimental de un paisaje con
un aire gastado, que se repliega asfixiante y se cierra sobre
sí mismo y esa caja de frutas que para Bergounioux fue la
esperanza de los libros. La inmensidad de un azul que (re)
juvenece el alma medio-citadina ya de Bergounioux, dejando que el tiempo, igual que en su infancia, ya no sea
medible ni se cuente, permitiendo que las cosas vayan solas y que así, hagan temblar el suelo de la existencia, demostrando cómo “la vida, la verdadera, empieza después
de haber satisfecho las reclamaciones de la necesidad”.
Por último, ha de saber el lector que los textos aquí
contenidos producen resonancias con otros textos del autor; es el caso, por ejemplo, de “La voz del bosque”, donde
reverberan los ecos de Una habitación en Holanda (Minúscula, 2011), o acaso en “El traction”, una “aventura motorizada a los 16 años” que podría ser réplica o continuación de “Puntos Cardinales” (incluido en La Huella, Días
Contados, 2010). No obstante, todos los textos contenidos
en Un poco de azul en el paisaje son autosuficientes, salvajemente orgánicos y vivos, igual que el paisaje que (re)tratan.
JUEVES, 5 DE ENERO DE 2012
“La imaginación maniatada”, por J. S. de Montfort
Crítica de la razón plástica: Método y materialidad en el arte moderno y contemporáneo, de Juan Martínez Moro. Gijón, Editorial Trea, 2011.
L
a dicotomía de la que parte Juan Martínez Moro
(Santander, 1960), en su libro Crítica de la razón plástica, es la que nace como consecuencia de la aparición de la razón ilustrada y la secularización de la cultura y
su oposición a la clásica intuición plástica –e imaginativa–
del artista. Desde la expresión de lo mucho en lo uno, y así
la razón del “principio de razón suficiente” de Leibniz y el
dualismo cartesiano del res cogitans, pasando por la lógica
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newtoniana y, con ello, el triunfo del método analítico. A
ello se contrapondría lo contingente, el sensualismo de la
experiencia empírica de Locke o las ideas de bello y lo
sublime de Burkey que tomaría Kant para formular sus
consideraciones morales, pero también el sturm and drang
alemán como reacción anti-ilustrada, por ejemplo. Así, lo
que plantea Martínez Moro en este libro (de manera menos proposicional que descriptiva) es la existencia histórica de estilos contrapuestos, unos basados en esquemas
más normativos (y racionales) y otros que prefieren la expresión plástica; oposición que podríamos resumir en la
recurrente dicotomía clasicismo/romanticismo.
En el siglo XX la confrontación se produce fundamentalmente en los años sesenta entre la defensa de la materialidad de la obra que haría Clement Greenberg contra
la tesis de Arthur Danto de que la idea se ha de anteponer a cualquier justificación material. Lo ineludible es
que mucho antes se había producido ya una ruptura epistemológica con las primeras vanguardias, especialmente
debido a la obra duchampiana, entendida como “un proceso genealógico de pensamiento”. Ello significará que el
arte vira paulatinamente hacia el factor discursivo y racional, quedando a un lado la representación y, tal como
preconizaría Giulio Carlo Argan, el arte mudará a un estilo de informativo. Hay, no obstante, algunos puntos en
los que razón y plástica se encuentran, como con La Bauhaus (donde culminan las ideas de mesura y contención
expresadas a comienzos de siglo XX por Adolf Loos), por
ejemplo. Y otros en lo que podríamos decir que domina
la plástica, con la angustia existencial expresionista, el surrealismo o el Art Brut de Dubuffet. La tendencia general,
de todos modos, es la de que el arte incorpora a su praxis motivos de otras disciplinas (especialmente de la filosofía, la antropología, la sociología y la política) convirtiéndose en un arte de la lógica y el artista en un bricoleur cuyo
nuevo paradigma será el collage, regido por la entropía estética, donde la realidad entrará en el cuadro y así la materia permuta(rá) a material. La naturaleza fenoménica
dejará paso a la retórica citacionista (iniciada por Manet)
y, sobre todo, a una implicación personal de tipo etnoló-
gico (a través del método inductivo, pero sin rigor propedéutico) que se propone la investigación de alternativas
semánticas, preferentemente de corte político o social. O
sea, una exaltación del Homo sapiens sapiens en detrimento
del Homo faber.
Una de las fallas de este proceder, en opinión de Martínez Moro es que tales procesos no le sirven nunca al artista para refutar su punto de partida, sino para ratificar
su tesis. Ello supone la primacía del catálogo, implica la
redundancia conceptual y, en la gran mayoría de los casos, fuerza a que la estrategia parta de una planificación
anticipatoria al dirigirse de manera preferencial hacia
los asuntos de la actualidad del momento. En resumidas
cuentas, implica que se reconozca el carácter intelectual
del artista y así la vigencia de la razón instrumental. Con
ello, nos dice Martínez Moro, el arte contemporáneo hace
uso de la razón pragmática, y así del marketing y la autopromoción y se deja dominar por la praxis productiva
capitalista de la novedad. Ello implica que sea un arte sin
emoción, un diletantismo (auto)referente cuyo centro ya
no es el individuo sino los motivos de la masa; lo que Virilio llama apátheia, mera información, una retórica de
“impasibilidad científica”, dotada de un cinismo que, en
opinión de Sloterdijk, ”sigue a las ideologías naïf y a su
ilustración”. Y aquí viene la crítica central de Martínez
Moro, pues que “la cultura se levanta hoy sobre una masa
informativa que copa la realidad visual cotidiana y provoca que la clave de interpretación de dicha realidad pase
por emplear la misma casuística utilizada por los medios
de comunicación”. Martínez Moro, con una prosa que
funciona al modo del oleaje, dejando tras de sí rastros que
se van recuperando en los capítulos sucesivos, nos expone
sus exigencias: que el arte contemporáneo se abra hacia
posiciones plásticas, favoreciendo la (re)semantización,
para que afronte el “realismo verista e ideogramático de la
imagen informativa” que ha sustituido invención por inflación. Sería este el único modo de confrontar esta época
nuestra que es (parafraseando a Walter Benjamin) la de la
obra de arte de reproducción.
VIERNES, 30 DE DICIEMBRE DE 2011
“Vivir afuera”, por Marcos Seifert
El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, de Patricio Pron. Buenos Aires, Mondadori, 2011, 218 páginas.
E
l cuento “Los huérfanos” que integra el libro de
relatos El magnífico vuelo de la noche de Patricio Pron
(publicado en el 2002) narra la historia de una mujer nacida durante la Campaña del Desierto que comienza
a dar a luz hijos que hablan distintas lenguas de regiones
y tiempos diversos. Ya aparecen aquí dos características
que surcan de par en par su posterior libro de relatos El
mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan: el desarraigo,
una experiencia de orfandad radical y cierta proliferación
y condensación de referencias culturales distantes entre sí.
Si bien la idea de desajuste entre idioma y territorio, entre
lengua y origen familiar es fundamental, Pron explora y
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exhibe distintos modos de ser extranjero. Formas de “estar afuera”. El desamparo asociado con cierta “lógica alephiana” que concentra imágenes y lugares persiste en un
cuento como “Los viajes” donde un anciano doctor Maak
divaga e inventa sobre un mapa paisajes inexactos, una
geografía falaz que maravilla a la sirvienta que lo atiende.
El personaje que posterga constantemente sus desplazamientos reales ofrece representaciones que, a fin de cuentas, se vuelven un viaje en tanto presentan un desplazamiento ficcional, una circulación disparatada de imágenes
sin asidero.
Los de Pron son relatos de un provocador. Patricio
Pron nacido en Rosario, periodista free lance, premiado
como narrador y doctorado en Alemania, se ha autoasignado el rol de la provocación. Su primer embate se nos
manifiesta en el título del libro el cual se desprende de uno
de los relatos que lo integran. Este escritor argentino que
sitúa sus relatos en Alemania e involucra en ellos la cultura
y la reciente historia alemana titula su libro con una frase
que constituye un ejercicio de imaginación excluyente. Un
enunciado, que compromete lo estético pero también lo
moral, insinúa un recorte que es base de toda operación
política que expulsa o busca, en el caso más extremo, liquidar al otro. Pensemos, entonces, en las resonancias de
esa frase en un contexto que busca revisar su pasado nazi
y notaremos las implicancias del gesto de Pron.
Otra de sus acometidas apunta hacia “el lado de acá”:
el uso de un español despojado de toda marca rioplatense.
De alguna manera, su ejercicio de apropiación de “otra
lengua”, si bien nos recuerda a los desplazamientos de Rodolfo Wilcock y Héctor Bianciotti, es más sutil, pero no
por eso deja de ser provocador. Su lengua, que nos remite al español plano autotraducido del Puig de Maldición
eterna a quien lee estas páginas, es una lengua robada del español neutral de las traducciones, una lengua apátrida. Pron
cuestiona las relaciones entre lengua y propiedad y busca
eliminar toda naturalidad y familiaridad que engendra la
cercanía. Lo logra.
Varios cuentos, además de situarse en Alemania, proponen el cruce entre la revisión del pasado histórico alemán e historias de destinos familiares o individuales (“Dos
huérfanos, “Una de las últimas cosas que me dijo mi padre”). Temática que desprende su escritura de una posible
filiación con la tradición nacional y la vincula más con la
tradición literaria alemana de posguerra. Tampoco está
ausente una conciencia crítica de la Alemania contemporánea y su relación con los extranjeros (“Abejas”). Sin
embargo, existen lazos que tensionan algunos de sus textos con la imaginación literaria local. Una referencia más
relevante que el juego cortazariano de un cuento en que
una pareja visita ciudades por separado y trata de que el
azar los reúna es el diálogo que establece en “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo”
con el “Pierre Menard” de Borges. Su exploración real en
las vidas de los expresionistas alemanes colocando en el
centro una biografía ficticia de un escritor que se propone
escribir el Fausto de Goethe palabra por palabra da lugar
a nuevas torsiones de la relación entre ficción y realidad.
Su sucesión de biografías reescribe y desvía, también, otro
texto: La literatura nazi en América de Roberto Bolaño.
Sus personajes, en su mayoría extranjeros, desarraigados y solitarios (con trayectorias cargadas de desplazamientos como la del autor), examinan sus catástrofes íntimas y se tropiezan con microhistorias o anécdotas que
resignifican o enrarecen sus situaciones. Pero, también,
suelen interponerse con los reveses de la incomunicación,
las barreras culturales que dificultan el trato con los demás. (“El corte”)
Si bien están situados en el contexto alemán, los relatos de Pron se internan con precisión en una cotidianeidad que está más allá (o más acá) de las determinaciones
nacionales, pero que, sin embargo, acusa en sus rincones
más privados el impacto de lo histórico y lo político.
MARTES, 27 DE DICIEMBRE DE 2011
“La maestría de la sencillez”, por Anna Rossell
Retrato de la madre de joven, de Friedrich Christian Delius. Traducción de Lidia Álvarez Grifoll. Barcelona, Sajalín Editores, 2011, 109 págs.
C
omo es habitual en este autor alemán –galardonado con el prestigioso premio Georg Büchner
2011–, también en esta novela Friedrich Christian Delius (Roma, 1943) aborda un tema de la historia
de su país. Ubicada temporalmente en 1943 y geográficamente en Roma, Delius nos introduce, de la mano de
una discreta voz conductora, en los pensamientos de una
mujer de veintiún años, eje de la narración. A partir de una sencilla idea –el paseo a pie de apenas
una hora desde su casa hasta la iglesia evangélica de la Via
Sicilia, a donde se dirige para asistir a un concierto–, el autor nos permite acompañar a su protagonista. Contada en
estilo indirecto libre –lo cual permite a un tiempo empatía
y cierta distancia–, Delius consigue un relato magistral en
el que retrata a un cierto prototipo de ciudadano alemán –
Margarethe–, cuya infancia lleva el sello nacionalsocialista,
a la vez que da cuenta del ambiente social y político en
Alemania y en Roma y del transcurso de la guerra.
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Los pensamientos de Margarethe –nacida en una pequeña ciudad luterana, educada por una familia tradicional en esta religión y casada con un pastor evangélico, que
ahora sirve en el norte de África– fluyen casi sin interrupción de principio a fin. Sólo los momentos de descanso,
a los que la obliga su avanzado estado de gestación, permiten un alto en el camino. Ello se refleja con originalidad en la estructura de la novela, pues Delius construye el
flujo narrativo a base de cortos párrafos separados –que
pretenden transmitir las pausas físicas y emocionales de
su heroína– sin que ello detenga sus reflexiones, que discurren encadenándose, contenidas sólo por la mesurada
intervención de la voz narradora, articuladas con comas y
un único punto al final de la novela.
Siguiendo los pasos de Wolfgang Koeppen, que también eligió Roma como escenario de alguna de sus novelas,
Delius se confirma como un maestro de la asociación: con
extraordinario acierto y sin perder de vista la ascendencia
de la protagonista, una humilde muchacha de pocos estudios. El hilo narrativo va tejiendo su entramado asociativo
a partir de los monumentos romanos del trayecto, que el
pensamiento de la heroína relaciona con otros de su contexto histórico-cultural, o incitado por carteles publicitarios o la visión de militares alemanes. Predispuesta por la
añoranza de su marido –reclamado a filas a pesar de su
lesión en una pierna precisamente cuando ambos iban a
iniciar en la capital italiana su vida en común–, la joven esposa se entrega a sus recuerdos y reflexiones. Arropada en
el aislamiento que le proporciona la casa de las Diaconisas Alemanas de Kaiserswerth, donde vive, Margarethe se
siente insegura y sola en las calles de una ciudad en la que
todo le resulta ajeno y hostil. De su discurrir emerge una
mentalidad sencilla pero sensible, que en su sincera religiosidad evoluciona desde el adiestramiento de los lemas
inculcados por su educación nazi en la Liga de Muchachas Alemanas hasta encontrar su genuino lugar, acorde
con su verdadero sentir. A ello contribuyen las contradicciones que la futura madre percibe entre las enseñanzas
de la Biblia y las consignas nacionalsocialistas –magnífico
el trabajo asociativo del autor al citar salmos y divisas–, en
las que se desenmascara la sutil manipulación ideológicolingüística del Führer, así como el recuerdo de las lúcidas
opiniones de su amiga Ilse, que sirve de contrapunto al
personaje. La evolución en el sentir y el pensar de Margarethe culmina en las últimas páginas, que Delius –especialmente afecto al arte y a la música– construye como
apoteósico catártico final sin faltar a la verosimilitud: en el
propicio ambiente de la iglesia evangélica, que la envuelve
en el manto familiar de su religiosidad e impulsada por el
cuarteto de cuerda en do menor de Haydn y de la Cantata
56 de Bach, la protagonista da rienda suelta a su emoción.
En una pormenorizada y extensa descripción el poder de
la música conjura el miedo a la guerra y desencadena un
pulso entre la muerte y la vida, que culmina en un vehemente clamor de “todos los generales de todos los frentes,
cristianos, paganos, judíos, comunistas” por la paz.
El mismo sello editorial publicó el pasado año, del
mismo autor, otra pequeña joya: El paseo de Rostock a Siracusa.
MARTES, 20 DE DICIEMBRE DE 2011
“El azar de la digresión”, por Marcelo Damiani
A la santidad del jugador de juegos de azar, de Héctor Libertella. Buenos Aires, Mansalva, 2011, 92 págs.
A
la santidad del jugador de juegos de azar de Héctor Libertella es una bella apuesta sacro-lúdica. Esa dedicatoria elevada a la categoría de título ya parece aludir a un cierto lugar que la ficción ha ido perdiendo poco
a poco. Frente al empobrecimiento de la producción literaria, como sostiene Julio Premat, y a la transformación
del libro y la figura misma del escritor en mera mercancía,
es quizá el escritor de culto uno de los pocos que aún hoy
mantiene viva la esperanza de que sea dicha esa palabra
sagrada, que quizá le atribuiría algún sentido al mundo,
y renovado valor a nuestro empobrecido lenguaje. Pero
esta sacralidad está fuertemente cuestionada por el tono
juguetón que atraviesa el libro. Así, Libertella lleva adelante su propuesta por medio de un doble juego de seducción (lúdica) y postergación (infinita) del sentido final,
como ese perverso tipo de jugador que no busca ganar,
sino mantener un extraño (y acaso aristotélico) equilibrio.
También hay, como siempre en Libertella, una necesidad
de proyectar la falta fundamental sobre la que se cimenta
todo lo real. El libro tiene un capítulo fantasma, “Góngora. Nada de lo humano”, sólo presente en el índice, y
que funciona como una suerte de agujero negro que por
momentos amenaza con tragarse el libro entero, como
si se tratara de una versión literaria del famoso truco de
magia (aunque en este caso, por cierto, no habría ningún
truco): El acto de desaparición (nada por acá, nada por
allá). El único acto que todos, tarde o temprano, estamos
obligados a representar.
En este sentido, “Desimone. Fobia y placer”, es un
texto emblemático. Allí, con ecos borgeanos y alusiones
casi herméticas a cierto líder político nacional (¿Vandor?),
Libertella construye en pocas páginas la historia del lobo
Desimone, “jefe de gobierno, dueño de la política italiana”, que “ha elegido vivir en una celda” y que cuando
“muere de muerte natural en Roma, en 1955, y abren su
celda, claro, él ya se ha ido”. El gesto de Desimone (elegir
su propia reclusión, desaparecer), como bien sugiere Martín Arias, parece deslizarse del hermetismo a la histeria,
porque el encierro, antes que nada, es la sustracción del
cuerpo al goce del otro.
A la santidad…, por último, es también una suerte de
homenaje a Historia universal de la infamia de Borges, pero
curiosamente ideada (o mejor, dictada) por Macedonio
Fernández, y acaso transcripta por un amanuense distraído, decidido a arrojarse a los encantadores brazos de
la digresión.
MARTES, 13 DE DICIEMBRE DE 2011
“Lo que da sentido al mundo”, por Julieta Tonello
Balada, de Marcelo Cohen. Buenos Aires, Alfaguara, 2011, 136 páginas.
“E
sta es una historia de deseo y sacrificio. Ya
empieza” se anuncia desde la primera línea
de la novela. Sin duda, estas palabras iniciales anticipan acertadamente el núcleo temático de la obra:
Balada es, en efecto, una historia de deseo y sacrificio. Pero
es, asimismo, mucho más. Se erige tanto en una reflexión
sobre la ambición desmedida del hombre y sus consecuencias, como en una travesía hacia un mundo fantástico y en
el relato de una búsqueda espiritual.
En una línea que se acerca a la ciencia ficción, aunque no se ciña a ella de manera exclusiva, la novela relata
el reencuentro de Suano Botilecue, psicoanalista, y Lerena Dost, su ex paciente, quienes en el pasado sostuvieron una relación amorosa con final nefasto. Luego de dos
años de separación, durante los cuales la vida de Suano
fue desmoronándose sin pausa en todos sus aspectos, Lerena aparece en su vida para instarle a que la acompañe
en una especie de misión espiritual. La ayuda solicitada se
encuentra ligada a la aparición de una misteriosa mujer,
Dona Murava, responsable de que Lerena gane una fortuna en la lotería y, a quien, en consecuencia, ésta desea
hallar para recompensar con dinero: “Lerena piensa que
el mundo se ha descoyuntado, y ella con el mundo, y que
no va a componerse hasta que ella haga una ofrenda a la
rectitud”. Suano, quien en principio se niega a acompañarla, termina por embarcarse en una aventura que los
conducirá al encuentro de los más descabellados personajes. La búsqueda de Dona Murava, una antigua cantante
que se ha transformado en líder de una secta, será demorada de manera sistemática por una serie de situaciones
desafortunadas, y es justamente en esa búsqueda frustrada
en la que se halla el material más rico de la historia.
Cohen ubica a los protagonistas en el paisaje del Delta
Panorámico, espacio que, cabe destacar, fue elegido por
el escritor para emplazar sus textos durante los últimos
diez años de su carrera literaria. Quien aborde la novela
se sentirá transportado a un universo poseedor de un vocabulario propio, cargado de neologismos, en donde rigen
reglas muy distintas a las del mundo real. Parece como
si el autor, a través de las particulares características del
cosmos construido, intentara deliberadamente reforzar la
idea de que se trata de un mundo ficcional, pincelado por
su escritura.
Uno de los rasgos destacables de la obra es la elección
de la voz del narrador, representada por un “nosotros”,
por momentos difuso, que corresponde a los habitantes
de los alrededores de la fonda Deluxin, un espacio marginal donde desempeña su trabajo el personaje masculino:
“Entonces ella nos ve, se diría que realmente por primera
vez. Y en cuanto nos ha visto bien entiende de qué se trata
en este patio”.
Otra de las particularidades de la novela está constituida por la irrupción en el texto de versos sueltos tomados de diversas fuentes, como así también, en este mismo
sentido, la mezcla de voces en otros idiomas que pueblan
las páginas. Múltiples onomatopeyas y argumentos de
canciones completan el espectro que ofrece como resultado un texto de absoluta libertad formal. Hay humor en la novela, pero no el tipo de humor
que arranca carcajadas en el lector, sino, en cambio, una
ironía sutil y refinada que matiza el dramatismo de ciertas
situaciones, y que requiere de una lectura atenta.
Más allá de la agilidad de la odisea narrada y de la
acabada construcción de los personajes que aparecen a lo
largo de la obra, se llega a la última página con la sensación de que un hilo conductor invisible atraviesa el texto.
“Un anochecer se le ocurre, como si en otras épocas no lo
hubiera sabido, que lo único que da sentido al mundo es
el amor” se relata en el corazón de la historia, y en esta reflexión sobrevuela la idea que parece ser el sentido último
de la novela. Idea que se refuerza por el final elegido por
Cohen, un desenlace abierto que insinúa la posibilidad de
una continuidad amorosa entre los protagonistas y que
permite, a su vez, que la lectura de Balada se transforme
en una aventura interpretativa libre.
MIÉRCOLES, 7 DE DICIEMBRE DE 2011
“Ese silencio que grita”, por Rosana Koch
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Cerca del corazón salvaje, de Clarice Lispector. Buenos Aires, El cuenco del plata, 2011, 206 págs.
55
C
on la relectura, la obra de Clarice Lispector recorre senderos cada vez más amplios. Su escritura
rompió en su momento con cierto realismo regionalista imperante e inauguró para las letras brasileñas una
narrativa innovadora y experimental, que la sitúa en un
lugar privilegiado.
Cerca del corazón salvaje es la primera novela de la escritora. Publicada en 1943, en sus páginas se proyectan los
temas que resultarán la piedra angular de su obra posterior. Esta novela fue escrita con anotaciones sueltas realizadas por Clarice desde los trece a los dieciocho años.
Para la recopilación de dichas notas, se recluyó en una
pensión y, en soledad, pudo concluir el diario de vida de
Joana. En una entrevista fechada en 1974, afirma que escribió “con mucha angustia” y que “ese libro duró lo que
un embarazo: nueve meses” puesto que la técnica del registro del instante se esfumaba por la lejanía del tiempo y
la imposibilidad de recogerlo. Del epígrafe del libro, una
frase de la novela de James Joyce, A Portrait of the Artist as
a Young Man (Retrato del artista adolescente), Clarice decide el
título de la obra. A finales de 1973 (después de haber sido
rechazada por la primera editorial) aparecen mil ejemplares de Perto do coração selvagem. Para dicha publicación Clarice “no pagaría nada, pero tampoco recibiría dinero si
la novela se vendía.” Al mes, recibe un premio y una novedosa acogida por los críticos, quienes mencionan una
especial sensibilidad y fuerza creadora como también una
marcada influencia de James Joyce y Virginia Woolf, por
el monólogo interior en donde el lenguaje le fluye sin ordenación lógica. A partir de aquí comienza “el estallido
de Clarice” según Héléne Cixous, en La risa de la medusa,
porque “se adentra estremeciéndose en el incomprensible espesor tembloroso del mundo, con el oído finísimo,
alerta para captar incluso el ruido de las estrellas, incluso
el mínimo roce de los átomos, incluso el silencio entre dos
latidos del corazón. Vigía del mundo.” El terreno de su
escritura lo ilustra con Kafka, Rilke, Rimbaud, Heidegger
porque donde respiran los autores de estas obras exigentes, Clarice Lispector avanza.
La novela se divide en dos partes que alternan el pasado y el presente en la construcción de Joana, la protagonista, como un diario de fragmentos de su vida donde
el discurrir de su existencia, que indaga su propio ser, se
funde con la voz de la narradora y la propia Clarice Lispector. La narración es un torrente hacia el interior del
personaje, repleto sólo de instantes, pinceladas y sensaciones que la conectan con la realidad, mediante el fluir de la
conciencia, y que comienza en la infancia (en su dimen-
sión trágica) porque “la infancia para ella es un ‘estado’
de inocencia al que aspira todo su ser, un estado de comunión con la vida (…), algo que se sitúa más en el futuro
que en el pasado, o mejor, fuera del tiempo, en la propia
eternidad”, hasta la madurez. En esa infancia pierde a su
madre muy tempranamente, vive con el padre y debe resignarse, luego, a su muerte; se instala con su tía, quien la
cree maldita y la envía rápidamente a un internado; en la
plenitud de la adolescencia se enamora de un profesor y
se casa con Otávio hasta que finalmente se va, ”de viaje”,
para encontrar una historia que no tiene porque, como
dice Joana: “Nunca tendré una directriz (…) Resbalo de
una verdad a otra, siempre olvidada de la primera, siempre insatisfecha”, extinguiendo su existencia en su propia
pequeñez y entendiendo que sólo regresará a la infancia
de la mano de la muerte. La narración (como una auténtica autobiografía por la lucha continua entre Clarice Lispector, su narradora y el personaje mismo) se construye
desde el silencio de las palabras, porque el intento de explicar la existencia de lo que se resiste a ser dicho, tendrá
como único desenlace la renuncia, el vacío y al fin, el propio silencio donde se sitúa lo indecible. Con Joana, no hay
una necesidad de contar una historia o los acontecimientos de su vida, la ficción del personaje siempre se pierde:
“Por destino tengo que ir a buscar y por destino vengo con
las manos vacías. Pero vuelvo con lo indecible que sólo me
será dado a través del fracaso de mi lenguaje”, y la única
posibilidad de existir a partir de la escritura, intentando
mirar el lenguaje desde afuera: “Me siento dispersa en el
aire, pensando dentro de los seres, viviendo en las cosas,
más allá de mí.” Joana (Clarice) se pierde en la incomprensión porque este personaje estalla en la certeza de su
imposibilidad que es lo único que le permite vivir. Saber
que está viva y que “basta con callar para ver, debajo de
todas las realidades, la única irreductible: la de la existencia”. Clarice y Joana están ahí, en ese silencio que grita y
en ese misterio que es más perfecto.
VIERNES, 2 DE DICIEMBRE DE 2011
“Las tormentas privadas”, por Natalia Gelós
| BOCADESAPO | RESEÑAS
De vidas ajenas, de Emmanuel Carrerère. Barcelona, Anagrama, 2011, 260 pág.
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E
sta es la historia de gente que dice sí, y que se lo repite cada día para enfrentarlo. Un matrimonio al
que se le muere una hija, unas hijas a las que se les
muere una madre. El autor, Emmanuel Carrerére, lo dice:
fue testigo de los miedos más grandes y para hacer algo
con ellos, los escribió. Una especie de conjuro en forma
de novela. De vidas ajenas es un libro de tormentas feroces.
Si el inicio tiene lugar en Sri Lanka, en donde hace unos
años un maremoto destruyó todo lo que se le interpuso,
con un zarpazo de agua, barro y viento, lo que le sigue
es la descripción de otro tipo de tsunami, el que enfrenta
a las personas con la muerte cercana, con la enfermedad,
con la inminencia de un final a corto plazo.
El libro se despliega como un puñado de muñecas rusas: primero cuenta el tsunami, que cambia lo que hasta
entonces eran unas vacaciones más. Lo hace con descripciones precisas, descarnadas. Luego muestra los modos de
sobrevivirlo. Hay un matrimonio joven, cercano, al que
se le muere su hija que es apenas una niña. Carrerère narra todo desde una distancia aséptica que funciona justamente por esa lejanía. Y mientras su propia mujer ayuda,
corre, pregunta, trata de colaborar con las víctimas, él navega en sentimientos encontrados: siente que debería hacer algo, siente que no quiere involucrarse, aunque sabe
que eso es imposible. Y si elegir para un relato las citas
adecuadas es una ardua tarea, Carrerère es diestro en estas artes. Para describir su actitud recurre a una de El pez
escorpión, del suizo Nicolás Bouvier (Ed. Altair S.A., 2011):
“Aquella mañana habría querido que una mano extraña
me cerrase los párpados. Como estaba solo, los cerré
yo mismo”. El escritor leía ese libro en esas vacaciones.
No avanza en esa dirección, pero entorna la puerta a un
enigma: ¿cómo funcionan, cómo nos hablan los libros que
nos acompañan en diferentes momentos y que a veces se
vuelven oráculos involuntarios de nuestros días?
El autor y su esposa vuelven a Francia. Al poco tiempo,
Juliette, la hermana de su mujer, muere de un cáncer al
que intentó combatir sin éxito. Esto lleva a Carrerère a
hablar con un amigo de la muerta, un juez cojo que enfrentó la misma enfermedad. Habla con él para reconstruirla a Juliette, que también era jueza, para homenajearla. Habla también en el viudo, con sus hijas. Y cuenta
cómo era su trabajo en el juzgado, por lo que describe
el sistema de endeudamiento al que se someten las clases
medias para saciar sus ansias de consumo que terminan,
por lo general, en una deuda que los lleva a la corte. En
esa instancia, el libro es también un tratado sobre el de-
recho de consumo. Una historia dentro de otra, una idea
lleva a la otra.
Es interesante y se agradece el lugar en el que se ubica
el autor. Él es testigo directo. Nada más. Nada menos. Él
lo sabe y no busca, no cae, en la conmiseración. Prefiere
hablar con los protagonistas, escucharlos, reconstruir su
historia, abordar esas vidas que, más allá de los lazos afectivos, son vidas ajenas. Lo que logra es una arqueología
humana, las distintas maneras con las que diferentes personas lidian con la muerte. De alguna manera, recuerda
a El año del pensamiento mágico (Global Rhythm, 2006), de la
norteamericana Joan Didion. Allí, la autora realiza una
autopsia de su duelo: se murió su marido, su hija está en
coma y ella excava con frialdad quirúrgica en su interior
para escribir, para describirse. Algo de eso sucede aquí.
Carrère elige una mirada similar. Y aunque sea de modo
indirecto, también se cuenta a sí mismo.
En catálogos que se multiplican hasta la locura las historias autoreferenciales sobre la muerte, sobre su cercanía,
sobre los modos de atravesarla, se acumulan. Se destacan
las que eligen esquivar los golpes bajos, la sensiblería. Para
roer el hueso no sirven los algodones. Se necesitan armas
frías, bien filosas. Son ésas las que producen el corte más
certero. Estos, los grandes temas, la enfermedad, las catástrofes, la agonía, Carrére las cuenta escena por escena.
Así construye diferentes versiones de eso que hay que
atravesar: el otro día. El otro día, cuando el viudo se prepara para darles el desayuno solo a sus niñas. Cuando los
padres de la niña muerta se obligan a cenar. El otro día,
cuando algunos otros se deciden a escribir ¿Por qué leemos estas historias? ¿Por qué son tan fascinantes? Quizá
porque los temas universales son muy pocos, y lo magistral es saber domar el punto de vista. Quizá porque este
tipo de libros son también para el lector una especie de
conjuro.
MARTES, 29 DE NOVIEMBRE DE 2011
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Como el humo del té, obra teatral escrita por Karina Androvich y Daniel Jorge Fernández.
57
En Querida Elena, Pi y Margall 1124, Capital Federal - Buenos Aires - Argentina
D
aniel Fernández y Karina Androvich han logrado
una obra de gran consistencia dramática y muy
buena ejecución. El tema de la obra, extraño y
desafiante, parte de una experiencia mística que pone en
crisis a la protagonista y a todo su entorno.
Jesús, el mismísimo Jesús, es quien, según nos cuenta
Ángela, la ha visitado, más de una vez, y a quien espera
en un estado de crónica insatisfacción. Claro que esa insatisfacción por no poder alcanzar la fusión con lo divino
deja en evidencia otra insatisfacción mucho más cotidiana
y natural: la que vivimos como sociedad de consumo. Ángela, a quien no le falta nada, de repente le falta todo. Ya
no le importan ni su marido, ni sus hijos, ni su amiga, ni su
casa en el country, ni su cuatro por cuatro, ni sus plasmas,
ni sus plantas. Menos que menos el qué dirán. Ella espera,
simplemente, a Jesús.
Tampoco le importa que la llamen santa (más bien le
molesta) ni que la gente peregrine hacia su casa en busca
de respuestas o tratando de apoderarse de los bienes que
ella desecha en su afán de volverse digna y deseable para
aquel que la visitó.
La obra es un camino de austeridad. Los silencios van
creciendo, las miradas se vuelven profundas. Lentamente
cada gesto empieza a significar mucho más. Androvich de
a poco va asumiendo ese silencio y la obra gana en intensidad y se impregna de un sutil lirismo.
Los avatares de una mujer de nuestro tiempo se ven reflejados en la crisis de este personaje que revela los límites
de lo humano: la fragilidad psíquica y emocional de quien
se ha medido con una vara que no le corresponde.
Ella quiere más. No le basta con ese aroma que todo
lo ha impregnado.
La sala de Querida Elena se va transformando en
un retiro medieval. Apenas unas sillas, unas tazas y una
puerta. Ser santa es una cuestión de austeridad.
Como el humo del té evoca un despojamiento que se ha
perdido y que el espectador recupera de a ratos en el vertiginoso abismo del unipersonal.
El texto es sólido y se aprovechan al máximo los pocos
elementos que pueblan la escena. El tema, apto para moralejas, simplificaciones y delirios, es abordado con inteligencia y lucidez.
Quedan aún dos presentaciones antes de fin de año.
Esperemos que el año próximo se abra la posibilidad de
que más espectadores vivan esta intensa y valiosa experiencia teatral.
Teléfono: 4361-5040
Viernes 21:00 hs (hasta el 16/12/2011)
Actúa: Karina Androvich
Diseño de vestuario: Daniela Torta
Diseño de escenografía: Eduardo Spindola
Diseño de luces: Brenda Bianco
Fotografía: Gustavo Schneider
Diseño gráfico: Felipe Fernández Lorea
Asistencia de dirección: Belén Cabrera
Pre-producción: Candelaria Sesín
Dirección: Daniel Jorge Fernández
MIÉRCOLES, 23 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Las lágrimas de Handke”, por Christian Martí-Menzel
“Cuida de no manchar tu lenguaje
con el habla de las ideologías.”
Consejos a un joven escritor, de Danilo Kiš
E
n ocasiones el compromiso del escritor con los
tiempos que le han tocado vivir puede resultar
muy saludable. Si éste es honesto puede llegar a
iluminar esas sombras de duda que muchas veces se ciernen sobre nuestras sociedades, demostrando que la gran
literatura es compatible con una actitud ciudadana crítica
con los abusos e injusticias del poder. Me vienen a la me-
moria los casos de Ivan Turgueniev, Albert Camus o, actualmente, Javier Marías: son grandísimos escritores comprometidos con su sociedad. Sin embargo, bajar desde la
«torre de marfil» a la realidad puede resultar peligroso,
pues la falta de honestidad conduce al escritor hacia un
terreno pantanoso peligroso y proceloso.
En los países de expresión alemana la figura del escritor comprometido disfruta de larga tradición. Peter Handke es uno de esos excelentes escritores, que desde los años
noventa se ha propuesto denunciar la desinformación y la
postura «hipócrita o como mínimo ignorante» de los me-
| BOCADESAPO | CRÍTICA TEATRAL
“Cavilaciones de una santa”, por Felipe Benegas Lynch
57
| BOCADESAPO | OPINIÓN
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dios de comunicación y las potencias occidentales frente
a las guerras que finiquitaron la Yugoslavia moderna. En
España se acaba de publicar, en traducción y con prólogo
de Cecilia Dreymueller, su libro Preguntando entre lágrimas
(editorial Alento). Es la única traducción de sus apuntes
sobre sus viajes a Yugoslavia/Serbia y en torno al Tribunal de la Haya que ha visto la luz en todo el mundo, porque como él mismo denuncia, a raíz del «programa poético» por el que se guía su obra, los principales medios de
comunicación occidentales, así como los políticos y buena
parte de sus lectores, le han dado la espalda.
Handke se pregunta entre lágrimas por qué no hay justicia
para el «pueblo serbio». En mi opinión, y aún cuando es
muy loable su compromiso con la población de esta república ex yugoslava, el compromiso requiere, como ya he
apuntado, de honestidad, y prácticamente todo lo que ha
escrito Handke sobre la guerra en los Balcanes y sus consecuencias peca de hipocresía o como mínimo ignorancia y roza
la frivolidad. Llama la atención, por ejemplo, que siendo
un buen conocedor de la historia de la antigua Yugoslavia,
Handke acuda a muchos de los mitos esgrimidos, aunque
él afirme lo contrario, por buena parte de los medios de
comunicación y gobiernos occidentales. El vacío de poder
que se produjo en Yugoslavia con la muerte del mariscal
Tito (1980) provocó que a las diásporas serbia y croata
se les presentara la oportunidad de pasar factura por las
cuentas pendientes de la Segunda Guerra Mundial y que
en el interior del país el Partido Comunista de Yugoslavia
necesitara reinventarse para sobrevivir (la opción nacionalista fue la más sencilla). Acusar, tal como hace Handke, a las potencias occidentales de apoyar con logística y
armas a las diferentes agrupaciones nacionalistas ilegales
(que ya disponían de sus fuentes para ello), suena a primitiva y manida teoría de la conspiración, a atribuir al exterior las propias culpas, por otra parte algo muy propio de
los nacionalismos identitarios y de inspiración romántica.
Me pregunto por qué en sus frecuentes viajes a Yugoslavia durante los años ochenta, como intelectual de
prestigio que era, Handke no llamó la atención de la comunidad internacional de lo que se estaba gestando en
Belgrado: el recorte de la autonomía de Kosovo (más adelante también de Vojvodina), la octava sesión del Comité
Central del Partido Comunista de Serbia de 1987, que
Slobodan Miloševi utilizó como trampolín en su campaña por hacerse con el poder de toda Yugoslavia, los despidos masivos de periodistas independientes de la radiotelevisión y de los principales diarios serbios a finales de
los ochenta y principios de los noventa... Ese incremento
de la violencia verbal (Zlatko Dizdarevi afirmó en una
visita a Barcelona, que si en su momento se hubiera juzgado a todos los irresponsables que incitaron a la violencia
con sus palabras la guerra no habría sido posible) no fue
producto de la presión de los medios internacionales y las
cancillerías occidentales, tal como él denuncia, pues éstos
apenas sabían poner en el mapa Yugoslavia y cuál era su
realidad. ¡Handke hace suya una «verdad» defendida a
principios de los años noventa por casi toda la izquierda
europea y muchos medios de comunicación de que Yugoslavia se desintegró por voluntad de las potencias imperialistas y que Slobodan Miloševi sólo quiso salvarla del
nacionalismo croata de inspiración filofascista y del integrismo islámico de los bosnios musulmanes!
En su estupendo y estremecedor libro «1941, el año
que retorna» Slavko Goldstein, historiador croata, y como él
mismo afirma, en su condición de judío poco sospechoso
de ser un «nacionalcatólico croata», recuerda la advertencia que le hizo en octubre de 1988, participando como editor en la Feria del Libro de Belgrado, el coronel general en
´
la reserva Pavle Jakši , serbio
de la Krajina croata, al que
conocía desde 1944, cuando Jakši dirigía el Ejército de Liberación Nacional en Croacia: «Slavko, tú eres para mí un
croata que trabaja para los eslovenos y eso es lo peor que
podrías ser. Pero también eres judío y fuiste un buen pequeño partisano, por ello te hablo como a un amigo: diles
a tus croatas y eslovenos que los serbios los hemos liberado
dos veces durante este siglo, pero que si tenemos que volver
a hacerlo una tercera vez nunca más nadie tendrá que ocuparse de ello. ¿Me entiendes?» Handke nos exhorta a no demonizar a Slobodan Miloševi y a su mujer Mira Markovi ,
pues los otros señores de la guerra, como los denominó Predrag Matvejevi , Franjo Tudjman y Alija Izetbegovi , son
igual de responsables. Ciertamente fueron la otra cara de
la misma moneda: el primero, antiguo partisano, el general
más joven del Ejército Popular Yugoslavo, presidente en los
años cincuenta del club de fútbol belgradiense Partizan, creó
su partido nacionalista (HDZ) en 1989, cuando vio la oportunidad de convertirse en el fundador de la nueva Croacia
y para ello no tuvo reparos en utilizar cualquier ideología
que sirviera a sus propósitos. El segundo, que durante el
gobierno de Tito estuvo en prisión por defender sus tesis islamistas y por actividades anticomunistas, fundó su partido
(SDA) en 1990 y, entre sus muchos pecados, está el de no
reaccionar cuando el Ejército Popular Yugoslavo cruzaba
Bosnia para hacer la guerra en Eslavonia y Croacia. Todos
ellos fueron responsables, pero como en el caso de la Alemania nazi, hubo uno (que no dudó pactar con Tudjman
para repartirse Bosnia) que incendió la mecha del polvorín,
y es para ese, y para el «pueblo serbio», que lo apoyó mayoritariamente desde finales de los años ochenta, para quien
pide justicia Handke.
Danilo Kiš ya advertía en su Lección de anatomía (1978)
del peligro de caer en la mediocridad y la banalidad en la
creación literaria. Asignándose el papel de poeta heroico
(como ha afirmado Juan Villoro), Handke recurre siempre
en su «programa poético» a las etnias, los pueblos, las religiones... Así, por ejemplo, nos relata su asistencia a los servi-
´
económicamente y de conducir el país hacia la guerra.
Handke parece olvidar además que uno de los principales instigadores del conflicto armado durante los años
ochenta, y que tras la guerra aún seguía gobernando,
enriquecido a costa de su «pueblo» y recibido por todos
los gobiernos del mundo, fue el principal responsable de
los bombardeos de su Yugoslavia en 1999. ¿No fue acaso
A.H. el máximo y último responsable de los salvajes bombardeos de las ciudades alemanas y de la expulsión de más
de catorce millones de Auslandsdeutsche del Este de Europa
en los años cuarenta del pasado siglo?
Una cosa es defender la Yugoslavia comunista (que no
olvidemos era una dictadura, pero que ciertamente de alguna manera integraba a diferentes culturas y religiones)
y otra muy diferente defender al siniestro funcionario de
banca, aficionado al whisky y a las pastillas, que quiso convencer al mundo de que eso era lo que él quería preservar a toda costa, una Yugoslavia hermanada, y no su gran
trozo de pastel. Una cosa es criticar las intervenciones sin
razón de EE.UU. y de la OTAN en todo el mundo (está
claro que el bombardeo en 1999 de Belgrado y Kosovo estaba fuera de lugar y que pagaron justos por pecadores) y
otra muy diferente es hablar de una conjura internacional
para finiquitar el proyecto yugoslavo. En sus tesis Handke utiliza el mismo lenguaje identitario que han venido
utilizando y utilizan los nacionalistas balcánicos, los funcionarios de la UE que viajaron a los Balcanes a crear la
Suiza de los cantones balcánica, los enviados de EE.UU. y
buena parte de los medios de comunicación. Si desde los
años ochenta se hubiera hablado de ciudadanos en lugar
de etnias y religiones se habría marcado una clara frontera
entre el discurso nacionalista más agresivo y los derechos
de todos los ex yugoslavos, que sufrieron directa e indirectamente (y siguen sufriendo) las consecuencias de sus líderes pirómanos y de la estulta diplomacia internacional.
En su ejercicio de relativismo moral Handke recurre en
muchos casos a la ironía, pero no a esa ironía mordaz y negra de su paisano Thomas Bernhard, sino a la ironía del
que se cree garante de la verdad, inamovible, cínica en algún momento, unida además a un burdo sentimentalismo,
que le hacen caer en la misma ingenuidad y simplicidad que
los mandos militares holandeses que brindaban con aguardiente con Karadži y Mladi en Bosnia. Y Cecilia Dreymueller (que según me informa ella misma nunca estuvo
en la ex Yugoslavia, al contrario de Isabel Núñez, que para
escribir su «mitificador» libro Si un árbol cae sí que se recorrió
toda la ex Yugoslavia) quiere transmitirnos las lágrimas de
Handke ante la injusticia que comete el mundo por intentar buscar la verdad, hasta el punto de visitar a Miloševi en
La Haya y asistir a su entierro para «mirar, escuchar, percibir… y para estar al lado del pueblo serbio». Y yo me pregunto, ¿a qué pueblo serbio representaba Miloševi ? Bien
haría Peter Handke en volver a su «torre de marfil».
| BOCADESAPO | OPINIÓN
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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cios religiosos ortodoxos (tras la guerra en todas las repúblicas ex yugoslavas el fervor religioso subió como la espuma,
ahora ya se va atenuando) y sus viajes por toda Serbia y la
República Serbia de Bosnia (gobernada aún por otro pirómano nacionalista como Milorad Dodik). En su narcisismo
llega a sorprendernos por la banalidad de ciertos paisajes (y
no por sus burdas provocaciones cuando llega a comparar
el sufrimiento de los serbios con el del pueblo judío, de lo
que se retractó, o cuando ironiza sobre la existencia de las
mezquitas bosnias), como si el solo hecho de estar inmerso
en la vida cotidiana justificara cualquier atrocidad. En la
página 57 de la edición española se lee: «En esta curva de
la carretera experimento de nuevo, como en ocasiones anteriores, una sensación de llegada, como ocurre a menudo
en los viajes con lugares que, sin ser propiamente la meta,
se hallan próximos a ella. Sin embargo, hoy, y pese a la
tranquilidad imperante, algo se inmiscuía en los sembrados, pastos y viñedos, algo que, según Robert Walser, permanece escondido incluso en el más bello y pacífico de los
paisajes, una suerte de diablillo, si bien el diminutivo no cabe
en este caso, para esto de aquí no cabe ninguna expresión.
Se trata de algo imposible de captar, invisible, indescriptible, y así y todo malvado, algo que te deja sin habla, y que se
desprende de la guerra, del estado de guerra, más allá de
sus objetivos, de sus escenarios reales.»
¿Por qué, además, Handke no viajó por otras repúblicas de la ex Yugoslavia? Podría haber intercambiado
opiniones con, entre otros muchos, Tomica B., de Zagreb,
excelente poeta y escritor, que se alistó en el HVO croata y
luchó durante cuatro años para defender la libertad (no la
que representaba Tudjman, sino la de su propia familia y
amigos, muchos de los cuales perdió en la guerra); o con el
novelista Nenad V., de Sarajevo, que en lugar de emigrar
a Belgrado quiso quedarse en su ciudad natal y defenderla
de la agresión fascista que partía desde las montañas que
rodean la ciudad (Bogdan Bogdanovi , antiguo alcalde de
Belgrado, ya apuntó que se trataba de una guerra de lo
rural contra lo urbano); o con el músico Orhan M., de
Mostar, que se alistó en la Armija bosnia con sólo catorce
años y después rechazó la pensión que le ofrecía el gobierno, pues no considera que matar sea algo de encomio.
O, como mínimo, podría haberse leído, en lugar del Memorándum de la Academia de las Ciencias Serbia, la literatura de los disidentes serbios: la correspondencia entre
Mirko Kova y Filip David de 1992 a 1995, El burdel de los
guerreros de Ivan olovi o el revelador ensayo de Radomir
Konstantinovi Filosofía de la provincia, que disecciona el nazismo serbio en los Balcanes.
Si bien es cierto que en los últimos años en Serbia
vuelve a repuntar la población que se declara yugoslava y que prefiere no elegir una nacionalidad específica,
Miloševi pasará a la historia por bloquear toda posibilidad de reformas federales en una Yugoslavia agotada
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LUNES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Pariente del mar”, por Marta Aponte Alsina
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El río en catorce cuentos. Selección de Gloria Lenardón y Marta Ortiz. Rosario, Editorial Fundación Ross, 2010, 167 páginas.
60
U
n río insondable inspira pavor. El pavor debe ser
la madre de la palabra, canto y ensalmo. La madre.
El misterioso Paraná es madre de una literatura: corrientes de tinta espejean en la “espléndida monotonía”
del poema de Juan Laurentino Ortiz; voces alucinadas
deslumbran en Río de las congojas, la estremecedora novela
de Libertad Demitrópulos. La escritura del Paraná deriva ahora hacia estos catorce relatos de otros tantos narradores, habitantes de las ciudades fluviales. Trascendido
el lenguaje hiperbólico de lo real maravilloso, narran de
otra manera las iluminaciones del agua y sus estaciones de
paso. Actis, Callero, Catela, Convertini, Crochet, Gorodischer, Kozameh, Lagunas, Morán, Ortiz, Pfeiffer, Riestra, Solomonoff y Vignoli –la música de estos apellidos,
la extrañeza que provoca su aproximación– cartografían
el río en sus islas, barrancas, luces, olores, remolinos, pueblos, suciedades, marismas, camalotes, crímenes, memorias, cruces.
La civilización es barbarie; la naturaleza es cultura; el
agua dulce es salada. Si el Mississippi arborescente se cifra
en el “old man” del spiritual, en Twain y en Faulkner, el
sinuoso Paraná (¿será cierto que su nombre significa pariente del mar?) encarna en el cuerpo femenino de la protagonista –asesina lujuriosa– de Angélica Gorosdischer.
En algún emblema imperial el Paraná fue uno los cuatro ríos que nacen en el paraíso: el río mestizo de la fuente
de Bernini. Los mitos fluviales figuran entre los relatos
más antiguos. Se han usado para pulir las armas de los
imperios y, en el clamor a los dioses de la fertilidad y de la
muerte, para conjurar la fragilidad del ser.
En todo caso, el río se “concibe” como cuerpo. La
personificación del Paraná recorre estos escritos, incluso
de manera oblicua, como en la crónica de Jorge Riestra,
donde las aguas se miniaturizan en torno a una taza de
té. El cuento de Marta Ortiz –irónico homenaje a la lectura, transformadora de la sordidez prostibularia en episodio elegante– contrasta con el duro relato “rulfiano” de
Carlos Morán. La dignidad que aún conserva la literatura
aflora en estos cuentos habitados por un río feroz.
JUEVES, 17 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Voz a ti debida”, por J. S. de Montfort
Tan bella, tan cerca [Escritos sobre estética y vida cotidiana], de Juan Manuel Mora Fandos. Sevilla, Ed. Isla de Siltolá, 2011, 160 págs.
E
l escritor, crítico y traductor José Manuel Mora
Fandos (Torrent, Valencia, 1968) nos presenta en
su último libro Tan bella, tan cerca (Isla de Siltolá,
2011) unos apuntes sutilmente digresivos y de apariencia
inconexa, cuyo subtítulo es el de “Escritos sobre estética y
vida cotidiana”.
El volumen, de una presentación pulcrísima y hermosa, envidiable, está dividido en seis partes: “Una bella
inquietud cotidiana”, “Co-ser y cantar”, “Espacios y paisajes”, “Circular”, “Mirar con el otro (WinslowHomer)” y
“Sobre nuestra identidad narrativa (preparando unas clases subversivas)”.
En opinión de Enrique García-Máiquez (autor del
prólogo) este libro guarda un “aire de familia” con el diario Otra Belleza, de Adam Zagajewski. Sin embargo, Tan
bella, tan cerca no es precisamente un diario, a pesar de su
paciente escritura (o anotación) de diez años; anotaciones, empero, que “han sido refinadas en su forma y contenido” y libradas así de la cualidad bruta del impetuoso
diario. Viene esto a cuento de lo que García-Máiquez de-
nomina como “falta de hilo” (argumental) y que, en nuestra opinión, se debe a la naturaleza más intuitiva que racional del volumen, intrínseca a su escritura-definida ésta
(en ocasiones) al modo del hipérbaton –y que goza de una
suerte de “lamento digresivo”–. En otras palabras, los seis
apartes de los que consta el libro tienen la apariencia de
ser estructuras cerradas y (auto)suficientes, desconectadas
las unas de las otras, formando una suerte de “diálogo inconcluso”, fingiendo no ser más que una incumplible promesa.
Tal ilusión, sin embargo, resulta de la (re)afirmación
de “la variedad como condición antropológica” (pues no
hay “nosotros”, dice Mora Fandos, sin esa “radical variedad”). Además, se rompe al final del libro, la ilusión, demostrando que “el buen arte es la paradoja de un lujo
imprescindible” y es allí donde se produce la chispa de
fuego que ilumina y hace arder todo el carbón de letras
que hemos venido trajinando en las páginas precedentes.
Trataré de explicar esto.
El libro finge una estructura que deambula en capí-
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tulos motivados por “una exploración personal [sobre] la
belleza en la vida cotidiana”, un –supuesto– lugar residual
que, nos dice Mora Fandos, quedaría representado “en
su invisibilidad”. Y es esa misma invisibilidad en la que
Mora Fandos dice moverse y la que quiere retratar, la de
“el mundo de las personas que perseveran, con mayor o
menor dificultad, en sus afanes de felicidad en medio de
las aparentes grisuras de la vida cotidiana”.
Esa estética de la cotidianidad viene expresada de diferentes formas, pero fundamentalmente en dos registros
o modos de escritura, a los que hay que añadir la ékfrasis
de un cuadro de Homer. Estos son: el de la escena o el retrato de diferentes personajes (sin ser traídos necesariamente
por virtud de algún elemento relacional con el escritor) y
el del (pseudo)ensayo que sucede por medio de un razonamiento lógico. Tal positivismo es, por momentos algo
endeble, sobre todo –en mi opinión– al querer guarecerse
en el paraguas filológico (y en un abuso de la cita literaria como razón no solo explicativa, sino justificativa). Ello
tiene su razón de ser, por supuesto, y es aquella idea eliotiana, expresada en los Cuatro Cuartetos, la de que “el género
humano / no soporta demasiada realidad”.
Ambos registros buscan, no obstante, una misma cosa:
la de evidenciar que sólo se puede ser auténticamente uno
mismo con el otro, y que ello se produce a través de lo
que Mora Fandos denomina “el canto” (el único modo
de co-nectary co-ser con el otro). Tal canto tendría tres
etapas: el silencio (cuando “oímos de otro modo, incluso
comenzamos a oír de verdad”), la afinación (“la finura del
corazón”, que va “hacia algún fin” sirviéndose de la gramática, donde no hay sino “lo uno y lo múltiple”) y la expresión, el canto mismo (y que aquí habría que equiparar
a la comunicación a través de la escritura).
En cierto sentido, es este un libro reaccionario, pues
anda en contra del simulacro y lo virtual, renegando del
post-humanismo, en favor de la eternidad y el fraseo del
jazz y los cánones de belleza clásica. Su leit-motiv podría
ser el siguiente: “contra los ruidos de la rutina, contra la
intimidación, se ha de levantar el canto personal”. Tan bella, tan cerca es así una declaración contra el solipsismo alienante, un texto, por ello, arrebatadoramente humano y
asistido por cierto “sentido espiritual trascendente”. Un
texto singular, que mira con los pies, intuyendo y dando
vueltas, caminando y buscando ángulos nuevos: “merenderos desde donde contemplar y, si es posible, merendar
allí mismo”.
Así, Tan bella, tan cerca nos “conduce a una misteriosa
presencia personal” (la de Mora Fandos en el texto; presencia potenciada precisamente por su ausencia), consiguiendo algo maravilloso y de una hermosura extravagante y que es la final conversión “de quien escucha en
afinador del que habla”. Es decir, una experiencia de lectura que se experimenta igual que una lenta –y algo divagante, como ha de ser– declaración de amor.
DOMINGO, 13 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Regresión romántica a un pasado mítico”, por Anna Rossell
Maravillas del crepúsculo, de Sjón. Trad. Enrique Bernárdez. Madrid, Nórdica Libros, 2011, 213 págs.
M
aravillas del crepúsculo, del polifacético escritor islandés Sjón, cuyo nombre completo es Sigurjón Birgir Sigurosson (Reikiavik, 1962), es una
historia fabulosa en el sentido más original de ambos términos, pues se inspira en una biografía real de una época
en que la ignorancia y el miedo eran acicate de fábulas
y leyendas, de seres mágicos y míticos, de superstición y
brujería. En esta novela, publicada en su versión original –
Rökkurbýsnir– en 2008, Sjón recrea el ambiente de la Islandia de la primera mitad del siglo XVII, a partir de la vida
de Jón Guomundsson, que en su libro adopta el nombre
de Jónas Palmason, un personaje fáustico, estudioso naturalista, también llamado El Erudito. El libro nos retrotrae
al mundo frío y hostil en el que vive el protagonista en su
aislamiento, el destierro al que le ha condenado el alto
tribunal, que juzga como brujería sus conocimientos de
la medicina. En la isla en la que vive con su esposa y sus
hijos sin otro contacto humano, el confinado se entrega
a sus pensamientos, al trabajo de compilar en un libro su
erudición naturalista científico-imaginaria y a la talla de
imágenes. Tal diseño del personaje y de su situación determina la técnica de registros narrativos del texto, que no
siguen la ortodoxia lineal y alternan la prosa poética –en
ocasiones de tinte onírico, alucinatorio y mítico–, con el
lenguaje lapidario y estrictamente descriptivo de las entradas de un diccionario enciclopédico, que el autor distingue con letra cursiva. Con estos ingredientes Sjón consigue descripciones bellísimas de la naturaleza que dan fe
de su madera poética –ha publicado más poemarios que
novelas–, así como de su adscripción a la orientación surrealista del grupo poético Medusa, que fundó en 1980.
El lenguaje que evoca en su anacronismo la época en la
que se ubica la acción y que la traducción trata de respetar
arduamente, adopta en la novela un papel privilegiado,
hasta el punto de que, como informa el traductor en una
nota al final, documenta “incluso las palabras de una lengua piyin vasco-islandesa que usó en esa época y que conocemos por fuentes manuscritas islandesas de entonces”.
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La novela, que se estructura en cuatro capítulos narrados en primera persona, precedidos y seguidos de una
“Obertura” y una “Coda o repetición” respectivamente,
lleva intercalado un paréntesis, –“Piedra en el riñón”–, en
tercera persona: el tiempo que transcurre a partir del momento en que Jónas Palmason logra salir de la isla con la
esperanza de conseguir una revisión de su juicio y el levantamiento de su castigo, y que se cierra con la frustración de aquella y el regreso a su destierro de partida.
Con todo, la desgraciada vida de Palmason, inmersa
en la atmósfera de una Islandia que se debate entre el catolicismo y la reforma luterana, entre el oscurantismo y la
ilustración, no transmite en absoluto un rechazo de aquel
tiempo pasado, como parecen anunciar las últimas palabras de Lucifer en la escena del cielo de la “Obertura”:
“[…] yo no incliné la rodilla ante aquel nuevo animalito
del padre, por eso fui expulsado del cielo. Pero a ti, ser humano, te regalé al despedirme mi visión de ti”. Al contrario, la novela rezuma añoranza romántica de un tiempo
pasado en que el ser humano vivía en consonancia más
armónica con la naturaleza, a pesar (o quizá precisamente
por ello) de las creencias fantásticas que promueve lo desconocido. No es casual la cita de Los discípulos de Sais, de
Novalis, que resumen la utopía romántica de la desaparición de los límites entre los seres vivos y las cosas para
constituir el todo absoluto de la creación en comunión con
Dios, una utopía en la que se extienden los pensamientos
alucinados de Jónas Palmason en sus últimos días solitarios en la isla: “Ora las estrellas parecíanle hombres,/ ora
los hombres parecíanle estrellas;/ las piedras, animales;/
y las nubes, plantas”.
MARTES, 8 DE NOVIEMBRE DE 2011
“La pregunta con respuesta”, por Rosa Chalkho
Después de la música. El siglo XX y más allá, de Diego Fischerman. Buenos Aires, Editorial Eterna Cadencia, 2011.
H
ay algo evidente respecto de toda la música “académica” (y aquí, con cualquier palabra que intentemos tendremos problemas en su enunciación) del siglo XX: su distancia con el gran público, y
también con gran parte del público melómano.
Las explicaciones para este fenómeno han sido muchas: la tiranía de las discográficas atentas a las demandas del mercado, el conservadurismo de programadores
y curadores de salas de concierto y de canales de difusión
entre otras razones.
Una de las lecturas que el campo de la música contemporánea hizo sobre el divorcio entre el nuevo mundo
musical y el público es la de atribuir el problema a la falta
de difusión, como efecto culpable de mantener velado el
nuevo orden sonoro; en parte por intereses conspirativos y
en gran parte, por simple facilismo económico.
El discurso integrado, parafraseando a Umberto Eco, se
dedicaría a inculpar la falla al propio campo de los compositores cuya intrincadas dificultades compositivas o excéntricos experimentos los habrían alejado de los públicos
para construir “una música para músicos”. La primeridad
del huevo o la gallina no es el punto, y tampoco las concepciones maniqueas al respecto. Si el público melómano
de la llamada “música clásica” es minoritario respecto al
aluvión auditivo del musak, la música popular y la música
envasada, todo indica que la audición de las poéticas sonoras del siglo XX se contrae a una minoría de minorías.
El libro Después de la música (y después de un siglo de
rupturas) acorta estas distancias y ofrece un panorama
descriptivo y reflexivo a la vez, cuyo resultado inmediato
es el de abrir el apetito sonoro de desconocedores curiosos, nuevos y viejos oyentes; y por supuesto músicos, que
encontrarán además un valioso análisis de los contextos
históricos para ubicar los nombres consagrados.
El libro comienza inteligentemente con el relato de
una anécdota, una pregunta aparentemente pueril que
una señora de barrio se atreve a formular ingenuamente a
Luigi Nono en una conferencia en Buenos Aires en 1985:
“yo querría saber qué es la música contemporánea...”.
Contrariamente a lo que se suponía, a Nono es la única
pregunta que le interesa contestar. Fischerman no cuenta
la respuesta, pero intuición mediante, podríamos adivinar
que no fue una respuesta determinista, llana y aliviadora.
Porque seguramente lo más interesante es la pregunta en
sí y el abanico de deliberaciones y disquisiciones que ella
permite, y que de manera no reduccionista se responden
en el libro.
Las preguntas sin respuesta (o al menos sin respuesta
taxativa) son una característica de la indeterminación crítica del siglo XX, del escepticismo de la dialéctica negativa frankfurtiana y sin duda de la herencia de la filosofía
decontructivista, y hasta tienen su correlato musical en la
metafórica obra de Charles Ives La pregunta sin respuesta,
donde el interrogante está representado por una melodía
diáfana y abierta, que se repite insistentemente cuando la
respuesta, que no la conforma, se va quedando sin argumentos cada vez más nerviosa, informe y gritona.
La escisión entre la estética musical y las prácticas mu-
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sicales masivas, o entre la composición y el público no es
una novedad del siglo XX, Agustín de Hiponia, más conocido como San Agustín, enuncia hacia fines del siglo
IV en su tratado De musica, de fuerte extracción platónico
–pitagórica, que la música “est scientia bene modulandi”, que
significa la ciencia del bien medir.
Para los teóricos de la Edad Media, la música pertenece al campo de la ciencia, y su objeto de estudio son
las relaciones numéricas entre las notas (intervalos). Su sonido es una consecuencia colateral de la cual hay que tomar recaudos, sobre todo por el poder sensual y emotivo
que conlleva; y que además, puede ir de lo divino a lo demoníaco en un parpadeo. La belleza está en la perfección
del número y no especialmente en el sonido, y menos aun
en el acto pedestre de la ejecución musical.
Cualquier intento en la actualidad de asimilar este orden epistémico tan distante debe atravesar todo un bagaje histórico contrario, ya que el orden de la música que
hemos heredado es el de la expresión de las sensaciones,
estados de ánimo y sentimientos cuya versión más acabada cristaliza en el siglo XIX, Romanticismo y Postromanticismo. Como lo expresa Fischerman en el último capítulo Posdata, el gran público coincide en que la música
tiene por significado la expresión de los sentimientos; en
cambio, la música del siglo XX puede a grandes rasgos
medirse por sus intentos de sacudirse las referencialidades y sentidos extra-musicales para sólo organizar poéticamente con sonidos.
Pero, sin ninguna pretensión de vuelta al pasado ni deseo de conexión medieval mediante, ni el serialismo inte-
gral más fundamentalista ha llegado a asimilarse a la escisión irreconciliable que la Edad Media construye entre
teoría estética y práctica musical. El placer es meramente
intelectivo, y como consecuencia del “flujo de correlaciones numéricas y de medidas temporales”. Aunque, cualquier similitud con el artículo del compositor del serialismo integral Milton Babbitt Who cares if you listen? (¿A
quién le importa si escuchas?) será coincidencia?
El libro interconecta los eventos del siglo XX en una
suerte de árbol genealógico de los antepasados y parentescos; enhebra orígenes, progenies y ascendencias, peleas familiares e inesperadas reconciliaciones por lo que, en términos bourdianos, sería el bien en disputa: la definición
legítima de la Música y porqué no, de su alter ego la “no
música”. Paul Virilio enuncia que “todas las imágenes son
consanguíneas”, y tranquilamente nos permitimos aplicar
la idea de la consanguinidad a las músicas del siglo XX.
En este sentido, Fischerman hilvana el derrotero musical
del siglo en sus herencias proclamadas y evidentes, y también en aquellas recónditas, bajo la lupa de un adn familiar reconstruido por los discursos estéticos.
La reedición del libro luego de 13 años habla de la
vigencia de la pregunta, y también de un público general que sigue sin comprender (cabría preguntarse qué es
“comprender” la música), y de un campo de compositores que no explica. En este sentido Después de la música es
un nexo necesario, escrito en un lenguaje al alcance de
cualquier lector no avezado en tecnicismos musicales y al
mismo tiempo sin traicionar la especificidad que requeriría un músico.
VIERNES, 4 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Metáforas de la vida”, por Leticia Moneta
Pulso, de Julian Barnes. Barcelona, Anagrama, 2011, 264 páginas.
E
l último libro publicado del inglés Julian Barnes
está escoltado por la muerte. Precedido por el
largo ensayo Nada que temer, y seguido en enero del
2012 por la novela La sensación de un final, Pulso marca el
regreso de Barnes a las librerías tras la repentina muerte
de su mujer y agente literaria, Pat Kavanagh. Porque parece que la muerte nunca está satisfecha: fagocita todo, se
infiltra incluso en los catorce cuentos que componen Pulso
para dejarse ver abiertamente al final del volumen.
Se trata de una colección de cuentos, publicados en su
mayoría previamente, pero con un delicado trabajo artesanal que tiende puentes entre uno y otro para darle una
consistencia sólida al total. En este libro Barnes vuelve a
su tema favorito: el amor, las relaciones humanas, la vida
y la muerte. Claro que, tratándose de un escritor muy inglés, el humor y el clima interfieren siempre. Y también lo
hace la sobriedad que impide que una colección de cuentos sobre temas tan trillados como el amor y la muerte sea
un repertorio de lugares comunes.
Pulso se divide en dos partes. La primera reúne nueve
cuentos, cuatro de los cuales se titulan “En lo de Phil y
Joanna” más un subtítulo (“60/40”, “Marmalade”,
“Look, No Hands” y “One in Five”), y se intercalan con
los otros cinco. Los cuatro relatos secuenciados ponen en
escena una pequeña representación de El banquete de Platón: se trata de un número indefinido de amigos adultos
de clase media que conversan sobre todo luego de haber
comido y bebido opíparamente, pero que, inesperadamente, evitan hablar del amor.
Los otros cinco relatos toman cada uno una actividad
recreativa (la natación, la escritura, el trekking, la jardinería, el turismo ornitológico) con las que los personajes se
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evaden de o se encuentran en el mundo. En el fondo, lo
que sopesa cada uno de estos cinco relatos es el porcentaje
de hipocresía que acecha, como un cáncer, a cada pareja:
lo dicho, lo no dicho, lo que se hace y lo que se querría
hacer.
El primero de los cuentos, “Viento del este”, lidia con
la hipocresía en un país; otro relato, “Durmiendo con
John Updike”, con la hipocresía entre dos amigas que
comparten su carrera de escritoras como han compartido
esposos y amantes; el quinto relato, “Mundo de jardineros”, señala la falta de sinceridad en un matrimonio en
crisis; otro, “Infringir”, presenta a una pareja joven y reciente atrapada por la hipocresía de no poder decir lo que
quieren decir; el último de los cuentos de la primera parte,
“Líneas de matrimonio”, apunta a la hipocresía de una
persona para consigo misma.
La segunda parte, que consta de cinco cuentos, está
organizada en torno a los cinco sentidos. Tres de los relatos están situados en el pasado. Uno trata sobre un retratista sordo y mudo, uno sobre una pianista ciega y otro
sobre Garibaldi, “uno de los últimos héroes románticos
de la historia europea.” Los otros dos parecen buscar una
explicación a qué es lo que hace que el amor funcione,
que dos personas se enamoren: “Complicidad”, referido
al gusto, se entromete con el comienzo de una relación, y
“Pulso”, quizás el relato más fuerte de la colección, es una
narración sobre una pareja que se arma y desarma y otra
que no se desarma incluso con la muerte: el final muestra
al padre del narrador acercándole a su mujer, que está en
coma y próxima a la muerte, hierbas aromáticas “esperando que [los olores] le dieran placer y le recordaran el
mundo y los placeres que ella había sentido”.
Lo que parece preguntarse Barnes a lo largo de Pulso
es cuál es la relación entre la falta y la presencia. ¿La falta
de uno de los sentidos aumenta la percepción de los otros?
¿La falta del ser amado evidencia el amor? ¿El sexo es una
metáfora del amor? ¿O el amor es una metáfora del sexo?
¿Qué es una metáfora? ¿Qué es, en última instancia, lo
que no está? La colección parece estar tendida entre esos dos polos: el estar y el no estar, o la vida y la muerte. La muerte
es aquello que va “aplastando los sentidos de a uno”. La
vida es la carrera de los sentidos por percibir, por latir, por
hacer algo que proporcione placer. El protagonista del último cuento, aquel que da nombre al libro, se evade del
dolor por la enfermedad de su madre y por la inminente
soledad de su padre saliendo a correr. Usa un monitor cardíaco y chequea su pulso. “Hay un solo pulso: el pulso del
corazón, el pulso de la sangre.” El juego está en encontrar
aquellas cosas que hacen que el pulso corra, que nos separan de la muerte. Ya sea el amor, la amistad, el trekking
o la escritura.
MIÉRCOLES, 2 DE NOVIEMBRE DE 2011
“Sobre las pequeñas intenciones”, por Fabián Soberón
Pequeñas intenciones, de Jorge Consiglio. Buenos Aires, Edhasa, 2011, 192 págs.
L
a novela trabaja, sin énfasis, la narración de la vida
monótona y cotidiana de un señor que vive en un
pueblo pequeño. Su vida se resume en tres actividades: cuidar a su hermano deficiente, lidiar con un sobrino que le reclama una propiedad y sortear los avatares
de un amor extraño y superficial. El protagonista cuenta
los pormenores de su afición y ciertos problemas científicos; es muy interesante cómo ese narrador protagonista
cuenta sus entusiasmos mínimos. La ingenuidad en su relación con la ciencia lo define a la perfección. El contraste
acertado entre el candor del personaje y las dimensiones
de los problemas que debe sortear dan un perfil justo de él
y de los otros personajes, ya que él es el narrador. Por ese
contraste, la novela adquiere un tono muy sugerente. Al
narrar los hechos desde una mirada desenfocada, Pequeñas
intenciones atesora potencia narrativa.
De las tres novelas publicadas por Jorge Consiglio,
creo que esta es la que más se juega en narrar la cotidianeidad. Por otro lado, creo que no deja de ser un riesgo
usar un narrador en primera persona durante toda la no-
vela. Y creo que Consiglio pasa la prueba y logra darle
a ese narrador un ritmo y una contundencia cruciales.
No resulta fácil mantener la atención del lector con una
voz en primera persona. Al mismo tiempo, ese recurso le
otorga a la novela un atractivo especial. El narrador, vacilante, comunica sus juicios, sus desavenencias, sus alegrías
y su indiferencia frente al mundo de manera directa, con
el peso enrarecido de la subjetividad. Las pequeñas intenciones del narrador están teñidas por la curiosa mirada
indiferente, a veces, o por la breve ira y la extraña acomodación a las desgracias. Esa subjetividad está en sintonía
con el tono general de la novela.
La prosa, exquisita, tiene un ritmo que surge del cruce
de la lengua oral y del lenguaje refinado, minucioso, adjetivado. La prosa de la novela combina la tensión y la
“brusquedad” de la lengua cotidiana y la levedad y el encantamiento de la poesía. Los personajes son memorables: el protagonista vive sus avatares cotidianos con parsimonia estoica, el hermano deficiente es retratado con
precisión, el sobrino ambicioso y cruel, y la hermana au-
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sente, narrados todos con pinceladas justas y oportunas y;
en la parte final del libro, los hombres rudos y elementales
que el protagonista cruza en Salta son logradamente dibujados. Me detengo en dos secuencias: los días que pasa
con María Ester, la mujer que conoce en el hospital y con
la que después sale (se podría decir que esa relación está
atravesada menos por el amor que por la extrañeza). La
otra secuencia es la que resulta de la relación que el protagonista mantiene con un anciano en el hospital (durante
un trabajo ocasional como electricista, se produce un in-
cendio y el anciano de la casa queda internado), él lo visita
y dialogan como dos filósofos de barrio. ¿Se podría decir
que la relación que mantienen es una amistad?
Con el transcurso de los hechos, el protagonista debe
viajar a Salta. El viaje es una aventura de consolidación:
se profundiza su desencantamiento. En la escena final,
cuando él gira la cabeza y ve que Quispe, su eventual visita, está dormido, la desilusión y el peso de la pérdida absoluta de sentido se cierne sobre él y sobre el lector.
SÁBADO, 29 DE OCTUBRE DE 2011
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“El escritor argentino y la tradición en el siglo 21”, por Laura
Cabezas
Escrituras past_ Tradiciones y futurismos del siglo 21, de Juan José Mendoza. Bahía Blanca, 17 grises editora, 2011, 108 páginas. E
n las líneas que inauguran Escrituras past_ Tradiciones y futurismos del siglo 21, Juan José Mendoza,
como una suerte de dj-autoral que escoge, mezcla
y combina diversos momentos de la literatura argentina
para producir una nueva lectura sobre la tradición, escribe: “Las páginas de este libro pueden leerse como una
teoría sobre la literatura software: la literatura como un
loop, un scanner… Pero también como una novela en la que
los conceptos son sus personajes”. Es que de igual modo
que las textualidades que le sirven de corpus literario, el
libro de Mendoza se ubica en un umbral teórico-narrativo
donde ficción y crítica se (con)funden. Justamente, será
esta elección por una escritura post-autónoma la que dote
las páginas de Escrituras past de un clima mixturado entre
la rigurosidad académica y el relato experiencial biográfico; logrando, de esta forma, una lectura dinámica, entretenida e interesante sobre la literatura argentina de los
últimos años, sus posibles centros pero también sus potenciales bordes.
Sin lugar a dudas, uno de los rasgos distintivos del libro es la utilización de un léxico proveniente del mundo
tecnológico reciente que nutre al texto en su totalidad,
desde sus títulos (que aúnan “escrituras” con past, loop,
spam, samplers, etc.) hasta la bibliografía final que se presenta bajo la fórmula “On/off ”. Pero, ¿qué aportan a la
crítica literaria argentina estas nomenclaturas tecno? ¿Nos
encontramos frente a un cambio de paradigma crítico o
son designaciones extravagantes y modernas para lecturas
ya conocidas?
Past, “apócope de paste y de pastiche”, es la figura que
organiza la lectura de Mendoza en su interés filológico
por las reapropiaciones, las reescrituras y las filiaciones
entre los textos, es decir, por las voces que vuelven y resuenan a lo largo de la literatura universal. Sin embargo,
lo past como máquina creativa no sólo mira hacia el pasado sino que tiene un ojo detenido en el futuro que habi-
lita la incorporación de lo nuevo en diálogo con la tradición. Bajo la estela benjaminiana del Angelus Novus –“que
avanza con la mirada puesta hacia atrás”-, se arma una
serie que comenzando en los años setenta se despliega
hasta la contemporaneidad de las literaturas novoseculares. Así, más que discontinuidad, lo que se nos presenta es
la formación de una suerte de canon de la narrativa argentina contemporánea que encuentra fundamento en el
aparato “critificcional” Literal y en los escritos de Manuel
Puig y Ricardo Piglia, principalmente. En ellos leer y reescribir diseñan la figura de lo past que funciona en consonancia con una práctica de apropiación que puede convocar, parodiar o negar la filiación con la tradición literaria.
Amparado en la autoridad citada de Piglia y Graciela
Speranza, la voz de Mendoza no logra imponerse con una
lectura propia de la literatura argentina sino que más bien
recae en la aceptación y repetición de lo ya estatuido por
esta línea crítica. No hay cuestionamiento, sólo aceptación y tibias reformulaciones: lo past, o el pastiche, la copia, el desvío, el plagio y demás implicancias, termina perdiendo su potencia crítica para diluirse en la reafirmación
de una tradición hegemónica que ya sentó un origen para
la literatura argentina y erigió sus próceres desde el campo
de la narrativa.
Por el contrario, en la segunda parte del libro, titulada
“El giro tecnológico”, es donde mejor se trasluce la labor
de Juan Mendoza como crítico. Ahí se arriesga a pensar el
lugar de lo letrado en la era digital, examinando no sólo
las estrategias de recontextualización de la cultura humanista en la web, a través de los proyectos de digitalizaciones, de los ciber-paseos, de las Bibliotecas Virtuales, etc.,
sino también armando una serie con relatos contemporáneos que asimilan “temas, modos del relato y discursividades procedentes de lo tecnológico”: La ansiedad de Daniel
Link, Keres Coger? = Guan Tu Fak de Alejandro López, Las
teorías salvajes de Pola Oloixarac, Las aventuras de Barbaverde
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y El juego de los mundos de César Aira, entre otros. No obstante, si bien se lanza un planteo interesante sobre los nuevos modos de representación que estos textos proponen al
tomar a las pantallas y a las tecnologías como “referentes”,
la idea no se desarrolla quedando tan sólo enunciada.
Diferente es el caso de los capítulos dedicados a las
escrituras loop, scanners, spam y samplers donde Mendoza se
concentra en cada caso en un autor determinado: Pablo
Katchadjian, Ezequiel Alemián, Charly.Gr., Agustín Fernández Mallo y Eloy Fernández Porta, respectivamente; a
quienes los aúna una práctica en común, la intervención
y el “apropiacionismo” de la cultura letrada o audio-visual. Por caminos diferentes, cada uno establece un diálogo específico con las tradiciones –el tributo y/o la desacralización– para forjar su propio proyecto estético. Así,
el ojo crítico de Mendoza recorre diferentes textos argentinos y españoles recientes (Qué hacer de Katchadjian, El
tratado contra el método de Paul Feyerabend de Alemián, “Peronismo spam” de Charly.Gr., todos de 2010, o Nocilla Dream
de Mallo de 2006) relevando las operaciones de lectura y
escritura que los caracterizan: la reescritura, el “materialismo de la lectura”, la “escritura automática”, la parodia
y pastiche, la cita y el plagio. El panorama que nos traza la
última parte del libro muestra entonces cómo el presente
literario aparece interesado por indagar en las potencialidades de la experimentación formal y por cuestionar cualquier tipo de limitación estética que impida ensanchar las
fronteras de la poesía y la narrativa contemporáneas.
Con un estilo imbricado y misceláneo, Escrituras past
brinda una estimulante reflexión sobre el campo literario y artístico de los últimos años. Frente a un escenario
borroso y difuso por su cercanía, Mendoza torna visibles
aquellas experiencias literarias y artísticas que transforman los horizontes de lectura al jugar con las formas, la
tradición y los límites de la cultura letrada. En este comienzo novosecular las páginas del libro de Juan Mendoza invitan a pensar sobre las nuevas posibilidades estéticas que trae el reciente encuentro entre arte y tecnología.
MIÉRCOLES, 26 DE OCTUBRE DE 2011
“Filosofía en clave de novela negra”, por Anna Rossell
La promesa, de Friedrich Dürrenmatt. Trad. del alemán de Artur Quintana. Viena Edicions, Barcelona, 2011, 176 págs.
Q
uienes conozcan a Friedrich Dürrenmatt (Konolfingen, 1921-Neuchâtel, 1990 –Suiza-) saben que
La promesa no es su única novela policíaca. El dra
maturgo y narrador suizo cultivó el género
como una herramienta idónea para plasmar su concepción del mundo y de la realidad, así como también su obra
teatral se acerca de algún modo a este registro. Sus novelas
negras y sus obras dramáticas reúnen muchas características comunes que las hacen fácilmente intercambiables:
los crímenes, el suspense, los inspectores de policía, el clímax, el elemento sorpresa, la casualidad, lo irracional, las
magníficas sentencias contundentes que cierran capítulos
o escenas como preludio enigmático de alguna clave, el
giro inesperado… no son típicos únicamente de sus novelas sino también de su dramaturgia. Sin embargo se llevarán a engaño quienes se acerquen al autor buscando
a un genuino representante del género policíaco. Porque
Dürrenmatt rompe a conciencia las reglas que tradicionalmente lo definen. Él mismo lo anuncia en el subtítulo
de la versión original de la obra que nos ocupa: das Versprechen. Requiem auf den Kriminalroman –La promesa. Requiem
para la novela policíaca-, que escribió en 1958 desarrollando
el guión que había escrito para la película Es geschah am
hellichten Tag –Sucedió a plena luz del día-, del que no había
quedado satisfecho.
En La promesa el lector encontrará todos los ingredientes de la obra dürrenmattiana: personajes, arquitectura y
acción sirven al autor para construir su universo y su filosofía, su concepción del ser humano y su visión pesimista sobre la evolución del mundo. Buen conocedor de
la teoría del teatro épico de Brecht, discípulo y detractor
del autor alemán al mismo tiempo, Dürrenmatt utiliza el
V-Effekt –efecto de distanciamiento– del materialismo dialéctico brechtiano para demostrar precisamente todo lo
contrario de lo que pretendía su maestro. Con razón la
historia del teatro de expresión alemana contrapone las
dramaturgias de ambos autores. Si Brecht –marxista convencido– se sirve del efecto de distanciamiento, utilizando
el extrañamiento y la sorpresa, para subrayar la dialéctica en que puede basarse cualquier acción, sugiriendo así
que el ser humano rige su propio destino y el del mundo,
Dürrenmatt echa por tierra esta visión positiva para afirmar todo lo contrario: que –como en la teoría del caos–
cualquier imprevisto, una causa banal, la casualidad o la
locura de una mente determinan en realidad los acontecimientos, lo cual nos aboca a la catástrofe segura. Lo grotesco y el sarcasmo son sus aliados favoritos, y el marco
en el que sitúa la acción es casi siempre su Suiza natal,
fácilmente reconocible aun con topónimos ficticios, que
le ofrece la magnífica oportunidad de desquitarse con su
país, de naturaleza y sociedad supuestamente idílicas, y
presentar en él el microcosmos asfixiante y amenazador
en que retrata el mundo entero. Contrariamente a Brecht,
el autor suizo no es el pintor de lo deseable virtual sino de
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lo que es real, y está destinado a romper moldes que no se
atengan estrictamente a ello.
Así, ya al principio de la novela se nos invita a reflexionar sobre el género negro a través de la conversación
que sostiene el narrador –un escritor de novelas policíacas– con el jubilado jefe de policía del cantón de Zúric, el
doctor H, trasunto del autor, que polemiza con aquél poniendo en tela de juicio el estilo clásico de escribirlas. La
crítica del policía contiene algunas de las claves esenciales:
[…] si haig de dir la veritat no en faig gaire cas, de les novel·les de
detectius […] amb aquestes històries de lladres i serenos encara hi
ha un altre engany. […]. L’acció hi és perfectament lògica, tot hi
passa com en una partida d’escacs: vet aquí el criminal, la víctima,
el còmplice i el qui se n’aprofita; només cal que el detectiu conegui les
regles del joc, repeteixi la partida, i ja té localitzat el criminal i ha
col·laborat al triomf de la justícia. Aquesta ficció em posa frenètic.
Amb lògica només es pot copsar la veritat en part. […] hi ha tants
factors de pertorbació que ens fan trampes en el joc, que ben sovint
només la pura sort i l’atzar fan decidir les coses a favor nostre. ([…]
si he de serle sincero no hago mucho caso de las novelas de detectives
[…] en estas historias de ladrones y serenos hay aún otro engaño.
[…]. La acción es absolutamente lógica, todo sucede como en una
partida de ajedrez: he aquí el criminal, la víctima, el cómplice y quien
se aprovecha; sólo es necesario que el detective conozca las reglas del
juego, repita la partida, y ya tiene localizado el criminal y ha colaborado en el triunfo de la justicia. Esta ficción me pone frenético. Con
lógica sólo se puede captar la verdad en parte. […] hay tantos factores de perturbación que nos ponen trampas en el juego, que muy a
menudo sólo la pura suerte y el azar ponen las cosas a favor nuestro.).
Y nuestra novela responde en todos sus detalles a la
teoría del jefe de policía.
Pero no por anunciada la sorpresa dejan de ser sorprendentes los acontecimientos, Dürrenmatt domina el
arte de esparcir pistas aquí y allá, cuyo verdadero significado no se desvela hasta el final, obligándonos a volver entonces la mirada hacia atrás para hilvanarlas. El principio
se entiende sólo con el fin de la historia, forman el marco
en que se encuadra.
Verdaderamente la novela no es una novela policíaca
cualquiera, su concepción da fe de la formación de su autor como teólogo, filósofo y científico. No se trata simplemente de resolver con maña y astucia un asesinato, sino
mucho más de lanzar a la palestra pública un tema de
reflexión mucho más profundo, existencial. Por ello el autor desplazó el acento, que en el guión cinematográfico
inicial recaía sobre el crimen, a la persona del comisario
que lo investiga, a su modo de actuar, al proceso y al resultado de su actuación. Un procedimiento genuinamente
brechtiano. Para llegar a la conclusión contraria. Además
de esta versión catalana, disponemos de la española de
Xandru Fernández (Ed. Navona, 2008).
DOMINGO, 23 DE OCTUBRE DE 2011
“Arroz con monstruos”, por Walter Romero
Señora grande, de José Fraguas. Buenos Aires, Casa Nova Editores, 2011, 108 págs.
A
nimales, tejidos, iglesias, jardines (y estatuas de
jardín): son formas todas –en lo autotélico de sus
intenciones– de una realidad que se resiste a ser
embalsamada por los regímenes de la literatura, para perdurar, por el contrario –nuevas y frescas– en lo anodino
del gesto, en el cuadro que no llega a cristalizar ningún
folklore. Señora grande es una antología de cuentos indefinibles, de un realismo indirecto o no eufórico que no apela a
ninguna representación “con molde”, a ningún “efecto de
realidad”: El mundo, “como lo conocemos”, no es, en verdad, ni supernumerario ni “en mosaico”, sino, más bien,
infinitamente sencillo; los textos verdaderos son sólo aquellos
que no está sobrecodificados; la más actual de las operaciones literarias consistiría en destonalizar el tono y su mensaje; para contar una historia no es necesario ninguna historia segunda, paralela o en filigrana que doble la acción
principal. Es éste el modo en que su autor, José Fraguas,
elige para revelar, con parsimoniosa constatación, la verdad que, sin ambages, postula: una “literatura sin atributos” es posible.
La forma en que hace germinar estas “historias” tiene
algo de arborescente (“mientras tanto, los árboles seguían creciendo vigorosos”) pero sin copa o remate, casi como si cada
una de estas “historias” fueran ramas infinitas que, como
el lenguaje, tienden sólo a la proliferación, no importa hacia dónde o hasta dónde.
Como en una imposible “espiral plana”, el texto crece y
se imbrica a modo de realidades “sumadas”, que se van agregando, como si se tratase de una operación que le suma realidad a la realidad, para dejarnos atónitos o acaso improcedentes,
sin avalar ni esperar ningún avance narrativo, ningún “cierre” o clausura de estos relatos: una literatura de superficie,
sin relieves, con una ingenuidad que asombra: desde la guerra total que le presenta a cualquier peripecia, desde los títulos blancos (Manuela, Susana, Árbol, Zoo) o desde las dos ilustraciones de Santiago Erausquin, que abren y cierran el bello
volumen, donde un personaje –siempre muy curioso, orejón,
y de ojos enormes– se parapeta detrás de una Señora, a quien
nunca le vemos la cara, y que bien podría ser la realidad en
su mismidad toda, en su contundente y decapitada presencia.
El marco de esta serie de secuencias narrativas se desprende de los epígrafes de Marosa Di Giorgio y de Hebe
Uhart que son el incipit ceremonial del libro: una suerte
de gótico –acaso costumbrista– que anidaría en toda realidad, y que campea en todos los textos. Ya no “arroz con
leche”, sino “arroz con monstruos”, dirá la cita que Fraguas
extrae de la poeta (y sibila) uruguaya: es decir, realidad
que desprende –sin quererlo– sus enrevesadas y pasmosas quimeras no siempre aladas, casi nunca con garras, más
bien quietas o hieráticas, deformes como si de una “realidad fija” se tratase, de un punto de inmovilidad que no se
atreve a activar ni el más mínimo de los desplazamientos:
Acaso, junto a Jacques Rancière, agregaríamos: “Ninguna
singularidad heroica recubre lo que la banalidad misma contiene de
potencia poética escondida (…) Es necesario que la vida supuestamente ´muda´ sea dotada de una palabra propia, que no se expresa
por las vías del discurso articulado y la retórica sino que se encuentra
inscripta sobre el cuerpo mismo de las cosas.”
JUEVES, 20 DE OCTUBRE DE 2011
“¡Ángela!”, por Jimena Néspolo
Angela della Morte, de Salvador Sanz. Buenos Aires, Ovni Press, 2011, 96 págs.
E
l hecho de que sus víctimas, en su minuto postrero,
acometan el previsible clamor de la sorpresa no
hace más que confirmar aquello que el personaje –y
acaso el lector– desde la primera viñeta ya sabe: Ángela fue
entrenada para matar y en eso de “des-almarse” y encarnar
su nombre no hay quien la supere. Y es que esta mujer no
fue instruida por cualquiera; en los laboratorios del doctor
Sibelius (“la mente más brillante del siglo 21”) Ángela aprendió no sólo a familiarizarse con la muerte, sino a
hacerla propia, a convertirla en simulacro de experiencia y
realidad con el estricto objetivo de llegar a ser “nómadas de
la carne”,“espíritus en el mundo de la materia”. Con cada
muerte que encarna, y que efectivamente sufre a través de
un complejo dispositivo tecnológico, ella libera su conciencia y con ésta la posibilidad de habitar [poseer] otros cuerpos [des-almados] que le permiten llevar a cabo nuevas misiones kamikazes. Ángela puede cambiar de sexo, de edad,
de rostro y de saberes, para ella los cuerpos son como trajes
que viste según el imperio de la necesidad y de la moda
pero que no vacila en destruir cuando el minuto aciago se
acerca y el golpe de gracia debe ser dado. En la contratapa del libro, junto al dibujo en grana de
una mujer conectada hacia las alturas por una maciza correa y en cuyo casco ostenta la muerte a caballo, leemos las
siguientes palabras del doctor Sibelius, vertidas en alguna
parte de Sudamérica, a su iracunda tropa: “Si estas criaturas
que llamamos muertes, se alimentan de nuestra alma ni bien
abandonamos nuestro cuerpo… Entonces, ¿no hay más allá
para el hombre? ¿No existe la trascendencia del alma? ¿Estamos condenados a ser ganado de estos seres, al término de
nuestra vida terrenal? Entonces, a partir de hoy estamos en
guerra con la muerte, y mientras no encontremos un antídoto contra ella, tenemos que permanecer en el mundo material, el tiempo que sea necesario. Todos ustedes harán un
voto de sigilo. Volveremos a una época oscura, donde el conocimiento no será revelado a nadie. Nosotros seremos
los dueños de los misterios.”
La nueva novela gráfica de Salvador Sanz (1975), Angela
della Morte, es casi un thriller filosófico. Con un texto ajustado, una imagen precisa y una estructura de episodios autoconclusivos (debida a su previa publicación en las revistas
Fierro y Bastión), la trama se presenta ante todo como una
mordaz crítica a la moral de las corporaciones y a cierta obsesión por la belleza artificial de los cuerpos. Así, la novela
se abre con una cita de René Descartes (“Es evidente que
yo, mi alma, por la cual soy lo que soy, es completa y verdaderamente distinta de mi cuerpo, y puede ser o existir sin
él.”) para dibujar un hipotético futuro en el que la ciencia
permita hacer del platonismo una realidad, y de ésta una
usina de conspiración terrorista de escala internacional.
Con todo, la verdadera tensión que articula la trama, a partir de un sutil juego de elipsis que obliga a volver una y otra
vez sobre las páginas precedentes buscando la información
que se nos retacea o esconde, con el devenir de la historia
se vuelve cada vez más patente: ¿Quiénes son los buenos y
quiénes son los malos de este cuento? ¿El doctor Sibelius?
¿El Gobierno Fluo? ¿Y quién o quiénes los financian?
Asimismo, esa vuelta de tuerca que desplaza el tema filosófico al conflicto ético entre el bien y el mal se da a partir de la segunda parte con la entrada de otro personaje,
que sufrió el mismo entrenamiento en los laboratorios de
Sibelius y que luego se vendió al Gobierno Fluo, que conoce íntimamente a Ángela y que acaso por todo ello sabe
cómo destruirla: “Casi puedo ver su expresión al encontrar su tumba profanada. Sabe quién lo hizo. Lo conozco
enojado: vendrá por nosotros” –se dice Ángela mientras
huye desesperadamente de una presencia tan real como
fantasmática, luego de haber realizado exitosamente la
misión de eliminar todos los cuerpos desalmados que el
“El Perezoso” solía habitar–: “¿Cómo ganarle una carrera
a la muerte? A donde vayas te alcanzará.”
En este sentido, quizá las páginas más originales del
cómic sean aquellas que grafican la terrible lucha física y
espiritual que se desata en el cuerpo de la mujer cuando
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éste se convierte en reservorio no sólo de su alma, sino
también de la de su actual enemigo y ex amante. Por otro
lado, si bien la cuarta parte (“Liberar a la bestia”) trae
a la escena de la viñeta elementos argumentalmente ajenos en las páginas anteriores (el cambio de escenario –
de paisaje ciudadano a base aeroespacial–, la novedosa
presencia del mono astronauta y de la misma Ángela en
la luna, etc.), es de observar que es absolutamente coherente al entramado externo e interno de la obra: Constituye una sutil referencia al cierre de la novela gráfica
Desfigurado (Exabrupto, 2007), en que la búsqueda de dios
desencadenaba un encuentro con el demonio, y donde lo
último que observábamos era –Pink Floyd mediante– el
“lado oscuro de la luna”. A su vez, el alejamiento espacial
y la soledad le permiten al autor extremar de un modo radical la experiencia del Mal al que somete a su personaje:
luego de que el Gobierno Fluo invade la base, Ángela cae
en un lodazal que a todas vistas parece ser mierda, una
mano poderosa, gigante, fría y mecánica –tal y como Salvador Sanz, intuyo, imagina al inexorable destino–, la levanta… ¿o la hunde? Uno, tres, cuatro cuadros plagados
de negro. Hay moscas. Muchas moscas. Está sola. Ella se
obstina en mantener los ojos abiertos mientras asiste al abyecto y monstruoso espectáculo de su vida. La página final
reza: “Debe ser la persona más hija de puta que existe.”
No obstante, por alguna razón desconocida, el autor no
sólo mantiene a su personaje vivo sino que ya ha anunciado
la inminente publicación de los próximos episodios de la serie.
MARTES, 18 DE OCTUBRE DE 2011
“Una navaja en la cartera”, por Marcos Herrera
Los puntos ciegos de Emilia, de Cristina Feijóo. Buenos Aires, Tusquets, 2011, 264 págs. E
milia es un personaje egoísta que accede, luego de
una infancia nómade y bohemia con su madre, a
una vida de clase media tradicional. Emilia pasa
de un mundo inseguro a uno confortable. Al menos es
lo que ella cree hasta que se desata la tragedia o las tragedias y todo empieza a tambalear. También podríamos
decir que la protagonista cambia una pesadilla por otra.
Sus ambiciones personales la llevan de un mundo (el de su
madre) a otro (el de su marido y la familia corporativa de
su marido). En este recorrido Emilia califica y clasifica lo
que ella cree que está bien y lo que ella cree que está mal
como un juez hipersensible y desesperado. Emilia se equivoca en sus análisis y conjeturas pero es una equivocación
coherente, continua y sin fisuras que va construyendo un
mundo en donde ella es el centro y la víctima.
Cristina Feijóo desarrolla en Los puntos ciegos de Emilia
una voz sufriente. Una de las características de la novela
es el tono de temor continuo de la voz protagonista. Para
Emilia la vida es una carrera de obstáculos y amenazas. Y
aquí se me ocurre recordar la frase de Brecht que dice que
un fascista es un burgués asustado. Y un burgués asustado
(o sea un fascista) es capaz de matar cuando siente amenazado su status quo.
Hay dos escenas que ponen de manifiesto claramente
cual es la apreciación que Emilia tiene sobre las clases populares, sobre lo que en el imaginario de clase media se
conoce como “los negros”. Una es la marcha de los familiares de las víctimas de Cromañón, en donde los cuerpos de los manifestantes asquean a Emilia. La otra es la
del viaje en colectivo en donde Emilia teme ser violada
por el chofer y saca una navaja para prevenir un ataque
que nunca ocurre. La destreza narrativa de Feijóo hace
que esta escena aparentemente inverosímil no lo parezca.
Digo inverosímil porque Emilia es una señora sensible,
profesora de piano, que practica Tai Chi Chuan, preocupada por las formalidades y protocolos familiares… ¡Y
lleva una navaja en la cartera! Me parece que en esta escena está la clave del personaje y de la novela porque condensa la violencia que puede generar el miedo.
Con una prosa veloz, virtuosa y precisa, de narradora experimentada, Cristina Feijóo creó un relato que
no puede dejar de leerse. Como Puig, utiliza técnicas del
melodrama y del folletín. Pero a diferencia de Puig, que
utiliza una multiplicidad de voces, trabajando con el estereotipo, Feijóo ahonda en los matices paranoicos de su
protagonista en una escalada que termina, por supuesto,
con una violación y asesinato, en una tradición bien reconocible dentro de la literatura argentina que va desde El
matadero de Echeverría hasta Cabecita negra de Germán Rozenmacher. O sea: los cuerpos violentados son el campo
de batalla de la lucha de clases.
Así, en Los puntos ciegos de Emilia, Cristina Feijóo ficcionaliza la política desplazándola del centro de la historia,
pero haciendo que cumpla la función de andamiaje del
texto. Desde este punto de vista, la novela se puede leer
como una parodia de la así llamada literatura femenina.
Emilia ve cómo el príncipe se transforma en sapo y las
conductas cotidianas en hipocresía. Finalmente, el golpe
de gracia con el que el lector descubre la sutileza satírica
que late en la novela está en el sueño final de la protagonista, en el que un lujoso vagón de tren nazi es saqueado
por rastafaris.
VIERNES, 14 DE OCTUBRE DE 2011
“El temblor del hijo”, por Felipe Benegas Lynch
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Materia dispuesta, de Juan Villoro. Buenos Aires, Interzona, 2011, 280 páginas.
70
I
nterzona publicó este año por primera vez en Argentina la segunda novela de Juan Villoro, Materia
dispuesta, que viene a sumarse a Llamadas de Ámsterdam, Los culpables, Filosofía de vida y 8.8 El miedo en el espejo,
publicados por la misma editorial.
La creciente presencia del mexicano en nuestro
medio literario y cultural es algo para celebrar.
Me introduje a su obra a través del cuento “El mal
fotógrafo”, que encontré casualmente en el sitio http://
www.letraslibres.com/ y a partir del cual me
mantuve atento para leer más de aquel sobrio y efectivo
cuentista que había descubierto. Luego leí algunos de
sus ensayos críticos (sobre Rulfo, sobre Saer), descubrí
su lado futbolero, otros cuentos y finalmente las novelas.
Materia dispuesta, junto con la crónica intempestiva
“Mi padre, el cartaginés”, publicada en la revista Orsai,
son los más recientes rastros de Villoro que han llegado
a mis manos. Ambos textos confirman mi interés por su
escritura y revelan la coherencia de una obra que sigue
creciendo bajo distintas formas y medios.
El padre, como ya se perfilaba en “El mal fotógrafo”
y se confirma con la reciente crónica, es uno de sus temas predilectos. Allí Villoro se pregunta: “Hasta dónde
podemos recuperar una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? Ser hijo
significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un desajuste que exige pedagogía, autoridad, transmisión de conocimientos. ¿Podemos entendernos como
contemporáneos de nuestros padres, ser intempestivos a
su lado?” Villoro alude a lo contemporáneo en diálogo con el texto
de Agamben “¿Qué es lo contemporáneo?” (el artículo
está disponible en el número 10 de BOCADESAPO),
que plantea que los “mejores testigos de una época” son
aquellos que “adquieren distancia para entender lo actual ‘en una desconexión y en un desfase’”. Lo suyo es
una pregunta porque no debe haber forma de inmersión
en una época más radical que la de ser hijo. Sin duda es
difícil ser contemporáneos de nuestros padres; el tema
del padre, sin embargo, excede el interés biográfico, autobiográfico o de cronista, es un motor de escritura que
parte de lo más íntimo y se convierte en una herramienta
de indagación.
En la misma crónica dice: “Escribir significa desorganizar sistemáticamente una serie, el alfabeto. Del mismo
modo, evocar significa desorganizar sistemáticamente el
tiempo. ¿Hasta dónde debemos hacerlo?”
Villoro busca en los recuerdos los hilos de sus histo-
rias. En el territorio inestable de lo anecdótico, “la molesta realidad complementaria” que “se derrumba en escombros”.
Porque, de alguna manera, todo se derrumba: lo
vivido y lo imaginado, y entre las pilas de materia dispuesta para el relato buscamos la huella de aquello que
sea “definitivamente real”.
Esto es lo que sucede en Materia dispuesta.
La escritura de Villoro somete a temblor a todas las
realidades parciales y se arroja como una piedrita al pozo
de lo definitivo, de donde vendrá, si no una respuesta, al
menos una resonancia que nos sitúa en un plano vasto
pero certero.
La búsqueda del padre y de la infancia son vertientes
fuertes en la novela. El padre es el que puede irse, el que
se ha ido, el que ha muerto, el que morirá. La infancia es
esa identidad profunda que se ha perdido. Y todo conduce al tema de la identidad, a ser más verdadero detrás
de las máscaras de lenguaje que se atraviesan a medida
que crecemos. Hay un “desfasaje de las representaciones
con la realidad”.
El personaje se pregunta: “¿podía ser el mundo tan
distinto a sus promesas?” En ese sentido el padre es una
promesa que se va desmoronando. (“¿Por qué nunca le
dijo a su padre que de niño confundía a los temblores
con sus pasos?”) Del mismo modo el sexo, la religión,
la justicia, el deporte: todo se presenta como una versión equívoca, hollywoodense, que poco a poco se revela
falaz. Pues siempre hay “un relato que va más allá de
la palabra”. Escribir es buscar la identidad en los lenguajes, atravesarlos y buscar sus límites. El narrador de
Materia Dispuesta (Mauricio Guardiola) se debate entre la
primera y la tercera persona, saltando sobre el abismo
que significa pasar de la identidad de niño a la de adulto.
¿Qué permanece en ese salto? ¿Quién es “yo”? ¿Quién
es “él”?: “Busqué algo que decir pero Mauricio se me calló. Me detesté en él. No teníamos voces. La vida me iba
a brindar un tono en el que ya no era posible decir ´más
mejor´ ni ´demasiado bueno´ pero en ese momento ni yo
ni Mauricio tuvimos boca, algo se separaba y el tío me
pedía, nos pedía, seguir ahí, ayudarlo, así fuera con un
regaño. Sonreí canalla, como anunciando un duro escarnio; él aguardó, desafiante, pero no hubo voz. Yo quería
seguir ahí, recuperarme, decir las blandas tonterías que
susurraba al oído de mi madre y la hacían feliz, y luego
repetiría en otros oídos como una imitación del que ya
no era, como quien pide asilo en el tiempo, volver atrás,
ser el que confió tanto en la hierba y miró el techo como
| BOCADESAPO | RESEÑAS
si siempre fuera a estar ahí, regresar a esa zona rota, mejor: rompida. Mi lengua pesaba, como algo que se degolla, se forza, se torce. Un simple insulto bastara para que
el tío sonriera. Quise que lo dijéramos. Algo. Lo que saldría. El tío aguardaba lo que fuera, la voz destemplada,
el arranque gutural. Yo quería quedarme. Pero la garganta de Mauricio tragaba silencio, rompida. Asquerosa.
Definitivamente rompida.”
El alfabeto se descompone como la identidad: en la
transgresión se deja oír el sonido del desgarro de crecer,
de ver que el padre mítico se vuelve vulnerable y cae, tan
real como la muerte, donde otras realidades empiezan a
florecer.
MARTES, 11 DE OCTUBRE DE 2011
“La importancia del artista”, por J. S. de Montfort
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Al infierno con la cultura, de Herbert Read. Introducción de Michael Paraskos. Traducción de Magalí Martínez Solimán.
Ed. Cátedra, Madrid, 2011, 303 págs.
A
l infierno con la cultura de Herbert Read (1893-1968),
uno de los principales críticos y teóricos del modernismo del siglo XX, es un libro publicado originariamente en 1963, cinco años antes de la muerte de
su autor y que por diversas razones ha quedado –desde
entonces- un tanto en el olvido. En el prólogo fechado en
2002, Michael Paraskos, de la universidad de Hull, señala
el revanchismo y la envidia por parte de los historiadores,
pero también el creciente predominio de la crítica marxista –a partir de los 70´s– como razones para tal silenciamiento.
El libro de Read se compone de 14 ensayos de aliento
platónico y que versan sobre diferentes temas, siendo la
concepción de lo cultural, el valor del artista o la democracia, algunos de ellos; pero, sobre todo, una crítica severa al marxismo los cruza en su totalidad. En menor medida se ocupa Read de asuntos tales como la pornografía,
la contribución del arte a la paz o el éxito económico y
social del artista.
Lo que a mí más interesa del volumen y lo que me
parece todavía válido para nosotros, más allá de los alegatos contra ideologías lejanas (no sólo se ocupa el autor
de criticar el comunismo sino también el fascismo), es la
función que Herbert Read asigna al arte, la de “surtir
un efecto moral como acción y no como persuasión” (p.
300). Tal efecto tendría un carácter universal y solidario,
además, pues según Eric Gill “cualquier ser humano es
un artista en potencia” (p. 208). En el propio acto de la
creación, según opinión de Read, encontraría el hombre
su felicidad, una “sensación de eudemonismo o bienestar” (p. 296). Claro que no se olvida del valor diferente de
la obra de arte, y así, asegura igualmente Read que “sólo
unos pocos podremos llegar a ser grandes artistas” (p.
209); diferencia Read entre el talento –que todo el mundo
posee– y la genialidad, una alteración no representativa.
Tal diferencia hace que el genio esté menos sujeto a la
influencia del Zeitgeist. Con ello, sería éste capaz de conjugar bien las contradicciones de su época, nos dice el
crítico inglés, y generar esa tensión que las equilibraría.
Para ello aboga Read por una “educación artística”,
que no solo inculque “conocimientos intelectuales” (p.
180), sino que consigne valor a una “educación instintiva” que desarrolle “los impulsos creativos y apreciativos” (p. 139) del individuo y que sea, al tiempo, una
suerte de “educación de la sensibilidad”.
Siendo la ideal una sociedad en la que todos son potencialmente artistas, Read propone como alternativa al liderazgo de los poderosos y a la intromisión del Estado “la
responsabilidad colectiva” (p. 130), gracias a la cual se
instauraría una nueva cultura que “tiene que venir desde
abajo” (p. 144), fomentada por el impulso autoexpresivo,
del deseo individual de distinguirse creativamente. Los
hombres así, se realizarían en la comunidad, y no a pesar de ella. La falla de la democracia, para Read, se basa
justo en esto: en que no alcanza “un modelo integral de
sociedad” (p. 115) por culpa de la dependencia de los líderes. Según Read (haciendo eco a Shelley), sólo el arte
puede ser quien lidere una sociedad libre y crítica, puesto
que la moral “es un sentimiento grupal […] de cohesión”
(p. 119) y es el artista quien hace “que el grupo sea consciente de su unidad” (p. 43).
Para la consecución de tal fin, Read propone una
sociedad natural, regida por una “economía que ya no
sea competitiva”, una sociedad no política, sino gremial
y descentralizada, no regida por la ambición personal.
Una sociedad que garantice “la máxima utilización de
[la] riqueza inherente” (p. 101) procedente del talento individual, pero con fines colectivos (p. 103), en la que el
Estado participe como mero árbitro. Hemos de fijarnos, dice Read, en la cultura de antes de los romanos, pues fueron estos quienes la convirtieron en un bien de consumo, y es que el capitalismo
se ha servido de la cultura (especialmente del diseño)
como subterfugio no solo para incrementar sus márgenes, sino para tratar de dar salida a los excedentes de su
producción, “embelleciendo” los objetos. Debemos con-
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fiar, pues, en una cultura al estilo de los griegos, nos dice
Read, una cultura que no sé de por añadidura, sino que
sea “el estilo de vida en sí mismo” (p. 52) y así hemos de
“simplificar la vida (p. 131).
Hay algo candoroso en la propuesta de Read, desde
luego, y mucho de soflama y de afirmaciones severísimas
que no quedan siempre satisfactoriamente desarrolladas
en el texto, pero aun así, no es menos legítimo y pertinaz
(y una necesidad contemporánea) su fe en la virtud social
del arte, su confianza en el futuro; su idea de que el arte
“es un índice de vitalidad social” (p. 35). Más allá de las
falencias de su discurso (y es que algunos ensayos se contradicen con otros), deberíamos quedarnos con ese dictum
suyo (y que yo aplaudo y secundo) de que “la vida sin arte
sería una existencia carente de gracia y embrutecedora”
(p. 73), y es por tal entusiasmo veraz que merece la pena
leer el libro, hoy.
SÁBADO, 8 DE OCTUBRE DE 2011
“Juegos rabiosos”, por Jimena Néspolo
Sobre El juguete rabioso. Fanzine de fake, remake y ensayo ficción. Nro.1, Barcelona, marzo de 2011. Ideado y dirigido por Jorge Carrión.
S
i vamos a vaciar las palabras hagámoslo bien dijo
paz borges laberinto dijo te amo y luego no no fue
así después vino la rana rené y el corazón hacedor
en la tapa el contrato de cincuenta pero antes ella había
dicho shhh lo difícil es ser trapecista si no pregúntenle al
del pico de paloma al monstruo de cara de mandioca la
otra es crepitar como quien no quiere la cosa y sacar versos flacos copiarse hasta los puntos y las comas pero las
citas hay que paginarlas si no guardate tus versos en el
culo la hermanita fuera de campo no era monja hacía faKiu con el anular pero anillo no tenía para detenerse en
los semáforos le pedía permiso a su padre hay que tener
carro andar en bicicleta no sirve seguí tu camino dijo escribió una novela y luego que sí que no que caiga un chaparrón todos girando alrededor de su paraguas pero no
llovía nunca ni una gota verdadera la enemiga de sí la
enfermedad es un cáncer de huevo o lepra en las alcantarillas lo otro que lo canten los eunucos a llorar a la iglesia
dar pena a las madres piedad a las piernas macetonas de
la virgen de los deseos jiji-jojo ponéte tiradores si se te cae
conseguíte muletas para vivir tenía que mostrar su bombachita y el chorongo plantado frente a la pantalla alfa
skypeemos decía yo soy poeta y vos mi mona chita y el
enano pelado en las alforjas tengo a messi entre las piernas gemía la Malinche que quería ser alemana dale nena
arreglate el pelito para salir en la historieta ay querida a
vos te chifla el coño ahora se estila reciclar la basura no te
enteraste? lo demás tiráselo a los perros o hacéte actriz de
varieté para pagar la olla callen al dj sonso por favor ya no
lo soporto que carajo puso? no que no escucho qué dijo
el peruano que buenos aires era qué que no le había dado
un bautismo del tamaño de sus versos? que el renacuajo
de la infancia se fuera adónde? ah malaaaaya cométe esta
chamusquina del forro de mi raqueta ninja sí sí lo que escuchaste ya voy para la sextina Pimpinela soportándote
monito las pelotas a mí se me respeta dijo Gatica y encima
éstos en orgía ramillete 666 como las hormigas ni para copiarse sirven mirá que darse corte de físico experimental
con la bota del rey Juan Carlos en la cabeza hay que ser
palurdo si vamos a vaciar empecemos por la a y vayamos
a la zeta si no prendé la tele y la novela de las tres o hacéte
la paja de Bataille junto al cadáver de tu madre todo patas
para arriba pero pero sabés? en el cuarto siempre colgaba
el póster de Paris Hilton ay nene cuando seas mayorcito
quizá no no a mí déme un cortado y una pistolita de tulula
el virgin rolex que se lo quede Bigotes con alguien tiene
que hablar cuando hace sus necesidades y lo demás pero
si no hace nada apenas lava los platos por eso por eso lee y
lee y siempre entiende lo mismo esa es la enfermedad si le
mandó limpio en la jeta la duquesa toma el té a las cinco
y él se come los mocos o inventa nuevo perfil en facebook
te monta un show con los muertos de la temporada que ni
te cuento a mi déme dos si ni siquiera puede darse vuelta
como media sucia pero sabe de cada día levantar un acta
o viaja a la china y luego la novia se pone a orar para que
no la olvide y todos descifrando el fraile el guardián en el
centeno ana karenina pulgarcito y los cuatro fantásticos
quédese con el vuelto como leopardo al sol la momia un
jeroglífico y luego otro y otro y siempre la misma historieta es que no tienen a otro comiquero? acá hay miles
con el relojito de la especie en el bolsillo lo demás es papel mojado probrecita cenicienta su príncipe era un sapo
su estudio una calabaza no obstante así chofer disculpe
chofer yo me bajo acá mucho rere mistake y dada pero a
este paso no llego nunca el aburrimiento me mata no no
es lo mismo un gato montés que te montés a un gato no
te cuelgues de mis tetas argentinas porque así tal y como
estamos sí sí en esta parada cuando quieras mi casa es tu
casa gracias es ley la enemiga de mí el té lo toma a las 5 y
ahora? no te leerá esquizo
JUEVES, 6 DE OCTUBRE DE 2011
“Algo parecido a un destino”, por Mauro Peverelli
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Hermosos perdedores, de Leonard Cohen. Traducción de Laura Wittner. Buenos Aires, Edhasa, 2010, 251 págs.
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E
n el curso de una investigación histórica sobre el
pasado indígena del Canadá, y con el interés del
narrador claramente focalizado en Catherine Tekaktwitha, una joven iroquesa que en el siglo XVII los
jesuitas convierten al cristianismo y que luego es beatificada, el autor irá estableciendo los argumentos basales
de una historia donde se conjugan el esfuerzo por reedificar las estructuras de aquel mundo sólo en apariencia
extinguido con la exposición de un presente sentimental,
donde se amalgaman la soledad de su vida cotidiana y la
nostalgia de un ayer en el que resplandecen las tensiones
de un triángulo pasional – triángulo que lo involucra a
él, su esposa Edith, muerta hace años, y F., un amigo de
la infancia, también fallecido, que será quien, en definitiva, manejará los hilos de aquella compleja relación en el
plano sexual y en la implicancia que esto tiene en cuanto a
los reparos morales, y las tensiones entre prejuicio y cierta
liberación culposa de una sexualidad que la época (segunda mitad del siglo veinte) había puesto en discusión.
En la exaltación de un erotismo desbocado, al que F.
instiga sin miramientos a lo largo de todos sus recuerdos,
la tensión se libra en cómo los límites que el protagonista
se plantea no se conviertan en reparos de prejuicios ni de
excesos.
En esta línea, algunas reflexiones aparecen despojadas del prisma con que el humor social visualiza ciertos
aspectos de una convivencia que a veces resulta ser más
compleja que la simple sujeción a un sistema de códigos
que todos deben respetar; para ello acude, entre otros, al
ejemplo de la permanente voracidad consumista en la cultura capitalista, enfocada en el “segmento” del mercado
adolescente femenino, que está siempre apelando a instintos sexuales tan humanos como inconfesables, y donde
coexisten el fogoneo del deseo y su represión en un mismo
dispositivo: “¿Y quién es ese que se arrastra entre los arbustos? Su
profesor de química (…) porque es la goma espuma de su auto donde
ella se recuesta, soñadora (…) Muchas y largas noches me han enseñado que el profesor de química no es simplemente un ladino. Ama
a la juventud sinceramente. La publicidad corteja a las cosas lindas.
Nadie quiere convertir la vida en un infierno. En la más agresiva de
las ventas existe un sediento colibrí desgarrado de amor.”
La trama también retoma permanentemente la investigación sobre aquel pasado donde Catherine Tekakwitha
transita y sufre las consecuencias de su conversión, y con
ella todas las dificultades de la penetración y la conquista
a que los europeos sometieron a los pueblos originarios
americanos, dejando entrever, en todas aquellas descripciones, la trascendencia de un sistema de jerarquías que
persiste de tiempos inmemoriales, donde culturas más
poderosas ejercen el sometimiento y el dominio (optimizando sus metodologías según transcurren los siglos) a
otras más indefensas.
En lo que respecta a la estructura, el texto está compuesto de una diversidad de recursos y de formatos discursivos sumamente heterogéneos, pero el autor (no hay
que olvidar que Cohen es un poeta y un músico internacionalmente reconocido, y que esta novela fue publicada
originalmente en 1966) se las arregla para que en ningún
momento prevalezca la disonancia; el relato, entonces, se
mantiene en un único tono al que se podría asociar con
un adagio a la vez lírico y dulcemente quejoso. Dicha diversidad de discursos contempla soliloquios, cartas, catálogos, notas al pie; se destacan, por ejemplo, un manual
de conversaciones que Catherine Tekakwitha utiliza para
avanzar en su conversión religiosa. También explica una
canción, pero no su letra ni la moral de su discurso fónico
sino que relata la respiración, el pulso de la conjunción
rítmica y bocal en un experimento tan original como así
también de una abrumadora lucidez.
Los puntos sobresalientes de la novela aparecen en el
desasosiego que le provoca al investigador encontrar que
Catherine Tekakwitha es presa de la misma intemperie a
la que terminan expuestos quienes (como él, como casi
todos los seres) no logran poseer el arbitrio de los recursos necesarios para forjarse algo parecido a un destino, y
también en algunas descripciones del erotismo que surge
de sus encuentros sexuales con Edith, en las que logra una
agudísima disección de los instantes que se encaminan hacia la consumación o el desencuentro a la hora de despertar las zonas erógenas: “Sus labios no eran gruesos pero sí muy
suaves, sus besos eran flojos, como inespecíficos, como si su boca no
pudiera elegir donde quedarse. Se deslizaba sobre mi cuerpo como una
patinadora principiante. Yo siempre tenía la esperanza de que se afirmara en algún punto perfecto y anidara en mi éxtasis, pero seguía de
largo después de posarse por muy poco tiempo (…) Quédate, quédate,
quería gritarle en el aire denso del segundo subsuelo; vuelve, vuelve,
¿no vez hacia donde señala toda mi piel?”
Prevalece, por sobre otras, al finalizar la lectura, la
sensación de que son en definitiva las pasiones las que motorizan a las sociedades, las que trascienden los tiempos,
las épocas, y las que se terminan proponiendo, al fin de
cuentas, como el ciego sostén de una cultura que en los
momentos más críticos acude a ese reservorio, núcleo distintivo de lo verdaderamente humano.
LUNES, 3 DE OCTUBRE DE 2011
“La tentación artefactual”, por Walter Romero
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El pozo y las ruinas, de Jimena Néspolo. Barcelona, Los libros del lince, 2011, 262 págs.
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J
imena Néspolo intenta aprehender en su novela-collage El pozo y las ruinas esa zona de magmática y ominosa atracción que llamamos punto ciego. Sus “modos
de narrar” parecen multiplicarse en una quête que
–siempre, en principio, ilusoria–, en este caso, da frutos de
gran espectacularidad, colocando al texto en una actualidad no ya del orden caduco del (pos)modernismo, sino en la
brecha de las artes del presente: a la manera en que los regímenes (post)modernos de la literatura revisan sus estatutos
de representación frente a la forma en que hoy pensamos
o ¿seguimos leyendo? eso que, desde 1800 aproximadamente, llamamos literatura: “Hay una sola historia que cada
uno de nosotros puede contar, y si la cuenta bien, o cree que la contó
bien, o que no podrá contarla mejor, ¿para qué insistir en la literatura?”
Esta novela rastrea, casi agonísticamente, modos de doblegar la nostalgia aún vigente sobre las últimas formas
de narrar: en una transición epocal, de la cual el texto da
cuenta, acerca de cómo representar –assemblage narrativo
mediante– este drama que, desde el hoy, se impone. Este
gesto y esta interpelación de Néspolo, multiplicada acaso
en muchas voces –impostadas o atomizadas, omnipresentes o retaceadas, asordinadas o brutales como un grito–
y dispositivos varios, se hacen cargo tanto de la angustia,
como de la tenacidad, con que se emprende la narración
de una historia que se intuye inenarrable, o acaso titánica.
Ni falsamente experimental ni instalada en una
vanguardia snob, este texto “de quiebre” postula lo que
de modo augural el siempre moderno Robbe-Grillet
planteaba en la bisagra milenarista de 2000, bajo la
forma aggiornada del self-voiding fiction y su entramado de
equívocos y tergiversaciones en sus pliegues, despliegues
y autodespliegues para e hipertextuales, que hacen del
malentendido la única razón de ser narrativa: “En ciertos
momentos la narración tomaba fuerza, vigor, pero luego, con la
progresión del hambre, la escritura se iba también debilitando hasta
automatizarse en señas elementales, otorgando a la aventura su revés
de absurdidad.”
Cada ardid (narratológico) de esta novela parece gritar
esas inadecuaciones (o su “condición de incertidumbre”),
para no dejar de ser nunca otra cosa sino la mostración
de ese escollo, de esa (auto)disconformidad: diarios dentro de diarios, las fotografías y sus negativos, mensajes móviles de celular, narraciones en una primera persona fulminante, adustos informes periodísticos, diagramas, notas
a pie de página, entrevistas como piezas teatrales o filosóficas y sus consecuentes didascalias, fechas de distintas
y alternas temporalidades del presente, relatos de viajes,
el uso anodino o fetichista de las imágenes, la sátira menopea sobre el campo literario argentino, fotos con firma de
autor, los anexos y sus addendas, los epígrafes poéticos, las
notaciones y anotaciones difusas o recidivas, alteraciones
tipográficas y otras (muchas) incrustaciones varias: “el odio, el
orden que antes era exacto, ahora no encuentra sitio, lo que antes era
uno, dos o cero, la que era mi mujer o mi familia, ahora es silencio,
ropaje, máscara, locura, botella vacía”
La novela ya no es más el género omnívoro, sino la gran
charada de compleja dilucidación, que ofrece, a modo de
fragante mostración, sus propios fracasos, al querer discernir las huellas de una realidad que –escrita con paisajes
de Nazca, Oruro o de la cada vez más peripatética Mendoza
(de Di Benedetto)– nos habla, sin más y, con gran rigor,
de la gran “muesca humeante” de la “historia reciente”
argentina, ésa que no acabará nunca de cerrar, y hay que
narrar una y otra vez, en una reprise infinita: en un “recuerdo que se empecina en volver hacia delante”.
Su protagonista, el apocopado Seg (ismundo), no es
otro que un viajero (descentrado) en el hoy del Bicentenario,
cuya profesión de fotógrafo, intenta absorber, desde su humilde trinchera “de revelado”, aquello que, en el encierro
calderoniano en que muchos argentinos vivieron o fueron
confinados, no se pudo o no se quiso saber, y recién ahora
aflora. Eso que Néspolo da en llamar vida o las realidades
reversibles de la literatura (o acaso, sencillamente y una vez
más, vida y literatura) es “el gran teatro del mundo”, bien
de este lado del mapa sudamericano: orográfico y confuso,
multitasking y engañoso o pleno de los relieves (“estratigrafías del pasado”) que, en su novelesca traslación, la autora
ausculta con vigor, pero con asumida decepción final: la
“realidad” no es tanto un único pozo sino muchos sumi o
chupaderos y, más que ruinas, su historia es el relato de
una vasta despacialización que vuelve módulo todo territorio textual, haciendo de esta novela un objeto casi artefactual: el qué es el pozo, el cómo es la diversificada, sagaz y heteróclita ruina que Néspolo construyó, acaso con el mismo
poder con que algunos pueblos alemanes, en el período
diegético del romanticismo, no sólo le brindaban pleitesía
a sus verdaderas ruinas, sino también se abocaban, con
denuedo, a fabricar –y luego a venerar– ruinas que inventaban ex profeso allí donde no las había, volviendo verdadero, lo falso y lo ficticio.
JUEVES, 29 DE SEPTIEMBRE DE 2011
“La sopa del dolor”, por Jimena Néspolo
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Caudal, de Rafael Rubio. Santiago de Chile, Editorial Pfeifer, 2010.
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H
ay una escena recurrente en la obra del poeta
chileno Rafael Rubio (1975); una escena que en
esta lujosa antología que reúne treinta y tres poemas pertenecientes a los libros Arbolando (1998), Madrugador Tardío (2000) y Luz rabiosa (2007), más un inédito escrito
a mano alzada y reproducido como tal en la página final
(“Queja”), se hace particularmente evidente. Se trata de
una escena familiar condensada en los siguientes versos:
Mamá, cuchillo, plato ¡Tenedor!
(se convocan unánimes). Las una
de la tarde blasfema: el comedor.
Afuera, la terrible calma hambruna.
Abajo, entre las patas de la mesa
la hermana busca la migaja: huérfana
la espalda ¿refunfuña? –de tristeza–
(Recóndita) la madre sorbe el plato
sin levantar los ojos
¿rabia? ¡rabia!
¿Y esta mosca que zumba sin recato
entre el vapor feroz que se encarama?
Esta escena que remite a un “Almuerzo familiar”,
como el título del poema indica, vuelve una y otra y vez
para dibujar el abanico de padecimientos de un sujeto poético autodefinido en su orfandad en metáforas, onomatopeyas y sinécdoques: “A la sopa me asomo (improvisado/
espejo) para verme. Y sólo veo/ la cara de mi padre que
me mira/ desde el abismo funeral del plato” (de “Plato”)
O: “La mesa mira sillas irreales./ Se está quedando sola y
aburrida” (de “La mesa”). O: “Qué profunda la sed que
se te enrosca/ como una mala madre. Y qué rotunda/ la
piedra que te habita” (de “Segunda elegía”).
Cualquier relación con la historia personal del autor es forzada y no. En el prólogo que acompaña este volumen, Floridor Pérez nos informa que Rubio pertenece
a una familia de poetas inaugurada en los años 50 por el
abuelo Alberto y continuada en los 80 por el padre Armando, muerto tempranamente. Genealogía de sangre y
genealogía de tinta se confunden, así, en esta obra para
tramar una poderosa voz elegíaca vuelta sobre el mundo
“temblando de ira”, pero extremadamente autoconciente
de la tradición de la que surge y a la que vuelve con un
lenguaje no aprendido sólo en “casa”, sino también en
una “heredad mayor”. Se trata de una voz en la que se
puede encontrar tanto el cordón de afectos y desafectos
que subsume a toda la poesía chilena como además, por
ejemplo, al descerrajado César Vallejo, según se observa
con claridad en este “Primer puñal” de Luz rabiosa: “Pst
padre. Pst hermana. Pst mamita./ ¿Qué les pasa que nadie me responde?/ Ya pues, qué les pasa.”
Pocos poetas hoy pueden hacer gala del dominio técnico que Rafael Rubio esgrime al punto de atreverse con
el verso yámbico, el soneto, las sextinas, explotar las similicadencias o construir un verdadero manual de instrucciones sobre “El arte de la elegía” con una potencia fundacional verdaderamente inaudita:
(…) No es
imprescindible que el mundo se entere
de tu ruina pringosa, pero si
el poema lo requiere así, confiésalo
pero que sea solo una vez:
de tu dolor da cuenta tu silencio.
Arrasarás con todo lo que obstruya
la lectura fluida del poema,
entenderás, al cabo, que el silencio
es la onomatopeya de la muerte,
has de darle lugar en la elegía. Así
evitarás la asfixia del lector.
Has de expulsar los ripios, con un látigo:
no entrarán en el templo de tu padre
fariseos ni ciegos mercaderes
de la palabrería.
Barrerás
con todo lo que no contribuya
al despliegue lujoso de la retórica
y lo demás entrégalo a los perros.
Entenderás por fin que una elegía
es cosa de vida o muerte.
(“El arte de la elegía”)
Los versos de Rafael Rubio se desenvuelven con una
musicalidad intensa, acompasada, que mima el sonido de
los cascos de un caballo al galopar en el desierto de un arte
asumido como asunción mística. No por azar el poema
manuscrito con que se cierra el libro ostenta estos versos
finales: “Dale muerte al caballo, si eres gallo./ Y que después del rayo, zumbe el trueno.” Pero en ese “mientras
tanto” que es la vida, estos versos encuentran su fuerza
en un sujeto poético capaz de “relincharse”, “nacerse”,
“hacerse puerta”, “vivir azotado por una enfermedad llamada madre”, “ser la desesperación de las estatuas”, “subir para abajo”, “ser cascajo”, “ser carajo”, “relámpago
desierto”, “mal vigía de mi huerto” (de “Autorretrato”,
“Resurrección”, “Sextina primera”, “Misa”). Es también una poesía sabia, vital, que al “barato lloriqueo” de los “pobres de espíritu” (“Si hablas de tu padre será con rencor/ y no con el barato lloriqueo/ de los
pobres de espíritu.” De “El arte de la elegía”) le planta el
grito cimarrón de un Zarathustra más hambriento que el
hambre, que se niega a tomar “la cuchara blasfema, retorcida de ira en los manteles”, a sentarse “en la funesta cabecera ante el chirrido atroz de los cuchillos” (de “Escena
familiar”), que se sabe herido de muerte y de furia, pero
aún inevitablemente vivo:
No tenemos pavor, pero sabemos
que en toda palabra palpita la voz de un demonio
a la hora en que la noche anda rondando los signos.
(…) Tenemos hambre, es cierto, pero hambre de hambre
(no venimos a entregar el azufre ni el oro
en fin, los oropeles de la mendicidad).
Yo escribo porque tengo una llaga que me mira
una herida parecida a tu cara
pero sé que tu sangre es mi sangre
y mi furia es tu furia.
(de “Misa”).
MARTES, 27 DE SEPTIEMBRE DE 2011
“Narratividad y empatía”, por J. S. de Montfort
Culturas de la empatía, de Fritz Breithaupt. Traducción de Alejandra Obermeier. Katz Editores, Madrid/Buenos Aires, 2011, 287 páginas.
F
ritz Breithaupt (1967, Meersburg, Alemania), fiel
a la mixtura de sus actividades profesionales como
profesor adjunto de Ciencias Cognitivas y de Literatura Comparada en la Universidad de Indiana (USA),
nos ofrece en su libro Culturas de la Empatía una suerte de
teoría híbrida entre la narratología y la neurociencia para
explicar el modo en el que el ser humano es capaz de hacer uso de la capacidad empática, como “instrumento
central para generar la moral” (p. 267). El libro está dividido en cuatro partes, siendo las tres primeras una suerte
de recopilatorio de lo investigado por las ciencias cognitivas hasta el momento, punteado por las acotaciones de
Breithaupt.
Así, se nos habla en primer lugar de la producción de la
no similitud, pues es gracias a ésta que la similitud “puede
ser canalizada y regulada” (p. 32). Aplicado a la literatura,
y tomando como ejemplo el Iluminismo del siglo XVIII,
propone Breithaupt que la empatía se bloquea a través del
Yo, puesto que el Yo, surgido gracias a la construcción de
la individualidad, “privatiza al individuo, lo priva de la
capacidad de comprender al otro” (p. 81). Esto provocaría
que la narrativa hubiese desarrollado dos estrategias: la
producción activa de similitud (“privilegiar aquellos plots
que provocan situaciones extremas en las que todos sentirían o actuarían igual” p. 82) y la instrumentalización de
un Yo singular para conseguir la atención del lector, y así
el interés por la no-similitud del personaje.
Para que se dé la empatía –según la Theory of Mind–
son necesarios unos presupuestos, nos dice Breithaupt en
la segunda parte del libro: que lo observado constituya un
hecho único, que ocurra en una situación claramente determinada y que exista la presión sobre el individuo para
que éste tome una decisión. La reacción del observado,
además, debe ser predecible imaginariamente. Lo importante del caso, nos dice Breithaupt, es que el observador
sea capaz de narrativizar la escena mediante un proceso
sencillo, gracias al cual será capaz de comprender las
emociones, el pensamiento y los planes del otro.
El tercer bloque del libro se centra en el poder y en
cómo este influye en la empatía. Breithaupt lo analiza al
respecto del síndrome de Estocolmo y encuentra que en
tal caso la empatía no sería un fin en sí mismo, sino un
“instrumento concreto para mantener en pie la comunicación” (p. 124), y salvar la vida, claro. A través de la teoría del chisme de Dunbar, Breithaupt indaga en los usos
sociales de la empatía, viendo que hay una “necesidad social para mantener el propio status” (p. 134). Así, según
Anna Freud, se reprimiría la propia perspectiva, se reconocería la del otro como única y uno acabaría viéndose a
sí mismo con los ojos del otro. Con ello, se consigue invisibilizar el interés propio –en un modo mimético–, y el Símismo “se transporta a una identidad social” (p. 138). La
empatía cumpliría funciones estratégicas en espera de un
beneficio que, comúnmente, se suele aplazar en el tiempo.
En la última sección nos habla Breithaupt de la empatía narrativa propiamente dicha, asumiendo que “la capacidad de filtrar, limitar y bloquear la empatía es un mérito de la cultura” (p. 151). Para ello, el ser humano haría
uso de dos mecanismos simbióticos: la toma de partido, que
está unida a una situación de conflicto en particular y se
opone a la identificación que es total e independiente de
la situación, y la narración, pues según el autor tomamos las
decisiones que pueden relatarse mejor. Este pensamiento
narrativo diferenciaría a los seres humanos del resto de
primates, constituyendo una “forma (involuntaria) de la
conciencia humana” (p. 184) y sería, además, su modo de
auto-legitimarse. Al permitirnos pensar que las cosas podrían o podrán ser de un modo diferente, el pensamiento
narrativo nos prepara para el futuro y tal alteridad sustenta la empatía.
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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Breithaupt basa su acercamiento en ciertas tesis clásicas de Aristóteles y referidas a la tragedia griega, pero que,
aplicadas a la narrativa actual, resultan problemáticas. Es
el mismo inconveniente que tiene su –no por ello menos
interesante– análisis del funcionamiento de la empatía en
la narrativa realista del siglo XIX, comentando las novelas
La Regenta (Clarín), y Effi Briest (Theodor Fontane). Según
el esquema de la toma de partido de Breithaupt, el lector –
cuando no se le permite la identificación ni tampoco la empatía (por tratarse de un personaje esquivo o con una identidad difusa)– o bien inventa para el personaje alternativas
que no existen o bien procede a través de lo que Wolfgang
Iser llama “espacio vacío” y posibilita que “el desconoci-
miento [del personaje] oper[e] como identidad” (p. 251).
En resumen, Culturas de la empatía es un libro que se sustenta en una idea feliz y original, la de la empatía narrativa como sistema de toma de partido, para la cual busca
Breithaupt unas mínimas bases científicas y una prehistoria y la cual demuestra a través de dos ejemplos fructíferos,
pero de hace más de un siglo. Siendo que se presupone
un conocimiento científico, proveniente –en parte– de las
ciencias cognitivas, no es difícil argumentar decenas de
ejemplos empíricos de la narrativa del siglo XX (sobre
todo la postmoderna) que pondrían en serios apuros la
validez universal de la hipótesis de Breithaupt.
MARTES, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2011
“Los dos lados de la trampa”, por Felipe Benegas Lynch
Trampa de luz, de Matías Capelli. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, 96 páginas.
U
na trampa de luz es un espejismo: uno cree estar
afuera, deseando entrar, y de repente está adentro,
sin poder salir. La atracción es irresistible, natural.
Así se ven los bichitos que pululan sobre una lámpara incandescente en la portada de la novela de Matías Capelli.
Así va su personaje, sin poder salir de la engañosa luz de
ciertos vínculos que lo arrastran a un encierro destructor.
Porque de pronto la atracción deviene laberinto y la
Ariadna que debía guiarnos hacia la salida se aleja embarazada de otro. En la clausura del laberinto todo se empieza a
descomponer. Para colmo, la idiosincrasia nacional suma al
calor una huelga de recolectores y la podredumbre es general:
“Hay bolsas destripadas pero algunas permanecen intactas,
infladas y con gotas de humedad que se condensan contra el
lado interno del plástico, aire y sudor de millares de gusanitos
llevando adelante incansables el proceso de descomposición.
No vienen de afuera, sino de la propia materia.”
La novela es breve y nos conduce a través de la intensidad de un día, atípicamente caluroso para agosto (“la
sensación térmica ya bordea los treinta y cinco grados”),
un día que es casi un descenso infernal (“ese veinticuatro de agosto la ciudad es un infierno”) y que nos llevará
junto al abatido personaje desde la mañana en que su ex
(Ariadna) decidió pasar a devolverle la plata de las vacaciones (y, de paso, comunicarle que está embarazada de
otro), al amanecer del día siguiente, que lo encontrará
dentro de un Chevette tan deteriorado como sus vínculos
familiares, donde la luz destella, quizás, como un arco iris
lejano, como una grieta de salida en el laberinto, o como
una trampa más de la luz, quién sabe.
La pregunta –para los que no somos insectos y podemos formularla– es: ¿de qué lado nos situamos frente a los
núcleos de atracción que nos depara la vida? ¿Por qué ir
detrás de aquella mujer? ¿A qué círculo social integrarse?
¿Ser empresario o profesor de gimnasia? ¿Cuál es el límite
cuando se trata de dinero?
El personaje se debate entre sus dos linajes en una ciudad que no ha dejado de ser el mapa de la desigualdad
norte/sur. Al norte, la parte de su familia paterna que todavía juega a la aristocracia (“Una zona de alcurnia anacrónica en la que arboledas ocultan como bosques pequeños castillos”); al sur, él, que habita el departamento de
su abuela materna, quien “despotricaba contra ellos”, los
del norte, desde esa zona de riachos y puentes donde los
intendentes gobiernan sus barrios como feudos en los que
todo se decide de un modo oscuro y desigual.
Él cruza las fronteras, atraído por erráticas guías femeninas que nos remiten también a cierta aristocracia literaria (Ariadna, Nadia, Albertina). De uno y otro lado roba:
tapas de alcantarillas, teteras de plata, fondos fiduciarios.
Parece haber aceptado que eso de que “el que roba al
ladrón...” Pero no hay consuelo en esa frase. Los dolores siguen y la liberación podría encontrarse solo desde el
centro de ese encierro, del revoloteo en torno a la luz del
dinero, del afecto, de la contención. Una vez adentro, se
puede salir. Esa es la gracia del descenso, de tocar fondo.
De otro modo uno se estrella una y otra vez en el umbral.
Capelli logra arrastrarnos detrás de los pasos de su personaje. Su novela es, de alguna manera, un relato iniciático: para el personaje, para el escritor y para el lector, que
agradece el sutil ejercicio de la trampa bien entretejida.
Desde la oscuridad del descenso, cuando la luz ya se
ha revelado como trampa y engaño, podemos vislumbrar
otra luz: “la silueta tenue de un arcoiris”, que es el opuesto
de la trampa, un destello de intemperie que nos abre la
posibilidad de un día más, un paso afuera del engaño.
JUEVES, 8 DE SEPTIEMBRE DE 2011
“Una profecía literaria sobre el genocidio judío”, por Anna Rossell
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Mía es la venganza, de Friedrich Torberg. Traducción de Lidia Álvarez Grifoll. Sajalín Editores, Barcelona, 2011, 114 págs.
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E
scrita y publicada por primera vez en 1943 en su
exilio norteamericano, esta novela breve de Friedrich Torberg (Viena 1908–Viena 1979) –escritor,
periodista (comentarista deportivo y crítico teatral)– constituye, junto a Der Schüler Gerber hat absolviert –El estudiante
Gerber ha aprobado, publicada en 1930 en Viena–, uno de
los mejores textos de su autor. La novela tiene la prerrogativa de ser pionera en su tiempo en enfrentarse al tema del
genocidio nazi, adelantándose a los hechos históricos de
los planes de exterminio, y sigue perteneciendo a la minoría de las que no tratan sólo de la actuación inhumana de
los nazis y del tormento físico de los judíos, sino también
de un dilema moral.
Mía es la venganza, que se publica ahora en España junto
con el relato El regreso del Golem, es un pequeño tesoro literario, pues sabe condensar en sesenta y seis páginas el período
más negro de la historia europea del siglo XX a través de
la biografía de un judío y de sus terribles vivencias en un
campo de concentración. La novela es una pieza maestra
de la narrativa breve, pues maneja con precisión la concisión significativa; raras veces tan pocas palabras glosan
tanto: el dolor, la tortura psicológica y física, los planes nazis
del exterminio de los judíos, los métodos de los torturadores, la reflexión sobre la venganza, la culpa, el exilio… A partir de la reiterada coincidencia de dos personajes en un muelle de Nueva Jersey en 1940 y de la conversación que entablan, Torberg construye el marco de
los hechos que narra el protagonista judío a su interlocutor casual, quien a su vez nos los transmite. Rehuyendo
todo sentimentalismo, el autor describe con un lenguaje
lacónico, lúcido y conciso el sufrimiento de los internos
del barracón de los judíos de un campo de concentración
considerado “no tan malo”, a partir del momento en que
destinan allí al sádico jefe del grupo de las SS Hermann
Wagenseil como nuevo comandante. El núcleo temático
de la novela lo constituye, como anuncia el título, el tema
de la venganza, una discusión a la que se entregan los judíos del campo y en la que un futuro rabino defiende la
de Dios como única legítima, remitiendo a las palabras
divinas de la Biblia. Original y magistral es la estructura,
que coloca el clímax al final, dando un golpe de efecto
extraordinariamente sorprendente, que contiene la clave
interpretativa y parece desvelar la posición del propio autor hacia la cuestión medular que plantea. El texto da fe
del humanismo de Torberg, cercano al de Stefan Zweig.
La edición que comentamos ha seguido el ejemplo de
la alemana de 1968, que publicó la novela con el relato
El regreso del Golem. La edición conjunta resulta adecuada
y justificada, no sólo porque el relato abunda en la misma
temática, sino porque constituye un complemento de la
novela, tanto informativo de los hechos históricos como
de la propuesta que hace el autor respecto de la reflexión
sobre la venganza. A lo largo de cuarenta y cinco páginas
y tomando como punto de partida la leyenda del Golem,
el autor vienés da cuenta de cómo funcionó el plan del
jefe del Reich de las SS de reunir en Praga “todo lo que
evidenciara la actividad infecta, infame y peligrosa para
la humanidad de los judíos, y que permitiera demostrar
que tenían que ser exterminados […]”. El llamado “Programa de Ilustración”, que consistía en diseccionar “científicamente” todo el material reunido para darle categoría
de documento tras un estudio que condujera a las conclusiones deseadas que justificaran el exterminio, lleva a
convivir y a trabajar conjuntamente a un grupo de nazis y
judíos. También el relato resulta muy informativo al abordar un aspecto poco común en la literatura llamada del
holocausto. Para quienes no estén muy familiarizados con
ella será novedosa la diferenciación que hacían los nazis al
conjeturar sobre su colaboración: “Algunos lo harían voluntariamente y con conocimiento de causa […]; algunos
lo harían voluntariamente y sin conocimiento de causa
[…]; algunos lo harían por obtener ventajas personales; y
a algunos probablemente habría que doblegarlos, o bien
con promesas o bien con amenazas.” Todo un abanico del
refinamiento de los métodos nacionalsocialistas plasmados en la estrecha convivencia entre verdugos y víctimas,
una matizada diferenciación de actitudes entre la complicidad y la autodefensa de estas últimas.
Friedrich Torberg, cuyas obras fueron prohibidas en
1933 con la ascensión de los nazis al poder, por su ascendencia judeoalemana, se vio obligado a emigrar primero
a Suiza, en 1938 y después a los Estados Unidos gracias
al visado que le procuró el club P.E.N., que lo protegió
especialmente como autor alemán anti-nazi. De su exilio
americano regresó a Viena en 1951. Ya antes de la guerra, en Praga y en Viena, Torberg frecuentó los cafés y
las tertulias de los intelectuales de su tiempo, los mismos
a los que acudían Hermann Broch, Robert Musil y Franz
Werfel. Fue amigo de Egon Edwin Kisch, Alfred Polgar y
Joseph Roth. Conoció a André Malraux, Bertrand Russell
y Ernst Toller. En el exilio frecuentó el círculo de emigrantes de Hollywood que acogió a Lion Feuchtwanger, Thomas Mann y también a Bertolt Brecht, a pesar del anticomunismo que caracterizaba al autor vienés.
Mía es la venganza es la primera obra suya que se publica en España.
SÁBADO, 3 DE SEPTIEMBRE DE 2011
| BOCADESAPO | RESEÑAS
“Una reunión de lectores en la Librería Argentina”, por Silvana
López
79
El efecto Libertella, Marcelo Damiani (comp.). Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2010, 224 págs.
L
a H con la que comienza el “Prólogo” de El efecto
Libertella torna los sentidos indecibles. Podrá ser,
entre otras, la H de Héctor Cudemo, el protagonista de sus ficciones, o de Héctor Libertella, ambos nacidos en Bahía Blanca, el 24 de agosto de 1945, o la H
de la firma del escritor rubricada por el artista plástico
Eduardo Stupía. Una H que dirime el rastro, la huella, de
un fantasma, de un lugar que no está ahí y de una poética
diluida en una multitud de formas que se confunden en distintas redes botánicas que, como lectores de Libertella, tratamos de
localizar, de identificar, de ontologizar, aunque siempre
se fuguen sin dejarse aprehender pero cuyas persistencias
hacen visible los espacios y las obsesiones libertellianas
como si su escritura insistiera, sin cesar, en el trazo de un
centro sin lugar y en desplazamiento.
El efecto Libertella reúne un conjunto de artículos, compilados por Marcelo Damiani, que asedian tanto la poética libertelliana como las figuras del Libertella amigo - escritor/lector - post-hombre. El texto exhibe, de ese modo,
múltiples abordajes de legibilidad de un estilo singular de
concebir la literatura y de una obra que dialoga, como
señala Raúl Antelo, con “lo informe”. Los diferentes artículos, en una tensión entre el lenguaje de la crítica y la
literatura y las formas de la amistad, dan cuenta de una
ética del escritor que supone, en ese sentido, una poética:
literatura y vida constituyen la cifra de Héctor Libertella. Así, César Aira se da cuenta de que con él muere el
último escritor de la vieja raza, “de los que preferían la
miseria a concederle a la respetabilidad un solo minuto
de su vida”. Esa perspectiva se entrelaza con la lectura de
Ariadna Castellarnau en la que filia a Libertella con Macedonio Fernández, escritores cuyo linaje tiene por “seña
de identidad la autodisolución”.
Libertella practica tanto la diversión en “lo oscuro”,
en la hermesis verbal, en “un querer llegar casi al silencio”
–Ricardo Strafacce– como “el deleite de desquiciar las palabras” mediante los procedimientos de re read, re petition,
re read, re petition petition, que utiliza Jeremy Munday en su
traducción al inglés de “Nínive”. Una escritura “agonística” que aprende a “desfasarse” y ser experta en el “destiempo” –Martín Kohan–, “la negatividad de la negatividad” –Damián Tabarovsky–; una especie de “oblicuidad”
en el gesto escriturario que “vuelve vieja la parodia y tarada a la vanguardia”, procedimientos que constituyen el
único modo de toda “revuelta crítica auténtica” –Laura
Estrin–. La literatura de Libertella se traza en “los restos”, en “las ruinas” –Maximiliano Crespi–, en las huellas
de la letra, “la patografía” –Martín Arias– o enfermedad de la letra, de la letra-Heroína. Su poética se constituye en complejos entramados genéricos que perturban
las tipologías y las preceptivas tradicionales –Alan Pauls–
produciendo un singular “efecto de lectura” –Ariel Idez–.
Pedazos, trozos, sonidos, trinos, que transmigran de texto
en texto diseñando una poética cuya potencia y flujo narrativo está constantemente entrelazándose en un magma
escriturario que se abre a posibilidades de sentido incalculables. En esa dirección, la transmigración y (re)aparición de los distintos nudos narrativos tienen algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo
desaparecido. Ese efecto espectral también se lee en los
procedimientos de des-originación de la enunciación y en
los indicios autobiográficos que exhiben los textos. De allí
que el gesto más auténtico de Libertella sea el de compartir la firma con Eduardo Stupía; ante esto, como lectores
de literatura, escribe Tamara Kamenszain, “estamos irremediablemente perdidos”.
Es posible afirmar que al escribir de otro modo se comienza a leer de otro modo. Los protocolos de lectura
que se enuncian, se dicen y se des-dicen, afirman y desafirman, vacilan y/o suspenden en los distintos ensayos
de El efecto Libertella apuntan a ocupar el vacío de esa H,
el trazo de un entramado indiscernible de lectura y escritura de una masa literaria, que Marcelo Damiani, con
lucidez, inscribe en el comienzo del texto. De ese modo,
los escritores construyen un volumen que abre distintas
líneas de lectura de la poética libertelliana, sin pretensión
de agotarla, tomando el riesgo de ir rumbo al impensable cero
o siguiendo el destello de lo que Libertella escribe en una
carta: Mira, Lorenzo, es un salto sin red abajo… un viaje sólo de
ida.
MARTES, 30 DE AGOSTO DE 2011
“Un sutil aleteo por la muerte”, por Natalia Gelós
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Recuerdos de un callejón sin salida, de Banana Yoshimoto. Traducción de Gabriel Álvarez Martínez. Buenos Aires, Tusquets, 2011, 216 páginas.
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“¿P
or qué ahora se me da por escribir cosas
tristes, que tanto me cuestan?”, se pregunta
Banana Yoshimoto en el epílogo de Recuerdos de un callejón sin salida. La autora de Kitchen (1987), novela
que escribió cuando tenía 23 años, presenta ahora cinco
relatos impregnados todos de una tristeza pulcra, de un
aleteo melancólico que motoriza la acción. En estas historias, la escritora japonesa teje mundos que, distantes entre
sí, se encuentran en la figura de sus protagonistas: mujeres
jóvenes, independientes, preocupadas por el sentido de la
vida. Y es quizás ahí, en la manera explícita en la que se lo
cuestionan, que los relatos de Yoshimoto se debilitan. Más
allá de esa introspección a veces un tanto almidonada, al
leer estos cuentos queda claro que esta mujer es una narradora efectiva. Sus historias, en las que a veces gana la
amargura, a veces, una felicidad templada, transcurren
con agilidad. Son cuentos narrados con destreza.
En “La casa de los fantasmas”, Yoshimoto cuenta una
historia de amor entre dos jóvenes. No es una historia pasional, es, por el contrario, algo que se cuece a fuego lento,
a través de años y de distintos cambios en el cielo. Son
Secchan e Iwakura, un chico y una chica hijos de dueños
de restaurantes, que se debaten entre seguir o no con el
designio familiar. Eso los une en una relación que en principio es anodina, y luego adquiere intensidad, que crece a
partir de encuentros en la casa del chico, en un viejo edificio habitado por fantasmas. En “¡Mamáaa!”, Masuoka,
que trabaja en una editorial, se intoxica con alguna comida y, cerca de la muerte, repasa su infancia y, por supuesto, su lugar en el mundo. “La luz que hay dentro de
las personas”, por su parte, es la historia de una Mitsuyo,
una joven escritora que recuerda su amistad con Makoto,
un niño rico –obviamente, triste– hijo de un pastelero. La
suya fue una amistad infantil en la que la tragedia quiebra su ritmo taciturno y muestra cómo los caminos que
se desbarrancan, lo inevitable sucede y, muchas veces, se
presiente. “La felicidad de Tomo-Chan” muestra cómo
Tomo-Chan, la chica en cuestión, intenta ser feliz, conocer el amor, casi con obstinación, si se examinan las cartas que le han tocado a lo largo de su vida: una violación,
la separación de sus padres, la muerte de su madre. Pese
a todo ello, la muchacha se alimenta de una ilusión, de
vuelo bajo, pero ilusión al fin. Por último, en “Recuerdo
de un callejón sin salida”, Mimi-chan, otra chica triste del
mundo Yoshimoto, se refugia en Niyishama, un joven de
esos que no conocen de ataduras, que se mueven libres
por el mundo, un joven de esos que –ella lo sabe– nunca
pertenecerán a nadie más que a sí mismos. Esta es una
historia de desengaños, de dolores de antaño, de amarguras presentes…
En este callejón están presentes la buena comida, la infancia, por lo general, una infancia traumática, de padres
separados; un puñado de muchachos diáfanos y de mujeres que asumen el punto de vista en el relato, mujeres que
en cierto punto no se conforman con lo que tienen, que se
conmueven por la candidez de los otros, a veces con una
sensibilidad que empalaga, a veces con lograda sutileza.
Se dice que esta autora tiene el mérito de representar la nueva generación de mujeres japonesas. Yoshimoto
dice que estos cinco cuentos autobiográficos son su manera de exorcizar los malos pensamientos, antes de la llegada de su primer hijo. Su particular manera de barrer la
muerte, de ahuyentarla. Y lo hace de una manera afable,
casi con un soplido.
SÁBADO, 20 DE AGOSTO DE 2011
“Certificación de lo invisible”, por J.S. de Montfort
Una belleza vulgar, de Damián Tabarovsky. Barcelona, Caballo de Troya, 2011, 125 págs.
L
a última novela del escritor argentino Damián Tabarovsky (1967), Una belleza vulgar, se propone, en
su plano más superficial, como la historia ínfima
de una hojita que“se desengancha del pasado, es decir, del
futuro” [pág. 11], o sea, de la rama de un árbol en la calle
Thames de Buenos Aires, y así se abre una deriva, en la
que el único argumento sería el propio deambular errático de la hojita.
Esto es, en efecto, la parte visible (o más visible) de
la novela y, por ello, la menos importante. Porque lo que
provoca, justamente, es que la mirada del escritor se fije
en los aledaños y nos vaya descubriendo así, a la manera
cartográfica, los edificios y las gentes de la calle Thames.
Este segundo plano estructural le sirve a Tabarovsky
para realizar dictámenes de tipo sociológico, o si se quiere
de la moral económica –y, por sobre todo, laboral– a
cuenta de las gentes de la calle Thames, oponiendo bien
común a la ética privada. Con ello, además, se evita el en-
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gorro de libros anteriores suyos –como Autobiografía médica
(2008)– de tener que supeditar la narración a la tiranía de
un personaje y, por ende, a la rigurosidad verosímil de un
argumento. Y aquí yace, según creo, la mayor novedad del
libro y su mejor valor, puesto que pierde preponderancia
el sustrato social del marketing y la estética de la publicidad de sus anteriores libros y gana la indagación filosófica
de tipo más bien ensayístico, con una “voluntad de querer abrazarlo todo” y que se pretende “abolición de todo
poder” [117]. Esto se concreta en un ir desplegando una
proposición y, de inmediato, refutándola con su formulación contraria.
No es que sea tampoco una novela de tesis, Una belleza
vulgar, sino que su ensayo funciona al modo de la prueba
y el error, tal que un ir construyendo el discurso “mientras tanto” [68] se observa ociosamente la banalidad de
la decoración del paisaje. Esto se justifica en el aserto de
Tabarovsky de que “el conocimiento nunca puede pasar
la frontera de la facticidad” [58] y, en su otro extremo, en
el hecho de que “lo oculto se manifiesta bajo el modo de
la muerte” [110].
Diremos que en cuanto al estilo, el libro juega a elucubrar la posibilidad de trabajar narrativamente “sin punto
de vista, o mejor dicho, desde un punto de vista móvil”
[52], lo que implica un paso del orden al caos, y que se
abre con la mencionada hojita que rompe el orden (la sintaxis) del árbol, en un intento de “dar un principio al arte”
[118], y que acaba revelándose como un arte de lo banal.
Dicho de otro modo: regresa Tabarovsky a los postulados
de la Estética, desoyendo el fin del arte de Danto, e indaga
no en “qué es el arte, sino cuándo hay arte” [111].Tabarovsky, finalmente, encuentra el arte en “la precariedad de
las ruinas de una existencia destinada al olvido” [124], allí
donde no “se oculta metáfora alguna” [123], en un “narrar una y otra vez el banal relato de que el relato es banal,
hasta que la repetición se vuelve una forma de la novedad
y la novedad una forma de lo sublime” [120].
Por ello, Una belleza vulgar es necesariamente un libro
alegórico sobre la mirada, “la mirada del adiós, la mirada
[del escritor] que congela” [pág. 123] porque es consciente de que “nadie ve lo que pasa” [116] y así al escritor
no le queda más remedio que fijarse no en “lo que pudo
ser y no fue, sino lo que nunca fue” [112] y dar cuenta –
en consecuencia– de un futuro en ruinas, jugando con las
paradojas “que se oponen a la doxa” [102].
Su modo de proceder entonces es a través de “la afirmación que no afirma nada, la proposición que no propone nada, la descripción que no describe nada” [102],
en un grito silencioso contra el abuso actual de la teoría;
de ahí que sea necesario señalar el antecedente para la
construcción del relato de un cuento breve perfilado al
estilo postimpresionista de la escritora bloomsburyana Virginia Woolf, llamado Kew Gardens (1921). Igual que en el
relato de la escritora inglesa, Tabarovsky descubre la fascinación por “detenerse, quedarse quieto treinta segundos.
Pero treinta segundos en serio. Sin pensar” [91]. Es en
ese impasse donde surge Una belleza vulgar, en “la suspensión de toda condición de posibilidad” [86] y allí triunfa lo
real: “la materialidad de las cosas” [48], auspiciada por un
viento alegórico que al mismo tiempo que mueve la hojita
“sin atributos” [119] en el vacío, sacude el pensamiento
confundido del escritor, un viento que es “una dialéctica
sin síntesis (un materialismo sin dialéctica) […] algo que
no encaja, definible pero indescriptible” [21]. Así, igual
esta novela, que sirve para “encontrar paradojas allí
donde no se ven, introducirlas allí donde no están” [120].
MARTES, 16 DE AGOSTO DE 2011
“De absurdo en absurdo: la ética del escritor”, por Felipe Benegas Lynch
El mármol, de César Aira. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011, 152 págs.
“C uando saltamos al vacío quedó demostrado
que el supermercado era un medio, no un fin.
Su realidad era indiscutible, pero no se agotaba
en sí misma.”
U
na vez más la novelita airiana se encarga de morderle los tobillos a la Novela. Se trata de ser novedoso, original, de desarrollar un estilo particular
e identificable dentro del supermercado genérico donde
todo tiende a la uniformidad, a la clasificación tranquilizadora y necesaria para la mercantilización.
El mármol es la búsqueda de un relato a partir de una
imagen, de una sensación. El narrador verifica la permanencia de sus partes íntimas sentado desnudo sobre una
placa de mármol, pero no recuerda en qué circunstancias
fue que lo hizo. La evocación de esa historia es la novela,
que se estructura a partir del despliegue y la recolección,
como si de un soneto se tratara, de una serie de “gadgets
provindenciales” que marcarán el devenir de la historia
hasta arribar a la escena inicial, que no es otra cosa que
el final.
Estos gadgets son: pilas, un ojo de goma, una tabla
de proteínas, una hebilla dorada, una cucharita lupa, un
anillo de plástico dorado y una cámara fotográfica del ta-
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maño de un dado. Así avanza, “de absurdo en absurdo”,
entregándose a la “velocidad de la aventura”. Porque todo
vale en el afán folletinesco de contar: esa es la forma de
diluir el mármol (la Novela con mayúscula), de poder contar desde la simplicidad del propio cuerpo, desde el placer
de pronunciar una palabra, “mármol”, y dejar que en la
porosidad del verbo trabaje la imaginación. Hay una imagen que inicia el viaje y es la que ordena
la proliferación que vendrá. Pero uno no acumula “imágenes porque sí, por hobby”, hay una ética y una responsabilidad frente a ese torbellino que todo lo arrastra, hay consecuencias para considerar: “¿Quién podía asegurarme
que Jonathan habría salido indemne de la fragmentación
de las imágenes? O debería decir: de la irresponsabilidad
de las imágenes. La superficialidad de las imágenes. Las
imágenes sin función, juguetonas, saltarinas, cubistas, abstractas... Eso las hacía aptas como vehículo a través de la
identidad de los mundos, pero nada garantizaba su aptitud, más bien todo lo contrario, para reconfigurar un
organismo que funcionara (...) Mi responsabilidad ante el
mundo se trasladó, sin reducirse a este chico chino que el
destino había puesto en mi camino.”
Así Aira crea mundos: desde lo general, lo banal, lo que
nos rodea más inmediatamente, pero siempre ejerciendo
su derecho a desmitificar, a decodificar aquello que parece
inalterable. De este modo va procesando estereotipos, géneros, refranes, metáforas, medios de comunicación, conciencia de clase. Nunca deja de buscar el “doblez” de la
palabra en los vaivenes de lo figurado y lo literal.
En este caso el mármol (el de los monumentos, de Carrara, de los bustos de grandes escritores, de las lápidas) es
diluido hasta ser proto-mármol, la forma más pequeña del
cambio en un supermercado chino y al mismo tiempo un
experimento extraterrestre digno de la más disparatada
ciencia ficción.
Sin embargo el narrador, que se declara devoto de Mi
planta de naranja lima, aborrece la ciencia ficción y hace todo
lo posible por no caer bajo la impostura de ese género.
Concientemente tuerce la trama, a pesar de que invoca extraterrestres, para evitar a la “susodicha ficción popular”.
Como un alienígena Aira descifra y desarticula los códigos culturales para introducir el virus de lo nuevo, de lo
pequeño, de lo enloquecedor que genera escritura siempre, como sea, desde el aburrimiento, la resignación o la
inspiración, siempre esgrimiendo la lucidez del que delira
y que en cualquier momento dirá algo esclarecedor.
Como si una estatua cobrara vida.
Como si un carrito de supermercado se dispusiera a
hablar.
La novelita airiana viene a resucitar lo que se ha petrificado en el mármol de la Novela. El mármol es la lápida
de la muerte, aquello contra lo que se rebela la vida (la
escritura) en su afán por subsistir. De ahí la lucha por lo
inclasificable, por lo infinitamente particular, por encontrar una “diferencia en lo idéntico” que nos reintroduzca
en el reino del tiempo donde la nostalgia es una realidad.
JUEVES, 11 DE AGOSTO DE 2011
“Tan rara y visceral como encontrar mandrágora”, Rosana
Guardalá
Sólo los elefantes encuentran mandrágora, de Armonía Somers. Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2010, 336 páginas.
¿P
or qué leer una novela que desde su título nos
advierte que nos quedaremos afuera? ¿Por qué
sumergirse en la narrativa de una escritora que
el reconocido Ángel Rama calificó como “rara”? Estos
son algunos de los interrogantes que genera Sólo los elefantes encuentran mandrágora.
Armonía Somers (1914-1994), pedagoga y escritora,
se hace lugar en las letras uruguayas en 1950 con la publicación de La mujer desnuda. Breve e intensa novela de corte
fantástico que irrumpe en un escenario literario signado
por el “realismo social” y que desconcierta a la crítica literaria, la cual juzga esta escritura erótica como “poco habitual para venir de una mujer”.
En 1986, se publica una novela que Somers deseaba
que fuera póstuma y que se llamaría Las máscaras de la mandrágora, pero que terminó siendo editada en Buenos Aires
como Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Ese mismo año,
aparece Viaje al corazón del día, una historia de amor con
tonos dramáticos sin caer en lo cursi, cuidadamente poética y tan oscura como luminosa. Estas novelas son clave si
se busca indagar el arte narrativo de la autora.
Sólo los elefantes encuentran mandrágora cuenta desde una
perspectiva por momentos autobiográfica las vicisitudes de
Sembrando Flores, una mujer que se encuentra internada
en un sanatorio porque padece Quilotórax, mal poco frecuente que se presenta con mayor asiduidad en hombres
que en mujeres y que se define como “el pasaje de linfa proveniente del conducto torácico a la cavidad pleural”. A lo
largo de la novela, esta patología se debate entre el diagnóstico médico ortodoxo y una interpretación más compleja
que atiende a la comunión del cuerpo con la mente. Esta
discusión se profundiza en el estado de semi-conciencia que
sufre la protagonista, en el que los límites entre lo real, lo
recordado y lo imaginario son poco claros.
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Al igual que en La mujer desnuda, el cuerpo femenino
es el espacio que habilita la ficcionalización. Sembrando
Flores es sometida a distintas prácticas médicas que la invaden y manipulan queriendo fragmentarla. Por lo que, a
medida que avanza la novela, el sujeto parece ir perdiendo
nitidez. Sin embargo, ese cuerpo acechado, utiliza diferentes estrategias para no convertirse en un objeto de estudio. Por un lado, se sujeta a la lectura de un folletín que
su madre le leía a una mujer adinerada, a sus recuerdos
de infancia y a la imaginación. Por el otro, el empleo de
diferentes nombres a lo largo de la novela: “Sembrando
Flores, Irigoitia Cosenza, o Fiorella, o Sembrando Flores
de Médicis”, evidencia un sujeto que se sabe a sí mismo
en constante construcción. Por lo que, ya sea mediante la
lectura, la imaginación o el uso de los múltiples nombres
propios que toma a lo largo de la novela, el gesto es siempre el mismo, resistir.
Como si fuese una de esas colchas de colores que las
abuelas tejen con variadas lanas, la novela se va configurando en el entramado de los diferentes textos y géneros,
que abordan desde la literatura latinoamericana y europea, hasta géneros “no académicos” (como los diarios íntimos, las cartas, los relatos orales y de espionaje). La abun-
dancia de textos e historias que se encuentran en la novela
dificulta una lectura ociosa que, lejos de contradecir a la
crítica literaria, acentúa una escritura oscura que organiza su discurso mediante asociaciones libres.
Armonía Somers construye con maestría un laberinto
narrativo que conjuga erotismo, perversidad, filosofía, historias personales y políticas. Laberinto que sólo puede ser
abordado por aquellos lectores que no dejan de interrogarse. ¿Puede un sustantivo propio determinar la identidad? ¿Es el cuerpo, un mapa? Lejos de dar respuestas, la
autora deja planteado el escenario para que podamos elaborar nuestras propias preguntas. Sólo los elefantes encuentran
mandrágora se presenta como un desafío literario, incluso
para el lector más culto.
Será tarea del lector indagar por qué los elefantes,
símbolos universales de fuerza física y espiritual, a diferencia de los hombres, son capaces de encontrar, de ver
la mandrágora. Esta planta, “que tiene una raíz muy parecida a la figura de un hombre y que además, encierra
una sabiduría oculta”, es para Sembrando Flores la cura
posible a su enfermedad. Después de todo, la mandrágora “tiene todo lo que uno quiere y hasta sabe lo que va
a suceder”. LUNES, 8 DE AGOSTO DE 2011
“La irresolución de Descartes”, J. S. de Montfort
Una habitación en Holanda, de Pierre Bergounioux. Barcelona. Minúscula, 2011, 91 págs.
La huella, de Pierre Bergounioux. Barcelona. Días Contados, 2010, 71 págs.
L
a obra del francés Pierre Bergounioux, al igual que
cuatro siglos antes la de René Descartes, se fundamenta en ese vértigo de tratar de pensar las cosas
desde el principio, para redibujar el mundo y, con ello, materializar en palabras ese “juicio sereno” de Hume. Porque
lo que importa, para ambos, no es lo que se dice. Es lo que se
hace. Y es en este hacer de la escritura donde Bergounioux
(Brive-la-Gaillarde, 1949) ha encontrado su entendimiento,
su razón, en un estilo que mezcla la disquisición filosófica,
la autobiografía y la narración de la poesía de las cosas (de
la naturaleza, en fin). Una obra caudalosa (más de veinte
volúmenes), aunque de libros breves –a excepción de sus
diarios– que, por fin, llega al público español.
Tres son las novedades que se nos ofrecen en la actualidad: Una habitación en Holanda y La huella, ambas recientes
(publicadas en Francia en 2009 y 2007, respectivamente),
y compartiendo tema común: Descartes, el filósofo irresoluto. A estas dos hay que añadirles el libro B-17G (Alfabia,
2011). En breve, además, la editorial Días contados publicará Carnet de notes. Journal 1980-1990. Nos concentraremos en los dos primeros, los que se refieren a Descartes.
En Una habitación en Holanda, Bergounioux se demora en
ese punto de la historia en que nace la racionalidad contemporánea, también la novela moderna y el capitalismo –
en suma, todo lo que hoy parece desmoronarse–. El libro es
un recuento de las “largas y dolorosas dudas” que se le imponen a Descartes, alejado de las distracciones mundanas,
en un exilio holandés en el que encuentra la austeridad de
la paz relativa, la comodidad de la vida material y la virtud
de la frialdad del clima que le permite establecer la “separación heurística” entre cuerpo y mente. Así, Bergounioux
traza ese lugar memorable (los Países Bajos) que condicionará el alumbramiento de sus Meditaciones, un compendio
filosófico formulado a la medida de un realismo indirecto
cuya base, como hoy bien sabemos (y sufrimos) sería la racionalidad recelosa. La incertidumbre esencial sería pues
de Descartes, de Bergounioux, y así también la del hombre
de hoy, que desconfía de los sentidos y de la memoria. El libro, así, mezcla el ensayo con la narración, utilizando una
tercera persona distanciada que permite la aparición de la
fructífera especulación metafísica a la que el propio lector,
sin darse cuenta, colabora activamente.
Si Una habitación en Holanda vendría a ser la evolución
de la oratoria del discurso cartesiano que finalmente debe
materializarse en el exilio holandés, La huella significaría la constatación empírica (personal, íntima) del propio
exilio de Bergounioux, esta vez en una habitación de la
memoria, en Brive, su ciudad natal. Con ello, además, se
permite una leve refutación de la segunda meditación de
Descartes, al decir que las cosas sólo se nos revelan en su
pureza en la lejanía, y que “el exilio está en el principio
del conocimiento y cualquier conocimiento es un exilio”.
A este propósito, el texto se afana en una constante dislocación de las atribuciones semánticas que torna el discurso deliberadamente ambiguo –y, por ello, riquísimo–,
evidenciando que sólo en la lejanía (tanto física como del
significado) podemos verdaderamente saber quiénes somos nosotros mismos.
Debería saber el lector que la importancia de ambos
textos reside en el hecho de que no son sino sendos tratados acerca de “cómo debemos vivir”. Y que, por ello, están llenos de ese estilo sublime (pero no difícil, aunque demandante) lleno de elipsis, omisiones y silencios del esteta
Bergounioux, que hace suya la máxima de Hegel de que
“sólo hay interés donde hay contradicción”.
VIERNES, 5 DE AGOSTO DE 2011
“La belleza entre las manos”, por Ignacio Bosero
Adoro, de Osvaldo Bossi. Buenos Aires, Bajo La Luna, 2009, 80 págs.
O
svaldo Bossi nació en Buenos Aires en 1963 y
tiene una obra que comprende –desde finales de
los años 80– la publicación de varios libros de
poesía; por ejemplo, Del coyote al correcaminos (1988), Tres
(1997), Fiel a una sombra (2001), Esto no puede seguir así (2010)
y la reciente antología personal Casa de viento (2011), de la
editorial Nudista. Por su parte, Adoro es una novela breve
–forma narrativa con la cual este autor ya ha trabajado
previamente en La médium y Lo más espeso del monte–, pero
que en ningún momento logra perder, por así decirlo, los
lazos con la poesía. Pero, sin embargo, más que en cada
palabra, la tensión de Adoro se encuentra en la intensidad
de la mirada; y es desde ese lugar que el sentido (el acto)
de ver se refunda para contar la historia. En esta novela
todo comienza con el “encuentro” entre Ovi –que es el
narrador en primera persona– y Cristian, un muchacho
de veinticuatro años que trabaja de taxi-boy en una de
las plazas de estación de trenes de Buenos Aires. De esa
primera cita, que mantienen en una habitación de hotel,
Ovi queda deslumbrado por la belleza del muchacho, la
cual irá siendo compuesta por su delicada mirada sobre
su cuerpo como un retrato. La atracción es mutua; por
eso, pese a la diferencia de edad, las necesidades disímiles que los reúne al principio y la sensibilidad puesta en
juego por cada uno, los sucesivos encuentros inauguran
paulatinamente una relación que desborda los límites del
tiempo previsto por los cuerpos mercantilizados, llevándolos hacia la correspondencia amorosa de alguna manera inesperada, pero que por intermedio de algunos gestos consigue insinuarse. “Siempre es de noche. Siempre
estamos en el mismo cuarto de hotel. La historia, en realidad, no avanza, o si lo hace es de manera imperceptible,
como si girara en círculos. O como si tomara impulso y se
agarrara de un hecho remoto y fortuito para seguir. Debe
ser por lo forzado del asunto. En lugar de encontrarnos
y separarnos –como suele ocurrir en estos casos–, seguimos viéndonos una vez por semana. Y en ocasiones, dos.
El resto del tiempo no sabemos nada, o casi nada, el uno
del otro.” Incluso, en poco tiempo, el deseo ha madurado
lo suficiente como para que el autor acuda a una elevada
voz poética que pueda revelar la adoración de Ovi hacia
Cristian y abarcarlos en su íntima pureza. “No puede creer
que exista tanta belleza, tanta magnificencia allí, a su lado (…)
Cada partecita de su cuerpo, el movimiento de sus pestañas, o el bombeo de su respiración, lo conmueven.” Finalmente, han labrado
una relación que excede los apuros del mundo exterior
durante las noches que comparten en cuartos de hotel. El
brazo protector que cada uno se tiende –Ovi con su dulzura y Cris con la picardía mundana que lo envuelve– se
erige como un puente que los protege de una tormenta
inmediata, en una ciudad que desplaza a la desesperanza,
el deseo de comunicación de los afectos más humanos. Por
eso Ovi rememora involuntariamente (perdido en la distención del cuerpo del otro tendido a su lado en la cama)
paisajes de su infancia como ecos que le brotan y sobrevienen. “Aquí dentro nada es lo que es. El tiempo, mágicamente, se rompe o se detiene, o retrocede en forma
vertiginosa. Me olvido, por ejemplo, que estamos en un
hotel de citas. Me olvido que se trata de un alquiler de dos
horas, habitación y chico incluido. Por momentos, tengo
la sensación de estar flotando como Douglas y Tony en
«El túnel del tiempo», mi serie de televisión favorita. Es de
noche; tengo nueve o diez años, pero no por un rato sino
por toda la eternidad…”.
Pero también, a medida que su amor crece, se reabre
entre ellos una grieta de incertidumbre en el tiempo presente, por el riesgo que implica fundirse y tener que separarse para seguir inevitablemente con sus vidas. En este
caso es Ovi el que sufre el desapego a Cristian –por su debilidad hacia él y su fragilidad propia– como una “pequeña
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muerte”; una especie de absurdo que no puede comprender del todo por qué lo invade. “Miro a mi alrededor. «Toda
separación es como una pequeña muerte», pienso. Aún así,
no consigo entenderlo. Un sudor frío me sube por el espinazo y termina por empaparme la frente. En la caja del pecho, las palpitaciones se aceleran. Escucho los golpes, cada
vez más intensos, buscando una salida o pidiendo ayuda.”
Pero no prevalece aquí el dolor ni el desamor, sino la
conquista de la creación de un vínculo que se vuelve sa-
grado cuando puede celebrarse como un privilegio la riqueza de poseerlo; porque el valor no está puesto en la
consumación del deseo para su consecuente (y liviana)
evaporación en goce o lamento. Sucede lo contrario con
esta novela: Bossi ha invertido con sutileza el tiempo, y los
cuerpos que aparecían indistintos deambulando por las
calles los ha unido en la dignidad más férrea que tiene el
hecho de pasar por la existencia: el amor.
DOMINGO, 31 DE JULIO DE 2011
“Periodismo a pie de calle. Crónica de la posguerra alemana”,
por Anna Rossell
Regreso a Berlín. 1945-1947, de William L. Shirer. Traducción de Francisco-Javier Calzada. Barcelona, Debate, 2010, 443 páginas.
E
xcelente este libro que acaba de publicar la editorial Debate sobre uno de los períodos más candentes de la historia reciente a gran escala, el momento en que la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin
y cristalizó un reparto de poderes que ha determinado el
devenir del mundo hasta finales de los años ochenta del
pasado siglo. No podía ser de otro modo siendo su autor
uno de los grandes del periodismo, de aquél que, con fundados conocimientos y gran capacidad para la observación política, se hace a pie de calle y transmite la historia
en el mismo momento en que se fragua. Shirer fue corresponsal en París para el diario Chicago Tribune de 1925
a 1933. Desplazado en Berlín de 1934 a 1940, trabajó allí
para la agencia de noticias Universal News Service hasta
1937, año en que empezó a colaborar con la Columbia
Broadcasting Berlin (CBS). Fue entonces cuando escribió
su famoso Diario de Berlín -editado también por Debate en
2008-, crónica de los verdaderos sucesos de aquellos días,
que la censura nazi no le permitía publicar y que él registró para burlarla.
Regreso a Berlín es la continuación de aquel Diario. El
autor, que había dejado la capital alemana en otoño de
1940, antes de que los nazis pudieran detenerlo acusado
de espionaje, regresa ahora a la ciudad para seguir dando
cuenta de aquellos acontecimientos cuando la situación
ya ha cambiado radicalmente y la derrota alemana es un
hecho. El libro arranca aun en los EEUU, en julio de 1944
y concluye en la primavera de 1947. La lectura es una
ventana abierta a aquellos trascendentales sucesos, contados desde una inmediatez, que no recogen los libros de
historia. Como en todas las obras de Shirer, también en
ésta, en cada una de las páginas se tiene la impresión de
ser un espectador privilegiado de unos años decisivos a los
que él sabe trasladarnos como si de nuestra misma actualidad se tratara, vivida de primera mano y en directo. Así
asistimos a las repercusiones mediáticas del lanzamiento
de la bomba de Hiroshima, a las conferencias de Yalta y
Potsdam, aún desde los EEUU. Después, ya en Europa,
somos testigos oculares de la destrucción, revivimos la recuperación de los últimos días de la resistencia nazi en
el búnker en el que Hitler y sus incondicionales pusieron
fin a sus vidas y participamos del sentimiento del derrotado pueblo alemán, la ausencia de la conciencia de culpa
del ciudadano medio y su percepción de la política de las
fuerzas de ocupación aliadas. Y, más destacable aún, participamos –verdadera primicia– en los primeros juicios de
Nuremberg, presenciamos las reacciones de los acusados
en las vistas: nerviosa inquietud, arrogancia, indiferencia, fingida locura y sospechosa pérdida de memoria…
Uno a uno, sentados en el banquillo, vemos a Göring, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Alfred Rosenberg,
Wilhelm Frick, Walther Funk, Karl Doenitz –nombrado
por el Führer su sucesor–, Erich Raeder, Baldur von Schirach, Fritz Sauckel, Alfred Jodl, Franz von Pappen, Arthur
Seyss-Inquart, Albert Speer y Hans Fritzsche.
Uno de los grandes méritos del libro es la intercalación
de los documentos originales nazis, calificados de “alto secreto”, que los aliados norteamericanos incautaron, algunos de los cuales Shirer reproduce literalmente e intercala
con sus inteligentes comentarios. Ello nos permite introducirnos en los repliegues de la historia, las verdaderas razones que llevaron a la Alemania nazi a posponer la ocupación de Polonia, las intenciones secretas de los nazis en
cada uno de los momentos de la guerra, las motivaciones
reales que llevaron a España a no intervenir en la Segunda
Guerra Mundial del lado de los alemanes, las importantes diferencias de generales del Estado Mayor alemán con
respecto de las decisiones de Hitler o detalles de las conjuras infructuosas del almirante Canaris y del general de división Edwin Lahousen contra el Füher. Verdaderamente,
un libro indispensable.
MARTES, 26 DE JULIO DE 2011
“El jardín de los presentes”, por Felipe Benegas Lynch
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Bellas Artes, de Luis Sagasti. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, 112 págs.
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¿C
ómo lograr en la palabra, que es sucesión, repetición, el instante, la primera vez? El asombro es silencio y abismo, espacio de algo que
se abre adentro nuestro, como un universo que vuelve a
nacer cada vez que nuestra boca cae, que nos asomamos
al borde del lenguaje. Por estos rumbos se embarca Luis
Sagasti en Bellas Artes. Y digo se embarca porque el texto
recorre, surca, desenmaraña una trama de la que se sabe
parte. “El mundo es un ovillo de lana”, comienza. Y lo
misterioso de esa madeja es que nunca sabremos si estamos dentro o fuera, si tejemos o si somos tejidos. O tal vez
son ambas cosas a la vez: puntos, líneas, espirales; pero
también espacios, abismo.
Desde los helados astros hasta los inabarcables mares
de la web, Sagasti va cortando hilos aquí y allá, atando y
desatando nombres, historias; va tejiendo vuelta y vuelta,
para que en una de ésas se asome uno a “la primera vez”,
con la boca abierta y el lenguaje tropezando en un instante
que se abre como un portal: “Si, como quieren muchos,
las palabras reflejan el mundo, avanzar por esas grietas es
aventurarse, como Alicia, a un mundo que estuvo delante
de las narices todo el tiempo. Por eso el arte magistral de
muchos escritores es encontrar el reverso de la palabra
aun escribiéndola bien, algo así como dejar la puerta entreabierta. Tal vez se logre colocando al lado la palabra indicada. Como si una fuera la cerradura y la otra la llave”. Habla de los escritores como si de otro ovillo se tratara, de aquellos “cazadores de haikus que muy de vez
en cuando aparecen”, y se consuela: “Por eso debemos
conformarnos con los relatos sobre estas luciérnagas o algunos bichitos de luz que no alcanzaron a encenderse del
todo.” Pero el relato también puede ser haiku o canción,
y, en efecto, las hebras que Sagasti cuidadosamente enlaza
de pronto se encienden y nuestros ojos quieren ver.
El haiku, la música de las esferas, el Tao, chamanes,
santos: son puntos recurrentes en el texto que evocan las
fronteras de la palabra. Como la experiencia de aque-
llos que han vivido al límite: de lo humano, de lo decible.
“Pero como el hombre también es lenguaje, lo sabía Basho
antes que tantos, debería encontrarse en el haiku la llave
que abra la jaula. Como el principio de la vacuna: trabajar con aquello que se quiera combatir.”
¿Cómo abrir esa jaula? ¿Quiénes la han abierto?
¿Quiénes la podrán abrir?
Las luciérnagas aparecen a lo largo del libro, lo abren
y lo cierran (así se titulan el capítulo uno y el ocho) y marcan el rumbo: “Deberíamos buscar entre los hombres únicamente a las luciérnagas; el resto son solo animales cuya
escarcha se refleja en los cielos”.
Sagasti se acerca de este modo a la luz intermitente de
ciertos nombres e historias: Beyus, Vonnegut, Saint-Exupéry, Basho, Wittgenstein, Glenn Miller, Sun Ra, Kubrick.
Pero por sobre todos, en el frente, coloca a una luminaria
muy particular: Luis Alberto Spinetta, a quien pertenece
ese fragmento de la canción “El anillo del Capitán Beto”
que hace las veces de epígrafe.
No es casual. El libro se abre y se cierra con referencias al género canción: al principio se la muestra (“Ahí va
el Capitán Beto por el espacio, / la foto de Carlitos sobre
el comando / y un banderín de River Plate / y la triste
estampita de un santo.”), al final se la nombra (“Y comenzará por primera vez la misma canción”).
“Por primera vez / la misma”: en esa contradicción se
juega la potencia de la palabra en su devenir musical, la
grieta hacia el instante. Como el brillo de las luciérnagas,
de todo lo que esa melodiosa palabra evoca, la canción
nos remite al reino donde los hilos de la palabra se cortan
y se anudan a un más allá indefinible pero no por eso menos real. Spinetta como cazador de haikus.
Las Bellas Artes se configuran así como una sucesión
de instantes, como un jardín de los presentes (así se llama el
disco de Invisible donde está incluida la canción de Spinetta) donde se encienden, de vez en cuando, esas pequeñas luces que nos orientan.
VIERNES, 22 DE JULIO DE 2011
“Las vanguardias bajo el microscopio”, por Anna Rossell
Manifiesto y Vanguardia. Los manifiestos del futurismo italiano, Dadá y el surrealismo. Cristina Jarillot Rodal, Universidad del País Vasco.
Servicio Editorial, Bilbao, 2010, 417 págs.
A
pabullante, casi abrumadora, la lectura del número dieciséis de la colección Filología y Lingüística que publica el Servicio Editorial de la Univer-
sidad del País Vasco, cuyo propósito es hacer asequibles
a los especialistas sólidos trabajos de tesis doctoral –con
las correspondientes adaptaciones que su publicación re-
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quiere-, así como otras investigaciones prestigiosas a lo
largo de la historia en estos dos ámbitos de conocimiento.
Manifiesto y Vanguardia. Los manifiestos del futurismo italiano,
Dadá y el surrealismo no es, como pudiera parecer, un ensayo dirigido a un público general de eruditos interesados
en el tema, sino un trabajo de investigación filológica en
toda regla, que estudia los rasgos formales específicos de
los manifiestos de las vanguardias más representativas del
siglo XX con el fin de comprobar si son susceptibles de ser
definidos o no como género literario y marcar sus límites
con otras formas literarias afines.
Un trabajo de tesis conduce a quien lo lleva a cabo al
grado de doctor, que da constancia de su capacidad investigadora. Y desde luego no cabe duda de que su autora
cumple con creces con esta cualidad: el planteamiento, la
estructura, la ejecución del trabajo, la riqueza de la documentación manejada –en francés, alemán, italiano, inglés
y español-, la matizada y contrastada argumentación, sensiblemente sostenida por las justas citas necesarias y con
referencia constante a la bibliografía especializada a pie
de página, son sobrada prueba de ello. Cristina Jarillot
(1970, Chambéry –Francia-), licenciada en Filología Germánica en la especialidad de alemán y profesora de este
área de conocimiento en la Universidad del País Vasco, es
una investigadora de calado. Tras un breve capítulo preliminar, en el que la autora plantea y justifica convenientemente el criterio aplicado en la selección de los textos,
Jarillot ofrece una extensa Introducción histórica de las vanguardias objeto de su estudio (págs. 19-134), en la que da
cuenta de su evolución, ideario y objetivos, para explayarse a continuación, en el segundo capítulo, en El manifiesto como género literario, que transporta el peso de la tesis y
centra la atención principal del libro (págs. 135-370). La
investigadora somete a los manifiestos de las tres vanguardias a un análisis extremamente pormenorizado, a partir de los parámetros que le proporciona Wolfgang Raible (“Was sind Gattungen? Eine Antwort aus semiotischer
und textlinguistischer Sicht”, en Poetica, vol. 12, 1980) y
que reduce a cuatro: la situación de la comunicación, la disposición textual, la relación con la realidad y el tipo de discurso, que a
su vez se subdividen en subcriterios, sobre todo el primero.
Pero esta observación tan sensiblemente minuciosa de los
textos, que en la tarea investigadora puede ser una virtud
y que viene dada por la naturaleza científica del estudio,
conduce irremediablemente a la repetición, que lastra la
lectura e impide al lector la necesaria y deseada panorámica. La autora parece ser consciente de ello cuando, en
un intento de sintetizar para proporcionar una visión de
conjunto, antepone brevemente al análisis desglosado de
cada una de las vanguardias, las conclusiones a las que ha
llegado: los rasgos comunes a las tres vanguardias, lo cual
redunda otra vez en la repetición.
En la misma línea de alta especialización y de información precisa y detallada, el libro ofrece una impagable
cronología –el capítulo 4–, que no sólo contiene los datos
relativos a la publicación de los manifiestos propiamente
dichos (realzados tipográficamente con negrita), sino también los actos relacionados (sesiones literarias, giras de
conferencias, exposiciones artísticas…) y, finalmente, una
desgranada bibliografía en las cinco lenguas mencionadas
que ha de ser de gran utilidad tanto a los más exigentes especialistas como a eruditos en general. En coherencia con
la pulcritud de toda la investigación, la bibliografía distingue entre Literatura primaria –Manifiestos y otros documentos,
Fuentes consultadas– y Literatura secundaria.
En el momento de sacar sus conclusiones finales Jarillot escribe “este […] trabajo no es más que un eslabón en
el proceso de recuperación del género”. Esperamos con
impaciencia lo que estas palabras parecen contener entre
líneas: el anuncio de la publicación de un verdadero ensayo sobre el tema, que la autora domina en profundidad,
que traduzca a un registro más asequible al gran público
los inestimables conocimientos de que su libro da prueba
ostensible.
MARTES, 19 DE JULIO DE 2011
“Erudición al alcance de los niños”, por Jimena Néspolo
La medicina no fue siempre así, de Martín De Ambrosio – Ileana Lotersztain. Ilustraciones de Javier Basile. Buenos Aires, Iamiqué, 2011, 40 págs.
La escuela no fue siempre así, de Pablo Pineau – Carla Baredes. Ilustraciones de Javier Basile. Buenos Aires, Iamiqué, 2009, 40 págs.
D
os rasgos singulares convierten a la colección
“Las cosas no fueron siempre así” (editorial Iamiqué) en un gran atractivo para los niños lectores
–y no tanto–: la mostración de la dimensión temporal de
la cultura entendida como toda práctica humana y la presentación sintética de cierto saber “loco” o poco conocido
en el ambiente escolar. Que a lo largo de la lectura los textos se revelen como un composé inarticulado de pastillitas
con fechas distintas, o que se presenten a sujetos históricos
como desopilantes protagonistas de una Historia rocambolesca, lejos de ser un vicio de los volúmenes es -en cambio- el mayor merito que ostentan. Por su parte, el ilustrador y diagramador Javier Basile amalgama estéticamente,
con sus viñetas y collages de colores intensos, estas misceláneas textuales que aúnan información y divertimento.
Veamos, por ejemplo, la sección intitulada “La muerte
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negra” del libro La medicina no fue siempre así, de Ileana
Lotersztain y Martín De Ambrosio. Es interesante, primero, observar en detalle la ilustración que ocupa estas
dos páginas destinadas a la peste bubónica: con un color
de fondo que va del celeste al naranja, logrado a partir de
la edición digital que simula el ya artesanal aerógrafo, la
imagen central muestra a la Muerte –guadaña incluida–
montando un dragón dorado que escupe fuego o, en su
defecto, tiritas de papel confeti y que capitaneando una
legión de bestezuelas menores (un esqueleto con cuernos,
un murciélago que porta jeta de pajarraco, una víbora con
fauces de cocodrilo, un corazón humano cubierto de poncho calchaquí, un hígado con pies de enano, una lagartija
sin cabeza, etc.) se abalanza sobre infantiloides figuras humanas y un paisaje bárbaro de ciudadela en ruinas. Así,
en diálogo con esta imagen chocarrera, la masa textual se
organiza en cuatro bloques que ofrecen información puntual sobre aquella enfermedad que nació en Asia y se propagó en el siglo XIV en toda Europa y que “puso a la especie humana al borde de la extinción” ya que en escasos
años murieron cerca de veinticinco millones de personas.
No obstante, quizá para quitar dramatismo a la historia
fáctica o para subrayar aún más el anclaje epocal de todo
“saber” humano, a la derecha de este dueto de páginas se
consignan claramente los consejos dados por el Colegio
de Medicina de París, en 1347, para prevenir la peste negra: 1) Encender el fuego con ramas de laurel. 2) Evitar
las comidas húmedas. 3) Permanecer en casa durante la
noche, para evitar el rocío. 4) No moverse demasiado. 5)
No cocinar con agua de lluvia. 6) No usar aceite de oliva.
7) No bañarse. 8) No enojarse ni emborracharse. Decir que estos libros hubieran sido el deleite de Borges cae de suyo. Menos trillado, en cambio, es imaginarnos otro lugar y otro tiempo en que el gran tótem intocado
de nuestra literatura, entregado con felicidad y audacia al
juego de la oca que este volumen trae en sus páginas finales, cayera –sin cálculo– en la cuadrícula 27 que reza:
“Quieren operarte para extraerte la piedra de la locura. Te
escondes en la Escuela Médica Salernitana.” En esta misma línea, el volumen La escuela no fue siempre
así, de Pablo Pineau y Carla Baredes, rastrea los distintos
modos en que a lo largo de los siglos la humanidad transmitió el conocimiento a las generaciones más jóvenes. Así,
recorriendo estas páginas los pequeños lectores se enteran
que en la India sólo podían acceder a la educación los
niños pertenecientes a las castas superiores, que los alumnos que asistían a la “casa de instrucción” de los antiguos
egipcios debían copiar en papiros y recitar de memoria
las lecciones que les impartían sus maestros, o que la Revolución Francesa y la Revolución Industrial impusieron
con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad el basamento ideológico para que la educación para todos fuera
una realidad.
La sección “Popurrí escolar”, por otro lado, es un
buen ejemplo de cómo estos volúmenes dosifican la información de un modo que simula ser fortuito –y que sólo la
ingenuidad de quien anhele la reposición paternalista de
un sentido total podría juzgarlo de líquido–, con el preciso objetivo de desestabilizar los resabios conservadores
que aún anidan en la escuela argentina y convertirlos –
en términos de Vigotsky– en “conocimiento socialmente
significativo”. Veamos qué tipo de información reponen
estos fragmentos y que el lector inteligente saque sus propias conclusiones o se lleve la tarea a casa: 1) Un fragmento de la Declaración de los Derechos del Niño, sancionada
por las Naciones Unidas en 1959. 2) Información sobre el
significado del nombre de la Escuela Palatina, fundada por
el emperador Carlomagno para la enseñanza de un solo
alumno. 3) Constatación del hecho de que Agnus Young,
el guitarrista de la banda AC/DC, haga sus presentaciones vestido con uniforme habiendo abandonado tempranamente la escuela. 4) Constatación del hecho de que el
modelo de educación en internados representado en la
saga Harry Potter, propio del siglo XIX, ya a mediados del
XX estaba en decadencia. 5) Señalamiento de la curiosa
coincidencia de la expresión española y la inglesa “apple
polisher” para denominar a aquellos alumnos interesados
en agradar mansamente a su maestra, llevándole una manzana.
Hartos de borgeanas ennumeraciones, dejamos para
otra oportunidad el análisis del jugoso apartado “Tres latigazos y dos palmadas” referente al uso de castigos físicos
en las instituciones educativas; apuntando sólo de estas
páginas el dato de que en la civilizada Inglaterra recién se
prohíben definitivamente en el año 1999. Para finalizar, veamos qué tipo de sorpresa le depara
el azar en su cuadrícula número 27 a nuestro hipotético
Jorge Luis, en el juego de la oca que este volumen también
trae en sus folios finales: “Te vuelcas encima el tintero.
Pierdes un turno limpiándote.”
LUNES, 11 DE JULIO DE 2011
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner (2010) 89
Dirección: Fernando Spiner. Guión: Fernando Spiner - Javier Diment - Santiago Hadida, basado en el cuento “Aballay”, de Antonio Di Benedetto.
Intérpretes: Pablo Cedrón , Claudio Rissi, Nazareno Casero, Gabriel Goity. 105 minutos.
A
ballay, de Antonio Di Benedetto, es un cuento que
tiene cierta fama dentro de la obra del autor. Podría conjeturarse que ese reconocimiento se debe
a que el texto en cuestión condensa muchas de las características principales de su escritura (oraciones despojadas
de ornamento, la opción por la elipsis, la anécdota llevada
a su mínima expresión) o quizás a que en la narración de
esa parábola de violencia y arrepentimiento que es Aballay los lectores hayan podido identificar muchos lazos
tendidos hacia sus propias y parabólicas vidas.
En cambio, la película Aballay, el hombre sin miedo de Fernando Spiner es otra cosa.
Sería vano repetir, como cada vez que se adapta una
obra de la literatura para el cine, la mecánica tediosa de
la comparación. Sería vanidoso, marcar las diferencias y
las similitudes. En esos juegos alguien siempre pierde, alguien siempre se ofende. En la delicada dialéctica de contraste entre la obra original que ha servido de inspiración
y la nueva obra, muchas veces no queda más relación
que el título y eso es difícil de remontar. Es mejor en este
caso, a nuestro juicio, pensar el camino que media desde
el cuento a la película o en los términos de una amistosa
conversación o en los de una carrera evolutiva en donde
la especie que no se adapta, muere.
Entonces, la primera y urgente cuestión que subyace es:
¿Cómo hacer de Aballay, de esa literatura edificada sobre
silencios y omisiones, una película que no aburra, que no
se parezca a esos largos y cerebrales films del realismo ruso
de la etapa bolchevique que una primera lectura del cuento
podría sugerir? La respuesta que ha encontrado Spiner es
la del desplazamiento de la perspectiva. El argumento del
gaucho culpógeno que intenta el ascetismo y que es asesinado finalmente por el retoño de su víctima, es reemplazado aquí por una configuración absolutamente diferente:
la película trata sobre un niño que ha presenciado cómo
ultimaban a su padre. A raíz de esa traumática experiencia,
crece “enfermo” de venganza y no descansa hasta que muchos años después la ejecuta prolijamente.
Con esa simple maniobra no solamente se resignifica
la historia, sino que el director campea el peligro que supone la navegación cercana a la zona del cine de Sergéi
Eisenstein y se aproxima al deseable mundo del Quentin
Tarantino de Kill Bill (y a través de él, a la tradición japonesa del sendero-de-la-venganza de Lady Snowblood).
A partir de allí la película avanza de modo seguro sobre la fórmula establecida. En su camino, Julián, el nuevo
héroe, conocerá el amor de Juana, quien también está literalmente marcada por los mismos villanos a los cuales él
persigue. El recurso a algunas técnicas del western como
el tiroteo en La malaria y las efusiones grotescas de sangre refuerzan las opciones estéticas antes mencionadas y
crean una maravillosa sensación de extrañeza en la que se
superponen los motivos de un cine de acción poco practicado en nuestro país con los temas locales generalmente
tratados en un tono costumbrista y rancio.
Las actuaciones son destacables y sobre ellas descansa
la efectividad de un film que necesita de estereotipos: malos que se perciban como muy malos (Rissi) y hombres
buenos que llegan a destilar pureza (Cedrón en su largo
peregrinaje físico y espiritual). Se precisan también algunos místicos y crédulos paseándose por los parajes del noroeste del país para crear una atmósfera de milagro y de
redención. A este respecto, las presencias de Fontova y
de Goity significan aportes inestimables. Y ya que hablamos del espacio, hay que decir que el cambio de la árida
precordillera mendocina donde el cuento originalmente
transcurre por los valles tucumanos donde han ambientado la película es también un acierto visual.
Subyace, como otro punto para remarcar en esa discusión entre el cuento y la película, la cuestión del origen
del protagonista. En el texto de Di Benedetto los personajes son todos iguales, pares, desde el punto de vista social. En la película, Julián es un porteño, un “lindito”, que
se interna en la barbarie provinciana de La malaria para
reparar el daño que se le ha causado. Es igual pero distinto: mata a sangre fría, como sus oponentes, pero se viste
como El principito, no como un gaucho.
Di Benedetto-Spiner han propuesto transgresiones.
En el caso del primero se trata de la quimérica idea de
un posible camino hacia la santidad, adaptado al mundo
gauchesco donde no hay columnas pero sí caballos. Spiner, por su parte, ha intentado la adaptación de una historia y de unos géneros poco comunes en la Argentina.
Cada uno a su modo es un estilita encaramado sobre una
columna: agobiados por la mortificación y la soledad dialogan entre sí, pero, en definitiva, el resultado es el de dos
realidades paralelas que no llegan jamás a tocarse.
Aballay es un cuento que cualquier lector de Di Benedetto conoce y aprecia. Aballay, el hombre sin miedo es una
película que poco tiene que ver con aquel, pero que por
algunos mecanismos termina siendo un cuento que nos
sabemos todos.
| BOCADESAPO | CRÍTICA DE CINE
“Un cuento que nos sepamos todos”, por Diego Niemetz
89
LUNES, 4 DE JULIO DE 2011
“La conspiración impensable”, por Marcelo Damiani
| BOCADESAPO | RESEÑAS
La conspiración de las formas, de Maximiliano Crespi. La Plata, UniPe: Universidad Pedagógica, 2011, 210 págs.
90
D
esde su mismo título, La conspiración de las formas,
Maximiliano Crespi nos lanza a una aventura reflexiva que linda con lo impensable. ¿Cómo es
posible que las formas, esas supuestas cualidades, conspiren? ¿Y por qué, contra qué, quién o quiénes osan conspirar? ¿Será contra nosotros o contra ese imperio del contenido y la materia con la que parecen estar hechos no
tanto nuestros sueños y pesadillas, sino más bien nuestra
existencia? Aunque no son éstas las únicas preguntas que
suscitan el libro, una de cuyas características principales es
la de ser, en más de un sentido, muchos libros. O muchos
textos leídos con el espíritu fugitivo y festivo de cierto devenir-histérico. Única forma, si esto es permisible, de evadir (aunque sea momentáneamente) los controles del sistema (a los que parece aludir Badiou en la cita que abre
el libro).
La primera parte, “Pliegues: La conspiración de las
formas”, está dividida en cuatro secciones, y básicamente
consta del análisis de las revistas “Letra y Línea”, “Literal” y “Sitio”. El rescate de Francis Picabia con su idea
del arte como ámbito del error sienta precedente sobre la
mirada estrábica (o mejor: estroboscópica) desde la que se
propone leer el jeroglífico literario. El espíritu de Libertella, invocado por una cita más que pertinente (al aunar lo
íntimo con la resistencia), parece completar y recorrer las
relaciones entre las diversas operaciones y propuestas de
lecturas que encarnan las tres publicaciones. El ensayo sobre “Literal”, junto con el también excelente libro de Ariel
Idez, Literal: La vanguardia intrigante, sumados a la reciente
edición facsimilar de la revista por la Biblioteca Nacional,
forman un tríptico fundamental para comprender el verdadero alcance del proyecto literaliano, hasta hace poco,
casi secreto, y francamente marginal (es decir, en términos
libertellianos, bien central).
La segunda parte de La conspiración…, “La deriva, la
sin-razón, el sueño”, está constituida por cuatro estudios
en los que, en las acertadas palabras de Maximiliano Lagarrigue, “se abordan y examinan el proceso de descomposición del imaginario en RolandBarthes, la compleja
relación entre literatura y sin-razón en la reflexión teórica de Michel Foucault y el tema del sueño en la obra
de Roger Callois”. La delgada línea que atraviesa los textos parece tener la forma de la vieja pregunta sartreana:
¿Qué es la literatura? Pero la inflexión (o la deriva) con
que Crespi aborda tamaña cuestión está tan alejada de
los postulados existencialistas como de la mirada obedientemente sociológica que en la actualidad quiere explicar
la literatura con categorías arcaicas y sumarla así a sus fi-
las ya domesticadas. Quizá incluso haya, en el fondo, una
cuestión neo-post-retro-estructural, si el neologismo es tolerable, en los planteos (por-venir) del libro, pero sólo están ahí como pretexto o provocación. ¿Se puede hablar de
un lugar, y eventualmente, de una función, del jeroglífico
literario? ¿Será esa utopía una suerte de punto ciego sobre
el que giran enloquecidos los discursos de la razón? Tal
vez acá esté la clave de lo que Raúl Antelo ha llamado, lúcidamente, “la emergencia de la ficción teórica”.
En este sentido no sólo queda claro que para Crespi no
hay diferencia entre teoría y ficción, sino también que el
libro encuentra su punto de apoyo en las intensas reflexiones que le dedica al carácter ontológico de su objeto de estudio. Así, el jeroglífico (literario) habla “de la insuficiencia del lenguaje naturalizado (sobre el que se normativiza
el orden representacional). Es por ello que su presencia
amenaza con suspender el totalitarismo del lenguaje naturalizado en que se sella el maridaje de servilismo y poder”.
De esta forma, frente a la existencia perturbadora del jeroglífico (o de alguna de sus variantes como el hermetismo
o la histeria), el régimen de verdad sólo atina a enviarlo al
reducto de lo artístico (o lo patológico), para salvaguardar
su totalitarismo comunicacional. El resto, parece decir, es
literatura (y silencio).
El jeroglífico, como el hermetismo, como la histeria
(no sólo entendida etimológicamente), es una fulguración
secreta, una suerte de sujeto (sentido) que se encierra sobre sí mismo, y desde su encierro, paradójicamente, cumple un “destino público”. Este gesto, la sustracción del
cuerpo al goce del otro, es un gesto histérico. Pero además
también pone en evidencia una especie de vampirismo del
lector –como si determinados textos nos hicieran perder
sangre–, frente a la figura opuesta del lector que busca un
estilo, una forma, y que según Barthes es él mismo un vampiro (que en este caso se encontraría con una red conspirativa). Sin embargo, anota Martín Arias, la verdadera
figura hermético-histérica tal vez sea la momia. En el interior de la pirámide, su morada, la momia permanece
rodeada de jeroglíficos (hasta la parte interna de su celdacajón está totalmente cubierta de escritura). Pero ella no
lee, no puede leer, y aunque luego de la lectura en voz alta
de un papiro con fórmulas resucitadoras, para seguir con
el mito, la momia salga de la pirámide, sigue permaneciendo hermética, ya que nadie puede quitarle las vendas.
Lacan, en un pasaje famoso de “Función y campo…”, habla de los “jeroglíficos de la histeria, blasones de la fobia,
laberintos de la Zwangsneurose...”. Así, el “destino” público
de la momia viene dado por la pirámide, es decir, por el
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monumento. Nada nos impide pensar que la celda del
(sin)-sentido y del sueño pueda ser una pirámide (incluso
invertida). Con eso ambas se aseguran una perfecta intimidad hermética y un no menos perfecto destino público
de monumento histérico, es decir, un destello jeroglífico.
Maximiliano Crespi, continuando con esa línea de
pensadores literarios que viene de Roland Barthes y pasa
por Nicolás Rosa, Héctor Libertella, Raúl Antelo y Da-
niel Link, entre otros, en este libro se atreve a repensar, a
contrapelo de la época obsecuente y abyectamente realista que nos ha tocado vivir, la literatura como manifestación paradójica de lo residual, de lo incierto, de lo desconocido, de lo impensable, y sobre todo, de lo imposible,
como únicas formas de resistencia frente a la vacuidad infinita de los discursos que nos gobiernan.
LUNES, 27 DE JUNIO DE 2011
“Natural o extravagante”, por Natalia Gelós
Viajera crónica, de Hebe Uhart. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2011, 319 págs.
“S
oy medio turista, medio notera y medio perro de la calle”, así se define Hebe Uhart en un pasaje de
su crónica sobre Montevideo, en un texto que
se impregna de una mirada tan Uhart, una mirada impávida y, al mismo tiempo, una mirada de niña asombrada
pero lejana a toda ingenuidad. Así como quien camina
porque sí, sin los ajustes del tiempo, la escritora se deja llevar por un trayecto antojadizo. Recorre pueblos, ciudades
pequeñas y capitales latinoamericanas. Y también viaja
por Italia. Se despliega entonces un desfile universal: bares mustios con parroquianos enquistados en la barra, alguna librería, algún localucho. Se trata de una veintena de
viajes que la llevan de aquí para allá, al centro manso de
pueblitos olvidados, o, por ejemplo, al alma de ese monstruo ardiente que es Río de Janeiro. Es que Viajera crónica
es como formar fila detrás de Uhart para dejarse llevar
por su voz, por sus descripciones, por su voraz obsesión
por analizar las palabras y los caprichos de quienes las
usan, a través de carteles, de dichos populares, de apodos.
En el registro de esos viajes, hay constantes: el análisis
sociohistórico, la crónica de la palabra y sus distintos usos,
la descripción de paisajes lejanos a toda postal que pueda
encontrarse en una estación de servicio. Su estudio de historias y teorías sociológicas locales es también una forma
de viaje: en cada lugar, Uhart busca libros de autores “autóctonos” y reconstruye historia y sociología de cada geografía. Guerras, enfrentamientos, rebeldías. No sólo eso.
También, como se busca al más viejo de la tribu porque
detenta la sabiduría, así va ella preguntando por el más
viejo del pueblo, porque sabe que allí tiene la explicación
más simple de la historia de un lugar.
La crónica de la palabra es contundente: recolecta dichos, posa la vista en los carteles, en los nombres de bares, en las formas cotidianas del habla, en los periódicos
locales. La guía de oro de Uhart es el libro de refranes de
cada lugar. Con ella construye una geografía vivaz de la
gramática y sus variantes.
Y las palabras son importantes porque en este libro,
por sobre todo, son palabras que están vivas. Quizá porque, sobre todo, estas crónicas son sobre personas y sus
modos de funcionar y fusionarse en el mundo que habitan. Por eso, Uhart va a Córdoba y describe el mítico humor cordobés, la convivencia del guaraní con el castellano
en Formosa, o estudia a los cariocas que “para afrontar la
fuerza de ese mar, de esos cerros, de esa belleza, para afirmarse, hablan en tono rotundo, indubitable, nombrar es
inaugurar”. Nombrar es inaugurar. Nombrar es, en cierto
sentido, nombrarnos.
Medio turista, va a hacia lugares obligatorios en cualquier guía básica de turismo de manual: Rosario, El Bolsón, Montevideo, Quito. Pero, claro, con eso pinta un paisaje nuevo, bañado todo por su impronta sin que ella se
ubique en protagonista estrella. Medio notera: Usa entrevistas, describe, consulta archivo, recurre a fuentes documentales, a fuentes personales, y brinda datos, información, Uhart hace periodismo bien hecho. Medio perro de la
calle: sobre todo, perro cimarrón que se pasea por las calles
de los pueblos, sin buscar otra cosa que la sorpresa por lo
que espera a la vuelta de la esquina. Porque esta mujer
hace del porque sí un destino y entonces va a Tapalqué
porque alguien le dijo que ésa era tierra de refranes, viaja
a Santa Rosa, un pueblito uruguayo, sólo porque cumplió
ciento veinte años y tiene tres mil quinientos habitantes.
Sabe cómo moverse. Y se pone de manifiesto su pulso ambidiestro: lo urbano y lo rural, aunque, ella misma lo confiesa, en este segundo ámbito es en el que se siente más
cómoda: “Los pueblos chicos son abarcables, me parecen
literarios y además van con mi personalidad”. La descripción de lugares y situaciones es un deleite. Por ejemplo,
cuando hace una simple y efectiva pintura de un hotel
montevideano: “El ascensor del hotel que me lleva al primer piso, a la recepción, es un aparato sólido hecho para
durar. Más que jaula parece un navío que se estaciona con
un corto quejido. Hace seis años que no voy a Montevideo y ese hotel está exactamente igual, con sus paredes en
amarillo suave, gris perla y rojo oscuro de unas alfombras
que han vivido lo suyo.”
Todo es natural desde la mirada de Uhart. A la vez,
todo es extravagante. Un juego de dualidades que permite
disfrutar de los lugares más inesperados y de los detalles
que más hablan, esos que pasan inadvertidos para quien
busca la grandilocuencia, pero no para alguien como
ella, experta en trabajar en el gesto pequeño, en el hablar
quedo, y construir con eso tensión, intriga, literatura en
este caso en forma de crónica viajera.
VIERNES, 10 DE JUNIO DE 2011
“Memorias dolientes y largos peregrinajes”, por Laura Mombello
Memorias de expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia 1872-1943, de Walter Mario Delrio. Buenos Aires,
Universidad Nacional de Quilmes, [2005] 2010, 310 págs.
D
espués de la “campaña del desierto” las familias
mapuche y tehuelche sobrevivientes comenzaron
un camino tortuoso hacia una tierra que se les
negaba sistemáticamente. Corridos una y otra vez, por las
armas y por la ley, buscaron reconstituirse sobre la base
de un espacio al que propios y ajenos reconocieran como
originario. Los logros en este campo son siempre provisorios y se encuentran sujetos a las nuevas “avanzadas” de
los poderes públicos y privados sobre los territorios de los
pueblos indígenas.
Sobre la historia de este peregrinaje, sobre las memorias traumáticas de la “conquista del desierto” y sus consecuencias transita, minucioso y comprometido, el análisis
del autor.
Si las memorias recuperan trozos de vidas atravesadas
por la lucha por la tierra y la supervivencia, la historia
ilumina la trama compleja en la que se enhebra, a contrapelo, la relación del Estado con los Pueblos Originarios en Patagonia. Para dar cuenta de la complejidad de
este proceso, el autor propone abordar el período en que
se lleva adelante el sometimiento y la incorporación de
los mapuche y tehuelche al estado-nación argentino y a
la economía política capitalista desde fines del siglo XIX
hasta mediados del siglo XX.
Reconstruir estos procesos requiere de una fina pericia
para abrevar en fuentes de naturaleza diversa. La visita
selectiva a los archivos y a los relatos orales habilita un
tipo de argumentación que permite poner en relación los
problemas territoriales del presente con las expropiaciones acaecidas en el pasado. Los hilos que recorren los documentos parecen anudar una sucesión de atropellos, incomprensiones y genocidios que emergen, como reclamos
y proclamas de autoafirmación, en las narraciones actuales de los actores. Narrativas que rompen con la lógica del
exterminio y el silencio impuesto, e inauguran una etapa
de autoreconocimiento, autoafirmación identitaria, e instalación en el espacio público de un relato alternativo sobre la historia de Norpatagonia a la que este trabajo hace
también su aporte.
El registro de los acontecimientos, por cierto, no es
lineal aunque sea cronológico. Por el contrario, desandando los claroscuros de la escritura de documentos que
dicen y se desdicen sobre los derechos de la nación y, eventualmente de “los otros”, logra inmiscuirse en las lógicas
y los intereses que sostuvieron históricamente las políticas
de incorporación subalterna de la población indígena. El
Estado, en sus distintos niveles, operó sistemáticamente
como agente disciplinador de este sector de la población,
al que juzgó desde el inicio como menos calificado que el
resto.
Estas políticas se expresaron de distintas maneras a lo
largo de la historia y se aplicaron en diferentes niveles. Detenerse a desgranar las especificidades de cada contexto y
de cada una de las escalas -nacional, regional, provincial
y local- en que efectivamente se desplegaron las prácticas
de incorporación y subalternidad, no es un detalle menor. Por el contrario, es precisamente este recorrido el que
abre la posibilidad de establecer las relaciones e identificar
las rupturas entre el pasado y el presente, entre lo nacional
y lo local, entre los sectores dominantes y los subalternos.
La expropiación y el sometimiento son prácticas que,
como muestra este trabajo, no pueden pensarse más que
en indisoluble par. El origen de estas prácticas devenidas
política de estado puede ser datado más o menos con precisión. Sus consecuencias, sin embargo, no parecen tener
fecha de vencimiento. Es por este motivo que la preocupación del autor no pasa tanto por lograr una recuperación
romántica de las voces negadas por la historia oficial, sino
más bien trata, con éxito, de des-cubrir los dispositivos y
el mecanismo que hicieron (y hacen) posible la puesta en
acto de este tipo de políticas.
Un conjunto de cuestiones atraviesan este trabajo que
apela a la historia como modo de conjurar el presente e
imaginar un futuro radicalmente distinto. Entre ellas se
pregunta por el lugar del Estado, por las formas de las resistencias, por los sistemas de alianza entre el Estado y las
elites, por las solidaridades entres los sobrevivientes, por
las dificultades de construir solidaridades en contextos trágicos, por la necesidad de dar cuenta de las tragedias aún
no dichas. Sin embargo, parte desde un lugar singular, casi
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personal, de una pregunta simple hecha por otro que no
pudo (o no quiso) apartar de sí. El problema que quiere
comprender, anclado en la memoria y en la historia, está
formulado a partir de una actualidad que no da señales de
intentar reparaciones históricas o reconocimientos efectivos de los derechos de los pueblos originarios sobre sus
territorios. Por esta razón, la pregunta del otro se transforma en problema del autor:
“Las expropiaciones continúan en el presente. Ante
las amenazas de un nuevo desalojo, la población de Vuelta
del Río (…) se preguntaba: “¿De qué manera estas tierras
no son nuestras?” Es en su memoria, en la historia y en los
conocimientos de sus antepasados donde ella encontraba
su respuesta” (15).
El autor se hace cargo de la interpelación que sus interlocutores le disparan a quemarropa y nos invita a involucrarnos con esta historia de los otros que, lo sepamos o
no, nos constituye tan hondamente.
VIERNES, 3 DE JUNIO DE 2011
“Desde la mirada ajena”, por Rosana Koch
Desalmadas, de María Martoccia. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2010, 217 págs.
M
ujeres desalmadas, voces femeninas que transcurren acompasadamente en un protagonismo
equilibrado en la falta de conciencia como decisión propia, dotadas de una crueldad que desemboca
en el espejo de las miserias compartidas: “–Sos una desalmada, pero igual tenés razón… –asiente Luisita, una anciana de facciones mucho más delicadas que Marta y sin
las enormes pecas color café–. Aunque no sé cómo vamos
a hacer para trasladarla, apenas la muevo, grita como una
condenada… (…) A veces le pongo la almohada encima.”
Después de Caravana (cuentos escritos por la autora durante sus viajes por diferentes culturas), María Martoccia
elige las sierras cordobesas que son el escenario concreto
donde la descripción detallada de la tierra tiene una significancia inusual. Sin embargo, el rigor formal de la narración, de intensidad poética constante, impide encasillar a
la obra en un costumbrismo realista.
Desde la semántica de la significación, donde las metáforas contribuyen a la conformación de los conceptos
más abstractos, el título de la novela (Desalmadas) tiene mucho que ver con el esquema centro/periferia: parasíntesis indisoluble entre subjetividad/objetividad o ubicación en los
márgenes al presentar a los personajes a través de su corteza, en las afueras del meollo, del corazón. Así se presenta
este peregrinaje de personajes pincelados con una precisión incisiva de registros diversos que fluyen en el ritmo
constante de la prosa; son estos registros los que demarcan
la situación periférica de una ubicación salvaje: “ (…) se
afirma en la tierra incapaz de producir otra cosa que no
sean cactus y malezas” o ”Le hubiera tocado otro destino
de haber nacido en un lugar con más posibilidades”.
Centro y periferia, metaforizados en los diálogos de mujeres del campo y la ciudad, convergen en el viaje, palabra que
va más allá de considerarse como puro desplazamiento,
sino como una experiencia que cruza la frontera y borra
simultáneamente la comparación entre interior y exterior.
Este punto de contacto es convertido por la autora en un
espacio existencial en donde se construye, en una mezcla de
historias que finalmente se encuentran, el mundo ficcional de esta novela: la esperanza de una madre para que su
hija recupere la cordura perdida (“–Qué sé yo… El doctor Etcheverry sabrá por qué lo hizo, pero yo te hubiera
llevado al mar. A un lugar con más vida. Más animado.
No puedo pensar que una suicida se recupere aquí…”);
la ilusión de dos hermanas de cobrar las tierras de su otra
hermana moribunda para vivir más holgadas económicamente (“El abogado dijo que no hay otra forma de cobrar
el dinero… Hay que viajar a ese pueblo de morondanga
y agilizar los trámites de la venta del terreno…Ella tiene
que firmar. ¿Qué querés hacer? Ya no nos queda un peso.
Total a Quinina no le debe faltar mucho… Da lo mismo
que se muera en un micro que mirando el techo con las
uñas pintadas de rojo.”); una joven codiciosa que guarda
para sí un asesinato para heredar lo que no le es propio
(“En la escritura dirá Rosario Ceballos, y con eso basta y
sobra para que la tierra sea mía”); una vieja curandera del
lugar (“–Ya sabía que la muerte de Víctor Corona te traería por aquí… ¿Qué te creés? No te ibas a salvar de consultarme, por más comisario que seas…”).
En ese espacio existencial se presenta la voz de Melina,
“la loca”, quien íntimamente se percibe como la “menos
extranjera” de este viaje ficcional: “La única posesión es
caminar hacia la nada”, “Yo no quiero escribir, detrás de
las palabras está el miedo más grande del mundo”. Junto
a esas voces femeninas, se integran las de los hombres,
presos de un determinismo geográfico trágico, propio a
esas tierras secas de destino: el remisero Ordóñez, el Cabra, el comisario Julio, Sergio.
María Martoccia en esta novela logra atrapar al lector
con una voz sigilosa y trasladarlo a un mundo donde “la
literatura permite muchas vidas”.
MARTES, 24 DE MAYO DE 2011
“Afueramente adentro”, por Walter Romero
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Cantar la nada, de María Negroni. Buenos Aires, Bajo la Luna, 2011, 75 págs.
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E
ntre el comienzo del comienzo que es de fábula
(“érase una vez un jardín”) y los finales que liquidan el suspenso a fuerza de refusilo; entre lo féerico de los inicios –Valery decía que “el primer verso es
dictado por Dios”– y las últimas rimas, entre Dios y los
finales, prefiero ese espacio un poco solidificado y simuladamente recóndito, suerte de pie del poema, donde los
buenos poetas eligen “medir la furia en la textura del
acero”; es, en esas emanaciones poéticas –siempre un
poco huérfanas de las exégesis, que prefieren las albas del
canto– donde se vuelve definitivo –en este último libro de
María Negroni– este arte tremendamente furtivo donde,
como señalaba Beckett, nunca se sabe si “la puerta está
exiguamente abierta o imperceptiblemente entornada”.
Su tema es el canto y la nada, pero más bien se trata
del nada, ese espacio entre “cantar para nadie y nada que
cantar” que se acerca sin más a una lírica de amor: no
amar, no tener a quién cantarle es del orden del nada. Una
nada que no es metafísica sino amorosa y que en su estallido atraviesa lo cotidiano (“anoche tomé pastillas, nadie
lavó los platos”) y el desgarro que puede volverse el ni ente:
el lugar donde “la poesía es el museo para esconder lo que
no ha sido” o encarnar, de un modo más criollo, el niente
menos que la batalla del lenguaje entabla para extraer alguna gema de las miserias del día. Es en ese tránsito entre
las grandes preguntas y la cama vacía del amor que se fue,
que la lengua de María Negroni se vuelve, a la primera de
cambio, la voz que chapotea en el lunfardo, en la tanguedad, en lo argentino: lujo procaz de una lengua bacana que
se deja interferir por el arrabal, mezcla rara de Chrétien de
Troyes y el malevaje.
Leo alguno de sus finales: “yo avanzo en el libro/ que
no escribo// soy yo la fundo un cielo/ de fase en fase//
alguna vez tal vez/ seré la que habré sido”. No suenan
a las moralejas que suelen traer las fábulas, pero por ahí
anda la cosa; se trata más bien de una tradición que impacta en este poemario, donde los finales y el niente, se
vuelven l’envoi –los envíos de Maria; ¿envíos a quién?– y
que detienen el tiempo en esa espera que es “lo pleno de
la ausencia”, en ese último aliento de voz que cada poema
propone: esa corta stanza o estrofa final, pegada a los otros
versos o sueltita como una isla perdida.
Puesto a pensar, me dejo ir, y Cantar la nada me invita,
en su viaje y en su obsesión por el canto – esa “astucia de
sirenas”–: a la tornada trovadoresca; a la finida o al fin y
cabo de la lírica de Castilla; a los “cierres” de las cantigas
de amor o al congedo o al commiato italiano: esos tres versos
nomás (o a estos pareados de cimbronazo de María), que,
estratégicamente dispuestos, suelen o bien: 1) dirigirse
desembozadamente a un destinatario real o imaginario y
que, en muchos casos, es un indirizzo –un agenciamiento–
all’amante del poeta o al suo mecenate o ad un amico; o 2) suelen
volver especular ese instante en que el autor saluda con
una mano grande a la poesía misma volviéndola destinataria de todo el poema; o, en cambio, 3) – y ésta es la versión más recurrente en el canto de María– suelen desatar,
a modo de relámpago, las ganas de entregarle al lector, a
modo de enigma, un sentido inesperado, que nos obligará
a leer de nuevo el poema, una y otra vez interpretado, y
vuelto a empezar, en una circularidad maquínica sin fallas pero con desgarraduras: Centrifugo del tiempo y del
discurso, centrífugo del yo y del nosotros que lee, centrífugo de lo real y de la materia poética vuelta canto, que se
anuda a la nada y la abraza, desesperada y mortalmente,
como amante perdida y reencontrada: “empieza como espiral de nada/ con esa precisión (...) pero algo se va/ sin
hacer ruido/ y vuelve a empezar/ por otro lado”.
Es en el Canzoniere del Petrarca, en la canzone 126
(Chiare, fresche, dolci acque) donde, hacia el final, el
poeta reasume su voz para dirigirse a la canción misma, diciéndole en el último invio: “Se tu avessi ornamenti, quant’hai
voglia,/ poresti arditamente/ uscir del bosco, e gir in fra la gente”
(“Canción, si tu fueses tan bella y ornada como quisieras,/
podrías, y más que osadamente,/ salir del bosque e irte
entre la gente.”)
De ese uscir del bosque bucólico y retórico del Petrarca,
María Negroni nos convoca desde el borde del poema a
la permanencia en el Jardín de las Delicias: el tiempo será
ese intervalo circular que se extiende entre el primer y el
último poema, que no gratuitamente nos propone, no ya
salir del bosque (e irse con la gente), sino permanecer. No sin
sorpresa, en un poema cuyo título es “Domingo”, leemos,
como si María rescribiese a Petrarca: “entrar en la geometría del bosque/ como a un desorden sabio/ y allí elegir/
una y otra vez/ cuando el sendero se bifurca/ ser aquello/
que fuimos al comienzo.”
Si la condición de posibilidad de toda poesía es escamotear –como sólo el lenguaje sabe hacerlo– la verdad de sus
propios dispositivos –y esos mecanismos en este poema pueden adoptar ya desde los títulos la “matemática nocturna”
de lo infinitesimal, lo irrisorio, lo no cuantificable o lo exactamente medido (ahí están los “Diecisiete cilindros”, las
“37 muchachas”, los “0,0016 kilómetros de palabras”, las
“anécdotas en 7 letras”): Cantar la nada debería leerse más
que nada en el zigzag que se tiende entre la poética “atómica” de los títulos, el diseño al sesgo del poema y sus finales.
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Sólo yendo y viniendo en ese trazado único, “como
quien delimita un teatro de operaciones”, podremos leer
las líneas tendidas por el serpenteo de la forma y del sentido en la alternancia de sus vórtices, los puntos donde
concurren los planos del discurso, las mudas donde la lengua derrapa. Este libro –puesto a cantar; entre un gentil
retaceo y la iluminación de “la casa de lo escrito”– se lee
no sólo en un ir y venir constante, sino también a la caza
de lo alterno y lo angular: sus escondidas entrantes y salientes;
no solo bajo la tensión del movimiento de un péndulo que
va y viene, sino también en esa febril quietud del durante
del poema y sus disparados enlaces.
De sus últimos versos a modo de isla, en los “suburbios” del poema, reconocemos el tembladeral; ahí donde,
como en una última batalla, el título –que habíamos leído
al comenzar en oblicua tensión, y recuperamos ahora al
terminar cada poesía– le vuelve a ofrendar, a las palabras
y a nosotros, una última treta: ellas, preparando con arrojo
de acróbatas su canto del cisne, y nosotros, “prendidos” y
anonadados por el zigzag y por la espera, devenidos –afueramente adentro– la materia misma del poema: lo extimio.
María es la artesana impar de poéticos códices miniados, de épicas de la maravilla y del debate: ahí están Islan-
dia, los viajes de Úrsula y la noche, la anunciación de una
voz aterrada en los “convulsionados ‘70”, los mobiliaros,
los museos y los gabinetes –todos esos boudoirs que ella atesora, donde la palabra se emperifolla con el tuteo sagaz
que lo monstruoso le tiende a la realidad.
Los dones de la antilectura han comenzado a derramarse; el vaivén es la fórmula para intentar vencer las
celebratorias resistencias hermenéuticas que, a modo de
plástica y literaria instalación, han comenzado a poblar esta
obra madura. Y sólo en la madurez, o en la precocidad
“rimbauldiana”, la nada misma se deja, o se hace ver.
En María, la poesía se ha vuelto la elegíaca interrupción
donde lo poético se abraza al desliz: en el madrimiento, el apenasmente, algún cuándo, amanza, cósa quiso decir, la doleinza, las
nominanzas, las niñezas, el mío punto oscuro, la bailación: Toda
esa otra, y acaso más verdadera realidad textual, del querer
decir o el tartajeo de la lengua que puntualmente llega: las
afasias que suelen ocurrirles a los poetas para mostrarnos
en qué consiste “volver a aprender a hablar”, en qué consiste darle voz a ese confuso y voraz “animal que hiberna
en el poema”.
MARTES, 17 DE MAYO DE 2011
“El gran pez”, por Mauro Peverelli
La casa de la mezquita, de Kader Abdolah. Traducción de Marta Arguilé Bernal. Barcelona, Editorial Salamandra, 2010, 382 páginas.
E
n la tranquila ciudad de Seneyán reside la familia de Aga Yan, un variado y heterogéneo grupo
de personas cuyas costumbres y tradiciones, tanto
religiosas como culturales, son arrastradas desde el comienzo de los tiempos. Allí, las distintas generaciones de
los imanes, de una línea por lo general moderada, han
sido testigos del lento curso de la historia espiritual y política de su ciudad y su país, han sido la guía religiosa de
una población semiurbana y tranquila, apegada a algunas
actividades rurales, al comercio, a la confección de alfombras y a la alfarería. A Aga Yan le toca gobernar el destino de la casa, un destino que parece predeterminado por
la historia y las costumbres, pero, a mediados de la década
del setenta, con la radicalización religiosa que se levanta
en contra de la penetración norteamericana avalada por
el sha, y que da paso al sangriento régimen de los ayatolás, la secular tranquilidad de “la casa de la mezquita” comienza a perturbarse de forma irreversible.
Hasta ese momento la casa funcionaba en una armonía y un equilibrio muy bien cuidados por Aga Yan, que
había heredado de su padre y de su abuelo el instinto de
entender el devenir político y religioso de la comunidad de
Seneyán. Además de Aga Yan y su familia, habitan la casa
las abuelas, dos ancianas que viven allí desde tiempos inmemoriales y que se ocupan de las cuestiones domésticas y
de todas las necesidades del imán Alsaberi, que vive junto
a su esposa y sus hijos; también residen en la casa Muecín
y su hijo Shabal. Muecín es un alfarero, ciego de nacimiento, que vende sus vasijas a un comerciante del zoco,
el mercado persa en el que tiene su negocio de alfombras
Aga Yan. Todos ellos, y algunos otros que entran y salen
de la vivienda a medida que va transcurriendo la historia,
conforman una gran familia de riqueza heterogénea que
vive en una laboriosa armonía, exquisitamente retratada
por el narrador.
Pero de a poco Aga Yan comienza a perder el control
de la casa: el viejo imán Alsaberi ha muerto hace años y
lo han sucedido otros con los que él ya no puede ejercer
toda su influencia; la esposa del imán organiza a un grupo
de mujeres religiosas y fanáticas que apoyan la inminente
sublevación de los ayatolás; las dos abuelas emprenden su
viaje a La Meca y ya no regresan nunca; Shabal, el hijo
de Muecín, se traslada a seguir sus estudios en Teherán y
se suma a la resistencia de la izquierda universitaria. A su
vez, el deterioro de la figura del sha, que recibía el apoyo
de los Estados Unidos por sostener sus compañías en la
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explotación petrolera del país, va acompañando el surgimiento de un nacionalismo religioso que tiene como figura central la del ayatolá Jomeini, exiliado hace más de
una década en Irak. Esta fuerte radicalización religiosa,
que parece expandirse rápidamente en la sociedad entera,
y a la que en un principio Aga Yan mira con simpatía
porque se opone visiblemente a la penetración cultural
americana, enseguida comienza a dejar de lado la política moderada de la mezquita de Seneyán, a su imán y a
su conductor. La política, la vida religiosa, entonces, comienzan a tomar un rumbo muy distinto del que históricamente llevaba la casa.
En otro plano de significación, y más allá de las directas
alusiones al devenir sociopolítico del país, el relato intenta
posicionarse como un foco alegórico donde se lee que la
casa representa el lugar de la tradición, de un islamismo
moderado en el que se aprecia la policromía de una cultura rica y milenaria. La penetración incesante del occidente capitalista va forzando posturas religiosas de un fanatismo crudo, que termina por obturar el despliegue del
inmenso abanico de posibilidades que era capaz de ofrecer
una cultura tan singular y maravillosa como la persa.
En el interior de esa travesía narrativa las historias se
suceden y abonan la inmensa metáfora con que se persiguen las claves de un destino: “Para hacer honor a la tradición,
Muecín tomó la palabra y contó la historia de Yanus.
El profeta Yanus, decepcionado, abandonó su casa para no volver
jamás. Sus discípulos se quedaron sorprendidos y apenados. Yanus
llegó hasta el mar, vio unos pasajeros embarcando en un navío y decidió unirse a ellos. El barco navegó tres días y tres noches, y al cuarto
día todo se sumió en la oscuridad; de pronto, un pez enorme emergió
del agua y le impidió el paso. Los pasajeros no sabían qué hacer y el
pez no se marchaba. Un hombre curtido, que había navegado mucho, dijo:
-Uno de los presentes ha cometido un pecado. Tenemos que entregárselo al pez o de lo contrario no nos dejará marchar.
-El pez viene por mí; podéis arrojarme al agua y seguir vuestro
viaje -les advirtió Yanus.
-Te conocemos –comentaron algunos pasajeros-. Eres un hombre
justo, no es posible que hayas cometido ningún sacrilegio. También
conocemos a tu padre, que fue un hombre piadoso. No, no puedes ser
la persona que busca el pez.
Yanus, que estaba seguro de que el pez había ido por él, les contestó:
-Es algo entre mi Dios y yo. Por esa razón el pez está aquí.
Y entonces se encaramó a la borda y saltó al agua. El pez se lo
tragó de un solo bocado y desapareció bajo el agua.”
En la sutil descripción de aquellas costumbres, el relato se asemeja a las estéticas de tono parabólico como
la de los suras del Corán, o de libros maravillosos como El
lenguaje de los pájaros de Farid Uddin Attar, en los que toda
alegoría apunta a un esencialismo donde el verdadero cometido de cualquier búsqueda es el de develar los misterios que se ocultan en el sinuoso camino que nos conduce
hacia el interior de nosotros mismos.
MARTES, 10 DE MAYO DE 2011
“Civilización & Barbarie”, J. S. de Montfort
Ingenuidad aprendida, de Javier Gomá Lanzón. Galaxia Gutenberg, 2011, 174 págs.
E
l filósofo y director de la madrileña Fundación
Juan March, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965),
se sirve de su último libro Ingenuidad aprendida para
realizar un ejercicio urgente de autoconciencia. En él,
examina su quehacer filosófico y, con ello, se otorga también el intervalo necesario antes de la finalización de su
aclamada tetralogía acerca de la Ejemplaridad.
Se trata de un libro perentorio, viéndonoslas así con
un auténtico “grito de guerra” que ha de ser leído –consecuentemente– con el corazón inflamado. Un libro ni siquiera imprescindible, sino vital, que se quiere antídoto
contra la anomia y la burocracia, el pluralismo y el relativismo moral que oprime al hombre contemporáneo,
aquejado de una maravillosa libertad expandida que ha
derrocado las tradicionales opresiones políticas, ideológicas, sociales y económicas, pero que, irónicamente, por
fuerza de su inmensidad, lo mantiene paralizado, aferrado
al dogma de la intocabilidad de su vida privada, sin saber
cómo instrumentalizar de una manera útil su tan deplorada libertad.
El volumen consta de 3 textos inéditos de un total de
7, escritos entre los años 2009 y 2010 (4 conferencias, dos
prólogos –uno a la Ética a Nicomaco de Aristóteles y un
segundo a un libro de ensayos de Ortega y Gasset– más un ensayo publicado en la obra colectiva Vivir para pensar.
Homenaje a Manuel Cruz).
Gomá, dueño de una prosa limpia (deudora de la
elegancia orteguiana), que fluye inusualmente lúcida sin
atropellarse con citas o abstrusos razonamientos, nos expone en sus textos –de una manera centelleante– su idea
de lo ingenuo, traída de ese “canto a la exterioridad del
mundo, objetivo, sereno, armonioso” [p. 10] de Schiller
y que se opone a la visión modernista del genio, cuyo ego
expandido todavía hoy domina la contemporaneidad y le
impide al hombre la tan deseada emancipación.
Su filosofía mundana invita a ahondar en los asuntos
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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humanos, abandonando la misantropía, tan propia del filósofo ensimismado, nos dice Gomá. Porque, además, “todos
los hombres desarrollan una actividad filosófica de interpretación del mundo” [pág 23] y así, esta actividad filosófica para ser actual y válida debería mutar “democráticamente en una función humana universal […] siempre allí
donde se halle el hombre” [pág 24], por la incontestable
razón de que lo que a todos ocurre es por fuerza universal.
Gomá abandona así la epistemología y a ello contrapone la ética. O dicho de otro modo: su filosofía mundana se opone a lo que Michael Sandel ha llamado filosofía pública. No existe distinción cabal, dice Gomá, entre
lo público y lo privado, en el sentido de que la vida privada fomenta conductas que se proyectan públicamente
en comportamientos. Éstos son ahora mayormente comportamientos incívicos, lo cual es insostenible, nos dice
Gomá, nuestra civilización no puede edificarse exclusivamente “sobre una vida privada en permanente estado de
liberación” [p. 155].Y es que no son “igualmente estimables todas las formas de vida privada, idénticas en valor y
altura moral” [p. 158].
Necesitamos entonces un ideal civilizatorio que nos
solvente esa tensión no resuelta entre el colectivismo estatal y el subjetivismo . No se trata de volver al estado jerárquico pre-moderno ni tampoco de renunciar a la vida
privada, ni permitir que en ella interceda el Estado. No,
no es eso. El debate se halla en el hecho de que del adolescente estadio privado de lo estético pasemos al estadio
adulto de lo público, que la decisión personal de elegir la
virtud se generalice a través de la costumbre y la persuasión (o sea, el Ejemplo), no de la ley. Una síntesis del neorepublicanismo y su concepto de virtud y del comunitarismo, que nos invita a practicar las costumbres cívicas, es
lo que propone Gomá frente a esta incertidumbre fatal y
cuasi-apocalíptica en la que nos encontramos.
La ejemplaridad, nos alerta Gomá, habrá de ser el centro de la necesaria socialización del individuo, que no parece querer abandonar la irresponsabilidad de su estado de
infante o adolescente, a pesar de que se tengan cuarenta
años (o cincuenta, o sesenta, tanto da). Porque vivir en sociedad no es lo mismo que vivir socializado. “Tenemos una
responsabilidad sobre la vida privada y sobre el efecto, bárbaro o civilizatorio que produce en nuestro círculo de influencia” [p. 167], nos recuerda Gomá, y ese compromiso
debería consistir en una “ejercitación responsable, social,
cívica y virtuosa de esa esfera de la libertad ampliada” [pág
33] que con tantas penurias hemos conseguido.
Necesitamos, pues, que la espontaneidad originaria del ser humano sirva no para su satisfacción ególatra
sino para sacarnos de la precariedad en la que nos hallamos, saliendo así de su actual anegación y ayudando a
la construcción de unas “reglas éticas comunes y válidas
para todos” [p. 153]. A este propósito, nos dice Gomá,
contribuirá el arte creando una “nueva sentimentalidad”
y también la filosofía que “suministrará veracidad a un reformado lenguaje natural y común” [pág 34].
Que así sea, pues.
MARTES, 3 DE MAYO DE 2011
“La araña, el ojo, la fiebre,”, por Jimena Néspolo
Una historia incomprensible y otros relatos, de Odilon Redon. Traducido y prologado por Mercedes Roffé. Buenos Aires, Bajo la Luna, 2010, 155 págs.
E
n el universo visual de Odilon Redon las esferas
son agobiantes. Pesan como globos aerostáticos
oscuros y temibles sobre el mundo; tienen ojos,
tienen patas, tienen pelos, y están unidos al resto de los
mortales por un finísimo hilo de plata que los mantiene
aún en los límites observables dentro de la obra. Una de
sus creaciones a partir de Las flores del mal, de Baudelaire,
fechada en 1890, nos muestra –por ejemplo– una flor con
las proporciones de un girasol, al que en vez de pétalos le
han crecido alambres y en el centro de ese inexpugnable
vacío grandes concavidades negras observan con impavidez la nada.
El de Redon es un universo desolado, intenso, que
salta a golpe de carbón entre el humor y el horror más
humano. Los escritos literarios, tan poco conocidos hasta
el momento, no son ajenos a su obra gráfica. Actúan más
bien como directrices, o evidencia textual de su modo de
concebir el acto creador “como el trabajo más noble, más
delicado, que puede realizar un hombre”, una tarea acaso
titánica que asume sólo aquel que puede enfrentar el rostro de la verdad de sí mismo, que es aquel que la obra
ofrece.
Conocido por sus “interpretaciones” gráficas sobre
las obras de Baudelaire, Poe, Flaubert y Picard, Odilon
Redon (1840-1916) además de escultor, pintor y grabadista, y de ser una de las figuras más representativas del
simbolismo europeo, dejó a su muerte textos literarios celosamente guardados por su archivista y biógrafo André
Mellerio. Hacia el final de su vida, Mellerio procede a reunir todos los escritos de Redon (desde esbozos de cuentos,
poemas, prosas breves, cartas y “confesiones de artista”);
ese material actualmente se encuentra en el Instituto de
Arte de Chicago y aún espera salir a la luz. El volumen
Una historia incomprensible y otros relatos, traducido y prolo-
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gado por Mercedes Roffé, es pues la primera traducción
española que se realiza de este autor. De la lectura en conjunto del volumen, más que la recurrencia de motivos, se
observa la preponderancia de ciertos temas ligados a la
percepción extrañada de lo real (en “Noche de fiebre”,
“Una estancia en el país vasco”), las memorias de una infancia y juventud sufridas (“Él sueña”, “Ronda de amor”,
“El grito”), hilvanados todos por una insistente reflexión
sobre la creación. En este sentido, quizá el relato más
singular sea “El Fakir” que narra la estadía de un artista
pobre en París; allí, elementos presentes en otros relatos se
vuelven a manifestar pero claramente dispuestos a modo
de sagaz crítica a las premisas darwiniano-positivistas de
su época y, a la vez, directa increpación a aquellos artistas
que –como el virtuoso de este cuento– practican un arte
centrado en sí mismos y en el círculo de amateurs que
los rodean. En palabras de Mercedes Roffé, “el tema subyacente [de este cuento] es el mismo que seguirá preocupando a Redon toda su vida, es decir, la inautenticidad y
las pretensiones de una burguesía culta y su reaccionario
egocentrismo; una burguesía que hallaría un apoyo en las
teorías de Darwin, al sostener el triunfo, en el seno de la
sociedad, de los más hábiles y no –como Redon habría
querido– de aquellos moral y espiritualmente más nobles.”
Pero ese agobio que sufre el espectador al observar su
obra gráfica, se distiende al sopesar la cuota de fino humor que también la recorre. “La araña que sonríe”, un
dibujo de 1881, ostenta esa tensión, entre la hilaridad y el
espanto, presente en sus trabajos. En lo narrativo, “El
relato de Marta la loca” es, desde esa perspectiva, ejemplar. Allí, el onirismo deja ingresar el paisaje y el color, y
con ello cierta frescura impresionista de la que Redon había renegado en sus principios (y que volverá a iluminar
su segunda época). Estamos, ahora, en 1842 y una fragata
que parte de Francia hacia Pondichéry (la colonia francesa en el Océano Índico) naufraga. La protagonista despierta entonces en una isla que se le antoja edénica hasta
que comprueba que un “enorme simio” la cela, la vigila y
al menor de sus movimientos “lanza un grito ronco y extraño”; en la playa encuentra, luego, los restos del naufragio y con ellos la certeza de que está sola en su inmensa
libertad: “Qué irónico contraste producían las cosas: especialmente un espejo en el que yo misma me reflejaba,
como si Dios, dejándome la conciencia en estas tierras de
exilio, hubiese también querido procurarme la imagen de
mi propio rostro, que ningún otro ser en el mundo volvería a ver. El monstruo que me cuidaba fue sacándome una
a una, todas las cosas, con una vivacidad sorprendente,
haciéndolas girar en todos los sentidos, tratando de morder aquella que le parecía la más inesperada, o la más brillante.” (113)
Con el telón de fondo del pensamiento colonialista de
su época, el cuento de Odilon Redon constata y pone en
jaque, a través de un simple espejo, la distancia que media
entre el mundo “civilizado” y el mundo “primitivo”. VIERNES, 15 DE ABRIL DE 2011
“Las vueltas de lo siniestro”, por Natalia Gelós
Post Mortem (2010) (15/4 en Bafici). Chile. Director: Pablo Larraín. Guión: Pablo Larraín.
Protagonistas: Marcelo Alonso, Alfredo Castro y Amparo Noguera. 98 minutos
L
a nueva obra del chileno Pablo Larraín parece ser
un engranaje más, una extensión de Tony Manero, su anterior producción cinematográfica.
Una vez más el actor Alfredo Castro pone el cuerpo y
compone un personaje oscuro, que se mueve en el contexto de la dictadura chilena.
En Tony Manero, Raúl Peralta, obsesionado con Fiebre de
Sábado por la Noche, sólo tiene un objetivo, ser como el personaje que interpreta John Travolta. No quiere parecerse. No
quiere interpretar el papel. Quiere ser él. Para lograrlo, mata
a todo aquel que se interponga en el camino. Peralta se mueve
en un Chile en el que la dictadura ya está instalada y el terrorismo de estado aparece como telón de fondo, como una sombra cotidiana. En ese film destacaban la originalidad y una
densidad sin tregua de los personajes y de la historia.
Algo de lo siniestro de Tony Manero se filtra en este Post
Mortem, donde Mario Cornejo, un opaco y solitario asistente de la morgue, se enamora de una rancia bailarina de
cabaret. No está la rabia de su antecesora. O sí, pero está
contenida, escondida en la espalda encorvada del protagonista. Cornejo intenta conquistar su cariño -o al menos, su mirada-, y esa agria historia de amor se desarrolla
en los primeros días de instaurado el golpe militar que
derrocó a Salvador Allende, cuando los cuerpos muertos por la represión se acumulan con el correr de las horas. Inspirada en la historia real de Mario Cornejo, encargado de registrar los detalles de las autopsias en un hospital y
testigo de la que le hicieron al mismísimo Allende, la película
con el tono sombrío y descarnado de Larraín muestra cómo
revisitar ciertos temas ya transitados como el la dictadura
puede ser una experiencia interesante si se lo hace con otra
mirada, sin caer en una solemnidad de cartón.
DOMINGO, 10 DE ABRIL DE 2011
“Circularidad de la Nada”, por José Sabater de Montfort
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El estado del malestar: capitalismo tecnológico y poder sentimental de Raúl Eguizábal. Ed. Península, Barcelona, 2011.
99
E
l catedrático de publicidad de la Universidad
Complutense de Madrid Raúl Eguizábal sondea
en su último libro El estado del malestar: capitalismo
tecnológico y poder sentimental una versión contemporánea –
necesariamente difusa y lábil– de las clásicas Mythologies
(1957) de Roland Barthes. Y no sólo en sus contenidos
(central es el análisis del mito, a este respecto; o más bien
“la nostalgia del mito” [pág. 62]), sino también en sus formas, e incluso en su jerga –publicitaria y algo ramplona
por momentos.
El libro se compone de 26 artículos (12 cuartillas de extensión media tiene cada uno) con pretensiones de ensayo,
pero que quedan las más de las veces opacados por la indignación del publicista. En este sentido hay que mencionar que el libro en bastantes tramos parece pretender más
la divulgación de las emociones de supino cabreo del propio autor (en un intento salvaje por influir en el ánimo del
lector), que transmitir ideas desarrolladas a fuerza de hipótesis que devengasen en tesis voluntariosas para el diálogo.
Las secciones se asimilan al artículo de periódico sobre
el que gravita una idea central que se mezcla con apreciaciones de diversa gradación (al modo de la termomix,
pues –además- las mismas ideas metamorfoseadas aparecen por doquier), cerrándose finalmente con sentencias de
falsa apariencia apodíctica.
Así, El estado del malestar indaga en ese “poder seductor
[…] envuelto en una nube de benevolencia” [pág. 19] que
Eguizábal nombra como Poder Sentimental, y contra el
que no parece haber posibilidad de rebelión (lo que quizá
justifique el cabreo del publicista). Un poder caduco, éste,
y con los jefes del cotarro “desaparecido(s) en su ausencia
perpetua” [pág. 31], incapaces de sortear la Gran Crisis,
mirando todavía hacia atrás, con nostalgia, mientras aquí
y ahora “el mañana se ha instalado en el hoy” [pág. 84].
Jefes de estado que son como “bufones de corte” [pág. 97]
y, tal vez, de ahí su inmoralidad.
En este escenario en el que la tecnología lo domina
todo, siendo, en suma, Internet “lo real” y convertido todo
lo demás en “sombras” [pág. 81], la capacidad de acción
del ciudadano se reduce a “pequeños movimientos estratégicos” [pág. 91], puesto que no sólo ha entrado en quiebra la economía, sino la cultura e incluso el propio ser
humano. En opinión de Eguizábal, no quedan más asideros que la confianza, una confianza ciega e incierta (y
bastante naïf) en que todo mejorará.
El problema de que no haya más recursos reside en la tecnologización del capital, nos dice Eguizábal, y, en general, de
todos los aspectos de la vida; la quiebra de la cultura y su je-
rarquía ha traído como corolario que las prácticas artísticas,
políticas y económicas se hayan reducido al trasvase de información; funciones fáticas –en su mayoría– que sólo pretenden
mantener la producción incesante de mensajes planos.
Por definición, es imposible analizar la inmediatez
que ha cedido el valor a la forma. La gran lacra pues de
este momento histórico es ese “efecto pantalla” [pág. 138]
con el que se nos presenta la realidad, una realidad donde
todo cabe y todo es indistinguible y se halla igualmente
depreciado. Porque para que haya calidad, dice Eguizábal, los contenidos en la red han de pagarse. Nos habla
así Eguizábal del “fatalismo de la pantalla”, que no sólo
aturde, también ciega la inteligencia” [pág.136] y ello a
resultas de la afectividad fácil que transmite.
Una época de lo “alfavisual” [pág.131] sería la nuestra, materialidad de la pantalla lo llama Eguizábal, un
gran océano en el que los ciudadanos ceden alegremente
su individualidad, despersonalizándose en el subconsciente colectivo de la cultura popular, en esa apariencia
falsaria de progreso que en realidad no viene sino a ratificar una variedad ilusoria que no son sino las múltiples
posibilidades de la Nada.
Sobre el libro campea una gran sensación de déjàvu,
pues Eguizábal plantea una suerte de sintomatología más
o menos esperpéntica de la realidad histórica actual (que
ya más o menos todos nos sabemos de memoria), pero a la
hora de ir ese pequeño pasito más allá que se le debe exigir a todo ensayista que pretenda analizar la realidad, nos
da como respuesta que “la “auténtica subversión sería la
renuncia total al consumo tecnológico” [pág 79].
Hombre, para decir eso tal vez podríamos haberlo dejado en un panfleto.
LUNES, 4 DE ABRIL DE 2011
“Las orillas sin río”, por Nicolás Hochman
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El otro tiempo, de Carlos Dámaso Martínez. Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
100
H
ace unos años leí La lentitud, de Milan Kundera.
No recuerdo mucho de la trama, pero sí que no
me gustó demasiado. Pese a eso, con los años se
me fue afianzando una idea sobre el libro, que a esta altura ya no estoy tan seguro de que haya sido lo que realmente leí. En esas páginas Kundera articula un relato que
quiebra con la narración clásica y tradicional de autornarrador-personaje. Lo que hace (o lo que con los años
me fui imaginando que hacía) es narrar dos historias en
paralelo. En una, a modo convencional, explica las vivencias de un personaje en tercera persona, con esa posición
un poco omnisciente de la que es imposible despegarse a
un autor. En la otra, cuenta en primera persona una anécdota de hace unos años, cuando él viajó a no sé qué castillo con su señora. Lo interesante aparece cuando en el relato se filtra una anomalía, cuando surge un personaje que
se llama Milan Kundera, que queda a mitad de camino
de la ficción y la anécdota real. Un Milan Kundera que
le resulta extraño al autor, que le molesta, que le genera
una incomodidad porque claramente es él, pero no; claramente lleva su identidad, pero a sus eruditos ojos en un
imbécil y le desarticula el relato. El recurso no es nuevo,
y tanto Unamuno como Pirandello podrían dar sus testimonios. Pero sí es interesante ver cómo Kundera da una
vuelta de tuerca con su novela.
Con El otro tiempo ocurre algo similar. Carlos Dámaso
Martínez fabrica a un escritor que fabrica a un personaje
que se le inmiscuye en su propia cotidianeidad y en cierto
aspecto lo transforma, como presupongo transformará a
su vez a ese Hacedor que es el autor, nunca inmune a
las acciones de los homúnculos en que se transforman sus
personajes. La historia transcurre en dos tiempos, que a
su vez se fragmentan en tantos pedazos como el discurso
posmoderno. Del lado de acá, un tipo que escribe y habla
de las miserias de su vida diaria, de sus conversaciones con
un amigo a la distancia, del devenir sexual con su mujer,
de las noticias que salen por la tele, del libro que de a poco
va escribiendo. Del lado de allá, la cosa se complica.
El otro relato está ambientado en un Río de la Plata sin
agua, completamente seco. Por su antiguo cauce deambulan algunos hombres descentrados, probablemente a comienzos del siglo XIX. Comerciantes, futuros patriotas,
indios travestidos, gauchos y extranjeros se mezclan en el
paisaje enrarecido por lo que no está (“La falta es falta en
su lugar”, decía Lacan). Pero Dámaso va más allá. Si el relato comienza perfilándose como una narración realista,
histórica aunque en un contexto atípico, rápidamente se
vuelve inverosímil, exacerbando las imposibilidades hasta
transformarlas en una historia imposible, en un meta-relato donde la ilusión de la realidad cede ante la prepotencia de la ficción.
A los indios y los gauchos se les aparecen soldados alemanes de la Segunda Guerra que buscan dinamitar un
submarino. Las ideas de la conquista se entremezclan con
perspectivas de finales del siglo XIX, con los vuelos de la
muerte y la sombra de los desaparecidos durante la dictadura. Y Perón, y los peronistas, y la manifestación del 17
de octubre y su reclusión en Martín García, y su entierro y
el secuestro de sus manos a fines de los ’80. Sus personajes
(los de Dámaso, los de tipo que escribe esa novela), son humanos y demasiado humanos; están calientes, perdidos,
expectantes y angustiados por tanta incertidumbre de andar por la nada donde debería estar el río. Son testigos
de la influencia del autor, que actúa como un demiurgo
invisible que pone obstáculos e incentivos en su camino,
que los obliga a tomar decisiones cuando podrían estar
tranquilos en sus casas, gozando de ese día a día cotidiano,
rutinario, que forma parte de la realidad del que escribe.
En El río sin orillas, Juan José Saer arma una especie de
ensayo, una narración muy extraña en la que el personaje
principal es ese pedazo de agua que une y separa a Uruguay y Argentina, el Río de la Plata. La metáfora lleva a
pensar un poco en una idea de absoluto, de algo inabarcable, que todo lo comprende. Es muy poco probable que
Dámaso Martínez no pensara en todo ello cuando escribía El otro tiempo, que es como decir “el otro lado”, el reverso del río sin orillas que, en su novela, se transforma en
las orillas sin río, en la totalidad imposible, invertida. “Y
si no hay riesgo, ¿para qué escribir?”, se pregunta Saer en
la frase que Dámaso elige para abrir su propio libro. Otra
posible pregunta sería volver a plantearla, invertida: Y si
no hay riesgo, ¿cómo no escribir?
SÁBADO, 19 DE MARZO DE 2011
“La alquimista de lo leve”, por Natalia Gelós
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Relatos reunidos, de Hebe Uhart. Alfaguara, Buenos Aires, 2010, 512 págs.
101
T
enía que haber alguna víbora muerta. Es un detalle ínfimo, una mera anécdota, pero tenía que
estar en ese mundo Uhart, entre tantas palabras
nobles, entre tanta historia cotidiana, pequeña y grande a
la vez. Si hablaba de una maestra y de una escuela, una
víbora tenía que haber, porque sí, porque es lo que pasa,
porque ¿quién que haya ido a un colegio de pueblo no
tuvo alguna vez una historia de culebras y julepeados?
Después, por supuesto, está el campo, y el cansancio, y
la vida que pasa con parsimonia y silbido bajo. En ese
mundo de Uhart de Relatos reunidos, el misterio de la vida
puede esconderse en un posa-pava. Y ella que sabe de lo
que habla, que nació en un Moreno casi rural y fue maestra y directora y que, claro que sí, enseñó filosofía, capta el
momento, y hace de la sutileza una historia. Y lo hace sin
pose y crea, como quien no quiere la cosa, un mundo menos oscuro pero aún así tan profundo como el de Faulkner.
Uhart bien podría ser el viento sur y fresco de la versión
faulkneriana. Sin tormentos, pero con el ojo en el lugar
preciso para contar los pesares en tierras donde la vida se
dirime en una intimidad compartida. Es claro por qué a Conti le gustaba la obra de Uhart y
decía, por ejemplo, “de simpleza en simpleza uno penetra
en hondura y laberintos donde sólo se pude avanzar si se
participa de la magia de ese nuevo mundo...” En ambos
hay pueblo, calle de tierra, como si en sus relatos el sonido
sordo de las chicharras se prolongara hasta cada punto final. Uno no lo nota mientras lee. O sí, pero no le presta
atención. Hasta que para. Entonces, es cuando eso que
sonaba sordo y constante se hace más fuerte.
Sus cuentos son pequeños mundos habitados por Leonores que no abrazan sus sueños, que se conforman con
lo que la vida les da (“Leonor”); o directoras de escuela
rurales que se enojan con las inspectoras (“Impresiones
de una directora de escuela”) –que qué se creen con venir
a juzgar–; o gente que se muere “sin dar ningún trabajo”
(Mudanzas). La parentela hecha literatura, la tensión dramática escondida en un grano de arroz, con eso parece
tejer su mundo literario en una veintena de cuentos y tres
novelas cortas (Camilo asciende, Memorias de un pigmeo y Mudanzas) escritos por esa dama que ha dicho, provocadora,
que escribe sin pasión.
Su voz femenina cuenta impávida historias que a veces brotan de la infancia. Una infancia lejana a pompas y
algodones. Su escritura no siente lástima. Mira al mundo
extrañada y aprende, voraz, de tonos, de gestos. Y sus criaturas se preguntan: “¿Y eso qué mierda es?”; dicen: “verdolaga”, se quejan: “hace mucho calor”. Nada de grandilocuencia. Tampoco, de provocación porque sí. Que para
qué forzar el drama, si ése, en el mundo de Uhart, leve,
imperceptible, siempre está.
SÁBADO, 5 DE MARZO DE 2011
“La escritura de la existencia”, por Rosana Koch
Lazos de familia, de Clarice Lispector. Buenos Aires, El cuenco del plata, 2010, 141 págs.
Un soplo de vida, de Clarice Lispector. Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2010, 198 págs.
C
larice Lispector es considerada una de las escritoras más importantes de las letras brasileñas del siglo XX. Fallecida en 1977, su obra literaria conforma una totalidad definida por un intento constante de
liberación del encierro de la existencia. Dos textos bien
diferenciados logran a su vez sintetizar los tópicos más relevantes de esta escritura puesto que también se sitúan en
dos momentos diferentes de la vida de la autora: Lazos de
familia y Un soplo de vida. Lazos de familia es un libro de trece cuentos publicado
en 1960. El título mismo devela por sí mismo la integración de las narraciones en una estructura que parece enlazar aquello que en realidad se desea esconder y, al mismo
tiempo, aquello de lo que se desea escapar: en la profun-
didad de la vida cotidiana, convencional y familiar de los
personajes de los cuentos, se desliza y emerge un plano de
la existencia que comienza a percibirse hasta llegar al estallido y romper con las acciones habituales y mundanas.
Es en este momento cuando los personajes se reconstruyen a partir de una revelación o “epifanía” y a partir de
allí ninguno podrá salirse de esa introspección que, en un
constante monólogo interior, estalla tanto en intensidad
como en violencia y locura. Esta extrañeza que irrumpe
y asedia no deja de tener una intensidad inusitada y “sagrada” que aparece a través del gesto de un pensamiento,
una sensación corporal, una mímica incomprensible, un
silencio permanente que es señal, una construcción que
es ruina en el fracaso de permanecer, “ser” en el ahogo de
la existencia, pero que siempre se traduce como “un éx-
| BOCADESAPO | RESEÑAS
102
tasis palpitante de la náusea”. En Ana, por ejemplo, protagonista del cuento “Amor”, su vida se ve trastocada por
un instante: la observación de un ciego que masca chicle.
A partir de allí ingresa a un ámbito sagrado en el que el
éxtasis de la náusea es el paso hacia “otra existencia” que
ha sido anestesiada, pero que siempre estuvo latente y que
culminará en el compromiso de la libertad de elegir en el
encierro tedioso de su propia existencia: “Y, si había atravesado el amor y su infierno, se peinaba ahora frente al
espejo, por un instante sin ningún mundo en el corazón.
Antes de acostarse, como si apagase una vela, sopló la pequeña llama del día”.
Un soplo de vida es la novela póstuma de Clarice Lispector. Va acompañada de una aclaración: “Pulsaciones”. Qué es una pulsación si no el intento imperceptible
y rítmico de permanecer y seguir latiendo ante la inevitabilidad de la muerte. Casi al comienzo de la novela se
puede leer: “Escribo como si fuera a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida (…)”. Permanecer
por medio de la escritura –“Yo escribo para hacer existir
y para existirme. Desde niño busco el soplo de la palabra que da vida a los susurros”– y abandonar los límites
del tiempo para perderse en el instante eterno que es presente, es “movimiento puro” y acto creativo producto de
la soledad: “Autor: Hablá, Ángela, hablá aunque no tenga
sentido, hablá para que no me muera del todo”. Sin una
trama, o sin una sucesión temporal de eventos, nada converge porque entre el Autor y su creación, Ángela Pralini,
ni siquiera hay diálogo, es decir que la estructura de la
novela en parlamentos entre el Autor y su interlocutora,
Ángela, es símbolo de la imposibilidad de comunicarse
con los otros y no lograr construir con el Otro la elaboración del propio Yo. En el espejo de la otredad para forjar la constitución de la propia subjetividad, estos personajes fracasan en una dualidad imprecisa: “Ángela es mi
intento de ser dos. Lamentablemente, sin embargo, no-
sotros, por fuerza de las circunstancias, nos parecemos, y
ella también escribe porque sólo conozco algo del acto de
escribir. (Aunque no escribo: hablo)”. El Autor/escritora
insiste en que después de una vida de escritura, necesita
recomenzar y por eso no hay voluntad de estilo, porque la
intención es reconstituirse en las ruinas: “Lo que está escrito
aquí, mío o de Ángela, son restos de una demolición del
alma, son cortes laterales de una realidad que se me escapa continuamente. Estos fragmentos de libros quieren
decir que trabajo en ruinas.” Y es desde allí que el pensamiento se desprende, puesto que logra el distanciamiento:
“Soy el atrás del pensamiento”. Lo primitivo es la materia
prima y la razón, el impedimento.
Leer a Clarice Lispector es una experiencia, principalmente. Verdadera, pero que nunca roza lo real: ese es el
límite imposible que delimita a la escritora. Sin embargo,
es en esa búsqueda nauseabunda (tanto física como filosófica) de escribir lo indecible la que le permite indagar en
el gesto, la percepción, la mímica, el silencio y el extrañamiento del instante. Allí se instala introspectivamente para
detenerse y vislumbrar con mirada misteriosa, lenta, hasta
mística, el destello epifánico que culminará en la mudez,
el silencio o la agonía, la melancolía (según Julia Kristeva):
apenas un balbuceo que sabe que dejará a la escritora-narrador-personaje (y a los lectores) en la mudez, con las manos vacías de divinidad (porque en lo divino está lo real) y
en una extrañeza absoluta que vislumbra.
“Me da miedo escribir. Es tan peligroso. El que lo intentó lo
sabe. Peligro de revolver en lo que está oculto (…) Soy un escritor
que le tiene miedo a la trampa de las palabras: las palabras que digo
esconden otras –¿cuáles? Quizá las diga. Escribir es una piedra lanzada en el pozo hondo.”
Leer a Clarice Lispector es intraducible porque el entendimiento se olvida de que existe un sentido de las cosas.
Todo esto sólo es un intento.
DOMINGO, 27 DE FEBRERO DE 2011
“Por la totalidad perceptiva del arte (o la decadente nostalgia del
remake)”, J. S. de Montfort
Estética del aparecer, de Martin Seel. Madrid, Katz, 2011, 310 págs.
D
ebemos alegrarnos de la llegada a las librerías
de Estética del aparecer del experto en el campo
de la estética y profesor de la Universidad de
Frankfurt, Martin Seel, al mismo tiempo que se hace necesario proferir un grito de alerta ante el hecho de que nos
hayamos demorado diez años en tener una edición en castellano de este libro (y que ello se haya producido gracias
a la arbitrariedad de un subsidio del Instituto Goethe).
En primer lugar, debe saber el lector que el libro se
propone una sistematización ampliada del artículo de
Martin Seel titulado “Art as appearance: two comments
on Arthur C. Danto´s After the End of Art”, publicado
en 1998 en el volumen 37 de la revista History and
Theory, donde refutaba el esencialismo que Danto adscribía a la obra de arte.
El intento de Seel tiene, en este libro, partida doble:
sistematizar su teoría de la aparición (que supera las constricciones clásicas de la estética del ser y la estética de la
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103
apariencia) y (re)asociar a la filosofía del arte con la estética, alianza perdida durante la segunda mitad del siglo
XX y defendida principalmente por Arthur C. Danto, ese
situar el arte más allá de su aparición sensible. En otras
palabras: la conceptualización del arte que se funda exclusivamente en la mera teoría. Tesis que, por cierto, Tom
Wolfe evoca de manera bien divertida en su libro recientemente reeditado La palabra pintada (Anagrama, 2010). En
la segunda parte del libro Seel propone 12 tesis sobre la
imagen que ofrecerían la aplicación de su teoría a ciertos
aspectos contemporáneos.
La clave que hibridaría (y superaría) la oposición clásica entre estética del ser y la de la apariencia sería, según
Seel, el modo diferente en el que se aprehende la aparición de los objetos. La apariencia (que serviría de guía) ha
de considerarse como los modos de la aparición estética y
su fuerza se fundamenta en el presente de lo que aparece
(estética del ser), que se extiende más allá del presente y
de la realidad (su ser-así que se perpetúa en la presencia
de su aparecer).
Sobre los estados de la percepción, Seel distinguirá
entre el estado del simple aparecer (percepción contemplativa), la aparición atmosférica (percepción estética),y la
aparición artística (percepción de la obra de arte como
una presentación en medio del aparecer).
La realidad del hecho artístico, según Seel, no sería pues
un despiece deleuziano de conceptos en búsqueda de significados ocultos, sino más bien el resultado de una totalidad
perceptiva, en la que se despliega una constelación de apariciones que significarían de un modo especial, debido a una
organización precisa e individual de sus elementos constitutivos particulares. Es decir, que las obras de arte “son
creaciones de un aparecer capaces de articular” (p. 148).
Por ello, no se trata de determinar la realidad del objeto (y conferirle unas cualidades esenciales como quería
Danto), cuanto de atender a la indeterminabilidad del
juego -kantiano- de sus apariciones, a su juego performa-
tivo. Ahora bien, ello exige del espectador una exploración interpretativa, imaginativa e incluso reflexiva de los
objetos artísticos. Intención y voluntad, en suma. Implicación.
Pero veámoslo más claro con un ejemplo (p. 179): la
obra Who´safraid of Red, Yellow and Blue IV (1969-70) de Barnett Newman puede ser considerada -al mismo tiempo- en
las tres dimensiones propuestas por Seel. Como aparición
visual no es más que el simple aparecer de una superficie
multicolor, como aparición atmosférica resulta ser un cuadro que podría experimentarse “como una acentuación
fuerte, poderosa y algo solemne del espacio donde está
instalado”. En su aparición artística nos mostraría “la interacción de los colores como una dramatización de las
posibilidades fundamentales de la pintura y la existencia
misma” y así el cuadro representaría la “destrucción sublime de un orden de sentido composicional y cultural”.
En resumen, dependiendo de cómo dejemos actuar al
lienzo sobre nosotros, tendremos las diferentes gradaciones del aparecer.
La importancia capital que se desprende de las gradaciones de la aparición es por cuanto que Martin Seel reintegra las vanguardias artísticas adentro de una corriente
más larga que tendría su punto de origen en la caverna
platónica.
Esta precisión no es baladí puesto que nos sirve para,
desde un sistema hegeliano, entender las manifestaciones actuales del mundo del arte que se refieren a la desaparición del individuo, la identidad en construcción o la
fragmentación del discurso artístico. Manifestaciones que,
dese el art-core hasta la recuperación actual del remake,
se caracterizan por la presentación de presentes particulares en evanescencia. Que dichas manifestaciones se juzguen a sí mismas posthistóricas y postautónomas no hace
más que ratificar la evocación artística de la ausencia y el
vacío: esto es, su decadente nostalgia humanista.
JUEVES, 24 DE FEBRERO DE 2011
“De crónicas y domadas”, por Natalia Gelós
Domadores de historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina, por Marcela Aguilar (editora). Ril Editores, Chile, 2010, 342 págs.
H
ay historias mansas, que se dejan domar fácilmente, que andan a trote amable, que se narran
solas. Hay otras, más mañeras, a las que es necesario apretarles la rienda para que sigan el pulso y respeten la marcha que se les ordena. Estos periodistas reunidos
en Domadores de historias son jinetes expertos y saben identificar cada una de las historias que les toca contar. Tienen
claro cuándo agarrar el rebenque y cuándo aflojar la soga.
Con Marcela Aguilar como editora, las crónicas y
las entrevistas aquí reunidas representan una interesante
oportunidad de ver cómo eso que leemos en revistas se cocina puertas adentro de diferente manera, según el autor
que golpee el teclado. Aguilar es directora de la Escuela de
Periodismo de la Universidad Finis Terrae, de Chile. Entre el aula y la calle, este libro sirve como reflexión y como
antesala: nada de lo que se aprende en las escuelas sirve
per se a la hora de encarar y concretar una buena crónica.
Nada, salvo una buena reserva de lecturas. Para lograr un
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104
buen artículo es necesaria una feliz confluencia de oficio,
talento y -algo indispensable- mucha pasión. Al menos eso
queda claro al llegar a las últimas páginas. Catorce cronistas que hablan de sus modos de trabajar, pero que se reservan el secreto último, el toque de gracia, ése que no se transmite con palabras porque reside en
el sello personal que se construye con la práctica. ¿Cómo
se escribe crónica? ¿En qué momento? ¿Hay una escritura
periodística femenina y otra masculina? ¿Hasta qué punto
es necesaria la primera persona? Son varias las preguntas
y disímiles las respuestas que se ponen en juego a lo largo
de las charlas.
Sergio González Rodríguez habla de convertir “la
prensa en literatura”, y así lo hace con su crónica “Mujeres de table-dance”. Alberto Fuguet polemiza: “Hoy el
periodismo es más bien femenino, universitario, conciliado con la vida familar”. Daniel Titinger describe a los
cronistas latinoamericanos como amantes de la tecnología y ajenos a la política. Cristian Alarcón pinta al oficio
como una especie de redención, de entrega: “Vivo y escribo para otros. Cada vez siento más placer de dar”, dice.
Juan Villoro, hábil, define: “El desafío es que ese trozo de
realidad parezca completo”.
Son discusiones válidas, parte de eso que no se ve en
las páginas de las revistas o de los diarios: reflexiones. Pero
también está lo otro: lo que sale publicado, lo que los coloca como titulares en ese dream team de la crónica latina.
Son textos como “El rastro en los huesos”, de Leila Guerriero; “Cita a ciegas con la muerte”, de Alberto Salcedo
Ramos; “Polizón de siete mares”, de Josefina Licitra. Catorce crónicas que muestran por qué son ellos los entrevistados y catorce maneras de narrar a esa América Latina
que los congrega. Historias con sangre, sexo, ternura y dolor. Amor y muerte. Historias que tienen lo indispensable,
esos grandes temas infinitos.
Hace unos meses, Daniel Riera, otro gran cronista de
estos lados, dijo en una entrevista que se oponía al bananeo que ejercían algunos periodistas desde una posición
supuestamente ilustrada. Hablaba así de quienes se paran
en el banquillo para mirar al otro (al entrevistado) con
su pretendido ojo incisivo viciado de un ego épico. La de
Riera era una manera de pararse, una bandera contra el
periodismo vanidoso y a favor de una ética periodística.
Un detalle que no aparece en el libro pero que suma para
abrir otra discusión. La crónica como bandera. Porque en
épocas en las que, lo plantea Francisco Mouat, el periodismo pierde humanidad, lo que lo salva, es justamente,
eso: ese relato noble -cuando está bien hecho- que vence
al tiempo y al olvido.
MARTES, 15 DE FEBRERO DE 2011
“Piezas breves, piezas de resistencia”, por J.S. de Montfort
Tríptico & Santos que yo te pinte, de Julián Rodríguez. Madrid, Errata Naturae, 2010, 48 y 64 páginas.
L
a obra del escritor español Julián Rodríguez (Cáceres, 1968) comprendía hasta el momento dos vertientes bien diferenciadas. De un lado la parte estrictamente ficcional formada por las novelas Lo improbable
(2001), Ninguna necesidad (2006, Premio Ojo Crítico de Narrativa) y La Sombra y la Penumbra (2002). Del otro lado, está
la parte autobiográfica que él engloba bajo el título “Piezas de resistencia”, y que se compone de Unas vacaciones en
la miseria de los demás (2004) y Cultivos (2008). Todas ellas
publicadas por la editorial Random House Mondadori.
En 2010 inició un nuevo ciclo que lleva por nombre
“Piezas Breves”, textos mínimos que se han venido escribiendo y (re)escribiendo durante los últimos diez años y
que ahora la editorial Errata Naturae nos presenta en su
forma definitiva con los títulos de Tríptico (compuesto por
tres relatos ligados) y Santos que yo te pinte (un único relato).
Ambas narraciones toman la forma de la autoficción, entendida ésta como aquel método que procede incrustando
detalles poéticos en lo biográfico, permutando lo personal
no tanto por lo imaginativo como por lo soñado, lo ambicionado y lo deseado. Y, con ello, vendría este nuevo ciclo
a representar una –posible- simbiosis de los dos anteriores:
el biográfico y el puramente ficcional.
Tomando las ideas de Ludovico Dolce, diríamos que
Julián Rodríguez cuenta en estos textos con una voz que
pinta, tanteando los trazos, con unas cerdas gruesas y severas, casi primitivas. De aquí la calificación ambigua de
Tríptico, que viene de las artes visuales, pero que se adapta
con facilidad a la literatura; y que podría significar un
puente intermedio entre el troquelado de la poesía visual y
el monólogo teatral. O en otras palabras: Duras y Brecht.
Los trípticos (en las Bellas Artes) se componen de una
pieza central –aquí con dos personajes enfrentados (él y
ella)– y con los ecos de uno y otro a ambos lados, cerrando
la posibilidad de huida, replicando o sufriendo los oleajes
del naufragio. Las partes de la izquierda y de la derecha (el
primer y el tercer relato que componen Tríptico) son variaciones menores del tema central: la fiesta de inauguración
del piso de la pareja al comienzo (“Rojo y gris”) y la soledad del abandono (“La luz y las polillas”) al final del libro.
Ambos retazos o tránsitos nos son contados por la voz de
la amada. El punto central (“La librería”, el segundo re-
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lato) recoge la historia de amor de los dos personajes (la
amada, el amante), dibujada con el esquema de dos voces,
de manera diacrónica. Y con el intercambio simbólico de
una biblioteca como signo de apropiación del discurso.
La narración en Tríptico se articula con la sinuosidad
de la anadiplosis (la repetición de un tema que sirve de testigo continuador de la carrera), complementándose las voces como en escenas cinematográficas de picado/contrapicado. Con ello, la historia central viene adietada con el
lazo de las dos historias menores adyacentes, en una perfecta circularidad anafórica. Donde Tríptico sería algo así
como “las escenas (válidas) del amor”, Santos que yo te pinte
es su réplica, configurando “las voces (posibles) del amor”.
En Santos que yo te pinte se intenta dar cuenta de la vida
pura que crean las palabras, “más necesaria que una verdadera”. Una especie de soliloquio en el que, igual que
en la obra del italiano Buffalino, la voz se va prostituyendo
en tanto que ensaya una armonía de timbre, tono y melodía a base de “variantes del mismo discurso”. Asistimos
así a la creación de un coro de voces en directo. En secuencias no simultáneas, pero tampoco específicamente lineales. Lo que da como resultado una escritura sensorial que
no se ciñe a ningún cronotopo (a pesar de que el receptor
a quien se dirige la enunciación sea el hermano del protagonista), sino que está al servicio de la multiplicidad del
contenido léxico de los enunciados (la anfibología). Diríamos que la historia (aunque deberíamos hablar más apropiadamente de contenidos) de Santos… es la de “una memoria que va deshilachándose”, ejercicios elegíacos que
vienen como resultado de esos “deberes queunonopuededejarenelolvido” (sic). Un mundo inventado en cuya diégesis participa activamente el lector, rellenando los múltiples silencios, añadiendo su propia voz al coro formado
por la dispersión de una voz única que puebla el relato.
La importancia de las obras reseñadas radica en que
justamente sus alardes técnicos permiten que la obra fluya
sin filtros y que la emoción apasionada llegue en línea
recta desde cada una de las palabras del escritor al corazón del lector. Cosa nada frecuente en la narrativa contemporánea y que, por ello, debería ser recibida con el
alborozo y la excitación –lectora– que merecen.
En ellas, Julián Rodríguez, dialoga con su obra anterior, una obra necesaria y felizmente imperfecta (por ser
auténtica), como impreciso –pero radicalmente nuevo– viene siendo el lenguaje que la sustenta.
JUEVES, 10 DE FEBRERO DE 2011
“Para una literatura no principesca”, por Jimena Néspolo
El sueño de la reina anchoa, de Jin Joo Chun. Ilustrado por Yang Hye-won. Buenos Aires, Unaluna, 2010. Traducción de Jeannine Emery.
Princesas, dragones y otras ensaladas, de Marie Vaudescal. Ilustraciones de Magali Le Huche. Buenos Aires, AH Pípala, 2010. Traducción de Mariano García.
La princesa y el titiritero, de Alejandra Karageorgiu. Pilar, Editorial Küyen, 2009.
L
o fascinante de la llamada “literatura infantil” –si
por credo aceptáramos que existe– es que evidencia
los mecanismos de identificación, mediación y compensación simbólica sobre los que se asienta, de manera
mucho más sutil, la “literatura” –a secas. Ejemplarmente,
el relato infantil exterioriza esa tensión entre el deber, el placer y la norma que atraviesa todo texto literario; si bien nació del impulso romántico, recolector del acervo folclórico
de los pueblos, supo (re)inventar su existencia junto a aquellas masas lectoras que la modernidad, y sus diversas prácticas disciplinares (escolares, familiares, judiciales, etc.), traía.
Veamos, por ejemplo, el libro El sueño de la reina anchoa,
de Jin Joo Chun. El texto está basado en un cuento tradicional coreano que relata una historia tan sencilla como
sugerente: hay una reina anchoa que sueña, hay un mensajero encargado de traer al pez gobio famoso en interpretar
sueños, hay una interpretación fascinante que es funcional
a los sueños megalómanos de la reina, pero en medio de
la sarasa interpretativa irrumpe el pez plano, injustamente
olvidado, que en vez de grandeza le anuncia que tal sueño
augura su futura muerte. Entonces la reina anchoa enfu-
rece y lo abofetea, y con ese acto define cada uno de los rasgos de los peces que la secundan: los ojos del pez plano se
desplazan hacia los lados mientras que los del gobio saltan
hacia afuera sorprendidos, el bagre se ríe tanto que su boca
se estira como un tajo y por temor a que le pase lo mismo,
el pez mora de manteca frunce la propia –y así queda. Hacia el final del libro, el adaptador suma un par de
apartados: “Las criaturas marinas” y “Una guía para padres”. Mientras que en el primero traza líneas de reflexión
sobre los rasgos de las criaturas marinas (es decir: evidencia
el “saber” que el volumen estaría ofreciendo); el segundo
no tiene más razón evidente que la de suponer una doble
minusvalía: del apartado explicativo se infiere no sólo que
el niño es incapaz de comprender solo el relato –que es rico
en matices– sino que los padres que lo acompañan en la
lectura también lo son. Al encorsetar las múltiples aristas de
reflexión que la versión tradicional del relato ofrece, el texto
bellamente ilustrado con las acuarelas de Yang Hye-won
apuesta de lleno a satisfacer una necesidad que el mercado
de hoy supone (“cómo ser padres hoy”) y evidencia a su vez
los valores culturales que la sociedad coreana privilegia. El
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106
modo en que el autor teledirige la moraleja, invocando ante
todo la necesidad de que el pequeño controle y domine sus
emociones aun cuando se encuentre frente a una injusticia,
fricciona con el ideario de la educación occidental, extrañando incluso los recursos pedagógicos a los que tan comúnmente recurren los cultores del género.
Pero apuntemos otro detalle significativo de este volumen y de tantos otros relatos tradicionales: la tendencia
a erigir en protagonistas de la historia a los seres más pequeños, desvalidos o monstruosos del “ecosistema” societario. En este caso la reina es una anchoa, pero ya sabemos que un guisante puede hacer milagros, que Pulgarcito
medía incluso menos que una pulgada, que todo príncipe
primero ha de ser sapo, y que si bien existía el mayorazgo
era el menor de los hermanos/as quien siempre se llevaba
el botín. El relato folclórico-maravilloso (ya sean los cuentos recolectados por los hermanos Grimm o por el cuyano
Juan Draghi Lucero) suele manifestar en un solo movimiento el modo en que una sociedad compensa simbólicamente sus fisuras y, a su vez, los bordes sinuosos del sueño
de futuro que entrega como testigo a su descendencia.
Así, frente a la rigidez azul que curiosamente aún existe en
algunas sociedades con regímenes monárquicos, las “historias
de princesas” –con la apertura feliz al mundo de las plebeyas– se presentan como la contra cara edificante del relato
tremebundo que hoy ofrece la historiografía de Género. Sobre ese bagaje cultural, bastante explotado en los úl-
timos años, es que deben leerse los libros de la francesa
Marie Vaudescal y de la argentina Alejandra Karageorgiu.
Ya desde las cuidadas ilustraciones de Magali Le Huche, Princesas, dragones y otras ensaladas deja claro que el
mundo principesco de Vaudescal se posiciona en las antípodas de la estética barbie: a lo largo de sus páginas asistimos a las peripecias cotidianas de una princesita déspota
adicta a los caramelos de jengibre, mimada por sus padres
hasta la soberana tontera, que un día escoltada por una
dama de compañía y tres asistentes abandona el palacio
en busca del dragón que debía raptarla. Frente al happy end
de la pareja modélica del cuento clásico, esta princesa de
rasgos félidos y cabellos blandos, opta por vivir en las landas, a la intemperie, acompañada por un pequeño gnomo. En la misma línea –pero complejizando aún más la
apuesta–, la princesa de Alejandra Karageorgiu no sólo
abandona definitivamente el castillo en busca de espacios abiertos sino que incluso cambia roles con un titiritero que fatiga los caminos, trocando su cama y privilegios
monárquicos por el control del carromato y los hilos de
los muñecos. La princesa y el titiritero, escrito e ilustrado por
la autora (que además forma parte de la cooperativa pilarense que ha editado el libro), logra con trazos sobrios y
seguros, con su feminidad acorazada, contar una historia
que condense ese imposible que el relato folclórico-infantil
tienta: un cuento que siendo siempre el mismo, sea siempre nuevo. MIÉRCOLES, 2 DE FEBRERO DE 2011
“Victoria”, por Ignacio Bosero
E
l “descubrimiento” de Victoria ha sido para mí
una gran satisfacción; el hermoso puente que une
Rosario (Santa Fe) y Victoria (Entre Ríos) parece
unir, además, dos mundos distintos –dos tiempos distintos– en menos de dos horas de viaje. De un lado, la gran
ciudad, Rosario, que inquieta contempla su río futuro; del
otro lado, Victoria, la ciudad chica (o mediana) con el esplendor casi intacto de su antigüedad, la naturaleza exuberante que la abraza y el río… el aroma húmedo del río.
Esta unión, este comercio actual, sin embargo produce
–exhibe– sus contaminaciones, sus residuos. Por eso las
uniones, al mismo tiempo pueden ser también tensiones,
donde las aguas solidarias pueden enturbiarse. El CasinoHotel Victoria, emplazado en una colina mirando al río,
parece exhibir –gigante, modernísimo, intempestivo– un
signo elocuente del desborde y del juego de los límites entre estas dos ciudades (también signo del flujo del capital,
de sus movimientos, de sus transplantes de diversión). Y
esta convivencia –la de despertarse Victoria con su casino
y con otra fluidez con Rosario– es una muestra también
de que la imaginación de las gentes es casi siempre encantada de maneras diferentes por las “mezclas” (no apareciendo todas estas “novedades” como la cruel imposición
del vicio, la maldad, el capitalismo salvaje, sino tantas veces como paraísos deseados). Sin embargo, esta contaminación, por así llamarla, me parece ajena a la ciudad de
Victoria; algo así como la llegada del forastero que vende
su magia pudiendo engañar al lugareño porque sabe que
al otro día él se hará humo, se irá. De ese modo vende su
exotismo sólo para satisfacerse un buen rato, la circunstancia conveniente. Y, como el lujo del casino, todo ese cotillón
a muchos embelesa: sobre todo a aquellos que me repiten
que Victoria “huele a viejo” (y que sospecho no deben ser
los jugadores empedernidos, ya perdidos). Pero poco me
importan, entrada la noche en esta ciudad, todos estos pensamientos que de algún modo son míos. Porque ahora en
Victoria –en su aire, en sus calles empinadas, en sus barrios,
en su horizonte callado de río– se va desprendiendo un paisaje único en la visión que mis ojos retienen: lo que sobrevuela en el ambiente es un olor suave y cálido infundido
| BOCADESAPO | RESEÑAS
por las luces amarillentas de las farolas que, lentamente,
se prenden en hilera. Y todo –a lo mejor todo lo que no
107
imaginé de este lugar– siento entonces que proviene de un
sueño tibio y que es un regalo de algún corazón cándido.
JUEVES, 27 DE ENERO DE 2011
“Mantener a raya a los muertos”, por Mauro Peverelli
Apostoloff, de Sibylle Lewitscharoff. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, 338 páginas. Traducción de Claudia Baricco.
E
n un viaje por Bulgaria, que comenzó siendo parte
de un cortejo fúnebre algo extravagante para repatriar los restos de su padre y de otros compatriotas
exiliados, y que partió desde Alemania y atravesó varios
países, dos hermanas son guiadas por un chofer búlgaro,
allegado a la familia, que se ofrece a hacerles conocer las
bondades de aquel país y de su historia. Después de terminados el cortejo y las ceremonias, y desde el asiento trasero de un automóvil pequeño, la hermana menor, que
es quien cuenta la historia, empezará con una especie de
raid narrativo en el que se irá destacando una mirada de
permanente hostilidad con todo cuanto se va presentando
en su camino: los parientes, los fallidos paisajes búlgaros,
la relación con su hermana y con su madre. Hay, entonces, en todo cuanto se enfrenta la voz narradora, una primera hostilidad que a la vez le sirve para forzar los límites
de los objetos y las circunstancias a describir. Detrás de
esta primera mirada, generalmente arbitraria, casi como
la de un niño caprichoso, emergen las posibilidades de
una exposición cuya riqueza va empujando aquella voz
a estamentos mucho más honestos, y donde la verdad es
siempre un compuesto hecho de incertezas y de incertidumbre. Por momentos, y siempre con una engañosa malicia, la narradora se irá involucrando con sus acompañantes, en una minuciosa competencia por la potestad de
los puntos de vista, sobre todo en las apreciaciones sobre
la patria de su padre. Así, después de haber transitado el
enojo, el fastidio por un pasado búlgaro que, a la vez que
rechaza comprende que es también constitutivo de su persona, la voz de la narradora se hace cargo de aquella identidad y ofrece, gracias a la exacta distancia de observación que le permite esta enemistad con su pasado y el de
su padre, una excepcional exactitud sobre algunos aspectos de la idiosincrasia búlgara: “Recordamos la tendencia búlgara a creer en los rumores –en sistemas de apuestas infalibles, dietas milagrosas, conspiraciones, OVNIS,
el abracadabra de la astrología– y a divulgar este tipo de
cosas señalando con el dedito y levantando las cejas.” O:
“¡El secreto y la conspiración, la enfermedad de los búlgaros! Regalo de los padres de rumorosas cabezas, regalo de
las parloteantes madres de voces agudas a sus hijos, desde
los siglos. (…) La parentela de Sofía volvió a proveernos
siempre, una y otra vez, de pruebas frescas de esta enfermedad. Lo que más excitaba a esos cerebros que vivían
al acecho de conspiraciones era el tema de la muerte de
nuestro padre.”
Como todo relato anclado en gran medida en la Europa del siglo veinte, el telón de fondo no evade nunca una
visión de la historia de este continente en la que sobresalen
el nazismo, la posguerra y las divisiones y los efectos producidos en Bulgaria por su reciente pertenencia al campo
socialista. Como casi todos los países que han sufrido guerras, ocupaciones, traiciones políticas, pérdida de territorio,
la Bulgaria del presente emerge, en el relato, como un pueblo que niega su pasado reciente: “Los últimos setenta años
parecen no resultar muy adecuados para adornos de fantasía. Bulgaria tal como es casi no existe en la cabeza de los
búlgaros. Sólo sus cuerpos están atrapados dentro de ella.”
El padre de las hermanas se suicida en su consultorio
cuando ellas son apenas unas niñas, y el esfuerzo de la narradora está puesto en hacer notar que ese hecho, ese episodio trágico es el que detona, haciéndose carne en las particularidades del carácter y la personalidad de cada una
de ellas, una forma de apreciación del mundo; la de ella
es esta hostilidad, esta capacidad para valerse de un odio
acotado que le brindará, a lo largo de la vida, una distancia y una perspectiva con las cuales ponerse a salvo de la
capacidad del pasado de herir a las personas: “Los muertos
esperan que llegue su hora, vienen en persona y no sólo en
el negro pantano de la noche. Pero yo mantengo fríos los
ánimos. Como sea he logrado vivir más que nuestro padre
y una vida más agradable que la de nuestra madre. No,
pienso, no es con el amor que se puede mantener a raya a
los muertos, sino sólo cultivando un sano odio.”
JUEVES, 13 DE ENERO DE 2011
“Más vasos, más sed y más botellas”, por Marcelo Damiani
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Confesiones impersonales, de Carlos Schilling. Alción, Córdoba, 2010.
108
C
onfesiones impersonales es el tercer libro de poesía de
Carlos Schilling, y si por una de esas cuestiones
de la vida no llegara a escribir otro, su destino de
poeta ya estaría cumplido de manera brillante. Es que
desde Mudo (2001), premiado en España, pasando por las
bellas sextinas de Formas de ver el mar (2006), y sin olvidar su
gran novela Mujeres que nunca me amaron (2007), el autor nacido en Sunchales viene realizando un trabajo único con
la lengua.
Walter Pater, maestro de Oscar Wilde y de Gerard
Manley Hopkings (poeta jesuita admirado por Schilling),
sostenía que todas las artes tienden a la música, y que no
hay aspiración mayor. No conozco otro autor que persiga esta idea con tanto éxito como Schilling. Su poesía es
siempre (y antes que nada) música. “Si cada noche vuelven las estrellas / y vuelve el viento y vuelven a fundirse /
los amantes y el mar en mi memoria, / si hay más vasos,
más sed y más botellas / y brindar equivale a despedirse, /
¿es el fin el principio de otra historia?” Música vana, música porque sí, podríamos agregar, parafraseando a Nalé
Roxlo.
Esta fuerte apuesta arroja al poeta en una zona de indagación potencial que recorre todos sus libros, en donde
las palabras son extremadas, tensadas como cuerdas a
punto de romperse, para que sea imposible decidir entre
el sonido y el sentido. Coherentemente, el tema en la obra
de Schilling es ese mundo de posibilidades al que sólo se
puede acceder a través de la poesía o la ficción.
El pintor renacentista alemán Hans Baldung Grün,
discípulo de Durero, inmortalizó la figura de una muerte
cadavérica que enarbola un reloj de arena sobre la cabeza
de una doncella, mientras un caballero se atreve a interponer su brazo para que las arenas del tiempo no se derramen sobre el cuerpo desnudo de su compañera. Carlos
Schilling, en este libro, refrenda esa lucha del caballero,
aunque ahora convertido en poeta, que sigue tratando de
vencer a la muerte, pero no ya por medio de la fuerza
física, sino con la música vana de las palabras; el lector,
agradecido.
DOMINGO, 9 DE ENERO DE 2011
“El campo, el río, la ciudad”, por Sandra Gasparini
Corrientes, de Cristina Iglesia. Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2010, 124 págs.
A
simple vista Corrientes se presenta como un volumen de relatos que se dejan leer de manera
autónoma. Y de hecho esta práctica de lectura
puede realizarse sin inconvenientes. Pero hay también un
lazo casi invisible que construye el ritmo de una nouvelle
extraña, en la que no hay unidad de tiempo, ni de espacio
ni de personajes, en la que el registro de desnuda lucidez
a veces cercano al de la narrativa de posguerra de Pavese
funciona cohesionando fragmentos de una misma trama.
Corrientes es el primer libro de ficción de Cristina Iglesia, que ha dedicado buena parte de su trayectoria intelectual al ensayo (La violencia del azar, 2003), la docencia universitaria y la crítica literaria sobre literatura argentina.
En él se conjugan fragmentos autobiográficos anclados
en la infancia y adolescencia de la autora en la provincia
de Corrientes, donde vivió hasta poco más de los veinte
años, con otros ya situados en un tiempo inmediatamente
posterior, el de la militancia política en la convulsionada
década de 1970 en Buenos Aires y sus alrededores. Historias hiperbólicas y cargadas de poesía se van enredando
a partir de esas matrices del yo, en las que los “puntos de
mira” que ensaya la voz narradora logran sutiles cambios
de perspectiva, pequeñas teorías del espacio. El aparente
vacío del campo y de la casa paterna es llenado con una
profusa actividad mental que tanto puede consistir en la
lectura de placer o el estudio de una joven universitaria
como en la planificación de un viaje de iniciación sexual.
El tiempo de la adolescencia aparece ralentado, moroso o
bien presuroso cuando se huye del control de los padres,
con “sistemas planetarios” bien definidos y codificados.
Un hallazgo en ese sentido es “Del lado de acá”, relato que clausura un episodio narrado por Rodolfo Walsh
en “La isla de los resucitados” (célebre crónica publicada
en 1966) donde la quinceañera que los recibe a él y al fotógrafo Pablo Alonso en la casa del Dr. Iglesia vuelve sobre la escritura periodística, sobre el recuerdo y narra su
revés.
Los bordes de lo real se exploran en “Ventana al cielo”
y los tiempos femeninos se desbordan en la desmesura de
“La balsa”, relato en el que el carácter épico del viaje en
punto final a la deriva narrativa en la casa de campo: las
marcas de las ausencias quedan como un rastro en el camino cuando ese gran ausente que no regresa persiste en
la memoria de la narradora, que ya no hallará sus huellas
materiales en el sendero de llegada a su casa. Relato de
una gran belleza poética, “No siempre” descubre precisamente la última ausencia, la del ser amado, que supera
todas las otras pérdidas posibles, hasta la de la amenaza de
la pérdida de identidad de la tierra natal: “la gran amenaza blanca, de nombres extranjeros”, que terminará por
apropiarse de “todas las tierras, hacia el norte y hacia el
sur del estero”.
En este punto, la maestría de Iglesia para hablar de la
región sin parecer “regional” tiene vínculos fuertes con la
narrativa de Saer, sobre quien ha escrito. Pero el plus de
esta propuesta es la construcción de una mirada absolutamente cruzada por el género sexual. Se trata de la perspectiva de una militante, una estudiante universitaria, una
hija adolescente, una mujer que cuenta y se cuenta. Y por
eso, entre otras cosas, hay que celebrar el ingreso de Cristina Iglesia al mundo de las narradoras.
MARTES, 4 DE ENERO DE 2011
“Otros textículos”, por Ana Ojeda
Comunicación
Instrumentos de aire
Era un colectivo en hora pico.
Era una multitud encochetada pugnando por avanzar
a fuerza de bocinazo limpio.
Era un joven en flor con un teléfono en la mano.
Era un susurro de amor, sensualidad hecha palabra,
incitación y galanteo que caían en la oreja de una delicada
muchacha apostada a centímetros de él, los pies entre los
suyos, los ojos en su boca, mezcolanza de brazos y mochilas, bolsos, sacos y camperas.
Era una declaración interminable, preñada de algarabía y promesas, fantasías y mimos a la oreja y el corazón.
Era el amor y su suave delirio incontrolable, su prosa
encendida de emociones.
Era ella, que temblaba la oreja en su boca, el corazón
al galope, navegando las emociones agolpadas en su garganta.
Fue Humberto I y Entre Ríos, y él bajándose el teléfono todavía en la oreja, el amor saliéndole a borbotones
de los labios.
Fue un verlo alejarse forcejeando entre la multitud y
un ella sintiéndose un poco más sola ahora que conocía
esa dulzura, esa vibrante emoción.
Escuchar una chacarera y pensar en polvo. Nubes de
tierra que se levantan festivas tras el paso de una carreta
en algún lejano camino del norte. Retumbe de piso, maderas que se zarandean, se dislocan, vibran bajo el peso
del viril zapateo masculino. Sonido vuelto corriente de un
aire que enlaza cinturas, caderas, muslos y brazos, que los
mueve de izquierda a derecha, que pone chasquidos en los
dedos. Que inyecta talones con la imperativa necesidad
del golpe, que nos convierte en instrumentos de aire: una
bocanada basta para alumbrar una verdadera orquesta,
ensamble de sonidos que ya no podrá detenerse, ritmo
que aborda y domina, que señorea, comanda, maneja,
subyuga. Deseo de saberse la letra –¿por qué, siempre, lo
único que queda es el estribillo?–, de entonarla, desgarrarla, de lograr una voz aguardentosa a la altura de ese
talón que golpetea en un rapto de éxtasis rítmico.
Puede ser también un malambo, una saya, una zamba
o un takirari. El resultado es el mismo: aire que entra, sale
convertido en mil ruiditos, dejando en el cuerpo un éxtasis que viene de tiempos sin memoria y purifica, renueva,
revolea por los aires la necesidad de una razón.
| BOCADESAPO | OPINIÓN
| BOCADESAPO | RESEÑAS
109
vapor linda con el fantástico. “La señora”, con el que
puede formar una serie, es casi quiroguiano, porque los
detalles absurdos de un realismo casi objetivista se tocan
con los extremos de lo irracional y de lo inquietante.
Lo clandestino, lo prohibido y las zonas parecen conformar otra serie donde, como corrientes que vienen y
van, se cruzan dos novelas de aprendizaje: la de la militancia y la de la literatura, entramadas en lo autobiográfico
con admirable sutileza y en dosis homeopáticas. Ese tono
ascético y moderado que predomina en todo el libro no
llega a romperse con el humor en “Color local”, donde se
cuentan los orígenes de la mala fama de un pueblo correntino en el cual tres “guainos”, trajeados como gauchos, se
atreven a desafiar a un forastero advirtiéndole “somos putos”. Precisamente la confianza en ese tono es uno de los
logros del volumen.
Otro de los temas que Iglesia elige para hilvanar ese
atado de sentimientos, sensaciones y percepciones que se
entretejen en Corrientes es la ausencia. En “El ausente” se
cuenta la construcción de una carencia, la del abuelo que
las niñas no conocieron y que su abuela enseña a llorar.
La espera de lo que ya no llegará, por otra parte, pone un
109
| BOCADESAPO | OPINIÓN
Dostoievski
110
Enquistada en un enorme coral con más de 15.000.000
de individuos, cada día me topo con cientos de mis congéneres, pequeñas células idiotoides que circulan encerradas en su burbuja de música privada, sus conversaciones
portables, sus videojuegos última generación. Las veo, admiro o rechazo; hago cambios potenciales en su manera
de caminar o su forma de vestir. Imagino cómo serán de
adelante si avanzo detrás de ellas, qué tonada modulará
sus preguntas si están calladas, cómo será una cara de sorpresa, si se encuentran arrumbadas junto a la parada de
un colectivo. Infligirles transformaciones imaginarias me
divierte, y me convierte en una más, moviendo mis piecitos apurada, perdiéndome en lo tupido del carnaval, encerrada en mi burbuja insonora de imaginación prepotente.
Mala Strana
En su conocido opúsculo Ante la ley (traducción libre de
su título original, Langeweile gegen den Wand, cuya primera
traducción al inglés fue –como nadie desconoce– Saturday
night fever), Franz Kafka expuso con notable economía de
recursos su idea de que la ley no nace –como el resto de
nosotros– naturalmente. Vale decir, que su poder surge del
que le otorgamos, de manera voluntaria y sin más coerción que su supuesta presencia, siempre en un lejano más
allá. Sin historia, sin principio ni fin, las disposiciones que
nos rigen nacen siendo y así permanecen.
Esto, al menos, es lo que sucede en el percudido núcleo
duro de Occidente. Aquí en el Sur, en cambio, todo es relativo y también la ley. Cruzarás por la línea peatonal sostiene
la regla y no hay porteño que le otorgue voluntariamente
nada, más bien al contrario: el placer de cruzar por la mitad de la calle, zigzagueando con indolencia entre todo
tipo de caños de escape, es principalísimo a la hora de salir a pasear por la ciudad. Respetarás la luz roja es otra muy
milenaria y muy poco respetada.
Si en lugar de deambular torturado por las calles de
Praga, Franz lo hubiese hecho por las de Boedo, San Cristóbal o Almagro, disfrutando de nuestros cálidos vientos
primaverales, nuestro bochornoso verano y nuestros olvidables inviernos, la literatura universal hubiese sin duda
perdido una gran obra.
MARTES, 28 DE DICIEMBRE DE 2010
“Música en tensión”, por Matías Scafati
Tensa calma, de Fabián Zylberman Septeto. Producción Gillespi-Zylberman, Buenos Aires, 2010.
U
na buena noticia para los amantes de la música
y el jazz: Tensa calma, el nuevo disco de Fabián
Zylberman Septeto, ha salido a la luz. El ya consagrado saxofonista y compositor argentino nos presenta
ahora un ambicioso proyecto musical. El septeto formado
por músicos de trayectoria (como el trompetista Claudio
Rossi, los saxofonistas Victor Skorkupski y Pablo Pesci, Álvaro Torres en piano, Federico Arbia en bajo y Walter
Rinavera en batería) es una lograda conjunción donde todos son imprescindibles para alcanzar el esplendor que
exige cada tema. El álbum nos incita a sumergirnos en
un mundo sin fronteras donde el lenguaje universal del
jazz sugiere la trama de una historia que comienza con
su inquietante nombre: Tensa calma. A pesar de no ser la
misma formación que en el primer álbum, Lugar y Momento ( PAI records, 2007), los temas tienen rasgos propios del compositor-arreglador que los hermanan con los
de aquel. Un jazz que desafía las clasificaciones ortodoxas
pero en el que se advierten las huellas del jazz tradicional con reminiscencias de Big Band (como en la versión
del tema de los Beatles “When I´m sixty four”), entreve-
rándose con variadas influencias, desde Rollins hasta Coltrane, pero con un acento y sonido que le pertenecen y le
dan su identidad. En este disco Zylberman nos demuestra
su versatilidad como multiinstrumentista, luciéndose en el
saxo tenor como baladista (por ejemplo en “En el fondo”)
y como flautista (en “De otro modo”), así como en el saxo
soprano (en el solo de “Un poco loco”). La participación
de Claudio Rossi en trompeta y flugel, presente desde la
formación original, contribuye con su sonido brillante y
portentoso a que en cada tema suene su marca de agua.
Merecen también destacarse los solos de batería, de Walter Rinavera (“Un poco loco”), y de bajo eléctrico, de Federico Arbia (“Moon River”). Finalmente, los temas “Mr.
Elucubraciones”, así como también “El Hipotálamo”,
ambos compuestos por el propio Zylberman, sobresalen
y emocionan por su expresivo lirismo. Este álbum, junto
con el disco que lo precede, son estaciones obligadas para
quienes se animen a viajar en el tren del jazz argentino.
JUEVES, 23 DE DICIEMBRE DE 2010
“El árbol de la vida”, por Rosana Koch
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Árbol de familia, de María Rosa Lojo. Buenos Aires, Sudamericana, 2010, 284 págs.
111
Á
rbol de familia reúne una serie de historias organizadas en dos ramas principales que nos remiten a
un pasado de exilio, inserto a finales del siglo XIX
y continuado con la guerra civil española. Retomando palabras de Ivonne Bordelois, así como “la obra de Borges
no se explica sin su ceguera o la de Kafka sin su padre”,
no es posible pensar la obra literaria de María Rosa Lojo
sin el exilio que, a pesar de incluirse en una experiencia de
pérdida y de suspensión en el espacio indeterminado, es la
piedra angular en la que el oráculo vaticina su destino de
poesía: “Habría otra Rosa de su sangre que el mar separaría sin remedio de las costas gallegas. Otra que viviría sin
verlo, una desconocida, hija de sus padres, pero sobre todo
del éxodo, que llevaría puesto su nombre de bautizo como
quien porta una lejana joya de familia, o mejor aún, un
amuleto contra el olvido. Otra Rosa, la nieta de la suya,
que no iba a conocer a esa niña tampoco. Otra, la separada, la distante, que nacería en un país llamado exilio.”
La novela o autobiografía ficcional (así lo confirma
el pacto autobiográfico) comienza con una copla popular colombiana: “Soy gajo de árbol caído/ que no sé
dónde cayó/ ¿Dónde estarán mis raíces?/ ¿De qué árbol
soy rama yo?” A partir de estas palabras se inaugura una
aventura regresiva que se va destejiendo progresivamente
desde la propia memoria individual, el trayecto de vida
de la autora: palabras típicas de su tierra, romances que
se colorean de melodía, coplas y cantares que se entremezclan con su poesía narrativa, “olores, sabores y sonidos y el eco, aún ardiente, de historias imprecisas”. Aquí
la memoria es la usina de historias familiares ramificadas y
es también un estado, puesto que las historias se van continuando unas con otras y es la primera persona de la narradora que, como tendiendo un hilo, las une y actualiza
en el presente y les quita, así, esa distancia a veces tan lejana como inmóvil.
Este árbol-metáfora de familia se ramifica en dos espacios, España y Argentina, y en dos ramas fundantes: La
paterna, “Terra pai” –gallega y primordial–, en cuyo corredor circula su bisabuelo don Benito (“armador de dornas de Porto do Son que una noche de tormenta desafió al
diablo”); su bisabuela Maruxa, la hechizada (“cuyas piernas perdían todo tino y control”); doña Rosa, su abuela
(“atrapada en el trasmallo de dos generaciones, pescada
para siempre”, a pesar de su voluntad de sirena libre);
Rafaeliño, el bígamo; y especialmente, su padre, Antón,
el rojo, arraigado a un profundo y emotivo espacio mítico, nostálgico y reencontrado en el corredor del tiempo
(“Pero mi padre, también, plantó un castaño. Era su árbol
fundador, después de todo, un verdadero ‘árbol madre’:
árbol de la vida, árbol del mundo, eje cósmico capaz de
abastecer las necesidades de toda una familia, y por extensión, de la especie humana. En sus hojas rejuvenecía,
cada primavera, la esperanza del reencuentro”). Por otro
lado está la rama materna, “Lengua Madre”, castellana,
cuya herencia dejó un grito suspendido en la denuncia
de infinitas preguntas que jamás tendrán respuesta. Por
allí transitan su tío Adolfo (“el artista de varieté”), doña
Julia, su abuela, don Francisco Calatrava, pintor sobretodo, quien quedó retratado en un relicario que, como un
palimpsesto, dibuja un rostro que evoca otra imagen para
los ojos de doña Ana, madre de la narradora, una imagen
que siempre le confirmaría “el falso territorio de esa vida
excedente y equivocada”.
En la simultaneidad de la lectura, entonces, parece reconstituirse y reconciliarse al mismo tiempo un yo perteneciente a la exterioridad, donde la escritura se circunscribe
en tópicos bien reconocibles en la ficción de la escritora,
y un yo propio de la interioridad, donde el “escribir hacia atrás” es intentar encontrar en ese arcón de recuerdos
las propias huellas de la primera persona gramatical que,
aunque se inscriba como sujeto en un no-lugar, representa
la identidad, logrando la conjunción entre el “espacio público” y el “espacio privado”. Un espacio público o social representado, por tanto, en este texto por: el afán de superación
de la herencia del exilio, una imagen femenina que continúa rescribiéndose en el encierro de una Historia/ historia que la expulsa de su propio deseo con la simultánea
tendencia de querer borrar ciertas antinomias impuestas,
una ubicación consciente en la periferia para desmantelar
los límites de la centralidad y encaminarse a la comunión
con la alteridad, y la constante y singular fusión de la poesía en la narración para entramar una estética literaria
personal. Y un ámbito privado donde por primera vez se recompone, quizá de modo inconsciente, la “frontera indómita” de su propia ficción y verdad. Es la perfecta síntesis
entre la elaboración del pensamiento y lo íntimo del sentimiento lo que nos regala María Rosa Lojo en esta novela.
Una búsqueda etimológica que invita a mecernos en las
aguas de nuestra propia identidad. Es, especialmente, un
acto creativo, pero con un gesto perpetuo de generosidad
y humanidad. VIERNES, 17 DE DICIEMBRE DE 2010
“Los invisibles”, por Natalia Gelós
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco, Buenos Aires, 2010, 108 págs. 112
R
espiramos palabras. Muchas veces, palabras ya
usadas, masticadas, ya maltrechas. Repetimos
palabras. Las naturalizamos. Nos naturalizamos.
El asesino de chanchos, el libro de relatos de Luciano Lamberti, ha sido cubierto de halagos, un montón de palabras
elogiosas que pueden jugarle tanto a favor como en contra. La crítica de ese pueblo chico que es el mundillo de los
suplementos culturales nacionales ha coincidido en decir
que se trata, el suyo, de uno de los mejores libros de relatos de los últimos tiempos. Eso lo salva. Eso lo condena.
Juega a favor. Uno posa el ojo. Al abrir la linda edición, tan rosada como la piel de chancho que el título sugiere –o la subjetividad supone–, seremos carneados: las
cartas fueron echadas. Se logró la atención. Se capturó la
mirada. Luego queda el camino de la verdad –el que sólo
se descubre con la lectura.
Juega en contra. La promesa de “mejor relato de los
últimos tiempos” puede ser una piedra atada al pie en mar
abierto. Puede ser más peso del que se necesite. Porque sobrecarga las expectativas. Lo mejor entonces es tratar de
obviar, si es que eso es posible, todas las lecturas que rodean al libro y, sin más, leerlo. En ese ejercicio, lo que surgen son un puñado de historias contadas con buen ritmo,
escenarios bien marcados y el retrato de unos seres que
rondan los treinta años, perdidos en el correr de las horas
y que tratan de engancharse en una vida que va más rápido de lo que pueden afrontar. En el libro de Lamberti
aparecen también personajes de una intelectualidad a media marcha; cierto neo hippismo que, en última instancia,
sólo se preocupa por un buen sexo y algo de sueño.
Los de Lamberti son personajes construidos a través
de los objetos. Su universo parece un bazar de pueblo, en
el que aparecen una caja de fósforos, un poster de Guns
and Roses, un mate, unas calzas ajustadas. Objetos que
describen personajes, que pintan ambientes, que usurpan
la escena. En principio, eso podría asfixiar al relato, tal es
su presencia en el texto, sin embargo, los cuentos escapan
con éxito de esa potencial trampa. Visual en su escritura,
el autor muestra un territorio cotidiano, desordenado,
algo que no es siquiera marginal, escenas tan habituales
que se nos vuelven invisibles y que él nombra.
“El asesino de chanchos”, “El arquero”, “Agua Viva”,
“Febrero”, “El cazador, los galgos, la liebre”, “Monocigótico”, “La tortuga”, “Una casa llena de insectos” y “Una
visita al Señor”: Nueve cuentos que de a ratos recuerdan
al universo de John Cheever, en donde se desparrama la
tristeza y lo único que moviliza es la necesidad de llegar al
día siguiente; también se filtra por ahí la sombra de Raymond Carver, aunque la tensión juega de otro modo, con
otro registro. La supuesta calma chicha. El realismo trash.
Son historias de sujetos medios que no habitan siquiera
los bordes. Un joven sigue de cerca la nota periodística de
un asesino de chanchos mientras pasa los días en la casa
de Mara, especie de parador para viajantes crónicos; un
muchacho que comparte mujer con su hermanastro; Marcos, un treintañero que vuelve a la camita de una plaza en
la casa de sus padres luego de una separación; un albañil
que adopta un perro y deposita en él su falta de afecto y
sus frustraciones…
Otra cuestión que se presenta en el libro de Lamberti es la de un interior urbano, una urbe que duerme la
siesta, una manera de escribir en y desde ese territorio que
nunca se acaba llamado “el interior”. Aquí es Córdoba;
pero podría ser cualquier ciudad de provincia, donde la
violencia de lo aglomerado se camufla en un latido perezoso. En este libro de cuentos hay una mirada, un Interior,
una manera de abrir el juego.
El escritor ha reconocido varias veces que ciertas reiteraciones son parte de ese punto ciego que acompaña a
todo autor, que funciona como trade mark inconsciente. Los
relatos de El asesino de chanchos son parejos, mantienen la
tensión y a veces, explotan, pintan un universo con sello
de autor y retratan una época, la de una Argentina desganada, con la furia contenida, que todavía no logra hacer
pie, pero tampoco besa la lona.
LUNES, 6 DE DICIEMBRE DE 2010
“Elogio del experimento (trunco)”, por Jimena Néspolo
Zonas ciegas. Populismos y experimentos culturales en Argentina, de Graciela Montaldo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, 185 págs.
P
ensar las problemáticas culturales en términos de
“centro/periferia” nos condena a un estatismo histérico y circular próximo al que incurre la racio-
nalidad psicoanalítica y su par “Ley/transgresión”. Son
categorías, ficciones del Logos –diría–, que se suponen y retroalimentan al infinito, e incluso más allá, y cuya evidente
| BOCADESAPO | RESEÑAS
113
paradoja es que empujan al pensamiento a una zona pantanosa (¿“ciega”?) de la que a lo sumo se puede esperar un
enroque –esto es: que la transgresión se convierta en Ley,
o que la periferia se autocelebre como centro. Pues bien, llegados a este punto podemos ir por más.
Y es lo que intenta hacer Graciela Montaldo en este volumen que reúne siete ensayos gestados en los últimos años.
Su reflexión es amena, sagaz y erudita, e invita –creo entender– a desquiciar algunos supuestos con los que cierta
tradición intelectual, europeamente etnocéntrica, ha pensado (y piensa) de manera paternalista la modernidad latinoamericana y, más aún, sus “nuevos populismos”.
Montaldo comienza por problematizar aquellos binarismos que el arte moderno puso en escena, a través de
una actitud de simultánea distancia e interés: arte y mercado, artistas y público, propio y ajeno, estética y política.
Para ello analiza distintas intervenciones culturales (“experimentos”), de fin del siglo XIX hasta el presente, que han
tenido “consecuencias imprevistas” o que se han salido
“de la lógica de la que preceden”, pero que se desarrollan
en lo que llama la “escena populista” nacional. Así, de la
mano de Ernesto Laclau (La razón populista, 2005), la crítica considera al “populismo” en tanto “razón” que nombra la lógica de construcción de lo político y del pueblo, y
que en el caso argentino, y de otros países latinoamericanos, estaría en las mismas bases de la constitución del Estado-Nación. Puntualmente, el primer texto del volumen
(“Nación: una historia de la incultura”), aborda la producción de los ensayistas positivistas de fin-de-siècle para los
cuales fundar la nación era fundar una industria cultural
y su público, por medio de la correlativa sanción de todas
aquellas prácticas consideradas “incultas”. Así, “las masas
no son ese sujeto prepolítico al que desprecian los teóricos europeos, en Argentina, poco a poco son la política
misma” puesto que la nación nace y se teoriza como nación
populista que, para existir, debe necesariamente sellar una
alianza disciplinar con ellas. Es en este sentido que puede
explicarse la intensa e interdependiente relación que han
mantenido la “cultura” y la “política” en los procesos de
modernización latinoamericanos, una intensidad que –en
palabras de Montaldo– re-dirige y desvía el conflicto clásico del modernismo europeo (crispado y reordenado con
las vanguardias): el populismo al reorganizar la escena política a través de mediaciones y representaciones que se
renuevan modifica el discurso de los intelectuales y artistas
modernos porque cambia su lugar en la dinámica social.
En esta escena donde estética y política son claramente
parte del juego del engranaje de poder institucional de la
cultura, el populismo viene a impugnar –hoy quizá más
que nunca– toda pretensión de “autonomía artística”.
En el artículo “La escena populista”, Montaldo se sumerge en las primeras décadas del siglo XX, para analizar
El apóstol (1917), “el primer largometraje de animación del
mundo” (¡antes que Walt Disney! –según la memoria cinematográfica argentina), realizado por Quirino Cristriani.
Esta especie de sátira política sobre el presidente Yrigoyen,
realizada por un inmigrante italiano, muestra cómo estética, política e industria cultural tempranamente, en Argentina, se entrelazan.
Por su parte, “La expulsión de la república, la deserción
del mundo” es quizá el texto más polémico y arriesgado del
volumen. Montaldo polemiza allí con las categorías de “literatura mundial” y “república mundial de las letras” (de
Casanova y Franco Moretti, y sus intervenciones en la New
Left Review), al preguntarse sobre lo que éstas categorías
dejan ver y lo que ocultan, corriendo el eje de la reflexión
de la Weltliteratur hacia Las cien obras maestras de la cultura universal –aquella serie que el intelectual guatemalteco Enrique
Gómez Carrillo publicó desde Europa y para todo el mercado hispanoamericano de principios del siglo XX, como
un modo de llevar las “grandes cumbres del pensamiento
humano” a los nuevos sectores alfabetizados con pretensiones de ascenso social. Hay, con todo, una tensión irresuelta o, mejor dicho,
ambivalente, a lo largo de los ensayos, y que se manifiesta
claramente en el artículo final del libro; una tensión que
se condensa en cierto deseo de autonomización del campo
de la estética y la asunción de un protagonismo crítico un
tanto problemático, en relación a la batería teórica que
maneja (Rancière). Leemos en la página final: “Sin embargo, la relación que la estética mantiene con la política
sigue siendo un problema que no es fácil sacar de la discusión pues es una de las zonas ciegas de nuestro presente.
(…) Por ello mismo, la Argentina sigue siendo una cultura
de la experimentación que no puede sino moverse en territorios de riesgo, en esas zonas que nos ayudan a percibir aquello que queda fuera del campo de lo visible.” En
esta coyuntura, el lugar crítico invocado es el de un ejercicio reflexivo que venga a arrojar luz sobre “experimentos”
culturales insertados desde el vamos en un fuera de foco:
“territorios minados por la inestabilidad de la política y
la cultura, la construcción de zonas ciegas, que requieren
de nuevas formas de percepción para ser visualizadas.”
No obstante, los casos abordados en “El país de la estética” gozan de luz propia (el cine de Lisandro Alonso, La
novela luminosa, de Levrero) y otros, además, de reflectores
(Estación Pringles, el proyecto editorial Eloísa Cartonera) que contradicen o ponen en jaque tal postulación:
“El país del desacuerdo, no es otro que el territorio donde
se confrontan la cultura, la política y la estética, y en esa
confrontación se construyen las zonas ciegas, sin control,
donde los experimentos se radicalizan.”
He dicho –en el primer acápite– “racionalidad psiconalítica”, y la mención no es casual. En El inconsciente estético (2001) el filósofo Jacques Rancière desnaturaliza el modus operandi del psiconálisis freudiano al poner en evidencia
| BOCADESAPO | CRÓNICA
la “racionalidad estética” (inconsciente) sobre el que esa
ficción se asienta, extremando así la demanda de una noción de autoría fuerte, ya postulada en su libro En los bordes
de lo político (1998). La asunción de un lugar de la crítica
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autollamada a morigerar una falta o carencia supone una
noción de autoría débil, que poco tiene que ver con ese
primer desacuerdo del que nacería la política –y la estética. LUNES, 29 DE NOVIEMBRE DE 2010
“Textículos”, de Ana Ojeda
Rejas
Antes, cuando la ciudad todavía era parte del pasado,
las rejas eran a cuadros y su objetivo era sofrenar el suicidio
infantil por exceso de imaginación. Ahora que el capitalismo nos ama violentamente y sin forro –galán de novela
rosa, es potente y chabacano–, las rejas son paralelas y totales: se detienen sólo al chocar con el balcón del piso de
arriba. Algunos sostienen que su objetivo sigue siendo el
mismo, pero los más perspicaces intuyen que su uso es muy
otro. Ante la multiplicación de vidas vacías, las únicas indicadas para alimentar la insaciable maquinaria que transforma tiempo gris en productos coloridos, las rejas operan
una transformación en la psiquis de los reclusos, que mágicamente pasan a sentirse poseedores de algo que es necesario custodiar, proteger con rejas, llaves y trabitas, con la paranoia de pensarse perseguidos, en la mira de malvivientes
que crecen y se multiplican sin lógica ni razón.
El costo de esta maravilla es mínimo. La vista, en adelante parcelada en prolijos rectángulos, de todas formas
era incapaz de competir con la realidad, que se ve por
televisión.
*** Tracción a pedo
No es una bici, tampoco una moto. Es un híbrido simpático y algo grotesco –como la ciudad, como nosotros– que
circula a pedito limpio por calles del barrio y microcentro.
Es esperanza de llegar antes, de no enganchar embotellamiento, de zigzaguear de lo lindo y hacer caso omiso de semáforos y barreras. Es pedalear dos veces y abandonar nalgas y sexo a un vibráfono placentero, picantito, que te pasea
por la ciudad, mirando a peatones y encochetados desde la
altura de una velocidad módica, pero continua. Es cambiar
el pedalear por el pedorrear y ser feliz.
*** Ciencia botona
Hay ciencias duras y blandas, y también ciencias botonas. La gramática, por ejemplo: No hay política en mi
visión del mundo, soy descripción pura, estoy al margen,
pongo en circulación sujetos y predicados, complementos
y objetos investidos con los beneficios de quienes observan
sin ser vistos, ventana indiscreta de una lengua acostum-
brada al exhibicionismo.
Jakob y Wilhelm Grimm, en su clásico universal Blancanieves, crearon un espejo capaz de responder a la indagatoria de la banal madrastra con la siguiente formulación:
“Pero Blancanieves, que vive con los enanos del bosque,
es más bella aún.” ¡Oh, aposición! ¡Oh, vanidosa superflua! Y sin embargo responsable, causa directa, motor de
la desgracia que vendrá, enmanzanada.
***
Círculos concéntricos
Son círculos pulidos. Color piel, su brillo encandila.
Por lo que cuesta el papel, usted podrá pasearse con un
sexo en el sobaco, en el bolsillo, el portafolio o la mochila.
¡Y qué sexo! No uno cualquiera: uno que de tan calvo parece plástico, un sexo gordo, turgente, un sexo prosaico.
Usted lo bebe con los ojos un poco tristes: el que ve en
su casa no es así, imporoso, tersamente impío, descoyuntado. Usted es varón o mujer: para el sexo es lo mismo.
Desde el brillo de las portadas que se multiplican gracias
al oficio de canillitas hacendosos, los círculos impresos con
calidad siglo XXI se pavonean sin vergüenza ni medias
tintas. Los hay contorneados de finísimos hilos triangulares o voladoramente sueltos.
El sexo no tiene pudor. Se exhibe, se compra, se vende.
Usted debe pagar para llevar el sexo bajo el brazo, pero
puede comérselo con los ojos gratuitamente. El sexo
puede esperar, pero no acepta la indiferencia: todos tenemos que reaccionar frente a él. Podemos escandalizarnos
o adorarlo, pero en ningún caso se permite una mirada
hueca. Ojos vacíos, ¡no! ¡Basta de pálida! ¡A reír! ¡A divertirse! El sexo es bueno, es simpático, es alegre. No hay
días grises para el sexo, ni complicaciones. Él siempre será
circular, gordo, turgente y lo estará esperando junto al canillita de la esquina.
Sólo la mujer tiene sexo; al varón se le permite la vergüenza.
DOMINGO, 21 DE NOVIEMBRE DE 2010
“Proyecto Cine”, por Fabián Soberón
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Cine, de Juan Martini. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009.
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Cine, II. Europa 1947, de Juan Martini. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.
L
a editorial Eterna Cadencia ha publicado dos entregas de una serie de tres novelas de Juan Martini: Cine y Cine, II. Europa 1947. Cuatro registros
estructuran al primer texto: la historia de Sivori, director
de cine, obsesionado con su nueva película sobre Eva Perón; la historia de Pina, la mujer de enfrente; la historia de
Eva Perón; las historias múltiples, disgregadas, correspondientes al siglo XIX.
La vida de Sivori está condicionada por el proyecto de
película y por una mujer llamada Pina Bosch, que acaba
de mudarse al departamento que está al lado del suyo. Sivori se obsesiona con ella: la observa, la sigue en cada uno
de sus movimientos, la espía. Sivori se convierte en un voyeur. Piensa en la mujer de enfrente y en la película sobre
Eva. Esas son sus actividades centrales. Ahora bien: Sivori no es peronista. Entonces, ¿cómo piensa una película
sobre Eva alguien que no es peronista? Sivori mantiene
conversaciones con Dippy, el productor de sus películas
anteriores, quien le plantea que haga una película comercial sobre Eva. Y Sivori se niega, no está de acuerdo con
el perfil que le plantea el productor. La novela pone en escena el debate entre un productor y un director en un país
como el nuestro en el que no existe, aún, una industria con
todas las letras. Dippy, además de ser el futuro productor de la nueva película, tiene una hija llamada Florencia, que es muy joven (20 años) y ha intentado suicidarse.
La novela entreteje estas historias mínimas con la historia
de Eva. ¿Qué aspecto de la vida de Eva narra la novela?
¿Qué fragmento de la vida de Eva quiere contar Sivori en
su película? En contra del perfil comercial que trata de
imponerle Dippy Dillon, Sivori quiere contar una conversación minúscula, en un espacio cerrado, entre la actriz
Rita Molina y Eva Perón. La película se plantea, entonces,
como una pieza de cámara en la que durante dos horas
Eva conversa con la actriz y cantante Rita Molina, rodada
–según proyecta Sivori– con planos cerrados, cámara fija,
en un único escenario. Este planteo es, por supuesto, un
experimento, porque este modo de filmar no tendrá apoyo
del productor. Martini entrelaza este proyecto de Sivori
con la narración, en un paralelo permanente y fluido, de
los primeros años de Eva al lado de Perón. En este sentido,
la novela de Martini no trabaja con los clichés que ha impuesto la leyenda; las novelas de Martini están más cerca
–en el uso de la historia– del célebre cuento de Walsh que
de la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez.
En Cine II, Sivori piensa obsesivamente su nueva película sobre Eva; pero lo hace en el marco de los avatares
del dolor y de la tragedia: Florencia, la hija de Dippy, le
cuenta que su padre ha muerto. Al mismo tiempo, Sivori
se entera de que Pina Bosch ha sufrido una descompensación por el consumo de droga y que se encuentra internada. ¿Qué hara Sivori frente al triste cuadro de Pina
Bosch? ¿Cómo afrontará la muerte de Dippy? Mientras
acompaña a Florencia en su doble tristeza (ella ha intentado suicidarse y su padre ha muerto), Sivori piensa su
nueva película: esta vez quiere filmar el viaje de Eva por
Europa y le pide a Florencia que haga una investigación
sobre el viaje del Arco Iris. Como en la primera propuesta
de la saga, Martini une diversas historias: los vaivenes de
un amor imposible entre el viejo Sivori y la suicida Florencia, el viaje largo y extenuante de Eva Perón por Europa en 1947, la pasión tortuosa entre Pina Bosh y Carola
Holms, el paseo reflexivo de Sivori por las plazas. Sivori
ahora recorre las calles con la observación aguda de un
flaneur: mientras se detiene en el comportamiento de los
caminantes despliega una artillería conceptual sobre el
pasado histórico de los monumentos y del país.
Ahora bien: ¿de qué forma se entrelazan las múltiples
historias en las novelas de Martini? Las historias se mezclan y se unen, por cortes directos, en una narración continua. Aunque en algunos casos las transiciones son directas y abruptas, el montaje ajustado y preciso, suaviza los
saltos y la lectura fluye. Uno de los hallazgos de la novela
es haber entrelazado las historias en el interior de los capítulos, sin alteraciones inútiles, sin producir quiebres convencionales en el relato. El narrador unifica las historias
en un continuo narrativo. El flujo continuo de la narración funciona como un magma heterogéneo que corta,
avanza, repite, retrocede, hace pausa. Las novelas conforman un arco polifónico que logra unir en un único cauce
historias diversas y paralelas. El narrador produce una voz
sinuosa y musical; se trata de un narrador astuto, inteligente, que hace preguntas retóricas y que entrelaza la diversidad de propuestas y de registros.
Una de las estrategias para lograr ese mapa heteróclito es el uso del presente. La mayor parte de la novela
está escrita en presente; a partir de ese verbo de referencia el relato avanza y retrocede, produce cambios notables
en el tiempo. Las narraciones están atravesada por el uso
del flash back y del flash forward, es decir, por el avance y el
retroceso en el tiempo de manera alternada. El principal
encanto de las novelas radica en el uso acertado del montaje y en la prosa milimétrica que une las piezas y los personajes de una manera rítmica y musical.
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La primera entrega insinúa el uso de la nota al pie
como un recurso para generar otro registro narrativo. En
Cine, II, se profundiza ese uso. Martini trabaja con el registro de notas al pie que dialogan y que amplían la información del cuerpo principal. En algunos casos, las notas brindan información clave que no se encuentra en el
cuerpo. En este sentido, las notas producen una narración paralela que amplía el espectro del sentido y que le
agrega, a través de un nuevo montaje, variantes narrativas. Estos relatos paralelos producen un jardín de senderos que se bifurcan.
Las dos novelas introducen personajes “reales”: los directores de cine Carlos Sorín y Bebe Kamín. De esta manera, Martini propone un cruce entre historia, documento
y ficción. Como las películas que trabajan con la figura del
cameo, las novelas ponen en cuestión las fronteras entre
ficción y realidad.
Con esta diversidad de estrategias, Juan Martini ha
creado un mundo con personajes que viven una existencia anodina, signada por los escarceos de la pasión y por
la ruina inapelable de la muerte. Dippy, Florencia, Carola
Holms y el propio Sivori viven atravesados por los temblores del deseo y deambulan, en una ciudad cargada de
historia, marcados por el azar y por los proyectos imposibles. En ese sentido, las novelas narran la historia de la pasión, pero no lo hacen recurriendo al cliché de la retórica
romántica sino valiéndose del registro del ensayo, de la
prosa poética, del montaje eisensteniano, de la digresión
ensayística, de la nota al pie, de la referencia precisa y ordenada del pasado político. De manera contundente, el
universo narrativo de Martini es un cine complejo y aleatorio de vidas monótonas y fracasadas.
JUEVES, 11 DE NOVIEMBRE DE 2010
“Perversiones al alcance de la mano”, por Nicolás Hochman
Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín. Buenos Aires, Tusquets, 2010.
O
scura monótona sangre es la historia de un tipo cualquiera, que después de trabajar toda su vida consigue subir un poco en una escala social que él
percibe con forma de castas, en las que el movimiento hacia arriba es algo excepcional. Un hombre gris que sale de
Zona Sur, y que por esas contingencias de la vida termina
siendo otro hombre gris, dueño de una fábrica, codeándose con empresarios y viviendo en Barrio Norte. Un humilde trabajador devenido en (no tan) pequeño burgués
que consolida una familia, que manda a sus hijos a la universidad, que puede comprarse un auto de esos que dan
envidia. Un señor respetable, con mucha gente a cargo,
capaz de enfrentarse a un contador, coimear a media policía o manejar los hilos de un consorcio. Un sujeto independiente que no tiene brechas en su identidad, que sabe
lo que quiere y que por eso va y lo toma. Un individuo que
un día, por esas cosas del destino (o de la elección de Dios,
o de un desliz de ese inconsciente imposible de controlar),
comienza a hacer todo lo que no debería estar haciendo.
¿Qué es lo que no-se-debería-hacer? En una sociedad
posmoderna, en el siglo XXI, en la Argentina de los vivos
y los piolas, la pregunta puede pecar de ingenua o moralista, pero Sergio Olguín se ocupa de demostrarle a sus
lectores que siempre hay límites para alcanzar. Por ejemplo, que el protagonista comience a ir sistemáticamente a
una villa de Pompeya para tener sexo con nenas de doce
años. Por ejemplo, que en una de esas aventuras termine
matando a un chico que buscaba robarle el estéreo. O que
se ocupe de ocultar todas las pruebas. O que siga viviendo
su vida como si nada. O que saque a una de las nenas de la
calle, para instalarle un departamento y soñar con dejar a
su familia y comenzar una nueva vida junto a ella. O que
la historia evolucione como lo hace (ya sería desleal por mi
parte seguir adelantando información).
Esas son cosas que no-se-deberían-hacer.
Dice Jacques-Alain Miller que únicamente los inocentes tienen sentimientos de culpabilidad. Que los culpables
no. Que la única preocupación de los culpables es no ser
sometidos a la justicia. Y eso es lo que ocurre con el protagonista de esta historia, que repentinamente se ve envuelto en un entramado que hace peligrar toda la seguridad que fue adquiriendo con los años, ya que, como salido
de una página de Nabokov, no puede resistirse a una Lolita que hace brotar sus pulsiones más primitivas, menos
racionales. Un Raskolnikov sudaca y muy moderno, que
sabe que cometió un crimen y que nadie más lo vio. Y
que precisamente por eso encuentra un punto de ruptura
y no-retorno, que lo lleva a realizar acciones de manera
obsesiva. Un poin de capiton que no es más que un quiebre
retroactivo, a partir del cual su vida se resignifica, y esa
identidad (idéntica a sí misma) se fragmenta hasta transformarse y transformarlo en un nuevo sujeto.
Los actos, indefectiblemente, tienen consecuencias, y
no siempre son las que podemos prever en el instante de
matar a una usurera.
La novela está muy bien narrada y posee un ritmo vertiginoso que prácticamente no decae a lo largo de las casi
200 páginas. Probablemente eso explique en parte por
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qué Tusquets, con un jurado compuesto por Juan Marsé,
Almudena Grandes, Jorge Edwards, Élmer Mendoza y
Beatriz de Moura, consideró que el libro era merecedor
del premio de la editorial (una tirada de varios miles de
ejemplares, curriculum vitae y una dote de veinte mil euros). No es poca cosa. Pero tampoco sorprende, si miramos el prontuario de Sergio Olguín: graduado en Letras
en la UBA, fundador de V de Vian, primer director de El
Amante, periodista desde hace más de veinte años, jefe de
redacción de Lamujerdemivida y responsable de cultura del
diario Crítica de la Argentina, además de ser autor y editor
de varios libros.
Inquietante y angustiante, Oscura monótona sangre cumple sus propósitos: funciona en el marketing del mercado,
entretiene al lector y lo fuerza a un ejercicio reflexivo muy
incómodo. A través de la identificación con el personaje
principal, el lector/voyeur está invitado a experimentar
la culpa del que se sabe inocente, pero también el deseo
indebido de ser ese otro aunque sea por las páginas que
siguen. Un acierto de Olguín, quien explora algunos recovecos de la condición humana a través de una historia
simple, accesible y al alcance de las perversiones de cualquiera de nosotros.
JUEVES, 4 DE NOVIEMBRE DE 2010
“El sueño real” , por Ignacio Bosero
Qué hacer, de Pablo Katchadjian. Buenos Aires, Bajo La Luna, 2010, 93 págs.
P
ablo Katchadjian publicó poesía –dp canta el alma
(2004), El cam del alch (2005) y, en colaboración con
Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, Los albañiles (2005)– y otros dos libros: El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y El Aleph engordado (2009). En medio de
esta trayectoria, hay un libro que alcanza la luz ahora,
en 2010, pero que fue escrito por Katchadjian en el año
2006: la novela Qué hacer. Es claro que se trata de un proyecto diferente de la obra que venía gestando este autor. Y
cuando digo diferente no me refiero al grado de singularidad que presentan todos sus libros anteriores, sino a la diferencia explícita que marca Qué hacer, en la medida en que
es un cuerpo de escritura de una autonomía radical, que
parece saltar (superar) toda su literatura previa. Pero también, como parte y consecuencia de este desplazamiento,
la novela emerge públicamente –y pone en entredicho– el
modo de leer la literatura e incluso la cultura contemporánea. En este sentido, la novela parece salida en el punto
justo de la inquietud que comienza a generar este escritor
y la exhibición manifiesta de su trabajo. Por momentos, la
imagen que se me presenta es la de que Katchadjian embolsó en su cabeza todas las perspectivas teóricas del siglo
XX, hizo un bollo, lo tiró al piso, se sentó a escribir y fabricó algo nuevo como quien de niño destruye sin intenciones de destruir lo que los demás le ofrecen para jugar,
nada más que por el placer de armar un juego nuevo, propio. Por eso creo que de algún modo Qué hacer surge de un
cansancio pedagógico frente a la acumulación de imágenes, de respuestas insatisfactorias de nuestra cultura; y que
éste es el sentido que se expulsa, que se diversifica en una
pregunta indócil, cruda, que recorre la novela. Por eso
también despunta una voz nueva, excepcional, sin complacencias, clara (sin vueltas), punzante. Sobre todo, una
voz que nos despierta a la indudable evidencia de que sí
existe la homogeneidad en el mundo que vivimos. Y esto
porque Qué hacer es, digámoslo con esta palabra, diferente.
La novela está compuesta por cincuenta relatos breves
que, entrelazados, constituyen un sinfín de escenarios y
personajes que se repiten y mutan de acuerdo a los movimientos en tiempo presente de dos personajes: Alberto y el
narrador. Las aventuras, por así llamarlas, de ambos profesores están siempre motivadas por un riesgo latente y una
tensión entre saber qué hacer y no saber qué hacer ante
la situación que se les presenta de modo inminente “como
a resolver” y ante la cual, se supone tienen que decidir
qué harán para intentar fugarse aun sin la aprobación de
los otros. Porque esta misma inseguridad o inconclusión
o desconfianza que los personajes se plantean en sus acciones habilita una errancia sin sosiego frente a la imposibilidad de la permanencia de las cosas que los rodean –y
de ellos mismos–. Por ejemplo: “En la universidad inglesa
los alumnos me hacen preguntas realmente difíciles; yo
voy respondiéndolas todas. Esto me provoca la sensación
de saber todo lo que se me puede preguntar, y esa sensación me produce una alegría enorme que se interrumpe
cuando un alumno de dos metros y medio de altura me
pregunta: ¿qué va a hacer con sus manos cuando ya no
tenga cabeza? Alberto me mira y, parpadeando, me dice:
tu cabeza se está agrandando demasiado”. Todos los otros
personajes de la novela –alumnos de dos metros y medio o
tres, una vieja, un pobre de espíritu, fascistas, chicas lindas
o desnudas, un fracasado, una moza, ochocientos bebedores, un viejo con alas, etc.– aparecen mutando y proliferando indistintamente –de modo inestable– a lo largo
de los escenarios que transita la novela, y que también se
repiten (al igual que los personajes). Estos escenarios pueden ser una cantina, un barco, un banco, una juguetería,
una universidad inglesa, un puente, el baño de una dis-
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coteca, una bodega, un patio negro, etc. De algún modo,
la mutación de los escenarios y personajes y su repetición
proliferante muestra el plusvalor que adquiere una autoreferencialidad polisémica. Pero esta polisemia, al ser
inherente al sistema narrativo que postula el escritor, lo
vuelve autosuficiente. Al pasar esto, ya no se puede hablar
de polisemia tampoco, sino de lo explícito, que tiene como
último ejercicio límite la censura de la imagen o la desnudez. Por eso, aquí no hay algo sugerido, callado, indecible,
sino que se dice todo lo que se puede decir porque los personajes, Alberto y el narrador, no saben qué es lo conveniente para atravesar cada circunstancia. Así, mediante el
juego de forma-fondo, apariencia-realidad, saber-no saber, la referencialidad de los escenarios y personajes cobra
una dimensión atípica. De este modo, por ejemplo, una
universidad inglesa sigue siendo una universidad inglesa por
más que la clase sea dictada en un baldío con tres alumnos y dos profesores, o que los alumnos sean ochocientos bebedores o viejas. Por otra parte, el movimiento, que
indica el desplazamiento de todos los personajes y de la
novela misma, genera además que la expectativa del desenlace se disuelva (aunque siempre hay, en cada uno de
los relatos, una resolución parcial sobre qué hacer). Sin
embargo, esta forma nunca interrumpe la acción: el pensamiento es acción y, a la vez, la acción es pensamiento.
Por eso, la modalidad de llevar adelante la acción –valga
la redundancia– de los personajes, que Katchadjian pone
en marcha en Qué hacer, es peculiar. Y puede asociarse,
aunque de modo distinto, al estilo narrativo de Antonio
Di Benedetto. Si la forma breve en este último autor per-
mite el avance de la narración, debido a que la observación interrogativa interrumpe e instala una “subjetividad
extrañada” con el mundo exterior, y suscita la singularidad y especificidad de una prosa lacónica que conforma
su estilo, Qué hacer propone de alguna manera lo contrario: el corte, la interrupción, la reflexión están, son omnipresentes en una unicidad y frenarse implica un modo
de clausurarse. Hay que seguir hacia adelante, atravesar
la experiencia, decir, porque el desenlace debe sobrevenir
cuando quizá podamos responder sobre qué hacer, qué
decidir; mientras tanto no sabemos nada. Al final de la
novela, en el relato 50, hay una respuesta, por así decirlo,
a la pregunta del libro.
El relato 26, creo, es luminoso respecto de la novela:
“Alberto me habla del enigma de la situación anterior, y es claro
que con «situación anterior» no se refiere a lo que nos
pasó antes. Yo le pregunto, entonces, a qué se refiere, pero
él me dice que no puede saberlo; me dice: no puedo disolver el enigma porque es un enigma; si lo disolviera, dejaría de serlo y entonces no podríamos pensarlo más, y a
mí me gusta pensarlo. En ese momento tengo la certeza
de que, en realidad, Alberto no puede pensar el enigma
justamente porque el enigma le gusta; entonces, lo que
no le gusta es pensar el enigma, porque pensar el enigma
supone intentar deshacerlo”. El enigma es el motor que permite abrir esta pregunta visceral. De alguna manera, el
saber qué hacer es lo primero que resulta dudoso. Habrá
que responder, entonces, pero con voz auténtica; de otro
modo, no vale. JUEVES, 28 DE OCTUBRE DE 2010
“Utopía vindicada”, por Gisela Heffes
El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América latina, de Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky (eds.). Buenos Aires, Paidós, 2009, 328 págs.
A
cabo de terminar un artículo que analiza la dimensión utópica en la obra de la escritora y activista política Flora Tristán. Su caso se asemeja en
muchos aspectos a los diferentes ensayos sobre palabras
y prácticas utópicas que aparecen en El hilo rojo. Porque
más allá de las nociones más tradicionales y estrictamente
literarias respecto al término utopía, es posible extender
este concepto a una praxis social y cultural que, a su vez,
desafía categorizaciones de cierre y clausura. Con esto
me refiero a aquellas discursividades que pronosticaban
el fin de las utopías, anunciando su muerte, y que se regodeaban en un ejercicio típicamente lapidario. Decir que
la utopía ha muerto no sólo es una falacia sino que denota
una profunda ignorancia. Y si, en términos históricos, el
concepto de utopía ha tenido una importancia determinante en la formación cultural, social y política de Amé-
rica latina, esta labor no se ha agotado en el presente sino,
por el contrario, sigue reemergiendo bajo nuevas expresiones comunitarias y solidarias. Es esta continuidad lo
que pone de manifiesto el volumen de ensayos compilado
por Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky. Una continuidad que podemos retrotraer al mismo año
en que Tomás Moro publicaba su Utopía (1516), ya que
será por esos mismos años que el padre dominico Bartolomé de las Casas redacta su Memorial de Remedios de Indias,
manuscrito en que elabora una petición que no es sino
una detallada descripción de un plan para crear comunidades indígenas, en las que éstos puedan trabajar de manera libre. Este programa estructurado consiste en una
suerte de cooperativismo con los “cristianos”, es decir, comunidades utópicas cristianas. Su descripción detallada y
su retórica convincente procura crear un modelo alterna-
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tivo para los indígenas que desde el inicio de la conquista
padecían toda clase de tormentos, penurias y explotaciones. Del mismo modo, algunos de los artículos compilados en El hilo rojo dan cuenta de este tipo de cooperativas:
así, nos enteramos de las comunidades menonitas en Sudamérica, de la Sociedad de Hermanos en Paraguay, de la
creación de una comunidad galesa en la Patagonia argentina, y del proyecto de cooperativa Peretz en Villa Lynch,
provincia de Buenos Aires, entre muchos más. En este
sentido, es importante subrayar que hay una correspondencia o reciprocidad entre la idea de América, concebida como una utopía, y los proyectos utópicos que, desde
la conquista hasta el presente, diferentes escritores, intelectuales, críticos y religiosos han soñado para América,
sobre todo América latina. Más aún, la asociación entre
América y la consumación de una utopía es un tema recurrente en textos y crónicas desde las exploraciones más
tempranas hasta el presente. Con la conquista de América emerge no sólo la idea de un vasto territorio “vacío”,
sino que la experiencia americana estableció un campo de
experimentación para la aplicación de ideas extranjeras,
lo que se manifestó tanto en el plano teórico como en la
organización y diseño urbanos. Se trata de la intersección
entre la emergencia de una nueva realidad geopolítica y
la construcción del ideal utópico tal como se manifiesta en
textos literarios, trabajos intelectuales y proyectos comunitarios que proponen tanto una concepción racional como
una imagen de una sociedad perfecta e ideal.
Por otra parte, hay que señalar el carácter político de
estos textos y cómo, en muchos casos, surgen como proyectos cuyo objetivo principal consiste no sólo en poner fin
a una situación socioeconómica y cultural determinadas,
sino plantear además tanto una alternativa bajo la forma
de un modelo social y económico específico como una
intervención crítica sobre la realidad inmediata y el contexto en que ésta se inscribe. En este sentido, vale la pena
recordar la distinción que lleva a cabo el crítico Lyman
Tower Sargent respecto a lo que denomina las “tres caras
del utopismo”. Según Tower Sargent éstas tres se componen de: 1) pensamiento utópico, 2) comunidades utópicas
y 3) literatura utópica. Como en el caso de Flora Tristán,
es posible definir pensamiento utópico como aquel que
concibe a la utopía más como una preocupación por las
fuerzas sociales que por los aspectos literarios. El mismo
Fernando Aínsa va a hablar de “imaginario subversivo”
al referirse a una forma de espíritu que se manifiesta en
discursividades de diversa índole, más allá del formato narrativo y/o ficcional. Y es este ímpetu utópico, podemos
sugerir, el que hila justamente la urdimbre o tejido de los
artículos aquí compilados.
El hilo rojo se abre con un análisis comparativo de dos
fotografías que evocan dos ciudades diferentes, y con esto,
dos momentos históricos determinados. De los piqueteros
en Argentina a un grupo de anarquistas judíos oriundos
de Europa del Este, fundadores de una comunidad cooperativa en el Chaco, estas fotografías plantean continuidades pero también interrupciones. La intención de estas
fotografías, como señalan los compiladores, es la de “mapear” los “contornos de esos experimentos comunitarios
de América latina”. Es decir, establecer una genealogía
de los imaginarios subversivos que, bajo diversas formas,
han permeado y condicionado parte de la identidad latinoamericana. Mientras la primera parte del libro explora aquellos proyectos literarios y artísticos imaginados tanto por
los anarquistas como por las vanguardias (es el caso de
la obra de Pierre Quiroule y el estridentismo), las secciones siguientes revelan de manera rigurosa y sistemática la
presencia de proyectos utópicos múltiples en el territorio
latinoamericano. Se trata de proyectos comunitarios disímiles, como lo demuestran las prácticas religiosas en la
provincia de Rosario, en el artículo de Verónica López
Tessore, la fundación de comunidades espirituales y pacifistas como sugiere Yaacov Oved en su artículo sobre
la Sociedad de Hermanos en Paraguay, o de experiencias
permanentes y sustentables en el territorio patagónico según la propuesta de Ernesto Bohoslavsky respecto a la inmigración galesa.
En esta misma línea se inscriben los artículos de Marisa González de Oleaga sobre las comunidades menonitas en Paraguay y, de manera retrospectiva, el ensayo de
Carlos Illades sobre las utopías sociales La Reunión y La
logia en América del Norte, a mediados del siglo XIX. Asimismo, hay que mencionar el trabajo de Daniel Baratti y Patricia Candolfi sobre la colonia Guillermo Tell en
Puerto Bertoni, Paraguay, donde el mismo término utópico aparece cuestionado.
Muchas veces, al descubrir estas prácticas utópicas
comunitarias nos encontramos con sorpresa que, a pesar
de su fervor inicial, se trata de proyectos que han tristemente concluido. Este final que obedece a razones de diversas índole revelan su carácter temporario y por lo tanto
irregular. Sin embargo, como bien señala González de
Oleaga en su “coda” final, estos experimentos comunitarios, gestionados en general al margen del Estado y/o
del mercado, funcionan como un modelo para aquellos
“sectores sociales que intentan encontrar caminos transitables” dentro del panorama sociopolítico y económico
actual. Lo utópico, entonces, no debe circunscribirse a un
enjuiciamiento o prejuicio respecto a su carácter idealista
que, muchas veces, es utilizado erradamente como sinónimo de ausencia de pragmatismo y que, por lo tanto, ha
perdido su conexión con la realidad. Por el contrario,
siguiendo el modelo del filósofo del humanismo marxista
y del utopismo revolucionario, Ernst Bloch, lo utópico
puede encontrarse a nuestro alrededor, tanto en las cla-
ves de un mundo anterior, perdido, que puede anticipar
el futuro, como en las formaciones estéticas que nos “iluminan” sobre aquello que falta y todavía puede devenir o
llegar a ser, aquellas que inspiran esperanza en el público
o lectores y proveen del ímpetu necesario para un cambio
colectivo e individual.
Si, como ha señalado Kenneth Roemer, una utopía literaria puede definirse como una descripción detallada de
una comunidad, sociedad o mundo imaginario, una “ficción” que incentiva a los lectores a experimentar –a través
de aquella– una cultura que representa una alternativa
reglamentaria y normativa respecto a la propia y presente,
la materialidad de estas comunidades revela que esa alternativa es asequible. Sus finales, de este modo, no deben
leerse como una imposibilidad sino como las contingencias permanentes a las que están sometidas los sujetos sociales que la habitan, moldean e imaginan. De sus experiencias debemos extraer los fundamentos para reevaluar
sus pilares y rehacer o “reconstruir”, utilizando el término
que Aínsa ha propuesto en su libro ya clásico La reconstrucción de la utopía, un proyecto de mejoramiento social para
erradicar el prefijo –u del término “tópico” y hacer de la
utopía un topos real, una eutopía o lugar feliz.
JUEVES, 21 DE OCTUBRE DE 2010
“Tragedias familiares”, por Marcelo Damiani
Tragedias familiares, de Marcos Rosenzvaig. Bs. As., Leviatán, 2010.
T
ragedias familiares de Marcos Rosenzvaig reúne
tres inmersiones del autor en el universo del teatro clásico. “Hipólito o la peste del amor” se interna en el mito ya explorado por Eurípides y por Racine
para repensar el problema del amor desde una perspectiva contemporánea. En “Edipo en la cruz” el recorrido
es más amplio, ya que no sólo están implicados Sófocles
y Freud, Deleuze y Foucault, sino también un autor menos conocido, Jean-Joseph Goux, autor de un libro muy
interesante que Rosenzvaig conoce o intuye: Edipo filósofo
(1988); allí se plantea que Edipo es uno de los primeros
en creer y utilizar la razón como arma y mecanismo de
poder. Por último, en “El sacrificio” es revisitada la historia bíblica de Abraham e Isaac a través de la mirada
filosófica de Sören Kierkegaard. Evidentemente, como se
puede apreciar a partir de la sola mención de las obras
que conforman el volumen, Rosenzvaig es uno de los pocos autores argentinos, por no decir casi el único, decidido
a embarcarse en la difícil empresa de actualizar la tragedia a través de una perspectiva filosófica también contemporánea. Tal vez no esté de más señalar que la tragedia
y la filosofía han estado unidas desde sus inicios, pero no
siempre esta unión ha logrado ser representada en términos actuales.
“Un motivo transversal a las tres piezas,” como muy
bien anota María Gabriela Rebok en el prólogo, “es el
imperio violento de la enfermedad.” El sustento teórico
de este hilo conductor se encuentra en el penúltimo libro
publicado por Rosenzvaig: El teatro de la enfermedad (2009).
Allí hay un recorrido notable, desde la antigüedad hasta
nuestros días, guiado un poco por el fantasma de Susan
Sontag, por las metáforas y las significaciones de la enfer-
medad en los grandes momentos del teatro. La mayoría
de los personajes están enfermos, enfermos por el destino
(o la existencia), por la pasión (el amor enfermo, acaso la
nueva versión del amor loco) o por la fe (la religión como
enfermedad). Rosenzvaig parece haber captado el núcleo
excesivo, adiposo, de toda enfermedad, y como contrapartida la esencia naturalmente equilibrada de la salud.
A nivel formal las obras incorporan el sentido del humor
y el absurdo, a sabiendas de que hoy en día toda tragedia
también tiene su lado lúdico.
Por último, Rosenzvaig percibe que la verdadera tragedia de Edipo es el enigma del hombre, alguien que
nunca puede estar seguro de dónde viene, adónde va ni
quién es. En Hipólito… se sostiene que “el amor es la verdadera condena de esta tierra” porque “siempre yace escondido en una zarza ardiente de espinas”. El sacrificio parece arrojarnos a los brazos de la creencia que Dios es una
proyección de nuestros propios deseos frustrados.
Rosenzvaig, con este duro diagnóstico vital, se convierte en una suerte de doctor especial que, en términos
de Deleuze, es un título reservado para los pocos autores
que logran captar el espíritu de su época, ese paciente rebelde que nunca hace caso y que prefiere morir a curarse.
El doctor Rosenzvaig, quizá, también está consciente
de esto.
VIERNES, 15 DE OCTUBRE DE 2010
“El cortejo caníbal”, por Natalia Gelós
| BOCADESAPO | RESEÑAS
El Ángel Negro. Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial, de Rodolfo Palacios. Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2010, 272 páginas.
121
T
enía diecinueve años y mató a once personas. Vivió más de la mitad de su vida en prisión y la libertad se le hizo un gusto diluido con los años,
hasta volverse fantasma, hasta ser su sueño eterno, su pesadilla. En el sur de la pampa seca, en el penal de Sierra
Chica, donde años atrás los Doce Apóstoles jugaron al
fútbol con la cabeza de un muerto, el Ángel Negro, Carlos
Eduardo Robledo Puch, pasa sus días y recibe a Rodolfo
Palacios, que intenta armar su perfil, contar su historia,
la de uno de los asesinos que más marcaron a la sociedad
argentina.
El espíritu caníbal los sobrevuela a ellos, entrevistador
y entrevistado. Cuando la relación es periodista/asesino
múltiple, eso no cambia. Se acentúa. En El Ángel Negro,
Rodolfo Palacios se enfrenta a Carlos Robledo Puch. En el
prólogo, Jorge Lanata habla de un juego de seducción, un
cortejo que tiene como último objetivo desnudar al otro,
alcanzar su entrega. Sin embargo, el ida y vuelta entre Palacios y Robledo Puch muchas veces se muestra más como
un cuidadoso baile psicótico, en el que cada uno espera
que el otro muestre su punto débil para atacar, para devorarlo. En definitiva, la seducción y la caza no se ubican
tan lejos. No son tan extrañas. Así azota en la memoria
el juego entre asesino y periodista por excelencia, el que
hizo historia: el ida y vuelta entre Truman Capote y Perry Smith, uno de los dos asesinos de la familia Clutter que le
permitieron al hombrecillo siniestro y genial de la literatura norteamericana apropiarse del término non fiction y
escribir A sangre fría.
Más allá de la innegable rigurosidad de la investigación, lo que resulta interesante en este libro es la posibilidad de presenciar escenas que recuerdan al proceso de
realización de A sangre fría y que se describen en la biografía que Gerard Clark hizo sobre Capote. En el detrás de
escena de su obra, el norteamericano enumeró situaciones
que también aquí, en este juego de a dos entre Puch y Palacios, se suceden con gran similitud: Las cartas del asesino al periodista (cuarenta y cinco envió Robledo Puch
a Palacios, algunas incluso con dibujos dedicados; y eran
variadas y plagadas de dibujos las que enviaba Perry a
su escritor estrella), la perseverancia en negar las muertes
de las que se los acusan, la intención de gustarle al otro,
la mirada sigilosa, la posibilidad de traición por parte de
ambas partes, la palabra amistad como promesa o amenaza. La muerte y el poder como dos testigos que, obstinados, respiran en la nuca de los dos que integran este
juego. Consciente de que esa relación con Puch no podría
ser obviada, que se constituiría en un foco de atención,
Palacios opta por la inclusión de la primera persona. Y la
elección funciona.
En El Ángel Negro no predomina lo literario, sino que
se pone al servicio de lo periodístico, en un lugar discreto.
Aquí lo que se destaca es la investigación: el trabajo de
recolección de datos, la tenacidad de esas visitas al penal
de Sierra Chica, la búsqueda de personas que hayan sido
parte de su historia, los familiares de las víctimas. Con una
prosa cuidada, sobria, página a página Palacios muestra a
su Robledo Puch, al que desde una silla incómoda de la
sala de reuniones del servicio penitenciario, decide mostrarse, decide jugar.
Y a lo largo del trabajo no sólo se desprenden los distintos climas de época que acompañan esta historia que
comenzó en 1972, con los asesinatos; también aparecen
adyacentes los ambientes que circundan a los personajes,
el penal, el pueblo de Sierra Chica, donde éste funciona
como motor de la vida local. Hacia allí fue el periodista,
en un trabajo que le llevó años y que buscó humanizar
a quien los diarios definían como “el monstruo”. Al encarar un personaje como Robledo Puch, Palacios tiene
tantas ventajas como dificultades. Por un lado, sabe que
cuenta con un protagonista atractivo. Todos amamos a los
asesinos. Más si son múltiples. Más si figura entre los grandes homicidas nacionales, junto a Yiya Murano, junto al
Petiso Orejudo (aunque Puch odie la comparación). A su
vez, ese lugar de exposición genera múltiples visitas a lo
largo de su historia, entonces, ¿qué decir? ¿qué agregar?
Pues el periodista se las ingenia, asedia a su presa, incluso
festeja con él su cumpleaños, y arma un perfil. Y lo expone.
Peronista con brotes místicos, sociópata, falto de cariño, solitario, verdugo, víctima, de a ratos superstar. Así
lo muestra. Así se muestra en el capítulo final, en ese monólogo de Robledo Puch, armado con las cartas que él
le escribió a su biógrafo. Palacios denuncia, además, las
torturas a las que fue sometido Puch en nombre de una
posible cura, muestra su pasado, su infancia, su frustrado
futuro de pianista. Con oficio y humildad, el autor arma
un texto honesto y claro. Y en el baile caníbal consigue
respirarle en la nuca a Robledo Puch, que no confiesa,
pero se desnuda.
LUNES, 4 DE OCTUBRE DE 2010
“La infancia en pedazos”, por Mauro Peverelli
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Kaltenburg, Marcel Beyer. Buenos Aires, Edhasa, 2010, 281 págs. Traducción de Gabriela Adamo.
122
E
n un puñado de entrevistas, el ahora anciano Hermann Funk, zoólogo del instituto de Dresde, le narra a Katerina Fischer, una intérprete que desea
conocer el nombre de algunas aves de dicha ciudad, la
historia de la relación con su mentor y maestro, el mítico
profesor Ludgwig Kaltenburg. Los lineamientos fundamentales del relato se inauguran con una descripción del
bombardeo a la ciudad de Dresde en febrero de 1945. En
ella el narrador descarta poner el foco en los aspectos a
los que podríamos llamar belicistas (aviones dejando caer
su carga de explosivos, alguna pretendida defensa con artillería antiaérea, etc.), para concentrarse en un tipo de
aproximación que, aportando una respiración, un ritmo,
y también la contundencia de sensaciones que por sus sutiles ambigüedades son más eficaces que una pretendida
descripción de lo concreto, estará presente a lo largo de
toda la novela. Esto ocurre debido a que el relato está
narrado en primera persona y los momentos más logrados, sin duda, son aquellos en que la memoria evoca los
desgarrados años de la infancia. Hermann Funk queda
huérfano en dicho bombardeo y en la descripción de
todo ese episodio estará condensada la mecánica narrativa del texto. En ella se apela, entre otras herramientas,
a una aproximación a los sentidos, pero no de una manera demagógica con el lector, ofreciéndole una paleta de
sabores, de aromas y de sonidos fácilmente identificables
–extraídos de los manuales y prospectos donde algunos
escritores suelen acudir en auxilio de una bastardeada eficacia– sino, por el contrario, con la exhumación de sutiles elementos que terminarán exponiendo el costado de
los instintos que terminan por incomodarnos: “De noche,
mientras deambulaba por el parque, algo me golpeo con
fuerza en el hombro (…). El sonido fue sordo y sólido a la
vez y cuando la cosa cayó a tierra, siguió rodando un poco
más. La encontré, negra, la agarré: algo pegajoso, desmigajado, la superficie áspera; puse el cascote delante de mis
ojos, un pedazo de alquitrán, tal vez, nada más que restos.
Lo acerqué a mi nariz y como un reflejo lo arrojé lo más
lejos que pude. Lo que había olido era: carne quemada”,
o “Un cárabo que ante la llegada del fuego, del ruido de
los aviones, se vio arrancado de su calma estoica (…) y
ahora llevaba a cabo movimientos llenos de pánico en el
aire para apagar las llamas que (…) ya estaban comenzando a devorar sus alas”.
A medida que la historia avanza y la voz enfoca su
objeto de evocación (la vida del profesor Kaltenburg), el
modelo narrativo es el de la escuela tradicional alemana
que va desde Goethe hasta Sebald, pasando por Thomas
Mann y Hermann Hesse, donde la exacta distancia entre narrador y personaje va produciendo un acercamiento
al sujeto que, a la vez que desvela sus aspectos humanos,
también alimenta todo aquello que, paulatinamente, lo va
convirtiendo en mito. Kaltenburg vive rodeado de animales. Su tarea de ornitólogo lo mantiene en permanente
observación del mundo natural; el narrador utilizará con
insistencia los recursos que le brindan ese tipo de acercamientos para ir en busca de analogías con el universo
social. Es imposible desligar las minuciosas descripciones sobre la conducta de algunas aves, como por ejemplo la migración definitiva de las grajillas de la ciudad de
Dresde, que se produce en un período muy corto de años,
de cómo ciertos esquemas políticos y económicos empujan también a los hombres a desplazarse de una región
a otra. En lo concerniente a lo político el acercamiento
es siempre de una lateralidad que va aportando distintos
puntos de vista sobre determinados temas. Sobre hechos
fundamentales como la muerte de Stalin (que al lector le
llegan a través de comentarios, de relatos de viejas historias, y por conversaciones oídas casi al pasar) va desplegando un abanico de apreciaciones que van desde el alivio
por cierto sentimiento de liberación en una atmósfera de
control asfixiante, al dolor por la pérdida de una figura tan
controversial como paternalista.
En la permanente recurrencia a una memoria siempre
electiva, aplicada en resolver las confusas claves del pasado, es donde el autor se irá encontrando con las mejores
versiones del relato. Como en la Berlín de la Infancia de
Walter Benjamin, donde este consigue hacer audibles las
voces y las melodías de una Alemania de preguerra, sus
tensiones, la emergencia de componentes que irán confluyendo hacia el sostén de una lógica que desembocará en la
locura, en la Dresde de Marcel Beyer la posguerra es el relato de los fragmentos aislados, es la infancia en pedazos,
el intento siempre insuficiente de reconstituir los tejidos
filiales, las relaciones humanas que, junto con los cuerpos,
fueron mutilados por dicha locura. MARTES, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2010
“Esa carrera loca”, por Jimena Néspolo
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Blanco nocturno, Ricardo Piglia. Barcelona, Anagrama, 2010, 299 págs. Condominio, Max Gurian. Buenos Aires, El fin de la noche, 2010, 94 págs.
123
E
l problema –para Max Gurian (1975)– es el espacio. El espacio es limitado y hay que hacer cabriolas para poder acomodar todos los autos en una
minúscula superficie a fin de que a ninguno lo encuentre la
noche sin resguardo –esa es la única certeza de los hermanos Teo y Matías, en el relato “Los autos locos”, publicado
en el presente volumen–. Un motor cruje con la inesperada inyección de combustible, las bujías corcovean y en
dos maniobras limpias el auto se acomoda sin rasguño ni
malestar alguno en un espacio ultrarreducido: Hace falta
mucha pericia para ejercitar el arte bobo de estos mellizos que, desde el vientre materno, se saben condenados
a su mutua compañía en una misma zona que los asfixia.
Duermen en los autos, descansan en sillones destartalados
en la vereda, comen lo que hay mientras respiran las excrecencias de las máquinas o las despiden con “el fervor
y la elegancia de un guardia suizo a punto de renunciar”.
Lejos del pintoresquismo barrial o de un naturalismo de
porro y barricada, los textos de Condominio hacen gala de
una arquitectura ajustada, de un lenguaje distanciado, frío
y conciso que, la más de las veces, crispa de anormalidad
el relato. En el cuento anteriormente citado, por ejemplo,
las secuencias de la vida de los hermanos en el garage se
intercalan con otras que abundan en las peripecias de una
carrera de velocistas. Veamos el siguiente fragmento: “En
el inaudito bullicio de los corredores, todo es posible y todos se aprestan a desbordarse mutuamente. (…) La inexperiencia general los mancomuna y los confirma en su error:
creen, espontáneos, que ganará el mejor. No censuremos
semejante concepción del mundo; han subsistido hacinados en un medio inhóspito al desarrollo intelectual, con
temperaturas tropicales que atontan y adormecen, librados a su suerte, sin cábala alguna. Carecen de tiempo, y
sin tiempo la abstracción es un abuso de confianza, un suplemento vitamínico penado con rigor. Apenas unos rudimentos de darwinismo y los pobres, con ese bagaje, hacen
lo que pueden. Su idea de individualidad es precaria; nace
con el primer reflujo desconocido y la oleada siguiente les
impone una tosca metodología de supervivencia: correr
por la vida.” Así escribe Gurian, quien –por edad– es parte
de una generación prolífica en publicaciones y antologías
y, –por escritura– debería disputarle el podio de “representatividad” a –por ejemplo– 76, de Félix Bruzzone, aunque,
en rigor, Condominio sea el primer libro que publique. Hay
morosidad y asfixia helada en su prosa, cierto aire borgeano que le canta al rezago y a la desidia pero que, antes de convertirse en parodia laberíntica, avanza –como el
protagonista del relato que da nombre al volumen– entre
el coleccionismo de la materia inerte y el dibujo en delicadas filminas expuestas en el lugar más abyecto de la casa. Pero hablábamos de carrera, y si bien la de Gurian no
sabemos cómo termina, porque “siempre hay algún tapado
que reserva sus energías para la recta final”, su reflexión nos
confirma que si hay carrera, hay disputa y por tanto: motor
narrativo. Observo, en este sentido, que Blanco nocturno, la
novela de Ricardo Piglia (1940) recientemente publicada,
dispara con reaseguro la acción a partir de la misma estrategia formal. A pocas páginas de comenzado el texto y
presentadas las simpáticas [otra vez] mellizas Ada y Sofía,
y su mulato compañero, es la promesa de una carrera de
caballos la que posibilita que el extranjero comience a interactuar con la gente del pueblo y con esto surja el susurro de un relato que finalizará en una muerte anunciada,
y en una imposibilidad. Una carrera de caballos que no
es sino de dos jinetes que representan dos modos de montar (la palabra): una a la inglesa (con silla, fusta, preámbulo
y consorte) y otra a lo indio, en patas y a la brava. El que
llega primero –como era de esperarse– es el gaucho, que
alcanza mayor velocidad gracias a una técnica elemental y
efectiva; sin embargo es el otro, el rezagado, el que anuda
y posibilita con su sofisticación el desarrollo de la trama
policial. Si con el correr de las páginas, las mellizas ganan
más frivolidad que frescura en escenas que las vuelven planas junto a un Emilio Renzi joven y locuaz, la figura del
“Chino”, el jinete perdedor, progresivamente adquiere el
pathos necesario para que la novela policial se suceda plena
y llegue a buen puerto: mata por amor (a su animal) y poco
importa que luego se suicide sin que sepamos quién lo ha
contratado porque a esas alturas el lector ya se ha enterado
de la empresa imposible de los hermanos Belladona, de su
ingenuidad y de su pasión, de la locura lúcida del comisario
Crocce, de la inmutabilidad de una sociedad corrupta, de
la absurdidad –en fin– de toda carrera… La narración ha
sucedido y el Chino, siendo el real asesino, es el gran inocente puesto que no es más que un engranaje menor en esa
cadena de corrupciones que acusan y definen la “chinidad”
no [solo] por sus rasgos orientales, sino por su talla menor
y su condición servil, subalterna y, principalmente, femenina. La “chinidad” en la novela de Piglia, en tanto certera
carta robada, se asume –adviértase– como mera nota al pie
que, a fuerza de constancia y obcecación proliferante, termina desbaratando la ilusión monológica y patriarcal del
relato. Había una carrera y también –claro está– sus resultados pero, sucedidas las muertes y también su relato intenso a lo largo de más de doscientas y pico de páginas, ya
la hemos –casualmente– olvidado. LUNES, 20 DE SEPTIEMBRE DE 2010
| BOCADESAPO | OPINIÓN
“De falsaciones y falsarios”, por Jimena Néspolo
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E
n el día de la fecha, el director de la revista literaria
Quimera (de Barcelona), Jaime Rodríguez Z. ha
anunciado a través de un comunicado de prensa
que el número de septiembre de la revista: “…es un experimento editorial propuesto e íntegramente redactado
por el escritor Vicente Luis Mora. Se trata, pues, de un
ejercicio de metafalsificación en el que el también crítico y
teórico de la literatura ha realizado una práctica ejemplar:
hacer del discurso una praxis. Mora no solo ha redactado
todos los textos que conforman el dossier sobre falsificación, sino que ha escrito el poema, guionizado el cómic,
suplantado a los columnistas, inventado a los entrevistados
(y a los entrevistadores), ficcionado con la crítica y creado,
en fin, una pieza periodística única en la que se funden las
dimensiones teóricas y lúdicas, paródicas y críticas, de la
creación literaria.”
Por su parte, en su blog, Vicente Luis Mora explica
que la idea del experimento fue “analizar nuestro sistema
literario y sus formas de recepción y legitimación y también, y al mismo tiempo, como una forma activa de participar en los procesos artísticos con un gesto que va más
allá de la propia escritura.” Pormenorizadamente relata
el arduo trabajo de escritura que supuso, para él, dar con
el tono y el estilo de cada uno de los columnistas de las
secciones fijas (Germán Sierra, Germán Tabarovsky, Manuel Vilas, Agustín Fernández Mallo), quienes voluntariamente se dejaron “usurpar” por su “escritura falsificadora
y fantasma”. Según explica, la idea surgió en octubre de
2009 y: “Jaime Rodríguez Z., el actual director, que ha
sido un paciente cómplice de todo este gigantesco engaño,
cuyo secreto hemos logrado mantener hasta el final, incluso para colaboradores estrechos de la publicación.
Debo decir que cualquiera que sea el valor transgresivo que
este número supone, hubiera sido imposible si la propia
revista y sus directores no hubieran avalado la operación,
de modo que Quimera se convierte, gracias a su gesto, en la
única revista de crítica y también de autocrítica de la literatura española actual.”
Como antecedentes históricos de esta “intervención”,
Mora esgrime sus experiencias juveniles y los Folletos literarios de Leopoldo Alas pero, casualmente, olvida un referente más cercano. En el verano 2007-2008 la revista
argentina Otra parte, dirigida por Graciela Speranza y
Marcelo Cohen, dedicaba su número 13, titulado “Crítica Ficción”, a reflexionar, teórica y prácticamente, sobre el mismo problema. Un tanto más crítica y plural,
sin hasta el momento bajadas pedagógico-explicativas ni
autopostulaciones ególatras, los participantes de ese número escribieron sobre obras y referentes inexistentes con
el mismo rigor lúdico y formal que suele caracterizar a la
publicación pero, en este caso, rozando incluso la ilegibilidad (muchos lectores despistados, aún hoy, buscan a las
obras y los autores abordados entonces). Así, por ejemplo,
Silvia Schwarzböck, en “Las verdugas” analizaba la polémica que la película La historia de Julieta, de una tal Victoria
Siffredo, había despertado en el mundillo al trabajar dialécticamente sobre las figuras de la víctima y el victimario
en una visceral estetización de la violencia, para finalizar:
“El problema es para qué se hacen esos juegos en los que
alguien filma una película fascista sin ser fascista, y a qué
jugamos los espectadores cuando los jugamos, si no creemos en ellos. ¿Son artísticos, en lugar de políticos, por el
sólo hecho de ser juegos? (…) ¿Provocar, en la era en que
el público está sediento de ser provocado? ¿Por qué esa
operación no sería, precisamente por lúdica, un gesto que
entra en la órbita de la política, en la medida en que la directora también podría estar fingiendo que no es fascista?
¿Por qué la directora sería la garantía última de verdad en
una obra que no cree en la verdad? Lo perturbador para
nosotros, los espectadores, sería que estuviésemos viendo
algo verdadero creyéndolo parte de un juego.”
MARTES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2010
“Situarse en la duda”, por Rosana Koch
El Mañana, de Luisa Valenzuela. Buenos Aires, Seix Barral, 2010, 381 págs.
“L
a palabra, la mujer, la responsabilidad histórica, escribir…” Así definió María Heguiz
la temática de la obra de Luisa Valenzuela.
Con su voz, su cuerpo y movimiento la narradora interpretó, en la presentación de la nueva novela de la escritora, retazos sueltos que cobraban vida en el preciso
instante de su recreación: “Meses y meses repitiéndome
la misma pregunta inútil: ¿Por qué nos metieron presas? ¿Qué hicimos, qué pensamos, qué dijimos de más,
qué amenaza encarnamos sin siquiera darnos cuenta? El
país estaba tranquilo y según parece sigue bien tranquilo,
como si nada, como si nosotras no hubiésemos existido
nunca. Dieciocho escritoras borradas de un plumazo. En
arresto domiciliario. Una verdadera mierda.”
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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Así comienza la nueva novela de Luisa Valenzuela: un
grupo de escritoras festejaban el lenguaje en un barco llamado El Mañana, buceaban en el juego de palabras con
ecos femeninos dionisíacos, hasta que un comando militar
desbarata esa idílica utopía para confinar a todas las escritoras a un arresto domiciliario. A partir de ese momento
son consideradas terroristas, subversivas, brujas y otros calificativos de la misma índole dogmática, pero especialmente fueron silenciadas porque la palabra les fue vedada:
“Nos dieron vuelta la página. Borrón y cuenta nueva dijeron y fuimos nosotras las borradas.”
“¿Por qué?”, es la pregunta que permanece latente en
toda la novela. En el fluir de un futuro indefinido o imperfecto,
la protagonista Elisa Algarañaz intentará entender la razón del secuestro, envuelto en el hermético manto de un
poder que une el presente con el pasado y se recupera
en la memoria para que su actualización en la ficción se
convierta en un acto de resistencia: la alusión a Haroldo
Conti y el silencio que envuelve y niega las desapariciones
de las escritoras manifiestan la presencia de una cicatriz
dolorosa, por momentos adormecida.
Un traductor israelí, Omer Katvani, y un hacker informático, Esteban Clementi, “revividores ambos de lenguajes muertos a los cuales pretendían devolverles algún
soplo de vida”, intentarán ayudar a liberar a la protagonista, mientras que en esa entrega por romper los límites
del encierro (durante el arresto y luego, en su residencia
en la villa) las palabras fluyen sin libreto premeditado y
permiten la emergencia involuntaria de Juana Azurduy,
manifestación libre de una heroína que lucha contra las
barreras de una novela histórica que sabemos cómo termina y que por eso surge de la nada para entremezclarse
con la voz de la protagonista. En esta mixtura de voces, la
primera persona de Elisa Algañaraz es la que prevalece
desde el inicio y durante toda la novela para ocupar un yo
que se construye a partir de la enunciación de su palabra,
para reafirmarse progresivamente. La máscara de la lengua supera el argumento, porque la trama es el ruido que
no le interesa a Valenzuela, y desmantela los géneros en
ese proceso de explorar en los contornos imperceptibles.
La novela se construye como una aventura en la indagación y una puerta abierta a las múltiples conjeturas para
habilitar al lector el derecho de poder situarse en la duda.
Porque las respuestas no están en las intenciones de la autora: “Escribo contra aquellos que creen tener todas las
respuestas. Espero que cada uno de mis libros sea un semillero de preguntas que genera más preguntas y por suerte
casi ninguna respuesta.” No se sabe ni se sabrá el por qué
del arresto, pero es en ese no-saber donde hay algo que
interesa más. Tal vez estas escritoras hayan logrado decir lo que no podía ser dicho y sus palabras conmocionar
el orden establecido, desencadenando una amenaza que
subvierte el discurso hegemónico. O al revés, en el gesto,
en lo no dicho o posiblemente sugerido, representen una
potencialidad latente y al mismo tiempo peligrosa: “¿Qué
pescaron ustedes en ese avanzar río arriba tendiendo vastas redes de palabras? ¿Qué secreto entrevieron susceptible de generar tamaña represión, hermana putativa del
miedo?”
Luisa Valenzuela definió El Mañana como un thriller del
lenguaje, una aventura que como el barco, navega en las
aguas turbulentas del lenguaje. La escritura (un viaje simbólico signado por escapar del encierro) es la búsqueda
para lograr salir de las palabras controladas por el otro e
intentar destruir ese pacto discursivo para situarse en ese
no-lugar, desterritorializarse y así, re-constituir una identidad femenina en la construcción de la subjetividad, que
fluctúa con diferentes máscaras (Elisa, Melisa, Juana),
pero que finalmente reconoce los ecos de su propia voz.
MARTES, 7 DE SEPTIEMBRE DE 2010
“La escritura propia”, por Ignacio Bosero
Letra muerta, de Mariano García. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, 253 págs.
L
etra muerta comienza con la escritura de una carta
de A, desde un lugar retirado, que se dirige a Edith,
una editora conocida. El pulso de esa primera carta
muestra la construcción de la novela de Mariano García,
mediante la utilización del género epistolar y el biográfico.
Su lectura proyecta las pasiones de las novelas decimonónicas. Sin embargo, los personajes de esta novela actúan
en nuestro siglo XXI –el de la posibilidad casi absoluta
de toda comunicación– inmunizados contra los riesgos de
signo romántico. Este recurso sugiere que la espera a una
respuesta puede ser todavía más penosa.
A, entonces, va a escribir la “verdadera” biografía de
Rolando Safir. Un escritor extraño, que ha muerto hace
poco tiempo en una tragedia. Para llevarla a cabo, A necesita de la imperiosa colaboración de la editora, Edith.
Esta mujer cuenta con todo el material necesario para reconstruir la biografía del escritor en cuestión (sus libros,
una autobiografía que se le encargó antes de morir, notas,
el diario que llevaba desde los ocho años). Pero por los indicios que suministran estas cartas, puede advertirse que
esta editora no está del todo dispuesta a brindar colaboración alguna como editora o amiga; es más, puede que
| BOCADESAPO | RESEÑAS
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muestre recelo. Al parecer, debido a la inquietud o a la
sospecha que pudiera provocarle auspiciar la edición de
Rolando Safir, cuando está en boca de todos, “en el pináculo de su prestigio”. Por lo pronto, A prefiere evitar este
tipo de suposiciones sobre Edith, que sólo lo irritarían. Y
se aboca a la tarea de escribir los primeros capítulos de
la biografía; impulsada, además, por un acto de justicia
contra el mercado que hoy ensalza y vende al escritor Rolando Safir. Él, su biógrafo, quiere mostrarlo como lo conoció en su intimidad “desde la juventud hasta su trágica
muerte”; y poder contar, en realidad, “la batalla que libró
consigo mismo y de la que, a pesar del éxito póstumo, nadie sabe nada.”
La biografía, intercalada por las siete cartas de A,
permite la composición casi total de la vida y los pensamientos de Rolando Safir y el sistema de relaciones que
este escritor mantuvo con el medio intelectual, a través
de Edith y Ángel, su actual biógrafo. De ese modo, Letra muerta, también desnuda sus propósitos críticos sobre
el universo literario que encarna el personaje de esta editora. En cierta forma, escribir esta biografía, tiene para
Ángel, como necesidad, el desafío frente al pragmatismo
del éxito que se encargó de transformar a Rolando en un
escritor reconocido; pero que suprime, sin embargo, el
largo y dramático proceso que azotó su incomunicación y
su encierro desde su infancia.
Rolando Safir fue un niño sobreprotegido casi sin relación con el mundo exterior, debido a que su madre, presa
de un delirio tras perder a su primer hijo, decidió no favorecer su socialización y no lo mandó ni al jardín ni al
preescolar. La adolescencia fue incluso más difícil, teñida
del descubrimiento de sus deseos sexuales a través de los
juegos con su amigo Claudio Zini y la sanción que recayó sobre él cuando sus compañeros de colegio descubrieron sus preferencias (los festejos que le prodigaban por
sus ocurrencias pronto fueron retirados). Y Rolando compensó y potenció su habitual ostracismo entre libros de
aventura y terror y en el cálido bienestar económico asegurado por su familia. Pero por ese primer dolor, convertido en estigma (que ocultó a su familia para evitar “males
peores”) fue que Rolando comenzó a escribir como “una
forma de compensar las humillaciones”, su primera novela, El placer de los dioses, que luego abandonó sin pasar
del primer capítulo. La inconclusión no será eventual en
su obra, sino su condición esencial.
La doble tragedia de la muerte de sus padres sobrevino
después; poco antes se había descubierto que su padre estafaba al banco de Londres para tener un alto nivel de
vida. Al tiempo, moría su madre, Carmen, por una picadura de avispas; y Eduardo, su padre, melancólico, terminaba suicidándose. Rolando –que tenía 17 años– quedó
a cargo de la rígida familia de los Stiller. En esa casa encontró el sosiego en el amor de Ángel –que perdurará en
su vida–, pero también el castigo implacable de Petrus, al
descubrirlos juntos. Stiller confinó a Rolando, como castigo, a un año de encierro en el altillo. La desventurada
vida de Rolando en su juventud solitaria, seguirá el camino de ilusiones de protección tanto en un éxito literario
radical o en los brazos forzosos de sus relaciones melodramáticas.
La novela tiene un desenlace vertiginoso, cargado por
el dramatismo de las voces que intentan tejer los fragmentos finales que acompañan a la tragedia de Rolando.
Edith y Ángel están implicados directamente y, por cierto,
la cuota de desesperación aumenta hacia el final: Ángel
instala su furiosa sospecha de que las monjas hayan interceptado sus cartas, de que Edith no conteste jamás y, sobre
todo, de que se quiera suprimir la verdad, la biografía, su
propio testimonio. Su realidad: su escritura.
MIÉRCOLES, 1 DE SEPTIEMBRE DE 2010
“Periodismo que respira”, por Natalia Gelós
Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001 – 2008, de Leila Guerriero. Buenos Aires, 2009. Editorial Aguilar.
H
ay un periodismo bobo, uno de oficina, uno ególatra. Y hay otro periodismo que es literatura de
la buena, que enriquece, que apunta a algo más
que a la presentación de una noticia con la displicencia de
un notario en edad de jubilarse. Leila Guerriero, que ha
sido galardonada con el premio de la Fundación Nuevo
Periodismo por su trabajo “La voz de los huesos”, crónica
sobre el grupo de arqueología forense de Argentina, es sin
dudas una de las plumas más exquisitas de la no ficción
nacional. Ella, que escribe desde un lugar femenino, sin
sentimentalismos y sin buscar en lo fálico el sentido de
un trabajo poderoso, recorre en estas crónicas reunidas
un mundo variado, plagado de seres con historias tan disímiles como conmovedoras. Jorge González, que rozó el
cielo de la NBA y se le esfumó al instante (“El gigante que
quiso ser grande”); Romina Tejerina, que vive su encierro
aún con aire de niña, aferrada a un cuaderno en el que
cuenta su historia (“Sueños de libertad”); José Alberto Samid embajador de la opulencia en el partido más pobre
del Conurbano Bonaerense (“El rey de la carne”). Todas
esas personas son desnudadas por Guerriero, que aplica
en ellos la miel necesaria para atraer al lector en sus mun-
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dos, sin juzgarlos, sin justificarlos.
El artículo galardonado por la Fundación que preside
García Márquez muestra cómo trabajan esas personas
que, a diario, se encuentran con los huesos de quienes murieron víctimas del terrorismo de Estado, del terror en todas sus formas. La periodista describe el lugar de trabajo,
su cotidianeidad, sus contratiempos. Pero va más allá. Y
desnuda las vidas de esos que, en los ochenta, se animaron
a buscar los huesos de los desaparecidos, a hacer hablar a
eso a primera vista tan callado como un fémur.
En este libro, la autora de Los Suicidas del Fin del Mundo
también se interna en la Patagonia; explora el mundo de
nubes y algodones de las vendedoras de Essen y Mary
Kay (“El mundo feliz: venta directa”); se encuentra con
Yiya Murano (“Tres tristes tazas de té”); habla con Miguel Tomasín, que es líder de la banda Reynolds y tiene
Síndrome de Down (“Rock Down”). Todos pasan por el
tamiz de la periodista, que con soltura hace lo que parece
tan fácil y cuesta tanto en el periodismo actual: contar historias y demostrar que todos somos frutos extraños y tenemos grandes pequeñas cosas para decir.
“Yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo”,
dice. En la tercera parte del libro, Guerriero reflexiona
sobre la profesión. Es casi el final y es un grito de guerra.
Formada en el oficio y no en los claustros universitarios, o
en las aulas confortables de las escuelas de periodismo, el
suyo es un currículum moldeado por el bagaje de quien se
formó al calor de las redacciones, acumulando entrevistas,
miradas. Y correcciones. Correcciones. Más correcciones.
Lejos del esnobismo de quien se declara alumno del Newyorker, ella se reconoce en las antípodas. Y en un abanico
que abarca reflexiones sobre lo más cotidiano de la profesión hasta aspectos de fondo, sin teorizaciones auto-caníbales, expone sus opiniones sobre el uso del grabador
en una entrevista o el lugar del cronista en el sistema de
medios actual.
En la escritura de Guerriero hay, en especial, dos fortalezas. Las descripciones precisas, pulidas hasta la obsesión, vívidas, y los diálogos. Sobre esto último, ella marca
la diferencia entre la frase y su sombra. Le escapa al trabajo del taxidermista, huye de lo embalsamado. Así, cada
persona-personaje tiene su propia voz, no la de la autora.
Tampoco la que se levanta como cita directa de los cables;
no la que abunda, anémica, gris y pobrecita ella, en las
páginas de los diarios. Los entrevistados aquí tienen la voz
que brota de lo profundo, la que tiene matices, dolores, vibraciones, la que sale de un cuerpo que la contiene.
Frutos extraños termina con “Coda”. Y es el movimiento
final. En “Música y Periodismo”, Guerriero hace una distinción entre el periodismo y el funcionario de la prosa.
Habla de la relación entre la escritura y la música. Escribe y hace la diferencia. Luego camina la calle, y hace
su juego.
MIÉRCOLES, 18 DE AGOSTO DE 2010
“La literatura del detritus y la resucitación: Quignard, el jansenista”, por Walter Romero
Albucius, de Pascal Quignard. Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010, 160 págs. Traducido por Betina Keizman
A
lbucius, veinte años después de su publicación en su
original francés, constituye quizás la mejor opción
para ingresar en el minucioso y refinado universo
de este jansenista –o neorracionalista de la palabra– que
es Pascal Quignard.
De una obra ya profusa y compleja, que ha merecido
en partes iguales el panegírico y el rechazo, Albucius representa –en su ensamblado de relatos de vida, cuadros de
costumbres de la Roma Antigua e indagación en los intersticios de étimos y morfemas– una ejemplar visitación a
esta literatura del detalle y del origen; literatura que nace
de la grieta que cada palabra representa, verdadera falla
epistemológica que nos arroja a un abismo de interpretaciones, sedimentos, y pliegues de sonoridades que vuelve
ilusorio y ficcional la constitución apenas palpable –y por
ende huidiza– del término.
En algún sentido, Jorge Semprún, uno de los miembros del jurado que le otorgó a Quignard el prestigioso
Premio Goncourt en 2002, señaló bien al votar en disidencia, que la obra de Quignard parece no habilitar ninguna
vía literaria. Algo de camino muerto, algo de territorio
personal y distintivo “que nadie más pisará”, se desprende
de estas indagaciones únicas donde la fusión de géneros –
más oportuna que la técnica del híbrido– crea un tablado
ficcional donde airear una erudición rica en hallazgos y en
peculiaridades que no desechan lo sórdido y lo maltrecho
y donde, fundamentalmente, el relato –en muchos casos
bajo la forma chusca del cuento drolático o bajo la picante
obscenidad de las fábulas milesias– aparece con una contundencia y efectividad, a manera de un nuevo Satiricón, o
con el velo con que se revisten esos “sueños” que se han
dado en llamar Las Mil y una noches.
Junto con Pierre Michon y sus Vidas minúsculas, Quignard emprende –siempre desde otro ángulo– el propósito
de indagar en vidas antiguas que han quedado sepultadas
por el peso del tiempo, en un conmovedor y racional (en
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partes iguales) diálogo con la Antigüedad: “En el fondo
de nosotros existe un tiempo pasado que es irresistible”.
Su manera es quizá una de las más excelsas que ha encontrado la literatura contemporánea del hexágono para
evocar un mundo perdido, no ya bajo la formas acaso tradicionales de la novela histórica o de las biografías noveladas, sino a través de una operación que es resultado de la
exploración en géneros “cortajeados y mezclados”, amasijo de restos o detritus de obras perdidas (y encontradas),
en fragmentos –o “fantasmas”– de obras, en narraciones
truncas que nos traen –a modo de escapularios paganos–
verdaderas “impresiones del pasado” que le dan nueva y
radiante vida al latín, a la Roma dos veces milenaria, y, en
definitiva, a todo un mundo muerto que se vuelve patente
y más real que la realidad.
Quignard explora el eco de esas lejanas voces –verdaderas psicofonías–, que nos transportan en el tiempo,
a través de las vacilaciones y el titubeo de las acepciones,
y, en la sorpresa arcaica que traen los étimos como portadores de historias, muchas de ellas, hechas –como las palabras– de partes de partes, de trozos o fracciones, de verdaderas migajas de un tiempo inaccesible, ahora evocado
por acción de la literatura y del relato.
Un compendio o colección de relatos de este autor latino llamado Caius Albucius Silus, que vivió hace dos mil
años como verdadero agitador de la lengua latina, aparecen –o nos son presentados a través de todo el texto–
como cuentos enteramente intervenidos cuyos finales faltantes nos enfrentan con la aporía, o cuyas peripecias se
asemejan a la perplejidad. La voz siempre señera y experta del narrador se entromete y comenta, sutura o se
disgrega en soberbios excursus, o bien tijeretea con audacia
–corta lo ya cortado- y comenta con la fuerza de quien
sabe cómo agregar más duda a la duda, más dislate al de-
lirio: “Los relatos son siempre más verosímiles que el caso
de las vidas que reúnen y que reconstruyen bajo la forma
de intrigas y de pequeños detalles acordes.”
De los 53 relatos –casos, exemplas o diálogos– que el
texto presenta, muchos de ellos constituyen una escena especularmente genial donde explorar los límites del metalenguaje y donde reconocer cómo el esfumado de los géneros y el sondeo desprejuiciado en los términos antiguos
del latín (puer, infans, carus, satura, lanx, sordes, requies,
sententiae, affectus, sidus, obliquus, fabulae, lectio) pueden crear “por sí solos” un relato.
Pascal Quignard (1948) representa, por las variantes
con que concibe la experiencia “ficcional”, un innovador,
y, un escritor que constata, en su propia escritura, las dificultades que tiene la novela en el nuevo siglo para definir
su campo de acción. Mientras que existen ejemplos que
continúan con las líneas novelísticas nacidas en el ya lejano siglo XIX, la escritura de autores como Quignard
postula que el futuro de la literatura depende del grado
de desestabilización de los géneros. Su obra se ancla en
sofisticados universos estéticos, artísticos o filosóficos –de
alguna manera, paraliterarios– que son el magma del cual
extrae los dispositivos iniciales de su literatura. A modo
de último avatar de su inmersión en las capas de capas
que el lenguaje nos ofrece en cada lexia, Albucius también
es un maravilloso pretexto para incrustar historias paralelas que son el paisaje inmejorable para la total fusión: de
esta forma los nombres de Pompeyo, de César, de Catón,
como así también los monumentos y las calles de Roma
son un correlato de honor que vuelve verosímil lo raro y
lo extraño: “Lo falso y los deseos a los que lo falso abre
paso se protegen mejor con algo que fue verdad que con
una simple intriga anacrónica remendada o tirada de los
pelos.”
MIÉRCOLES, 11 DE AGOSTO DE 2010
“Etéreo palpitar de los corazones”, por Natalia Gelós
Manuel Puig. Teatro reunido, de Manuel Puig. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2009. 238 páginas.
A
somarse a Teatro reunido es enfrentarse a un Manuel Puig despojado de la intertextualidad pop y
vestido sólo de la voz de sus personajes y el drama
que éstos acarrean. El beso de la mujer araña, Bajo un manto
de estrellas, Misterio del ramo de rosas, Triste golondrina macho y
Un espía en mi corazón son las cinco obras compiladas por la
editorial Entropía, las que brindan un nuevo camino para
entrar al mundo de este autor.
Podría decirse que este Puig dramaturgo es parido por
el desarraigo. Se gesta a partir de 1973, luego del estreno
de The Buenos Aires Affair. Con ésa, su tercera novela, llegaron la censura y las amenazas. Sobrevino el exilio y lo
transitó en México, Brasil y Estados Unidos. Fue en esas
nuevas geografías (internas y externas) que el autor de Boquitas Pintadas (1969) incursionó en el teatro y la comedia
musical, y produjo una decena de obras que destilan su
impronta en cada frase. Ese flamante dramaturgo mantiene la oralidad y la polifonía. Su fanatismo por los radioteatros acentúa esa búsqueda por explotar –y explorar– lo
sonoro. La lengua en estado vivo es el personaje central en
su dramaturgia, multiétnica y exponencial.
Si bien su lugar como literato fue revalorizado en los
últimos años, el Puig de teatro no logró vencer las resistencias. Alberto Wainer, dramaturgo y asesor literario del
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Teatro Nacional Cervantes, recomendó en 1998 la puesta
en escena de Triste golondrina macho (de 1982). Fue difícil
para Wainer transmitir el entusiasmo por esa obra que,
decía en su informe inicial: “retrotrae a ese teatro poético,
incluso simbólico, de reacción a los naturalismos iniciales
del XX”.
Difícil de ubicar en el escenario que generacionalmente le correspondería –formado por Cossa, Rozenmacher, Halac, por un lado, Gambaro, Trejo, por el otro–, el
de Puig es un teatro que apuesta por la experimentación
sin abandonar nunca ese manto kistch con el que cubre
cada palabra que conjura.
“Puig dramaturgo no ha terminado aún su exilio”,
anuncia Jorge Dubatti en el prólogo de Teatro Reunido. Las
tablas nacionales reincidieron en El beso de la mujer araña,
pero quedan por explorar las otras obras, que redundan
en un mundo poblado de mujeres solas, sueños rotos y
esperanzas testarudas: El misterio del ramo de rosas, que presenta una estructura ibseniana, se hace fuerte en el desarrollo de dos personajes, una paciente y su enfermera,
hermanadas por la desdicha y las esperanzas dormidas.
Como comedia musical se incluye Un espía en mi corazón, que cuenta las aventuras de una costurera que se
anima a enfrentar a un grupo de fascistas para salvar al
amor improbable de un muchacho. Inspirada en el encuentro de Puig con la artista Renata Schussheim, la obra
incorpora un collage de la argentinidad cotidiana. Con
más coordenadas que en sus otras obras, Puig apuntala las
voces, que, indica, deben adquirir matices “a lo Virginia
Luque” o “a lo Mirtha Legrand”.
La metateatralidad es otra de sus jugadas preferidas y
el juego de cajas chinas, con personajes que interpretan a
otros personajes, es recurrente: robots camuflados de humanos, personajes que reencarnan, que simulan. En Bajo
un manto de estrellas, Puig apuesta a una intriga obsesiva: un
matrimonio y su hija adoptiva se enfrentan en un universo
psicótico en el que una pareja de visitantes vuelve una y
otra vez reinterpretándose en fantasmas del pasado.
En 1982, Puig escribió Triste golondrina macho y con ella
abandonó el realismo para presentar una puja siniestra
entre una joven y el fantasma de su hermana muerta. Ambas se disputan la pasión de un recién llegado. Otra vez, el
amor naïf con resabios agridulces, como una magia que
llega a despertarse a fuerza de insistencia.
El Puig dramaturgo es el Puig de las novelas, creador
de ese mundo tan particular que se puso de moda hace
unos años. Es el mismo, pero es diferente. Un cierto pesar sobrevuela su teatro, una tristeza mustia que lo torna
más grave. Alejado del realismo, este otro Puig nos deja
el drama, pintado desde la mirada de pueblo, desde esa
óptica provinciana que siempre consigue filtrarse en sus
historias.
MIÉRCOLES, 4 DE AGOSTO DE 2010
“La inutilidad de las cosas”, por Pablo Manzano
Diccionario prescindible, Albert Lladó y Daniel Llamas. Barcelona, 2010.
¿Y
os datos de la edición? No, amigos, no se trata
de un libro. Ni siquiera es uno de esos libros
que no quieren parecerse a un libro. Escribió
una vez Laura Fernández: «¿Se puede jugar al ajedrez
con un tablero de Monopoly?» Difícil. Por mucho que se
pretenda adoptar un formato de videojuego, serie o parrilla televisiva un libro siempre será papel y tinta. Al menos
mientras esté impreso. Pero qué pasa si se combina texto,
audio y vídeo. Entonces sí, el resultado podría ser literatura multimedia. Y en el caso de esta propuesta lo es. O
como prefieren definirla sus creadores: literatura digital
no digitalizada (?). Ellos son Albert Lladó y Daniel Llamas
(un escritor y un animador multimedia, ambos de Barcelona, incipientes treintañeros), y juntos han concebido
este diccionario que asombra por su originalidad y lucidez, inspirado en las greguerías de Ramón Gómez de la
Serna. Contiene 260 palabras con definiciones prescindibles, pero en la mayoría de los casos muy imaginativas y
sugerentes. «Yacer: Antónimo de nacer.» Contiene diez
palabras por letra, nueve de ellas acompañadas de un gráfico, una ilustración o una fotografía, y la restante (siem-
pre en negrita) representada por un vídeo o un interactivo
musicalizado (en ocasiones estridente y perturbador, como
para poner nervioso a un dadaísta). «Tacón: Plataforma
desde la cual algunas mujeres producen música». Pero lo
visual no es aquí un simple complemento del texto, sino
una segunda significación, pues Lladó empezó por darle
la vuelta a las definiciones del diccionario académico con
la idea de que Llamas interpretara estas redefiniciones y
aportara imágenes de producción y elección propia, todo
encaminado hacia una tercera reinterpretación por parte
del lector-espectador. «Real: Que existe, aunque sea en
nuestra imaginación». Las definiciones, surgidas a veces
de juegos de palabras o de palabras inventadas, se recrean
según el caso en aspectos grises de la vida (miseria) diaria. «Sadismo: Práctica asumida como cotidiana en algunos puestos de trabajo». (Ver Inercia, Kafkiano, Oficina).
O bien, nos recuerdan (el escepticismo con que miramos)
el mundo que hemos construido. «Evolución: Proceso de
decadencia con muy buena pinta y que se sostiene siempre que no se mire hacia atrás». Algunas ahondan en lo
filosófico. «Mal: Invento relativamente moderno». «Te-
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jer: Movimiento natural de la Historia y otras disciplinas.
Sinónimo de metaliteratura». Otras arrojan luz de manera implacable sobre la épica de nuestra época. «Héroe:
En la segunda parte del siglo XX, Woody Allen». Están
las que nos hacen reír. «Mariposa: Insecto de mierda con
glamour». Y las que nos roban una sonrisa por su agudeza. «Egoísta: Budista que se cree tan radicalmente especial que puede acabar con su propio Ego». Hay varias
acepciones con un componente poético, aunque resultan
mucho más cándidas algunas con un marcado tinte político (sólo algunas). Casi todas entrañan un hallazgo o un
acierto. «Xenofobia: El odio que algunos ven en el extranjero que encuentran frente al espejo». Casi todas apuestan
por desactivar el sentido común, redescubriendo nuevos
sentidos. «Orgía: Promesa eterna de la llegada del Mesías». (Ver imagen de Orgía). Cada definición es fruto de
la «Ironía: Inteligencia. Lengua propia que se expresa mediante otros idiomas», y de la «Inspiración: Magia que le
llega a todo el mundo, menos a Picaso, cuando no está tra-
bajando». Éste es un diccionario que fascina por su aportación estético-reflexiva y que puede convertirse en una
fuente de consulta más que imprescindible. Además, engancha y genera adicción (¿serán esos sonidos minimalistas?). «Laico: todo aquel que prefiere opios mejores, más
fumables, menos tóxicos, y con menos disfraces y anillos».
Es para añadirlo a la lista de Marcadores y navegar por
él (paladearlo de a poco) siempre que se quiera matar el
tiempo de manera inútil y provechosa. «Negociar: Matar el ocio». Una forma de ocio gratuita. No hay editorial
de por medio, no hay copyright: sólo una versión on line.
Aquí. Un regalo para agradecer y compartir (envía el
link a tus amigos provincianos y presume de enteradillo).
Quien quiera apreciarlo en pantalla grande puede asistir
hasta el 30/10 a la instalación en el Setba Zona d’ Art
(Plaza Real, Barcelona). Es el tercer espacio cultural en
que se expone. Lladó se propone así encontrar un lugar
para la literatura en las muestras de arte digitales.
MIÉRCOLES, 28 DE JULIO DE 2010
“Un Wilcock desconocido”, por Nicolás A. Chiavarino
Italienisches Liederbuch. 34 poemas de amor, de Juan Rodolfo Wilcock. Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2010. Edición bilingüe.
Traducción y texto epilogal a cargo de Guillermo Piro.
L
a edición en Argentina del último libro de poemas
de Juan Rodolfo Wilcock permite recuperar un aspecto que hasta ahora había sido desestimado en
relación con la producción en Italia de un autor que practicó en esas tierras casi todos los géneros imaginables, ofreciéndonos la posibilidad de acercarnos a un Wilcock de
algún modo desconocido. Italienisches Liederbuch, el “libro
de canciones italianas” que escribe en menos de dos semanas del verano de 1973, está compuesto por 34 poemas que refieren, ante todo, al amor, a un amor que lo
abarca todo, que no deja nada fuera del alcance de su influencia. Pero también es un libro de viajes, un recorrido
geográfico por una Roma “particular” o “inusual”, como
afirma Guillermo Piro (quien ya había traducido algunos
de sus escritos italianos en prosa, como El ingeniero o Hechos
inquietantes) en la “entrevista” que acompaña esta publicación: una Roma atravesada por la historia, y cuyas calles
son transformadas por esa persona amada a la que todo,
absolutamente todo, refiere, y a la que todos los poemas
están dirigidos.
Suele pensarse a Wilcock como un autor escindido entre dos períodos diferentes (recordémoslo: se traslada de
Buenos Aires a Roma en 1957 con el objetivo de “escribir
en italiano”), un escritor que realiza el pasaje que va desde
una poesía grandilocuente y sublime hacia un entramado
de géneros en los que prolifera el humor unido a lo grotesco y lo monstruoso. Italieniesches Liederbuch es, de toda la
obra “italiana” de Wilcock, aquella que más lo liga con su
literatura de juventud, con aquella poesía lírica practicada
por autores de la llamada “generación neorromántica” de
la década de 1940. Netamente diferente de sus poemarios
anteriores en italiano, Luoghi comune, de 1961 o Tri stati, de
1963, y de los poemas inéditos recogidos en Poesie, este “libro de canciones” recupera de su literatura en lengua española una mirada sobre el tiempo (“Lees palabras de un
tiempo olvidado”), alusiones mitológicas (“en este Olimpo
elegido por ti como morada”) y, de modo aun más llamativo, retoma un forzamiento de la lengua, que si en sus primeros poemas apuntaba hacia una adjetivación en algún
punto extravagante, aquí se pondrá en juego, además en
el uso de algún neologismo, a través de formas de negación del sexo del destinatario, esa figura amada abandonada en un género neutro indiscernible.
Sin embargo, también es posible leer en estos poemas
algunos rasgos más propios de su producción en italiano,
como el costado humorístico a través del contraste entre
la referencia mítico-religiosa y la razón tecnológica (“El
sexto mensaje apareció en el cielo,/ era un anuncio, me
parece, de la Firestone”). Pero es, nuevamente, la importancia de lo geográfico lo que más llama la atención: de-
| BOCADESAPO | RESEÑAS
jada de lado en sus poemas de los cuarenta, en contraste
con una generación que decía inspirarse en los territorios
de la Patria (en la recuperación de una tradición modernista propia de los Romances del Río seco de Lugones), los
treinta y cuatro poemas que componen Italienisches Liederbuch exasperan la experiencia de un recorrido que avanza,
que asciende y se hunde por distintos espacios de esa
Roma alejada de los ámbitos turísticos, acompañados de
un ritmo que remite a una musicalidad particular, y que
permite pensar en las Lieder de Hugo Wolf, en esas otras
italienisches Liederbuch que Wilcock escuchaba en la radio,
retirado en su casa de Lubriano.
MIÉRCOLES, 21 DE JULIO DE 2010
“La marca del jugador del pueblo”, por Natalia Gelós
131
Apache. En busca de Carlos Tevez, de Sonia Budassi. Tamarisco, Buenos Aires, 2010. 80 páginas.
C
arlos Tevez es escurridizo. Ése, a quien la hinchada siente tan cerca, es en realidad un personaje difícil de desentrañar. Sonia Budassi se propone una cacería: la de aquel a quien describe como una
mezcla de “pony coqueto y hábil, y de veloz caballo percherón”. Transforma la falta en fortaleza en su crónica
periodística y de esa figura esquiva, que sólo se hace presente a través del relato de amigos, de testimonios en entrevistas televisivas y de encuentros fortuitos en las salidas
de hoteles o de los entrenamientos, la autora logra armar
un retrato ya no sólo de Tevez, figura popular que a todos
encandila con su mística de “jugador del pueblo”. Consigue esbozar, además, un retrato del detrás de escena del
mundo de la selección nacional y teje la intriga a través de
la búsqueda periodística de una mujer –ella misma– en un
mundo donde la testosterona atiborra el ambiente.
No es casual el título del libro. Su guiño a En busca de J.
D. Salinger, de Ian Hamilton (Mondadori, 1988), es ineludible. Como en la obra que retrata la vida del obstinado
invisible de la literatura norteamericana, aquí, en Apache,
Budassi se las ingenia para merodear el círculo de Tevez,
que aparece a lo largo de la crónica como un fantasma,
como esa imagen que aparece y se desarma, que se muestra y se desvanece con el viento –o con las órdenes de su
representante–. El libro es una ráfaga en la vida del jugador. Es la persecución de un año y la crónica de esos días.
La periodista y escritora bahiense se reúne con los miembros de Piolavago, la banda de cumbia y reguetón que él
formó junto a sus amigos. Visita su barrio. Presencia entrenamientos. Y observa. El mayor logro de la autora es
la descripción de ambientes del periodismo deportivo, del
afán por el testimonio exclusivo, de la lucha de cuerpos
que se entabla por ubicar el grabador a milímetros de la
boca de algún jugador con las piernas de oro. Recurre a la
primera persona y convierte la búsqueda en una carrera
contra el tiempo.
“La aventura podría continuar”, advierte Budassi al
inicio de su libro. Es cierto, no logra completar el retrato
del verdadero Carlos Tevez. Todo lo que asoma es la cara
más conocida del Apache, pero ella se las ingenia para
cuestionar esa imagen, para alumbrar las costuras más finas y poner en duda esa supuesta espontaneidad con la
que se etiqueta al muchacho de Fuerte Apache. No habla
la autora de falsedades, pero evidencia las estrategias de
diseño de un personaje que el más hábil de los guionistas desearía confeccionar. Recupera esas frases reiteradas
hasta el hartazgo en la televisión y en los diarios, revisa las
imágenes que se repiten en fotos y videos, y a cada uno
de esos momentos les aporta su mirada para sacudirles
el polvo de la reproducción compulsiva. Interroga a las
imágenes y, con obsesión etnográfica, desnaturaliza cada
detalle para recomponer su propio relato.
Con referencias pop (series de televisión como la británica Life on Mars o la norteamericana Lost, Youtube, marcas de productos comerciales, modelos de autos, canales
de televisión), logra un collage que brinda vida a la historia, la vuelve fresca, y remite, en última instancia, a los comerciales que bombardean durante los partidos de fútbol.
Los elementos tradicionales de toda buena crónica periodística (descripción, reconstrucción de escenas, reproducción de diálogos con recupero de las cadencias de cada
personaje, análisis contextual, profundización) presentes
en Apache. En busca de Carlos Tevez logran que este libro no
sea una estricta investigación sobre el fútbol pero, que a
la vez, se empape él. Con la insolencia de quien no pertenece a ese mundillo de dinero, gambetas prodigiosas y negociados por doquier, la autora logra un relato que atrapa
aún y sobre todo al más detractor de los suplementos deportivos.
MIÉRCOLES, 14 DE JULIO DE 2010
“Hondonada”, por Marcelo Damiani
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Hondonada, de Antonio Oviedo. Alción, Córdoba, 2009, 173 págs.
132
H
ondonada es la primera novela de Antonio Oviedo,
autor de una vasta obra de más de 15 títulos,
entre los que se pueden hallar poesías, cuentos,
relatos, nouvelles y libros de crítica. Oviedo, como Carlos Schilling, otro poeta que ha practicado el género con
maestría única con su excelente título Mujeres que nunca me
amaron (2007), es quizá uno de los pocos autores cordobeses cuya poética está bien alejada tanto del vacuo barroco
como del seudo minimalismo imperante en la ficción nacional.
La historia comienza con el mensaje de Mónica, hermana del protagonista narrador, anunciando la aparición
de un posible comprador para el campo familiar que ambos han heredado. Rápidamente el universo ficcional se
desplaza de la capital de Córdoba a las Altas Cumbres y
sus alrededores, inaugurando un vaivén entre la ciudad y
el campo que es una constante en los textos de Oviedo.
Pero la novela también oscila entre situaciones presentes y
pasadas, como si se tratara de una curiosa fluctuación de
sueño y vigilia, a través de personajes que parecen suspendidos en el tiempo, como un viejo conocido o amigo de la
familia llamado Slater, cuya presencia trae ecos o retazos
de historias inconclusas de la Revolución Libertadora y el
clima opresivo del proceso. Poco a poco, sin embargo, la
novela va a ir casi desentendiéndose de lo que podríamos
llamar su trama principal para desviar la apuesta hacia
otros lugares. La narración, entonces, se abocará a la difícil tarea de aprehender climas, espacios y atmósferas y
a ponerlos en relación con sensaciones e impresiones que
carecen de un imperativo estatuto nominal. A partir de
este movimiento se podrían encontrar algunos puntos de
contacto con La frontera más secreta (1993) de Carlos Dámaso Martínez, y también con ciertas zonas de la obra de
Juan José Saer.
Así, Hondonada, desde su mismo nombre, juega a pro-
meter una inmersión en esos abismos existenciales que
ya han dado más de una obra notable por estas tierras.
Esto parece acentuado por el motivo elegido para ilustrar
la tapa, el famoso “Hombre que camina bajo la lluvia”
(1948) de Alberto Giacometti. La propuesta, sin embargo,
es rápidamente mitigada por un epígrafe del poeta estadounidense John Ashbery: “Pero tus ojos proclaman / que
todo es superficie”. Los versos provienen de “Auto-retrato
en espejo convexo”, uno de sus más largos y célebres poemas, en el que también se puede leer: “La superficie es lo
que está ahí. / El conjunto es estable dentro / de la inestablidad, un globo como el nuestro, que descansa / sobre un
pedestal del vacío, una bola de ping-pong / segura sobre
un surtidor de agua. / Y así como no hay palabras para la
superficie, es decir, / no hay palabras para decir lo que es
realmente, que no es / superficial sino un núcleo visible,
/ así no hay / salida para el problema del pathos contra
la experiencia”.
Este fragmento no sólo demuestra que una de las particularidades fundamentales de la poesía de Ashbery es su
sintaxis, sino que quizá también haya acá un interesante
punto de acceso lateral a la novela de Oviedo. Su táctica
sintáctica, para usar una expresión cara a Libertella, es la
que nos permitiría leer el pathos de ciertos ritmos y percepciones que tal vez son exquisitamente metaforizados
por esa inquietud de jugador compulsivo que persigue al
protagonista desde el principio o por el viaje final en auto
a través de la niebla de vuelta a la ciudad, cual flâneur que
camina o apuesta a ciegas, acompañado por una mujer
desconocida, siempre al borde del abismo, esquivando los
obstáculos inertes que el azar riega a su paso, como si se
estuviera arriesgando para encontrar una nueva experiencia que le permita ordenar el caos que lo rodea, y salir
así, por fin, de la hondonada a la que parece melancólicamente condenado.
MIÉRCOLES, 14 DE JULIO DE 2010
“Deber las promesas”, por Ignacio Bosero
Cuentas pendientes, de Martín Kohan. Anagrama, Barcelona, 2010. 177 págs.
L
ito Giménez no quiere ver al Dueño del departamento donde vive, no quiere pensar ni imaginar
que pueda ser él mismo en persona el que se le
presente en medio de la madrugada, para repetirle que
viene a cobrar y sobresaltarlo de la cama. Prefiere evitarlo,
prefiere vivir con ese riesgo sin sosiego a pagarle los cua-
tro meses de alquiler que le debe. Ni siquiera de a puchos
ir salvando esa deuda que acumula con el Dueño. Nada.
Está dispuesto a resistir como sea, el personaje octogenario de Cuentas pendientes, la última novela de Martín Kohan,
a elegir pagar.
Giménez es un jubilado que vive sólo en su departa-
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mento, pero comparte la convivencia bajo el mismo edificio con Elvira, su señora esposa, y con “Mamina” (suegra
centenaria que vive en el tercero con su esposa). Giménez
rechaza esa vida cercana a Elvira. Pero pese a su deseo de
sacársela de encima, no puede. Y en cambio, está sujeto
a toda una serie de protocolos que su “señora esposa” le
asigna con esmero, como si fueran de rutina. Giménez
se queja pero los obedece. Entre ellos está la guardia a
“Mamina”. Esas guardias son un verdadero calvario para
Giménez; algo turbio, sórdido, ocurre sin su voluntad
cuando queda a solas con “Mamina” en ese silencio sepulcral y a la vez bochornoso para él cuando contempla a
su suegra: una erección (o varias) lo sorprenden. Avergonzado, siente repiquetear la voz última y espesa de “Doña
Irma” en esa habitación: “Ojito, che, con hacerme alguna
cosa”. Todo se diluye al regreso de Elvira de la misa, luego
de rezar para que “Mamina” no se muera, y así poder
seguir cobrando “la jugosa pensión por invalidez que recibe”.
La ansiedad es uno de los defectos de Giménez. Y la
combate con una regular visita a la señora Katy, desde
hace más de veinte años. Katy, cordial como siempre, lo
atiende en su piecita de la calle Camargo. Pero el tedio lo
persigue hasta ahí, hasta con Katy. Su misma ansiedad,
su torpeza por querer descargarse, lo devuelve a la costumbre estéril e indulgente de un choque fláccido de sus
cuerpos. Abatido, sueña con la chiquilina que según Vilanova le susurra al oído: “obra milagros” en su pisito de la
avenida Santa Fe. Vilanova, coronel retirado, es un viejo
conocido de Giménez. Por eso es normal que el ex coronel le propine a él algunas visitas en el barcito de Cabildo
y Arenal. Esas visitas varían, entre la relación de trabajo
que estrecharon (una changa tendida a Giménez, en realidad) y la verborragia del coronel al referirse a la juventud
de hoy, que él descarga sobre la pasividad acordada de Giménez. A Vilanova, en definitiva, Lito Giménez le debe lo
más importante que tiene en su vida: su hija Inesita.
Hacia el final, la fantasía que nos inundó se “deshace”
en Cuentas pendientes. Otro personaje inesperado ingresa.
El que ingresa es el narrador, en este caso, el Dueño. Entonces, el efecto hace que retrocedamos hacia el lejano
“Tengo para mí que Giménez” que daba inicio a la novela. Ese Giménez conjetural del Dueño ahora está ahí,
agazapado, inocente, sin escapatoria ante la presencia
todopoderosa del Dueño que viene a cobrarle con decisión “los cuatro meses que le debe”. Y Giménez, temeroso, descubierto, ensaya explicaciones que se caen por
sí solas: que es fin de mes, que no tiene un mango, que lo
aguante, que le va a pagar. El Dueño muestra resistencia
y apela a los números. Pero en cuanto se distrae y afloja
un poco esta postura, Giménez lo disuade. Lo envuelve.
Lo adula con la trampa de la inferioridad. Sabe que el
Dueño es profesor de castellano y novelista y por eso “se
las sabe todas”. Le dice: “Un ser humano como vos, que
sos escritor de novelas, tiene un don maravilloso: el don
de imaginar. Qué te puedo decir yo. ¡Que lo disfrutes!”.
Y cuando quiere reaccionar, se enreda más. Pronto se ve
queriendo explicarle a Giménez su última novela basada
en un dilema teórico. Giménez capitaliza. Le entrega un
novelón de Michael Lychton para que “cuando vuelva” le
dé su opinión calificada.
El Dueño se despide de Giménez. Es de noche, ¿Comprobará lo que le dijeron el otro día de Luciana (la mujer
que vive con él) que la vieron en un lugar poco indicado
con el fotógrafo Nicolás Antúnez?
En Cuentas pendientes, Martín Kohan narra el humor
como un sitio filoso, donde puede convivir una violencia
aplastante y una zona librada de probable justicia en esos
personajes entre inocuos y atroces. No hay garantías en
esta novela de fantasmas cotidianos que asustan y sonríen
a la vez. Algo definitivo no ocurre nunca: algo no se paga
del todo y desvela una imaginación depurada.
MIÉRCOLES, 30 DE JUNIO DE 2010
“Palabra de pie”, por Jimena Néspolo
Del silencio como porvenir, Ivonne Bordelois. Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2010, 137 págs.
H
ace ya unos años David Viñas caracterizó el adn
de cierta inteligentzia argentina con una sentencia
lapidaria: “Los que suben al caballo por la izquierda y bajan por la derecha”. En las antípodas de ese
modelo, no se me ocurre un ejemplo más claro que la obra
y la trayectoria de Ivonne Bordelois.
Del silencio como porvenir reúne nueve textos leídos en los
últimos años en las situaciones más dispares: una conferencia dictada en la Academia Nacional de Medicina –
por ejemplo–, las ponencias con las que participó de un
encuentro internacional de narradores orales o de un simposio de antropología en Tucumán, el texto con el que
abrió la Feria del Libro de la Municipalidad de Berazategui en el 2007 o aquel otro con el que intervino, ese
mismo año, en la Feria Expolenguas en el Palais Rouge. Los
públicos y las coyunturas cambian, pero la pasión que la
guía es siempre la misma: “El lenguaje –dice Ivonne– es
la instalación biológico-anímica que nos define como especie. Palabra de pie llama el guaraní, insuperablemente,
al ser humano.” Frente a la evidente pobreza (de medios,
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de imaginación, de recursos) propiciada por los discursos
hegemónicos, Bordelois cree que la única institución verdaderamente democrática que nos queda es el lenguaje
–porque es gratuito, es solidario y nos comunica más allá
de las fronteras generacionales, culturales e ideológicas.
Pero estos papeles desparejos están también hilvanados por otra reflexión que funciona a modo de esqueleto,
de hueso duro, de credo, se trata de pequeños fragmentos autobiográficos que interrumpen el análisis y le aportan autenticidad, espesor. Así, cuando Bordelois analiza la
canción en la infancia como bosquejo de educación sentimental se detiene en su madre, en la narración de su
propia niñez en Juan Bautista Alberdi, una pequeña localidad de la provincia de Buenos Aires; o cuando reflexiona
sobre la relación conflictiva que mantiene la ciencia y la
literatura, se explaya en el “choque” que significó en su
vida haber conocido en París a fines de los ´60 a Alejandra
Pizarnik, justo en el momento en que estaba comenzando
sus estudios lingüísticos que la llevarían luego a realizar un
doctorado en el MIT, bajo la tutela de Noam Chomsky.
No creo recordar un libro de Ivonne en que la presencia de Pizarnik no respire de una manera u otra en alguna
de sus páginas; pareciera que toda su producción –desde
Correspondencia Pizarnik (1998), que es en rigor su comienzo–
fuera un intento desesperado por reponer y continuar un
diálogo que quedara tempranamente trunco. En el texto
que da nombre al libro, y a propósito de esos versos de
Alejandra que dicen: Si digo agua: ¿beberé?/ Si digo pan, ¿comeré?/ En esta noche en este mundo/ Extraordinario silencio el de
esta noche, Bordelois reflexiona: “Pizarnik retoma [allí] un
tema de Hegel, en el sentido de que las palabras no designan las cosas, sino que las remplazan. La noche de las palabras crea ese extraordinario silencio, esa soledad despiadada donde el poeta avanza sin cosas ni certezas en una
conspiración de invisibilidades, de ausencia total de sen-
tido.” Y más adelante: “Un gran poeta se reconoce porque nunca ocupa con su voz el espacio total del poema,
sino que deja siempre lugares silenciosos alrededor de él
y dentro de él; grietas por las cuales el poema escapa y
puede hablarnos con otra voz, acaso con nuestra voz.”
Esta obra –entonces– regida por dos pasiones que son
–diría Ivonne– una (la pasión por el lenguaje y la pasión
por la amistad) suele batallar en cada ocasión en distintos frentes. En esta oportunidad, además de catapultar a
los “falsos poetas” a los que responsabiliza de haber forjado esa minusválida figura, denostada y ridiculizada en
los medios; ataca abiertamente –de la mano de Steiner y
en sintonía (aunque ella no lo sepa) con el Todorov de La
literatura en peligro (2008)– a los “logócratas”: esos “enanos
que nos rodean hacen mala ciencia sobre problemas cada
vez más ínfimos”. Así, retirada de su cátedra de lingüística
en la Universidad de Utrecht (Holanda), Bordelois se da el
lujo de criticar no tanto a las virtudes de la especialización
sino a aquellos esfuerzos denodados de algunos por hacer
de las disciplinas ciudades fortificadas de barreras infranqueables: “Pienso que las especializaciones extremas son
a la epistemología lo mismo que los countries a la sociedad
urbana actual. Es decir, un grupo de individuos privilegiados que se retiran del conjunto de la comunidad, unos
provistos del dinero y otros de cierto saber particular. En
ambos casos, su aislamiento los permea de cierta superioridad (a sus propios ojos).”
Recorrido por la pulsión autobiográfica, este libro es
un balance, un ajuste de cuentas y también una apuesta,
porque Bordelois sabe que su modo de leer la/s cultura/s
buceando y creando relaciones originales entre las lenguas
excede ampliamente el quehacer de la etimología clásica,
de un Joan Corominas por ejemplo. Nueva etimología,
crítica etimológica… ¿Qué nombre podría dársele a la etimología de las pasiones?
MIÉRCOLES, 30 DE JUNIO DE 2010
“Restos literarios”, por Marcelo Damiani
De la literatura y los restos, Roberto Ferro. Liber Editores, Bs. As. 2009.
D
e la literatura y los restos de Robert Ferro es una recopilación de ensayos y artículos escritos por el
autor a lo largo de 15 años. En ese lapso Ferro
nos ha regalado otros 6 libros que hablan de su solvencia y eclecticismo a la hora de abordar el fenómeno literario. Me estoy refiriendo, concretamente, a Lectura (h)
errada con Jacques Derrida. Escritura y deconstrucción (1995), La
ficción. Un caso de sonambulismo teórico (1998), El lector apócrifo (1998), Sostiene Tabucchi (1999), Línea de flotación (2002),
y sobre todo, a Onetti / La fundación imaginada (2003), un
libro fundamental para la comprensión de los alcances
de la escritura del gran escritor uruguayo, a partir de la
propuesta de leer todos sus libros como si fueran un solo
texto, y luego pensar ese único texto como “una máquina
de multiplicar narraciones”. Algo similar ocurre con De
la literatura y los restos, en el que Ferro vuelve a desplegar
su impresionante corpus teórico-filosófico para dar cuenta
de los múltiples vericuetos de los autores estudiados (Borges, Cortázar, Macedonio Fernández, Roa Bastos, Piglia,
Jitrik, Vila-Matas, Tabucchi, etc.). Ferro los trata a todos
con la misma curiosidad y la misma convicción, nunca
abordándolos para confirmar sus prejuicios teóricos o crí-
| BOCADESAPO | RESEÑAS
ticos, sino para buscar en los textos la cepa literaria madre
entendida como resto. En este sentido, es especialmente
aleccionador el ensayo sobre La caverna de las ideas de
José Carlos Somoza. Allí, remontándose al Platón de la
famosa Carta VII que el texto hace más que pertinente,
se discute la teoría del arte en la que creía el fundador
de la Academia, y concretamente, su idea del lenguaje,
donde se plantea la discusión sobre si hay o no un más
allá del lenguaje en literatura. Así, los ensayos de Ferro no
dan por sentado nada, sino que deambulan a la caza de
huellas en esos intersticios molestos para el mercado, la
crítica y la academia, ámbitos que parecen concentrados
en refocilarse en sus ya añejas certezas, acaso olvidándose
de que si hay algo que parece caracterizar a la verdadera
literatura (y por ende, a la crítica y también a la teoría) es
su pulsión de producir sentidos nuevos, en una búsqueda
que tiende asintóticamente al infinito. Ferro, en este libro,
se aboca con pasión, pero también con solvencia, a esta
difícil tarea.
MIÉRCOLES, 23 DE JUNIO DE 2010
135
“La novela como voltereta”, por Walter Romero
A tiro limpio, Boris Vian. Tusquets, 2009. 120 págs. Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona.
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oris Vian puede pensarse como el modelo de autor que escribe no sólo a contramano de su época
–en una escritura lanzada a la manera de Stendhal, hacia un futuro que parece no llegar nunca– sino
también a contrapelo de una tradición moralizante y tristemente académica que ha caracterizado a ciertas zonas
de la literatura francesa del siglo XX. Su literatura –que
Bataille caracterizó dentro de la inquietante denominación de “inverosímil burlesco”– sostiene una profunda vocación vitalista en todas sus producciones –aun las disímiles– mofándose de las momias y de las grandezas literarias
de Francia a través de la celebración del juego y de una de
las últimas –o primerísimas, según se mire– operaciones
de carnavalización brutal de registros y géneros. Sus ya
reconocidos “disloques” nos invitan aún hoy a desnaturalizar nuestros modos de leer: cierta pérdida de la verdad
y cierto registro de que la literatura y la lectura son siempre entidades provisorias se desprenden de una obra que
se resistió a la canonización desde sus inicios, justamente
desde esta primera novela que hoy reseñamos.
A tiro limpio (cuyo título original es Trouble dans les andains), traducido por Juan Manuel Salmerón Arjona con
destreza y capacidad lúdica para el tratamiento de los juegos de palabras típicos del lenguaje vianesco, es una suerte
de concentrado (o precipitado) de las pulsiones literarias
que atraviesan toda su obra. En una narración que llamaremos espasmódica o esperpéntica, de capítulos cortos o cortísimos, con títulos-guía o títulos que defraudan
o prometen una acción que nunca llega, Vian se encarga
de parafrasear el tratamiento disruptivo de las intrigas y
las tramas helicoidales del primer Hugo, tan evidentes en
textos como el olvidado Han de Islandia. En este caso, no
sabemos si estamos frente a una novela de aventuras “destartaladas” o a una novela policial “desconchada” donde
las figuras de asesino, víctima y detective parecen haberse
enrevesado definitivamente. Señalemos que el alocado y
poético mundo de Vian es siempre una deformación onírica de la realidad: su parangón con los procedimientos
surrealistas –cuyo nihilismo fue tan atacado antes de la
Segunda Guerra– es evidente mediante operaciones de
cruce o de trasvase de dos o más realidades. La fragmentación usual en sus novelas no es otra cosa que una gran
demostración narrativa de la “la inadecuación originalísima entre discurso e intriga”.
Los tópicos usuales de la contralógica vianesca –deudora de Carroll– están presentes –más que de forma embrionaria– en esta primera novela, su debut literario: la
vestimenta estrafalaria que recuerda al gran Jarry, el animismo féerico de ciertos objetos, la presencia risueña y, a
la vez, tétrica de ciertos animales humanizados –en este
caso el estrambótico Rhizostomus gigantea azurea oceanensis,
la parodia de las clases sociales pudientes o directamente
de una nobleza de pacotilla –trivial y “aventurera”–, la
búsqueda quijotesca de un objeto burlón –o extraño artefacto– como el BARBARON BIFIDO entendido como
una suerte de Santo Grial, la irrupción discursiva de los
dislates que se musculan en una prosa encendida y eléctrica –casi neonizada–, el gusto por una violencia gore que
gusta de los decapitaciones y la sangre, o la explosión
como deus ex machina desacralizador que tanto se parece a
los “remates” de Copi, la sensación de lectura que parece
dar idea de “leer un fox-trot” o “escuchar una novela”, la
apelación sin más a un humor blanco que, en este caso, a
manera de instructivo, recuerda al Cortázar de Historia de
cronopios y de famas, la creación de un mundo de geografías
insólitas donde las nociones de arriba/abajo o interior/
exterior o territorio/accidente están fuertemente desnaturalizadas, la idea futurista del panegírico del auto como
celebración de una kinesis que se vuelve cómic o gag de
cine mudo –en este caso a bordo de un Cadillac– y, sobre
manera, el uso macarrónico de recursos como el descubrimiento de un manuscrito –otra vez el Quijote– que logra
hacia la mitad del relato darle a este texto uno más de sus
inesperados virajes.
Bachelard decía que bajo un ingeniero yace siempre
un alquimista. Tal vez la tarea científica de Boris Vian,
ingeniero y trompetista prematuramente desaparecido
(1920-1959), haya sido expurgar todos los obstáculos epis-
temológicos que lo alejaban de una literatura de creación,
original e imaginativa. Vian sabía que su literatura estaba
más cerca de la ensoñación que de la experiencia: en su
obra, la realidad y la ficción se funden a manera de lúdica
y genial voltereta.
MIÉRCOLES, 16 DE JUNIO DE 2010
“Mujeres que cocinan sombras”, por Natalia Gelós
Las vidas privadas de Pippa Lee, Rebecca Miller. Barcelona, Anagrama, 2009, 294 págs. Trad. Cecilia Ceriani.
A
imple vista, Pippa Lee es crème brûlée. En sus profundidades, sin embargo, se asemeja más al fuego
que el soplete emite para derretir la capa de caramelo que cubre el postre recién hecho para las visitas.
En la sala de ese barrio de retiro al que llaman “Villa
Arruga”, en donde parejas de ancianos acaudalados van
a vivir sus últimos años, un grupo de intelectuales neoyorquinos festeja el cumpleaños de Herb Lee, editor estrella del mundillo editorial en Estados Unidos y esposo de
Pippa. En esa especie de reclusión, empieza a cocinarse en
la mujer una revolución que agita, sobre todo, los escombros de un pasado que enterró al casarse con Herb (varios
años mayor que ella).
Cuando Rebecca Miller dedica ésta, su primera novela, a su padre, a su madre y a D. no está dedicándosela
a un entorno cualquiera. Su padre fue Arthur Miller,
su madre, la prestigiosa fotógrafa Inge Morath, y D. es
Daniel Day Lewis, el laureado actor irlandés. No es casual
que las sombras aniden en la obra de Miller como fantasmas. Porque, digámoslo, con tamaña familia, la atención
está asegurada, pero sobretodo puesta a ver qué hace esa
mujer para descollar entre tantas figuras a su alrededor.
Miller despunta en el arte a través de la pintura, del cine
y de la literatura. Con films como Ángela o la exquisita
Balada de Jack y Rose, probó que sabe lo que hace. Con Velocidad Personal, su primer libro de relatos, consiguió meterse
en la lista de los mejores libros del año del Washington Post
y The Guardian. ¿Qué sería de Miller sin su estirpe? Hay
quienes ponen en duda su éxito. Hay quienes lo justifican.
Y ante tal pregunta, adquieren peso dos de los grandes temas de Las vidas privadas… A ese juego de sombras que teje
en esta obra, que llevó al cine bajo el mismo nombre, se le
une el de la identidad como motor de búsqueda.
De las sombras del pasado habla, entonces, su novela;
de ésas que nos forman como sujetos. ¿Cómo nos dejamos
atrás? ¿Cómo nos escondemos, nosotros, los pasados, del
presente que nos aprisiona? ¿Cuándo es que dejamos de
ser protagonistas de nuestras propias vidas? Ésas son las
preguntas que se abren con Las vidas privadas de Pippa Lee.
La protagonista, convertida en una de esas mujeres que
nunca se despeinan, emprende el camino de retorno a lo
que fue, una chica salvaje, abierta a cuanta droga se insertara en su sistema, la típica chica triste y bella sin ambiciones personales que funciona a la perfección, ya mayor,
como “mujer de escritor”, o de “editor”, o de cualquier
categoría de hombre importante. A partir de esa búsqueda, Miller trata de mostrar las grietas, y construir un
mapa interior de esa mujer –y de todas las mujeres– que
cambian pasado turbulento por presente sosegado, en la
tranquilidad de una mesa pulcra sin migas en la superficie.
En Estados Unidos, en un mercado editorial dominado por hombres, la de Miller es una firma sobria; sin
embargo, con Velocidad personal y con Las vidas privadas…,
Miller ha conseguido hacerse de un nombre propio y generar expectativa ante cada nuevo trabajo. Esta primera
novela tiene puntos altos, de prosa honesta y delicada, en
la primera y la última parte, cuando la autora muestra la
vida de esa Pippa enterrada en el apellido de su esposo.
Al (re)construirla, retrata épocas, relaciones, distintos ambientes sociales. Sin dudas la burguesía intelectual es la
descripción que mejor le sale.
Curiosamente, lo que en la novela pierde fuerza y se
diluye en vivencias un tanto artificiales, en la pantalla cobra poder a través de escenas que combinan ritmo y planos cortos, y fotografías, que logran sí captar el pulso de la
juventud de esa protagonista. En la pantalla, la directora
logra agilidad al entrar en los flashbacks a través de elementos cotidianos (una torta, un paquete de cigarrillos)
que disparan la memoria de Pippa Lee, interpretada por
Robin Wright Penn.
En ese ejercicio de llevar una obra propia del libro al
cine, Miller presenta logros y flaquezas. Quizá las casi dos
horas en pantalla no alcanzan a mostrar con igual éxito
la complejidad de una mujer que vivió una transformación tan radical. El puente entre una Pippa y la otra se
diluye. Para simplificar esa mutación, la directora lleva
al extremo el “entierro” de una por la otra y así mostrar
cómo a veces las personas se olvidan de sí mismas, adrede
o no, para cumplir los deseos del otro.
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Herb Lee, el esposo de Pippa, en un momento se siente
eufórico. El hombre asegura haber encontrado “la gallina
de los huevos de oro” en una novela: “Es buena desde
cierto punto de vista –describe–. Tiene un tono popular,
pero para intelectuales. O, un tinte intelectual para todo
el público.” En esa categoría podría incluirse este libro de
Miller y allí calzaría, también, su película.
MIÉRCOLES, 9 DE JUNIO DE 2010
“Noticias de un fantasma”, por Jimena Néspolo
Diario de la rabia. Beatriz Viterbo, Rosario, 2006, 92 págs.
El lugar que no está ahí. Losada, Buenos Aires, 2006, 105 págs.
Arquitectura del fantasma. Una autobiografía. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2006, 107 págs.
137
(Esta reseña fue publicada originariamente en la revista Quimera. Barcelona, Nro.292, marzo 2008.)
E
s ley: de un escritor que hace de la marginalidad
un culto se puede esperar cualquier cosa; la más
evidente es que las reseñas, elogios y comentarios
a su obra lleguen tarde –incluso después de su muerte–.
Héctor Libertella es uno de los episodios literarios más
delirantes, estrambóticos y experimentales que ha tenido
la vida cultural argentina en las últimas décadas del siglo
XX y –como suele suceder– de eso se ha enterado apenas
un puñado de amigos. El mismo autor, que adquirió con
premura cierta fama dentro del ámbito criollo (en 1968,
con apenas 23 años, ganó el Premio Paidós con El camino
de Los Hiperbóreos; luego, en 1971, el premio Monte Ávila
con la novela Aventuras de los miticistas; y en 1986, Paseo internacional del perverso se consagró con el Premio
Juan Rulfo), que estuvo exiliado en México durante los
años 70, que fue amigo de Néstor Sánchez, Osvaldo Lamborghini y difusor de la obra del poeta Néstor Perlongher,
que fue editor de profesión y profeta de oficio, alentaba
con ardor la invisibilidad con la premisa siempre a flor de
piel de que el lector-masa torna sospechosa incluso hasta
la propia obra.
En El lugar que no está ahí encontramos una sentencia
que grafica ejemplarmente este programa de trabajo: “El
tiempo hace un hueco. Y ese hueco le da esqueleto a tu
memoria.” Y en los fragmentos autobiográficos publicados por la editorial Santiago Arcos, esta otra: “Contra la
muerte no hay mejor defensa que la propia armadura de
los huesos…” Los textos de Libertella tienen la concisión
de un hueso blanco recién pulido, sólo invaden el vacío
de la hoja cuando saben que van a decir algo que de tan
cierto pueden ofrecerlo como la más grande de las ficciones para tramar, entre sí, un follaje arduo (como El árbol
de Saussure, publicada por Adriana Hidalgo), una arquitectura que mima la temible osamenta de un fantasma. Son
textos que tampoco desdeñan la imagen; a mitad de la novela El lugar que no está ahí –por ejemplo– irrumpe un mapa
de los cielos, hecho de constelaciones subjetivas y de poe-
sía concreta que recuerda, a su modo, la cartografía que el
artista plástico Eduardo Stupía elaboró para la reedición
de El paseo internacional del perverso; en su autobiografía, asimismo, abundan gráficos, tipologías distintas, alguna que
otra foto y, en los tres libros aquí reseñados, la imagen recurrente de un caballero andante que bajo la armadura
ostenta solamente un andamiaje de huesos. Libertella dijo
alguna vez que sus personajes favoritos son aquellos que
despliegan toda su vida como la crónica de un instante,
que Don Quijote, por ejemplo, lo hubiera sido si el chico
de seis años que anidaba en el viejo de ochenta hubiera
podido convivir con él “literalmente” en el texto. Una
arrogancia, una perogrullada, o quizá una pedantería que
direcciona pasionales lecturas… Con todo, esas imágenes
que escanden los textos establecen un diálogo complejo
con la palabra, ya para iluminar nuevos sentidos, ya para
des/ambiguar una sentencia o, simplemente, para ilustrar
un texto y gozar acaso de una de las prácticas más primitivas y olvidadas hoy del hombre, la pintura. En Arquitectura del fantasma encontramos este aforismo, por ejemplo,
acompañando la imagen de una extraña jeringuilla: “El
lector del futuro es un lector sintético, un hombre pinchándose las venas con una lapicera parker.”
Diario de la rabia, tiene, en este sentido un epígrafe cabal: “La pintura es libro para los idiotas que no saben leer,
Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, 787.” Dicha nouvelle narra con gracia y extremo rigor formal las peripecias de Rassam (el Sr. Asma) mientras acompaña la expedición arqueológica de Sir Rawlinson en las orillas del
Nínive. Rassam intenta preservar los hallazgos de los palacios Sanherib y Asusbanipal de la expedición francesa
que excava también en esa colina pero, a causa de su enfermedad y de la ingeniosa verba de Sir Rawlinson, se los
entrega apenas por una taza de té de cortisona. Al regresar a su patria el inglés le deja con cinismo estas palabras:
“–Nosotros nos vamos y repartimos ya, los objetos. Y a usted, Rassam, le dejamos la enseñanza. Aprenda: para resucitar y avivarse los pueblos también pueden repartir sus
muertos, y hacerlos valer como capital –y sólo me dejaba
de recuerdo los sarcófagos vacíos y unas pocas montañas
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descascaradas.” Luego de tamaña expoliación, Rassam,
más que furioso, fragua con sus excrementos algunas antiguallas que logra bien vender en el Soho como verídicas.
Dedicado no tan casualmente a César Aira, amigo –según
dice en su autobiografía– desde hace casi treinta años, este
relato esconde además de una denuncia, una advertencia, un programa de intervención cultural y –digámoslo
de una vez– una siniestra y adorable venganza.
El lugar que no está ahí, por su parte, se articula a primera vista como la crónica de un viaje, el de Fernando
de Magallanes dando la vuelta al mundo, con la particularidad de que quien narra desde Florencia muchos años
después rellena los inevitables blancos de la memoria con
el ansioso relato de sus sueños. Así, el relato de Antonio
(Pigafetta) vaga a la deriva junto a esa tripulación fantasmal del barco combinando onirismo y vigilia, hambruna,
deseo y miseria, y envuelve extrañamente al lector en un
relato que bien podría ser el de toda la humanidad: “Cada
hombre, cada mujer es una estrella, con su carácter y su
movimiento propios. Y porque muchos habían dado sin
quererlo en la madera podrida que era aquella nave, alejados de su órbita y rumbo, tanto sufrían ellos como hacían
sufrir al universo todo en su orden.”
En su autobiografía Libertella cuenta que fue un lector precoz, que a los cuatro años ya sabía leer y al poco
tiempo recorría de la A a la Z el único volumen que componía la magra biblioteca de sus padres: un diccionario
español de 1917. De allí seguramente se explica el regusto
arcaizante que rezuma su prosa. No es casual, en ese sentido, que escribiera siempre a máquina; la literatura era
para él “ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió”,
como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, “tal vez
el escritor sólo escribe por escribir.”
Siguiendo los pasos de aquel egocida por antonomasia
que fue Macedonio Fernández, emprendió la tarea imposible de “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo”.
Sólo basta decir que nació el mismo día que Jorge Luis
Borges y que murió a los 61 años, en el 2006, justo cuando
comenzaba en Buenos Aires la Semana de homenaje a
Antonio Di Benedetto.
Libertella brilla hoy en el panteón argentino de “Los
Raros” con una luz opaca, cristalina… Es primitivo y moderno, sencillo y complicado… Tengo para mí la certeza de
que ese lector del futuro que alguna vez soñara, ya llegó.
MIÉRCOLES, 9 DE JUNIO DE 2010
“Un libro visionario pensado para el porvenir”, por Marcelo
Damiani
Zettel, de Héctor Libertella. Ed. Letranómada, Buenos Aires, 2009. 76 págs.
“E
l arte es un fenómeno de tipo ambiental. En
días de mucho calor y alta densidad atmosférica puede parecer un espejismo.” De esta
forma brillante arranca Zettel, el último libro que Héctor
Libertella escribió antes de morir. El texto empezó como
una suerte de antología personal que pasó por muchas
versiones (de hecho tal vez la publicada no sea la última),
algo muy común en este autor que hizo de la obsesión por
corregir sus textos (incluso los ya publicados) una parte
fundamental de su inimitable estilo. La bella edición de
Letranómada (de un verde intenso que recuerda la edición mejicana del Zettel de Wittgenstein que Libertella
supervisó), bajo el cuidado meticuloso de Laura Estrin
(también autora del acertado prólogo), está compuesta de
nueve partes o secciones, todas precedidas por un epígrafe
del autor. Son en total 95 fragmentos que quieren huir
del carácter soberbio del aforismo pero también del aburrimiento (profundo) de la argumentación, como reza el
epígrafe que abre el libro, firmado por un tal Winfried
Hassler, pariente teórico (ficticio) del futbolista alemán
Thomas Hassler (según confesión del autor), figura que
ya prestaba otra de sus ideas (además de su nombre) para
la apertura (y el final) de esa genial instalación histérica
que es El árbol de Saussure (2000). Este espíritu lúdico
va a ser un rasgo recurrente en los libros de Libertella,
aunque toda su obra estuvo marcada por cierta etiqueta
hermética que él mismo se encargó de afirmar con títulos
como Ensayos o pruebas sobre una red hermética (1990),
pero también de negar con galantería, como si estuviera
parodiando a Tom Castro, ese personaje “inverosímil”
borgeano al que le gustaba jugar con las tendencias del
público; la diferencia es que Libertella siempre tuvo muy
en claro cuál era su apuesta y jamás la negoció como la
mayoría. Su poética, en un sentido, era una arriesgada
apertura a la clausura del lenguaje, suerte de versión conceptual del célebre relato de Kafka: “Ante la ley”; paralelamente, por otro lado, su escritura se fue haciendo cada
vez más y más diáfana, y al final, como muy bien señaló
Ricardo Strafacce, se aproximó asintóticamente al silencio, a esa página en blanco definitiva, arcaica y perfecta, a
la que quizá también aludía Kasimir Malevich con su ya
clásico “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918). Es
que Libertella, suerte de teórico de la recepción literaria,
estaba mucho más interesado en el carácter concreto del
individuo lector que en la vacua abstracción de las etiquetas mercantiles y críticas (siempre demasiado dependien-
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tes de las modas intelectuales). Citemos, en todo caso, una
vez más su sabia locución del loro: “Allí donde hay un interlocutor, un solo interlocutor, allí se constituye un mercado”. Seguramente los fragmentos de Zettel encontrarán
muchos interlocutores entre nosotros, pero muchísimos
más en el futuro, ya que este libro, visionario y único, está
pensado para el porvenir, como toda auténtica literatura
que se precie de tal.
MIÉRCOLES, 2 DE JUNIO DE 2010
“Sueño con niños”, por Jimena Néspolo
Rita viaja al cosmos con Mariano, Fabián Casas. Ilustraciones de Santiago Barrionuevo. Buenos Aires, Planta Editora, 2009.
Los sueños del agua, María del Carmen Colombo – Cristian Turdera. Buenos Aires, Pequeño editor, 2010.
El contador de cuentos, Saki. Ilustraciones de Alba Marina Rivera. Trad. de Verónica Canales y Juan Gabriel López Guix.
139
Venezuela/Barcelona, Ediciones Ekaré, 2009.
C
uando un niño se aburre comienza a molestar. Y
un niño molesto puede ser el sujeto más salvaje
y peligroso de toda la fauna humana. Aparecen
los accidentes domésticos, estallan las riñas, las trifulcas.
Unos versos monótonos, por ejemplo, como los que recita
una y otra vez la nena del libro de Saki, El contador de cuentos, mientras viaja en tren con su tía y sus hermanos hacia
Templecombe, pueden desatar tormentas fabulosas; pero
el aburrimiento también puede devenir en tristeza, como
le pasa a Mariano, el personaje del libro de Fabián Casas,
quien convierte el patio de su hogar en planta de despegue
de una nave espacial que funciona a base de sifones. Se
sabe: un niño es un lector nada condescendiente, implacable y abandónico –si el relato no le sigue el paso o incluso
va más allá, la atención y la lectura cae–. La imaginación
de un niño es poderosa. Cuando un niño opera con su
imaginación en el plano de la realidad, el adulto tiembla.
Surge entonces la necesidad de relato, y en esa necesidad es
donde se observa la doble dimensión arqueológica, proteica, que lo justifica: es entretenimiento, sí, y placer, pero
también, fuente primera de aprendizaje a través del cual
el mundo adulto le otorga al niño (entramado en una radical asimetría de fuerzas) las herramientas elementales
con las cuales sobrevivir y llegar a la adultez. El relato
de Saki tematiza de un modo sutil estas cuestiones: hay
niños molestos, hay un sujeto demasiado sujetado a las
normas que intenta contar un cuento que no sólo resulta
ineficaz sino que también demuestra con creces sus limitaciones para comprender el universo a-social de la infancia, y hay –para nuestro gozo– un autor de verdad, que
elabora con estos elementos un relato, efectivo, siniestro,
absolutamente cruel, aplaudido (quizá por todas estas razones) por el público de infantes.
La “literatura infantil” tiene sus colecciones y editoriales, sus asociaciones, sus ilustradores, sus escritores y premios, su “mercado”. Como si los niños no vivieran en este
mundo sino en una especie de limbo regido por regulaciones más artificiales que las nuestras, cuando esa extrañeza
se convierte en isla es cuando esta “literatura menor” (la de
Lewis Carroll, Oscar Wilde, Mark Twain o Silvina Ocampo,
por citar sólo algunos nombres) deja de ser peligrosa y se
convierte en tontería. Afortunadamente no es el caso del
volumen Los sueños del agua, ilustrado por Cristian Turdera
y elaborado a partir de un poema de María del Carmen
Colombo que dice así: “En los charcos,/ el agua duerme./
¡Silencio,/ no la despierten!:/ Está cansada de correr./ Las
hojas caen/ de las ramas/ en puntas/ de pie./ Los chicos/
se acercan/ para ver./ En el cristal/ de un charco/ los sueños del agua./ Como peces de espuma/ unas nubes muy
blancas/ navegan lentamente/ (…)/ El agua sueña con el
agua/ del mar/ con el agua de lluvia sueña el agua;/ en el
lecho pequeño de un charco/ el agua mansa sueña/ con la
furia del agua.” La elección de este poema, que bien podría
formar parte de cualquier otro libro de la autora (al igual
que Casas, es lo primero que publica dentro del género), es
un hecho a festejar. Primero, porque supone un intento por
desquiciar el corset de la norma escolar que constriñe este
tipo de literatura, y segundo, porque con esto, duplica nuestras exigencias como lectores.
Pero si de exigencia hablamos, es preciso decir que de los
tres libros aquí presentados el más convencional, tanto en el
texto como en la gráfica, es Rita viaja al cosmos con Mariano. Es
el más “adulto”, el menos arriesgado. Entiendo que el interés del libro reside en que el autor invita a leerlo como una
“ficción del yo”: En las páginas finales aparece una sección
titulada “Acerca de mí”, firmada por Fabián Casas, donde
el escritor ofrece datos sobre su infancia que dialogan directamente con el relato e incluso con alguno de los personajes.
Así, la mirada adulta que no puede des-asirse de sí se trasunta en memoria, relato y, principalmente, nostalgia.
El reino de la infancia –ya lo dijo Bataille– es el reino
del Mal. Es un reino regido por las leyes oscuras de la
naturaleza y de la Poesía. Allí todo límite es incierto, artificioso, y toda fuerza, trágica, cuando no inexorable.
Saki supo beber, como pocos, de esas aguas. Sólo resta
decir que El contador de cuentos (premiado en Bologna) está
ilustrado con frescura y audacia por Alba Marina Rivera
–cuyas ilustraciones palpitan en el doblez de estas líneas.
MIÉRCOLES, 2 DE JUNIO DE 2010
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“Hacia un canon personal”, por Marisa do Brito Barrote
140
Hacia una literatura sin adjetivos, María Teresa Andruetto. Colección La ventana indiscreta, Córdoba, Editorial Comunicarte, 2009, 144 pág.
U
na de las columnas sobre la que se sustenta el
trajín académico es aquella que se pregunta por
el canon: ¿Qué autores u obras es imprescindible leer? ¿Cuáles son aquellos que sostienen la literatura
nacional? ¿Y el canon occidental?
Antes de que la palabra “canon” tomara el significante
con el que hoy la usamos, los intelectuales que construyeron el Estado se preocuparon por listar aquellos autores
representativos de su literatura nacional, aquellos que reflejaban el ser nacional, y entonces nos encontramos con
las primeras historias de la Literatura Argentina. Hoy en
día, el canon es una lista de mercado: son los 40 más leídos, son los rankings, son las planillas con los libros elegidos en las licitaciones por los ministerios estatales o los
programas de las cátedras universitarias.
En este libro, María Teresa Andruetto nos propone
leer la LIJ (Literatura Infantil y Juvenil) sin los adjetivos
que la constriñen en el “para niños y jóvenes” y a partir de los conceptos con los que se lee la literatura “para
adultos”.
Se abre con un análisis de la palabra “canon” y sus diferentes definiciones: “caña, vara, norma, regla, modelo,
prototipo”, en una operación que religa todas estas acepciones a la cuestión pedagógica: elegir un canon es discutir acerca de qué se va a enseñar, de qué debiera leer una
generación y fijar un modelo a imitar.
A la vez, critica la falta de toma de riesgos en la construcción editorial de un contracanon que friccione lo establecido actual. Al canon hecho de autores marca registrada, opone uno creado por obras literarias y elegido por
el propio lector. Muy especialmente, promueve la formación de lectores que tengan la capacidad de discernir cuáles son las obras de calidad que conformarán su propia
lista de “favoritos” de la literatura.
La autora además se hace eco de un reclamo de arbitrio por parte de la academia, que ha devenido en un
deterioro en la oferta de la LIJ: “Olvido de la academia.
Inexistencia de la crítica. Nulo riesgo editorial y la escuela
como mercado cautivo”. Un reclamo que cae de lleno sobre las personas que trabajamos en la construcción de la
cultura. Aunque apunta que, luego de la debacle del 2001,
esta situación se viene revirtiendo, ya que surgieron críticos y publicaciones especializadas en LIJ y pequeños sellos editoriales independientes con propuestas de calidad.
Asimismo, analiza los mecanismos por los cuales la LIJ
entró en una vuelta de rueca que la duerme en un sueño
reiterativo. Todo el trabajo recorrido por aquellos autores que rompieron con el canon burgués y aleccionador
de los años 50, María Elena Walsh, Elsa Bornemann y
otros, quienes escribieron textos memorables basados en
el juego y ya no en las lecciones morales, al día de hoy,
se ve horadado por las leyes aleccionadoras del mercado.
Esta entidad que parece abstracta, pero que está hecha de
personas que se dedican a observar el comportamiento
de los compradores, ha descubierto que la principal compradora de LIJ es la escuela. Con lo cual, hoy en día gran
parte de lo que se escribe y vende como LIJ es una literatura en la que reina la educación en valores: “Es una
cinta de Moebius que se alimenta desde la currícula editorial hacia las editoriales y desde las editoriales hacia los
autores”.
La tolerancia, la no discriminación, la convivencia pacífica y otros honrosos valores, convertidos en productos
de venta, han vuelto a girar la rueca de la LIJ 360 º y
se ha “regresado por la izquierda a los años 50, a la era
pre Walsh”. Hoy se consumen cantidad de libros infantiles plagados de “mensajes”, libros construidos con la cabeza, al calor del oportunismo, escritos por escritores de
“oficio”.
No es problemático el hecho de que la literatura refleje
la conciencia social, sino que en la obra de arte lo estético
debería subsumir a lo ético para que de algún modo nos
“hable”, cree ese punctum, esa flecha que deja clavado
un libro en la memoria y nos permite construir un canon
personal.
Este libro, que ha recibido el premio Destacado de
ALIJA 2009 en la categoría ensayo, no puede faltar en
la biblioteca de quienes estamos interesados en difundir
y fomentar en los niños el amor por la literatura sin diminutivos.
MIÉRCOLES, 26 DE MAYO DE 2010
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“En el orden de lo compartido”, por Diego Bentivegna
141
El libro de los celos, Cecilia Romana. Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2009, 88 págs.
L
a primera pregunta que plantea El libro de los celos, poemario de Cecilia Romana que obtuvo el
segundo premio del Premio Nacional de las artes
del 2008, es la pregunta acerca de las condiciones de la escritura o, mejor, acerca del surgimiento de lo poético. “No
soy Frost, que de una manzana hace un poema”, dice uno
de los versos del libro. Para Romana, escribir no es exactamente un modo de observación de uno mismo, de exploración interna de un yo (un trabajo, en fin, estrictamente
lírico), ni tampoco un ejercicio de vaciamiento, de espera
y de observación objetiva del mundo. Por el contrario, escribir parece ser un trabajo de elaboración de un sujeto,
de transformación, de constitución de la palabra en relación con una experiencia.
Esa “experiencia” en El libro de los celos, tiene un doble rostro. Es, en principio, la convivencia matrimonial, de
proyección de una comunidad amatoria, con sus tensiones
y con sus conflictos, con sus convergencias y desequilibrios
(“rogaba por / San Bailón, por la Cascia, por Tours, que
/ no se te escapara la palabra “montonero” en / casa”).
La pregunta por la escritura se configura, en este sentido,
también como una pregunta acerca de la posibilidad de
construir algo del orden de lo compartido: la pregunta,
si se quiere, por la comunidad. No por la comunidad de
los ausentes o la comunidad de muerte, la comunidad de
la distancia expresada en los ecos sombríos de Tristán e
Isolda que encontramos en la línea de los pensadores comunitaristas desde Georges Bataille hasta Maurice Blanchot o Jean-Luc Nancy, sino la pregunta por la comunidad
de los presentes, la pregunta por el matrimonio, que supone la presencia corporal del otro. Que supone el amor,
también, a un cuerpo.
El poemario es, a la vez, elaboración de la experiencia
de la distancia. Hay como un aire de enrarecimiento que
campea sobre estos poemas, un aire que se entrama con
la extrañeza y con el surgimiento, en algún lugar, de lo
cotidiano y, al mismo tiempo, de lo extraño. Como en un
relato de Silvina Ocampo o en una película de Polanski,
la casa es el lugar en que se vive pero que, en cierto punto,
plantea algún tipo de distancia con respecto al habitar,
algún resto inhabitable (“el inquilino anterior tocaba el
piano eléctrico. / Instaló enchufes por todas partes. La
mayoría funciona”). La pregunta es ahora: ¿hasta qué
punto este lugar puede ser del todo habitado; hasta qué
punto la escritura de estos poemas no es, precisamente,
la escritura de un hiato entre el lugar cotidiano de la vida
conyugal y el lugar ajeno, en algún punto hostil, de la
vida?
Este hiato se escribe proyectando una forma. El verso
de Cecilia Romana es, en este sentido, un verso cortado,
un verso tensionado por el corte sintáctico brusco y por
la distribución imprevisible de los silencios, como si la
cesura, la distancia de la voz, el vacío en el que el verso
respira, tendiera a desplazarse siempre un poco más adelante.
La respuesta formal de Romana es una respuesta irreductible a las líneas más difundidas de la poesía que se
escribe en la Argentina en estos años. No es la respuesta
fácilmente estridente, la respuesta que desconfía de las posibilidades de la métrica para pensar en un ritmo absolutamente intuitivo, manifiestamente disforme, como aparece en gran parte de la poesía de los 90 y en sus epígonos.
No es tampoco la respuesta formalista, pura, anquilosada
en un verso medido con escrúpulo, que pueda adoptar a
veces los rasgos de la parodia de una tradición perdida. El
verso de Cecilia Romana es un verso que busca su forma
en la exploración de un aliento largo, en la exploración de
una dimensión del decir poético que se apoya en cortes
internos y que discurre en medidas algo más extensas, en
versos de trece, de catorce y hasta de quince sílabas. Es,
pues, un verso de largo aliento, con momentos de hexámetro latino (“La ventana de nuestro cuarto da a un patio
interno”), el verso elegíaco de amor y de recuerdo, de distancia y ausencia.
La poesía de El libro de los celos no es ni lirismo concentrado ni objetivismo encandilado por la fuerza de lo
real inexpresable que destruye los ojos, sino ascesis, conocimiento de sí, comunidad.
MIÉRCOLES, 19 DE MAYO DE 2010
“Manual de instrucciones egocidas”, por Jimena Néspolo
| BOCADESAPO | RESEÑAS
Manual Arandela, Sergio Bianchi. Morón, Macedonia ediciones, 2009. 125 págs.
142
Escorzos. Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, Facundo Ruiz / Irene Sola. Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2009. 63 págs.
F
rente al desove de palabras innecesarias, cualquier
poeta twittérico sabe hacer jugar a su favor la economía y el silencio. No hace falta contar caracteres para cotejar la potencia o efectividad de versos como
“reina sin reina/ tuerto en la luna”, o “surge una duda/
y se llena de comillas el ambiente”, o “como una errata/
se desgarra el mundo”. Tampoco quizá haga falta empuñar el podio para declamar apotegmas de brillo anodino
y sentenciar, por ejemplo, que la literatura está hecha de
frases o que las concepciones de lo literario varían a lo
largo del tiempo…
Lo que quizá sí haga falta recordar –por sobre las modulaciones más o menos afinadas de escribas y ventrílocuos– es la capacidad de la literatura de rescribir cada
época y con ello, por supuesto, el mundo. En este sentido, el Manual de Sergio Bianchi realiza un interesante relevo monográfico de cómo en el siglo XX el discurso poético y el de la publicidad han trabajado en una dinámica
de mutua retroalimentación. En un doble movimiento,
se analiza el modo en que las nuevas técnicas litográficas favorecieron el surgimiento del “cartelismo” moderno
(Chéret, Lautrec, etc.) y lo protopublicitario: las estrategias compositivas y los nuevos lenguajes de la vanguardia hicieron del cartel una “maquina de anunciar” que
servía a propósitos artísticos, comunicativos, o de propaganda. El cambio conceptual que acarreó el paso del cartelismo artístico al publicitario implicó también la atenuación de su función poética en su intento por consolidar su
fuerza persuasiva, desequilibrio que el Pop Art –por un
lado– y la Poesía Concreta –por el otro– intentaron contrabalancear a partir del cruce y la puesta en tensión de
la mayor cantidad de códigos (y ruidos) posibles.
Pero así como las nuevas tecnologías de hoy son también
anacrónicamente fieles a esta múltiple servidumbre, hay
propuestas poéticas que del mismo modo se hacen eco
de esa “lírica colectiva” reivindicada –según Bianchi– por
la poesía “visiva” del Grupo 70, los poemas “popcretos” de
Augusto de Campos, o la “antipoesía” de Gomringer.
En una línea análoga, Escorzos: Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, un poemario escrito a cuatro manos,
reúne en sus páginas solidez compositiva y extrema conciencia de la disolución de la majestad del Yo, disolucion a
la que apuestan sus autores en tanto proyecto de escritura.
Escribir aquí pareciera que no sólo es diálogo y azar,
sino también –sospecho– voluptuosidad en las múltiples
pérdidas que a su paso la letra deja. Veamos el siguiente
poema titulado, precisamente, “Escribir”: “teje el azar/
con inteligencia/ anónima ella/ él de nombres harto”.
Como los versos citados en el primer párrafo, con su respiración cortada, sus elipsis delirantes, su miríada de fisuras, todos los poemas dejan entrever una herida, el punto
de tronche lamborghiniano que, por decisión o por antojo, se convierte en adherencia y a la vez, singularidad.
Puntualmente, el volumen está organizado en las siguientes secciones: “Cuaderno de impresiones I”, “Estampas”,
“Cuaderno de impresiones II”, “Bocetos”, “Cuaderno de
impresiones III”. En “Estampas” que es, en rigor, el corazón del libro, Facundo Ruiz e Irene Sola reúnen una
serie de poemas dedicados al Yo. Es interesante detenerse
en las figuras sobre las que los breves poemas trabajan:
el cuerpo, la sombra, la nada, el azar como deseo y para
finalizar, un poema dedicado a Pizarnik en el que el yo/
dupla se hace tríada (“Pizarnik y yo y Pizarnik”) y dice:
“voy a escalar un sinónimo/ hasta alcanzar mi nombre”.
Reivindicando la tradición de los mejores egocidios,
las estampas de este catálogo recogen las uñas, los pelos,
los restos, las colillas del rey muerto y con esos materiales
espurios y un escenario que exuda orientalismo construyen sus galerías, como si el poema fuera más que una fuga
de sentidos, un refugio o la fiesta de un encuentro.
MIÉRCOLES, 19 DE MAYO DE 2010
“Teatro de guerra”, por Pablo Manzano
Las teorías salvajes, Pola Oloixarac. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2010 (3era.ed), 250 págs. Alpha Decay, Barcelona, 2010 (3era.ed.), 280 págs.
E
l despliegue de recursos hiperliterarios en esta novela fue para mí una confirmación más de: Sí,
pibe, sos un escritor menor. LTS es uno de esos
libros para ir subrayando con rímel lápiz (¿no es absurdo
ese remilgo de subrayar con lápiz?, como si alguna vez
fuésemos a borrar los trazos). Creo que eso hacen los que
escriben reseñas: subrayar y tomar notas. Ésta es la primera reseña que escribo, del mismo modo que la novela
aquí reseñada es la primera que publica su autora. La penúltima anotación que realicé con lápiz en mi ejemplar
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de LTS (al concluir la lectura) dice: su autora es más lista
que una periodista y sabe tocar todas las teclas. Y luego,
tras ojear los 14.000 links sobre la obra, escribí: más inteligente que todos los feos instruidos del mundo, Oloixarac
se pone de pie a lo Bambi (1945) y se gana el amor de los
animalitos del bosque literario a la edad en que Jesús consiguió por fin lo que tanto buscaba. Conclusión: por su arsenal lingüístico y su orfebrería estilística, Pola se anuncia
como la nueva Alan Pauls.
A estas alturas es redundante hablar de lo que habla el
libro y de lo que ocurre a lo largo de sus 250 páginas, pero
por si algún despistado no está al corriente aquí va un
sencillo informe de lectura. El teatro de guerra (una guerra invisible con actores visibles) es la idea central, siempre presente en los ejes narrativos y ensayísticos que se
alternan en la novela. Hay una teoría que se remonta a
1917, o mejor dicho a la era del surgimiento del miedo
en los homínidos que viven como presas huyendo de las
bestias. Ese miedo atávico es el origen de la cultura, de la
técnica, del hombre armado en su pasaje de presa a depredador. El miedo queda grabado en la especie, se transmite y define las relaciones interpersonales y la conducta
de grupo: un escenario de guerra y voluptuosidad. Varias
décadas más tarde un catedrático se acerca a esta teoría, y
después una alumna se acerca a este profesor (ella ha detectado errores graves en sus escritos y prefiere ayudarlo
a resolverlos antes que destrozarlo públicamente en un
congreso). La alumna se acerca también a un ex montonero (si el profe le produce sensaciones en su “triángulo
amatorio”, el monto se las producirá en su “triángulo de
amor”), para llevar a cabo una especie de experimento
bélico-sexual: lo provoca, lo humilla, lo histeriquea y finalmente finge para sí misma (y para el lector) que lo va a
matar. Al margen de este trío, tenemos un cuarteto: Pabst
y Kamtchowsky (feúchos, inteligentudos, pertenecientes a
la tribu urbana de los que observan y estudian a las tribus urbanas) conocen a Andy y Mara (guapos, golfos y
divertidos), y si bien la confrontación intelectual entre los
machos es inevitable las parejitas acaban alineadas en un
bando donde prevalece la simbiosis y la creatividad. Primero crean un videojuego de guerra sucia ambientado en
la Argentina de los años setenta, luego un dispositivo para
reemplazar el mapa de Buenos Aires en Google Earth por
una ciudad mamarracho, un fotomontaje digital inspirado en la yuxtaposición temporal que niega la Historia
entendida por su relación causa-efecto. Esto es a grandes
rasgos lo que ocurre en LTS, una novela en la que los hechos están subordinados al trabajo con la palabra y la elaboración teórica.
Para las almas prejuiciosas, apáticas o envidiosas que
aún no hayan mostrado interés por la lectura de esta obra,
advierto que se trata de una novela en la que nada desentona. Las curiosidades eruditas, el empacho bibliográfico
y hermenéutico, la sintaxis por momentos rebuscada, los
diálogos en que sus personajes se expresan como si estuvieran leyendo un texto sesudo y crítico sin el menor indicio dubitativo: nada de esto desentona. ¿Más ejemplos?
Cuando la protagonista llamada Rosa (que en las páginas
finales hace un guiño al lector y le deja claro que no debe
ser confundida con una tal Pola) se detiene para hablar de
su hermosura, compara el tono de su piel con el “marfil
lírico de Bizancio”. El marfil lírico de Bizancio tampoco
desentona. El constante asomo de petulancia en la novela
puede ser entendido en términos paródicos, como parte
de un espectáculo cómico en el que, según la autora, esa
pedantería se ríe de sí misma. Ja.
La expresión novela inteligente encierra un oxímoron.
Creo que a estas alturas cualquier novela, por muy filosófica que se precie, no es más que el territorio de la anécdota, el cotilleo, el exhibicionismo. Dicho esto, la pirotecnia estético-reflexiva, la asociación de ideas, información
y conocimientos (que no se limita en este caso a la mera
evocación de referencias) convierten a LTS en una propuesta literaria de altura, y no es una cuestión de tacones,
bastante más lúcida que las propuestas formalmente renovadoras en español que he tenido ocasión de leer en los
últimos tiempos.
Primera frase subrayada: “…el régimen de acceso a
la empatía contemporánea se encuentra vinculado al uso
inteligente, glamoroso, de la crueldad”.
MIÉRCOLES, 12 DE MAYO DE 2010
“Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”, por Jimena Néspolo
Sobre la idea del comunismo. Alain Badiou, Toni Negri, Jacques Rancière, Slavoj Žižek y otros. Analía Hounie (comp.) Paidós, Buenos Aires, 2010. 249 págs.
¿D
e qué hablamos cuando hablamos de literatura? ¿De qué, cuando hablamos de filosofía o de pensamiento? Pregunta idiota -si
las hay- pues, como se sabe, no invita más que al rodeo,
a la interdicción, a la hecatombe de los axiomas, los sentidos o las perogrulladas en red que hacen de la forma
la bandera del contenido, que confunden medio con fines,
factura con estilo y se venden espléndidas al color de la
temporada. Una pregunta que ciertamente provoca, pero
no tanto como la palabra “Comunismo”, la cual –sospecho– hace temblar hasta a las mismísimas orejas del Príncipe Carlos y de su sosías español. La interrogación, enton-
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ces, sobre la idea comunista en tanto concepto filosófico,
a partir de una tesis polémica y precisa, a saber: “De Platón en adelante, el comunismo es la única Idea política
digna de un filósofo”, extraída del libro de Badiou De
quoi Sarkozy est-il le nom? fue -según informa Hounie- el
leit motiv del encuentro que se celebró en la universidad londinense de Birkbeck School of Law, en marzo de
2009, encuentro del que surge esta compilación de textos. Pero hablábamos de provocaciones y de balbuceos, y
en este sentido quiero subrayar una cita tres veces mencionada a lo largo de los textos y es ésta de Beckett de
su obra Rumbo a peor: “Inténtalo de nuevo. Fracasa de
nuevo. Fracasa mejor.” Y la insistencia de por qué es
preciso mantener el nombre Comunismo (“un nombre
potente que sirve como la Idea que guía nuestra actividad, tanto como el instrumento que nos permite exponer las catástrofes de las políticas del siglo XX, incluidas
las de la izquierda”, se indica en el Prólogo) y el hecho
de que quince de los más importantes filósofos contemporáneos se hayan reunido con este fin en una Europa cada vez más autista y aburrida de cantarle a sus
murallas, nos indica sin duda la relevancia del gesto. Žižek, uno de los organizadores del encuentro (junto a
Badiou y Costas Douzinas), señala en “Cómo volver a
empezar… desde el principio” que la lógica capitalista
de cercar la propiedad común ha llevado a la humanidad al límite de la autoaniquilación y que esta referencia a la “ciudadanía global” y el “bien común” es lo que
justifica la resurrección de la noción de comunismo. Así,
la creciente amenaza de catástrofe ecológica, la inadecuación de la noción de propiedad privada aplicada a
la llamada “propiedad intelectual”, las implicaciones socioéticas de los nuevos desarrollos tecnocientíficos (especialmente en el campo de la bioética), las nuevas formas
de aparthheid y marginalidad, señalan la urgencia de delimitar el dominio de lo que Hardt y Negri llaman “lo
común”, la sustancia compartida de nuestro ser social,
cuya privatización en haras del beneficio del capital pri-
vado debe ser absolutamente resistido. En esta coyuntura
no hay lugar para el silencio –señala Terry Eagleton–, el
“Preferiría no hacerlo” del Bartleby de Melville, ya no
implica sólo dejadez, pesimismo o cobardía, el silencio
o la abstinencia se traduce hoy en inicua complicidad. La intervención de Jacques Rancière, autor de El maestro
ignorante. Cinco lecciones de emancipación intelectual, hace referencia por su parte a la necesidad de reivindicar el potencial igualitario de la inteligencia común a fin de que
los sujetos tomen conciencia de su capacidad transformadora. Este ataque a la lógica de la ilustración capitalista, que distribuye roles, asigna jerarquías e imparte
saberes supone también un llamado de atención sobre
la misma naturaleza del evento y explica -por ejemplopor qué ninguna de las intervenciones trabaja puntualmente sobre el gobierno de las Comunas en los llamados
“nuevos populismos latinoamericanos”. En esta línea, y
frente al ambientalismo de barricada de Žižek, la breve
intervención de Gianni Vattimo subraya que los modelos violentos y autoritarios deben ser cuanto antes reemplazados por un “comunismo débil” que construya el
cambio a través de una positividad anárquica y realista. El texto de Wang Hui es sin duda uno de los más interesantes del volumen puesto que explica la absoluta paradoja de que Comunista sea el nombre del partido que
gobierna la nación más populosa y una de las mayores
potencias capitalistas del planeta. Recuerda así que el concepto de neoliberalismo no se utiliza solamente en el contexto de los países democráticos occidentales, el primer
gran experimento con la formación de un Estado neoliberal se hizo en Chile luego del golpe militar de Pinochet… Para finalizar –ya que las orejas del Príncipe Carlos ahora,
más que temblar, amenazan con hacer levantar vuelo a
toda la Monarquía– quisiera citar las palabras con las
que Raymond Williams finaliza Cultura y sociedad 17801950: “Tenemos que asegurar los medios de vida y los
medios de comunidad. Pero qué habrá de vivirse luego
con esos medios es algo que no podemos saber ni decir.”
MIÉRCOLES, 12 DE MAYO DE 2010
“Cuando el inglés es yoruba”, por Anna Rossell
El bevedor de vi de palma, de Amos Tutuola. Trad. de Emili Olcina. Laertes, Barcelona, 2009, 127 págs. ¿C
ómo hacer una justa crítica literaria sobre
textos creados en y a partir de un mundo
cultural ajeno? Esto se plantea cualquier
crítico del canon occidental ante una novela como El bevedor de vi de Palma, del nigeriano Amos Tutuola, que ha
publicado Laertes. Por ello en nuestro contexto el libro
ha suscitado las reacciones más controvertidas: ha provocado entusiasmo en unos y profundo rechazo en otros.
También el de algunos intelectuales africanos, que, contaminados por valores coloniales, no consiguieron liberarse de la colonización cultural –otros en cambio, como
Chinua Achebe, Wole Soyinka o Ngugi wa Thiong’o, lo
aclaman como uno de los grandes escritores subsaharianos universales-. Y es que el texto de Tutuola no encaja en los esquemas literarios de costumbre en esta parte
del mundo. Es absolutamente original. Desde la inde-
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pendencia de los países africanos en los años sesenta ha
habido muchos escritores africanos que han publicado
ficción, pero la mayoría lo ha hecho siguiendo modelos literarios occidentales en las lenguas de sus antiguas
metrópolis. No es éste el caso del autor que nos ocupa. El bevedor de vi de palma –también publicado en español
(Ediciones Júcar, 1974) y en euskera (Pamiela, 1993)- fue
la primera novela de Amos Tutuola (Abeokuta 1920 -Sur
de Nigeria– Ibadán 1997) y la primera novela nigeriana
en inglés (1952). Su mayor mérito estriba a mi entender
en que se trata de un texto con voluntad de crear escuela.
No porque lo que allí se lea sea nuevo. No lo es para los
yorubas nigerianos. Lo novedoso es ponerlo por escrito y
con renovada creatividad para que lo que se narra se perpetúe en forma de libro. Con sus compañeros de generación Cyprian Ekwensi, Timothy Aluko, Gabriel Okara,
y el más joven Kojo Laing, Amos Tutuola pertenece a
un grupo de escritores que desea sentar los cimientos de
la literatura autóctona nigeriana, libre de colonización. La novela, relato o sucesión de cuentos hilvanados –difícil
encorsetar el texto en uno de nuestros géneros- describe la
historia de un joven que, a la muerte de su sangrador de
vino de palma, emprende un viaje en su busca al país de
los muertos. Al poco tiempo de ponerse en camino el protagonista se gana los favores de un rey a cuya hija desposa.
La pareja inicia así un recorrido por mundos fabulosos y
míticos, compartimentos estancos subsiguientes, donde se
encuentra con los seres más diversos, temibles y bondadosos, que suponen para ellos duras pruebas o instrumentos
de ayuda para superarlas en los parajes más intrincados y
enigmáticos. Sus aventuras constituyen un viaje iniciático
en el que los dos protagonistas aprenderán valores morales y cívicos enfrentándose al hambre de una población,
a la sequía generalizada, a los llamados fantasmas de la
maleza, a extraños seres blancos... Una suerte de novela
de formación con ecos de Las Aventuras de Alicia en el país de
las maravillas, de Lewis Carroll. Tutuola bebe de las fuentes
más genuinas de su cultura, utiliza los mitos yorubas de la
literatura oral negroafricana para componer su fabulosa
cadena de historias y lo hace en un inglés incorrecto, simple y naiv, un inglés agramatical, que construye con la intención de adaptar el yoruba hablado a la lengua inglesa.
Su conciencia descolonizadora aflora en la voluntad de
imponer la mentalidad yoruba a la lengua del colono y
domesticarla, y no al revés. Crea así un inglés pidgin, un
estilo peculiar de frases cortas, oraciones inacabadas, repetición machacona de estructuras gramaticales simples,
insólitas sustantivaciones y adjetivaciones, que ha sabido
trasladar muy airosamente el traductor Emili Olcina al
catalán. Un libro, en definitiva, que aporta un aire nuevo
a la estética literaria occidental. Del mismo autor se ha
publicado también Mi vida en la maleza de los fantasmas (Siruela, 2008).
MIÉRCOLES, 28 DE ABRIL DE 2010
“Pedagogía, narrativa y deporte”, por Jimena Néspolo
Segundos afuera, Martín Kohan. Sudamericana, Buenos Aires, 2005. 240 págs.Museo de la revolución, Martín Kohan. Mondadori, Buenos Aires. 192 págs. (Reseña publicada originariamente en la revista Quimera,
Nro.288, Barcelona, Noviembre 2007).
E
n los textos de Martín Kohan hay un preocupación –a mi entender– central. Recordemos que,
con apenas cuarenta años, este escritor ha desarrollado hasta el momento una extensa producción. Ha
publicado seis novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002),Segundos afuera (2005), Museo de la revolución (2006); dos libros
de cuentos:Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998); y tres libros de ensayo:Imágenes de vida, relatos de
muerte (1998), Zona urbana. Ensayos de lectura sobre Walter Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005). Esa preocupación
que, con variaciones, se formula a lo largo de sus libros podría quizá resumirse –a partir de una lectura atenta de Segundos afuera– en la siguiente pregunta: ¿Cómo conciliar
narrativamente los nodos conceptuales pertenecientes a la
“alta cultura” junto a los grandes fenómenos de identificación y movilización de “masas”? Subrayemos que lo ma-
sivo, aquello que luego cristaliza significados en el “mito”,
es de por sí para Kohan altamente atractivo –ya sea como
problema a razonar en sus ensayos (“Eva Perón”, “San
Martín, el padre de la patria”) o como eje temático a abordar en sus ficciones (fútbol y deportes, la heroicidad, la praxis revolucionaria en una coyuntura política dada, etc.). El hecho de que Kohan comenzara su periplo narrativo
publicando en la colección de Novela Histórica de la Editorial Sudamericana durante los años ´90 no es un dato
menor. Si bien, en sus comienzos, abordar dicha preocupación con los artificios formales que le ofrecía el género le
permitió desentenderse de la certeza de que ya el Pop Art,
a mitad del siglo XX, había ensayado algunas respuestas
estéticas a esa misma inquietud –respuestas que se actualizaron, por ejemplo, muy cabalmente en la obra de Manuel Puig–, también le imprimió temprana e irrevocablemente a su escritura cierta “pedagogía en las formas” de la
que hasta el momento Kohan no ha podido desprenderse.
Veamos, por ejemplo, cómo está orquestada su última y
quizá –junto a Dos veces junio– más lograda novela: Museo
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de la revolución. El narrador protagonista llega a México
comisionado por un editor para hacer algunas gestiones
y contactar a una mujer, Norma Rossi, puesto que ella
tiene en su poder el manuscrito de un guerrillero y quiere
entregárselo. La novela se sucede entonces combinando
estas dos historias, la de Rubén Tesare (el autor del cuaderno en cuestión), un joven estudiante de abogacía de
veintitrés años que es detenido por un comando militar
en 1975 mientras cumple las instrucciones de su organización guerrillera, y la de Marcelo, el joven que llega a
México buscando ese manuscrito que, con el correr de
los días, no logrará obtener puesto que su dueña dilata
la entrega y a cambio le ofrece extensas escenas de lectura. Norma Rossi le lee a Marcelo el cuaderno de Rubén
Tesare, y ¿qué contiene el cuaderno?: Sesudas reflexiones sobre la revolución, sobre Marx, Lenin, Trotsky…
¿Y Marcelo qué hace? Escucha las lecciones del revolucionario en boca de su improvisada maestra que es –
por cierto– veinte años mayor que él. El “saber” cristalizado, “normalizado” en el cuaderno, se imparte y el
lector –el lector modélico de Kohan, claro– lo agradece. Si a partir de Borges, el binomio saber/representación
entraba ineluctablemente en crisis –una crisis que ha
recorrido incluso todo el pensamiento occidental contemporáneo–, la narrativa de Kohan evade con arrojo
esta conflictiva puesto que el principal pilar sobre el
que se asienta es, en principio, un plus supuesto de saber: la investigación historiográfica que supone la elaboración de un texto que cuadre dentro del género novela histórica, la investigación filosófica en el campo
de las ideas para dar sustento –en este caso– al escrito
monográfico de Tesare, o la investigación cuasipolicial a partir de fuentes gráficas en –por ejemplo– Segundos afuera. El saber, en los textos de Kohan, no sólo debe
necesariamente existir sino que además debe necesariamente ser impartido para que la narración tenga lugar. En este sentido, resulta esclarecedor observar cómo los
extensos diálogos entre Ledesma y Verani (un periodista
de cultura y otro de la sección deportes, respectivamente)
ya diseñaban enSegundos afuera aquella relación maestro/
alumno que anteriormente apuntáramos en Museo... Veamos un diálogo cualquiera: “–Le digo porque usted se embala y me pierde de vista que estamos hablando de un
músico exquisito, de un músico de vanguardia; usted me
hace un menjunje de todo y se piensa que da lo mismo
una sinfonía de Mahler que una zamba o una cueca. /
–Usted dijo folklore, yo no. / –Se lo digo para que usted
entienda, Verani, pero usted no entiende. / –Puede ser
que yo no entienda, no se lo voy a negar. Pero usted reconozca que no lo está explicando bien.” Uno, Ledesma,
defiende a lo largo de toda la novela la música de Mahler, de Strauss, los valores de la “alta cultura”; el otro,
Verani, especie de bruto devenido periodista que se emo-
ciona con las multitudes y el deporte, opone escasos argumentos y escucha paciente las lecciones. El mundo del
deporte es, en este sentido, el polo del opuesto del deber
y la cultura; es “lo real en sí”, lo que acontece y oficia
de escenario y, a la vez, marco feroz. En Dos veces junio,
por ejemplo, el mundial del ´78 es el atroz telón de fondo
donde se desarrolla la oscura trama de represión, torturas,
complicidad y muerte que rodea al narrador protagonista. Pero volviendo a Segundos afuera, en el medio, conciliando
posiciones entre ambos periodistas, irrumpe el narrador
(en la página 122): “Porque si Ledesma pretendía que el
mundo del cuarto de hotel escapara de la irradiación invasora de la gran pelea, tenía por fuerza que relativizar la hipótesis de la expansión totalitaria que el mismo postulaba.
Para tener razón contra Verani, tenía sin embargo que
darle la razón a Verani. No lo dije por conformar a los dos
ni por resultar salomónico. Pero vi asentir a uno y a otro
y supe que los había convencido a ambos.” Así, lo “real”,
el “acontecimiento” del que da cuenta la prensa gráfica,
la gran pelea entre el argentino Firpo y el norteamericano
Dempsey –y con ella la gran multitud que la sigue– y, por
el otro lado, la extraña muerte de un músico suizo que es
dirigido por la batuta de Strauss en la Buenos Aires de
1923, esas dos realidades consideradas hasta el momento
de manera inconexa, el narrador intenta unirlas, conciliarlas, en la hipótesis que baraja junto a los periodistas
para explicar esa muerte. Pero, cuando la novela ya ha tenido lugar, el testimonio del músico argentino que reemplazó en su momento al suizo vuelve a escindir ineludiblemente las esferas: La narración gana entonces la partida
y, con ello, el autor se asegura más variaciones tesoneras
para un mismo artificio. Los puntos ciegos, las historias
no contadas y que se vislumbran entre los intersticios de
lo dicho, adquieren con todo –hacia el final del texto–
tanto peso como la “realidad deportiva” que se impone. Asimismo, debemos señalar que este plus de saber sobre
el que se asientan los textos supone también el despliegue de una estrategia de escritura, aquello que comúnmente llamamos “estilo”, caracterizado aquí por la utilización de un lenguaje llano, altamente comunicativo, que
apunta –ante todo– a la “naturalidad”. Así, leemos en Los
cautivos (sic): “…contar bien es como cagar bien. Ni muy
blando ni muy espeso. Mejor de un tirón que tardando.
Mejor sueltito que con trabajo…”
“Lo que queda”, por Mauro Peverelli
MIÉRCOLES, 21 DE ABRIL DE 2010
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La mitad mejor, Marcos Herrera. Editorial 451, Madrid, 2009. 147
A
orillas de un río suburbano, y enclavados en un
basural en constante crecimiento, se encuentran
los ranchos de Juan y de Leira. Desde allí, desde
esa mancha borrosa y sucia se extienden los hilos sensibles
de una historia inmensamente lúcida y desoladora, una
historia atravesada por un puñado de putas indias (propiedad de Leira) capturadas en el corazón de una isla selvática, una organización de niños criminales comandada
por un chico apodado Ho Chi Min, un viudo (Juan) que
recoge niños de la calle como si protagonizara el relato
moral de una parábola sucia escrita en un evangelio antiguamente censurado, y un periodista que juega al investigador y que va probando los venenos creyendo encontrar
allí sus posibles antídotos. Sobre todos ellos sobrevuela la
sombra de La Foca, figura omnipresente que lidera una
organización que articula redes de prostitución con la distribución de drogas experimentales. El relato avanza con
el ritmo vertiginoso de una música veloz y enloquecida
pero de la que igual se distinguen con fidelidad cada una
de sus notas; a su paso la sensación más consistente es la
que deja entrever la erosión que el sistema va infligiendo
a la vida social, dejando bien en claro, a su vez, que en
la estructura capitalista las conectividades posibles y fluidas, entre los diferentes estratos sociales, y por encima de
las otras, son la corrupción, la violencia y el crimen. En
el contexto de una degradación y una crisis de valores
de las más agudas de la historia argentina, la novela de
Herrera logra una fuerte filiación con textos fundamentales como El Matadero de Echeverría y La Refalosa de Ascasubi, tanto en la ferocidad de una trama en los hechos
concretos, como en la agudeza con que el autor distingue
el cruce de dos épocas: “Se había dado cuenta que para
sobrevivir había que funcionar como una organización
criminal y no como una célula revolucionaria” sentencia el narrador, o: “Mulno miró la oficina. Refaccionada
y recién pintada. Todo el edificio había sufrido una de
esas transformaciones que intentaban reflejar la ideología dominante. Acrílico, vidrio, aluminio, luces dicroicas,
etcétera. Cualquiera, en esos lugares, sentía la obligación
(…) de portar pensamientos relacionados con la eficacia, la competitividad y la amabilidad marquetinera”.
Se trata de una poética que se diferencia enormemente
de las expresiones del realismo en boga, ante todo, por
una melodía que subyace debajo del discurso, desde allí se
oyen los sutiles acordes de una voz que también se distancia de las sofisticaciones esquemáticas del academicismo
y que se acerca (porque es parte), a un mestizaje propio
de las clases vulnerables, un yacimiento al que la cultura
rioplatense le debe muchas de sus mejores expresiones: el
nacimiento del tango, las milongas sureñas de almacén,
las voces arltianas y onettianas, los desvalidos y a la vez
potentes trazos de Berni y de Quinquela, el asado hecho
en el piso y las exquisiteces de la mejor comida preparada
con lo que queda.
MIÉRCOLES, 7 DE ABRIL DE 2010
“Llegar tarde, ser viejo en primavera”, por Diego Bentivegna
Por la puerta entornada, de Ricardo H. Herrera. Córdoba, Alción, 2009.
L
a piedra desgastada, los guijarros en la vera de
un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra
o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o
persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa
percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos
en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior
de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan
la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto:
en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje
del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces. La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de
preservar en algún lugar esas formas naturales fijas, pero
al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos
(el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego).
Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra,
que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa
atlántica, pero es también la piedra seca, cosí prosciugata,
de L´Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia
de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido
y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a
la voz del otro y de construcción de una dicción propia.
La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma
que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la
palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal
vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan
la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena
el eco del “vacío que suscita el poema”, que lo acerca al
lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el
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silencio: “Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite /
de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo
tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo”.
Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y
de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una
labor sobre la escritura: “mi escritura / desposa ese tranquilo
encantamiento, / mitiga tu abandono en el silencio” (19). En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta
consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se
articula con una tradición que, lejos de ser desechada,
Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en
varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian
elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas
para el panorama poético argentino de los últimos años. Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensa-
ron como constitutivas de la poesía argentina (como las de
Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de
vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a
partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los
dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan
todo este poemario de Herrera: la exploración de formas
métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de
algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina
de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas
formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de
filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el
pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obcecada, desde el
punto de vista temporal.
MIÉRCOLES, 31 DE MARZO DE 2010
“Un laberinto barroco para el grotesco argentino”, por Adriana
Mancini
Ceviche, de Federico Levín. Buenos Aires, Editorial Aquilina, 2010, 275 págs.
C
on impecable ritmo narrativo y precisa estructura, Ceviche, la última novela de Federico Levín,
se desarrolla en torno a las ansias de degustación
de un robusto personaje -Héctor el Sapo Vizcarra- y un
entrometido narrador, quien apropiándose de las notas
culinarias y alguna referencia íntima del diario del personaje organiza una novela desopilante con rastros de policial, tonos de nuevo grotesco argentino y algunas pinceladas gruesas de color ajeno y otras tantas bizarras. Con mano segura, casi se diría autoritaria, el narrador condiciona la lectura. Define la composición del texto abismándolo hasta lograr un novedoso “laberinto barroco” que describe tanto el espacio
de ficción que construye como el relato que resulta.
La zona del Abasto, otrora barrio del mercado central de comercialización de hortalizas, es el espacio por
donde circula el personaje en busca de exquisiteces peruanas. Calles, lugares con referencias precisas, apetitosas descripciones de platos étnicos y bebibles marcas de
cervezas dan cuerpo al efecto de verosimilitud del texto
que, paradójicamente, se debilita cuando el recurso se
exaspera. La hiperbólica enumeración de, suponemos,
todas las marcas foráneas presentes en el famoso Shopping transforma las galerías del paseo comercial en un
espacio nocturno fantasmal en el que aparece (sin sa-
ber cómo) el protagonista, golpeado y confundido, y
a su vez, pone en escena con saludable compostura
irónica la universalidad –globalización– del espacio: El Sapo acomoda su peso contra la puerta y piensa. En algunos lugares
del mundo (y estando en el Abasto, dice el Sapo, se está en todos los lugares del mundo), existe un momento alimentario llamado spleen. (15)
Asimismo, la cita marca otro recurso del texto logrado a
partir de la dislocación de términos sólidamente connotados. El rastro literario de Spleen se desvanece y renace
convertido en un preciso momento ideal para deglutir la
comida elegida: el ceviche. O, también, dadas las reiteradas desilusiones en la ingesta de platos aparentemente promisorios, el personaje se rebela contra su adicción y baraja
la posibilidad de convertirse en “artista del hambre” (23). Los jugos digestivos del singular personaje –casi un Dongui
domesticado– al ritmo de sones propios y ajenos degluten
y transforman en un suculento bolo alimenticio delicias
peruanas de variada índole junto con referencias a Kafka,
Baudelaire, Da Vinci en un ajetreado arrabal porteño. En
el tránsito, el verosímil realista se tiñe de parodia; y contribuyen al caso, los acertados nombres de personajes secundarios que aparecen y desaparecen de la escena según
la mesa servida que el Sapo elija. Peruanos músico-trafi-
fantasmas, Bug Bunny, La última cena, etc. se entreveran
con las asépticas fechas que anuncian las notas personales
del Sapo escritas durante un caluroso diciembre de 2007. El último capítulo descalabra el orden de la novela. El narrador da el zarpazo final: se presenta, confiesa sus aventuras literarias, sus jugadas apócrifas y las escenas fraguadas que hicieron posible la factura de este original texto.
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cantes, policías de dudoso rango, torturadores, travestidos,
mujeres pasionales, niños parricidas se esbozan detrás de
creativos apelativos. Sudor de Sombra, Intestino Delgado,
Alejo Frau, el Poio, el indio Mineral son algunos de los
nombres que dan cuenta del recurso y contrastan con otros
que por discretos desentonan. Los títulos de los capítulos
afirman la estrategia. Pez gordo, Acidez, Fritura, Final con
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• Editorial1
RESEÑAS • Arthur Schnitzler, exponente de la literatura vanguardista, Anna Rossell2
• Obsesivo (y no pálido) fuego, Fabián Soberón2
• Desenmascarar la conciencia, Anna Rossell3
• Pensar en futuro, Jimena Néspolo4
• Richard Ford en el desierto, Fabián Soberón5
• Entre la novela y la historia, Anna Rossell6
• Mujeres en escena, Karina Wainschenker8
• La novela de la vida, Julieta Lerman9
• Como el agua fresca, Rosana Koch11
• El ejercicio de leer, Natalia Gelós12
• La razón personal, última instancia de la moralidad, Anna Rossell13
• Razones para vivir la vida, J.S. de Montfort13
• Coreografías complejas: la veloz multifocalidad del presente, Walter Romero14
• La mirada indiscreta, Laura Cabezas15
• Vender la piel del oso antes de cazarlo, Anna Rossell16
• Un cruel caleidoscopio de la ciudad, Fabián Soberón17
• Mutilación como esencia natural del ser humano, Anna Rossell18
• (A vueltas) con la novela de la vida, J.S. de Montfort19
• Retrato en penumbras de una generación perdida, Fabián Soberón20
• Decálogo del Perfecto Manipulador, Jimena Néspolo20
• Música y resistencia espiritual en el Holocausto, Rosa Chalkho21
• A pelo sobre el lenguaje, Ana Ojeda22
• Extraña forma de madurez, J.S. de Montfort23
• La escritura como profesión, Rosana Koch24
• El oficio de lector, Fabián Soberón25
• Peligro, poesía!, Jimena Néspolo26
• Un futuro brillante, Fabián Soberón (Entrevista a Ernesto Mallo)27
• Tenemos que hablar de..., Natalia Gelós28
• Ánimo y ánimas de animales, Jimena Néspolo29
• Un presente maravilloso, J.S. de Montfort31
• Decálogo del Perfecto Provocador, Jimena Néspolo32
• Entre el verde y el frío, Natalia Gelós32
• Conversaciones con Céline, Fabián Soberón33
• La intimidad, una serie de violencias salteadas, Marcos Seifert33
• Sobre la conflictividad constitutiva del espacio urbano, Ramiro Segura34
• Cuestión de ritmo, J. S. de Montfort35
• El desconcierto del presente, Felipe Benegas Lynch36
• Las fascinantes crónicas de un dandy sombrío, Fabián Soberón37
• La escanción como dispositivo proliferante, Silvana López38
• El ejercicio de mirar, el desafío de nombrar, Natalia Gelós39
• Un curioso club, Fabián Soberón40
• El humor como credo, Rosana Koch41
• Haciendas, Jimena Néspolo42
• Los enemigos de la poesía, J. S. de Montfort43
• Virtudes y callejones, Jimena Néspolo44
• La incomodidad de los hechos, Felipe Benegas Lynch45
• La epopeya del aprendiz de lenguas, Pablo Manzano46
• Una pausa en los ladridos, Mauro Peverelli49
• Recuerdos del presente, J.S. de Montfort49
• La imaginación maniatada, J. S. de Montfort50
| BOCADESAPO | ÍNDICE
| BOCADESAPO | DOSSIER CUERPOS
SUMARIO
153
| BOCADESAPO | ÍNDICE
154
• Vivir afuera, Marcos Seifert51
• La maestría de la sencillez, Anna Rossell52
• El azar de la digresión, Marcelo Damiani53
• Lo que da sentido al mundo, Julieta Tonello54
• Ese silencio que grita, Rosana Koch55
• Las tormentas privadas, Natalia Gelós56
• Cavilaciones de una santa, Felipe Benegas Lynch57
• Las lágrimas de Handke, Christian Martí-Menzel57
• Pariente del mar, Marta Aponte Alsina60
• Voz a ti debida, J. S. de Montfort60
• Regresión romántica a un pasado mítico, Anna Rossell61
• La pregunta con respuesta, Rosa Chalkho62
• Metáforas de la vida, Leticia Moneta63
• Sobre las pequeñas intenciones, Fabián Soberón64
• El escritor argentino y la tradición en el siglo 21, LauraCabezas65
• Filosofía en clave de novela negra, Anna Rossell66
• Arroz con monstruos, Walter Romero67
• ¡Ángela!, Jimena Néspolo68
• Una navaja en la cartera, Marcos Herrera69
• El temblor del hijo, Felipe Benegas Lynch70
• La importancia del artista, J. S. de Montfort71
• Juegos rabiosos, Jimena Néspolo72
• Algo parecido a un destino, Mauro Peverelli73
• La tentación artefactual, Walter Romero74
• La sopa del dolor, Jimena Néspolo75
• Narratividad y empatía, J. S. de Montfort76
• Los dos lados de la trampa, Felipe Benegas Lynch77
• Una profecía literaria sobre el genocidio judío, Anna Rossell78
• Una reunión de lectores en la Librería Argentina, Silvana López79
• Un sutil aleteo la muerte, Natalia Gelós80
• Certificación de lo invisible, J.S. de Montfort80
• De absurdo en absurdo: la ética del escritor, Felipe Benegas Lynch81
• Tan rara y visceral como encontrar mandrágora, Rosana Guardalá82
• La irresolución de Descartes, J. S. de Montfort83
• La belleza entre las manos, Ignacio Bosero84
• Periodismo a pie de calle. Crónica de la posguerra alemana, Anna Rossell85
• El jardín de los presentes, Felipe Benegas Lynch86
• Las vanguardias bajo el microscopio, Anna Rossell86
• Erudición al alcance de los niños, Jimena Néspolo87
• Un cuento que nos sepamos todos, Diego Niemetz89
• La conspiración impensable, Marcelo Damiani90
• Natural o extravagante, Natalia Gelós91
• Memorias dolientes y largos peregrinajes, Laura Mombello92
• Desde la mirada ajena, Rosana Koch93
• Afueramente adentro, Walter Romero94
• El gran pez, Mauro Peverelli95
• Civilización & Barbarie, J. S. de Montfort96
• La araña, el ojo, la fiebre, Jimena Néspolo97
• Las vueltas de lo siniestro, Natalia Gelós98
• Circularidad de la Nada, José Sabater de Montfort99
• Las orillas sin río, Nicolás Hochman100
• La alquimista de lo leve, Natalia Gelós101
• La escritura de la existencia, Rosana Koch101
• La totalidad perceptiva del arte
(o la decadente nostalgia del remake), J. S. de Montfort102
• De crónicas y domadas, Natalia Gelós103
• Piezas breves, piezas de resistencia, J.S. de Montfort104
• Para una literatura no principesca, Jimena Néspolo105
• Victoria, Ignacio Bosero106
• Mantener a raya a los muertos, Mauro Peverelli107
• Más vasos, más sed y más botellas, Marcelo Damiani108
• El campo, el río, la ciudad, Sandra Gasparini108
• Otros textículos, Ana Ojeda109
• Música en tensión, Matías Scafati110
• El árbol de la vida, Rosana Koch111
• Los invisibles, Natalia Gelós112
• Elogio del experimento (trunco), Jimena Néspolo112
• Textículos, de Ana Ojeda114
• Proyecto Cine, Fabián Soberón115
• Perversiones al alcance de la mano, Nicolás Hochman116
• El sueño real , Ignacio Bosero117
• Utopía vindicada, Gisela Heffes118
• Tragedias familiares, Marcelo Damiani120
• El cortejo caníbal, Natalia Gelós121
• La infancia en pedazos, Mauro Peverelli122
• Esa carrera loca, Jimena Néspolo123
• De falsaciones y falsarios, Jimena Néspolo124
• Situarse en la duda, Rosana Koch124
• La escritura propia, Ignacio Bosero125
• Periodismo que respira, Natalia Gelós126
• La literatura del detritus y la resucitación: Quignard, el jansenista,
Walter Romero127
• Etéreo palpitar de los corazones, Natalia Gelós128
• La inutilidad de las cosas, Pablo Manzano129
• Un Wilcock desconocido, Nicolás A. Chiavarino130
• La marca del jugador del pueblo, Natalia Gelós131
• Hondonada, Marcelo Damiani132
• Deber las promesas, Ignacio Bosero132
• Palabra de pie, Jimena Néspolo133
• Restos literarios, Marcelo Damiani134
• La novela como voltereta, Walter Romero135
• Mujeres que cocinan sombras, Natalia Gelós136
• Noticias de un fantasma, Jimena Néspolo137
• Un libro visionario pensado para el porvenir, Marcelo Damiani138
• Sueño con niños, Jimena Néspolo139
• Hacia un canon personal, Marisa do Brito Barrote140
• En el orden de lo compartido, Diego Bentivegna141
• Manual de instrucciones egocidas, Jimena Néspolo142
• Teatro de guerra, Pablo Manzano142
• Fracasa de nuevo. Fracasa mejor, Jimena Néspolo143
• Cuando el inglés es yoruba, Anna Rossell144
• Pedagogía, narrativa y deporte, Jimena Néspolo145
• Lo que queda, Mauro Peverelli147
• Llegar tarde, ser viejo en primavera, Diego Bentivegna147
• Un laberinto barroco para el grotesco argentino, Adriana Mancini148
HUMOR • Humor crónico, Carlos Maslaton149
15 BOCADESAPO
ISSN 1514-8351
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