Prólogo Hablemos de comida y de cómo nos relacionamos con ella. Tendremos que hablar entonces de hambre y de antojo; además de compulsión, nutrición, salud, enfermedad, cultura, religión, historia, genética. Se podría escribir la historia de la humanidad a partir de los alimentos. Los que en algunas épocas resultaron onerosos, y cuya obtención necesitaba de un gran esfuerzo, y los que en otras épocas abundaron; alimentos naturales, elaborados, procesados, artificiales; con carga social, religiosa, económica; afrodisiacos, benéficos, dañinos, convencionales, exóticos. Comemos, nadie se abstiene de esta necesidad. Comemos por una razón biológica, por instinto, por necesidad vital, pero además comemos por placer, el placer gustativo; hemos elaborado combinaciones exactas y precisas para que la función biológica de comer se vista de hedonismo; hemos desarrollado también áreas de degustación: lo salado, lo dulce, lo ácido, y esa sutil o explosiva combinación es un motivo cotidiano más para sentarse a la mesa. Comer es un acto que va más allá de lo digestivo; se trata también de un suceso sensorial en el más amplio sentido; oler, tocar, ver, incluso el sonido, se han convertido en receptores fundamentales. Por eso no sólo sentimos hambre, además tenemos antojos. El apetito contiene una carga emocional; asociamos un buen o mal momento a algún sabor, olor, atmósfera. El amor materno, el filial, el erótico, suelen asociarse a ciertos alimentos: aromas, texturas, sonidos, sensaciones táctiles. Sin embargo, también tenemos apetitos específicos porque el cuerpo los precisa, más allá del hambre y la sed: el niño que come tierra porque tiene una deficiencia de hierro, o los antojos de una mujer embarazada, o el hecho de que de niños no nos gusten las verduras y de adultos sí. Más aún, la comida es un acto social, ya sea en familia, con amigos, en pareja, para los negocios o las celebraciones. Mucha gente no concibe sentarse a la mesa en solitario. Los restaurantes y las fondas son espacios utilitarios que conjugan la alimentación del cuerpo con la del espíritu, pero también la de la convivencia. El mesón, la taberna, la tratoría, son ocasiones para vincularse con la tribu, el clan, la familia, el otro en general. De ahí la sobremesa y las bebidas espirituosas. Así que comemos para fijar y fortalecer lazos. Algunos se abstienen del consumo de la carne de cerdo, o de la carne en lo absoluto, o sólo durante la Cuaresma, porque su religión los obliga. Unos comen caviar, otros foie gras, espumas, pastas, quesos fuertes, jamón serrano, pizza, pozole, tacos, bife, gambas, hamburguesas, vino tinto o blanco, cerveza, pulque, aguas frescas, refrescos de cola; se come una u otra cosa, o la combinación de éstas, porque una identidad étnica, racial, cultural, religiosa o nacional se impone y se hereda. Comemos lo que nuestra identidad nos proporciona, y con ello también conservamos nuestra identidad. Como seres vivos estamos constituidos por una tríada fundamental: el dolor, el hambre, el deseo. El dolor nos previene de la enfermedad, de las heridas del medio; el hambre y su satisfacción nos inducen a un cuerpo sano, que se fortalece para hacer frente a las amenazas externas; el deseo aspira a la unión sexual para lograr el fin último: la permanencia de los genes. Tres instancias con un solo objetivo: la trascendencia de la especie. Miguel de Unamuno lo dijo con claridad y precisión poética en su célebre prólogo a Orígenes del conocimiento: el hambre, del Dr. Ramón Turró: “Del hambre que es individual, y del amor, que es hambre de la especie”. En ese mismo documento Unamuno asevera que el sujeto que conoce o percibe es el que come, y lúdicamente refiere y reconstruye la frase de Descartes “cogito, ergo sum”: pienso, luego, existo, y la convierte en “edo, ergo sum”: como, luego, existo. La sentencia es atrevida y reveladora, pues implica que el individuo que come se hace consciente de la realidad y de su relación con el mundo. Comemos, luego, conocemos. Lo que comemos, que es anticipado como hambre o deseo de saciarse, al ser consumido se hace parte de nosotros, y el mundo participa en nuestro interior como nosotros de él, lo externo y lo más íntimo se conciben como una unidad por la acción de percibir el mundo que nos nutre y nos tiene con vida. Se asegura que nos consolidamos como homo sapiens por la bipedestación, por el pulgar contrapuesto al resto de los dedos, por el uso o control del fuego y de ciertas herramientas, por el lenguaje y la abstracción. Nosotros agregamos, con Unamuno y Turró, que nuestra particular forma de saciar el hambre nos ha hecho humanos. No es extraña tal aseveración; antes hemos hablado del carácter dominantemente sensitivo de nuestros hábitos alimenticios, que nuestra sensación de vacío y necesidad se ve acompañada de apetito, de deseo, de antojo, y los sentidos se preparan para acompañar o fortalecer la función fisiológica con satisfacción emocional y hasta estética. En La f ísica, o De la naturaleza, Aristóteles sostiene que antes que nada aprehendemos el mundo por medio de los sentidos. ix x Prólogo Comer, en nuestra especie, es el dominio del imperio de los sentidos, y por ese atajo nos hacemos del mundo. A través de los tiempos, los alimentos además han estado cargados de simbolismo. En el relato bíblico del Génesis se establece la primera prohibición en el consumo de alimentos (coincidentemente, la transgresión protagonizada por Adán y Eva también se asocia al conocimiento, pues se define como el fruto del árbol de la ciencia); en el Nuevo testamento, Jesús hace el milagro de los panes y los peces (de orden cuantitativo, pues los multiplicó), y el de las bodas de Caná (de orden cualitativo, al transformar el agua en vino); aquí se establece una relación de la comida con la vida activa y del vino con la vida contemplativa. Este simbolismo se confirma con la consagración a partir de la última cena, en donde no sólo el pan y el vino adquieren el carácter simbólico del cuerpo y la sangre de Cristo, sino que al ser engullido por los apóstoles, primero, y por los fieles, después, se da el mismo proceso del que hablaron Unamuno y Turró: el creyente consolida su conocimiento, en este caso de la divinidad, por medio del consumo del pan y el vino. La literatura se ha ocupado del tema desde los más variados enfoques. En textos de la antigüedad es recurrente la idea del consumo de alimentos en relación al grado de civilización de los individuos; en el Poema de Gilgamesh, el héroe salvaje Enkidú, que “con las gacelas tascaba la hierba (…). Sólo de leche de animales solía él mamar. Pusieron pan frente a él. Él veía extrañado. Lo examinaba. Porque no sabía Enkidú de pan para comer”. En La odisea, el autor diferencia entre los que comen pan y los que comen flores, los lotófagos, bárbaros que ni siquiera “saben hablar como es debido”, y cuando se refiere al cíclope Polifemo que no conocía el pan ni la sal. En el antiguo poema anglosajón Beowulf, los héroes y sus ejércitos tienen grandes comilonas y cuernos llenos de cerveza como recompensa a sus hazañas. Dante Alighieri, en su Divina comedia, sometió a los glotones en el tercer círculo del infierno, sumergidos en el fango, bajo una intensa lluvia de granizo y ante la amenaza constante de las tres fauces de Cancerbero. Por el contrario, Marcel Proust, con su monumental En busca del tiempo perdido, logra una de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos a partir de la avalancha de evocaciones que su protagonista tiene en el momento de comer unas magdalenas con té de tila. En tiempos más recientes es muy reconocida la trilogía en torno a Reunión en el restaurante nostalgia, de la estadounidense Anne Tyller; también memorable es el cuento El festín de Babette, de Isak Dinesen, y en nuestro país la popular Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, y Demasiado amor, de Sara Sefchovich. Las metáforas relacionadas con la comida son abundantes, especialmente en lo que respecta a la idea de la coincidencia del hambre y el deseo como conjunción vital. Octavio Paz, en su poema “Cuerpo a la vista”, concibe esta imagen en que se diluyen las fronteras del cuerpo y el alimento: “tu cuerpo de pan apenas dorado/y tus ojos de azúcar quemada”. Otro ejemplo lo proporciona el poeta estadounidense E. E. Cummings, en uno de sus poemas gráficamente dinámicos: si el verde se abre un poco un poco fue mucho y mucho es demasiado si el verde vestido se a b r e y dos son las fresas salvajes Es evidente que los hábitos alimenticios son parte de nuestra cultura, de nuestra forma de estar en el mundo. Es claro también que las más diversas disciplinas se han detenido en el tema, pero que los estudios científicos multidisciplinarios tienen apenas un siglo de existencia. También es cierto que en los últimos siglos, quizá milenios, el problema fundamental de la humanidad fue el hambre, la producción de alimentos. Pero hoy en día asistimos a cambios vertiginosos en este ámbito. A mediados del siglo xx, derivada de la Segunda Guerra Mundial se produjo una revolución en las técnicas de producción y distribución de alimentos, se dio un salto cuantitativo y cualitativo en la mecanización y la planificación científica de la agricultura y la ganadería. Con esto los países ricos vencieron el problema del hambre y la desnutrición; pero los países pobres no se vieron beneficiados de la misma manera: estos avances mayoritariamente se enfocaron en llevarles comida chatarra, creando otros problemas de salud. Hoy en día vivimos, por una parte, la carencia alimentaria de una porción de la población, la desnutrición y la falta de higiene, y por otra, asistimos a una cultura de la hiperalimentación, la falta de comunicación entre las personas, la soledad, el sedentarismo, el estrés laboral y el aburrimiento: los males de la civilización. Nos enfrentamos a las enfermedades de la carencia al mismo tiempo que a las de la opulencia; las de la inanición y las de la incompatibilidad con nuestro diseño evolutivo. A esta realidad debemos agregarle la pérdida de muchas de las cocinas tradicionales, los alimentos transgénicos, la proliferación de la comida rápida, y las voraces políticas neoliberales y sus poco éticas y voraces campañas publicitarias. Son muchas las razones por las que se hace necesario estudiar el fenómeno alimenticio desde enfoques diversos y Prólogo complementarios. Este amplio volumen coordinado por los doctores Antonio López Espinoza y Claudia Rocío Magaña González, Hábitos alimentarios. Psicobiología y socioantropología de la alimentación, brinda acercamientos al fenómeno alimentario desde los más distintos campos del conocimiento: las reflexiones filosóficas, las indagaciones desde la historia y la antropología, las implicaciones psicológicas, así como acercamientos desde el terreno de la biología y las matemáticas. Se ahonda en hábitos alimentarios; en propuestas socioantropológicas y estudios particulares de comunidades indígenas de México y Canadá, así como hábitos de consumo regionales, como es el caso de los derivados de las fiestas populares rurales y del pulque. Otra arista de las investigaciones aquí presentadas se concentra en nuestros hábitos relacionados con la comida, la bebida y los trastornos de conducta alimentaria. Desde la biología se concentra en la formación de hábitos alimenticios a lo largo xi de la vida, así como sus factores y componentes neurofisiológicos, y finalmente sobre las matemáticas aplicadas a la alimentación. Medio centenar de investigadores de diversas universidades y centros de investigación nacionales y extranjeros, de muy diversas orientaciones, ofrecen un panorama que busca atender la problemática de nuestros días en lo que se refiere a los hábitos de consumo alimentario. Además hacen, en cierto sentido, un merecido homenaje en el centenario de su publicación, a los dos pioneros de los estudios en esta área: Orígenes del conocimiento: el hambre, de Ramón Turró (1912), y An explanation of hunger, de Walter B. Cannon y A. L. Washburn (1912). Ricardo Sigala Zapotlán el Grande, Jalisco, noviembre 2013