Untitled - El Diario de Tenerife

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ANDRÉS CHAVES
GESTA Y SACRIFICIO
DEL TENIENTE GONZÁLEZ CAMPOS
SANTA CRUZ DE TENERIFE
2003
Editan: Periódicos de Tenerife/Burgado Editorial con la colaboración del Exmo.
Cabildo Insular de Tenerife
Copyright: Andrés Chaves/Periódicos de Tenerife S.L.U.
Fotografías: Archivo familiar de Alfonso González Hernández y AIN.
(Queda prohibida la reproducción por cualquier medio, de textos y
fotografías, sin permiso, por escrito, de Periódicos de Tenerife S.L.U.)
Primera edición: 1985
Segunda edición: 2003
Edición digital: 2013
Depósito legal: TF.620-2003
ISBN: 84-933041-0-7
Edición especial de www.eldiariodetenerife.com
Alfonso González Campos, con uniforme de cadete de la Academia de Infantería de Toledo,
donde se formó como oficial del Ejército.
(Archivo de A. González Hernández)
SINOPSIS
El sábado día 18 de julio de 1936, a las seis de la tarde, un grupo de doce
guardias de Asalto y algunos civiles armados salió de su acuartelamiento provisional de
la calle de San Francisco –hoy Audiencia Provincial– y se dirigió al Gobierno Civil de
Santa Cruz de Tenerife, entonces en la plaza de la Constitución o de la República (hoy
de La Candelaria) para liberar al gobernador, Manuel Vázquez Moro, detenido en el
edificio y custodiado por tropas leales al general Franco.
Al mando de los guardias, que pretendían hacer desistir a la guarnición de la
ciudad de que se alzara en armas contra la República, y sacar de su cautiverio al
gobernador, iba un oficial de Infantería de 32 años, el teniente Alfonso González
Campos, destinado en las fuerzas de Asalto y dispuesto a salvaguardar la legitimidad y a
abortar la sublevación militar iniciada en la madrugada de ese mismo día por tropas
leales al citado general.
El oficial y sus hombres no consiguieron su objetivo, González Campos fue
detenido y fusilado, tras un consejo de guerra, el 11 de agosto de 1936, a las 5,15 de la
mañana, en la batería del barranco del Hierro, en Santa Cruz.
El teniente, a quien la historia ya considera un héroe, tras muchos años de
silencios y de olvidos, tiene ahora una calle con su nombre en la ciudad que le vio
morir. Esta es la crónica de aquellos sucesos, única acción de guerra que se produjo en
Tenerife durante la última contienda civil española. Entre los dobleces de la historia,
entre la nebulosa de los recuerdos y puede que metido en alguna carpeta de un archivo
militar, quién sabe si un día aparecerá un impreso amarillento de un indulto que jamás
llegó, quizá porque tampoco fue concedido.
Lo cierto es que esta muerte llenó de vergüenza y desesperación a todos los que
condenaron a un hombre inocente, que llegó a mandar su propio pelotón de fusilamiento
y que escribió entre otros, este párrafo dirigido al hijo que esperaba su esposa y que hoy
prologa este libro, Alfonso González Hernández: “Muero tan honrado y digno como he
vivido. Que mi hijo no se avergüence de mi”.
Prólogo
CONTAR LA HISTORIA
Cuando me enteré de que un periodista quería contar la historia de lo que ocurrió
en Santa Cruz de Tenerife aquel 18 de julio de 1936, decidí aportar al relato toda la
documentación de la que dispongo sobre el tema.
El protagonista de estos hechos es mi padre, Alfonso González Campos, que fue
un hombre de honor, un militar entusiasta de pensamiento monárquico, que salió a la
plaza de la Constitución aquel día para cumplir con honradez lo que creyó su deber.
Frente a él encontró un escenario lleno de inquietudes, temores y ofuscaciones.
Ahora, Andrés Chaves me pide un prólogo.
Yo no soy escritor, pero si el corazón es capaz de contar las cosas, les diré
cuánta admiración, cuánto cariño y cuánto respeto siento por un hombre al que nunca
pude conocer: mi padre.
La historia, que volverá a traer a la memoria verdades dolorosas y errores
irreparables, está escrita por su autor, sin odios.
El tema, abordado por el escritor desde un punto de vista periodístico, ayudado
por interrogatorios a testigos de aquellos hechos, comienza con el golpe militar y la
descripción de algunos personajes. El autor tienen en cuenta la trascendencia del tema y
lo trata con toda delicadeza y caballerosidad.
Inéditos son los escritos que, como documentos, aporta a su libro el periodista.
El oficio del Gobierno Militar que transcribe la orden del Ministerio del Ejército, que
nos muestra, da una idea clara de que hubo o anulación de la sentencia o indulto para el
teniente González Campos; o, lo que es peor… remordimiento.
Por eso no es bueno odiar y mucho menos hacerlo tantos años después.
Pero sí se hace preciso recordar a alguien que dio su vida por la patria, que
soportó valientemente veintitrés días muy amargos, esperando una condena por un
delito de sedición (cuando lo que intentó fue restablecer el orden público); y que sufrió
por el engaño y la traición en los que se vio envuelto.
Creo, por otra parte, que era un deber de justicia escribir sobre esta acción, en la
que no solamente hubo un valiente sino muchos; el relato habla de que, aun en los
peores momentos de todas las historias, siempre aparecen hombres con fe, hombres
honrados capaces de luchar por su patria y capaces también de dar la vida por algo tan
importante y tan noble como ella.
Deseo y pido a Dios que jamás se vuelva a repetir un episodio similar sobre
nuestro suelo canario. Ojalá que, con el recuerdo de estos amargos acontecimientos,
nuestras gentes sepan valorar la paz y condenar la guerra.
A las familias de quienes murieron por defender la patria, no importa en qué
bando, mi recuerdo. A mi padre, que estoy seguro sonríe desde el cielo y que supo,
antes de morir, perdonar a quienes le asesinaron, mi respeto y gratitud.
Agradezco profundamente al autor esta obra la deferencia que me hace
ofreciéndome la autoría del prólogo y la oportunidad que su libro me brinda para
contestar a mi padre las freses que me dedicó en sus cartas, desde el lugar de ejecución
y que años después recibí de mi madre y de mi abuela Agustina.
Le digo a mi padre: “No me avergüenzo de ti, me honra el ser tu hijo; y yo,
desde el vientre de mi madre, también supe perdonar –aquel día triste–, junto contigo”.
ÍNDICE
I. Amaneció de golpe.
II. Suena el teléfono.
III. ¡Hemos tomado el Gobierno Civil!
IV. El mando militar descubre sus cartas.
V. La operación se pone en marcha.
VI. Cuando la isla se llenó de odio.
VII. Aquella maldita tarde.
VIII. El tiroteo.
IX. Puerto Cabello, 1955.
X. Los testigos.
XI. La isla entera pide clemencia.
XII. Los últimos momentos.
XIII. En memoria de su padre.
XIV. Me puede la pasión.
I
AMANECIÓ DE GOLPE
A las cinco y pico de la mañana del día 18 de julio de 1936, Luis López Calero,
el barman y encargado del Café La Peña, limpiaba los vasos colocados en hileras sobre
el mostrador de madera. En la puerta, una mujer aligeraba de papeles y colillas la acera
y unos cuantos madrugadores y noctámbulos hablaban “de lo que estaba pasando”.
La noche anterior, los calores de julio se habían entremezclado con los
comentarios en torno a la muerte y el entierro del general Balmes, fallecimiento
ocurrido, según la versión oficial, al disparársele la pistola que limpiaba en un lugar de
la isla de Gran Canaria.
Luis López Calero detuvo su tarea, se ajustó la chaquetilla blanca y se asomó a
la puerta de La Peña, apartando con la punta de su lustroso zapato negro un trozo de
limón sucio abandonado en el centro de la acera. Le pareció escuchar ruido de pisadas
sobre el empedrado de las calles próximas y algunas voces. Eran el comandante Moreno
Ureña y un grupo de soldados, que llegaban a la plaza por Cruz Verde y Castillo. Unos
llevaban pistolas en sus manos y otros fusiles y todos se dirigían al edificio del
Gobierno Civil, situado a medio centenar de metros escasos del lugar en que Calero se
hallaba. Comenzaba a amanecer.
El gobernado civil, Manuel Vázquez Moro, un gallego de 35 años, que había
estudiado para marino mercante, no había dormido aquella noche. O al menos le había
despertado, sobre las tres de la madrugada, el ministro de la Gobernación, señor Molés:
“Sí, Vázquez al habla; dígame, señor ministro”“Gobernador”, ordenó el político desde Madrid, “oponga usted la resistencia
precisa si unos militares se alzan en armas en Tenerife. La rebelión tiene que ser
aplastada. Tengo lista la Guardia de Asalto. ¿Puedo contar con la Guardia Civil?”.
“Creo que no, señor”.
“En cualquier caso, convoque ahí a sus mandos”.
Tras colgar el auricular, Vázquez Moro se despidió de su esposa, se vistió y
abrió la puerta de su despacho. Desde allí realizó dos llamadas telefónicas, una a su
secretario particular, Isidro Navarro López, un telegrafista de 26 años que confiaba
plenamente en la democracia; la otra a su mejor amigo tinerfeño, José Carlos Schwartz,
alcalde de Santa Cruz, a quien le dijo:
“Vete ahora mismo al Ayuntamiento y a tu despacho y recoge cualquier
documento que pueda comprometerte. Las cosas no andan bien, José Carlos, y por lo
que pueda suceder he reforzado la vigilancia en el Gobierno Civil y he llamado a
Alfonso González Campos. No creo que podamos contener lo que se nos viene encima
sólo con la Guardia de Asalto, pero en fin…”.
A las cinco y pico de la mañana, con el gobernador aun en su despacho, Luis
López Calero escuchó claramente el mensaje que le trajo un sudoroso cliente que había
corrido, Castillo abajo:
“¡Vienen soldados y traen un cañón y ametralladoras!”.
Calero entró en La Peña, se sirvió un vasito de caña, respiró hondo, se secó las
manos en el delantal y se dispuso a ser testigo de la primera acción de una guerra entre
españoles que iba a durar tres largos años.
***
El el periódico La Prensa, fundado y dirigido por Leoncio Rodríguez, alguien
había encendido una radio Pye de once bandas, de aquellas que incluso permitían
sintonizar la BBC de Londres, en onda corta. Se quedó perplejo el periodista cuando al
pasar el dial por la frecuencia de Radio Club Tenerife reconoció una voz familiar, la del
locutor Victoriano Francés que decía:
“…En todas las regiones, el Ejército, la Marina, la aviación y las fuerzas de
orden público se lanzan a defender la patria. La energía en el sostenimiento del orden
estará en proporción a la magnitud de las resistencias que se ofrezcan…”.
El periodista se extrañó de una emisión a aquella hora. Salió de La Prensa lo más
deprisa que pudo, rozando con su cuerpo la puerta del caserón de la calle del Norte que
ocupaba el periódico, y se encaminó hacia el café de La Peña.
Le dio tiempo de ver al barman, Calero, secarse sus sudorosas manos en un delantal de
hilo que guardaban tras el mostrador y le pidió un vasito de caña.
Grupo de alumnos de la Academia de Infantería, con varios de sus profesores. El protagonista
de este relato es el segundo, de derecha a izquierda, en la fila del centro.
(Archivo de A. González Hernández)
II
SUENA EL TELÉFONO
En el Sauzal, la gente pensaba mucho más en la cosecha de la uva que en los
movimientos políticos de la capital. El pueblo era un remanso de tranquilidad aquella
maldita noche del 17 de julio de 1936.
Un guardia municipal, quizá el único del pueblo, dormitaba en su silla en aquel
tugurio de la plaza y un gato se colaba por entre sus piernas, en medio de las cacharras
de leche, listas para ser llevadas a sus destinos en la primera guagua de la mañana.
Eran las diez, o quizá diez menos cuarto, cuando Themis Hernández escuchó el
timbre del teléfono, instalado en la mesa de la galería de su casa de verano. Ella sabía
que quien llamaba era su esposo, el teniente de Infantería Alfonso González Campos,
destinado en las fuerzas de Asalto, en Santa Cruz. Por eso preguntó:
“¿Cómo andan las cosas por ahí?”.
Alfonso buscó en su bolsillo un fósforo, colocó el auricular entre su cara y el
hombro y respondió a su mujer, tras encender un cigarrillo:
“Regular, ¿qué tal estás tú?”.
Luego de cerciorarse de que en El Sauzal la única novedad destacable era la
cosecha de la uva, Alfonso reiteró a Themis que las cosas no iban bien por la capital:
“No te preocupes”, le dijo, “es que unos militares amenazan con sublevarse y
debemos estar atentos; mañana te llamaré”.
Themis, embarazada de varios meses, sabía que habría sido inútil terminar
aquella conversación con un “ten cuidado, Alfonso”. Se despidió de él, colgó el teléfono
e instintivamente se dirigió a la mesita de noche de su dormitorio en cuyo cajón
guardaba, como un tesoro, la cartilla de tapas de cuero que resumía el paso de su esposo
por la Academia de Infantería de Toledo. Alfonso había escrito en ella: “La emoción
sentida al sellar con mis labios el juramento que hice a mi Dios y prometí a mi Rey hará
que en el gran día de peligro pueda cumplir con mi deber hasta llegar a morir por darle
más grandeza y días de gloria a mi patria”.
Soldados de Infantería, probablemente en el cuartel de San Carlos. El teniente es el cuarto, de
derecha a izquierda, de la segunda fila, de abajo a arriba.
(Archivo de A. González Hernández)
El teniente González Campos apagó el cigarrillo, apenas lo hubo encendido,
lanzándolo contra el suelo y aplastándolo con la punta de su bota. Se dirigió al Gobierno
Civil, se aseguró con el guardia de puerta que el gobernador estaba ya recogido en sus
aposentos y de que no había novedades y enfiló hacia el cuartel de Asalto, en la calle de
San Francisco. Al pasar por el café La Peña saludó con un gesto al barman, Luis López
Calero, que le correspondió desde detrás del mostrador. Luego desapareció en la oscura
calle.
Aquella noche, el teniente González Campos y sus guardias vivieron entre el
cuartel y el Gobierno Civil. Fueron consumidas docenas de cajas de cigarrillos,
preparadas las armas y barajadas varias hipótesis sobre un levantamiento anunciado que
no acababa de llegar.
Incluso el teniente había estado por la tarde en la Comandancia General, en
donde había visto alterados a sus compañeros; alterados y preocupados. Sobre las tres
de la madrugada recibió una llamada del gobernador:
“Mi teniente”, indicó el cabo Muñoz Serrano, “el señor Vázquez Moro le pide
que vaya usted a su despacho enseguida”.
Alfonso cogió la gorra azul, de plato, con dos estrellas, que descansaba en una
silla de rejillas junto a la mesa de su despacho, pidió al cabo que le acompañara y se
encaminó hacia la plaza de la Constitución. Antes le había dicho al sargento del retén de
guardia:
“No quiero que la gente beba ni una copa. Espere noticias y convoque a todos
los hombres para que se concentren aquí, mañana a primera hora.
¡A todos!”.
Alfonso González Campos dejó al cabo Muñoz Serrano hablando con el guardia
de puerta y él entró en el edificio del Gobierno Civil.
Orla de la Academia de Infantería, González Campos es el segundo, de derecha a izquierda, de
la primera fila debajo de la alegoría.
(Archivo de A. González Hernández)
III
¡HEMOS TOMADO EL GOBIERNO CIVIL!
Los ánimos estaban tensos. El gobernador, Vázquez Moro, había mandado
llamar al teniente de la Guardia Civil y también al teniente Companys, compañero de
Alfonso en la Guardia de Asalto. Se daban igualmente cita en el despacho el secretario
personal del gobernador, Isidro Navarro López, y un agente del Cuerpo de Vigilancia, la
policía secreta de la República.
“Esta gente está loca”, repetía el gobernador, “¿qué pretenden hacer?; aquí va a
correr la sangre y yo no quiero eso, ni nadie; solamente lo desean cuatro caciques de
mierda”.
Aquellas dos horas se hacían interminables, todos esperando el levantamiento
militar. Eran las cinco y cuarto de la mañana cuando los que se encontraban en el
despacho del gobernador vieron entrar a un oficial muy pálido, pistola en mano, seguido
por otros compañeros y por dos soldados con fusiles.
El teniente González Campos reconoció al comandante Moreno Ureña. Juntos
habían pasado muchas horas en el cuartel de San Carlos. Moreno Ureña, con la voz
quebrada por la emoción, la alzó y dirigiéndose al gobernador dijo:
“Me ordena el comandante militar que le destituya y le detenga, con libertad
para permanecer en este edificio y telefonear a sus superiores, siempre que sus
conversaciones sean intervenidas. Le digo esto para que sepa usted apreciar la
diferencia de comportamiento que existe entre unos caballeros como nosotros y unos
asesinos como los que mataron a Calvo Sotelo”.
Vázquez Moro miró fijamente al militar y a su pistola. Casi no lo oyó cuando el
comandante solicitó un permiso innecesario para telefonear, puesto que ya se había
adueñado del auricular del teléfono negro que se encontraba sobre la mesa de nogal de
su despacho. Le oyó decir:
“Mi coronel, soy Ureña. ¡Hemos tomado el Gobierno Civil! Sin novedad, mi
coronel; ¡arriba España! Sí… sí, señor, hemos leído el bando de guerra en Radio
Club…”.
La memoria del gobernador, con una velocidad como la que imprimen a sus
cerebros los condenados a muerte antes de sufrir la ejecución, le trasladó a una fiesta en
la Comandancia General, meses antes. Entonces había escuchado aquel extraño grito,
“¡arriba España!”, en boca del general Franco, tras concluir un brindis en honor de unos
marinos de guerra extranjeros que visitaban la isla.
La expresión había dejado perplejas a las autoridades republicanas. Franco se
estaba pasando en sus atribuciones como militar y tanto Vázquez Moro como el alcalde
de Santa Cruz, José Carlos Schwartz, lo sabían.
El día 1 de mayo anterior, sin ir más lejos, el general había mandado un
destacamento de Infantería al Puerto de la Cruz, procedente del acuartelamiento de La
Orotava, y había ordenado a la tropa instalar ametralladoras en algunas azoteas, con el
pretexto de proteger al vice-cónsul británico, señor Read, de unos supuestos
manifestantes que pretendían agredir al representante diplomático.
Días antes, el general había sido visitado por la superiora de las monjas de La
Pureza, la madre Siquier, alertada la religiosa por un viejo socialista de que se iba a
producir un asalto al convento portuense.
Pero fue un aviso injustificado: en la isla de Tenerife jamás se produjo acción
violenta alguna, durante el periodo republicano, contra un centro religioso. Sin
embargo, la visita de la monja fue la excusa perfecta de Franco para confirmar aquella
demostración de poder en un pueblo de ideología socialista.
Vázquez Moro no había dudado ni un instante en ordenar al militar que retirara
la tropa, lo que Franco había cumplido a regañadientes. Tampoco dudó en telefonear a
Casares Quiroga, presidente del Consejo de Ministros, que le había dicho:
“Gobernador, le prohíbo que ponga en duda la lealtad del general Franco. No
tiene usted razón cuando dice que es un peligro para todos y le reitero la recomendación
expresa de que no interfiera en sus funciones”.
Ahora, un militar le estaba apuntando a él, al gobernador civil, con una “Astra”
del nueve largo. Conocía el arma porque había sido oficial de complemento, aunque
jamás tuvo que usar una pistola contra nadie. Noto que el comandante Moreno Ureña
sudaba mucho, sus manos estaban literalmente mojadas. Y sentenció:
“Comandante, diga a sus superiores que yo intento evitar un derramamiento de
sangre. La gente está alterada, sobre todo tres o cuatro caciques que lo que quieren es
venganza. Pretendo impedir a toda costa una situación de violencia”.
Alfonso González Campos asintió con la cabeza y se colocó junto al gobernador,
mientras le decía, por lo bajo, a su secretario:
“Vázquez Moro tiene razón, pero debería callarse, por el momento”.
El comandante Moreno Ureña dio por finalizado el diálogo, caminando hacia
atrás y tocando con la mano libre de la pistola el marco de la puerta de salida:
“Señor gobernador”, se despidió, “con derramamiento de sangre o sin él, el
resultado hubiera sido el mismo”.
Dio media vuelta y desapareció, escaleras abajo. No había alcanzado el último
peldaño cuando le gritó al teniente que se hallaba cerca de la puerta del edificio, al
mando de un destacamento de soldados:
“Deja aquí veinticinco hombres, que yo regreso a la Comandancia. El
gobernador está detenido. Infórmame de la actitud que toma la Guardia de Asalto,
porque no me ha gustado nada el comportamiento de Campos”.
Y se fue, Castillo arriba, seguido por un capitán de Oficinas Militares. Los rayos
del sol comenzaban a acariciar las baldosas de la plaza de la Constitución, de la
República o de la Candelaria.
Extraída de una fotografía de grupo, primer plano del teniente González Campos con uniforme
de Infantería.
(Archivo de A. González Hernández)
IV
EL MANDO MILITAR DESCUBRE SUS CARTAS
El café La Peña despertó a la mañana con la misma sensación de continuidad de
siempre: jamás cerraba sus puertas. Recibía con idéntica sonrisa, cada madrugada, a
coristas alegres que a probos padres de familia, a vagabundos que a señoritos.
Luis López Calero preparaba los cafés de los tempraneros mientras escuchaba,
sin prestar atención, las señales del reloj del Gobierno Civil. Eran las siete de la mañana
y la ya lejana y silenciosa sinfonía del amanecer se mezcló con las notas de las
campanas de la iglesia de La Concepción, que tocaban a misa.
Las ventanas de las casas de la ciudad comenzaron a abrirse, acaso con una
desconocida sensación de angustia. Habían acudido a su trabajo las viejas limpiadoras
del Casino Principal y el sastre Peceño, madrugador, abría lentamente las puertas de su
establecimiento, en la esquina de Cruz Verde con Castillo.
Un grupo de beatas llegaba tarde a misa de siete, murmurando entre ellas, con el
presagio de la guerra entre aquellas plegarias.
La radio “Pye” de once bandas del periódico La Prensa continuaba en la sintonía
de Radio Club Tenerife, encendida, con un zumbido constante que martirizaba la tela
marrón que cubría su altavoz, protegido por una rejilla de madera. Luis López Calero, o
quizá Cayetano Tenorio, que le sustituyó al frente de La Peña, acabaría instalando uno
de aquellos aparatos en el café, pasados los años, cuando obligaron a su dueño a cerrar
de madrugada, consecuencia de la desesperación del nuevo régimen por prohibirlo todo,
incluso los cafés de medianoche.
Los soldados jugaban con el cañón que había sido montado en la plaza de la
Constitución, frente al Gobierno Civil, y también habían sido instaladas ametralladoras
en algunos edificios cercanos.
“Joder”, dijo Calero, “esto parece una guerra”.
En las esquinas se formaban los grupos. Había llegado a la plaza de San
Francisco Sosa Castilla, un joven carpintero de 26 años, presidente del Sindicato de
Inquilinos; Domingo Rodríguez Sanfiel, de 33 años, apoderado de la Viuda de Yanes,
que le había comentado a un amigo que no tenía las más mínima intención de meterse
en líos si pasaba algo en Santa Cruz; y mucha gente más.
En la logia masónica de la calle de San Lucas, el mecánico José Cruz, que luego
fue guardaespaldas del dictador venezolano Gómez, ayudado de un quinqué, encontraba
la lista de los masones principales de Tenerife; escondida en una lata de galletas la sacó
luego fuera de la isla con la colaboración del capitán de un barco belga, cuyo nombre
jamás reveló. En ese momento estaba salvando la vida a centenares de personas.
***
El coronel del Estado Mayor Teódulo González Peral arrastraba su sable por el
inmaculado suelo del edificio de la Comandancia General, en la plaza de Weyler de
Santa Cruz.
Fuera de la estancia, sobre el piso de madera de la segunda planta, podían
escucharse pasos acelerados de militares agitados.
El coronel había conversado telefónicamente, minutos antes, con el subsecretario
de la Guerra, general De la Cruz Boullosa, que requería información sobre el paradero
del general Franco. Se habían recibido noticias en Madrid que hablaban del
levantamiento en Canarias y en África.
El coronel se había puesto firme, por instinto, cuando desde Madrid le
comunicaban el telefonema de su superior.
En el despacho del comandante militar, amplio, con sillones de cuero negro
desplegados en el centro de la habitación y un alto zócalo de madera, se hallaban
también presentes el coronel Cáceres, que ostentaba accidentalmente el mando militar
en Tenerife tras la marcha de Franco a Las Palmas para asistir al entierro del general
Balmes, y tres o cuatro jefes. Eran viejos militares que habían ido a dar con sus reumas
y achaques a aquel edificio, convocados de urgencia. A algunos no les entraba el
uniforme y tenían aspectos deplorables. Eran demasiado gordos y viejos para la guerra y
habían sido llamados a filas con consignas a media voz y con frases de amor patrio.
Teódulo González Peral había dado largas al general De la Cruz y le había
confesado, con timidez, que ellos estaban con la sublevación. Recibió un chasquido
como respuesta, derivado del golpe del auricular contra el cuerpo del teléfono. Teódulo
dijo a Cáceres:
“Pepe, si esto fracasa, mañana estaremos en el paredón”.
Al coronel José Cáceres, comandante militar interino, le entró un sudor frío en el
cuerpo que comenzó en el cuello y terminó en la rabadilla. Tuvo fuerzas para decir:
“No vamos a fracasar”.
En la puerta de la Comandancia General empezaban a formarse corros de
adolescentes, casi niños, con bigotes incipientes todos ellos, ávidos de pelea.
Comenzaba así una lucha absurda, el golpe más largo de la historia de España, el
levantamiento militar más sangriento que nadie hubiera podido imaginar.
Algunos de aquellos niños grandes, con muchas ganas de jugar a la guerra,
requisaron camiones y detuvieron a gentes de ideas opuestas que eran conducidas a
improvisados campos de concentración. Uno de los primeros en ser detenido y
asesinado fue el alcalde de Santa Cruz, José Carlos Schwartz. Lo sacaron de la cama,
ante la consternación de su esposa y el llanto de sus hijos:
“Vístase usted y acompáñenos”, le dijo el individuo que mandaba el piquete de
voluntarios.
El alcalde sabía que aquello era el final.
“¿A dónde me llevan?”, preguntó el edil.
“Ya lo sabrá”.
Lo introdujeron en un camión, lo condujeron hasta el calabozo de Paso Alto, lo
pasearon por los consejos de guerra y como nada punible pudieron demostrarle, sino la
inmensa culpa de pensar de distinta forma que sus agresores, un día alguien lo mató
cobardemente y lo enterró en algún lugar no revelado de Tenerife.
Grupo de jefes y oficiales de la guarnición de Santa Cruz. Alfonso aparece
a caballo, en el centro de la imagen.
(Archivo de A. González Hernández)
V
LA OPERACIÓN SE PONE EN MARCHA
Los minutos pasaban ahora muy deprisa; era imposible controlar el tiempo. El
pusilánime coronel Teódulo González Peral colocó su pistola en la impoluta funda de
cuero y salió a la puerta del edificio de la Comandancia General de Canarias.
Vio entonces llegar al comandante Moreno Ureña, el hombre que había
“tomado” el Gobierno Civil.
“Ninguna oposición, mi coronel”
“¿ Y los de Asalto?”, preguntó Peral, preocupado.
“Se me han cuadrado en la puerta, pero no me gustó la actitud de Campos,
dándole la razón al gobernador”.
“Habrá que vigilarlo”, respondió el superior sin mucho convencimiento. “Y
Vázquez Moro?”.
“Parece que no opondrá resistencia”.
“De acuerdo”, concluyó el coronel, “tengo la promesa de Franco de que si no
intenta nada podremos sacarlo fuera de España. Lo meteremos en un barco y lo
mandaremos a Sudamérica; no es mala persona, pero…”
“¿Y Campos, mi coronel?”, volvió a preguntar Moreno Ureña.
“Acatará las órdenes. Además, voy a llamarlo para que envíe algunos hombres al
Norte con el bando de guerra. Póngame con él”.
“A la orden”.
***
El cabo Lucio Mardones, de la Guardia de Asalto, fue despertado en su casa por
un compañero en la mañana de aquel maldito 18 de julio de 1936, el mismo día en que
empezó una absurda guerra para los españoles.
“¡Cabo!, el teniente Campos le ordena que se presente urgentemente en el
cuartel”.
“¿Qué pasa, qué pasa?”.
“Se ha declarado el estado de guerra, los soldados han ocupado el Gobierno
Civil y han montado un cañón en la plaza; ¡dese prisa, cabo!”.
El guardia que llevaba la noticia jadeaba. Mardones se vistió rápidamente con su
uniforme azul, dijo adiós a su esposa y se dirigió a su compañero.
“¡Vamos!”.
Lucio Mardones llegó, caminando, al cuartel de la Guardia de Asalto en la plaza
y calle de San Francisco y allí se encontró con la orden de su teniente:
“Vaya al Norte y recorra todos los pueblos; coloque en las paredes el bando de
guerra. He pensado que es mejor que realice usted este servicio y que se quede conmigo
el cabo Muñoz Serrano”.
“¿Y cómo vamos, mi teniente?”.
“Requise los coches de siempre, llévese a cinco hombres”.
“A la orden”.
Al cabo Lucio Mardones, un agente fiel a la República, salvó en ese instante de
su vida. A la vuelta de cumplir su cometido fue detenido por soldados de Artillería, en
La Laguna, y retenido en el cuartel “por orden de la autoridad militar”. Ni él, ni nadie,
podía imaginar que, horas más tarde, el cabo Muñoz Serrano, su compañero, caería
muerto por un disparo, cerca de las escaleras del Gobierno Civil, por defender el orden
constitucional y la legalidad democrática.
Antes de morir, con ochenta años a sus espaldas y los recuerdos lejanos, con la
emoción en su rostro, Lucio Mardones me contaba todo esto, como un homenaje a sus
amigos caídos.
El mando militar ordenó a improvisados censores vigilar a los medios de
comunicación, por expreso deseo de Franco. Ni don Víctor Zurita, director de La Tarde,
en su pequeña mesa del callejón del Combate, ni don Leoncio Rodríguez, director y
propietario de La Prensa, en la suya de la calle del Norte, sufrieron daño físico alguno,
pero si moral.
Los dos querían a la República, el primero como fiel seguidor de Lerroux y el
segundo como dueño de una indestructible filosofía liberal. A partir de ese momento
comenzaba una terrible censura militar dirigida a los medios de comunicación, impuesta
desde la misma Comandancia por fiscales fascistas, mandos temerosos y demás gente
de orden.
Franco salía desde Las Palmas hacia África a bordo del avión Dragon Rapide, con
tripulación británica. Teódulo González Peral se miró en el cristal del retrato de Alfonso
XIII, colgado en la pared del despacho del general sublevado. Unas horas antes, a bordo
del vapor Viera y Clavijo, Franco le había dicho:
“No puede haber un solo fallo en la sublevación, Peral, porque de ello depende
su continuidad. Dígale a Cáceres que no admita excusas y que cumpla las órdenes”.
“Que Dios le acompañe, mi general”.
En el cuartel de Asalto de la calle de San Francisco, el teniente de Infantería
Alfonso González Campos, destinado en la citada fuerza, limpiaba su pistola “Star” del
nueve corto, por lo que pudiera ocurrir. Era un hombre disciplinado y justo, hijo de
guardia civil, una persona afable y cariñosa, que estaba también estudiando derecho en
la Universidad de La Laguna. Un hombre bueno.
Alfonso González Campos con Ángeles Themis Hernández, su esposa.
(Archivo de A. González Hernández)
VI
CUANDO LA ISLA SE LLENÓ DE ODIO
Todo fue como una mala nube. De pronto, aquella ciudad tranquila y liberal,
aquel Santa Cruz cosmopolita y europeo, tan lleno de culturas y tan ansioso de
horizontes, comenzó a teñirse con el color del odio.
En la Comandancia General se amontonaban las denuncias contra “los rojos”,
casi siempre motivadas por cuestiones personales ajenas a cualquier ideología. Fueron
habilitados “auxiliares de policía” para vigilar a los masones. Una pareja de soldados
voluntarios rompió la puerta de la logia masónica de la calle de San Lucas. Llegaron
tarde. José Cruz se había llevado las listas con los nombres de los principales miembros.
Pero aún así encontraron documentos comprometedores.
“Quemas eso”, dijo a su compañero uno de los soldados.
“¿Cómo lo vamos a quemar? Fíjate en quienes están aquí; no pasará nada.
Franco declaró la guerra a los masones, dicen que porque él nunca fue admitido.
Los papeles fueron depositados en la Comandancia General por las dos personas que me
relataron estos hechos. En los referidos papeles figuraban los nombres de médicos,
abogados, militares, sindicalistas. Jamás volvió a saberse nada de aquellos documentos.
Pero los odios se multiplicaron por mil y ciertos caciques derramaron su sed de
venganza contra los que también perdieron los papeles de la concordia y de la
democracia y contra gran cantidad de inocentes que lo único que deseaban era vivir en
libertad.
Caciques que, con la única legalidad de las armas, vieron su gran oportunidad de
abusar aun más del pueblo atizando una guerra entre españoles. Que fueron capaces de
arrastrar a aquella gran masa de gente de paz, atemorizada con sus consignas, con sus
voces y con sus amenazas; gentes que al final se convirtieron, sin querer o queriendo, en
sus cómplices.
A las doce del mediodía del sábado 18 de julio de 1936 había dos zonas de Santa
Cruz convertidas en hervideros de gente. El café La Peña era aun lugar de cita de los
que intentaban, de alguna forma, cortar aquel golpe que se presagiaba de una dureza sin
límites. La Comandancia Militar recibía, sin apenas pausa, a voluntarios y a falangistas
que deseaban alistarse en las filas del nuevo ejército de Franco. Eran armados y
destinados inmediatamente a los distintos cuarteles de la isla. Había también mucha
gente de bien entre ellos, gracias a Dios.
Los republicanos no se daban por vencidos. Les dolía aquel golpe contra la
democracia, aunque muchos de ellos reconocían que la situación del país se había vuelto
muy problemática. Pero nada justifica una guerra y menos una guerra entre hermanos.
En el Puerto de la Cruz, don Pedro González de Chaves y Rojas, hijo y nieto de
alcaldes de su pueblo, hablaba, en el Casino de los Caballeros de la calle Iriarte esquina
con la de Blanco, con don Martín Pérez Trujillo, hasta hacía unos años edil de la ciudad.
Charlaban los dos, el primero miembro de la derecha civilizada y progresista, el
segundo integrante de la honorable izquierda socialista, como cada tarde, junto a la
pequeña valla de madera que cubría hasta menos de la mitad de una de las puertas de tea
de la sociedad recreativa. Ambos con zapatos muy limpios; don Pedro con un boquín y
un cigarrillo, largando suavemente el humo; don Martín fumaba un habano. Los dos
tenían hijas que seguían sus estudios en el Colegio de La Pureza, alumnas por tanto de
la madre Siquier.
“Perico”, dijo el político, “me da la impresión de que estamos ante el principio
de una escalada de violencia; la gente se ha vuelto loca”.
“No lo creo, Martín, dios quiera que no. Pero en Madrid la situación está muy
fea; me han dicho que la gente quiere marcharse de la ciudad”.
Don Pedro era, a nivel personal, un liberal. Había estudiado derecho en Sevilla y
aprendido inglés en Londres. Se casó tarde, a los 37 años, tuvo tiempo para vivir y para
divertirse. Perdió a su hijo en el frente de Teruel, con 16 años, soldado de Franco. Me
pusieron su nombre. Cayó junto a mi padre, su hermano, que resultó ileso. Don Pedro
era mi abuelo y en su casa jamás escuché hablar de rojos ni de azules. Ni de las dos
Españas.
El Puerto de la Cruz, la ciudad de mis orígenes, había votado socialista. Cuando
se desató el odio, algunos portuenses fueron trasladados al improvisado y duro penal de
“Fyffes”, en Santa Cruz, y a la cárcel de la calle Tribulaciones. Luis Rodríguez
Figueroa, intelectual portuense, un hombre honesto, salió de es última cárcel citada y en
la puerta le esperaba la Brigada del Amanecer. Era un hombre influyente, un caballero,
un gran abogado, humanista, excelente escritor, un hombre cabal y valiente que no
quiso huir a Francia cuando el capitán del buque que le trasladaba de la Península,
meses antes, se lo había propuesto. Pero a Franco no le gustaba la inteligencia. Le
“pasearon” aquella noche y le arrojaron al mar. A punto estuvo de llevarse consigo a
alguno de sus verdugos.
El teniente González Campos, con un grupo de jefes y oficiales en Santa Cruz. Es el que está de
pie, sin gorra, debajo del oficial que lleva sombrero de ala ancha. El segundo, de derecha a
izquierda, es el coronel Teódulo González Peral, muy citado en esta obra.
(Archivo de A. González Hernández)
VII
AQUELLA MALDITA TARDE
El viejo reloj del Gobierno Civil, edificio situado en la plaza de la Constitución
de Santa Cruz, había marcado las cuatro de la tarde.
La gente se reunía en torno a los receptores de radio en los lugares más diversos:
en las plantas bajas de las siempre abiertas casas de la ciudad; en el café Cuatro
Naciones, en le Zanzíbar, donde Luciano Galván, el camarero, que vestía un impecable
smoking de paño inglés, importado por el sastre Peceño, servía vasos de licor a los
clientes.
Nada, ninguna novedad desde Madrid. Franco volaba ya hacia Tetuán aquella
tarde y todo el mundo esperaba las noticias de la radio procedentes de la capital de
España, mientras republicanos muy activos y dicharacheros como Domingo Rodríguez
Sanfiel y Francisco Sosa Castilla iban y venían desde Los Piragüitas, en la Alameda del
Duque de Santa Elena, a la Comandancia General. Incluso se atrevían a entrevistarse
con miembros del mando militar, advirtiéndoles de que el movimiento armado había
fracasado en la Península. Sus comentarios los pagarían ambos luego con sus vidas:
fueron acusados de un delito de rebelión militar y ajusticiados en el Barranco del Hierro
junto al gobernador, Vázquez Moro, y a su secretario particular, Isidro Navarro López.
Alfonso González Campos había terminado de almorzar, cualquier cosa, en el
café La Peña y se había dirigido al cercano cuartel de los de Asalto. Llevaba en su mano
un puro “Yaguas”, de aquello que fabricaba con tanto primor su suegro, don Aurelio “el
Tabaquero”.
Caminaba el teniente muy deprisa por la calle hacia el recinto donde se hallaban
sus guardias. El cabo Muños Serrano le recibió en la entrada:
“Mi teniente, ha venido gente aquí para contarnos que el movimiento militar ha
fracasado, menos en Canarias, Baleares y África. Su suegro también ha preguntado por
usted. Nos ha pedido que nos echemos a la calle y que saquemos del Gobierno Civil a
con Manuel”.
El teniente respondió con dureza a su subordinado:
“Aquí no se mueve nadie sin una orden mía, Serrano. Llama al sargento y que
prepare los hombres para salir a dar una vuelta, en caso necesario. Pero no quiero
violencia. Cuando yo ordene haremos una ronda y nada más”.
“A la orden”.
Campos salió presuroso del cuartel y se dirigió al Gobierno Civil, situado a solo
unos centenares de metros de distancia. En la puerta fue saludado por el teniente
Carmona, que mandaba las tropas que custodiaban el edificio. Varios soldados que
permanecían sentados en las escaleras se levantaron al ver a su superior y se cuadraron.
Subió los peldaños de dos en dos y accedió al despacho del gobernador, que se hallaba
sentado sobre la enorme mesa de nogal, con los pies colgando de ella. Su secretario
Isidro Navarro López, estaba también allí. El teniente le oyó decir:
“El movimiento militar está fracasando. Ojalá no se produzcan choques armados
y esto se pueda parar”.
El gobernador asentía con la cabeza pero su gesto se vio alterado por un ruido de
voces y carreras que procedía del patio del edificio. El teniente González Campos se
asomó por el hueco de la escalera, tras salir del despacho del gobernador, y vio subir,
sudorosos, a varios soldados que traían detenido al comisario de policía Miguel Romero
Vallés. Vallés era el delegado gubernativo en el Norte de la isla y meses antes había
denunciado el golpe de fuerza del general Franco y sus tropas, el 1 de mayo. El sargento
que mandaba aquella tropa se cuadró ante el teniente González Campos y le dijo:
“Me han ordenado que traiga aquí a este detenido, mi teniente; tiene prohibido
abandonar el edificio”.
Y se marchó.
Romero Vallés, con gesto cansado, se dirigió al gobernador:
“Manolo, en el Norte los de Asalto han colocado el bando de guerra en todos los
pueblos. Les ayuda la Guardia Civil. La gente está muy nerviosa, ¿qué ocurre en
Madrid?”
Vázquez Moro se hallaba sereno. Las horas de permanencia en su despacho le
habían convertido, primero, en un gato enjaulado y después en un hombre dueño de sus
reacciones.
“Dicen que el golpe ha fracasado, pero estos… señores no me dejan telefonear a
Madrid. No tengo línea y, si la tuviera, no podría hablar con el ministro sin que me
intervinieran la conversación. Creo que debemos esperar a las noticias de las cinco. Pon
Radio Madrid, Isidro”.
Sobre aquella mesa había un tintero transparente, vacío, una pluma de baquelita,
una gruesa carpeta con expedientes y una máquina de escribir “Underwood”, negra.
Romero Vallés se sentó en una silla de madera de alto espaldar y se puso a escuchar las
noticias de Radio Madrid en un enorme aparato receptor.
En el café La Peña la gente tomaba una cerveza para aliviar el calor insoportable
de aquel sábado. El reloj del Gobierno Civil marcaba las cinco menos dos minutos.
Fijas en es reloj estaban las miradas de los músicos Ángel Mañero y Andrés Florido,
que charlaban en la puerta del bar y esperaban acontecimientos. A las cinco en punto de
la tarde, Radio Madrid emitía una zarzuela aburridísima, ante la desesperación de
millares de tinerfeños con sus orejas pegadas literalmente a los receptores.
En el Puerto de la Cruz, don Pedro González de Chaves y don Martín Pérez
Trujillo observaban al cabo de Asalto Lucio Mardones pegar el bando de guerra en los
dos tablones de anuncios de la calle Iriarte. Lo veían desde la puerta del Casino de los
Caballeros, sentados en aquellas cómodas sillas, junto a la media valla de madera que
precedía a la enorme puerta de tea, en la esquina de Iriarte con Blanco.
“Perico”, dijo don Martín, “voy a ver al alcalde; algo tendremos que hacer”.
“Yo me marcho a casa, quiero oír lo que dice la radio; además, mis hijos se han
ido a Santa Cruz, creo que a alistarse, y estoy preocupado”.
Al pasar por la barbería de Ignacio, en plena plaza del Charco, don Pedro pudo
escuchar claramente la voz del locutor de Radio Madrid, que decía:
“El gobierno informa de un levantamiento militar en el Norte de África, que ha
sido sofocado inmediatamente por tropas leales a la República…”
La música patriótica seguía al comunicado. En el interior del inmueble ocupado
por el Ayuntamiento, en la planta alta del edificio de la Viuda de Yanes, a pocos cientos
de metros de la barbería de Ignacio, la corporación socialista portuense parecía eufórica.
En la plaza del Charco alguien había gritado:
“¡Los militares han fracasado! ¡Viva la República!.
Semanas más tarde, docenas de portuenses elegían el exilio para no ser
encarcelados. Ni los oficios de tanta gente de buena voluntad situada en el bando de los
vencedores sirvieron para evitar que hombres como don Martín Pérez Trujillo se vieran
en la necesidad de emigrar para librarse de las garras del cruel dictador y de sus
secuaces locales. Su pecado era pensar de distinta manera que los golpistas. Ellos
también gritarían muy fuerte sobre las cubiertas de aquellos frágiles barcos de la
emigración:
“¡Viva la República!”
Famoso café La Peña, mudo protagonista de esta historia. (Archivo AIN)
VIII
EL TIROTEO
Juan Pérez Delgado, Nijota, poeta y periodista, y Paco Martínez Pérez, famoso
caricaturista y humorista tinerfeño, ambos empleados del periódico La Prensa, doblaron
la calle del Norte y bajaron por la de Castillo –entonces de Fermín Galán, antes del
Castillo y hoy, de nuevo, del Castillo–, para dirigirse a la plaza de la Constitución.
Ambos, por supuesto, hablaban de la asonada militar. Paco Martínez hizo un gesto con
su mano derecha y pidió a su compañero que se detuviera, en la misma desembocadura
de Castillo con la plaza.
“Nijota”, le dijo, “en ese coche viene un guardia de Asalto”.
En el instante en que hablaba, un automóvil “Buick” circulaba por delante del
café La Peña y Paco Martínez y su amigo pudieron escuchar el grito del agente:
“¡Viva la República!, ¡Abajo los fascistas!”.
A Paco Martínez no le cupo la menor duda de que aquello era el principio del
final, la chispa que encendería la hoguera. Nijota se despidió de su compañero y se
dirigió a la parada de la guagua de La Laguna que, como siempre saldría con algo de
retraso. Eran las seis de la tarde, Paco Martínez escuchó claramente el reloj del
Gobierno Civil que comenzaba a dar las campanadas de cada hora.
Cerca, junto a la acera de “La Matildita”, el burro que tiraba de un carro se
movía, nervioso, seguramente olfateando la muerte. Y fue entonces cuando Paco
Martínez se pegó a la pared de la sastrería de Peceño y vio venir, desde su cuartel, a un
grupo de guardias de Asalto y a varios civiles armados. Los guardias llevaban
mosquetones y pistolas, éstas enfundadas. En la primera línea del grupo, el teniente
Alfonso González Campos y un sargento del cuerpo. Muy cerca de él, el cabo Muñoz
Serrano, que no se despegaba de su oficial; distinguió también entre los que llegaban al
cabo Polo, otro guardia muy conocido en la ciudad.
Lo que ocurrió después casi nadie lo recuerda, tal fue la confusión. Solamente se
sabe que ni las tropas que custodiaban el Gobierno Civil, al mando del teniente
Croquis de la acción armada de la plaza de la Constitución o de la República, hoy de La
Candelaria. A) Gobierno Civil. B) Sastrería de Peceño. C) Lugar donde matan a Santiago
Cuadrado. D) Los guardias del teniente González Campos se dirigen hacia la sastrería. E) Otros
guardias entran en el café La Peña. F) Calles por donde bajan los soldados, procedentes de la
Comandancia General. G) Café Cuatro Naciones. H) Esquina de La Matildita. En el centro de la
plaza, donde se encuentra la hilera de personas, murió el cabo Muñoz Serrano.
(Archivo AIN)
Carmona, deseaban disparar contra los guardias, ni estos contra el destacamento que
guardaba el edificio.
Alfonso González Campos pretendía evitar, con su presencia y la de sus
guardias, que con un movimiento militar fracasado, según las noticias de la radio, se
produjera un derramamiento de sangre en la ciudad, entre sus gentes. Él tenía que
defender el orden constitucional, él que era un monárquico convencido pero que estaba
a las órdenes del Gobierno de la República legalmente constituido. Quizá lo que
buscaba era liberar al gobernador y obligar a los soldados a meterse en los cuarteles, a la
espera de que la situación se clarificase. Pero lo cierto es que, en un momento dado,
alguien, y no se sabe quién, comenzó a disparar.
La historia debe detenerse, sin embargo, por un momento. La literatura oficial y
los acusadores de los consejos de guerra mantuvieron que Vázquez Moro dio vivas a la
República y al comunismo libertario, asomado al balcón del Gobierno Civil. Los
espectadores imparciales sólo reconocen que vitoreó a la República. Y otros testigos
opinan que el funcionario hizo un gesto con el brazo desde la ventana, dando a entender
que los guardias de Asalto deberían replegarse hasta su cuartel y que la gente se
dispersara.
Pero en la calle había comenzado ya el combate. Un grupo de soldados disparó
contra el edificio para obligar a Vázquez Moro a retirarse del balcón, mientras que
defensores y atacantes se esforzaban, más que nada, en tirar al aire para no herir a nadie.
Sin embargo, la mala suerte hizo que se produjera un tiroteo cruzado entre
guardias y soldados. Y allí cayeron dos hombres –y no uno, como la literatura oficial
nos hizo creer siempre–. Allí cayó, valientemente el cabo de Asalto Francisco Muñoz
Serrano. Y también el soldado voluntario Santiago Cuadrado, acción esta muy
ponderada en los años del franquismo, ya que el fallecido pertenecía al mando
vencedor.
Hubo también varios heridos. Sebastián Herrera Darias, de 41 años, recibió una
bala que le entró por la cadera y le salió por el glúteo; Antonio Hernández Henríquez,
de 21 años, sufrió un tiro en la nalga, mientras huía, de carácter leve; y Carlos José
García, de 25 años, fue alcanzado levemente en un muslo, en el derecho. El parte de
Santiago Cuadrado hablaba de herida de bala a través del quinto espacio intercostal
derecho, con orificio de salida por la región costal opuesta. Todos, menos Muños
Serrano, que recibió un disparo en el corazón y falleció en el acto, y el propio Santiago
Cuadrado, eran civiles.
De todas partes comenzaron a llegar tropas que intentaban cortar la acción de los
de Asalto. Del cuartel de San Carlos, de la Comandancia General. Alfonso González
Campos y sus guardias se vieron rodeados y el teniente se refugió en la tienda de
Peceño, junto al cabo Polo, éste con una bala del enemigo metida entre el correaje y la
camisa, quemándole el plomo la piel.
Paco Martínez lo recuerda muy bien, pues se había refugiado en la misma tienda
y tuvo tiempo de ver a Peceño, el sastre salir por la ventana a buscar un refugio más
seguro:
“Alfonso”, dijo el caricaturista al teniente, “aquí no tienes nada que hacer, son
muchos soldados”.
El teniente le respondió:
“Es verdad, ¡nos vamos al cuartel!”.
Y salió rodeado por sus guardias.
Por la calle del Castillo abajo, hecho un basilisco, venía el capitán de Estado
Mayor Francisco Rodríguez con una pistola en cada mano, seguido de varios soldados.
Los guardias de Asalto, al sentirse perdidos, se iban entregando a la tropa. Luis López
Calero, el barman de La Peña, comprobaba, aterrado, cómo un proyectil había
atravesado el mostrador y se había alojado en el serpentín de la cerveza con un sonido
de muerte en su camino. La fachada del Gobierno Civil estaba salpicada de plomo. El
teniente Carmona había ordenado hasta enronquecer el alto el fuego. El oficial se había
esforzado, durante los diez minutos que duró la batalla, en que sus hombres no tiraran a
dar.
La guagua de La Laguna salía en aquel momento de su parada con Nijota dentro.
En el reloj del Gobierno Civil eran las seis y doce minutos. Alfonso González Campos
se entregó en Capitanía y posteriormente fue llevado a la sala de oficiales de Almeida,
bajo la vigilancia de dos centinelas. Todo el mundo pensaba que no le ocurriría nada
malo porque sólo había cumplido con su deber.
Los acontecimientos posteriores se encargarían de demostrar que no siempre los
que cumplen con su deber obtienen la justa recompensa.
IX
PUERTO CABELLO, 1955
Unos de los heridos en el tiroteo de la plaza de la Constitución o de la República,
Carlos José García, emigró a Brasil. En aquel país ayudó a subir al poder a Getulio
Vargas, al frente de un grupo de aventureros. Lo cuenta José Antonio Rial, el gran
escritor nacido en la Isla de Lobos y autor, entre otras obras de gran éxito, de “La
prisión de Fyffes”, “Jezabel”, “Venezuela Imán”, etcétera.
Rial escribió otras dos obras sobre la guerra civil en Tenerife, “El segundo
naufragio” y “Tiempo de espera”. Yo tuve el honor de prologar esta última novela
histórica, a la que Rial añadió un interesante capítulo titulado “20 años después”, con
cierta influencia de Alejandro Dumas, por tanto.
Carlos José era mecánico, chofer, protésico y dentista, pero en Puerto Cabello
ejercía de médico. Un médico de éxito, pues hasta los gobernadores y políticos de la
zona le pedían consejo sanitario como jefe de Sanidad titular. Era el año 1955.
Su relato hecho a Rial concuerda en buena parte con lo que hemos escrito aquí,
sobre todo en lo concerniente al episodio de la plaza de la Constitución y a los diez
minutos que estuvieron a punto de cambiar la historia de España.
Pero el falso médico aportó un dato nuevo, un dato espeluznante: él fue quien
mató a Santiago Cuadrado y no una bala de rebote con la literatura oficial se encargó de
proclamar durante casi cincuenta años.
Rial lo relata con gran exactitud, con la misma exactitud con la que lo cuenta
Carlos José García: “Yo, este que ves, corrí hasta ellos (los guardias de Asalto) y cumplí
lo que tenía planeado: recogí del suelo el fusil Francisco Muñoz Serrano y disparé hasta
que se acabaron las tres balas del mosquetón. Y sé que yo, que disparo bien, maté a
Santiago Cuadrado, porque le apunté a dar, con toda la calma; yo lo conocía”.
Hay otros datos. El falso médico relata a Rial que González Campos lo vio
disparar y que no lo delató jamás: “Le hubiera podido salvar la vida si se acobarda y me
acusa”, reconocía Carlos José, “porque el gran delito era la muerte de Cuadrado”.
El “doctor” se arremangó el pantalón ante mi amigo Rial y le mostró en su
muslo derecho, la marca del proyectil. El sol caía a plomo sobre Puerto Cabello aquel
día de 1955. Y dijo al escritor: “El jefe de los de Asalto sabía que había muchos
soldados y sargentos, con armas en la mano, que eran socialistas y anarquistas y cuando
se enteró de que en la calle era ya noticia generalizada que la rebelión militar
(descubierta al fin por aquellos ministros que prohibían desconfiar de Franco) había
fracasado en Madrid y en casi toda la Península no quiso sentarse a esperar, como tantos
paisanos, funcionarios y obreros, a que le sirvieran el triunfo frío y en bandeja, sino que
se lanzó a tomar el Gobierno Civil, confiando en que las noticias que circulaban ya
habrían bajado las ínfulas al bravucón de Moreno Ureña, al coronel Cáceres y al tardo
Teódulo González Peral”.
Hay otro párrafo del relato de Carlos José García al periodista Rial, que en la
ficción se oculta bajo el personaje de “Ríos”, que resume lo que pudo haber sido y no
fue y que refuerza la teoría plasmada en esta obra que el lector tiene en sus manos, que
la acción del teniente pudo cambiar el signo de la historia de España, como la veremos
al final de estos capítulos:
“En la tarde del 18 de julio, Teódulo González Peral, que era un miedoso,
temblaba ante lo que se le echaba encima y por miedo a Moreno Ureña, que presumía
de hombre fuerte, no llamó a Vázquez Moro por teléfono para entregarle en mando de la
provincia. Y si esto lo supieron simples republicanos como Domingo Rodríguez Sanfiel
y Francisco Sosa Castilla, que dudaban en cuanto a qué hacer con aquella noticia bomba
que llevaban consigo –y que al final les costó la vida–, ¿cómo no iba a conocer tal
novedad explosiva un hombre inteligente, atento a la situación y militar de oficio como
Alfonso González Campos?”
El falso doctor no paraba de hablar y “Ríos” –Rial– aprovechó para sacarle el
jugo:
“González Campos me dijo en el calabozo que se había dado cuenta de que un
hombre decidido al frente de una pequeña tropa leal, como la que él mandaba, hubiera
podido tomar sin resistencia el Parque de Artillería de la plaza de Weyler, precisamente
por la audacia que significaba meterse allí, frente a la Comandancia General, pero pensó
que era mejor liberar a la primera autoridad civil y que Vázquez Moro decidiera”.
“Ese error táctico me va a costar la cabeza” –dijo el teniente en su cautiverio– “y
es ahora mi gran reproche. Me duele más esta torpeza militar que perder a Themis y al
hijo que no conoceré. Me corroe más esa pifia fatal, que como jefe cometí que la
angustia para siempre que va a sentir mi madre por mi fusilamiento”.
La gorra del teniente, con la insignia de Asalto y las dos estrellas de oficial.
(A. Chaves/ Archivo AIN)
Campos siguió hablando a Carlos José de su plan para desmontar la sublevación
militar en el Archipiélago, pero las noticias de que el golpe estaba ya abortado le
hicieron dar un giro radical a su acción:
“En la guerra un giro así, de noventa grados, es fatal; sólo un Napoleón puede
permitírselo”, dijo González Campos a su compañero de celda.
Milimétricamente, todo el relato que le hace Carlos José al reportero “Ríos”,
reflejado en la obra de Rial “Tiempos de espera”, coincide con la investigación que
quien esto escribe realizó ante testigos presenciales de aquellos acontecimientos. Y, en
cierta manera, con el contenido de otras obras consultadas para atar los cabos de esta
crónica apasionante de hechos que pudieron cambiar el signo de la guerra civil
española.
Porque probablemente no se hubiera producido la confrontación entre hermanos
sin el levantamiento de las guarniciones de Canarias. El teniente González Campos lo
tuvo en sus manos, pero en las batallas se gana y se pierde. Y él perdió.
Carlos José García tuvo tiempo de contar a “Ríos” la entereza del teniente en su
cautiverio, su hidalguía, su hombría de bien y su valentía, reconocida por todo el
mundo, incluso por sus verdugos.
X
LOS TESTIGOS
Hay que tener en cuenta que la primera edición de esta obra fue publicada, y
vendida en una semana, en el año 1985. Varios de los valiosos testigos de aquellos
hechos ya no están entre nosotros, han muerto. Pero quedan sus declaraciones, todas
ellas elogiosas hacía la figura de González Campos, que hasta el momento de la primera
aparición de este relato novelado de los hechos (pero absolutamente fiel a ellos, con
toda la carga de subjetividad derivada de los recuerdos recogidos y las lagunas de la
memoria) era un absoluto desconocido para las nuevas generaciones.
Julián de Valentín, que en 1985 tenía 78 años, íntimo amigo del teniente, lo
recuerda como un hombre de convicciones monárquicas, dotado de un gran sentido del
deber, amigo de todo el mundo.
“Estudiaba derecho”, cuenta el amito, “porque quería hacerse notario. Yo mismo
telegrafié a Cabanellas cuando Alfonso dejó Infantería para pasarse a la sección de
Asalto porque alguien lo estaba fastidiando en aquel cuerpo. Cabanellas fue quien le
consiguió el nuevo destino”.
Cuando pregunto a mi interlocutor por el motivo de que el teniente saliera a la
calle con sus guardias aquel 18 de julio de 1936, responde:
“Yo creo que alguien le pidió que fuera a apaciguar los ánimos porque le
militarazo había fracasado, según opinión general, y para evitar un derramamiento de
sangre. Y por eso lo hizo, pero sin intención de entrar en combate, solamente en misión
disuasoria”.
Julián Valentín, padrino del hijo de Alfonso González Campos, añadió en
aquella conversación: “Muy poca gente fue a verle en su cautiverio en Almeyda; yo si,
por supuesto. Él no pensaba que lo iban a matar, no se imaginaba que por cumplir con
su deber lo iban a condenar a muerte”.
“¿Pidió mucha gente su indulto?”
Crónica de un remordimiento. A Pesar de haber sido condenado por sedición, el mando militar
concedió a Themis Hernández, viuda de González Campos, una pensión anual de 1.666,66
pesetas el 10 de noviembre de 1945
(Archivo familiar)
“Muchísima. Entre los telegramas que dirigimos a las autoridades solicitando el
perdón había uno de don Domingo Pérez Cáceres, de don José Víctor López de Vergara
y mío. Lo enviamos a Cabanellas, el general Cabanellas, que ni siquiera contestó”.
Arturo Rodríguez, compañero de quien esto escribe en tareas periodísticas,
igualmente fallecido, también fue amigo del teniente:
“Era un caballero; cuando se encontraba en capilla, en la batería del Barranco del
Hierro, yo estaba en le bar del brigada músico Matías, en San Carlos. Vinieron a pedir
café para Alfonso; se lo llevaron y yo me bebí lo que quedó en el recipiente. Quería
tener un último recuerdo del amigo”.
“Había gente”, contaba Arturo, “que iba a presenciar los fusilamientos; era
terrible, pero algunas veces se llenaba aquello de público. En los fusilamientos se veían
siempre las mismas caras”.
Cuando le hablé de la reacción de los ciudadanos ante su condena, Arturo me
dijo: “existe un dato curioso que avala la popularidad que tenía este hombre y el cariño
que los tinerfeños sentían hacia él y es que se enviaron telegramas a Franco pidiendo su
indulto por valor de 150.000 pesetas de la época”.
Mi compañero fallecido terminó su declaración diciendo: “recuerdo que un alto
mando militar de Tenerife estaba muy apesadumbrado por lo ocurrido. Cuando le
abordé, en la calle, para preguntarle por qué habían matado a Alfonso, se le rayaron los
ojos y respondió: “no me preguntes eso, Arturo, que me voy a echar a llorar delante de
ti”.
Paco Martínez, muy citado aquí e igualmente fallecido, que vivió los sucesos de
la plaza de la Constitución como testigo directo, también guardaba en su memoria
algunas de aquellas escenas:
“Alfonso, durante el breve combate, estaba tranquilo. Se lamentaba de que
alguien hubiera disparado. Yo le dije: entrégate, porque se van a complicar las cosas. Él
no quería derramamiento de sangre, sólo pretendía defender la legalidad. Por otra parte,
me parece que mucha gente le engañó, que le dejaron solo”.
Alfonso González Campos había tomado posesión de su cargo de teniente de
Asalto en Barcelona, el 10 de junio de 1935. El 15 de febrero de 1936 era dado de alta
en el destacamento de Santa Cruz. El 11 de agosto de 1936 causó baja en el servicio
“por haber sido condenado por un consejo de guerra de oficiales generales a la pena de
muerte por el delito de sedición, con accesoria, en caso de indulto, de pérdida de
empleo”, según su hoja de servicios.
XI
LA ISLA ENTERA PIDE CLEMENCIA
Desde el día en que se dio a conocer la sentencia de muerte hasta el del
fusilamiento del teniente Alfonso González Campos, el 11 de agosto de 1936, por toda
la isla circuló una carta, redactada a máquina y distribuida en copias, que solicitaba
clemencia para el militar acusado de sedición.
Entre los papeles de mi abuelo, Pedro González de Chaves y Rojas, citado en
este relato, encontré una copia de esa carta, que fue enviada a Franco, a su Junta
Nacional, a importantes políticos del régimen y a influyentes amigos del general
sublevado.
No llevaba firma, era peligroso suscribir personalmente algo tan comprometido
en aquella época de odios y de locura. La carta reconocía, incluso, la justicia del fallo
del tribunal, en un último intento de los autores por tocar la caridad de los verdugos por
la vía de su propia vanidad.
La misiva estaba distinguida con un título: “La isla entera pide clemencia”, y
decía así:
“No sólo nuestra capital, sino toda la isla de Tenerife, se muestran en este
momento acongojadas ante la contingencia de que sea aplicada la grave sentencia
condenatoria dictada en estos días por un tribunal militar. Una sombra de muda tristeza
se ha extendido por campos y ciudades y no existe un solo lugar –ni aquellos sobre los
que con mayor rigor han gravitado las consecuencias de la contienda entablada frente a
la inminencia de una totalización de carácter marxista– que no se sienta íntimamente
apiadado y conmovido. Nadie discute la justicia del fallo emitido ni pone en duda el
estricto valor moral que esta sentencia contenga; pero nuestro país, que sigue
ansiosamente la marcha de los episodios de la lucha civil que ensangrienta el territorio
de la patria, al sentirse impotente para contenerla o decidirla a medida de su anhelo,
quisiera, no por egoísmo sino movido por un alto espíritu de humanidad, evitar que
sobre este suelo ya íntegramente ganado para la causa de la pacificación, caigan nuevas
Tumba del teniente González Campos y de su esposa, en el cementerio
de Santa Lastenia, Santa Cruz.
(A. Chaves/ Archivo AIN)
salpicaduras de sangre española. No necesita para ello acudir a la benignidad del
movimiento militar español, demostrada en cuantas ocasiones pudo ser compatible con
el deber, porque está firmemente convencido de que para lograr estos fines bastaría
recordar la general complacencia con que fue recibida en Tenerife esta acción
rectificadora de los rumbos nacionales; y porque sabe también que dentro del contorno
de esta isla se inició el movimiento acaudillado por el prestigioso general Franco,
comandante militar de este Archipiélago. Por todo esto, el pueblo tinerfeño pide al
laureado general, a los componentes de la Junta Nacional de Burgos y a las autoridades
militares de la región, libren al país del duelo que en él produciría la ejecución de una
pena capital en lugar tan apartado de la empeñada lucha que se está desarrollando”.
La carta seguía de esta forma:
“El teniente don Alfonso González Campos –apartándonos en el enjuiciamiento
de los hechos que motivaron este proceso– no fue ni un cobarde ni un traidor, sino un
militar valiente y entusiasta, un hombre caballeroso y honrado y –permítasenos aludir a
este para nosotros importante motivo sentimental– un distinguido estudiante de derecho
de la Universidad de Canarias. Si delinquió – y así habrá sido si nos atenemos a la
rectitud del fallo– la opinión isleña piensa que su falta no pudo haber siquiera rozado
En 1935, Alicia Navarro logra el título de Miss Europa. El fotógrafo captó esta interesante
instantánea de un homenaje que tuvo lugar en la plaza de toros de Santa Cruz, dedicado a la
bella. Junto a Alicia, de negro, a la izquierda, de pie, aparecen en primer término, el alcalde de
Santa Cruz, José Carlos Schwartz (con pajarita) y el gobernador, Manuel Vázquez Moro
(segundo, de derecha a izquierda, con un pañuelo en el bolsillo superior). Los dos serían
asesinados por los franquistas.
(Foto Garriga/ Archivo AIN)
alguna de las enumeradas virtudes y que, de aunque otro modo fuera, por encima del
significado siempre parcial y relativo de todas las acciones humanas, está la clemencia,
al mismo tiempo esplendorosa y humilde, que inunda de piedad y de fluido compasivo
el corazón de los hombres, aun de los más justicieros e inflexibles. El pueblo de
Tenerife pide clemencia y está seguro de obtenerla al afectar en su súplica el
sentimiento de los generales directores del movimiento nacional. Aquí, en el seno del
solar tinerfeño, dañado y corroído quizá, aunque en mínima parte, por el mismo
extendido mal que asolaba a la patria, pero siempre noble e hidalgo, tuvo su hogar el
general don Francisco Franco. A su generoso corazón se dirigen ahora angustiados
miles y miles de corazones que vibran al unísono, en el acendrado recogimiento de
nuestros hogares, puesto el pensamiento en los que saben luchar y vencer. Todavía no
sonó la hora de la victoria decisiva que devuelva la paz y el bienestar al pueblo español
y le haga recobrar el sentido de su unidad, de su ritmo y de sus altos propósitos; pero
estamos seguros de que en estos instantes de inquietud para nuestra isla no tardará en
dejarse oír la emocionada voz del perdón y de la clemencia, respondiendo al clamor
unánime de un pueblo que aspira a que no queda tronchada una joven y prometedora
existencia, que no se quiebre trágicamente la dicha de un reciente y amoroso hogar y,
sobre todo, a que no se entenebrezca ni empañe la magnanimidad de los procederes con
un infecundo borrón de sangre y con una nueva jornada luctuosa, ya que nada hará
decaer una voluntad tensa y una lealtad inalienables puestas denodadamente al servicio
del movimiento militar por la República y por España”.
La carta, escrita en el lenguaje cursilón y rimbombante de la época, laudatoria
para los verdugos muy a pesar del redactor o redactores, llegó a Franco.
Casi todos los mandos militares tinerfeños deseaban ese indulto, que jamás
recibió. ¿Por qué? Nadie lo sabe, n i nadie lo sabrá jamás. Hasta se dejó en silencio
durante toda la noche del 10 y la madrugada del 11 de julio una emisora militar por si la
ansiada orden de perdón llegaba desde Burgos. Nada. Alfonso González Campos fue
fusilado en el Barranco del Hierro, tras soportar una mascarada de consejo de guerra
que comenzó en el cuartel de San Carlos el día 3 de agosto de 1936 y terminó el 7 del
mismo mes y año. Fueron interrogados más de cien testigos y el veredicto retumbó en el
aire de Santa Cruz, como un mal trueno: pena de muerte para el teniente; reclusiones
diversas para varios guardias y seis años de condena para un paisano.
XII
LOS ÚLTIMOS MOMENTOS
Alfonso González Campos subió con decisión al camión que le trasladaba desde
el cuartel de Artillería de Almeyda hasta la batería del Barranco del Hierro, junto a la
refinería de Santa Cruz.
Con él treparon hasta la carrocería sus apenados carceleros. Alfonso no sabía
que el pelotón de fusilamiento había sido sorteado entre soldados de Infantería de
guarniciones fuera de la isla; ni siquiera hubiera podido imaginar que quienes le iban a
disparar, por orden superior, pasarían varios años posteriores a la ejecución aquejados
de malos sueños y de ataques de nervios.
Tampoco sabía que había sido sorteado tres veces el nombre del oficial que
habría de mandar el pelotón. Las tres veces le tocó a la misma persona y aquel hombre,
íntimo amigo del teniente, llevó una marca sombría en su corazón durante el resto de su
vida. Por razones obvias, su nombres se omite aquí.
Alfonso González Campos iba de uniforme, los soldados de guardia en Almeyda
se cuadraron ante él, emocionados. Alguien grito:
“¡Adiós, mi teniente! ¡Dios le bendiga!
En la batería del Barranco del Hierro, el teniente González Campos, totalmente
entero, entregó la gorra azul de Asalto y el sable de oficial a Balbino Pérez González,
novio de su hermana Teresa e íntimo amigo suyo. El oficial que mandaba el pelotón se
le acercó para pedirle perdón, llorando a lágrima viva. El teniente dijo a aquel alférez,
en medio de un abrazo:
“Cumple con tu deber y no te preocupes por mi”.
Permaneció unos minutos e la batería, charlando con los que le rodeaban. Se
fumó un cigarrillo. Tomó el café que unos compañeros le habían traído, bien caliente,
desde el bar del brigada músico Matías, en el acuartelamiento de San Carlos. Cuando
llegó el momento, se puso en pie y se dirigió, él solo, hasta el lugar señalado para la
ejecución. Levantó una mano y dijo a los soldados:
Plaza de la Candelaria en los años 30. La parada de la guagua de La Laguna (a la que se dirigió
Nijota cuando la refriega) está en el borde inferior de la plaza.
(Archivo AIN)
“Cumplan con lo ordenado y mantengan intacto el respeto a sus jefes. Disparen
bien y a la cabeza. Preparados… apunten… ¡fuego!.
Una descarga cerrada se escuchó en las sombras de aquel amanecer de agosto.
Varios soldados del pelotón olvidaron de pronto su puntería y dispararon muy lejos del
hombre al que iban a matar. Entre ellos habían acordado que sólo dos de los tiros
alcanzaran al teniente, uno en la frente y el otro en el pecho. Más el de gracia. Un
hombre bueno y generoso dejaba su sangre en la seca hierba de aquel barranco.
Los soldados lloraban y se abrazaban unos a otros. Sabían que habían disparado
sobre un oficial inocente. Incluso todo se retrasó porque, a última hora, hubo un conato
de rebelión entre los integrantes del pelotón de fusilamiento, que se negaban a cumplir
las órdenes.
El mismo día de la ejecución, en papel del mando militar, fueron escritas por
Alfonso dos cartas dirigidas a su esposa y a su madre y un mensaje para ser entregado al
hijo que aun no había nacido.
En el horizonte atlántico se dibujaban al amanecer. Las palabras brotadas de esas
cartas caerían como una losa sobre las conciencias de los que no quisieron perdonar la
Alameda y calle de La Marina en 1936. Un guardia de Asalto habla con el conductor por la
ventanilla de la guagua.
(Archivo AIN)
vida a un hombre de bien que fue fusilado por defender a su patria y evitar un
derramamiento de sangre. Por defender la legalidad.
Alguien se acercó al cadáver del teniente y secó la sangre de su rostro con un
pañuelo blanco. Ese pañuelo permaneció guardado en casa de su dueño hasta que éste
falleció.
Tras la descarga de los fusiles, la misma tropa que había disparado rindió honores
militares al oficial muerto. Los testigo de la ejecución rezaron una plegaria.
Amanecía en Santa Cruz pero, por tantos motivos, aquel no iba a ser luminoso.
No voy a poner todavía punto final a esta historia. Manuel Vázquez Moro, el
gobernador; su secretario, Isidro Navarro López; Domingo Rodríguez Sanfiel y
Francisco Sosa Castilla fueron fusilados, el 13 de octubre de 1936, a las seis de la
mañana, en el Barranco del Hierro. Murieron como valientes y uno de ellos exigió al
pelotón:
“Apunten al pecho, al pecho”.
Por decisión del mando militar fueron fusilados sentados en sillas de tijera. No
importan ya los nombres de jueces y fiscales de aquella locura porque de esto hace casi
setenta años. Los ajusticiados fueron españoles que deseaban lo mejor para su patria,
víctimas todos ellos de una guerra entre hermanos, del odio y de la sinrazón.
Como dijo uno de los condenados, al finalizar el juicio y después de escuchar su
sentencia de muerte, agotados todos los argumentos de su defensa:
“¡Juro por mi madre que soy inocente!”.
Pongan ustedes el epílogo, si quieren, una vez que analicen lo que me dijo el
único hijo de Alfonso González Campos sobre el padre que no pudo conocer y tras leer
las conclusiones del autor relativas a estos hechos.
El mejor final para unos acontecimientos contados sin odio es que ojalá se
acaben las luchas entre los hombres, ojalá terminen las ceguera y las violencias.
Ojalá esta tierra, la mía, la nuestra, no conozca más de hechos como estos que
obnubilaron las conciencias y que rompieron la convivencia, el amor y la vida.
XIII
EN MEMORIA DE SU PADRE
Hace casi veinte años que conozco a Alfonso González Hernández, hijo de
Alfonso González Campos.
De tanto escribir sobre su padre, y con muchos años de distancia desde que él
murió hasta que yo escribí sobre su gesta, me he convertido sin embargo en su amigo,
en amigo del teniente muerto.
Alfonso González Hernández no conoció a su padre; nació casi tres meses
después de que fuera abatido por las dos balas de aquellos fusiles del pelotón. Pero
conserva todos sus recuerdos y sobre todo una veneración hacia su figura que le honra.
Para completar mi relato, para añadir detalles a esta crónica novelada, pero
absolutamente real, de aquellos hechos, recurrí a él, en 1985.
“Mis padres”, cuenta Alfonso González Hernández, “vivían en El Sauzal aquel
verano. El día que asesinaron a Calvo Sotelo, creo que el 14 de julio de 1936, mi padre
fue a Santa Cruz y ya no vio más a mi madre. Ella no supo lo ocurrido, porque se lo
ocultaron hasta que dio a luz, en el mes de noviembre”.
“¿Ni siquiera lo imaginaba, no se enteró de la revuelta, ni de sus
consecuencias?”
“No, le había llegado el rumor de que a su esposo le habían herido de bala. Ella
vivió su pena, en los primeros momentos ayudada por su padre y por sus hermanas, que
más tarde la arroparían mucho. Vivió muy enamorada de su marido hasta que murió, en
1959. El recuerdo de mi padre la acompañó siempre y guardó luto por él durante el resto
de su vida”.
“¿Hablaba mucho de él?”
“Alguna vez lo hacía y lloraba amargamente. Yo dejé de preguntarle por mi
padre porque la entristecía mucho todo aquello. Aquel abatimiento le provocó una
enfermedad irreparable; murió joven, con 47 años, en el Hospital Militar de Santa
Cruz”.
Fachada del palacio del Gobierno Civil, tal y como era en 1936. El edificio existe y lo acaba de
adquirir el Ayuntamiento de Santa Cruz. Junto a los toldos de la tienda del edificio de al lado
cayó muerto Santiago Cuadrado.
(Archivo AIN)
“Cuando ocurrió todo aquello era casi una niña…”
“Tenía 23 años cuando mataron a su esposo”.
“¿Te contó ella algo de tu padre que pueda enriquecer todavía más este relato?”
“Algunas cosas; nunca tenía una peseta en el bolsillo porque se la daba a los
pobres. En más de una ocasión iba a cualquier zaguán, se quitaba la camisa y se la
regalaba a un indigente. La paga de militar nunca llegaba entera a su casa porque por el
camino ya había repartido algo”.
“Todos los que le conocieron coinciden en que era un hombre simpático,
entregado a los demás…”
“Sí, lo era. Hay una anécdota inédita. En la Academia de Toledo, y con ocasión
de unas maniobras, el Rey don Alfonso XIII pasó revista a la tropa y se quedó parado
delante de mi padre, que era cadete. Le preguntó de dónde era. Le dijo que de Güimar,
Tenerife, y el Rey le respondió: “Seguramente eres tan alto porque comes muchos
plátanos”. La anécdota me la relató el general Pérez de Lema, que fue capitán general
de Canarias y que había sido compañero de promoción de mi padre”.
Plaza de la Candelaria, en unas Fiestas de Mayo. Foto anterior a estos hechos y al advenimiento
de la República, aunque no había variado demasiado su fisonomía.
Al fondo, el edificio del Gobierno Civil.
(Archivo AIN)
“La gente opina también que era un hombre bueno, enemigo de la violencia, con
un alto sentido social”.
“Probablemente no soy el más indicado para hablar de sus virtudes, pero así era.
Alguien me recordaba que en cierta manifestación de La Palma que la Guardia de
Asalto disolvió, un guardia iba a pegar a un estudiante con su porra. Mi padre llegó,
apartó al agente y le amonestó por intentar hacerle daño a un niño. Muchas familias de
aquella isla recuerdan al teniente González Campos”.
“Fue compañero de importantes militares…”
“En Madrid conocí a varios de sus compañeros de promoción. Hoy (esta
entrevista tuvo lugar en 1985) son tenientes generales y algunos han fallecido. Me
contaban que era un buen estudiante, ameno en la conversación y con mucho éxito con
las chicas. Todo el mundo lo quería. Para ellos mismos, lo ocurrido no tenía otra
explicación que la ofuscación de las personas responsables de su ejecución”.
“¿Algún testimonio más, Alfonso?”
“Si. Mi suegro, don Rafael Madan, que en paz descanse, fue amigo suyo, desde
la infancia. Incluso hicieron la primera comunión juntos. El mismo 18 de julio de 1936
estuvo, hacia el mediodía, hablando con él. Jamás se explicó aquella condena. Mi
suegro me trató siempre como a un hijo; además, mi mujer es su única hija”.
“¿Es verdad que el obispo don Domingo Pérez Cáceres intercedió por tu padre
ante el mando militar?”
“Rigurosamente cierto, El obispo me hablaba mucho de él. Me hizo prometer
que cada vez que fuera a La Laguna pasaría por el palacio a visitarle. Al poco tiempo de
mi última visita, don domingo fallecía. Me contaba que lo más que sentía mi padre, y se
lo dijo cuando él fue a visitarlo a su cautiverio, era no poder conocer al niño que mi
madre esperaba”.
“¿Algún otro dato para la historia, amigo?”
“Me has emocionado. Tengo un nudo en la garganta y temo no poder seguir.
Perdóname. Quizá decir, para finalizar que tengo una esposa, a la que quiero
muchísimo, y dos hijos, Alfonso Rafael y María Amparo. Los dos son muy buenos. Y
muchas gracias a ti, Andrés, por lo que has hecho”.
Alfonso González Campos. teniente de Infantería destinado en las fuerzas de
Asalto, muerto como un héroe,, tiene una calle con su nombre en Santa Cruz. También
el Ayuntamiento dedicó otra calle al cabo Francisco Muñoz Serrano.
El hijo del teniente, mi amigo Alfonso, me ha escrito recientemente, en marzo
del 2003, unas letras. Creo que no traiciono nuestra amistad si reproduzco algunos
párrafos de su carta: “A ti te dejan mal los recuerdos de tu investigación y no viviste la
guerra del 36 al 39; a mí, tú lo sabes, me acompaña un sentimiento de tristeza que, en
mi interior, se ha hecho amigo mío de por vida… los hombres aprendemos de todo, pero
no hemos aprendido a erradicar la guerra, o tal vez no queremos, que sería peor. Nos
puede la ambición desmedida. La paz, solo en los labios, no es conseguir la paz; amar la
paz cuesta mucho sudor y mucha sangre. La paz después de lágrimas es paz efímera, es
‘otra guerra’”.
Que Dios bendiga a esta familia, heredera de aquel que derramó su sangre en el
solar tinerfeño para evitar precisamente eso, la guerra.
XIV
ME PUEDE LA PASIÓN
La investigación posterior de los hechos, una vez salió a la calle la primera
edición de esta obra, en 1985, permite al autor hoy, en el año 2003m sacar una serie de
conclusiones, en realidad más preguntas que conclusiones, adulteradas quizá por la
pasión contagiosa de unos acontecimiento de final tan injusto y trágico.
Evidentemente, los lectores encontrarán, en esta segunda edición de la obra,
algunos cambios en la narración de los hechos, casi todos ellos de matiz, sin que
influyan sustancialmente en la pieza original.
Pero quedan en el aire muchas cuestiones sin respuesta.
Me voy a referir, por ejemplo, a un misterioso telegrama que cierto sargento
entregó a González Campos en el cuartel de Asalto, el mismo día 18 de julio de 1936, o
quizá el día anterior, mediante el cual el teniente recibió alguna orden para actuar.
¿De Madrid? ¿Y si era de Madrid, por qué confiar la acción armada para abortar
el previsto golpe militar al segundo jefe de la Guardia de Asalto, una unidad republicana
indudablemente, y no a su capitán Cortés?
Por otra parte, la misteriosa muerte del general Balmes, en Las Palmas, en su
despacho, “mientras limpiaba su pistola”, según la versión oficial, pudo tratarse de un
asesinato. Cada vez cobra más cuerpo esta hipótesis entre los historiadores de la guerra
civil española.
Balmes era un experto en armas, profesor de tiro, y su familia, según
testimonios, nunca pudo ver el cadáver del militar fallecido, que al parecer había sido
encargado por el Gobierno de la República de vigilar al general Franco.
¿Estaba Franco detrás de esta muerte? ¿Lo sabía González Campos, que había
caído en desgracia entre los militares que seguían al futuro caudillo por la defensa que
había hecho, en un consejo de guerra, de uno de los hijos de don Luis Rodríguez
Figueroa, acusado injustamente de delitos muy graves?
En esta calle estaban el café La Peña y el periódico La Prensa.
Calles del Norte y Cruz Verde.
(Archivo AIN)
¿Quisieron eliminarlo por ello y le engañaron, haciendo que saliera a la calle con
sus guardias, que al parecer no eran doce, como se indica en la sinopsis del principio,
sino más de cincuenta? ¿Mataron al teniente porque sabía demasiado o porque estaba
investigando estos hechos?
¿No es cierto que González Campos había sido el jefe de la escolta de Franco
durante las primeras semanas de estancia del general en Tenerife, que abortó algunos
planes de la izquierda radical para matar al comandante militar y que por ello tenía
mucha información de lo que se estaba cociendo en Canarias?
Franco se marchó a Las Palmas, burlando el seguimiento que le hacían desde el
Ministerio de la Guerra, cuya titularidad había empezado a sospechar de él, con la
excusa de asistir al entierro de Balmes.
Allí, disfrazado de turista, tomó el avión que le habían enviado desde Londres
para trasladarlo a África. El plan resultaba exitoso.
¿Es o no verdad que el teniente de Asalto estaba oficialmente arrestado en su
cuartel desde la muerte de Calvo Sotelo, detonante del golpe militar, y que burló su
reclusión para protagonizar los hechos que narramos? A la vista de los acontecimientos
que contamos no parece lógica esta circunstancias pero…
¿Intentó influir, sin éxito, el comandante jurídico Martínez Fuster, íntimo amigo
de Franco (al que llamaba “Paco”), en el teniente para que cambiara su argumento en la
defensa del hijo de Rodríguez Figueroa durante el mencionado consejo de guerra,
porque los militares querían vengarse de un hombre (don Luis Rodríguez Figueroa) que
no quiso sumarse a la conspiración y que murió por ello? ¿No es cierto que el teniente,
que estudiaba derecho en La Laguna, con Fuster como profesor, se había negado a
cualquier componenda, que defendió con calor y brillantez al acusado y que por ello
recibió la felicitación pública de don Luis en la prensa de Tenerife?
Ya lo sé, son demasiadas preguntas. Puede que el teniente González Campos,
hubiera caído en desgracia por no acatar la voluntad de los que preparaban un golpe de
mano mortal contra la República.
Algunos otros testimonios recogidos en los últimos años por Alfonso González
Hernández indican que la guarnición de Asalto se encerró con su padre en el cuartel y
que se consideró también “arrestada” desde el día en que mataron a Calvo Sotelo. Pero
tampoco existe certeza de ello.
Los testigos de aquellos hechos enmudecieron. Cuando realicé la primera
investigación para editar mi libro casi nadie quería hablar y muchos de los que lo
hicieron me prohibieron que revelara sus nombres.
También se me impidió, por la Capitanía General, el acceso a los archivos
militares.
No es extraño, porque a pesar de que hacía diez años que había muerto el
dictador, las heridas no se habían cerrado del todo.
Hoy, casi veinte años más tarde, los protagonistas han muerto y alojados en su
memoria se llevaron los recuerdos. Atrás queda una historia terrible. Al hijo del
teniente, su abuelo Aurelio lo escondía en una carbonera de El Sauzal para que no viera
a los falangistas que constantemente registraban su casa, en busca de las armas del
teniente, años después del fusilamiento. El acoso duró mucho tiempo.
Parece mentira que estos acontecimientos sucedieran en el seno de una sociedad
que parecía civilizada y amable. La contienda española del 36 al 39 destrozó la unidad
nacional e hizo nuevamente patente aquella idea de las “dos Españas”. Quizá existan
más de dos.
En todo caso, si los especialistas advierten algunos errores en la narración de
estos hechos, estoy dispuesto a asumirlos. Tras tanto investigar y después de comprobar
la tremenda injusticia de esta muerte, he salido derrotado por la pasión que me puede y
por la admiración hacia la gesta y el sacrificio de un hombre valiente que dio la vida por
los demás.
Hasta el punto la gente lo quería, que el comandante Cuadrado, padre de
Santiago Cuadrado, el soldado tiroteado en la refriega de la plaza de la Constitución,
visitó al teniente en su cautiverio de Almeyda y le dijo que sabía perfectamente que él
no había sido responsable de la muerte de su hijo, que a Santiago lo había matado un
paisano. Agustina, la madre del teniente, se lo contó a su único nieto, antes de morir.
Ahora sí, punto final. Esta historia acaba aquí, aunque espero que no para el
recuerdo.
Hoy la ciudad de Santa Cruz de Tenerife sí amanece esplendorosa, porque el sol
salió esta mañana cuando su gente vive en paz.
NOTA FINAL
El autor, para completar el relato de estos acontecimientos, ha consultado,
además de innumerables notas de prensa y las opiniones de los testigos presenciales,
las siguientes obras:
“En Tenerife planeó Franco el Movimiento Nacionalista”, de Víctor Zurita,
ediciones de La Tarde 1938.
“La guerra fraticida”, de Tomás Quintero Espinosa, ediciones Goya Artes
Gráficas.
“Tiempo de Espera”, de José A. Rial, colección Agustín Espinosa, ViceConsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1991. Prólogo de Andrés
Chaves.
“El periodista Víctor Zurita y el golpe de Estado de 1936 en Santa Cruz”, de
Andrés Chaves, 1986. Prólogo de Ángel Benito.
“Días de silencio”, resumen de la tesis doctoral de Andrés Chaves, ediciones
Canarias 7, 1990. Prólogo de José A. Rial.
Este libro se terminó de imprimir en
los talleres de Litografía Romero
el 14 de abril del 2003
La edición digital para
se terminó de digitalizar
el 21 de septiembre de 2013
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