ajuste de cuentas

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AJUSTE DE CUENTAS
Cuando se es un policía mal pagado, poco se puede esperar de la vida. Demasiadas
pensiones alimenticias, demasiadas facturas que pagar. Encuentras una chica que te
ayuda a sobrellevar la pena, pero hay que contentarla. Te metes otra vez en una espiral
de gastos. Tienes poco tiempo libre, así que hay que disfrutarlo a tope. Oyes un soplo
aquí, un cuchicheo allá. Y cuando te das cuenta, estás trapicheando con los soplones,
extorsionas a las putas y hasta le robas a los detenidos, si se da el caso.
Hasta que un día, el destino te juega una mala pasada. Te das una vuelta por un duplex
para cobrar la cuota mensual y de paso aliviar un poco tus penas. Tu contacto, la
madame del burdel, te propone algo especial este mes. Una nueva adquisición de la
casa: joven y aún sin manosear. Cruzo el umbral de la habitación babeando, como un
auténtico pervertido. De pronto, quiero morir. La vista se me nubla y una ira
incontrolada me domina. En la cama, sonriendo insinuante hasta que me reconoce, está
Sara, mi hija adolescente. Le agarro de un brazo e intento contener las ganas de
abofetearla allí mismo. Le ordeno que se vista y salgo del cuarto. La madame, que se
llama Cynthia, está horrorizada y se teme lo peor. No sabe nada del tema pero intuye
que conozco a la chica. Le informo de la buena nueva. Su expresión es de temer por la
vida. Durante un instante, dudo entre pegarle un tiro allí mismo o dejarla en paz. Mi
mano oprime su brazo y le hago jurar que no se lo contará al chulo. Esa tarea déjamela a
mi. Por la expresión de su cara, se que obedecerá.
Sara sale por fin de la habitación. Se ha lavado la cara y me mira con ojos asustados.
También ha oído hablar del policía que cobra sobornos, sin duda.
-Coge tus cosas y vámonos –mi voz urge y ella lo coge al vuelo- Asiente con la cabeza
y pasa por delante de mi.
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Cuando se cierra la puerta, le pido que se detenga y empiezo a hablar. Estamos en el
descansillo. Ella, unos escalones más abajo que yo.
-¿Cómo has llegado a esto, cariño? ¿Tan mal me he portado contigo? Me mira en
silencio y al final da la respuesta que más miedo me da.
-¿Y tú dónde has estado todo el tiempo, papá? Para mí solo eres un cheque a primeros
de mes, que por cierto no siempre llega con puntualidad ¿Qué esperabas entonces?
Mamá no tiene trabajo ni lo busca. Anda con tipos de cuidado noche si y noche no.
Nunca estoy segura en mi habitación durmiendo. Así que decidí que por lo menos me
pagasen por lo mismo que ocurría en casa.
Aprieto la barandilla con rabia, hasta que las venas se marcan en mi muñeca blanca, casi
transparente. Juro mentalmente dar un escarmiento a mi ex, aunque luego este
pensamiento se disipa.
Una vez en la calle, recorremos en silencio las solitarias aceras hasta mi coche. Al llegar
a la puerta del copiloto, Sara me tiende sus flacas muñecas.
-¿Va a esposarme, agente? El tono es de burla, aunque más por las técnicas aprendidas
en el duplex, que por verdadera chanza.
-No es necesario que hurgues más en la herida, Sara. Doy la vuelta al vehículo y me
pongo al volante. Llevamos dos o tres manzanas, cuando ella rompe el incómodo
silencio.
-¿Puedo saber, al menos, a donde me llevas? Su tono no es de preocupación. Mas bien
parece hastiada.
-No pienso ficharte, si eso es lo que te preocupa. Nos dirigimos a un hotel que conozco
donde no hacen preguntas y puedas descansar.
Es todo lo que hablamos hasta que llegamos. El Mendaro es un dos estrellas más
parecido a una pensión que a un hotel. La dueña es amiga mía, desde que resolví unos
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robos en el establecimiento. Así, llegamos a un acuerdo. Yo me paso de vez en cuando
y compruebo que todo esté en orden, y ella me acoge a las personas que quiero ocultar.
Puro marketing.
Consuelo, que así se llama la dueña, está limándose las uñas en recepción. El lugar está
desierto. Solo se oye, a volumen bajo, la pequeña televisión que tiene tras el mostrador.
Levanta la vista al vernos entrar e, inmediatamente, me echa una mirada de reproche.
Ha visto a Sara y está sacando conclusiones precipitadas.
-No es lo que crees, Consuelo. Ante su mirada incrédula, susurro: es mi hija. Ahora si
que tengo toda su atención. Mira a la niña sonriendo y coge una de las llaves del
casillero.
-La treinta y cuatro te gustará, pequeña. Las ventanas dan a la avenida. Si necesitas
algo, no tienes más que marcar el cero dos.
Cuando tiramos para el ascensor, me susurra: no te preocupes, Márquez. Cuidaré de
ella. Asiento agradecido. Por lo menos se que Sara no se meterá en líos de momento.
La habitación es confortable. Nada del otro mundo, pero no creo que Sara esté
acostumbrada a grandes lujos. Mientras la recorre, me quedo en la puerta esperando. Me
siento incómodo. Ella se vuelve y musita un gracias que me anima.
-Ahora tengo que dejarte, cariño. La voz me sale entrecortada, de puros nervios.
Instálate y duerme un poco. Volveré por la mañana.
De vuelta al coche, la radio chisporrotea de estática. Alguien me busca. Doy mi
posición a la Central.
-Sargento, se le requiere en Olmos, 53. edificio Altair, apartamento primero A.
Respondo al aviso y arranco el coche con un suspiro. La mierda nunca baja. Al
contrario, cada vez sube más.
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Calle Olmo, lugar olvidado de Dios. Aceras atestadas de basuras, pintadas en las
paredes. Un mal sitio para pasear. El número cincuenta y tres está casi al final. Es un
edificio medio oculto, ya que la calle hace un recodo. No es la primera vez que vengo a
este lugar. Los apartamentos Altair fueron un intento por relanzar la zona. Al final,
como si de un Saturno urbano se tratase, la calle devoró el proyecto. Los pocos pisos
que se vendieron, fueron desalojados a la carrera por los propietarios. Las bandas
acamparon aquí y se adueñaron de la zona. Ahora solo viven aquí los parias de la
sociedad.
Las luces de los otros coches patrulla ya iluminan el portal. Aparco en doble fila y
saludo a los compañeros con la cabeza. Alonso se acerca sonriendo.
-¡Hombre, Márquez! ¡Cuánto tiempo sin vernos!
El trabaja en la judicial. Así que sólo nos vemos cuando hay un muerto de por medio.
-Si, así es –respondo- ¿Qué tenemos esta noche? Nada bueno si se trata de esta calle.
Avanzamos hacia el portal, mientras Alonso me pone al corriente.
-Mujer blanca, cercana a la cuarentena, rubia de botellazo. Yo creo que era del “oficio”.
La puerta no esta forzada, ni parece faltar nada en el piso. La han estrangulado. Todavía
tenía la cuerda rodeándole el cuello cuando llegamos. Aparte, ha recibido una paliza.
-¿Por qué lo del “oficio”?, pregunto mientras llegamos a la escena del crimen.
-¡Júzgalo tú mismo!, me dice Alonso a la vista del cadáver.
Mi compañero parece estar en lo cierto. La mujer lleva ropa interior insinuante, y la
bata corta desgarrada es del estilo que usan las chicas de Cynthia. Está contorsionada
como una muñeca de trapo arrojada a la basura. La cara está hinchada por la asfixia y
los morados. Me arrodillo ante ella y calzo un par de guantes de latex. Los chicos de la
científica ya han estado, pero no hay que descuidarse. Palpo la consistencia de la
cuerda. Es nylon fino. La pobre no tuvo ninguna posibilidad. Todavía no le han cerrado
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los ojos y la mirada estrábica le hace parecer grotesca. Le muevo la cara para cerrarlos
cuando me entra un temblor por todo el cuerpo. No hace tanto tiempo que no la veía
como para no reconocer a mi ex esposa. Tengo sentimientos encontrados. Hace tiempo
que dejé de quererla, pero nadie se merece un final así. Inmediatamente, pienso en
Sara. Voy a tener que decirle que su madre ha muerto. Y que probablemente, ha muerto
a causa de su modo de vida.
Alonso sigue hablando mientras deambula por el piso. Los agentes que están de guardia
le siguen con la mirada, captando todo lo que dice por si pueden aprender algo.
Cuaderno en mano va explicando los distintos puntos fuertes del caso. El piso no está
revuelto, queda descartada la lucha. De repente, se da la vuelta y me ve ensimismado
ante el cadáver.
-¿Ocurre algo, Márquez? –pregunta advirtiendo que mi interés es algo más que
profesional. Se acerca despacio, y tras mirar hacia los agentes, se agacha y me susurra:
¿la conocías, verdad?
-Si, musito con un suspiro. Era mi ex esposa.
Alonso lanza un silbido bajito. ¡Vaya, tío! ¡Cuanto lo siento!. ¿Sabías que llevaba este
tipo de vida? La pregunta no es curiosidad, sino mera compasión por el compañero.
Me levanto y le agarro del brazo mientras acerco mi boca a su oído.
-Escucha, Alonso. Quiero plena dedicación a este caso. Hay que coger al hijo de puta
que ha hecho esto.
El asiente y sale de la habitación. Me quedo sólo y empiezo a registrar el piso. A
primera vista, no hay nada que recuerde nuestra relación. Se que es normal en un
picadero, pero a veces, las prostitutas tienen un par de habitaciones para su vida
privada. Aquí no las hay. La ropa que encuentro en los armarios es barata, de
mercadillo. Empiezo a comprender que la ropa interior es una mera ropa de trabajo. Los
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de huellas han estado ya, sin ningún resultado. Antes de salir, hecho una mirada hacia
el cadáver, y le dedico un saludo. Por las escaleras suben ya los forenses para llevárselo.
Cuando llego al portal, la noticia ya ha corrido de boca en boca. No sospecho de
Alonso. Esto ha tenido la marca de los agentes que estaban en la puerta. Los
compañeros me miran entre afectados y sorprendidos. Mi vida privada ha sido siempre
coto cerrado para los compañeros. Me dirijo al coche y pienso como voy a decírselo a
Sara.
Mientras conduzco empiezo a pensar en mi ex. He de encontrar al cabrón que ha hecho
esto.
El hotel está a oscuras cuando llego. No es un cinco estrellas con sus luces nocturnas.
Ni siquiera está Consuelo en recepción. Un zangolotino, mascando un palillo mientras
dormita en su silla, ni siquiera se percata de mi presencia. Subo por las escaleras para
intentar ganar tiempo sobre lo que decir a mi hija.
Al llegar, me planto ante la puerta y mi mano tiembla sin poder golpear en la madera.
Al final doy dos toques. La radio se apaga dentro y unos pasos se acercan hasta
detenerse tras la puerta. ¿Quién es?, pregunta la voz clara de Sara.
-Soy yo, digo con un nudo en la garganta. Ella abre la puerta y me mira de arriba abajo.
-Tienes mal aspecto, papá. ¿Ha pasado algo?
Es mi hija, y por tanto, no tiene nada de tonta. Ya ha intuido que algo pasa en nuestras
vidas. Le acaricio la cara y la empujo suavemente adentro, mientras preparo mi
discurso.
Al final, como casi siempre, decido tirar por la calle de en medio.
-Verás, Sara. Esta noche, al dejarte aquí, me han llamado a una escena de un crimen.
Cuando he llegado, me he encontrado con que se trataba de mamá.
Sara se debate entre mis brazos y su cara expresa todo el horror que la noticia entraña.
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-¡No puede ser! ¡Estás mintiendo! –Se desembaraza de mi brazo y me mira con odio.
Me acerco a ella, pero huye de mi lado.
-Cariño, empiezo. Se que es difícil creerlo pero es así. No sabía quien era cuando llegué.
Me dijeron que era una mujer de la calle, y solo cuando le di la vuelta a la cara la
reconocí.
Sara se estremece y solloza sentada en la cama. Me acerco a ella y le cubro los hombros
con mi brazo. Ella no me rechaza, lo que ya es algo.
Son más de las tres de la mañana, cuando abandono el hotel. No tengo ni pizca de sueño
así que decido ir a jefatura para intentar dar por el culo al ordenador. La comisaría está
desierta a no ser por los policías de guardia.
Accedo al informe del crimen redactado in situ por los policías que lo descubrieron. Al
parecer se trata de un ajuste de cuentas entre el chulo y una de sus chicas. La difunta,
Carmen Lázaro está fichada por prostitución y pequeñas estafas callejeras. Entro en su
ficha y no reconozco a la que fue mi mujer. Había sido detenida varias veces y se ha
codeado con alguno de los tipos más asiduos de la jefatura.
Me llama la atención el nombre de uno de ellos, Román Aguado. El macarra es el jefe
de Cynthia y controla varios duplex en la ciudad. Me recuesto en la silla pensativo.
¿Qué extraña casualidad hace que Román esté relacionado con las dos mujeres de mi
vida? Tres si contamos a Cynthia. Mi experiencia me dice que las coincidencias no
existen en el mundo del crimen. Imprimo la ficha de Román y me vuelvo a la calle.
La aurora empieza a clarear en el horizonte. Me dirijo a un barrio elegante de la ciudad.
La calle Solana, en pleno centro. Aquí los pisos son prohibitivos para un policía. Ni
viviendo dos vidas seguidas podría alcanzarlos. Hacia la mitad de la calle, en un portal
lujoso que incluso tiene portero nocturno, vive Román. El capullo separa
razonablemente su vida privada de la profesional. En Solana es un honrado pilar de la
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comunidad, que incluso lleva a su hija al colegio por las mañanas. En la Avenida Olmos
es un chulo que no tiene escrúpulos en aprovecharse de crías de la edad de su hija.
Doy una vuelta con el coche a la manzana. Aparco en una lateral y me dirijo a pie al
portal. Echo un vistazo y veo al portero dormitando en su sillón. Aquel asiento vale más
que todo mi mobiliario. ¿A dónde está llegando el mundo, si el sillón de un portero es
mejor que el sofá de un piso?
Entro furtivamente, sin que el fulano se percate de ello. Le deseo mentalmente felices
sueños y que vigile así siempre.
En los buzones del recibidor busco el piso de Román. Compruebo una vez más el reloj.
Son las seis y media. Buena hora para hostigar a “un honrado padre de familia”.
Llamo al timbre y espero. Mientras aguardo, saco la Browning y la mantengo pegada al
costado derecho. Los pasos tenues se perciben al otro lado de la puerta. La mirilla se
abre y pongo la placa en el visor. Se oye el descorrer de cerrojos y aparece a la vista un
dominicano del tamaño de un armario, en el umbral. Le muestro la placa y le informo
que quiero hablar con su jefe.
-¿Trae una orden, madero? –los dientes blancos se muestran en doble hilera en una
sonrisa burlona.
-Si, contesto. ¡Esta! El cañón de la Browning le destroza la fila inferior de marfil
postizo. El mulato aúlla mientras sangra como un cerdo. Se dobla en dos, arrodillado.
La culata hace el resto, mandándolo al valle de los sueños.
El ruido hace que aparezca Román en pijama. Instintivamente, levanta las manos y
sonríe estúpidamente. Me ha reconocido de otras ocasiones.
-¿Sargento Márquez? ¿Es usted, verdad? Mira hacia el gorila y tuerce el ceño. Se
desplaza lentamente hasta el sofá de blanca tapicería.
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-¿Ha hecho usted eso? –señala al tipo en el suelo- Eso no está bien, Márquez. Mi
abogado se va a divertir de lo lindo con usted. ¡Está acabado! ¿Me oye?
Avanzo resuelto a no darle ni ripio antes de que se llene la sala con la mujer y la niña.
-Escucha, pedazo de cabrón. La Browning aparece como por encanto entre sus ojos. No
me importa perder la placa si con ello te mando al otro barrio. No eres más que basura.
Ahora quiero respuestas y las quiero ya.
El cañón de la pipa ha dejado la marca del orificio en su frente. Gotas de sudor perlan su
morena cara. El tono de burla ha desaparecido.
-¿De qué quiere hablar? Yo no he hecho nada. La voz tiembla y estoy a punto de oler a
mierda enseguida.
-Para empezar, quiero saber que relación tienes con el duplex de la calle Alvarado y con
el piso de Avenida Olmos.
El chulo abre los brazos como justificándose. Vuelve a sonreír aunque ahora lo hace
más despacio.
-Qué quiere que le diga, sargento. ¡Son putas! Solo es un negocio.
Esta vez la Browning le rompe la nariz de un golpe. Aúlla como un becerro, mientras
chorrea sangre. Espero que la mujer y la hija aparezcan, pero un milagro hace que
estemos solos.
-¡Cabrón, me ha roto la nariz! –Román empieza a ver que esto va en serio. El pijama de
raso se le tiñe de rojo a pasos agigantados.
Le encañono con la pistola y le propongo el nuevo orden de cosas.
-Será mejor que colabores. Nadie sabe que he venido. Tu gorila está fuera de combate y
sólo estamos tú y yo. ¿Te vuelvo a repetir la pregunta?
El fulano se limpia las narices y me mira asustado. Que quiere que le diga. Sí, los dos
pisos son míos.
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Ahora es cuando la sangre empieza a hervir dentro de mí. Le agarro de una oreja y
pregunto.
-Hemos encontrado muerta a Carmen, la de Avenida Olmos. ¿Qué sabes de eso?
Román se mueve inquieto. Sabe que he frecuentado el duplex de Alvarado y no está
seguro que no lo haya hecho también en Olmos.
-Verá, sargento. Usted ya sabe lo que es esto. Las chicas se desmandan a veces y hay
que meterlas en cintura. Carmen se dedicaba a trapichear por ahí con mi dinero. Y un
chulo que se precie no puede permitir eso. ¡Nunca!
Tengo las pulsaciones a cien. Estoy dudando como acabar el tercer acto. Y lo primero es
pensar en la forma de salir de allí. El portero tal vez haya despertado de su modorra.
Román me mira confundido, como adivinando que estoy maquinando algo. Al final,
tengo la mente clara. Lo primero es lo primero.
-Verás, Román –empiezo mientras cojo un cojín grueso del sofá- Resulta que eres un
chulo de pacotilla. Y lo último que tiene que hacer un chulo es contratar a la esposa de
un policía.
La Browning no hace mucho ruido a través del cojín de plumas. Román muere con una
expresión de incredulidad en su rostro. No se si finalmente le ha dado tiempo a entender
su error o ha muerto pensando que mal hado se cruzó en su camino esta mañana. Ahora
está tieso entre una nube de plumas.
Me acerco al gorila, y le cojo su pipa. Afortunadamente, en un bolsillo le encuentro un
silenciador. Este pasa a mejor vida casi en silencio, sin estruendo. Limpio las huellas de
su arma y la coloco en su funda sobaquera. Un toque chic para terminar.
Bajo por las escaleras, rápido y silencioso. Al llegar al recibidor, el portero está
tonteando con la chica de los periódicos. Dudo en atravesar el hall a paso de carga,
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cuando el imbécil le propone a la chica enseñarle algo debajo del mostrador. Mientras
se oyen risas y jadeos, abandono el portal. La calle está desierta todavía.
Con la sensación del deber cumplido paseo por la calle mientras los primeros
transeúntes se dirigen a su trabajo. Antes de coger el coche, entro en una croissanterie y
compro bollos y café caliente para llevar. El día empieza a despertar, y al mirar al cielo,
algo me dice que la ciudad amanece un poco más limpia de lo que estaba al acostarse.
Luego hago un guiño al cielo y le dedico un beso a Carmen, allá donde esté.
El hotel Mendaro aún dormita cuando me acerco con mi pedido. Consuelo ya está
trajinando en la recepción. Me saluda con la mano y sonríe ante mi bolsa de desayuno.
-No es mal despertar para variar, dice complacida.
-No, asiento. No lo es.
Subo la escalera despacio, casi con placer. Nunca me han gustado los ascensores. Hay
algo de impersonal en esos habitáculos cerrados. Llego a la planta de Sara. Una mujer
está limpiando los dorados del descansillo. Me saluda en silencio. Cuando llego a la
puerta, veo que está entornada. Instintivamente, me llevo la mano a la sobaquera por si
acaso. Luego oigo ruido de la ducha y una radio encendida. Comprendo. Consuelo le ha
dado el aviso a Sara. Entro en el cuarto y comienzo a poner mis provisiones en una
bandeja que encuentro en el tocador.
Cuando aparece mi hija, con el albornoz y una toalla en su pelo mojado, me sonríe.
-¡Hola, papá! ¡Has traído el desayuno!
-También te he traído otra cosa. Me mira interrogante y yo coloco los croissants en un
par de platitos. Tu madre ha sido vengada, cielo.
Un par de lágrimas escapan de sus ojos, mientras se sienta en la cama con emociones
encontradas.
-¿Ojo por ojo, papá? –me pregunta mirándome con su ojos azules, inmensos.
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-Así es, pequeña. Ojo por ojo.
Me siento a su lado en la cama y empiezo a servir el desayuno. Le quito la tapa a su
vaso de café.
-¿Sabes, cielo? He pensado en nosotros. Creo que llevo demasiado tiempo en este
oficio. Tal vez sea hora de tener un cambio.
-¿Y qué harás? Tu no sabes hacer otra cosa, me dice mientras da un sorbo a su café.
-¡Oh, si que sé! Hace algún tiempo que un amigo de antaño, me ofreció un empleo
como jefe de seguridad en su empresa. Ya sabes, poco trabajo, buen sueldo...Antes no
lo acepté porque mi vida carecía de sentido sin los muchachos de la jefatura. Pero
ahora...
-¿Ahora que, papá?
-Ahora estás tú, cariño.
La mañana transcurre mientras hacemos planes juntos. Nadie puede relacionarme con
los dos asesinatos. En cuanto a mi retirada precipitada, es algo que les he dicho tantas
veces a mis compañeros, que nadie se extrañará.
En cualquier caso, este será mi último tributo a Carmen.
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