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TALLER DE LETRAS N° 50: 27-35, 2012
ISSN 0716-0798
Habitando el Sefarad: los escritos de Angelina
Muñiz-Huberman
Dwelling the Sephardic Land: Angelina Muñiz-Huberman Writings
Rodrigo Cánovas
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
Este trabajo se propone leer la obra de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Huberman
como una cita de la tradición literaria y cultural española, en su versión sefardita.
Aquí los géneros clásicos de la autobiografía de monjas, los libros de viajes, las novelas picarescas y los relatos alegóricos tienen como personajes principales a judíos
perseguidos por la Inquisición. En un juego intertextual, el exilio sufrido por los judíos
de España aparece imbricado con el exilio político de los republicanos españoles a
México después de la Guerra Civil. Los textos literarios de esta autora conforman un
palimpsesto de voces migrantes judías, que constituyen la historia diásporica cuya
memoria se sitúa en España.
Palabras clave: literatura judía mexicana, diáspora, exilio político.
This text proposes to read the Mexican writer Angelina Muñiz-Hubeman’s work as a
quotation of the Spanish literary and cultural tradition in its sephardic version. Here
the classical genders of nun’s autobiographies, travel diaries, picaresque novels and
allegoric stories have Jewish people expelled by the Inquisition as their main characters. The exile suffered by Spanish Jews appears entangled with the political exile
of the Spanish Republicans to Mexico after the Civil War. The literary texts from this
author form a palimpsest of Jewish migrant voices, that constitute a diasporic history
whose memory is embedded in Spain.
Keywords: jewish mexican literature, diaspora, political exile.
Recibido: 1 de abril de 2012
Aprobado: 20 de abril de 2012
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Sefarad, voz hebrea para nombrar a Hispania (para los romanos) o Al
Andalus (para los árabes), nombre que portan los sefarditas expulsados de
su tierra por el edicto de los Reyes Católicos: ése es el espacio nuevamente
habitado desde el presente en los escritos de Angelina Muñiz-Huberman
(1936), hija de republicanos españoles.
Tiempo presente en crisis, de refugiados de guerra que quedan a la
intemperie; de sujetos migrantes conminados a contraer una memoria suspendida (stand by) que sólo funciona de modo discontinuo, a la espera de un
cambio en la Historia (que no ocurrirá), de una Revelación o de un esfuerzo
imaginativo que conlleve una regeneración: la literatura.
Escritura personal, de connotación comunitaria, recompone el Sefarad
desde la mirada de una refugiada de la guerra civil española, que llega a
México siendo niña. La autobiografía sirve aquí de sustento existencial para la
recreación de personajes que viven su historia desde esta experiencia traumática: el exilio –ya mayores, en el caso de los padres o a temprana edad,
en los hijos. Aparecen y desaparecen en relatos y poemas voces infantiles
en soliloquios con muñecas abandonadas, mujeres silentes dando vueltas
dentro de un auto por el Distrito Federal (cual fetos vivientes) y también
escribientes ensimismadas en su taller, símil de un convento, un laboratorio
alquímico o una pequeña casa de estudios del Talmud. Y es aquí donde voces
y tiempos comienzan a viajar, a interrumpirse e hibridarse.
Es que esta voz contemporánea es sefardí; ante lo cual el único modo
de proyectarse es recrear sus orígenes, donde encuentra sus dobles, donde
se puede regresar a despejar las mismas preguntas. Se trata de habitar
un espacio cultural virtual –ausente, aunque siempre haya estado allí–, de
volver a ensayar estilos y modos de escritura, de hacer revivir caracteres (la
monja, el caballero, el alquimista, el pícaro), pero hacerlo desde el mirador
del presente, aprovechando toda la experiencia de la Modernidad, para así
fundar nuevamente el Sefarad. Si antes, en la España del Santo Oficio, veíamos las cosas al revés, en la escritura de ahora las pondremos al derecho,
devolviéndole a ese paisaje las voces sefardíes o, más bien, escuchándolas.
Como se nos indica en Morada interior: “No es que me despañolice, sino que
busco las raíces, las verdaderas y profundas” (62-63).
Aquí, la literatura actual escrita en español adopta modelos antiguos
hispánicos: autobiografías de monjas, libros de viajes, novelas picarescas,
relatos de prodigios y maravillas, alegorías y relatos bizantinos, cuentos
didácticos y exégesis bíblicas. Ahora bien, estos formatos sufren una alteración radical: hay un cambio de sujeto y, por ende, de perspectiva: todos
los relatos están iluminados desde su centro por voces sefardíes.
Así, en Morada interior (1972) leemos el diario de una monja criptojudía
del siglo XVI (cara oculta de Santa Teresa), que quiere fundar una nueva
orden, un tercer espacio utópico donde se anule su confusión de Dioses y
se despeje su voz autocensurada. El placer culposo de la penitencia y los
trances místicos se confunden con una reflexión sobre los cuerpos marranos
y conversos, incluidos en la memoria familiar de esta devota: “Tenía que
conformarme con mi dolor, mientras los tormentos iban desgarrando mi
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cuerpo, pedazo a pedazo (y me acordaba de aquella res abierta en canal y
los músculos estirados por pinchos que los ponían tensos)” (26-27).
Esta alteración del sujeto viene acompañada de una fuga temporal: esa
voz sefardí antigua va siendo interrumpida de modo esquizoide por voces
actuales: niña silente de 1936, voz que se rebela ante los padres exiliados
que aún desean “recuperar la Santa Repúbica [de España]” (108) y en el
último eslabón, la voz de una escribiente (alter ego de la autoría) que decide
desde el presente de la escritura reinventar el convento católico, ponerlo
patas arriba. Ser una con esa monja (o esa voz antigua siendo escuchada
reiteradamente en su mente, en su genealogía), habitar con ella esa celda
que prohíbe el paso a la sinagoga (inventar con ella un pasaje secreto que
las conecte). Así, leemos: “yo tendré que fingir, y yo tendré que ocultarme,
y yo seré impura, terriblemente impura, y falsa y resquebradiza y, doliente”
(74). En el pasado, una monja fingiendo aceptar la intransigencia redentora
de los inquisidores (algunos de su propia sangre, como Torquemada) y, en la
actualidad, alguien ocultándose tras esa figura, como necesitando una mediación o un alma gemela para denunciar su situación de ser una refugiada
al descubierto. Personajes-ecos, que hacen converger espacios y tiempos
distintos, haciendo aparecer el Sefarad como el escenario de reunión de las
voces huidas de lo reprimido.
Autobiografía del siglo XVI no diseñada para los confesores de la época
sino para un lector de otro tiempo; texto escrito en el siglo XX que reclama
un lector olvidado y traspapelado en el tiempo (la misma monja leyendo sus
escritos desde la fundación de una nueva orden); obra que anuda una misma
sensibilidad que conecta pedazos de historia creando una tenue continuidad,
una mínima certidumbre1.
En algunos textos de esta autora la visita a este sistema de signos denominado Sefarad, construido desde la cita de la tradición católica, trastocada
por su versión judía, se realiza como una recreación de un paisaje situado en
el pasado, sin alusiones al presente histórico y de la enunciación. El mercader de Tudela (1998) es un libro de viajes de un mercader que recorre en la
Edad Media tardía el mundo mediterráneo y sus márgenes, intercambiando
noticias con sus congéneres. Aunque, y aquí marcamos la alteración, es un
rabí que siguiendo el mandato de un sueño es portador de unas escrituras
sagradas, que son entregadas a los jerarcas judíos de cada comunidad que
visita, para ser interpretadas, sustituidas y dobladas, manteniéndose el
enigma de su sentido.
En el transcurso del viaje de Benjamín bar Yoná, el desciframiento de
estos pliegos va perdiendo relevancia, en la medida que comprendemos que
1
En un ensayo sobre la literatura judeomexicana, la autora enuncia Morada interior,
de 1972, como una novela excéntrica en la literatura mexicana de esos años (instalada
cómodamente en el realismo, el lenguaje coloquial y el nacionalismo). Rupturista en su
formato (estructura abierta, voces híbridas, tiempo reversible) y en su tópico (la obsesión
del exilio), su personaje ronda en torno a los límites del cristianismo y el criptojudaísmo.
En este ensayo, Muñiz-Huberman sitúa sus relatos en el ámbito del neomisticismo. Cf. El
siglo del desencanto, pp. 155ss.
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la letras sólo simulan el espacio de lo sagrado, siendo la lectura (cabalística)
un juego infinito de combinaciones humanas de lo divino. El espíritu inasible
de la letra sagrada y el goce por poder coartarla en su dibujo. Como lo indica
un rabino de Salerno: “Mi tarea más difícil es atrapar el valor de las letras:
lo que veo ante mí son las veintidós letras volando. ¿En qué orden colocarlas
para no destruir el mundo? ¿En qué papel escribirlas y con qué tinta? ¿Qué
colores usar? ¿Cómo salpicar el polvo de oro?” (74).
En el camino de la búsqueda del sentido (trascendente) se va despejando
una cartografía que altera nuestro saber cotidiano, pues vamos visitando
todas y cada una de las comunidades incluidas en las grandes ciudades y
dispersas en pequeños poblados y villas de las costas de Mediterráneo. Es
un mapa, una relación histórica y un censo de los judíos del mundo, incluidos los lejanos parajes de India, Adén y Abisinia; de sus muy diversos usos
y costumbres, sus lenguas y su noción de lo sagrado. El presente no tiene
aquí cabida sino como un mirador del antiguo esplendor cultural diaspórico,
el cual debe ser admirado y cuidado como un tesoro.
Relato alegórico, cuyos personajes van pasando diversas pruebas cumpliendo un mandato divino, recorriendo una geografía real, vinculada ahora
a los orígenes de la Humanidad: cada lugar recupera el nombre original,
que consta en el Libro de los Jueces (estamos en Laish, ciudad fundada
junto a las fuentes del río Jordán, más adelante denominado Banias por los
árabes, derivada de la voz griega que nombra al dios Pan). La onomástica
se dobla: hay al menos dos nombres para los lugares y si existiera uno, se
crea el antecedente; así Montpellier es nominado Har-gaash, “como si fuera
un volcán en apretada promesa de fuego” (33).
Otro texto que fija su mirada en el pasado sin contaminarlo explícitamente
en su anécdota con las urgencias históricas y existenciales del presente, es
Tierra adentro (1977), relato de la peregrinación de una pareja de jóvenes
(Rafael y Miriam) desde la Hispania católica a Tierra Santa en la segunda
mitad del siglo XVI. Este relato bizantino tiene la singularidad de que sus
agentes (casi niños) sufren una persistente persecución por ser judíos, siendo
testigos de la desaparición de sus familias y de sus barrios (juderías toledanas y madrileñas) y de la muerte y devastación que producen las guerras
religiosas en tierras europeas; en especial, en Alemania2.
Relato alegórico sin marcas de individualidad, salvo la enunciación de
un sujeto judío que lucha por construir su propio destino, a pesar de las
circunstancias adversas. Habiendo salido de Toledo con una Biblia y un
puñal toledano, Rafael recibe en el camino las enseñanzas del Libro y de la
alquimia; y cumple con el rito de pasaje amoroso con una moza de posada
2
En su libro sobre la nueva novela histórica, Seymour Menton le dedica un capítulo a la
novela histórica judía de América Latina, ocupándose de los relatos de Angelina MuñizHuberman y particularmente de Tierra adentro. De esta novela –de carácter lírico, al igual
que el resto de su producción literaria– enfatiza la fusión cultural de tres elementos: “el
miedo judío a la persecución, la determinación judía de guardar fidelidad tanto a la religión
como a la nación … y la posibilidad de la coexistencia armónica con los cristianos y con los
musulmanes” (244).
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y una muchacha musulmana (cópula cultural, de diálogo en el espíritu del
Sefarad). Y se comprometerá con Miriam, quien le propone el plan de huir
hacia el destino sagrado. Ser judío, un estigma hispano: “Como si un crimen
me acompañara. El crimen de ser yo” (60). Emblema de la energía de un
pueblo en busca de la libertad, el muchacho recibe la protección de personajes
que operan como auxiliares sagrados que despejan insalvables obstáculos.
Notemos que es una niña-mujer, Miriam, la que enuncia el plan de ir a
Tierra Santa, haciéndose pasar por romeros que van a Jerusalén a orar en el
Santo Sepulcro. Un engaño a los ojos (procedimiento literario de viejo cuño
hispánico), el ropaje cristiano para acceder al lugar sagrado y allí, al Safed,
donde residen los originarios de Sefarad. Siniestramente, por las guerras
religiosas en curso, en muchos lugares de su travesía, el estandarte de la
Virgen no protege a los romeros. En su transcurso, la romería pierde sus
contornos cristianos, formando un conglomerado de gentes movidos por
la fe, sin distingos. Viaje teleológico, donde el destino vuelve a engendrar
el origen: el relato culmina con la celebración del Shabat en la comunidad
sefardita de Jerusalén, que sella la unión sagrada y amorosa de los jóvenes.
La guerra del unicornio (1983) es una pieza alegórica también situada en
un tiempo remoto aludido por cantares, romances y crónicas. Se construye un escenario para el diálogo fecundo entre tres tradiciones (la judía, la
cristiana y la musulmana), que aparecen aquí representadas por Abraham
el cabalista, el caballero cristiano don Alvaro y el alquimista Yucuf, seres
“seriamente sentenciosos, de alta virtud y ejemplar comportamiento” (119).
Es el espíritu que está en los orígenes, al cual hay que apelar para imponer
el bien en la humanidad. Relato que incluye extraños y maravillosos sucesos, expone el enfrentamiento entre las fuerzas del bien y del mal, llegando
a una conclusión pesimista: “el mal obliga al bien a utilizar sus formas. El
bien, para triunfar, lleva en sí la destrucción” (129).
Texto construido como un cuento maravilloso con disquisiciones filosóficas,
mantiene una débil pero sostenida relación con el presente, a través de la
inclusión de datos extemporáneos; como por ejemplo, la acción devastadora
del Hombre de Hierro, hombre-máquina que programa un lanzaflechas vía
un Ordenador. Así, este relato se conecta con la actualidad (los usos de la
tecnología, el poder y la gloria) a través de la alusión. Más sumida en los
orígenes, enuncia la riqueza virtual de una cultura diversa y amalgamada,
que, guiada por valores espirituales, puede llegar a construir un mundo
armónico: la imagen del unicornio y la doncella.
Si bien estos relatos centrados en un pasado remoto rescatan actores,
pensamientos y tradiciones que permiten hacer resurgir el espíritu del Sefarad
(matriz reimplantada retroactivamente a través de la escritura), existe también
otro tipo de relatos, más breves y muy condensados, que reaniman aún más
ese espíritu, por su mayor eficacia estética. Nos referimos a Huerto cerrado,
huerto sellado (1985) y De magias y prodigios (1987), conjuntos de textos
de corta extensión, conformados por cuentos, versiones míticas, sentencias,
viñetas, disquisiciones filosóficas, páginas sobre personajes legendarios vueltas
a componer y soliloquios de la escribiente sobre el ser judaico y la tarea de
escribir. En la lectura de estos ejercicios hemos sentido el irremediable impulso
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de una regresión hacia el origen: de la literatura española, del conocimiento
mismo y de lo sagrado. Son textos fundados desde la tensión entre mundos
sellados (pretéritos, fijos, inevitables) y su apertura hacia mundos posibles,
que se sitúan en cualquier punto de la cadena temporal.
Se celebra la tradición literaria clásica española glosando tópicos, actores,
formas y estilos, siempre realizando una contorsión estilística e ideológica
que obliga al lector a establecer un juego de comparaciones. Se recupera
cierta retórica, de contrastes y claroscuros, cercana a una sensibilidad
contemporánea ligada a un grotesco lúdico: “Dicen que su dureza era su
flaqueza” (Huerto 31). Se recrea el procedimiento de la afirmación restrictiva, que señala un mundo negado: “Porque el dragón todo lo promete, pero
todo lo exige” (70); y los juegos conceptistas que reponen la contradicción
en los mundos sellados: “Desamantes no supieron cómo ocupar su tiempo
ni distraer su mente, condenados a ser dos en dos” (46). Se glosan vidas a
contracorriente de su época (Iordanus) y se dan vueltas los mitos (Yocasta:
“Pero no era impuro mi deseo: volver a amar en uno, al padre y al hijo”; 34).
Actos poéticos siempre presentes en los relatos de la autora, pero que aquí
alcanzan su plenitud, por la condensación de sus imágenes, que generan
una implosión emocional en el acto enunciativo.
En fin, se enuncia un mundo mágico y prodigioso: “El mundo del espejismo y de la refracción. El mundo de la creación mental. De la realidad de la
imaginación” (Magias 48). Y también, desde adelante hacia atrás, se instala el
reciente exilio español (derivado de la guerra civil) en un escenario presidido
por la soledad, que contiene la instancia temporal; y en una ambigua epifanía
se revive reclinada en una sinagoga en Ámsterdam, el dolor, el abandono y la
calidez de toda la historia judía: “¿Cuáles son los ruidos que escucho? Los de
medio milenio atrás, o los de hace cuarenta años, cincuenta años. Ambos” (88).
Cruce también de tiempos, con equivalencias sublimes y escabrosas: de
cómo en la actualidad un joven de visita turística en Aquisgrán escenifica
el recuerdo traumático de la guerra –él, un infante, recuperando el cuerpo
violado y destrozado de una niña, su amiga y amada, entremedio de los
escombros luego de un bombardeo– identificándose con Roldán al servicio
de Carlomagno: “Nadie menciona a su caballero más querido, el que luego
de tocar el cuerno murió. El que cabalgaba corcel de aire y cuya espada era
la Durandarte. El que enloqueció de amor. El que provocó la muerte de la
princesa doña Alda el mismo momento en que supo la de él” (Magias 85-86).
Equivalencia de tiempos, la tenue compensación heroica para un recuerdo
ominoso, la fractura del sujeto, cuyo dolor aparece coloreado con las honrosas
estampas legendarias de la derrota.
La escritura peregrina, que va de mimesis en mimesis recuperando una
huella que apenas se dibuja; la eterna recreación del universo de los signos
del Sefarad: “Pero este tu caminar inquieto te llevará, algún día, al lugar
exacto y sabrás, entonces, que el rito empieza de nuevo” (Huerto 95).
¿Cómo volver a vivir lo ya contado? ¿Cómo animar el pasado reciente (la
era nazi, la guerra civil española, los refugiados en tierras mexicanas) con un
tono, una perspectiva y una sensibilidad singulares que revelen el ingenio y
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la alegría de vivir sefardíes? En El sefardí romántico (2002), Angelina Muñiz
adopta el género picaresco, dándole un giro inusitado. Mateo Alemán II (así
autonominado, en honor al pícaro de inicios del siglo XVII), nacido en un pueblito de Jaén en 1898 (año del marasmo español, del eclipse de sus sueños
imperiales), sale a recorrer el mundo, visitando varias ciudades europeas durante los años 20 y 30, para volver a Madrid en 1936 (el fin de la República y
el inicio de la guerra) y luego seguir rumbo a México en calidad de refugiado.
Siendo su modelo la picaresca y particularmente el Guzmán de Alfarache,
es verosímil pensar que estas páginas van a reeditar el descreimiento y la
desesperanza –recordemos: Todo ha sido, es y será una misma cosa. El
primero padre fue alevoso; la primera madre, mentirosa; el primero hijo,
ladrón y fratricida. Aun cuando se viven tiempos de mezquindad y miseria
humana, este nuevo pícaro, a pesar de ser marginado y perseguido, goza de
la vida, cumpliendo un sino familiar y comunitario: “Hay que ser mazaloso
y saleroso, como decía la madre de Mateo” (30). Espíritu inquieto, nuestro
pícaro tiene culillo de mal asiento, lo cual en lenguaje culto corresponde
al mobile perpetuum judío, el fluir de la existencia, el impulso vital. Con él
recuperamos la mirada humorística sobre las circunstancias trágicas de la
vida; y recuperamos también una mirada callejera sobre la existencia, alejada
de los discursos del poder. El refranero popular sefardí, transmitido desde
la madre –Dios aprieta pero no ahoga–, disuelve los puntos muertos y abre
ventanitas al mundo: Cuando el infierno está cerrado, el paraíso está abierto.
Existe una voz (autorial) que va guiando los pasos y pensamientos de este
pícaro; una voz que ha vivido esos tiempos y que ahora los vuelve a visitar
incluyendo en su mirada una experiencia acumulada. Este pícaro lleva inoculada la perspectiva del exilio republicano: un viajero en el tiempo que vuelve
a antiguos espacios y circunstancias para despejar algunos hechos nunca
aclarados, para interpretarlos de otra manera, para reunirse con aquellos que
todavía ignoran todo del futuro y para volver a ser un testigo. El relato humorístico distanciado, que tiene como centro las correrías de nuestro Mateo por
distintas ciudades europeas, se torna dramático cuando entramos a Madrid
en 1936. Aquí la figura del pícaro es desplazada por la del periodista, cuyos
apuntes personales (el Diario de un amigo) y reportajes nos exhiben la verdad
ante nuestros ojos, esas hojas periodísticas nunca publicadas, censuradas y
puestas al margen por las historias escritas en el porvenir.
Ya en México, el pícaro es comido por una voz colectiva, la de los refugiados
(una familia de ultramar que no es bienvenida, a pesar de las apariencias),
que da testimonio. ¿Qué fue de ellos? ¿Cómo sobrevivieron? ¿Qué sabemos
nosotros de sus vidas? Aquí, para romper toda ilusión, el recuento es implacable: sabemos de un abogado que se hizo rico salvándole el pellejo a los
nazis, de un héroe republicano pederasta, de un médico que volvió a la lucha
y de inmediato fue fusilado, de un niño que se suicidó y de otro que acumuló
primeras comuniones para no morirse de hambre; en fin, nos informamos
de los representantes farmacéuticos, los pasteleros y los chocolateros, y
también de los clasificados como afortunados: los universitarios.
Reclamo, dolor, resentimiento: en realidad, los mexicanos no los quisieron, no entendieron su sentido del humor (prohibido reírse a costa de los
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nacionales, para no herir susceptibilidades), no tuvieron afinidad con ellos.
Mateo va en busca de las señas de su antepasado, que se avecindó en la
Nueva España y, acaso demasiado confiado, es apuñalado en una cantina
por guachipín y güerejo judío. La muerte de nuestro querido personaje nos
alerta sobre el prejuicio, remarcando la orfandad del destierro. Sin embargo,
no invalida el entusiasmo vital de la sefardí vida que está en todo el libro. Al
fin y al cabo, se trata de no renunciar a la luz, pues con la oscuridad se ha
contado siempre. Como se indica en un escrito de un personaje de la novela:
“El judaísmo es tan dulce y, al vez, tan amargo, como la vida misma” (197).
Hay relatos que exhiben voces que dialogan en una encrucijada de tiempos;
hay escrituras que van de mimesis en mimesis, colmándose de expectativas; y hay también voces silentes, escrituras sólo ejecutadas en la mente,
como un signo de rebelión pasiva, de una autocensura que retrotrae a un
estado fetal. Estamos en Dulcinea encantada (1992), en presencia de una
mujer que da vueltas y vueltas dentro de un auto por la circunvalación de
la ciudad capital, dentro de un huevo, hueca por dentro, chupada y con sólo
su imaginación como un territorio para nacer de nuevo. Ciudad horrible, sin
centro ni destino: “¿Qué hay en un Periférico? Por donde paso es como si ya
hubiera pasado: fábricas, humo, asfalto, cemento, edificios, despintados y
descascarados, vidrios rotos. ¿Cuándo llegaré a un árbol?” (28).
Contra esta fealdad, aparecen historias en borrador dentro de su mente
–“Qué cuarto tan cómodo y perfectamente hermético es la mente” (138)–
que le permite habitar un espacio incontaminado. Así, es acompañante de
una dama francesa (en el medio siglo del XIX mexicano), y compañera de
Amadís (con rasgos de Max von Sydow) en los bosques medievales. Un cuarto
propio, donde la persona puede reinventarse, recompensarse a sí misma en
un ejercicio sublime. Escuchemos su voz fantasma: “Es cobrar vida en la
tercera persona. Es vivir lo que imagino. Nadie podrá comprender esta dicha
de las novelas mentales, haciéndose y deshaciéndose constantemente. Nunca
terminadas. Nunca definitivas” (56). Libertad en el encierro, un doble silencio.
Hay, sin embargo, una tercera historia mental que transita entre los cuerpos de las damas –ese ser princesa en tierras lejanas– y aquel bulto sellado
dentro del auto-caja: es el relato de una muchacha que es puesta en un
barco por sus padres en España rumbo a Rusia, en medio de la guerra civil,
y que luego de algunos años es recuperada en México por sus padres refugiados. Ahí está el nudo de la sujeto: un alma migrante, desplazada desde
el origen, con un falso legado familiar (padres que abandonan, cuya historia
y frustraciones coartan el futuro de las nuevas generaciones). Recordamos
aquí al joven Roldán de visita en Aquisgrán, envolviendo una historia de
horror en una gesta heroica. Sin embargo, al igual que en Roldán, lo vivido
es intransitivo, siendo sus marcas apenas sentidas como un murmullo3.
3
En una conferencia sobre los refugiados españoles y la cultura mexicana, la autora invoca
la figura de Dulcinea (la protagonista silente de su libro) como un ejemplo del intento fallido
de los exiliados de armonizar una deleznable realidad y una entrañable ausencia. El exilio,
un discurso impronunciable: “El exilio se caracteriza por la falta de forma, por la inclusión
en un mundo ambiguo y resbaladizo. Difícil de atrapar desde fuera, imposible de abandonar
desde adentro” (El canto del peregrino 185).
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Lenguaje ventrílocuo sepultado por la rabia del no lugar, que significa no
estar ahí. Cronos devorando a sus criaturas: “Su crueldad [padre y madre]
fue transmitirte su fracaso y su desengaño” (60). La vida convirtiéndose
en un desecho: “(Pues a la mierda). En realidad siempre me sentí como un
paquete postal no reclamado” (60).
¿Cómo romper el encanto de Dulcinea? Pero, ¿cuál es su encantamiento?
¿Qué alternativas tiene? Lo sagrado: palabras que se escriben en el aire,
nunca fijas (como los rollos que porta el mercader de Tudela). La sefardí
vida: la hebra de Marimoco que cosió cuatro camisas y le sobró un poco. Y la
escritura que recree un sentimiento de comunidad. Dulcinea escribe para sus
criaturas: ella alimenta las voces del porvenir, les señala los caminos de una
vida y una obra libres de amarras, alertando de falsos legados y colocando
el destino en el espacio de los signos.
Los textos de Angelina Muñiz-Huberman –sus relatos, ensayos y poemas– son
escrituras en busca de lectores que sean viajeros del tiempo. Sus personajes
del pasado son los escribientes del futuro y nosotros los lectores anhelados
del Sefarad, ese espacio simbólico que ella nos lega, su pequeña patria inserta en el paisaje mexicano bordada en arabesco. Ser leída en otra época,
dar voz a los sefarditas de entonces para que escriban sus vidas, convertir
a sus figuras (monjas, pícaros, mercaderes) en lectores de su propias vidas
desplazadas en el tiempo; hacernos migrantes, invitarnos a compartir una
orfandad comunitaria, a transitar por la vida en movimiento perpetuo para
así conversar con todos de vuelta al origen.
Ciudad de México, junio 2007
Obras citadas
Menton, Seymour. La nueva novela histórica de la América Latina, 19791992. México: Fondo Cultura Económica, 1993.
Muñiz-Huberman, Angelina. Morada interior. México: Joaquín Mortiz, 1972.
. Tierra adentro. México: Joaquín Mortiz, 1977.
. La guerra del unicornio. México: Artífice, 1983.
. Huerto cerrado, huerto sellado. México: Oasis, 1985.
. De magias y prodigios. México: Fondo Cultura Económica, 1987.
. Dulcinea encantada. México: Joaquín Mortiz, 1992.
. El mercader de Tudela. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.
. El canto del peregrino. Barcelona: Associació d’Idees-GEXEL y Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM), 1999.
. El signo del desencanto. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.
. El sefardí romántico. La azarosa vida de Mateo Alemán II [2002].
México: Plaza y Janés, 2005.
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