introducción al derecho español

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Einführungskurs in das spanische Recht, in spanischer Sprache
Dr. Fernando Esteban de la Rosa
Universität Würzburg, SS 2010
I. EL SISTEMA DE FUENTES DEL DERECHO
1. EN LA CONSTITUCIÓN
A) Leyes del Estado y leyes de las Comunidades Autónomas
Desde una perspectiva política, la Ley es la expresión de la voluntad popular, y
es elaborada por el Poder Legislativo, que ostenta la representación del pueblo en virtud
del procedimiento electoral. En un plano normativo, es la norma directamente
infraordenada a la Constitución y a la cual se subordinan todas las demás que integran el
ordenamiento. No obstante, en la actualidad hay que partir de una definición
esencialmente formal de la ley, entendida simplemente como aquélla norma elaborada
por el poder legislativo. Es ley, por consiguiente, toda norma dictada como tal por el
Parlamento y sólo por ella.
La reserva de ley constituye una garantía institucional, constitucionalmente
prevista, destinada a asegurar que determinadas materias de especial importancia sean
directamente reguladas por el titular ordinario de la función legislativa, esto es, por las
Cortes Generales.
La función legislativa se ejerce ordinariamente por órganos del Estado de
carácter representativo (Parlamentos); o, extraordinariamente, por otros órganos que
pueden dictar normas dotadas de igual fuerza que las leyes. La Constitución española
atribuye a las Cortes Generales en su artículo 66.2 la potestad legislativa. En España, la
existencia de Comunidades Autónomas dotadas de autonomía política y con
Parlamentos propios hace que la Constitución atribuya también potestad legislativa a los
Parlamentos de dichas Comunidades Autónomas. Las leyes del Estado y las leyes de las
Comunidades Autónomas poseen el mismo rango y fuerza, pero tienen acotado un
campo material distinto determinado por el bloque de la constitucionalidad.
B) Leyes orgánicas y leyes ordinarias
Una destacada innovación del constituyente española ha sido la creación de una
categoría de leyes denominadas leyes orgánicas, denominación que, aunque
históricamente presente tanto en Derecho español como en el francés, adquiere en el
sistema constitucional español actual un significado muy distinto. Pues si antes se
empleaba ocasionalmente para calificar a leyes que contenían el régimen general de una
institución o poder del Estado (por ejemplo, el Consejo de Estado o el Poder Judicial),
ahora son leyes orgánicas exclusivamente aquéllas que versan sobre determinadas
materias prefijadas de antemano por la propia Constitución, las cuales tienen un
procedimiento especial de aprobación también expresamente previsto por la norma
superior: Leyes ordinarias (o simplemente leyes, pues tal es su denominación) son todas
las restantes, sean del Estado o de las Comunidades Autónomas.
El artículo 81 CE regula ambos aspectos, material y formal, de las leyes
orgánicas. En cuanto al ámbito material reservado a las mismas, el apartado 1 establece
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que son leyes orgánicas aquéllas “relativas al desarrollo de los derechos fundamentales
y de las libertades públicas, las que aprueban los Estatutos de Autonomía y el régimen
electoral general y las demás previstas por la Constitución”. Es importante destacar que
no puede regularse con rango de ley orgánica cualquier materia, sino sólo aquéllas
constitucionalmente reservadas a ese tipo de ley.
Desde una perspectiva formal, la ley orgánica posee un procedimiento específico
de aprobación. Así, el apartado 2 del art. 81 CE establece que la aprobación,
modificación o derogación de las leyes orgánicas exigirá mayoría absoluta del Congreso
en una votación final sobre el conjunto del proyecto. Se requiere por tanto, una votación
cualificada en el Congreso, cual es la mayoría absoluta, frente a la exigencia normal
para aprobar un proyecto de ley de mera mayoría relativa. Esta votación por mayoría
absoluta debe efectuarse sobre el texto final, con inclusión de las modificaciones
introducidas por el Senado, en su caso.
Leyes orgánicas y ordinarias poseen el mismo rango y fuerza de ley. Sus
relaciones pueden explicarse por medio del principio de competencia, consistente en
que ambos tipos de leyes despliegan sobre un ámbito material determinado, previsto por
la Constitución.
Las leyes orgánicas cuentan con otros caracteres distintivos. Así, las materias
reservadas a la ley orgánica son materias excluidas de la iniciativa legislativa popular
(art. 87.3 CE); no pueden ser reguladas por decretos legislativos (art. 82.1 CE) o por
decretos leyes (art. 86); finalmente, su tramitación parlamentaria ha de incluir
necesariamente el paso por el Pleno de las Cámaras, estando excluida la delegación de
su aprobación en las Comisiones legislativas permanentes (art. 75.3 CE). Por último, las
materias propias de leyes orgánicas son, por su propia naturaleza, competencia
legislativa del Estado, puesto que sólo a éste pertenece dicho instrumento normativo.
C) Normas con fuerza de ley: decretos legislativos y decretos leyes
La Constitución contempla también la existencia de otras normas que, sin ser
leyes ni proceder de las Cortes, tienen su mismo rango y fuerza. Tales normas se dictan
en virtud de potestades que integran también la función legislativa del Estado y que se
atribuyen al Gobierno, quien ejerce las mismas en supuestos tasados por la propia
Constitución y sometido a un estricto control parlamentario. El carácter extraordinario
de esta potestad normativa no supone que se trate de algo insólito o que su uso no deba
ser habitual. Tan sólo se rodea del control parlamentario necesario.
a) Los Decretos legislativos
Los decretos legislativos son normas con fuerza de ley dictadas por el Gobierno
en virtud de autorización expresa de las Cortes denominada delegación legislativa. La
delegación legislativa es una facultad prevista por la Constitución en el art. 82, que
permite a las Cortes atribuir al Gobierno, mediante una ley de delegación, la potestad de
dictar una norma con fuerza de ley, denominada Decreto Legislativo, en los términos
previstos en la propia ley de delegación y dentro de los límites y requisitos
expresamente contemplados en el citado precepto constitucional. La Constitución prevé
dos tipos de delegación. Una tiene por objeto la formación de textos articulados y se
efectúa mediante una ley de bases. La otra, cuya finalidad es refundir varios textos
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legales en uno solo, se otorga mediante una ley ordinaria. La Constitución excluye la
posibilidad de efectuar una subdelegación en autoridades distintas del propio Gobierno.
El fundamento de la delegación legislativa reside, principalmente, en la
conveniencia de contar con la colaboración del Gobierno en la función legislativa en
supuestos de leyes de gran extensión o complejidad. Como requisitos de la delegación,
ésta ha de otorgarse de forma expresa, para materia concreta y con fijación de plazo
para su ejercicio, transcurrido el cual decae la habilitación contenida en la delegación.
Mientras esté en vigor la delegación, el Gobierno puede oponerse a la
tramitación de cualquier proposición o enmienda a dicha delegación. Se trata de una
norma de racionalización del ejercicio de la función legislativa que impide al legislador
ir en contra de su propia delegación al ejecutivo. No supone, sin embargo, una renuncia
a su titularidad sobre su función propia, puesto que el Parlamento puede siempre
derogar o modificar de manera directa y expresa la ley de delegación.
Desde una perspectiva material, aparte de la imposibilidad de que verse sobre
materias reservadas a la ley orgánica, la Constitución sólo impone dos limitaciones a la
delegación legislativa. En primer lugar, la prohibición de autorizar al Gobierno para que
modifique la propia ley de bases. En segundo lugar, también se excluye la posibilidad
de que la norma a elaborar por el Gobierno se dicte con carácter retroactivo, prohibición
que ha de interpretarse de manera restrictiva.
Las leyes de delegación que tienen por objeto la formación de textos articulados
se denominan leyes de bases. Tales leyes de bases consisten en una seria de enunciados
que deben contener los aspectos esenciales de la regulación a elaborar. Las bases deben
servir, pues, para que el Gobierno, atendiendo a su objeto y alcance y los principios y
criterios que le indique el legislador, elabore un texto articulado que gozará de fuerza de
ley. En cuanto a la delegación para refundir textos legales, debe determinar el ámbito
normativo al que se refiere el contenido de la delegación, especificando, según establece
la propia Constitución, “si se circunscribe a la mera formulación de un texto único o si
se incluye la de regularizar, aclarar y armonizar los textos legales que han de ser
refundidos”.
Respecto del control por las Cortes Generales, la constitución se limita, aparte de
remitirse a la competencia propia de los tribunales, a contemplar la posibilidad de que el
legislador prevea fórmulas adicionales de control, que sin embargo no han sido
utilizadas en la práctica. En cuanto al control que pueda corresponden a los tribunales
en cuanto al exceso ultra vires que haya tenido lugar, esto es, cuando el decreto
legislativo ha ido más allá de la delegación concedida, parece indudable que sólo el
Tribunal Constitucional puede ejercer el control de las normas con fuerza de ley, siendo
por tanto el único órgano jurisdiccional que puede conocer de una norma que, prima
facie, ostenta dicha fuerza. El supuesto carácter meramente reglamentario del exceso
ultra vires es un postulado carente de base positiva, puesto que el decreto legislativo
posee fuerza de ley a todos los efectos en tanto no se declare que existe tal exceso.
b) Los Decretos-leyes
Los Decretos-leyes son normas con fuerza de ley dictadas por el Gobierno en
caso de urgencia. La Constitución contempla expresamente dicha posibilidad en su
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artículo 86, circunscribiendo con detalle el alcance de esta potestad normativa y los
correspondientes controles. Como principal diferencia respecto a la delegación
legislativa puede señalarse que es la propia Constitución la que habilita al Gobierno a
actuar, si bien tan sólo en determinados supuestos.
La circunstancia que habilita al Gobierno para hacer uso de esta potestad
normativa sin previa intervención del Poder legislativo, es la existencia de una
“extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86 CE). Esa situación ha sido interpretada por
el Tribunal Constitucional, no como una circunstancia de excepción, sino como una
situación imprevista que requiere una pronta actuación, o bien como la conveniencia de
una intervención normativa de urgencia, aunque no sea grave, que no admite la dilación
que necesariamente comporta la intervención del Legislativo.
Cuando se da la extraordinaria y urgente necesidad, entendida en el sentido
relativo a situación de urgencia, el Gobierno puede dictar en los términos del art. 86 CE
“disposiciones legislativas provisionales, denominadas Decretos-Leyes”. El DecretoLey no puede entrar a regular una amplia serie de materias, cuales son el ordenamiento
de las instituciones básicas del Estado, los derechos, deberes y libertades de los
ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución, el régimen de las Comunidades
Autónomas y el derecho electoral general (art. 86.1 CE).
El Decreto-ley posee vigencia inmediata desde su publicación, siendo sometido
posteriormente al control del Congreso, que ejerce así un control a posteriori
imprescindible para que la norma pase a integrar de manera permanente el
ordenamiento jurídico, superando con ello la provisionalidad con la que surge. Este
control ratifica así la primacía parlamentaria sobre la función legislativa y se produce de
acuerdo con las siguientes reglas:
- El decreto-ley recién promulgado debe ser sometido inmediatamente a debate y
votación de totalidad en el Congreso de los Diputados – el cual deberá ser convocado a
tal objeto si no estuviere reunido – en un plazo máximo de treinta días desde la
promulgación, que se produce mediante su aprobación en el Consejo de Ministros. Si el
Congreso estuviera disuelto, será la Diputación Permanente la que ejercerá la función de
control.
- Dentro de tal plazo, el decreto-ley deberá ser convalidado o derogado. Dicha decisión
recae sobre la totalidad de la norma, sin posibilidad de modificación. En caso de
convalidación, la norma sigue en vigor como tal decreto-ley, no operándose, pese a que
así lo haya afirmado parte de la doctrina, una conversión de la misma en ley.
- Finalmente, la Constitución prevé que durante el plazo citado de treinta días, las
Cortes podrán tramitarlos como proyectos de ley por el procedimiento de urgencia (art.
86.3 CE). Pese al tenor del precepto que parece indicar que tal decisión es alternativa a
la de convalidación, - de tal forma que o se convalida el decreto ley o se decide
tramitarlo como proyecto de ley - , la práctica y el Reglamento del Congreso (art. 151)
han entendido que ambas decisiones son sucesivas. De esta manera, se decide sobre la
convalidación y, a continuación, si así se decide, se tramita como proyecto de ley por el
procedimiento de urgencia.
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- El control jurisdiccional de los Decretos-leyes puede tener por objeto tanto su
regularidad procedimental, esto es, si se produjo el hecho habilitante (extraordinaria y
urgente necesidad) como su legitimidad material, esto es, la constitucionalidad de la
regulación en él contenida. Como respecto a toda norma con fuerza de ley, este control
jurisdiccional sólo es posible ante el Tribunal Constitucional.
D) La potestad reglamentaria
La potestad reglamentaria se define genéricamente como la capacidad de dictar
normas que se atribuyen usualmente al Poder Ejecutivo, con subordinación a las leyes, y
en desarrollo de éstas. Esta definición genérica ha de ser objeto de numerosas
salvedades y previsiones. Por una parte, cabe que ostenten esa potestad reglamentaria
órganos estatales diferentes del Poder Ejecutivo, como las Cámaras legislativas. Por
otra, junto a los reglamentos que desarrollan o aplican normas legales, han de tenerse en
cuenta los reglamentos denominados “independientes”, que no derivan directamente de
una habilitación legal.
El artículo 97 CE atribuye al Gobierno de la Nación la potestad reglamentaria.
Ello no quiere decir que el poder ejecutivo disponga de una potestad normativa igual y
paralela a la potestad legislativa. Por una parte, los principios de legalidad y de jerarquía
normativa impiden que una norma reglamentaria (esto es, en último término,
gubernativa) pueda contradecir lo dispuesto en una norma de mayor rango, como es la
norma legal: es decir, los reglamentos se hallan en posición subordinada a los mandatos
legales, ya que no pueden alterar las leyes vigentes, y pueden ser alterados o derogados
por leyes posteriores. Pero además y, en segundo lugar, el reglamento no puede entrar
en el coto vedado que supone la existencia de reserva de ley. Ambas restricciones a la
extensión de la potestad reglamentaria se hallan garantizadas por el control de los
Tribunales. A diferencia de lo que ocurre con las normas de rango legal, los reglamentos
sí están sometidos a la revisión jurisdiccional por parte de los jueces y Tribunales
ordinarios, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 106.I CE.
E) La jurisprudencia del Tribunal Constitucional
La jurisprudencia, en su sentido más amplio, es la interpretación del
ordenamiento jurídico que efectuaron los tribunales. Por su propio interés y por el valor
que el propio ordenamiento le atribuye, su importancia es enorme: viene a constituir, en
realidad, la plasmación viva del ordenamiento al ser la forma en que éste se aplica a los
sujetos jurídicos en caso de conflicto.
Desde una perspectiva constitucional, la jurisprudencia que resulta decisiva es la
de carácter constitucional. Y aunque también los tribunales ordinarios interpretan y
aplican la Constitución, es el Tribunal Constitucional el supremo intérprete de la misma,
según establece la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (art. 1). A su vez, la Ley
Orgánica del Poder Judicial ha sancionado esta supremacía al establecer en su artículo 5
que los jueces y tribunales han de interpretar y aplicar las leyes y reglamentos “según
los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación de los mismos
que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de
procesos. Este precepto legal viene a dar a la jurisprudencia constitucional dictada por el
TC una máxima relevancia, salvando los problemas de interpretación de los propios
preceptos constitucionales sobre el valor de dicha jurisprudencia. Así, el artículo 164
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CE establece que todas aquellas sentencias del TC “que declaren la inconstitucionalidad
de una ley o de una norma con fuerza de ley y todas las que no se limiten a la
estimación subjetiva de un derecho, tienen plenos efectos frente a todos”. Gran parte de
la doctrina entiende que las sentencias del TC tienen efectos generales “erga omnes”,
tanto la parte dispositiva de las resoluciones comprendidas por el tenor del citado
precepto como los fundamentos que conducen al fallo, solución que supone otorgar
relevancia general a la gran mayoría de las resoluciones del TC, con independencia del
procedimiento en que se originan.
F) Los Tratados internacionales
Los tratados internacionales, cuyo procedimiento de conclusión se regula en los
artículos 93 y 94 CE, constituyen la plasmación normativa de la política exterior. La CE
prevé determinados aspectos de la incorporación de los tratados internacionales en el
ordenamiento jurídico en los artículos 95 y 96. Los tratados obligan al Estado, en sus
relaciones con los demás Estados miembros de la comunidad internacional, desde el
momento en que son ratificados, esto es, desde el momento en que el estado
compromete internacionalmente su voluntad de obligarse. Ahora bien, internamente, su
fuerza de obligar está deferida, según prescribe el primer inciso del art. 96 CE, al
momento de su publicación oficial, momento en que se incorporan al ordenamiento
jurídico interno. Es entonces cuando tienen efectos no ya para el propio Estado en sus
relaciones exteriores, sino erga omnes, incluyendo a los particulares, en el supuesto en
que de su naturaleza y contenido se deriven derechos y obligaciones para ellos.
Al reconocer eficacia erga omnes a los tratados desde el momento de su
publicación oficial, la Constitución ha zanjado la polémica habitual en la doctrina sobre
la forma en que se produce la recepción en el ordenamiento. Así, hay que entender que
la recepción es automática, esto es, que no precisa de ninguna norma interna que efectúe
la recepción de un tratado, sino que éste produce todo tipo de efectos desde su
publicación oficial. Desde ese mismo momento un tratado es directamente aplicable a
los particulares.
Por otra parte, la derogación, modificación o suspensión de sus disposiciones ha
de ajustarse a las previsiones del propio tratado o a las normas generales del Derecho
internacional. Quiere ello decir que los tratados poseen fuerza pasiva frente a la ley
parlamentaria, esto es, que no pueden ser modificados sin más por ésta, sino que han de
serlo por procedimientos acordes con el Derecho internacional, incluyendo aquéllos
expresamente previstos en el propio tratado. Dicha resistencia frente a la ley implica una
sustracción de las materias reguladas por tratados respecto de los procedimientos
normativos internos ordinarios, lo que no supone otorgar a los tratados un rango
jerárquico superior, sino tan solo que esas materias quedan temporalmente, por voluntad
del Estado adoptada mediante un procedimiento constitucionalmente previsto – el de
conclusión de tratados internacionales – fuera de la competencia normativa ordinaria de
los órganos internos.
En cuanto a su control de constitucionalidad, los tratados admiten una doble vía
ante el Tribunal Constitucional, preventiva (véase más arriba las competencias del TC)
y a posteriori.
Si un tratado ha sido celebrado con infracción de normas
constitucionales podrá ser declarado inválido y de eficacia interna nula. Es evidente, por
otra parte, que semejante declaración es independiente de la responsabilidad
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internacional en que podría incurrir el Estado en caso de que éste incumpliese las
obligaciones derivadas de un Tratado sin desvincularse de las mismas de acuerdo con
las reglas de Derecho internacional.
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