Una nueva lectura de la crisis y de los dilemas de política económica

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Área: Economía y Comercio Internacional
ARI 124/2011
Fecha: 01/09/2011
Una nueva lectura de la crisis y de los dilemas
de política económica
Federico Steinberg *
Tema: Las turbulencias financieras de agosto de 2011 hacen necesario revisar el
diagnóstico de la crisis y evaluar las limitadas alternativas de política económica en
Estados Unidos y la zona euro.
Resumen: Este ARI plantea que para entender las turbulencias que desde agosto de
2011 atraviesa la economía internacional es necesario rediagnosticar la crisis. Explica
que el crecimiento económico que la mayoría de los países avanzados (no España) han
vivido tras la recesión de 2008-2010 ha sido en parte un espejismo, sustentado por
estímulos públicos difíciles de sostener. A continuación evalúa las limitadas opciones de
política económica que tienen los gobiernos.
Análisis
Introducción
Cuando parecía que la recuperación económica comenzaba a consolidarse y la Gran
Recesión de 2008-2010 estaba quedando atrás, los mercados financieros han vuelto a
sufrir una volatilidad extrema durante el mes de agosto de 2011. Aunque a finales de julio
los países de la zona euro alcanzaron un acuerdo destinado a estabilizar la crisis de la
deuda y EEUU logró elevar su techo de gasto para no entrar técnicamente en suspensión
de pagos, las bolsas a ambos lados del Atlántico se desplomaron y las primas de riesgo
de España e Italia alcanzaron máximos históricos. En la zona euro sólo la compra de
deuda por parte del Banco Central Europeo (BCE) logró calmar la situación, aunque de
forma momentánea. En EEUU, tras la controvertida rebaja de la calificación de la deuda
por parte de Standard & Poor’s, se han extendido los temores a una nueva recesión, que
han llevado al contagio bursátil de los mercados emergentes. En este nuevo contexto de
incertidumbre, en el que no se sabe si los riesgos son de inflación o de deflación, tanto el
oro como la deuda de los países más sólidos han actuado como refugio. Mientras que el
oro ha alcanzado máximos históricos, alrededor de los 1.900 dólares la onza, la
rentabilidad de la deuda de países percibidos como más sólidos (incluyendo EEUU y
Japón, que no tienen calificación AAA) ha caído hasta cerca del 2%, incrementando
automáticamente la prima de riesgo de los países de la periferia de la zona euro. En
definitiva, de forma súbita, los inversores han cambiado su percepción de la realidad
económica internacional y han dejado de confiar en prácticamente todas las inversiones a
largo plazo.
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Investigador Principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y Profesor de la
Universidad Autónoma de Madrid
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El principal problema al que se enfrenta la economía mundial (sobre todo los países
avanzados) es que tienen que hacer frente a esta nueva crisis prácticamente sin
instrumentos de política económica y con un nulo consenso político sobre cuál es el
camino a seguir. Mientras que tras la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008
había margen para los estímulos fiscales y monetarios, en la actualidad los tipos de
interés se encuentran ya en niveles muy bajos y en la mayoría de los países la capacidad
de endeudamiento público ha alcanzado su techo, especialmente en la periferia de la
zona euro. Pero lo que resulta más inquietante es que mientras que en 2008 la
comunidad internacional actuó de forma coordinada bajo el liderazgo del G-20
rescatando el sistema financiero y activando unos estímulos de demanda sin
precedentes, hoy hay poco margen para la cooperación internacional porque las
principales potencias están enfrascadas en sus problemas internos, lo que aumenta los
riesgos de una nueva guerra de divisas y de escaladas proteccionistas, además de
dificultar que los mercados recuperen la confianza. En EEUU, que sufre un elevado
desempleo y que sí que tiene margen para incrementar el gasto público, se está dando
un diálogo de sordos entre demócratas y republicanos que bloquea cualquier iniciativa
política y sólo permite actuar a la Reserva Federal, cuyo margen de maniobra es
reducido ya que la economía podría encontrarse en una trampa de la liquidez, situación
en la que la política monetaria no es efectiva. En Europa también se está dando un fuerte
choque entre la narrativa alemana de la crisis del euro –centrada en la falta de disciplina
fiscal y productividad de los países del sur– y la de los demás países, que insisten en que
sólo un rediseño de la gobernanza de la zona euro que avance hacia una unión fiscal
hará a la moneda única viable. Aunque con lentitud, ya se está caminando hacia un
nuevo pacto por el cual los países de la periferia europea “alemanizarán” sus políticas
económicas a cambio de transferencias alemanas (no efectivas, sino en forma de
aumento de la credibilidad de sus políticas fiscales debido al respaldo alemán, en última
instancia mediante la emisión de eurobonos), pero mientras los detalles del acuerdo se
van negociando a trompicones, sólo el BCE puede estabilizar los mercados, y sólo
parece dispuesto a hacerlo en situaciones límite. Por último, los países emergentes, cuyo
crecimiento desde 2010 es muy alto, están preocupados por el recalentamiento de sus
economías, la inflación y los posibles efectos adversos sobre sus exportaciones de una
desaceleración de los países avanzados.
Este ARI plantea que para entender las actuales turbulencias de la economía
internacional es necesario rediagnosticar la crisis. El crecimiento económico que la
mayoría de los países avanzados (no España) han vivido tras la recesión de 2008-2010
ha sido en parte un espejismo. En 2008 se logró evitar el colapso del sistema financiero
mediante una fuerte inyección de recursos públicos, que dio lugar a un fuerte crecimiento
de la deuda pública en los países avanzados pero que apenas logró reducir el
apalancamiento del sector privado. Por lo tanto, nos encontramos en un contexto en el
que el sistema financiero está lejos de haberse recapitalizado, las empresas tienen
dificultades para obtener financiación (además de ser reacias a invertir y crear empleo
por las dudosas perspectivas de crecimiento) y los mercados bursátiles han estado
“subsidiados” por la política monetaria de expansión cuantitativa de la Reserva Federal.
Es una situación de extrema debilidad, ante la que sucesos como la subida del precio del
petróleo, las tensiones geopolítcas en el mundo árabe, la complicación de los problemas
de deuda en la zona euro o el anuncio de contracción fiscal en EEUU pueden generar
una oleada de ventas en los mercados financieros que dé lugar a episodios de volatilidad
difíciles de contener. Pero como demuestra el trabajo de Reinhart y Rogoff sobre la
historia de las crisis financieras (This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly,
Oxford University Press, 2009) este es el escenario habitual después de un crisis
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causada por una burbuja financiada con exceso de endeudamiento. Lo que hace falta
para volver a crecer es reducir los niveles de deuda, especialmente de las entidades
financieras y las empresas más apalancadas y de los países que hayan llegado a niveles
de endeudamiento insostenibles. Y, desafortunadamente, eso lleva tiempo. Sólo puede
acelerarse renegociando (o no pagando) la deuda y aumentando la inflación.
¿A qué escenario nos enfrentamos?
Las turbulencias financieras de agosto de 2011 han resultado especialmente turbadoras
porque han cogido por sorpresa a inversores, políticos y analistas. Más allá de los
problemas de deuda en algunos países de la zona euro, la narrativa dominante sobre la
crisis afirmaba que lo peor había quedado atrás, por lo que pocos esperaban un nuevo
pánico financiero, especialmente en unos EEUU en crecimiento. En concreto, esta
narrativa que servía como marco conceptual para interpretar la evolución de la economía
internacional, afirmaba que el mundo fue capaz de evitar una segunda Gran Depresión
gracias a los estímulos monetarios y fiscales que se pusieron en marcha con celeridad y
de forma coordinada tras el estallido de las burbujas de activos en 2008. El recuerdo de
la crisis de los años 30 permitió altos niveles de cooperación internacional que salvaron el
sistema financiero, evitaron un auge del proteccionismo y dieron lugar a reformas
regulatorias que facilitarían la consecución de un crecimiento más sostenible.
Por lo tanto, la recesión, aunque prolongada en comparación con las caídas cíclicas de la
producción de los últimos 25 años (lo que se conoce como el período de la “Gran
Moderación” macroeconómica), no fue devastadora. Los principales países avanzados
recuperaron el crecimiento en 2010 y los emergentes apenas sufrieron una leve
contracción de la producción. Aunque en los países en los que estallaron burbujas
inmobiliarias (EEUU, el Reino Unido, España, Irlanda, etc.) el desempleo creció con
fuerza, para 2011 la actividad económica se habría normalizaría. Así, el consejero
delegado del Fondo de Inversión PIMCO Mohamed El-Erian acuñó el término “nueva
normalidad” para referirse al nuevo modelo de crecimiento al que el mundo debía
acostumbrarse tras la crisis. En esta “nueva normalidad” el aumento de la producción y la
renta sería menos vigorosos que en el período 2002-2007, pero los países no sufrirían
recesiones frecuentes, episodios periódicos de alta volatilidad en los mercados
financieros, crisis de deuda o disturbios sociales.
Desde distintos ámbitos se dejaban oír algunas voces críticas, que insistían en que esta
narrativa de la crisis era demasiado limitada. Krugman y Stiglitz pedían un mayor
activismo monetario y fiscal en los países avanzados para reducir el desempleo con
mayor celeridad mientras que Roubini alertaban que el apalancamiento del sistema
financiero continuaba siendo demasiado elevado, por lo que el riesgo de nuevas
recesiones no era despreciable.
Pero tal vez el diagnóstico más certero del problema al que se enfrenta la economía
mundial ha venido dado por el análisis de los citados Reinhart y Rogoff. Estos autores
mostraban en su estudio de más de ocho siglos de crisis financieras que las recesiones
causadas por pinchazos financieros que ponen fin a períodos de alto endeudamiento son
mucho más prolongadas que las recesiones cíclicas que se dan cuando los bancos
centrales elevan los tipos de interés ante riesgos inflacionistas (mientras que las
recesiones cíclicas rara vez duran más de seis meses, tras el estallido de una crisis
financiera, en promedio, los precios inmobiliarios caen un 36% y tardan cinco años en
recuperarse, las bolsas caen un 54% y se recuperan tras tres años y medio, el
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desempleo crece un 7% y tarda cinco años en caer y el PIB per cápita cae más de un 9%
y sólo se recupera pasados dos años).
Por lo tanto, en este tipo de crisis, que son poco frecuentes a nivel global pero
especialmente largas y devastadoras, la recesión, que los autores prefieren llamar
contracción para diferenciarla de las recesiones cíclicas, atraviesa varias fases. En un
primer momento se produce una fuerte acumulación de deuda (generalmente privada,
aunque en ocasiones también pública) alimentada por un exceso de crédito y una
infravaloración del riesgo, que produce burbujas en los mercados bursátiles e
inmobiliarios. Cuando se pincha la burbuja se produce un aumento del déficit público,
tanto para “rescatar” al sistema financiero como a través de los estabilizadores
automáticos (menor recaudación fiscal y mayor gasto en desempleo). A continuación,
este déficit se convierte en una creciente deuda pública, en algunos casos por el mero
aumento del gasto y en otros porque se socializan las pérdidas privadas mediante el
rescate al sistema financiero. Por último, el alto nivel de deuda pública lleva a una rebaja
de la calificación crediticia de los países, que pone un techo a su capacidad para
financiarse y puede forzar situaciones de default.
Este ciclo de las cuatro “Des” (inglesas) –Deuda, Deficit, Downgrade (rebaja en la
calificación de riesgo) y Default– se prolonga a lo largo de varios años, durante los cuales
se reproducen las sacudidas en los mercados financieros. Por lo tanto, aunque el PIB
crezca, no se debería hablar de recuperación porque la persistencia del desempleo y las
malas expectativas hacen que la percepción general sea de estancamiento. Además,
según ha defendido Rogoff, las medidas habituales contra la recesión (estímulos
monetarios y fiscales) no son una buena solución ante este tipo de contracciones porque
el crecimiento sostenible, la inversión y la creación de empleo no regresa hasta que el
sistema financiero, las empresas y las familias se han desapalancado lo suficientemente
y el exceso de oferta (en forma de viviendas no vendidas o inversiones no utilizadas) se
ha reducido.
Teniendo en cuenta que la crisis financiera de 2008 es la más severa desde la Gran
Depresión, el diagnóstico de estos autores indica que la vuelta a la normalidad tardará
años en producirse y que el período de desapalancamiento estará plagado de baches.
Además, el crecimiento del PIB y las subidas bursátiles que hemos visto desde 2010 en
los países avanzados, lejos de ser sostenibles, estarían alimentados por la prolongación
de los estímulos monetarios y fiscales (sobre todo en EEUU) que no harían más que
retrasar el necesario ajuste que las economías tienen que experimentar durante su
doloroso proceso de desapalancamiento (el crecimiento de los países emergentes sí que
es sólido porque estos no han sufrido crisis financieras ni aumentos del endeudamiento
sino contagio, pero estos países por sí solos todavía no pueden tirar de la economía
mundial).
En este contexto, las turbulencias del mes de agosto de 2011 deben interpretarse como
nuevos baches que aparecen cuando la incapacidad política para afrontar
satisfactoriamente problemas vinculados a la falta de crecimiento y/o el exceso de deuda
pública fuerzan el pánico en unos mercados financieros que se mantienen alcistas de
forma artificial por los estímulos monetarios (y todo ello en un contexto de altos precios
del petróleo y otras commodities y tensiones geopolíticas en el mundo árabe, que
aumentan el riesgo de un shock de oferta que complique aún más el proceso de
desapalancamiento).
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En el caso de EEUU, el anuncio de la Reserva Federal de no iniciar un nuevo programa
de expansión monetaria cuantitativa tras el que finalizó en julio de 2011, unido a una
perspectiva de contracción fiscal a medio plazo por la falta de acuerdo político en el
Congreso y el escaso liderazgo del presidente, llevaron a una caída en los mercados que
anticipaba una posible segunda recesión (también contribuyó la rebaja del rating, así
como que se hubieran revisado los datos de crecimiento de los últimos años
demostrando que el crecimiento estaba siendo menos vigorosa de lo que parecía).
En la zona euro el pánico inversor y las ventas de deuda española e italiana se
produjeron cuando los mercados interpretaron que el acuerdo del Eurogrupo de julio de
2011, por el que se aceptaba un default parcial de Grecia que podría ser extensible a
Irlanda y Portugal, podría suponer que España e Italia no pudieran hacer frente a sus
compromisos de pagos. Como en dicho acuerdo se redujo el interés que Grecia pagaría
por sus préstamos hasta el 3,5% mientras que Italia y España estaban pagando más del
5% por financiarse en los mercados, la simple aritmética indicaba que si estos últimos
ayudaban a sus vecinos en problemas (no directamente sino a través de sus
contribuciones al fondo de rescate europeo) pondrían en riesgo su propia solvencia.
Lógicamente, la reacción fue una venta de sus títulos de deuda pública. Asimismo,
cuando se hizo evidente que el fondo de rescate europeo no tendría financiación
suficiente para un rescate a España o Italia, las bolsas francesas experimentaron fuertes
caídas, porque si Francia tuviera que aportar financiación extra al fondo de rescate podría
poner en duda su propia suficiencia financiera.
En definitiva, para entender las turbulencias financieras y las revisiones a la baja de las
previsiones de crecimiento de los países avanzados del verano de 2011 es necesario
volver a diagnosticar la crisis. Dados los altos niveles de apalancamiento, la débil
recuperación del último año no es sostenible y tanto EEUU como Europa corren el riesgo
de caer en un estancamiento como el que Japón vivió tras el estallido de su burbuja
inmobiliaria durante la década de los 90. En aquella situación la deflación prolongó
todavía más la contracción económica. En este contexto, ¿puede hacer algo la política
económica?
Opciones de política económica
Según el diagnóstico planteado arriba lo que las economías avanzadas necesitan es
tiempo para digerir sus enormes niveles de endeudamiento. Asimismo, es imprescindible
evitar que el estancamiento económico y la falta de inversión, consumo y empleo se
conviertan en deflación porque la caída de los precios aumenta el valor real de la deuda
en vez de reducirlo. Pero las autoridades económicas se enfrentan a varios problemas.
Primero, tienen importantes restricciones monetarias y fiscales que no tenían al principio
de la crisis. Apenas existe margen para la política monetaria convencional (bajadas de
tipos de interés) y sólo algunos países, como EEUU y Alemania, tienen capacidad para
activar nuevos estímulos fiscales. Segundo, dado que no hemos vivido una situación
como esta desde la Gran Depresión, existe una elevada incertidumbre sobre qué efectos
pueden tener nuevas políticas expansivas de demanda en un contexto de elevado
endeudamiento público y tipos de interés cercanos a cero (las reformas estructurales,
que sí permitirán aumentar el crecimiento potencial a largo plazo, tendrán una efectividad
limitada hasta que se reactive la demanda, por lo que en sí mismas no solucionan el
problema).
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Por el lado monetario, tanto la Reserva Federal como el BCE pueden inyectar más
liquidez a través de operaciones no convencionales de expansión cuantitativa
(imprimiendo dinero para comprar títulos de deuda). Sin embargo, no sabemos a ciencia
cierta si esto generará una peligrosa espiral inflacionista y sí que servirá para minar la
credibilidad de las autoridades monetarias y redistribuir rentas desde los acreedores
hacia los deudores, algo difícil de justificar en términos de justicia y equidad. Por lo tanto,
los países con una posición acreedora y tradicionalmente aversos a la inflación como
Alemania se oponen a la compra de deuda por parte del BCE. Esto supone que, aunque
la autoridad monetaria europea podría dejar de subir los tipos de interés si el crecimiento
en la zona euro se ralentiza, sólo es probable que compre deuda pública cuando los
mercados ejerzan una presión insoportable sobre los países de la periferia, no como un
programa de estímulo a gran escala como el que lleva tres años realizando EEUU.
Al otro lado del Atlántico, quienes acusan a la Reserva Federal de ser uno de los
culpables de la crisis por haber tenido una política monetaria demasiado laxa también
son contrarios a nuevos estímulos monetarios. Incluso dentro de la propia Reserva
Federal hay división de opiniones. Algunos apoyan una tercera oleada de expansión
cuantitativa y otros se muestran reacios, bien por el temor a la inflación, bien porque
creen que no será efectiva ya que la economía podría encontrarse en trampa de la
liquidez (situación que se produce cuando una inyección monetaria no sirve para animar
la inversión y el consumo porque las expectativas son tan negativas que tanto empresas
como consumidores prefieren no gastar). Por el momento, la Reserva Federal sólo ha
anunciado que mantendrá los tipos de interés muy bajos al menos hasta 2013, pero
seguramente aprobará nuevos estímulos en el futuro si los riesgos de deflación se
incrementan.
En el lado fiscal, todos los países tienen que poner en marcha programas de
consolidación fiscal a medio plazo para que su deuda sea sostenible, pero, en la medida
de lo posible, deberían evitar hacerlo demasiado rápido para que la contracción fiscal no
cause otra recesión. Los países que todavía tienen margen para endeudarse porque
cuentan con alta credibilidad en los mercados internacionales pueden arriesgarse a
lanzar un nuevo estímulo fiscal a corto plazo para reactivar la demanda. Ahora bien,
existe el riesgo de que los mercados financieros consideren que estos nuevos gastos
colocan sus cuentas públicas en una situación insostenible y les encarezcan o retiren la
financiación, como ya ha sucedido en Grecia, o incluso en España e Italia. Es lo que se
conoce como efectos no keynesianos de la política fiscal: el aumento de gasto público, en
vez de poner en marcha un círculo virtuoso de crecimiento que termina por reducir el
endeudamiento genera expectativas adversas que ahuyentan a los inversores y obligan a
una contracción fiscal apresurada.
Si finalmente se aprueban nuevos estímulos fiscales, el gasto debería destinarse a
actividades que permitan aumentar el stock de capital y la productividad de la economía a
largo plazo y no a incrementos del gasto corriente. Todo parece indicar que EEUU podría
activar un plan fiscal de este tipo para modernizar sus anquilosadas infraestructuras. Sin
embargo, en Europa es poco probable que se pueda avanzar en esta dirección por la
resistencia de Alemania, que ya ha iniciado la contracción fiscal y pretende servir de
modelo de austeridad a sus socios del euro. En definitiva, aquellos países que querrían
aumentar el gasto público no pueden hacerlo y quienes podrían no parecen querer o
tienen enormes dificultades políticas para hacerlo.
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Por último, como cada país se encuentra ante una coyuntura distinta (los emergentes con
poca deuda pero riesgos de recalentamiento y los avanzados con distintos márgenes de
maniobra para iniciar nuevas medidas de estímulo) la cooperación internacional se
vuelve difícil. Además, los problemas económicos internos, centrados en el elevado
desempleo y el descontento social, unidos a la convicción de que el sistema financiero
internacional ya no está al borde del colapso como en 2008, hacen que los líderes
políticos dejen en segundo plano la cooperación internacional y adopten medidas
unilaterales que pueden generar nuevos conflictos económicos internacionales al
producir externalidades negativas. En particular, una nueva expansión monetaria en
EEUU podría desencadenar un nuevo episodio de guerra de divisas porque buena parte
de la liquidez que la Reserva Federal podría poner en circulación terminaría fluyendo
hacia los países emergentes, que tienen mejores oportunidades de inversión, con la
consiguiente apreciación de sus divisas.
En definitiva, aunque hay opciones de política económica, cada alternativa está asociada
a altos niveles de incertidumbre porque no se sabe cómo reaccionará la economía o los
mercados. Para reducir el exceso de endeudamiento hace falta crecimiento, pero muchas
de las políticas para promover el crecimiento generan nueva deuda, lo que supone un
círculo vicioso difícil de romper. Asimismo, los ataques especulativos de los mercados
contra la deuda de los países más vulnerables estar generados tanto por el exceso de
endeudamiento como por las bajas perspectivas de crecimiento, lo que dificulta diseñar
un ajuste fiscal que sea realmente sirva para generar confianza.
Existe la posibilidad de adoptar soluciones más radicales que acelerarían el
imprescindible proceso de desapalancamiento. Pero políticamente son difíciles de
instrumentar y además plantean serios problemas de justicia distributiva.
Primero, se podría generar inflación para reducir el valor real de las deudas, lo que
penalizaría a los (cautos) acreedores y beneficiaría a los (irresponsables) deudores. Para
lograrlo, los bancos centrales deberían fijar explícitamente un objetivo de inflación
elevado (por ejemplo el 6%) y comprometerse a inyectar liquidez indefinidamente hasta
alcanzarlo (otra posibilidad aún más drástica sería que fijaran un objetivo vinculado
directamente al crecimiento del PIB nominal). Esto supondría abandonar definitivamente
la ortodoxia monetaria y gastar la credibilidad anti inflacionista que los bancos centrales
han construido desde los años setenta. Los detractores de esta iniciativa afirman que
existe el riesgo de que la inflación entre en una espiral creciente muy por encima del
objetivo propuesto que sea difícil de frenar, así como que las deudas indexadas a la
inflación no se verán alteradas. Es difícil que el BCE se decida por esta alternativa
porque estatutariamente debe velar por el control de precios y no por el crecimiento. Pero
tal vez la Reserva Federal vaya poco a poco en esta dirección.
Segundo, se podría forzar la renegociación de aquellos contratos en los que el deudor no
será capaz de hacer frente a sus compromisos de pagos; es decir, acelerar las quiebras
(empresariales y personales) y los defaults (de los países) cuando sea evidente que tarde
o temprano se producirán. Esto permitiría limpiar los balances, facilitaría que el crédito
volviera a fluir y aliviaría la carga de la deuda de los países ahogados por la misma,
aunque tendría un enorme coste para quienes sufrieran pérdidas de capital. El problema
es que, en la mayoría de los casos, se trata de contratos privados para los que no existe
un mecanismo que facilite la renegociación hasta que se alcanza la suspensión de
pagos, que tanto acreedor como deudor siempre intentan demorar lo máximo posible por
las consecuencias adversas que tiene para ambos.
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Conclusión: Tras un corto período de crecimiento los países avanzados se enfrentan
una vez más al riesgo de una recesión. Esto significa que la economía mundial está
todavía lejos de haber superado las secuelas del crack financiero de 2008 y que la
recuperación iniciada en 2010 ha estado basada en estímulos monetarios y fiscales, no
en una reactivación de la demanda privada. Europa y EEUU han entrado de lleno en una
nueva fase de lo que los citados Reinhart y Rogoff han bautizado como la segunda Gran
Contracción (la primera fue en los años 30 del siglo pasado), caracterizada por
problemas de endeudamiento públicos derivados de la resaca del colapso financiero de
hace tres años. Mientras los niveles de apalancamiento de empresas, familias y estados
no se reduzcan es probable que el crecimiento sea limitado, el desempleo persistente, la
volatilidad de los mercados financieros alta y los riesgos de deflación recurrentes.
En este contexto, los instrumentos de política económica disponibles son limitados y
existen importantes dificultades políticas para utilizarlos. A corto plazo, sería deseable
que los países que puedan permitírselo adoptaran nuevos paquetes de estímulo fiscal
para alejar el riesgo de una nueva recesión. La política monetaria expansiva (a través de
nuevos programas de expansión cuantitativa) también puede contribuir a alejar el riesgo
de deflación, aunque seguramente su efectividad será limitada. A medio plazo, sólo la
consolidación fiscal y las reformas estructurales podrán devolver a los países avanzados
a una senda de crecimiento sostenible.
Para España la situación es particularmente preocupante porque, a diferencia de EEUU,
Alemania o Francia, todavía no había logrado alcanzar niveles de crecimiento
significativos, no tiene margen para la expansión fiscal y su tasa de desempleo es la más
alta de los países avanzados. La ralentización económica mundial podría suponer una
recaída en su crecimiento y la imposibilidad de utilizar las exportaciones como motor de
su recuperación.
En el plano internacional una desaceleración de la economía mundial podría generar
respuestas unilaterales descoordinadas que incrementarían las tensiones
internacionales. Una tercera ola de expansión monetaria cuantitativa en EEUU reabriría
las tensiones cambiarias con los países emergentes y la persistencia del desempleo
podría desencadenar presiones proteccionistas y problemas sociales. Todo ello haría que
los distintos gobiernos prestaran todavía menos atención a la cooperación económica
internacional y a la construcción de la cada vez más necesaria nueva gobernanza
económica global.
Federico Steinberg
Investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y profesor de la
Universidad Autónoma de Madrid
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