Lo siento, colega, pero esto no es una guerra

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Lo siento, colega, pero esto no es una guerra
Publicado en Periódico Diagonal (https://www.diagonalperiodico.net)
Lo siento, colega, pero esto no es una guerra
Enviado por gladys el Sáb, 11/21/2015 - 07:59
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periodista
Lo diremos rápido y lo diremos claro: colega, esto no es una guerra. Lo diremos como Samuel L.
Jackson en Pulp Fiction: “No es el mismo juego, ¿comprendes? No es la misma liga, ni siquiera es el
mismo jodido deporte”. Imagino que seguimos noqueados, con la cabeza dando vueltas, incapaces
de asumir lo inasumible, actualizando cada media hora las noticias en el teléfono móvil para
comprobar cómo la sensación de irrealidad aumenta de escala. Se nos ha olvidado –nuestra
memoria deja a un lado los recuerdos para hacer el mundo mínimamente vivible– pero hemos visto
esto antes. Otras veces. Aquí mismo. Y no: tampoco entonces era nuestra guerra.
Que unos descerebrados se armen hasta los dientes y conviertan una cafetería, una sala de
conciertos, un instituto o un parque en una versión posmoderna del Call of Duty, el Quake o
cualquier otro videojuego de pegar tiros, empieza a convertirse en una costumbre bastante molesta.
Hago un recuento rápido. Igual alguno de estos casos te suena. El 20 de abril de 1999, dos
estudiantes de secundaria del Instituto Columbine entraron en la escuela armados con dos
escopetas, explosivos caseros y una bomba doméstica. En dos tiroteos de más de veinte minutos
mataron a 13 personas e hirieron a más de 24. Después de incendiar la cafetería y refugiarse en la
biblioteca, se suicidan con un disparo en la boca y otro en la sien. Se escribió mucho sobre la
matanza de Columbine, pero con el tiempo se ha convertido en la quinta masacre en los institutos
de Estados Unidos.
O sea: ha seguido sucediendo, y cada vez peor. En 20 de julio 2012, en Denver, un estudiante de
medicina de 24 años acribilló al público que asistía al estreno de Batman: El caballero oscuro.
Resultado: 12 muertos, 59 heridos. Recuerdo que pensé: hay muchas formas idiotas de morir, pero
que te mate un gilipollas vestido de malo de una película de superhéroes se lleva el premio. Un año
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antes, en Noruega, el 22 de julio de 2011, un supremacista blanco llamado Anders Breivik colocó una
bomba en el centro de Oslo y abrió fuego contra una convención de las juventudes laboristas en la
isla de Utøya. Hubo 77 muertos. ¿Sigo? En ninguno de esos casos nadie declaró la guerra. Pero
sé lo que piensas, amigo. Piensas: esto es distinto, ¿no? Es la Yihad. La Guerra Santa. Hay un
conflicto político detrás. El Estado Islámico. Isis. Daesh. Al Qaeda. Siria. Lo otro son locos: esto es
otra cosa. Y tal vez tengas razón. Pero viendo las imágenes de la carnicería en París no puedo dejar
de pensar que tal vez la empanada mental que atrofia a los adolescentes yanquis que entran en
clase con una semiautomática no es muy diferente de la materia fecal que ha anegado el cerebro a
los yihadistas que desataron el infierno este viernes al grito de Alá es Grande.
No creo que estemos en guerra con el islam, como tampoco creo que tenga sentido estar en guerra
contra Marilyn Manson o contra el Joker. Tal vez no tenga nada que ver, pero veo un patrón común.
A una gente bastante perdida, bastante confundida, bastante frustrada, una gente que incuba odio
hasta que después de unos años por el lado oscuro y de unos cuantos meses de insomnio viven su
momento de epifanía, su metamorfosis particular, cuando ven la posibilidad de dar sentido a sus
vidas convirtiéndose en ángeles de la muerte, dispuestos a desatar un apocalipsis wagneriano
antes de decir adiós para siempre.
Ya hemos visto este infierno
Sé lo que estás pensando. Piensas: puestos a hacer comparaciones, hay otras mejores. Ya hemos
visto este infierno en Nueva York y en Londres. Y hay sitios donde cosas como la de estos días en
Francia no son la excepción, sino la norma. Ya podemos decir de qué huyen los refugiados sirios:
huyen exactamente de esto. En Madrid tuvimos nuestro día del espanto. Estábamos allí ese 11 de
marzo. Normalmente en este país nos encanta regodearnos en la derrota, pensar que siempre ganan
los malos, mirarnos en el espejo y vernos más feos de lo que somos. Pero aquellos días acertamos.
Recuerdo que se dijo: “Todos íbamos en ese tren”. Recuerdo que se dijo: “Las bombas de Bagdad
estallan en Madrid”. Recuerdo que quienes mentían perdieron las elecciones. Y recuerdo que
después, en vez de seguir echando odio al odio y gasolina al fuego, acabamos por irnos de una
guerra a la que nadie nos había llamado.
Nadie puede pensar que España fuera un país más inseguro después de sacar a las tropas de Iraq.
Igual que nadie hoy nadie puede pensar en una sola actuación militar (y la lista es larga: Afganistán,
Iraq, Líbano, Libia, Siria…) que haya convertido nuestras ciudades en un lugar más seguro. Así que
déjame explicarte por qué esto no es una guerra. No lo es porque en las guerras hay frentes,
campos de batalla, ejércitos enfrentados. Normalmente tienen un principio y un final, aunque
duren cien años. Los nazis podían ser la personificación del diablo, pero el día que Hitler se voló la
tapa de los sesos en su búnker y el Ejército rojo colgó su bandera en la cúpula del Reichstag, toda
Europa sintió que la pesadilla había terminado. Osama Bin Laden lleva cuatro años criando malvas
en el fondo del mar y a esta pesadilla le quedan bastantes años por delante.
Tenemos un problema muy serio encima, colega. Y sé que es tentador verlo como un conflicto a
gran escala que ya lleva unos cuantos siglos. Has leído estos días a Pérez Reverte o leíste hace unos
años a Oriana Fallaci. Yo también los he leído. Y de repente ves esto como la historia interminable: El
islam contra Occidente. Un choque entre culturas destinadas a enfrentarse. De forma que cuando te
das cuenta estás trazando un arco temporal que tiene más de mil años. Y piensas en las
cruzadas. En Saladino que sonríe desde su tumba mientras los cruzados se llevan un golpe mortal.
Piensas en el inesperado regreso de los hashshashin del Viejo de la Montaña, que cometían sus
crímenes puestos hasta arriba de hachís y dieron nombre a la palabra asesinos, e incluso te encaja
ahora que los demonios de este viernes en París fueran drogados hasta las cejas. Y piensas: han
vuelto. Son ellos o nosotros.
Pero no, colega. Es más complicado. El problema no es el islam. Y te lo dice alguien que siente
bastante poca simpatía por dioses y credos. Que siente que matar en nombre de Alá viene a ser tan
estúpido como inmolarse en nombre de Darth Vader o de Saurón. Primero, no es el problema porque
si consideras que el islam es el enemigo estás declarándote en guerra contra unos, más o menos,
calculando a la baja, 1.322 millones de personas. Y segundo por el pequeño detalle de que la
enorme mayoría de las víctimas del terrorismo yihadista son, como bien sabes, los
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propios musulmanes. Así que seamos un poco más realistas y, de paso, un poco más pragmáticos,
y sepamos que en esta lucha los hijos de puta de este viernes no representan a quienes dicen
representar, que a quienes más daño terminan haciendo es a esos mismos hermanos en cuyo
nombre hablan.
Sabemos muy poco de los terroristas que atentaron el viernes en París. Sabemos muy bien qué es lo
que odian: los restaurantes, los partidos de fútbol de la selección, los conciertos de música. Todo eso
de lo que, precisamente, se sienten excluidos. Hay un volcán de rabia incubándose desde hace años
en el corazón de nuestras ciudades. Y de ese monstruo nacieron, en 2011, los disturbios en la
periferia de Londres, el saqueo de tiendas y el incendio de edificios. Hace unos años, André
Glucksmann escribió un libro titulado Dostoievski en Manhattan donde insistía en que el terrorismo
moderno, incluyendo el terrorismo islamista, era nihilista antes que religioso, incluso antes
que político. Como Dostoievski acertó a ver en Los demonios, el nihilismo prospera en el subsuelo,
en ese lugar apartado de la luz y los demás hombres, ese lugar al margen de los bares, los
restaurantes, y las salas de concierto, donde germina el odio y las ideas más dementes brotan con
una luz cegadora. Hay algo tentador en ello.
Hay que interrogarse por el momento en que se produce ese descenso al subsuelo, el instante en
que alguien decide que lo mejor que puede hacer en su vida es comprarse un billete a Siria y volver
con un cinturón de explosivos. Esto es lo curioso, que entre la primera generación de inmigrantes
nunca hubo este camino al subsuelo. Surge en otro momento, en la segunda o tercera generación,
cuando el nihilista, nacido en Europa pero sin llegar a sentirse europeo, cansado de no saber quién
es ni qué hacer con su vida, encuentra a la desesperada una identidad a la que aferrarse, una
identidad basada en el fanatismo y en la muerte, en un culto suicida que da sentido a todo.
Si hay alguna batalla que merece la pena librar es ésta: impedir que el monstruo siga engordando.
Pero llevar luz al subsuelo exige tiempo. Lleva años. Para esa batalla hacen falta más
trabajadores sociales que soldados. Más maestros que registros de policía. Alguien dijo alguna
vez que la gente de un solo libro es peligrosa. Hacen falta menos bombardeos y más bibliotecas.
Hacen falta escuelas, profesores, libros. Hacen falta sociedades abiertas capaces de integrar la
diferencia, en las que palabras hermosas como libertad, igualdad, fraternidad sean válidas para
todos. Y ésta sí es una guerra larga. La empezaron hace varios siglos, a pocas calles de donde ha
ocurrido la masacre, unos tipos llamados Voltaire y Diderot, D'Alembert y Rousseau. Esa guerra se
llamaba Ilustración y en primer lugar oponía la fuerza de la razón a la razón de la fuerza. Conviene
recordarlo ahora. Porque esa guerra, colega, tampoco termina nunca.
Foto:
Pie de foto:
Gárgola en Notre Dame de París.
Edición impresa:
Sección principal:
Global
Tematicos:
Terrorismo
atentados
Islam
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Geográficos:
París
Posición Media:
Cuerpo del artículo
Autoría foto:
Moyan Brenn
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Autoría:
MIGUEL ÁNGEL DE LUCAS
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grande
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