La Mona Beatriz, o María Gutiérrez - FARC-EP

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BREVE CRÓNICA PARA LA FLACA
La Mona Beatriz, o María Gutiérrez
Casi catorce años sin verte, Flaca. Y de pronto apareces frente a mí, como si el tiempo no hubiera
transcurrido para ninguno de los dos. Dices que no me pasan los años y a decir verdad mi opinión
hacia ti coincide en lo mismo. Tu aspecto no cambió nada. Ni tu alegría, ni tu espontaneidad. Te
lanzas a darme un abrazo y yo también gozo con tu delgada humanidad estrechada contra mí. La
felicidad es mutua. Recuerdo que la noche en que te vi por última vez hizo un viento tan fuerte
que se quebró un árbol y el espejo ramaje cubrió por completo la caleta donde dormías con La
Mona.
Todos nos levantamos preocupados por lo que hubiera podido ocurrirles, y tras luchar durante un
buen rato para remover las gruesas ramas y la abundante hojarasca, tú y ella brotaron asustadas
pero sonrientes porque nada les había sucedido. Una suerte. Hubo que buscarles un nuevo lugar
donde pudieran pasar la noche. La mañana siguiente se fueron las dos para Barranca, bromeando
como siempre al despedirse. También yo había llegado de paso a ese campamento y una o dos
horas después de ustedes también seguí a mi destino. Allá me enteré que habían sido capturadas
a la media noche del domingo siguiente. Fue muy grande el pesar.
La cárcel parece naturalmente creada para encerrar a los hombres. Uno tiene dificultad para
aceptar que a las mujeres también pueden encerrarlas y condenarlas a largas penas. No debiera
ser así, pero ni modo. Después escuché que corrían el riesgo de ser sentenciadas a treintaiocho
años tras las rejas. Cuestión de bárbaros sin sentimientos y ningún tipo de juicio en la cabeza, pero
así son las leyes, y peor aún, los jueces. Lo más lamentable de todo era que el funcionario
encargado del proceso era una mujer, una abogada estricta y con fama de implacable. Los caminos
parecían habernos separado para siempre.
También decían que habían caído por obra de su propia imprudencia, aunque ustedes
seguramente preferirían hablar de osadía. Yo sabía de tu bravura, de ese valor rayano en la
temeridad que te permitía trenzarte a tiros con los policías o soldados, o arreglártelas para salir
bien librada de un trance de muerte con los sicarios al servicio de unos y otros. Pero temía por La
Mona. Ella tenía carácter, es cierto, y disposición a meterse en las cosas más duras. Sin embargo,
carecía por completo de experiencia en el tipo de tareas urbanas. Ellas sí que requieren de cuidado
y disciplina. Un error, una fatal coincidencia y todo está perdido. Me alentaba saber que andaba
contigo, tú podías enseñarle y protegerla a la vez. Aunque por lo que entiendo, fue ella
precisamente quien te convenció de estar en ese lugar justo a esa hora. No debiste dejar que
sucediera, así se hubiera enojado. Las pataletas se le pasaban pronto, pregúntamelo a mí.
Ella era un par de años mayor que tú, y ahora que respondes mi pregunta sobre tu edad
diciéndome que cumpliste los treinta y seis, hago cálculos y me digo que La Mona debía andar
entonces por los veinticuatro. Bonita mujer, piel blanca, cabellos cortos y rubios de tonalidad
quemada, de constitución cenceña y figura muy bien formada. Lo mejor eran sus ojos, con esa
indefinible gama entre el azul y el verde, destellantes de vida y capaces de enternecer a un tigre.
Catatumbera, de Campo Dos, una vereda de Tibú. Las mujeres de allá son tan nobles como
intrépidas, dulces cuando se las trata por las buenas, pero temibles cuando se sienten
maltratadas. Así era La Mona, con frecuencia una niña mimada, pero ay de aquél que la hiciera
disgustar. Siempre estaba interesada en aprender, en leer cosas importantes, en oír
conversaciones instructivas. Quería ser alguien, destacarse, brillar en el trabajo por la revolución.
Recuerdo que una vez escribí algo para ella en su cuaderno, mientras cumplía algún trabajo. Se me
ocurrió contarle que desde mi salida años atrás de la Sierra Nevada de Santa Marta para ir a caer
de cabeza en las áridas vegas del Magdalena Medio, cargaba en el alma una hiriente nostalgia de
su ambiente y sus paisajes. Allá, desde los frescos filos de Ciénaga, cubiertos del espeso verdor de
la montaña, me deleitaba contemplando la inmensidad del mar azul que dormía con placidez a la
distancia. Me fascinaba el destello del día, de un amarillo tan vibrante como el sol esplendoroso
que coronaba el firmamento. Soñaba con volver allá, para sentirme poseído y feliz con aquella
maravillosa naturaleza. En realidad mi propósito era revelarle que mi nostalgia se había trocado
hacia ella, porque sus ojos tenían el mismo brillo misterioso del Caribe, su uniforme de guerrillera
igual color que la selva que crecía aferrada a aquellos cerros majestuosos, y su cabello rubio
idéntico fulgor al de los rayos solares del atardecer. Procuré, claro, elaborar el manuscrito con
calculado ritmo poético,a fin de que fuera capaz de conmover su corazón indomable.
Tras dejar mi rastro sobre aquella hoja, estuve ojeando las notas escritas por ella con sus letras
pequeñas y finas. Hubo una que jamás he podido olvidar. Unos días atrás le había correspondido el
turno de la marranería. Su labor había consistido en lavarle la cochera al cerdo que
aumentábamos en el campamento, prepararle y servirle las tres comidas diarias, curarle las
aflicciones de la piel y bañarlo en la mañana y en la tarde. Me impresionaron las reflexiones que se
hacía sobre aquel servicio. Decía que se había sentido muy bien cumpliéndolo, pese a saber que
cualquiera de sus amigos en la ciudad se hubiera considerado ultrajado con un trabajo así. Sabía
que cuidaba un animal que algún día comeríamos todos, lo cual daba enorme importancia a su
labor. Además, el esfuerzo físico que le implicaba, también le había servido para comprender lo
que significaba la vida de los campesinos pobres, que en sus pequeños fundos realizaban labores
semejantes. Eso la había aproximado más a sus sueños y desvelos, y le había enseñado a
comprender que realizar con amor una tarea así, agigantaba el alma de una manera que resultaría
incomprensible para cualquier integrante de una familia de gentes acomodadas.
Me cuentas que en la prisión leyó muchos libros, afanada por aprender los fundamentos de la
economía y la política, aprovechando que por su condición medianamente ilustrada había sido
designada contigo como encargada de la biblioteca. Cuando tres años después consiguieron por
fin su libertad, gracias a la dedicada labor del abogado que trabajó en su caso, su primer impulso
fue volver lo más pronto a la selva para continuar la lucha. La cárcel había fortalecido su
convicción sobre la justicia de la causa revolucionaria, y su alma palpitaba entusiasmada con la
perspectiva de volver a empuñar las armas para contribuir a acelerar el triunfo tan anhelado. La
viste entonces crecer en todos los sentidos, transformándose rápidamente en un cuadro político,
alcanzando responsabilidades de mando, preocupada por capacitarse cada vez más en el campo
militar. Era fácil saber que llegaría muy lejos.
La admirabas, la querías, la animabas. Hasta que los gajes de la guerra terminaron por llevarlas por
caminos diferentes. Con esa angustia por las separaciones inevitables que de tanto lacerar termina
por blindar el alma de los guerrilleros. Hoy trabajas aquí, mañana allá, pasado quizás dónde,
añorando siempre el lugar y la gente donde empezaste, pero sintiendo a la vez que cada mañana
nacen compromisos nuevos que te hacen imposible hasta volver atrás la mirada. Primero son días,
después semanas, más tarde meses y años, hasta el punto que de pronto, como ahora, cuando
volvemos a encontrarnos, descubrimos cuánta vida y esfuerzos han tenido que pasar, cuántos
dramas ocurrieron en el intervalo, cuánta suerte nos ha acompañado para poder respirar aún.
Me cuentas así que entonces, una tarde cualquiera recibiste la noticia. Alguien que llegó hasta tu
unidad para alguna tarea urgente que debía cumplir deprisa. Y que venía de allá, enterado de las
últimas novedades. La Mona, Flaca, La Mona, nuestra linda y valiente heroína, había caído
combatiendo con el enemigo en una noche reciente. Y no había lugar a ninguna duda. Información
concreta y precisa. Silencio, desgracia, horror, rabia. Maldita y miserable vida. Su comisión fue
aniquilada con ella, tras ser rodeados y asaltados por la tropa en el lugar que dormían. La
población civil cuenta que aquel combate fue largo e intenso. Y que La Mona se negó a entregarse.
Murió peleando, con la misma fiereza con la que odió siempre al enemigo.
Flaca, supieras la ilusión con la que yo esperé durante tantos años volver a encontrarme con ella.
Su fracaso me dejó mudo. Me has pedido que escriba algo en su memoria y de este modo te
respondo. Cuando ella, con su habitual manera de buscar las cosas que quería, logró comunicarse
conmigo desde la prisión, entre las cosas que le envié un día por correo, iba un cuento titulado La
Ventana del Tiempo, con el que en un intento de ficción quise rendirles homenaje a ustedes,
muchachas, tras haber recibido la noticia de su caída a la cárcel. Un tiempo atrás me había
enterado también de la muerte de Marleny, quien en vida civil llevó el nombre de Policarpa y a
quien su padre, uno de tantos comunistas asesinados por el régimen en esta larga historia,
llamaba afectuosamente Polita. Ella y cinco unidades más cayeron acribilladas en algún lugar entre
San Andrés y Guacas, en Santander, precisamente el día en que estaba de cumpleaños. Supimos
que combatieron sin rendirse hasta morir. Sucedido lo de ustedes, pensé en unir las dos historias
en una, y entonces concebí lo del espejo del tiempo para poder hacerlo.
Ahora, cuando imagino el cuerpo de La Mona, Beatriz se llamó entre nosotros, y María Gutiérrez
antes de ingresar a filas, destrozado por las bombas, alcanzado por los disparos y tendido sobre un
charco de sangre entre las ruinas de un rancho destruido, me conmueve la ignorancia de aquellos
oficiales y soldados que celebran estúpidos y emocionados, entre risas, la muerte de una mujer
guerrillera y sus bravos acompañantes. Igual sucedió cuando Marleny. Entonces me viene a la
mente el relato que hice en el cuento que les envié a la cárcel aquella vez, y ah, estúpida vanidad,
no puedo evitar pensar en que La Mona se acordó de él al comenzar el combate aquella noche.
Porque obró del mismo modo, con la furia indoblegable de una auténtica guerrillera de las FARC,
cruzando la puerta a la inmortalidad arrollada por el fuego, echando plomo, jurando vencer.
Me cuentas que dejó un hijo, de un guerrillero con el que vivió varios años antes de ser trasladada
a las vegas del río grande. Y que una vez lo vio en Cúcuta, quizás en los días que siguieron a su
salida de prisión. Tú estabas con ella. Estaba a cargo de su abuela paterna, en el campo. La indignó
que el pequeño se hubiera ofrecido a ayudarlas a arreglar una gallina que pensaban consumir en
el almuerzo. El muchacho lo hizo, con destreza envidiable, explicando con naturalidad que su nona
lo vinculaba a esas tareas en el campo, como a todas las demás que implicaba el trabajo de la
finca. La Mona argumentaba que aquello no era justo, un niño tenía derecho a vivir su infancia, no
tenía por qué ser un trabajador más desde su tierna edad. Ni modo, se trataba de esas realidades
atravesadas en las marchas como cordilleras que no se puede evitar ascender. Sus ojos furiosos
debieron moverse con prisa a un lado y otro. Quizás hubiera sido mejor que aquella criatura no
hubiera llegado a nacer. No contaba con padre, tampoco con madre, siendo francos.
Quizás, como del triste paso por la vida de esos niños personajes de Víctor Hugo, Dickens, o Marc
Twain, alguna vez quede del hijo de La Mona una constancia en las páginas de alguna obra. Puede
que sea ahora uno de los llamados hijos del Catatumbo, que recién salieron a reclamar por sus
derechos conculcados, y recibieron del gobierno una lluvia de balas y de gases. Pensemos que no
haya sido uno de los apaleados, encarcelados o muertos. Su propia historia de vida, como la de su
madre, está llamada a la lucha. Ojalá que no lleguen a buscarlo del lado equivocado.
Ya no contamos con La Mona, Flaca, al menos materialmente aquí. Pero estamos nosotros y todos
los que la sobreviven. Estás tú, llamada a ocupar el lugar que dejó ella vacío. Me has dicho que
quieres aprender muchas cosas, leer libros importantes y escuchar conversaciones útiles. Me la
recuerdas a ella, sabes. Quién más, si no tú, puede realmente remplazarla.
Gabriel Ángel
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