educar en un mundo postmoderno

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LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
EDUCAR EN UN MUNDO POSTMODERNO
Educar en un mundo postmoderno, Educadores 34 (1992) 7-27
I. El mundo postmoderno
Cuando hablamos de mundo postmoderno nos referimos, no tanto a la cultura de los
intelectuales (filósofos, científicos, artistas) como a lo que podríamos llamar la cultura
actual del hombre de la calle, que es, a fin de cuentas, la que mayor interés y utilidad
puede reportarnos a los educadores y agentes de pastoral. También hay que señalar de
entrada que en nuestra sociedad conviven la cultura postmoderna, que es la que vamos a
describir aquí, y la cultura moderna, lo cual tiene ventajas para nuestra labor de
educadores.
Crisis de la modernidad
Aquel individuo que entró con una pistola en un edificio público de Olimpia
(Washington), para asesinar a una computadora, podría simbolizar el estado de ánimo
de nuestros contemporáneos respecto a la tecnoburocracia del mundo moderno. Muchos
piensan que el proyecto moderno está agotado y una nueva cultura -la postmodernidadcoge el relevo. Otros, como Habermas, piensan que la modernidad es un "proyecto
inacabado", que, enderezando su rumbo, debe sobrevivir para el bien de la humanidad.
Aquella computadora no murió. Su unidad central estaba protegida por una plancha de
acero a prueba de balas. ¿Y la modernidad? Sólo el tiempo dirá si será capaz de resistir
el embate de la postmodernidad o será ésta la que desaparecerá como una moda más. En
todo caso, hay que convenir que "postmodernidad" es un término heurístico, o sea "de
búsqueda" y que el prefijo "post" delata que, hoy por hoy, lo sustantivo es todavía la
modernidad.
El mito del progreso indefinido
La modernidad se habrá caracterizado por una fe inconmovible en el progreso ilimitado
de la humanidad. En los siglos XVIII y XIX todo parecía augurarlo. Los ilustrados
concentraron sus esfuerzos en la educación del pueblo, los marxistas esperaron que la
lucha de clases condujera a una sociedad reconciliada y los capitalistas pusieron sus
esperanzas en la revolución tecnoindustrial. Pero el siglo XX ha resultado ser un
inmenso cementerio de esperanzas: dos guerras mundiales y cualquier cantidad de
guerras más o menos localizadas hicieron experimentar el infierno en la tierra; los
regímenes comunistas acabaron convirtiéndose en auténticos campos de concentració n
y la gente de los países capitalistas. están descubriendo que, en medio de su opulencia,
carecen de razones para vivir. Fernando Pessoa lo describe gráficamente: "Hoy no hay
mendigo que yo no envidie sólo por no ser yo".
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En definitiva: para toda una generación el mundo de repente se ha venido abajo. Lo que
da origen a la postmodernidad en filosofía es la idea de Nietzsche del eterno retorno de
lo igual, que marca el fin de la época de la superación (Vattimo). En otras palabras: el
progreso de la humanidad en el que creían nuestros abuelos y nuestros padres ha
resultado ser un espejismo.
Algunos van más lejos. Para ellos, también la historia se ha esfumado. Por supuesto,
siguen existiendo historias chiquitas: las de cada uno. Pero los historiadores no han
contado con ellas, sino que habrían seleccionado caprichosamente aquellos
acontecimientos que -juntos y entrelazados- producen la sensación de un todo unitario y
lleno de sentido. Para que la humanidad viviese con la ilusión de estar "haciendo
historia" se habría pagado un precio altísimo: eliminar enormes cantidades de materiales
que no encajaban en el esquema. Esa será la historia que, como después diremos de los
"grandes relatos", habría tocado a su fin.
De la ética a la estética
Esfumada la ilusión de al historia, la estética sustituye a la ética. Si no venimos de
ningún sitio ni vamos a ninguna parte somos como un viajero sin brújula. Puede ir a
donde se le antoje: ninguna dirección es mejor que otra. "La filosofía no puede ni debe
enseñar a dónde nos dirigimos, sino a vivir en la condición de quien no se dirige a
ninguna parte" (Vattimo). Si ésta es la condición humana se imponen dos consejos:
1. Disfrutar "ya", sin aplazar las satisfacciones. Si el hombre moderno estaba
obsesionado por la producción, el postmoderno lo está por el consumo. La moral
puritana ha cedido el puesto al hedonismo: el placer de la buena mesa, el goce sexual, el
cuidado de la imagen, etc. Es lógico: cuando no se espera nada del futuro es preferible
vivir al día y pasárselo bien.
Asistimos también a una desvalorización del trabajo y del esfuerzo: falta de interés por
situarse más alto, si esto requiere más esfuerzo; pérdida de la ambición, del afán de
superación; declive del modelo del self-made man (hombre que se forja a sí mismo).
2. Retirarse al santuario de la vida privada, donde se da la única felicidad -modestaque el hombre puede alcanzar. Asistimos a una creciente indiferencia hacia las
cuestiones de la vida colectiva (abstencionismo político y crisis de militancia), mientras
sube enteros todo lo referente al propio yo (grupos de encuentros, terapia de
sentimientos, cuidado del cuerpo, etc.).
Crepúsculo de la razón y explosión del sentimiento
La modernidad estaba orgullosa de la razón, "que apremia al hombre a desarrollar las
capacidades en él depositadas y no le permite volver al estado de rudeza y simplicidad
de donde salió" (Kant). Hoy, en cambio, se proclama a los cuatro vientos que hay que
despertar del sueño dogmático de la razón: un sujeto finito, condicionado, nunca podrá
establecer lo incondicionado, la absoluto, lo incontrovertible. Sólo hay lugar para un
saber precario.
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Si las cosmovisiones filosóficas, políticas o religiosas que movilizaron a los hombres
modernos no están fundadas sobre tierra firme, ¿qué son? Lyotard responde rápido: tan
sólo grandes relatos. No pueden reivindicar ninguna objetividad: son simples
narraciones, que la experiencia muestra como peligrosas, porque, antes o después,
apelan al terror para imponerse. El cristianismo recurrió a la Inquisición, el marxismo a
la KGB, el nazismo a los campos de exterminio y la civilización occidental a la bomba
atómica. 'Se impone renunciar a los grandes relatos y contentarnos con un pensamiento
débil (vattimoRovatti).
Al ocaso de la razón ha seguido una aurora esplendorosa de la subjetividad y el
sentimiento. En consecuencia, el postmoderno no se aferra a nada, no tiene certezas
absolutas, nada le sorprende y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas.
A ello -parece- han contribuido también los medios de comunicación de masas. A
comienzos de siglo- preveía Adorno que la radio produciría una homologación general
del pensamiento. Pero ha ocurrido lo contrario. A pesar de los esfuerzos de los grandes
monopolios de la información, los mass media están difundiendo las más diversas
concepciones del mundo.
Las minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas han tomado la palabra y
el individuo postmoderno, sometido a una avalancha de informaciones y estímulos, ha
optado por un vagabundeo incierto de unas ideas a otras.
Abandonada la idea de que no hay sino una forma de humanidad verdadera y solicitado
por múltiples ofertas, cada cual compone a la carta su propio proyecto de existencia, sin
preocuparse por la mayor o menor coherencia del conjunto. Así, en lugar de un yo
integrado, la fragmentación se presenta como el sino del hombre actual. ¿A este mundo
fragmentado habría que contraponer la nostalgia de una realidad sólida, unitaria, estable
y "autorizada"? Para los postmodernos esto significaría la vuelta al mundo de nuestra
infancia, en el que la autoridad familiar era a la vez aseguradora y amenazante.
El "boom" del esoterismo
La modernidad daba por supuesto que la mentalidad científico-técnica acabaría con
cualquier vestigio de magia o incluso de religión. Pero he aquí que en la
postmodernidad se produce una proliferación de movimientos religiosos y
parareligiosos de todo tipo. Y esos fenómenos no han aparecido en ghettos
premodernos, sino en el mismo corazón de la tecnópolis: el frío programador de la
computadora se hace místico en sus horas libres.
¿Cómo explicar ese boom? Algunos apelan a la necesidad de encontrar un sentido a la
vida. "Ninguna sociedad, ni siquiera la de nuestra tecnocracia más secularizada, puede
pasar sin misterio y sin ritual mágico alguno" (Roszak). Otros piensan que responde al
deseo de hallar soluciones mesiánicas a los acuciantes problemas económicos y sociales
de estas últimas décadas (desempleo, recesión económica, inseguridad ciudadana,
sentimiento de soledad, etc.). Ambos llevan algo de razón. En los nuevos cultos se
mezclan la sugestión, la búsqueda de lo novedoso y probablemente también auténticas
inquietudes religiosas.
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El repudio postmoderno de la razón y el espíritu crítico puede alcanzar el paroxismo y
volverse sumamente peligroso en las llamadas sectas destructivas. Baste recordar el
suicidio masivo en 1978 de Jim Jones y sus más de 900 seguidores del Templo del
Pueblo en Guyana 1 .
El retorno de Dios
En 1966, cuando la cultura moderna era todavía la dominante, la revista Time (8.04.66)
formulaba, en su portada, una pregunta terrible: "¿Ha muerto Dios?". Tres años más
tarde, después ya del mayo del 68, la misma revista (29.12.69), también en portada,
planteaba la pregunta inversa: "¿Va a resucitar Dios?". Y sugería una respuesta
afirmativa. No es que los postmodernos se apunten, sin más, a esa respuesta. Pero
tampoco es de extrañar que en la era postmoderna vuelva Dios, cuando los que le
desterraron - los modernos- han caído en desgracia.
Pero no nos engañemos: la nueva cultura no permite que Dios recupere todos sus
derechos. El hombre postmoderno no podrá. nunca amar a Dios "con todo su corazón"
(Dt 6,5; Lc 10,27 y par.), porque a él le van las convicciones débiles, que se viven sin
pasión y se abandonan con facilidad. Como obedece a lógicas múltiples, se prepara él
mismo su "cóctel religioso", combinando la fe cristiana con creencias hindúes (por ej.,
la reencarnación de las almas) y de otras procedencias. A este propósito, el sociólogo P.
Berger sugiere el modelo del "mercado religioso": en las sociedades actuales el
individuo desempeña el papel de "cliente" ante una variada "oferta religiosa", entre la
que podrá elegir las creencias que más le gusten.
Por otra parte, el individuo postmoderno desconfía de las Iglesias, porque se le antojan
excesivamente controladoras del pensamiento y de la conducta. Preferirá vivir su fe por
libre. No lancemos, pues, las campanas al vuelo. Desde el punto de vista cristiano, la
religión postmoderna necesita ser evangelizada.
¿Un tiempo de gracia para la educación?
Aunque todavía es pronto, no parece arriesgado afirmar que estamos ante una reacción
unilateral frente a las unilateralidades de la modernidad. El esfuerzo y la autodisciplina
que exigía la modernidad eran despiadados. Pero da la impresión de que la
postmodernidad se ha ido al extremo contrario, cuándo ha desvalorizado el trabajo, el
mérito y la emulación.
Si era malo considerar la religión como un residuo poemoderno condenado a la
extinción, uno no sabe si es peor prestar oídos ahora al primer ayatollah que se presente.
Decía Berger que "una sociedad totalmente moderna sería una pesadilla de cienciaficción". Lo mismo podríamos afirmar de una sociedad totalmente postmoderna. Por
fortuna, un hombre cien por cien moderno no existe en ninguna parte, como tampoco
existe un hombre cien por cien postmoderno. Siempre se da una mezcla de ambos.
Cómo educadores, debemos ayudar a dosificar correctamente los dos componentes de la
mezcla. Hoy resulta más fácil orientarnos que hace unos años. En teoría, la escuela
debería haberse situado siempre en actitud crítica por encima de la propia sociedad.
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Porque en ellas se estudian otras épocas y otras culturas, otros modos de dar sentido a la
vida. Pero hasta hace pocos años todos veíamos la cultura moderna con tal
complacencia que nos faltó perspectiva. En cambio ahora, tras el cuestionamiento
llevado a cabo por la postmodernidad, podemos comprender con mayor lucidez cuáles
son nuestros desafíos como educadores.
II. Desafios educativos de nuestro contexto socio-cultural
Recuperar la fiesta sin renunciar al compromiso
Al final de los años sesenta escribía Harvey Cox: "En el mundo actual se abre una
brecha (...) entre los que quieren cambiar el mundo y los que se dedican a cantar la
alegría de vivir". Hoy diríamos: entre los modernos y los postmodernos.
La modernidad generó un tipo de hombre seriamente comprometido en el cambio
social, que renunciaba a cua lquier alegría. ¿Cómo reír, si en América Latina se asesina
al pueblo? ¿Cómo cantar, si en el África Subsahariana los niños mueren de hambre? Los
militantes modernos habían olvidado que, si estamos luchando por cambiar el mundo,
debemos alegrarnos también por los signos de salvación que apuntan ya y celebrar
anticipadamente la fiesta de salvación definitiva. Como hacía Jesús.
En cambio, la postmodernidad ha generado un tipo de hombre opuesto: como se le
antoja imposible cambiar la sociedad, no quiere oír hablar de compromiso; prefiere
pasarlo bien. Aunque no lo consigue. La literatura y la canción de los ochenta deja al
descubierto una generación presa de la soledad y aquejada de depresiones y
frustraciones de todo tipo.
En este mundo que oscila entre la modernidad y la postmodernidad los educadores
hemos de asumir la tarea de contribuir a cerrar la brecha entre los que quieren cambiar
el mundo y los que se dedican a cantar la alegría de vivir.
Reconciliarse con el cuerpo sin perder el espíritu
En la postmodernidad asistimos a un culto desmedido al cuerpo: operaciones de cirugía
estética, masajes, saunas, dietéticas macrobióticas, etc. Dentro del nuevo clima
hedonista proliferan las revistas "para adultos", las sex-shop, los shows televisivos, que,
de una forma abierta o solapada, magnifican el sexo.
Acaso la Iglesia tenga parte de culpa en ese bandazo, ya que durante siglos alimentó un
clima de animadversión frente al cuerpo y sobre todo frente a la sexualidad, como si uno
y otra fuesen una rémora para el espíritu. A modo de anécdota, recordemos que no
pocos moralistas iban descartando días, en los que, por una u otra razón espiritual, no
estaba -según ellos- permitido el uso del matrimonio, de modo que, echando la cuenta,
no quedaban más que un par de días hábiles a la semana.
Los educadores han de contar con la tarea de purificar nuestra fe de no pocos elementos
espúreos que en el pasado impidieron a muchos cristianos aceptar su propio cuerpo: el
dualismo platónico, para el que el cuerpo era la cárcel del alma; el estoicismo que sólo
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justificaba el placer sexual cuando se ordenaba a la procreación; un ascetismo real
entendido que la emprendía siempre con el cuerpo, etc. Pero deberán también luchar
contra el culto al cuerpo y la banalización de la sexualidad propia de la postmodernidad.
Cuando del hombre se elimina el espíritu se esfuma la persona y cuando la relación
sexual no es lenguaje de amor, resulta profundamente triste.
Enseñar a pensar y sentir
Después de siglos de monopolio de la razón era urgente reconciliarse con los
sentimientos. En realidad, éstos (simpatía, amor, respeto), que no la razón, constituyen
el motivo normal de los actos morales. Porque, para nosotros, sólo es real lo que nos
interesa. La realidad de un objeto la medimos por el eco que despierta en la esfera
afectiva. Si algo nos resultase del todo indiferente, para nosotros sería como si no
existiese.
Pero no debemos sustituir un monopolio por otro. De lo que se trata es de integrar razón
y sentimiento, como hiciera Zubiri a nivel teórico, para quien "inteligir es un modo de
sentir y sentir es en el hombre un modo de inteligir". Es tarea de los educadores ayudar
a integrar en la práctica esas dos realidades que tanto la modernidad como la
postmodernidad disociaron empobreciendo al hombre.
Aceptar el rendimiento sin renunciar a la gratuidad
La "sociedad del rendimiento" se opone a la "sociedad feudal". En ésta última la
posición social venía determinada por "nacimiento". En las sociedades modernas la
estratificación social la determina el "rendimiento". Es así como se impuso el
"imperativo de rendir", que fue atrofiando poco a poco la gratuidad y el sentido lúdico
de la vida. También esto empobreció al hombre. ¿No es más humano aquel "trabajar
para poder holgar" de Aristóteles que el trabajar para trabajar de los modernos?
Por otra parte, las nuevas tecnologías harán cada vez menos necesario el esfuerzo
humano. Seguir orientando la realización personal casi exclusivamente hacia el trabajo
productivo supondría dejar sin sentido la mayor parte de la existencia de las mujeres y
hombres que vivirán en el próximo siglo y que ahora están ya en la escuela.
Pero tampoco se trata de repudiar todo esfuerzo, como hace la cultura postmoderna.. Lo
que importa es redescubrir que el ser humano no es sólo homo faber (hombre-artífice),
sino también homo ludens (hombre lúdico): puede y debe realizarse también en el juego
y el ocio.
Una escuela humanizadora debería enseñar a hacer lo que es bello tanto, por lo menos,
como lo que es útil. No hay que olvidar que scholé significaba originariamente en
griego "ocio" y, por tanto, designaba un lugar situado por encima de la distinción entre
útil e inútil. Además, una escuela que se precie de ser cristiana ha de encontrar en la
crítica paulina de la justificación por las obras una razón más para librar a las nuevas
generaciones de la obsesión por el rendimiento, sin crear por esto una sociedad
perezosa.
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Promover el diálogo como alternativa a la intolerancia y el relativismo
Frente a la intolerancia del pasado, la institucionalización de la libertad de conciencia en
las sociedades modernas representó un importante progreso ético. Pero la tolerancia se
fue deslizando hacia un relativismo que la cultura postmoderna, con su elogio del
"pensamiento débil", ha puesto sobre el pedestal. Hoy, por ej., es frecuente encontrar
jóvenes que, antes de estudiar ninguna religión, ya saben que todas son iguales.
Donde, a causa de su pluralismo interno, el relativismo hace mayores estragos es en la
escuela pública. El problema más grave que a ésta se le plantea es -al decir de Victoria
Camps- "la debilidad ideológica, el no tener nada que ofrecer o que la oferta sea
demasiado vacilante. A nuestra educación le faltan ideas, contenidos. Y esa educación
débil produce seres desorientados".
El relativismo tiene, además, consecuencias muy graves de carácter social y político. "Si
toda convicción moral vale igual que cualquier otra, lo que se instaura es la ley del más
fuerte, sin posibilidad de apelación ética objetivamente válida" (Hortal).
Frente a ese relativismo empobrecedor del "todo vale" necesitamos educadores
persuadidos de la verdad de sus convicciones y deseosos de transmitirlas a sus alumnos,
pero también convencidos de aquel principio fundamental que enunció el Vaticano 11:
"La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad"
(Dignitatis Humanae, 1).
Enseñar a vivir lo permanente en medio de lo efímero
Ya dijimos que el individuo postmoderno no tiene certezas absolutas y no se aferra a
nada. Y que en las relaciones personales prefiere el placer breve y puntual, sin asumir
compromisos duraderos. Es lógico que esto resulte un obstáculo para el sacerdocio y la
vida religiosa. Y que se prefiera el amor libre al matrimonio.
A los jóvenes de hoy, los educadores hemos de ayudarles a caer en la cuenta de que
están manejando un concepto equivocado de libertad. La libertad postmoderna no es
más que la libertad de la hoja caída del árbol, que va de un lado para otro, según sople el
viento. Los auténticamente libres son capaces de coger con sus propias manos las
riendas de sus vidas, sin dejarse arrastrar por los acontecimientos. Ese gran mentor
intelectual de la postmodernidad que fue Nietzsche escribió una vez que el hombre es
distinto deI animal porque puede hacer promesas.
Educar la fe de forma nueva
1. Revalorizando la experiencia religiosa. De los cien españoles encuestados en 1971
por Gironella, la mayoría se declararon creyentes, pero muy pocos de ellos se atrevieron
a afirmar que habían tenido alguna experiencia religiosas El resultado de la encuesta se
entiende mejor en el supuesto de la identificación de la fe con una aceptación intelectual
de determinadas creencias.
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La modernidad nos hizo saber que, sin el pasaporte de la razón, a Dios no sé le da
entrada en el territorio humano. Hace medio siglo la mayoría de teólogos habrían
suscrito la afirmación de un colega suyo: "De presentarse la religión sin el ropaje de la
ciencia, el hombre moderno la despreciaría". Y no es que haya ahora que arrumbar la
razón en teología, aunque esa afirmación no se mantenga tal cual. La fe es ciertamente
un obsequio razonable. Y por esto no podemos dejar de alegrarnos de que el clima
imperante en la modernidad no estimulase a mostrar la coherencia entre el mensaje
cristiano y las exigencias de la razón.
Pero la importancia que otorga la postmodernidad a la sensibilidad puede contribuir a
que, tras tantos siglos de dominio en solitario de la teología académica, revaloricemos
también la vía de la experiencia y el sentimiento en el acceso a Dios. No hay fe sin esa
experiencia inicial que llamamos conversión y 'sin esa experiencia cotidiana que
llamamos oración.
El peligro es siempre el mismo: irnos al extremo contrario. Apunta hoy un
antiintelectualismo que a veces llega al desprecio de la teolo gía. Cuando la fe renuncia a
la crítica y se deja guiar por el sentimiento puede desembocar en las mayores
aberraciones.
2. Redescubriendo la teología apofática y la teología narrativa. Hay que reconocer que
en el pasado la teología pretendió "saber demasiado". El gusto de la postmodernidad por
el "pensamiento débil" puede ejercer un influjo purificador. Porque ante el misterio
absoluto de Dios, todo nuestro saber no es más que balbuceos que intentan decir algo
sobre lo indecible.
Hoy se reivindica la teología apofátíca o negativa, tan querida de la tradición oriental,
porque ante el "totalmente Otro" es siempre más lo que ignoramos que lo que podemos
llegar a conocer. La teología negativa tiene su prehistoria. Puede remitirse al texto de Ex
33,15-23, en que Dios, ante el deseo de Moisés de verle, responde negativamente y
añade: "me verás de espaldas". Esto equivale a la renuncia a un cara a cara posesivo.
Así, pues, la teología negativa viene de lejos. Lo novedoso consiste en que es el talante
de la época el que la pone ahora de actualidad.
Las reservas de la postmodernidad frente al lenguaje conceptual pueden ayudarnos a
que, sin renunciar a él, recuperemos el lenguaje narrativo, que es el propio de los
Evangelios y, en general, de la Biblia. Influida por el pensamiento griego, la teología
fue convirtiendo esas narraciones en formulaciones abstractas e intemporales.
Frente a los excesos discursivos, tan ajenos a la sensibilidad postmoderna, hemos de
recuperar hoy la narración. Y esto no sólo en la catequesis y en la homilía, sino también
en la reflexión teológica. La elaboración de una teología narrativa sería la consecuencia
de haber revalorizado la experiencia de Dios. Si Jesús pudo hacer teología narrativa fue
porque hablaba de lo que había visto y oído en la intimidad del Padre (véase Jn 3,
1132).
3. Promoviendo la libertad de los hijos de Dios. La desconfianza de los postmodernos
por todo lo que sean normas éticas es una llamada a redescubrir la libertad de los hijos
de Dios. De hecho, la palabra "ley" posee siempre resonancias negativas. Nos suena
siempre a cortapisa. Sólo hay una ley que no resulta opresiva: la que escribe Dios en
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nuestros corazones (Jr 31,33). Escribir la ley de Dios en el corazón es obra del Espíritu
Santo. El ideal supremo de la vida cristiana es convertirnos en theodidáctas: mujeres y
hombres "enseñados por Dios" desde dentro, que puedan decir como San Agustín "ama
y haz lo que quieras". Aunque, para no irnos al otro extremo, necesitamos añadir: "pero
no digas que amas para hacerlo que quieras".
4. Potenciando un cristianismo festivo. Reconozcamos que el espíritu festivo y la
fantasía han sido desterrados de nuestra vida cristiana. La sensibilidad postmoderna nos
invita a recuperar las dimensiones festivas de la fe. No olvidemos que el Evangelio,
antes que un imperativo-ético, es acogida gozosa de la gracia. "Hay demasiado
moralismo en nuestra predicación. Sermones y homilías enfatizan lo que los hombres
han de hacer, en lugar de invitar a celebrar lo que Dios ha hecho con nosotros. Los
creyentes acarician la secreta pretensión de guardar los mandamientos para salvarse, en
lugar de vivir esos valores porque han sido salvados" (Flecha).
El clima de estetitización generalizada que vivimos debería impulsarnos a cuidar los
signos y la belleza de las celebraciones litúrgicas. Hacen pensar las palabras de Léopold
Sédar Senghor, ex-presidente del Senegal: "Cuando voy a misa en Francia estoy
distraído desde el principio hasta el fin, porque es terriblemente aburrida. En cambio en
África (...) la misa es una celebración, una fiesta. Y se llega incluso a marcar el ritmo
con los hombros, si es que no se danza. Cuando a los diez años hice la primera
comunión pensaba que en el cielo la mayor felicidad había de ser cantar danzando".
Espero que las sugerencias que he hecho y los ejemplos que he propuesto hayan bastado
para mostrar que la postmodernidad puede ser un tiempo de gracia para la educación.
Notas:
1
Véase ST n- 126 (1993), págs. 126-160: Nuevos movimientos religiosos (159-160:
Secta destructiva o desestructuradora) (Nota de la R.)
Condensó: ELISA GARCÍA
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