LA VERDAD Y LA CONFRATERNIDAD HUMANA Jacques Maritain

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054-06
LA VERDAD Y LA
CONFRATERNIDAD HUMANA
Jacques Maritain
Conferencia dictada en el Foro de la Escuela de Graduados de
la Universidad de Princeton, EE UU. en 1957.
I
Absolutismo y Relativismo
«¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», exclamó Mme. Roland camino al cadalso. ¡Oh Verdad, se podría decir,
cuán a menudo la violencia ciega y la opresión se han desatado en tu
nombre en el curso de la historia! «El celo por la verdad – como ha
dicho el Padre Víctor White – ha sido frecuentemente el pretexto para
lo más repugnante y perverso de las pasiones humanas».1
Como consecuencia, algunos piensan que a fin de liberar la
existencia humana de tales pasiones y permitir al hombre una vida en
paz y armonía, el mejor camino es abandonar todo celo por la verdad
y toda adhesión a la verdad.
1 Rev. Padre Victor White, OP., ‘Religious Tolerance’. The Commonweal, 4 - sept.- 53
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Es así como usualmente, luego de la violencia y crueldad de las guerras de
religión, tiene lugar un período de escepticismo como en los tiempos de Montagne y Charron.
Aquí tenemos una vez más el vaivén del péndulo de uno a otro extremo. El
escepticismo, además, puede llegar a considerar a aquellos que no son escépticos
como crueles, pueriles o subhumanos, y bien puede suceder que los trate del mismo modo que el fanático trata al descreído. Entonces, el escepticismo pasa a ser
tan intolerante como el fanatismo – se transforma en el fanatismo de la duda. Este
es el signo de que el escepticismo no es la respuesta.
La respuesta es la humildad, junto a la fe en la verdad.
El problema de la verdad y la confraternidad humana es muy importante
para las sociedades democráticas; me parece que esto es de particular importancia
para este país, donde hombres y mujeres provenientes de la mayor diversidad de
orígenes nacionales y de credos religiosos y filosóficos deben vivir juntos. Si cada
uno de ellos se sintiese impulsado a imponer a sus conciudadanos sus propias
convicciones y la verdad en que cree, ¿no sería fácil concluir que vivir juntos en
sociedad sería un imposible? Obviamente, si lo sería. Pues bien, resulta todavía
más fácil, tal vez demasiado fácil, dar un paso más adelante y preguntar: ¿no es
efectivo que, al adherir a sus propias convicciones, cada uno procurará imponerlas
a todos los demás? Y siendo así, ¿no será un resultado lógico de esperar que la vida
en común se torne imposible?
En esta línea de pensamiento, no es inusual encontrar gente que piensa que
no creer en ninguna verdad, o no adherir firmemente a ninguna afirmación que
se estime inalterablemente verdadera en sí misma, es una condición primaria, exigible a todos los ciudadanos, a fin de ser tolerantes los unos con los otros y poder
vivir juntos en paz. Permítanme decir que los que así piensa son de hecho los más
intolerantes, puesto que si llegasen a creer en algo inalterablemente verdadero, se
sentirían impulsados, por su misma lógica de razonamiento, a imponer su propia
creencia a los demás por la fuerza y la coerción. El único remedio que han encontrado para desprenderse de tan dominante tendencia al fanatismo es sustraerse
ellos mismo de toda verdad.
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Ese es un método suicida. Y es una concepción suicida de la democracia: la
sociedad democrática que vive en el escepticismo se condena a sí misma a entrar
en un proceso de auto destrucción a partir del hecho que, por una parte, ninguna
sociedad democrática puede vivir sin una creencia práctica en esas verdades que
son la libertad, la justicia, la ley y demás principios democráticos, y, por otra,
que toda creencia en esas cosas, que son objetiva e inalterablemente verdad – lo
mismo que toda verdad –, será reducida a la nada por la ley preasumida del escepticismo universal.
En el terreno de la ciencia política, la opinión que estoy criticando, fue
convertida en teoría – la llamada ‘justificación relativista de la democracia’ – por
Hans Kelsen.
Es muy significativo que, para establecer su filosofía del orden temporal y
mostrar que la democracia implica ignorancia, o bien duda, acerca de toda verdad
absoluta, sea religiosa o metafísica, Kelsen haya recurrido a Pilato: de modo que al
negarse a distinguir entre el justo y el injusto, y lavándose las manos, este juez deshonesto se ha convertido en el pomposo precursor de la democracia relativista.
Kelsen cita el diálogo entre Jesús y Pilato – Juan, 18, 37, 38 –, en el que Jesús
dice: “Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo”,
a lo que Pilato responde: “¿Y qué es la verdad?”, luego de lo cual entrega a Jesús a
la furia de la multitud. Porque no sabía qué es la verdad, concluye Kelsen, Pilato
llamó al pueblo y le pidió que decidiera; y, así, en una sociedad democrática, es
al pueblo a quien corresponde decidir, y reina la tolerancia mutua, porque nadie
sabe qué es la verdad.
La verdad de la que Kelsen hablaba era la verdad religiosa y metafísica – lo
que algunos llaman ‘verdad absoluta’ – como si cualquier verdad, en cuanto es
verdad, no fuese absoluta en su propio ámbito. Como Miss Helen Silving ha escrito 2, el peso del argumento de Kelsen es el siguiente: «quienquiera que conoce
o dice conocer la verdad absoluta o la justicia absoluta» – es decir, simplemente
la verdad y la justicia – «no puede ser democrático, porque no puede y no es dable
esperar que admita la posibilidad de una visión diferente de la suya, la verdadera
2 Helen Silving. ‘The Conflict of Liberty and Equality’. Iowa Law Review, 1950
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visión. Así, el metafísico y el creyente se ven obligados a imponer su verdad eterna
a otras personas, al ignorante y a la gente sin visión. La suya es la cruzada sagrada
del que sabe en contra del que no sabe o no comparte la gracia de Dios. Solamente si
somos conscientes de nuestra ignorancia sobre lo que es el Bien podremos recurrir a la
decisión del pueblo».
Es imposible resumir más precisamente un conjunto de supuestos más bárbaros y erróneos. Si fuese cierto que quienquiera que conoce o dice conocer la
verdad y la justicia no puede admitir la posibilidad de una visión diferente de la
suya y, por ello, estaría destinado a imponer su verdad por medios violentos, entonces, ciertamente, el animal racional sería la más peligrosa de las bestias.
En realidad, es por medios racionales, esto es, por medio de la persuasión,
no de la coerción, que el animal racional está dirigido por su propia naturaleza
a procurar inducir a sus semejantes a compartir lo que conoce o dice conocer
como verdadero y justo. Y el metafísico, porque confía en la razón humana, y
el creyente, porque confía en la gracia divina y sabe que «una fe forzada es una
odiosa hipocresía hacia Dios y al hombre», según dijera el Cardenal Manning, no
usan la guerra santa para hacer accesible a los demás hombres su «verdad eterna»; ellos recurren a la libertad interior de las personas ofreciéndoles ya sea sus
demostraciones o el testimonio de su amor. Y no llamamos al pueblo a decidir
porque estamos consciente de nuestra ignorancia acerca del bien, sino porque
conocemos la verdad y el bien consistente en que el pueblo tiene derecho a
gobernarse a sí mismo.
Sin duda alguna, es fácil observar que la historia del género humano no
nos demuestra que el sentimiento religioso y las ideas religiosas hayan contribuido con algún éxito especialmente perceptible a la pacificación de los hombres. Pareciera, antes más bien, que las oposiciones religiosas hubieran nutrido
y agravado sus conflictos. Por una parte, la verdad siempre crea problemas, y
quienes dan testimonio de ella son siempre perseguidos: «No penséis que he
venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada».3 Por la otra
– y este es el punto que debemos enfrentar –, sucede a veces que aquellos que
conocen o dicen conocer la verdad persiguen a otros. No niego el hecho; digo
3 Mat. 10:34
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que este hecho, al igual que todos los hechos, necesita ser entendido. Solamente
significa que, dada la debilidad de nuestra naturaleza, el impacto de las cosas
más altas y sagradas sobre la tosquedad del corazón humano es culpable de
convertir dichas cosas, por accidente, en víctima de sus pasiones, en tanto no
hayan sido purificadas por un amor genuino.
No tiene sentido considerar el fanatismo como fruto de la religión. El
fanatismo es una tendencia natural enraizada en nuestro egoísmo y ambición
de poder. Se apodera de todo sentimiento noble para habitar en él. El único
remedio para el fanatismo religioso es la luz del Evangelio y el progreso de la
conciencia religiosa en la fe misma y en el amor fraternal, que es el fruto de la
unión del alma humana con Dios. Entonces el hombre se da cuenta de la sagrada trascendencia de la verdad y de Dios. Mientras más se aferra a la verdad,
por medio de la ciencia, la filosofía o la fe, más advierte la inmensidad que va
unida a ella. Mientras más conoce a Dios, sea por la razón o la fe, más entiende que nuestros conceptos (por medio de la analogía) lo alcanzan a Él, pero
no lo limitan, y que Sus pensamientos no son como nuestros pensamientos:
«¿Quién abarcó el espíritu de Yahvé, y como consejero suyo le enseño?».4 Mientras
más fuerte y profunda llega a ser la fe, más se arrodilla el hombre, no ante una
pretendida ignorancia de la verdad, sino ante el inescrutable misterio de la
verdad divina y ante los escondidos caminos en los que Dios se encuentra con
aquellos que lo buscan.
En síntesis, el problema real tiene que ver con el sujeto humano, dotado,
como es, de derechos en relación a sus semejantes, aquejado, como es, por inclinaciones viciosas derivadas de su voluntad de poder.
Por un lado, el error de los absolutistas que quisieran imponer la verdad por
la fuerza viene del hecho de cambiar del objeto al sujeto sus acertados sentimientos acerca del objeto; y piensan que tal como el error no tiene derechos por sí
mismo y debiera ser eliminado de la mente (por medios de la mente), igualmente
el hombre en el error no tiene derechos por sí mismo y debiera ser eliminado de
la convivencia humana (por los medios del poder humano).
4 Isa. 40:13
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Por el otro lado, el error de los teóricos que hacen del relativismo, la ignorancia y la duda una condición necesaria de la mutua tolerancia, proviene del
hecho de que cambian del sujeto al objeto sus acertados sentimientos acerca del
sujeto humano – que debe ser respetado incluso si está en el error –; y así privan
al hombre y al intelecto humano del acto mismo – la adhesión a la verdad – en
que consiste tanto la dignidad humana como la razón de vivir.
Comienzan, como lo hemos visto a propósito de Kelsen, con las verdades
supremas tanto de la metafísica como de la fe. Pero las ciencias de los fenómenos también tratan de la verdad, aunque en ella el descubrimiento de una nueva
verdad a menudo reemplaza la teoría previamente considerada como verdadera.
Pues bien, ¿qué sucedería si el fanatismo humano se adueñase en un determinado
momento de lo que dice ser una verdad científica? Basta con mirar la forma en
que el estado Stalinista impuso a los científicos su propia verdad física, biológica,
lingüística o económica. ¿Sería preciso concluir que, a fin de escapar de la opresión o control de la ciencia estatal, la única vía consistiría en renunciar a la ciencia
y a la verdad científica, para tomar refugio en la ignorancia?
Es la verdad, no la ignorancia, la que nos hace humildes y nos da el sentido
de lo que permanece desconocido a nuestra inteligencia. Sólo en un sentido hay
sabiduría en apelar a nuestra ignorancia: si significa la ignorancia del que sabe, no
la ignorancia de los que están en la oscuridad.
Ya se trate de un asunto de las ciencias, la metafísica o la religión, el hombre
que pregunta, al igual que Pilato, «¿qué es la verdad?», no es un hombre tolerante,
sino un traidor a la raza humana.
Solamente existe tolerancia real y genuina cuando un hombre está firme y
absolutamente convencido de una verdad, o de lo que él cree que es verdad, y, al
mismo tiempo, reconoce el derecho a existir de aquellos que niegan esa verdad,
que lo contradicen y dicen lo que piensan. Y lo hace así, no porque crea que aquellos estén libres de la verdad, sino porque entiende que ellos sólo buscan la verdad
a su manera, y porque también respeta en ellos la naturaleza humana, la dignidad
humana y los recursos y las fuentes de la vida del intelecto y de la conciencia, que
los hace capaces, potencialmente, de alcanzar la verdad que él mismo ama, si llega
el día en que ellos también logran verla.
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II
¿Pueden los filósofos cooperar?
Una aplicación específica del problema que analizamos puede encontrarse
en el terreno filosófico. Hace algunos años me preguntaron mi opinión acerca de
si los filósofos pueden cooperar.
Me sentí más bien confundido, porque, por una parte, si la filosofía no
busca la verdad no es nada, pues la verdad no admite compromisos; pero, por
la otra, si los filósofos, esto es, los amantes de la sabiduría, no pueden cooperar,
¿cómo va a ser posible ninguna cooperación humana? El hecho que la discusión
filosófica parece consistir en una riña entre hombre sordos no es tranquilizador
para la civilización.
Mi respuesta fue que los filósofos no cooperan, por regla general, porque
la naturaleza humana es tan débil en ellos como en cualquier otro pobre animal
racional, pero que sí pueden cooperar; y que tal cooperación entre filósofos sólo
puede ser una conquista del intelecto sobre sí mismo y sobre el propio universo
del pensamiento que ha creado – una conquista indudablemente difícil, alcanzable sólo por medio del rigor y la justicia intelectual sobre las bases permanentes
de irreductibles e inevitables antagonismos.
Pienso que, además, existe una distinción importante en esta conexión. El
asunto puede ser tratado tanto desde el punto de vista de los intercambios doctrinales entre sistemas, como desde el punto de vista de la mutua comprensión que
diferentes sistemas filosóficos pueden tener recíprocamente, cada uno considerado como un todo.
Desde el primer punto de vista, el de los intercambios doctrinales, cada
sistema puede servirse de los otros para su propio beneficio, desglosándolos y procurando asimilar lo que puede serle útil en ellos. Esta es ciertamente cooperación,
aunque en un sentido muy particular – como el león coopera con la zebra.
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Desde el segundo punto de vista, en la perspectiva del juicio que cada
sistema posee sobre los otros, considerándolos como un todo, como un objeto
situado en una esfera exterior, al que trata de hacer justicia, es posible un cierto
entendimiento mutuo, ciertamente incapaz de deshacerse de los antagonismos
básicos, pero que bien pudiera crear una forma real aunque imperfecta de cooperación, al punto que cada sistema puede alcanzar éxito, primero, reconociendo
en el otro, en un cierto sentido, el derecho a existir, y, segundo, aprovechando
del otro, no ya por la intrusión material o tomando o digiriendo partes del otro,
sino que elevando, gracias al otro, su propia vida y principios a un grado más alto
de conquista y extensión.
Es en esta genuina clase de cooperación que quisiera insistir por el
momento.
Si fuésemos capaces de darnos cuenta que la más de las veces nuestras mutuamente opuestas afirmaciones no pertenecen a la misma parte o aspecto de lo
real y que ellas son de mayor valor que nuestras mutuas negaciones, entonces nos
acercaríamos a un primer pre-requisito de un genuino entendimiento filosófico:
esto es, llegaríamos a estar mejor capacitados para trascender y conquistar nuestro
propio sistema de signos y lenguaje conceptual, para adoptar por un momento,
de manera tentativa y provisional, el pensamiento y la aproximación del otro,
para luego regresar con semejante botín inteligible a nuestra propia conceptualización filosófica y a nuestro propio sistema de referencias.
Entonces, dejaríamos de estar preocupados analizando y clasificando el conjunto de afirmaciones peculiares a los diversos sistemas, presentándolos, por así
decirlo, sobre una superficie o nivel común que nos permita examinar qué conciliación o intercambio mutuo de ideas permiten en su propia estructura. Más bien
nos concentraríamos en tener en cuanta una tercera dimensión, a fin de examinar
la manera en que cada sistema, considerado como una unidad específica, puede,
de acuerdo a su propio sistema de referencias, hacer justicia al otro al visualizarlo
y al procurar penetrarlo como a un objeto situado externamente, en otra esfera
de pensamiento.
Desde esta perspectiva, hay dos consideraciones que aparecen como de la
mayor importancia: una es la consideración de la intuición central que descansa
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en el corazón de cada una de las grandes doctrinas filosóficas; la otra es la consideración del lugar que cada sistema podría, de acuerdo a su propio marco de referencia, otorgar al otro sistema como área a ocupar legítimamente en el universo
del pensamiento.
En realidad, cada gran doctrina filosófica vive de una intuición central que
puede ser erróneamente conceptualizada y trasladada en un sistema de aserciones
seriamente deficientes o erróneo en cuanto tal, pero que, en cuanto intuición
intelectual, consigue verdaderamente tomar algunos aspectos de lo real. Y, consecuentemente, cada gran doctrina filosófica, una vez que ha sido captada en su
intuición central y entonces reinterpretada conforme al marco de referencia de
otra doctrina (de una manera que seguramente no ha de aceptar), debería recibir
desde el punto de vista de esta otra doctrina un lugar considerado como legítimamente ocupado, aunque sea en un universo imaginario.
Si procuramos hacer justicia a los sistemas filosóficos a los cuales nos oponemos con mayor determinación, debiéramos tratar de descubrir al propio
tiempo la referida intuición central que comprenden y el lugar que debiéramos
otorgarles según nuestro punto de vista. Entonces nos beneficiaremos de tales
sistemas, no mediante préstamos de ellos o intercambiando con ellos de determinadas convicciones o ideas en particular, sino viendo, gracias a ellos, más
profundamente al interior de nuestra propia doctrina, enriqueciéndola desde
adentro y extendiendo sus principios a nuevas áreas de exploración traídas por
ellos con mayor fuerza a nuestra atención, para informarlos más vital y poderosamente por tales principios.
Así, pues, no hay tolerancia entre sistemas – un sistema no puede tolerar
otro sistema, porque los sistemas son conjuntos abstractos de ideas que sólo tienen
existencia intelectual, en la que la voluntad de tolerar o no tolerar no tiene lugar –,
pero puede haber justicia, justicia intelectual, entre sistemas filosóficos.
Y entre filósofos puede haber tolerancia y más que tolerancia; puede haber
una cierta clase de cooperación y compañerismo, fundados en la justicia intelectual
y en el deber filosófico de entender el pensamiento de otros con verdadera equidad.
Mas aún, no hay justicia intelectual sin la ayuda de la caridad intelectual.
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Si no amamos el pensamiento y el intelecto del otro como intelecto y pensamiento, ¿cómo vamos a atrevernos a descubrir qué verdades son expresadas por ellos
si nos parecen tan erróneos y desviados y, al mismo tiempo, cómo vamos a ser ser
capaces de liberar dichas verdades de los errores que las someten, para restablecerlas
en una auténticamente verdadera sistematización? Así, amamos la verdad más que a
nuestros compañeros filósofos, pero amamos y respetamos a ambos.
En este punto quisiera señalar que, incluso cuando están equivocados, los
filósofos son una especie de espejo, en lo más alto de la inteligencia, en el que se
reflejan las tendencias más profundas que oscuramente juegan en la mente humana en cada época de la historia. (Mientras más grandes son esas tendencias, más
activas y poderosamente radiantes aparecen en el espejo).
Ahora bien, si somos seres pensantes, tales espejos nos son indispensables.
Después de todo, es mejor para la sociedad humana tener los errores hegelianos
con Hegel, que esos mismo errores sin Hegel, esto es, errores difusos y escondidos – que son de tipo hegeliano pero anónimos e irreconocibles – circulando
sin freno en el cuerpo social. Un gran filósofo en el error es como un faro en el
arrecife diciéndole al marino: «navega lejos de mi». Él le permite a los hombres (al
menos a aquellos que no ha logrado seducir) identificar los errores que padecen y
alcanzar plena conciencia para luchar contra ellos. Esta es una necesidad esencial
de la sociedad, en cuanto no es una mera sociedad animal, sino una sociedad de
personas dotadas de inteligencia y libertad.
Incluso si los filósofos están divididos entre sí, al parecer sin esperanza, en
su búsqueda de una verdad superior y absoluta, al menos buscan la verdad; y sus
mismas controversias, constantemente renovadas, son un signo de la necesidad de
dicha búsqueda. Esas controversias no se refieren al carácter ilusorio e inalcanzable del objeto que buscan. Se refieren al hecho de que tal objeto es sumamente
difícil a causa de su importancia crucial. ¿No es un hecho que lo que es crucial por
su importancia, lo es también por su dificultad? Platón nos enseñó que las cosas
bellas son difíciles y que, por ello, no debiéramos evadir los peligros hermosos.
La Humanidad caería en grave riesgo y pronto en la desesperanza si eludiese los
peligros hermosos de la razón y la inteligencia. Más aún teniendo en cuenta que es
un lugar común, en los insuperables desacuerdos que dividen a los filósofos, que
muchas cosas son cuestionables y sobre simplificadas.
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En realidad, no hay duda que estos desacuerdos existen. Sin embargo, en cierto
sentido hay mucha mayor continuidad y estabilidad en la filosofía que en la ciencia. Así,
mientras una nueva teoría científica cambia completamente la manera misma en que la
antigua teoría presentaba el problema, los problemas filosóficos son siempre los mismos,
en una u otra forma. Es más, una vez que las ideas filosóficas básicas han sido descubiertas,
se transforman en adquisiciones permanentes de la herencia filosófica. Y, no obstante ser
usadas de varias maneras, incluso en sentidos opuestos, ellas siguen todavía presentes.
Finalmente, si los filósofos luchan y disputan tan violentamente, es porque
cada uno ha visto algo de la verdad, lo que, frecuentemente, ha deslumbrado sus
ojos, al punto de llegar a conceptualizarla de una manera insana. De ello debieran
tomar nota sus colegas filósofos, cada uno desde su propia perspectiva.
III
Relación de buen compañerismo
entre los miembros de diferentes familias religiosas
A primera vista parece particularmente chocante, como lo he señalado previamente, que hombres dedicados a la sabiduría y a la conquista de las verdades
más altas estén no sólo en mutuo desacuerdo – lo que es bastante normal – sino
que desplieguen, como sucede más a menudo que no en la realidad, más intolerancia mutua – negándose unos a otros todo derecho intelectual a existir – que
incluso los artesanos, como ha dicho Aristóteles, o los pintores y los escritores
entre sí. En realidad, esto no es sorprendente, puesto que la tolerancia mutua se
refiere esencialmente a vivir juntos en la existencia concreta; y, como resultado, la
tolerancia mutua en más fácil en las materias prácticas que en las teóricas.
Cuando se trata de rescatar a alguien de un incendio, la tolerancia mutua y
colaboración entre un ateo y un cristiano, o entre el promotor del determinismo
y el defensor del libre albedrío, seguirá un curso espontáneamente natural. Sin
embargo, cuando se trata del conocimiento de la verdad acerca de la voluntad
humana, la cooperación entre el promotor del determinismo y el defensor del
libre albedrío se hará muchísimo más difícil. Ya hemos visto en qué condiciones y
superando qué obstáculos es posible semejante cooperación entre filósofos.
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En verdad, los filósofos son naturalmente intolerantes, y una genuina tolerancia entre ellos significa una gran victoria de la virtud sobre la naturaleza de sus
mentes. Me temo que lo mismo se puede decir de los teólogos. Este tema fue particularmente caro a Descartes, que hizo a los teólogos (los teólogos no-cartesiano)
responsables de todas las guerras del mundo. Y a pesar de ello, ambos, filósofos y
teólogos, son seguramente capaces de sobreponerse a la natural debilidad de que
acabo aludir, para fomentar un mayor respeto hacia los hombres en el error en la
misma medida en que se esfuerzan en reivindicar la verdad que aquellos desprecian y desfiguran.
Así llegamos a a nuestro tercer punto: entendimiento mutuo y cooperación
– sin comprometer la fidelidad a la verdad según la ve cada cual – entre hombres
de diferente fe: no digo en el nivel temporal y en las tareas temporales, sino en el
nivel de la vida, el conocimiento y la experiencia religiosa.
Si es verdad que la sociedad humana debe reunir, al servicio del mismo bien común, a hombres pertenecientes a familias espirituales diversas,
¿cómo va a ser posible que la paz sea asegurada en forma duradera si primero, en el dominio que más importa a los seres humanos – en el propio ámbito espiritual y religioso – no fuese posible establecer una relación de respeto
y entendimiento mutuos?
Yo prefiero la palabra ‘confraternidad’ a ‘tolerancia’ por numerosas razones.
En primer lugar, la palabra tolerancia se refiere no solamente a la virtud de la tolerancia entre los seres humanos, que es lo que analizo en esta conferencia, sino
a problemas ajenos a tal perspectiva. Así, por ejemplo, tenemos por una parte el
problema de la ‘tolerancia dogmática’: ¿tiene el hombre la obligación moral de
buscar la verdad religiosa y aferrarse a ella cuando la encuentra? Ciertamente,
sí. ¿Tiene la Iglesia un derecho a condenar los errores opuestos al depósito de
la divina revelación que tiene a su cargo? Ciertamente, sí. Y, por otra parte, está
el problema de la ‘tolerancia civil’ 5: ¿debe la sociedad civil respetar el reino de
la conciencia y abstenerse de imponer un credo religioso mediante la coerción?
Nuevamente y por cierto que sí.
5 Charles Journet, ‘The Church of the Word Incarnate. Londres y Nueva York: Sheed and Ward, 1955
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En segundo lugar, la palabra ‘confraternidad’ tiene un connotación positiva – positiva y elemental – en las relaciones humanas. Evoca la imagen de
compañeros de viaje, que se encuentran por casualidad aquí en la tierra y viajan
por la vida – no obstante lo fundamentales que puedan ser sus diferencias – de
buen humor, en solidaridad cordial y acuerdo humano, o mejor dicho, en un
desacuerdo amistoso y cooperativo. Pues bien, por las razones que acabo de
mencionar, me parece que el problema de la buena confraternidad entre los
miembros de las diversas familias religiosas, es uno de importancia fundamental
en esta edad de civilización.
Permítanme decir de inmediato que este intento de acercamiento podría
ser fácilmente malentendido. Comenzaré, por tanto, por despejar el terreno de
cualquier posible mal entendimiento. Obviamente, tal acercamiento no puede
llevarse a cabo al costo de sacrificar la fe, ni de ceder en la integridad intelectual o
de disminuir en nada lo que corresponde a la verdad. No se trata en absoluto ni
de un acuerdo entre lo que yo sé y un mínimo común de verdad, ni de someter las
convicciones de cada cual a un índice común de duda. Por el contrario, semejante
reunión sólo puede ser concebible si asumimos que cada cual alcanza la máxima
fidelidad a la luz a que es expuesto. Más aún, es obvio que tal fidelidad debe ser
pura y, por tanto, válida y eficaz, si es libre de cualquier segunda intención de naturaleza temporal y aun de la sombra de alguna tendencia a subordinar la religión
a la defensa de intereses terrenos o ventajas adquiridas.
Estoy seguro que todos coincidiremos en las condiciones negativas que acabo de señalar. Mas, tan pronto como pasamos a las consideraciones positivas, cada
cual ve la justificación misma de las razones de ser de esta buena confraternidad
entre creyentes de diferentes familias religiosas reflejadas en su propia visión particular y en su propio mundo de pensamiento.
Y estas visiones son irreductiblemente heterogéneas; los mundos del pensamiento nunca se encuentran exactamente. Hasta la llegada del día de la eternidad,
sus dimensiones no pueden tener una medida común. No tiene sentido cerrar los
ojos a este hecho, que se alza como testigo de la coherencia interna de los sistemas
de signos, construidos sobre principios diferentes, de los que depende la mente
humana para su conocimiento de la vida. Nociones tan fundamentales como la
absoluta unidad de Dios no tiene el mismo sentido para un judío que para un
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cristiano; como tampoco tienen igual significación, para un cristiano y un musulmán, las nociones de divina trascendencia e incomunicabilidad; o, entre Oriente
y Occidente, las nociones de persona, libertad, gracia, revelación, encarnación o
natural y sobrenatural. Y la ‘no violencia’ de los hindúes no es lo mismo que la
‘caridad’ cristiana.
Sin duda, como lo he señalado a propósito de la justicia filosófica, es un
privilegio de la inteligencia humana entender otros idiomas que el que usamos.
Pero no es menos cierto que si, en lugar de ser seres humanos, fuésemos modelos
de Ideas Puras, nuestra naturaleza sería devorarnos unos a otros para absorber en
nuestro propio mundo de pensamiento cualesquiera de esos otros mundos que
pudiesen contener la verdad.
Sucede, sin embargo, que somos seres humanos, cada uno conteniendo en sí
mismo el misterio ontológico de la personalidad y de la libertad: y es en este mismo
misterio de la libertad y la personalidad donde la genuina tolerancia y confraternidad encuentra sus raíces. Porque las bases de la confraternidad entre hombres
de diferentes credos no está en el orden del intelecto y de las ideas, sino en el del
corazón y del amor. Es amistad, amistad natural, pero primero y por sobre todo es
amor mutuo en Dios y por Dios. El amor no anda en busca de esencias ni de cualidades ni de ideas, sino de personas; y es el misterio de las personas y de la divina
presencia en ellas lo que aquí esta en juego. Esta confraternidad, pues, no es una
confraternidad de creencia sino una confraternidad de personas que creen.
Las convicciones de cada uno de nosotros, correctas o erróneas, respecto de
lo que estimamos son limitaciones, deficiencias o errores de otros no impiden la
amistad entre las mentes. En semejante dialogo fraternal, debe haber cierta clase
de perdón y benevolencia, no con respecto a las ideas – las ideas no merecen perdón si son falsas – sino con respecto a la condición de aquel que va por el camino
a nuestro lado.
Cada creyente sabe muy bien que todos los hombres – él mismo y todos los
demás – serán juzgados. Y que ni él no los otros son Dios, capaces de eludir el
juicio. Y lo que cada cual es ante Dios, ni uno ni otros lo saben. Aquí es donde
el ‘No juzgarás’ del Evangelio se aplica con toda su fuerza. Podemos emitir juicio
en lo concerniente a las ideas, verdades o errores; buenas y malas acciones; carac-
Tolerancia y Verdad
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teres, temperamentos y aquello que aparece ante nosotros como una disposición
del hombre. Pero nos es absolutamente prohibido juzgar el interior del corazón,
aquel centro inaccesible donde la persona teje día a día su propia suerte y anuda
sus lazos con Dios. Llegados a este punto, sólo hay una cosa que hacer y ella es
confiar en Dios. Y eso es precisamente lo que el amor al prójimo nos induce a
hacer.
Me gustaría hacer hincapié por un momento en la ley interna y en los privilegios de esta amistad de caridad, con respecto precisamente a la relación entre
creyentes de diferentes denominaciones religiosas (como así mismo entre creyentes y no creyentes). Ya he dejado suficientemente claro que es erróneo decir que
que tal amistad trasciende el dogma o que existe sin perjuicio de los dogmas de la
fe. Tal visión es inadmisible para todos los que creen que la palabra de Dios es tan
absoluta como Su unidad o Su trascendencia.
Un amor mutuo adquirido al precio de la fe, en sí basado en alguna forma
de eclecticismo, o que, recurriendo a la parábola de los tres anillos de Lessing,
dijese: “Amo a aquel que no tiene mi fe porque, después de todo, no estoy seguro que
mi fe es la verdadera fe y de que lleve el verdadero anillo”, al decirlo reduciría la fe a
una mera herencia histórica y la marcaría con los sellos del agnosticismo y del relativismo. Semejante amor, para quienquiera que cree haber escuchado la palabra
de Dios, importaría poner al hombre por encima de Dios.
Por el contrario, el amor que es caridad va primero a Dios y luego a todos los
hombres, porque mientras más son amados en Dios y por Dios, más son amados por
ellos mismos y en sí mismos. Más aún, este amor nace en la fe y permanece en la fe,
alcanzando al mismo tiempo a quienes no tienen la misma fe. Esa es la verdadera
característica del amor; donde quiera vaya nuestro amor lleva consigo nuestra fe.
La amistad de caridad no nos hace solamente reconocer la existencia de otros
– aunque, de hecho, en esto hay algo suficientemente difícil para los hombres, algo
que incluye todo lo que es esencial. No sólo nos hace reconocer la existencia de
otros, sino que nos hace reconocer que existe no como un accidente del mundo
empírico, sino como un ser humano que existe ante Dios y que tiene el derecho a
existir. Aun permaneciendo dentro de la fe, la amistad de caridad nos ayuda a reconocer en otras creencias distintas de la nuestra lo que tienen de verdad y dignidad,
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Jacques Maritain
y de valores humanos y divinos. Nos hace respetarlas, nos urge en buscar siempre
en ellas todo lo que lleve el sello de la grandeza original del hombre y del cuidado
previsor y generoso de Dios. Nos ayuda a alcanzar el entendimiento mutuo de uno
al otro. No nos hace ir más allá de nuestra fe, pero sí de nosotros mismos. En otras
palabras, nos ayuda a purificar nuestra fe de la caparazón de egoísmo y subjetividad en la que instintivamente tendemos a encerrarla. E inevitablemente trae consigo también como llamado agudo del corazón, a un tiempo, la unión del corazón
a la verdad que amamos y al prójimo ignorante de esa verdad. Esta condición está
asociada incluso con lo que se conoce como el llamado ‘ecuménico’ a la unidad de
la cristiandad dividida; y mucho más aún, es asociado con el esfuerzo de traer la
comprensión mutua entre los creyentes de todas las denominaciones.
Desconfío de la amistad fácil y cómoda entre creyentes de todas las denominaciones, quiero decir de la amistad que no va acompañada, como debiera, del remordimiento o aflicción del alma; del mismo modo que desconfío de todo universalismo
que pretende unir en un servicio único de Dios, y en una única piedad trascendente
– como en un Templo Mundial de la Equidad – todas la formas de creer y todas las
formas de adoración. El deber de ser fiel a la luz que uno ve y de seguirla siempre tal
como la ha visto, es un deber que no puede ser evadido. En otras palabras, el problema de la conversión, para quienquiera que siente la espuela de Dios, en cuanto
ha sido aguijoneado por ella, no puede ser dejado de lado del mismo modo que no
se puede dejar de lado la obligación del apostolado. Y en el mismo sentido, también
desconfío de la amistad fácil y cómoda entre creyentes de una misma denominación,
como si fuese así porque la caridad estuviese reservada sólo entre sus creyentes; sería
un universalismo que limitaría el amor a los hermanos en la fe, un proselitismo que
amaría al otro ser solamente para convertirlo y tan sólo en cuanto es capaz de conversión, una Cristiandad que sería la Cristiandad de los buenos en contra de los malos, y
que confundiría el orden de la caridad con lo que un gran escritor espiritual del siglo
diecisiete llamó el orden de la fuerza policial.
Este universalismo espurio de que acabo de hablar – que permitiría a todas
las creencias tener su propio quiosco, con su vitrina de exhibición y sus parlantes
en el Templo Mundial de la Equidad, bajo la condición de que todas deban confesar que no están seguras de estar comunicando la palabra de Dios, y que ninguna
de ellas pueda llegar a proclamar ser la Fe verdadera – es a veces propugnado en
nombre de la sabiduría de la India, que enseña una especie de indiferencia liberal
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trascendente con respecto a cualquier credo definido.
En este punto me gustaría señalar lo siguiente:
Primero. Tal indiferencia liberal se aplica en realidad a los credos no-hindúes
que no a los hindúes y, consecuentemente, parece más bien un ilusorio tema de
propaganda. Por otra parte, en el hecho, “la visión correcta y el pensamiento correcto
constituyen el primer paso en la senda de Buda, y la palabra ortodoxia es precisamente
su equivalente en griego. En las escrituras pali hay muchas lecturas que parecen dar
cuenta de juicios de herejías”.6 Y en fin, ¿no fue el budismo, nacido en la India,
perseguido por el brahmanismo y expulsado de la India?
Segundo. La sabiduría de la India, sea brahmánica o budista, no enseña
indiferencia a ninguna verdad suprema; enseña la no diferenciación de la suprema verdad, lo que constituye una definida convicción metafísica. De seguro, la metafísica india es rica en inapreciables intuiciones y experiencias. Sin
embargo, es seriamente errónea en cuanto enseña que la Verdad Suprema es la
indiferenciación absoluta y que la Suprema Realidad es tan trascendente que
no puede ser conocida de ninguna manera expresable, incluidos los conceptos y
palabras que Dios mismo usó para revelarse a Sí mismo. Esto conduce, por una
parte, a desechar el intelecto en su capacidad de captar por medio de la analogía las cosas divinas en sí mismas, y, por otra, a prohibirle a Dios el derecho de
hablar. Entonces todas las formas religiosas son abarcadas y absorbidas en una
religiosidad sin formas.
Tercero. La caricatura occidentalizada de la metafísica hindú, que predica en
el nombre de una u otra “sophia”, la indiferencia hacia cualquier dogma religioso
y la equivalencia entre todos los credos religiosos, de hoy en adelante decididamente relativizados, despliega élla misma el más arrogante dogmatismo, exigiendo a sus seguidores el sometimiento incondicional de sus mentes a maestros auto
proclamados profetas. Así, el tipo de misticismo supuestamente libre y superior a
cualquier dogma revelado, promocionado por este gnosticismo barato, no es más
que auto complacencia espiritual o una búsqueda de poder a causa de la pérdida
del sentido de verdad.
6 Rev Padre Victor While, op.cit.
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El verdadero universalismo, en el que he insistido en el curso de esta conferencia, es justamente lo opuesto a la indiferencia. La catolicidad que implica no
es la catolicidad del relativismo y la indistinción, sino la catolicidad de la razón,
y ante todo la catolicidad de la Palabra de Dios, que trajo salvación a toda la raza
humana y a cuyo cuerpo místico pertenecen, visible o invisiblemente, todos los
que viven en gracia.7
El verdadero universalismo presupone el sentido de la verdad y la certeza de
la fe; es el universalismo del amor que utiliza esa misma certeza de la fe y todos los
recursos del intelecto para entender mejor y hacer justicia plena al prójimo. No es
supra-dogmático, es supra-subjetivo.
Encontramos una señal de tal universalismo de amor – no por encima de la
fe, sino en la fe, no por encima de la verdad religiosa y filosófica, según la proporción en que todo el mundo sabe – en el curso de algunas discusiones entre mahometanos y cristianos, por ejemplo, o de algunos estudios en teología comparada y
misticismo comparado. Me gustaría citar como ejemplo el caso de un libro escrito
hace varios años por dos autores tomistas,8 sobre la teología islámica, que resulta
ser tan revelador para los mahometanos como para los cristianos, hasta el punto
de que un profesor de la Universidad de Al-Hazar deseaba traducirlo al árabe.
Como misticismo comparado solamente lo es de modo genuino si dispone
de todos los instrumentos analíticos proporcionados por la filosofía y la teología.
Según los principios de la filosofía y de la teología tomista, es un hecho que si
existe la gracia divina y da fruto, los hombres de buena voluntad que vivan en
países no cristianos pueden experimentar la misma unión mística sobrenatural
con Dios “sea conocido o desconocido”,9 que los contemplativos cristianos. Esto es
así no porque la experiencia mística sea independiente de la fe, sino porque la fe
en el Redentor puede existir implícitamente junto con la gracia de Cristo, en los
hombres que no conocen su nombre y ésta puede traducirse en la contemplación
por la gracia dada mediante la unión del amor con Dios.
7 Oliver Lacombe, ‘Chemins de l’Inde ey Philosophie Chrétienne’. Paris: Alsatoa, 1956.
8 Gardet, Louis, y Aanawati, M.: Introduction à la Théologie Musulmane. París, Vrin, 1948.
9 Tomás de Aquino: Suma contra Gentiles, III, 49; Pseudo-Dionysius, Mystica Theologia, cap. 2.
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Por otra parte, los estudios del misticismo natural han demostrado que las
disciplinas de yoga normalmente terminan en una experiencia mística, auténtica
en su propia esfera, pero muy diferente de la contemplación dada por la gracia, y
tiene por objeto que la realidad inapreciable sea el Yo, en su acto puro de existir,
alcanzado inmediatamente en el vacío creado por la concentración intelectual.
Así es como un cristiano puede hacer plena justicia en la perspectiva cristiana
misma, a las experiencias místicas que se verifican en las zonas religiosas no cristianas, y que pueden llegar a una auténtica comprensión y respeto de los que están
dedicados a estas experiencias.
He dado estas indicaciones sólo para ilustrar el hecho de que la genuina
confraternidad humana no es puesta a riesgo – ¡todo lo contrario! –, se nutre del
celo por la verdad solamente si el amor está presente.
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