EL CUARTO MANDAMIENTO (1942)

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MARTES 23
21’30 h.
EL CUARTO MANDAMIENTO
(1942)
EE.UU.
88 min.
Título Orig.- The Magnificent Ambersons. Director.- Orson Welles (y no acreditados: Robert Wise
& Fred Fleck). Argumento.- La novela homónima de Booth Tarkington. Guión.- Orson Welles (y no
acreditados: Joseph Cotten & Jack Moss). Fotografía.- Stanley Cortez (y no acreditados: Jack
McKenzie & Orson Welles) (B/N). Montaje.- Robert Wise (y no acreditados: Jack Moss & Mark
Robson). Música.- Bernard Herrmann & Roy Webb. Productor.- Orson Welles. Producción.Mercury Productions para R.K.O. Intérpretes.- Joseph Cotton (Eugene), Dolores Costello (Isabel),
Anne Baxter (Lucy), Tim Holt (George), Agnes Moorehead (Fanny), Ray Collins (Jack), Richard
Bennett (mayor Amberson), Erskine Sanford (Roger Bronson), Don Dillaway (Wilbur Minafer), Mel
Ford (Fred Kinney), Orson Welles (narrador). v.o.s.e.
4 candidaturas a los Oscars:
Película, Actriz de reparto (Agnes Moorehead), Fotografía y Dirección Artística en blanco y negro
(Albert S. D’Agostino, Roland Fields y Darrell Silvera)
Música de sala:
Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles
Banda sonora original de Bernard Herrmann
Conversaciones de Orson Welles con el crítico y director Peter Bogdanovich:
ORSON WELLES: EL CUARTO MANDAMIENTO es la única de mis películas que he visto
después de terminada y estrenada.
PETER BOGDANOVICH: ¿ Cuándo?
O.W.: Una noche, cuando la exhibieron en una sesión especial en París, André Gide, que me
había invitado a cenar, me dijo que después iríamos a verla, de modo que me vi atrapado. Fue muy
desagradable. Hubiera sido más feliz sabiendo de oídas sin conocer personalmente lo que habían
hecho con ella. Durante cinco o seis rollos las cosas no fueron tan malas. ‘Bien -pensé-, la cosa no
está tan mal. No han hecho demasiados estropicios, sólo unos pocos pequeños cortes estúpidos.’ Y
entonces se abrió el infierno... Era una película mejor que Ciudadano Kane si la hubieran dejado
como yo la hice (…)
P.B.: ¿ Cómo llegaste a hacer la película EL CUARTO MANDAMIENTO?
O.W.: Bien, tuvimos una gran éxito con ella en la radio; le pasé una grabación del
programa a George Schaefer y éste accedió. Tarkington es un escritor extraordinario.
P.B.: Ahora está pasado de moda.
O.W.: Injustamente. Se merece ser tomado mucho más en serio. Si la película EL CUARTO
MANDAMIENTO tiene alguna calidad se debe, en gran parte, a Tarkington. Lo que no procede del
libro es una cuidadosa imitación de su estilo. Lo único que es completamente mío es un tercer acto
que conduce la historia a una dimensión más oscura y más dura. El problema está en que mucho de
este material -particularmente en relación con los chicos- ahora ya está pasado de moda. Los chicos
han cambiado mucho.
P.B.: ¿Te refieres a las historias “Penrod”?
O.W.: Ahora ya no podemos seguir imaginándonos niños así. Pero las historias en sí son
maravillosas, enormemente divertidas.
P.B.: Entonces, ¿por qué Mark Twain no está de moda?
O.W.: Porque Twain no escribía sobre niños en un ambiente de clase media. Los situaba en un
mundo anárquico inventado donde los valores de la clase media sólo existen en parodia y están en la
periferia de las cosas, en los campos, en los ríos y en las cuevas y no en la calle mayor de una ciudad
bajo las sombras de los olmos. Además, Twain es un gigante y Tarkington no. Twain escribió más
basura que Tarkington y las únicas que han perdurado son sus obras maestras. El resto no puede
leerse..., ¡yo no puedo! Pero se pueden leer con placer todas las obras de Tarkington. Tienen mucho
encanto.
P.B.: Eso es lo que tú más admiras, ¿no es así? Eso y la galantería. ¿ No es EL CUARTO
MANDAMIENTO la historia del fin de la caballería tanto como Campanadas a medianoche?
O.W.: Lo que a mí me interesa, Peter, es la idea de esas antiguas virtudes, pasadas de moda. Y
el porqué todavía parecen seguir hablándonos cuando, por lógica, son irremediablemente
irrelevantes. Ésa es la razón por la que durante tanto tiempo estuve obsesionado por Don Quijote. (…)
P.B.: El personaje de Tim Holt, que representa la plutocracia agonizante, es bastante
desagradable; y Eugene (Joseph Cotten), el representante de la era mercantil de la máquina, es muy
simpático.
O.W.: Bien, eso es porque aunque él traiga consigo todo el apestoso infierno de la edad del
automóvil, eso no tiene por qué significar que no sea un amable ser humano. Reconoce que lo que
estaba haciendo podía ser algo malo. Era así como mi padre pensaba del asunto. Fue uno de los
pioneros del automóvil pero lo abandonó muy pronto.
P.B.: ¿Por qué razón?
O.W.: Supongo que se cansaría de ellos. Después inventó una lámpara para bicicleta... ¡que
resultó que estaba ya, prácticamente, en todos los automóviles del mundo! Mi padre fue amigo de
Tarkington y en ese personaje de la película hay mucho de mi padre. Uno de los aficionados al
automóvil de los primeros tiempos con una profunda sospecha de lo que acabaría por traernos ese
chisme... Fascinado por él, pero asustado por lo que llegaría a hacerle al mundo. Cotten representa el
papel a la perfección, creo.
P.B.: En su gran discurso durante la escena de la cena, ¿fuiste tú quien le dio instrucciones de
juguetear con la cuchara mientras hablaba?
O.W.: Me extrañaría. Más bien creo que fue cosa suya. Ese tipo de cosas, por lo general, salen
de los propios actores.
P.B.: ¿Sabes? Hasta que no vi la película por cuarta o quinta vez no aprecié ninguna alusión
social.
O.W.: Ni siquiera se debe tener conciencia del autor como conferenciante. Cuando las
cuestiones sociales o morales se subrayan demasiado, yo siempre me siento incómodo.
P.B.: En EL CUARTO MANDAMIENTO la observación social forma una parte tan integral
de la historia de sus personajes que nunca molesta.
O.W.: Hay que tener mucho cuidado con ello. Los únicos puntos que no me importa subrayar
son los que se refieren al personaje.
P.B.: Realmente, el personaje de Tim Holt está tratado de modo muy ambiguo..., lo que no es
excepcional en las que se conocen como tus grandes películas.
O.W.: Excepto que, en cierto modo, él es también el héroe trágico.
P.B.: Porque su amor por su madre es genuino, acaba por destruirla… Pero no se le juzga. Ni
siquiera su madre.
O.W.: No me gustan mucho los juicios. Limitan y no dan buen resultado. Cuando uno de los
personajes hace un juicio sobre otro, le señalo con fuerza al público que no deben tomarlo como una
indicación de la intención del autor. (…)
P.B.: Un crítico, Andrew Sarris, señala que hay más en común entre tú y Ford de lo que se
pensaría a primera vista, porque los dos tenéis un respeto y gran amor por el pasado.
O.W.: Pero estamos enganchados en distintos pasados, como es natural. Yo estoy interesado
en el mito del pasado como mito. John Ford es uno de los hacen esos mitos. (…)
P.B.: La influencia de la radio se hace muy patente en EL CUARTO MANDAMIENTO.
O.W.: ¿Te refieres a la narración? Me gustaría que hubiera más en las películas.
P.B.: ¿Utilizando a un narrador que no sea un participante?
O.W.: Sí, que aparezca sólo para contar la historia. Eso me gusta mucho. (…)
P.B.: El guión de EL CUARTO MANDAMIENTO es uno de los más cerrados nunca escritos.
El prólogo establece todos los caracteres en tres o cuatro situaciones, establece el período de la
acción y el vestuario de la época, y todo eso dentro de los primeros minutos.
O.W.: No me gusta descansar sobre las cosas. Esa es una de las razones por las que me
aburre tanto Antonioni…la creencia de que cuando un plano es bueno será mejor porque se alargue y
se siga insistiendo en él. Antonioni ofrece un plano completo de alguien que anda por una calle y uno
piensa: “Bien, no va a seguir filmando a esa mujer durante toda su marcha por la calle”. Pero él lo
hace. Y la mujer se va y él nos hace seguir contemplando la calle después de que la mujer ya se ha
ido.
P.B.: ¿Escribiste tú sólo el guión de EL CUARTO MANDAMIENTO?
O.W.: Sí. Una gran parte de él la escribí en el yate de King Vidor, en las costas de Catalina.
El resto, en México. Con Molly Kent, la script de Ciudadano Kane, realizando el trabajo de
secretariado -la mejor script que jamás existió-. Después lo ensayamos más tiempo de lo que jamás
ensayé otra cosas de mis películas. Este film requería un reparto relativamente pequeño y todo el
mundo trabajó muy duro. Creo que estuvimos cinco semanas ensayando, no en los platós, ni nada
parecido, tan sólo ensayando. Después registramos todas las escenas como referencia, para que
pudieran oír la forma como habíamos decidido que fuera la banda sonora, incluso aunque fuéramos a
cambiar nuestras ideas más adelante.
P.B: ¿Sirvió eso para ahorrar tiempo?
O.W.: Debió ser así pero nuestro cámara Stanley Cortez era tan lento que tardamos más
tiempo en filmar esa película que ninguna otra de las que he hecho.
P.B.: ¿No pudiste conseguir a Toland de nuevo?
O.W.: Gregg Toland se había ido con Goldwyn con un contrato a largo plazo. Nos enteramos
de ello en el último momento, así que tuvimos que hacer, también, un cambio de última hora.
P.B.: El prólogo que abre la película tiene un tono ligeramente burlón mezclado con nostalgia.
O.W.: Creo que nuestra tendencia era contemplar retrospectivamente el pasado inmediato, el
pasado que aún no es historia sino que sigue siendo un leve recuerdo, ligeramente cómico. Es una
actitud norteamericana. Recuerdo cómo mis padres se reían cuando veían las ropas que vestían en
viejas fotografías.
P.B.: ¿Porque te burlabas de los trajes de los hombres y no de los de las mujeres?
O.W.: Porque los trajes de los hombres eran ridículos y no ocurría así con los de las mujeres.
Las ropas de las mujeres eran bellas.
P.B.: ¿Tuviste que estudiar ese período?
O.W.: Fue un período real para mi padre y mi madre... y yo sólo estaba a un paso de ellos. Es
mucho más fácil hacer una película de esa época porque pueden encontrarse ropas y accesorios para
ella en las guardarropías. Es mucho más difícil hacer una película del siglo XVIII porque las ropas,
las pelucas y los muebles no suelen ser correctos.
P.B.: ¿Entonces no hubo que estudiar la época?
O.W.: Se hace para la película, pero eso lo hemos venido haciendo durante toda nuestra vida,
si estamos interesados en esas cosas, como lo estoy yo. Películas de época tienen más éxito cuando
están apoyadas en una tradición que se mantiene viva en el teatro. Ésa es la razón por la que las
películas japonesas son tan buenas: proceden directamente del Kabuki, es decir, saben lo que hacen.
Puede creerse que uno se encuentra, verdaderamente, en el siglo XVIII del Japón; del mismo modo
que uno no puede creer que está en la Francia del siglo XVIII, cuando aparecen las pelucas de Max
Factor, las bocas a lo Westmore, las espaldas con hombreras y todas esas cosas (…)
P.B.: La escalera es lo que parece dominar nuestro recuerdo de EL CUARTO
MANDAMIENTO.
O.W.: El corazón de aquella pomposa casa era su pomposa escalera. Se pretendía imitar un
palacio. Esa gente no tenía que realizar ningún desfile real, pero se negaban a admitirlo. Yo tenía tías
abuelas que vivían en casas iguales a aquella. Una casa que tenía un salón de baile en el piso
superior, exactamente como los Ambersons.
P.B.: ¿El piso superior?
O.W.: El tercer piso, no el ático. En algunas ocasiones, la sala de baile fue convertida en un
campo de mini-golf. Recuerdo aquellos terribles montículos verdes construidos sobre el suelo del
salón de baile.
P.B.: Tim Holt estuvo fantástico en aquella película.
O.W.: Extraordinario... Es uno de los actores más interesantes de todos los tiempos en el cine
norteamericano.
P.B.: Su papel en EL CUARTO MANDAMIENTO fue el más largo que había interpretado
hasta entonces... Y Anne Baxter... También su actuación en la película fue uno de sus primeros papeles
de protagonista.
O.W.: Sí. ¿Sabes que es la nieta de Frank Lloyd Wright?
P.B.: ¿Ah, sí?
O.W.: Sí. El viejo acostumbraba a visitarnos siempre que estábamos filmando y hacía
comentarios sobre los decorados. Yo seguía diciéndole: “Pero señor Wrigth, todos estamos de
acuerdo con usted. Eso es lo que importa”. Sin embargo nunca fue capaz de comprender lo horrible
que resultaba vivir en ese tipo de casas. ¡Dios mío, qué anciano más maravilloso! ¡Qué artista y qué
actor!
P.B.: ¿Cómo fue que contrataste a Dolores Costello?
O.W.: Había pensado en Mary Pickford. Hablé mucho con ella y estuve a punto de
conseguirla... ¡Pero ahora me siento feliz de que no aceptara! No creo que hubiera estado bien.
Después pensamos en la señorita Costello y la sacamos de su total retiro. Podría pensarse que no
estaba a la altura de lo que queríamos de ella. En los ensayos quiero decir. Parecía como poco
concentrada, nada malo, simplemente como si no quisiera ser una actriz.
P.B.: ¿Era hija del primer actor del cine mudo, Maurice Costello?
O.W.: Sí, que trabajó como extra en Ciudadano Kane. Y también era la ex-esposa de John
Barrymore, como sabes.
P.B.: ¿Te hizo Barrymore algún comentario sobre ella?
O.W.: Sí, algo así como “tu peregrina idea del reparto”, o algo por el estilo.
P.B.: Que momento más conmovedor ese en el que muere la madre de George. Tú se lo dices
haciendo que la tía Fanny lo abrace y le diga: “Ella te amaba, George...”. Seguido de inmediato por
un fundido.
O.W.: Pero estropeado por el hecho de que cortaron varias de las escenas precedentes.
P.B.: Algunas todavía están.
O.W.: Pero de modo arbitrario. La versión completa hace que ese agudo final sea mucho más
efectivo.
P.B.: Recientemente he leído una entrevista en la prensa con Joseph Cotten en la que dice que
habías pensado en rodar un nuevo final para EL CUARTO MANDAMIENTO dado que el antiguo
fue destruido.
O.W.: Sí, tuve una oportunidad marginal de acabarlo de nuevo, hace sólo un par de años,
pero no llegué a hacerlo. El individuo que iba a comprar la película desapareció de vista. La idea era
tomar a los actores que aún seguían con vida -Cotten, Baxter, Moorehead, Holt- y hacer un final
totalmente nuevo para la película veinte años más tarde. Quizá de esa manera hubiéramos podido
conseguir una nueva distribución y una mayor audiencia que la primera vez. La intención
fundamental era hacer el retrato de un mundo dorado -casi un mundo de recuerdo- y después mostrar
en qué se había convertido. Después de haber escenificado esta ciudad soñada de “buenos tiempos
pasados”, el punto básico consistía en mostrar cómo el automóvil lo destruía todo, no sólo la familia
sino también 1a ciudad. Todo eso se ha perdido. Sólo quedan los primeros seis rollos Hay una especie
de caída de telón arbitraria con una serie de estratagemas torpes y precipitadas. Ese mundo perverso
y negro se supone que es demasiado para la gente. Todo mi tercer acto se pierde debido a todo ese
histérico intento de arreglar las cosas. Y fue histérico. Todo el mundo estaba haciendo cortes...
P.B.: ¿Cuándo grabaste la narración?
O.W.: La noche en que salí hacia América del Sur para comenzar It's all True. Me fui a la
sala de proyección a eso de las cuatro de la mañana, hice todo el trabajo y tomé el avión para Río.
(…)
Como Orson salió para Río de Janeiro escasamente una semana antes del término del rodaje de
EL CUARTO MANDAMIENTO, tuvo que dirigir el montaje desde allí, por teléfono y telegrama.
No era una situación ideal, pero Orson tenía que filmar el Carnaval de Río para It’s all true, que
comenzaba precisamente en esos días. No había forma de posponer una fiesta nacional y, en
consecuencia, retrasar la fecha de comienzo del rodaje. Del montaje se encargaba Robert Wise. (…)
El primer pase previo se realizó el 17 de marzo, en el Teatro Fox de Pomona, California. En
esos momentos, su duración era de poco más de dos horas, después haber cortado tres escenas
originales de Welles. Se pasó después de The Fleet’in, un musical de Dorothy Lamour, es decir, ante
un público que no tenía el estado de ánimo más apropiado para ver una película como EL CUARTO
MANDAMIENTO, pese a lo cual, de las 125 tarjetas en las que los asistentes expresaban su opinión,
53 fueron positivas. Pero fueron las 72 negativas y la mala reacción expresada en voz alta y que todos
pudieron oír lo que más impresionó a los ejecutivos asistentes.(…)
Las exhibiciones previas, por lo general, no son de fiar como sondeo de la verdadera respuesta
del público. Sin embargo, muchos productores aún conservaban ese ritual sagrado. (…)
Tras hacer nuevos cortes a la película, se celebró un segundo pase, el 19 de marzo, en el Teatro
U.A. de Pasadena, tras la presentación de Captains of the Clouds, una historia de aviación
interpretada por James Cagney. La película había sido acortada en 17 minutos, respecto del original de
Welles, y su proyección duró 115 minutos. En esta ocasión sólo 18 de las 85 tarjetas fueron
desfavorables. Si la película hubiera conservado esta forma, aún habría estado bastante cerca de la
versión de Welles; pese a la pérdida de esos 17 minutos el espíritu de la obra no se había visto
afectado. Sobre todo, no se habían filmado nuevas escenas y el crucial “último acto” seguía intacto.
Pero, evidentemente, nada pudo borrar el recuerdo de la primera proyección previa y se impuso el
pánico. Conjuntamente con las copias de las tarjetas de la proyección previa, Welles recibió una carta
de Schaefer, fechada el 21 de marzo, amable pero alarmante, en la que se le describían ambas
proyecciones previas. (…)
Después de esta las cosas no hicieron más que empeorar. Entre el 23 al 25 de marzo, hubo un
amplio intercambio de cablegramas entre Welles y Jack Moss, en los que éste detallaba exactamente
los cortes que se hicieron para las dos proyecciones previas y anunciaba nuevos cortes más drásticos
sugeridos por Wise, Joseph Cotten y él mismo. (…) El 27 de marzo Orson envió un cable de ocho
páginas en las que explicaba detalladamente los cambios, a veces muy pequeños, que estaba dispuesto
a hacer, muchos de los cuales eran drásticos si tenemos en cuenta lo que en aquellos momentos sentía
al respecto. (…) Muchas de sus instrucciones no fueron incorporadas. Orson incluso envió el texto
para un par de nuevas escenas que debían hacerse, así como las instrucciones de cómo debían ser
rodadas, todo ello en un desesperado intento de conservar la forma y la esencia de la película. (…)
Nunca fue filmado así. Orson continuó tratando de mejorar el filme, dando las instrucciones típicas del
trabajo posterior a la producción (…)
P.B.: ¿Por qué tu mismo, desde Río, sugeriste tantos cortes?
O.W.: Estaba tratando de proteger algo. Allá abajo me sentía atrapado. No podía marcharme
y lo único que seguía recibiendo eran aquellas terribles señales sobre la horrible película que había
hecho. No era sólo la RKO la que corría asustada sino mis propios amigos.
P.B.: ¿Te afecta lo que tus amigos piensan o sienten? ¿Llegaste a hacer temblar su confianza?
O.W.: Puedes apostar lo que quieras. Incluso recuerdo que Cotten me escribió a América del
Sur. Ahora que ellos habían visto la película completa, y con audiencia, me dijo, yo no tenía idea de lo
terrible y horripilante que resultaba realmente la última parte del film. Incluso aquellas personas que
sentían un profundo interés por mí tenían la impresión de que había ido demasiado lejos. Yo no lo
creía así. Y aún sigo sin creerlo. (…)
P.B.: A mí me parece que una gran parte de los cortes impuestos por ti eran en cierto modo
demasiado drásticos.
O.W.: Estaba regateando: “Yo te doy esto si tú me das aquello”. Estaban muy asustados a
causa de la mala acogida de las proyecciones previas…y que en el caso de Kane no hubo. ¡Pensemos
lo que le hubiera sucedido a Kane si las hubiese habido! En Pomona y una noche de sábado... ya
puedes imaginarte.
P.B.: Hay algunas escenas con redacción de cartas, que tú escribiste en América del Sur y que
fueron filmadas por Robert Wise. ¿Por qué las escribiste?
O.W.: Para tratar de cubrir algunos de aquellos cortes salvajes que estaban haciendo. (…)
Sus desesperados esfuerzos por salvar la película se fueron haciendo cada vez más inútiles. La
R.K.O. y la representación en Hollywood de la Mercury perdieron los nervios. Las conexiones
telefónicas eran terribles, lo que no hizo más que incrementar el desastroso fracaso de la comunicación
entre todas las partes involucradas. Después de recibir un cable de Schaefer el 9 de abril que se refería
a los nuevos planos, Welles no pudo recibir nuevas aclaraciones hasta un cablegrama del 14 abril (…)
Orson no pudo llegar a ponerse en contacto con nadie. El teléfono no funcionaba. Al mismo tiempo,
estaba teniendo terribles problemas con su película de Río. (…) Orson envió otras doce páginas más,
escritas a un espacio, con instrucciones para precisar cómo debía quedar EL CUARTO
MANDAMIENTO. La mayoría de ellas fueron ignoradas porque, en Hollywood, el pánico no había
hecho más que aumentar. La R.K.O. comenzó a invitar a “expertos” para que vieran la película y
dijeran cómo se la podía salvar. Uno de ellos fue el productor Bryan Foy. Después de haber pasado la
película -todo esto de acuerdo con Jack Moss- Schaefer, Koerner y otros ejecutivos del estudio se
congregaron alrededor de Foy.
-¿ Qué es lo que piensas, Brynie? -preguntaron.
Foy los mantuvo en suspenso durante unos momentos, masticando reflexivamente la punta de
su cigarro. Al fin, dio un veredicto razonado:
-¡Joder, es demasiado larga!
Los ejecutivos se acercaron aún más:
-¿Pero dónde, Brynie?
Foy aclaró:
- Toda la maldita película. Demasiado larga. Debes cortar cuarenta minutos.
-Está bien, Brynie, ¿qué debemos cortar? -le preguntaron.
Foy apenas vaciló:
- Tirad al aire todo el metraje y recogedlo todo menos cuarenta minutos, no importa nada lo
que cortéis. Pero eliminad cuarenta minutos.
Definitivamente fueron eliminados más de cuarenta y cinco minutos del metraje original de la
obra de Welles (…)
Finalmente la película fue exhibida en agosto de 1942; como varias secciones se sustituyeron
por escenas que Welles no había escrito o dirigido, en realidad el trabajo de Welles quedó en minoría
en los ochenta y ocho minutos a los que quedó reducido el metraje final de la película. (…)
P.B.: Probablemente el más estúpido de los cortes que detecto se produce en una toma que se
sostiene largo tiempo durante el baile, cuando dos de los personajes hacen unas observaciones sobre
las aceitunas, un fruto que era completamente nuevo en Estados Unidos en los años del cambio de
siglo.
O.W.: Sí. El espectador no llega a ver el chiste con las aceitunas porque un incapacitado
mental dijo “¿Qué tienen que ver las aceitunas con esto?”. Ésa es una de las cosas que solían hacer,
cortar lo que no entendían. También cortaron veinte segundos de tiempo de proyección, partiendo en
dos nuestra toma de la grúa, que debía durar todo un rollo sin un solo corte. Demasiado malo. Me
gustan las digresiones. Fíjate en Gogol. Lee de nuevo unas pocas de las primeras páginas de ‘Almas
muertas’ y podrás ver cómo una digresión, loca y reducida, puede dar brillo y densidad a la narrativa
corriente.
P.B.: Quizá lo mejor en tus películas son las digresiones.
O.W.: Tal vez ésa es la razón por la que he sufrido tanto con los cortes.
P.B.: En todo caso el corte de las aceitunas mató tu escena.
O.W.: Quizá no la mató del todo, pero es una especie de vergüenza ese corte después de haber
trabajado tan duro: cuatro habitaciones con todo lo necesario... Un triunfo absoluto de la ingeniería
técnica por parte de todos.
P.B.: Debió ser bello ver cómo sucedía todo aquello.
O.W.: Lo fue. Realmente lo fue. (Las supresiones fueron en realidad más largas de lo que
Orson recuerda)
P.B.: En la novela cantan el himno americano (The Star-Spangled banner) durante el paseo
sobre la nieve, lo que hoy posiblemente sería motivo de disgusto. ¿Por qué la cambiaste por “El
hombre que hizo saltar la banca de Montecarlo”.
O.W.: Parcialmente eso guarda relación con mi padre, que realmente logró hacer saltar la
banca en Montecarlo, o al menos siempre se jactó de ello. De todos modos sus viejos compadres se
complacían cantándole aquella canción. Fue en parte por esa razón que yo me decidí a usarla.
P.B.: ¿Dónde filmaste la secuencia de la nieve?
O.W.: Toda ella está filmada en interiores. En la “nevera”, un estudio de sonido refrigerado
en la ciudad vieja de Los Ángeles. Nuestra escena de la nieve en Ciudadano Kane fue filmada en su
totalidad en el Plató 4 de la R.K.O., con copos de palomitas de maíz. Lo que me preocupó fue que no
se veía el vaho que se produce cuando se respira en un aire frío.
P.B.: Es obvio que, de niño, tú viste muchas películas mudas, y me pregunto si el bello ‘cierre
de iris’ con que termina esa secuencia fue un homenaje al cine mudo.
O.W.: No sabíamos nada de homenajes en aquellos días, gracias a Dios. Me parece una
lástima que ya no se use el ‘cierre de iris’. Es un bello recurso. Hay muchas cosas del cine mudo que
deberían ser resucitadas.
P.B.: Podría decirse que dado que el ‘cierre de iris’ procede de los días inocentes del cine, tú
lo usabas como final de los días de inocencia de los personajes en la película.
O.W.: Puedes decirlo así. (…)
P.B.: Todo aquel que conozca algo sobre tu trabajo puede decir que tú no dirigiste la última
secuencia de EL CUARTO MANDAMIENTO, que es la única de toda la película en la que los
actores aparecen en primero planos y el fondo queda desenfocado. Después, los actores salen del
encuadre y el fondo queda enfocado.
O.W.: Es un estilo que vuelve. En aquellos días se hacía continuamente. Nosotros lo dejamos
de lado. (…)
P.B.: Me gusta mucho la narración que acompaña el final de los títulos de crédito y en
particular tu firma al final: “Mi nombre es Orson Welles”.
O.W.: Tuve que soportar un verdadero infierno por aquello. La gente cree que se trata de
culto al yo. La verdad es que no hice más que hablar a un público que me conocía de la radio y por
eso empleé la misma forma que la gente acostumbraba a oír en nuestros programas. En aquellos días
teníamos un público enorme -de millones- que nos oía todas las semanas, así que no me pareció
pomposo terminar con nuestro estilo radiofónico. (…)
Unos meses más tarde de estas charlas, en la suite de un hotel de Beverly Hills, Orson estaba
manipulando los mandos del televisor, como solía hacer, cuando captó una de las primeras escenas de
EL CUARTO MANDAMIENTO. Casi antes de que la pantalla se iluminara del todo, cambió
rápidamente de canal, pero yo me di cuenta de lo que había visto y le pedí que volviera a ponerlo. Se
negó en firme, pero todos los que estábamos en la habitación insistimos en que nos dejara ver la
película -uno de los presentes no la había visto antes- y finalmente, exasperado, volvió a poner, canal y
se marchó de la habitación.
Todos nos sentimos muy mal y le pedimos que volviera. Él nos respondió, gritando y en broma,
que se iba a “la sala insonorizada”. Vimos la película un rato y pronto Orson apareció en la puerta y se
apoyó contra el marco para mirar el televisor con aire desdichado. Todos hicimos como si no
hubiéramos reparado en su llegada y seguimos viendo la película. Pasaron unos minutos. Orson, como
de modo casual, cruzó la habitación y se fue a sentar al borde de un sofá desde donde siguió mirando
la película con interés pero, al mismo tiempo, con una especie de desesperación, combinada con una
terrible ansiedad. La película continuó y Orson anunció en voz alta la pérdida de ciertas escenas
trucadas. Algunos minutos más tarde se levantó, nos volvió la espalda y se dirigió a la ventana donde
se puso a jugar con la persiana veneciana. El resto de nosotros intercambiamos nuestras miradas.
Todos nos dimos cuenta de que había lágrimas en sus ojos. (…)
Algo así como un año más tarde -estábamos en París- le pregunté a Orson sobre lo ocurrido
aquella noche. Le dije que en aquella noche tuve la impresión de que le resultaba muy doloroso ver su
película mutilada como si hubiera pasado por la mesa de un carnicero.
“No, no fue eso lo que me emocionó, en absoluto. Mira... Sólo hizo que me sintiera furioso. Me
emocioné porque aquello era el pasado..., algo que ya ha quedado atrás.”
Texto:
Orson Welles & Peter Bogdanovich, Ciudadano Welles, Grijalbo, 1994.
Orson Welles siempre se mostró mucho más respetuoso con Booth Tarkington, autor de la
novela en que se basa EL CUARTO MANDAMIENTO, que los apologistas de su cine. “Tarkington
fue un gran amigo de mi padre, y en parte el libro se refiere a mi padre, uno de los primeros que se
interesaron por los automóviles. Era una novela maravillosa. Nadie lo cree así y Tarkington no tiene
una gran reputación, se le considera un escritor comercial. Creo que es un error. Por poner un
ejemplo en cine, creo que los críticos no toman en serio a William A. Wellman. Y ese es el caso de
Tarkington en literatura. Estoy seguro de que será nuevamente descubierto. Ha escrito mucho y bueno
para el teatro”. Ahora no recuerdo dónde, pero hace unos años llegué a leer una despectiva referencia
cinéfila a la novela de Tarkington diciendo que era un folletín, ignorando que, por poner un ejemplo,
las obras de Charles Dickens nacieron precisamente como folletines; tal vez quien lo dijo no había
leído a uno ni a otro. Pero Welles no fue un buen profeta. De acuerdo en que El cuarto mandamiento
es una novela espléndida; sin embargo, su predicción sobre el descubrimiento del escritor ha fallado, al
menos hasta el momento y en lo que se refiere a España, a los cuarenta y cinco años de sus
declaraciones. (¿Cabía mayor ingenuidad, por otra parte, que imaginar un futuro en el que la sociedad
se interesara realmente por la literatura?). Ignoro si la reedición de El cuarto mandamiento a cargo de
Alfaguara en el año 2004 sirvió para que el libro tuviera los lectores que merece, aunque temo que no,
tanto por el motivo que acabo de apuntar entre paréntesis cuanto porque la colección donde apareció,
“Clásicos modernos” (junto con obras de, entre otros, Joseph Sheridan Le Fanu, Stendhal, Wyndham
Lewis, Blaise Cendrars y Jean Lorrain), ha dejado de existir y eso es una señal del fracaso general de
la tentativa. Así, pues, mientras Welles consideraba que Tarkington había sido “excelente en la
descripción de la pequeña ciudad de provincias norteamericana al final del siglo pasado (...), pero
como fue un escritor comercial que colaboraba en el ‘The Saturday Evening Post’, no se le tiene en
cuenta; en literatura, al que se le tacha de comercial no se le presta atención, no es como en el cine”,
los críticos cinematográficos lo desdeñaban en el nombre de su adaptador para, así, tratar de hacer más
grande el nombre de éste.
EL CUARTO MANDAMIENTO es un bello ejemplo de “cine-novela”, cuestión que el
propio Welles confesó que despertaba en él mucho interés: dijo que le habría gustado rodar más films
en su línea. “Intenté demostrar que la narración puede ser muy importante en cine. Algún día haré
otro film en el que sea tan fundamental como en los Ambersons. Se ha hecho poco ‘cine-novela’ y
querría hacer otro film así, de esa densidad. Me gusta que las historias transcurran en cuarenta y
ocho horas o que tengan lugar a lo largo de varios años”. Esa tendencia hacia lo novelesco por parte
de Welles se pone de manifiesto repasando la lista de sus actividades radiofónicas para la CBS, “The
Mercury Theatre on the Air”, entre las que, aparte de su archifamosa hasta la náusea versión de La
guerra de los mundos (Herbert George Wells), puso en antena obras de Robert Louis Stevenson,
Gilbert Keith Chesterton, Jules Verne y Charles Dickens, e incluso Los 39 escalones, de John Buchan,
y Drácula, de Bram Stoker.
Para Welles, 1942 fue un año de intensa actividad cinematográfica, pero también supuso el
comienzo de sus tropiezos con la industria: It's All True, que iba a ser su primera película en color, a
rodar en Brasil, Argentina y México, no llegó a ser acabada, con el pretexto de que el material rodado
no podía ser montado, por caótico, y EL CUARTO MANDAMIENTO sufrió numerosos cortes a
manos de la R.K.O., hasta alcanzar un total de cuarenta o cincuenta minutos. No satisfechos con ello,
los dirigentes del estudio hicieron rodar un final añadido que pudiera servir de broche a lo filmado: la
conversación de Eugene Morgan (Joseph Cotten) y la tía Fanny (Agnes Moorehad) por el pasillo del
hospital al salir de visitar a George Ambersons (Tim Holt), secuencia que al parecer fue rodada por
uno de los montadores, Robert Wise. Las supresiones afectaban al último período de la decadencia de
la familia Ambersons. Años después (en 1965), Welles todavía hablaba de impresionar más película y
suprimir el final: “basta con veinte minutos para conseguir que el final tenga sentido, el de ahora es
estúpido. Se trataría de los Ambersons supervivientes y de los Morgan, veinte años después, utilizando
los mismos actores tal como están hoy y con la ciudad completamente transformada. De esta forma, el
film tendría ese final duro, negro, que las imágenes actuales han ido preparando mientras asistimos a
la parte romántica de la historia. Este epílogo se centraría más en Fanny sobreviviendo en una
sórdida pensión de solteronas, que en George, reducido a unas breves apariciones, y eliminaría esa
escena de la reconciliación que tanto molesta hoy en el film”. La indignación del cineasta resulta
comprensible: suprimir tanto metraje dedicado a la agria decadencia familiar a cambio de incorporar
una breve escena de reconciliación en la que, quizá, los personajes sonríen demasiado, es excesivo;
pero debo decir que el final no me resulta tan molesto como a Welles y a buena parte de sus críticos. Y
el final “rosebudiano” de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), esa falsa magdalena proustiana, no
me parece mucho mejor que el añadido de los Ambersons, por más que sirviera para que algunos lo
utilizaran para pretender adoctrinar sobre el superior valor de las cosas pequeñas sobre las grandes, a la
manera de un discurso parroquial.
De todos los films realizados por Welles, EL CUARTO MANDAMIENTO es el que mejor
ha articulado la poética del realizador y el que depende más profundamente de ella. Se trata de una
bella historia sobre amores difíciles, o más bien frustrados, que se pretenden recuperar en vano al
mismo tiempo que entra en agonía una época para dar paso a otra. Dos cuestiones simultáneas en las
que las pasiones amordazadas conviven con las represiones alimentadas por las costumbres y con una
transformación urbana y social. “¿Qué se dicen dos corazones cuando se aman? Nada. Pero nuestros
ojos lo expresaban todo”, escribió Isidore Ducasse en su tercer canto de “Maldoror”. En EL
CUARTO MANDAMIENTO, la cámara movida con suntuosidad, o fija ante las confesiones
personales, estén expresadas a través de diálogos o de miradas, es el espejo donde se miran los
personajes y suplanta a los ojos febriles del poeta maldito. El film tiene además una ventaja con
respecto a Ciudadano Kane. Viendo éste se tiene la molesta sensación de que todo está subordinado a
la originalidad, ya sea pretendida o cierta, del hallazgo visual: véase la secuencia de la tentativa de
suicidio de la esposa de Kane, la cual sirvió de soporte analítico para André Bazin; ofrece en un plano
secuencia lo que, hasta entonces, los directores de cine ofrecían fragmentado en varios planos, pero a
costa de una construcción artificiosa y enfática: el corpus dramático devenía corpus teórico; véase
asimismo el encadenado de sucesivos desayunos del matrimonio Kane, que van mostrando el
progresivo deterioro de sus relaciones. En definitiva, lo molesto, como ya apuntó bien Jean-Paul
Sartre, es la sensación de que los personajes están allí constantemente subordinados al esfuerzo de una
demostración, en ocasiones brillante, no cabe duda, de inteligencia ilustradora. Sin embargo, eso no
sucede en EL CUARTO MANDAMIENTO. La crónica social cinematográfica perdió así efectismo
y la industria ganó una víctima para engrosar la fila de ilustres maltratados (David Wark Griffith, Erich
von Stroheim...), pero el cine, en cambio, se hizo con un gran título; los personajes, vivos, están
perfectamente adheridos a un mundo que se desintegra con ellos paso a paso, unas veces con cadencia
musical (la fantasmal fiesta en la mansión de los Ambersons), y otras con una suerte de deslizamiento
poético visual pocas veces tan conseguido en cine como en la secuencia de la carta que Eugene
Morgan le escribe a Isabel (Dolores Costello): la voz over de Eugene acompaña la escritura de la carta
sentado a la mesa de su despacho mientras la cámara retrocede en un lento travelling para, luego,
mostrar en fundidos-encadenados el salón desierto de la casa de los Ambersons, con el encuadre
levemente inclinado y siempre con el fondo sonoro de la voz del personaje, y a Isabel leyéndola en una
estancia sumida en la penumbra; la mirada de la actriz transmite delicadamente la tristeza del
momento, y con él la evocación del pasado. “No destruyas mi vida por segunda vez, querida, ahora no
lo merezco”, le dice Eugene, rogando una respuesta no necesariamente verbal. Fue Alberto Savinio
quien apuntó que el amor se parece a la música dramática, que canta suplicando “una respuesta” (de
otra voz, de otro instrumento). Todo va apoyado melancólicamente por una música que parece
reprimirse a sí misma, como sucede con algunos pasajes musicales de Claude Debussy que, más que
desdramatizar, como suele comentarse, resaltan por contraste la tibia delicadeza de su reprimida
herencia romántica. La forma con que Welles soluciona la escritura y lectura de la misiva es muy
elegante; le basta, además, con intercalar oportunamente un plano del salón desierto para sugerir la
recepción de la carta y que ésta, atravesando invisiblemente un espacio decadente, enfermizo,
sombreado por el veneno del tiempo, no tiene otro destinatario que esos ojos fulgurantes que se
expresan sin la compañía de la palabra. Diciéndolo con brevedad, aquí Welles no sirve a Welles sino a
los Ambersons.
El protagonista de EL CUARTO MANDAMIENTO no son los Ambersons ni los Morgan,
sino el tiempo, cuyo paso por la vida de los personajes los deja bañados de una delicadeza intimista
como contrapunto de una atmósfera brillante y suntuosa, pero ante todo barroca, sensual y romántica
(y, por lo tanto, desesperada), como esa imagen de los músicos que flanquean el vals noble y
sentimental que une a Eugene e Isabel en un salón donde ya se detectan señales de un inminente
desmoronamiento, explícitas en lo asfixiante del decorado, en la abundancia de sombras que insinúan
un mundo cerrado y en la propia presencia de Eugene, uno de los impulsores de la transformación
social que va a experimentar una pequeña ciudad en la que, según se dice al inicio de la película, había
tiempo de sobra para todo, antes de que la llegada del automóvil introdujera la prisa en el perezoso
discurrir de la existencia de sus habitantes; una ciudad en la que hasta entonces el paso del tiempo se
reflejaba en los cambios de moda del vestuario y donde la mansión de los Ambersons era considerada
el centro y el orgullo de la comunidad. En la brillante secuencia de la fiesta de los Ambersons Welles
juega con tres elementos temporales en un mismo tempo cinematográfico: el presente, representado
por el vals (Eugene lleva puesto el abrigo y se adivina que está a punto de abandonar la casa, lo cual
hace que el instante tenga por su parte algo de deseo de retener el tiempo que huye); el pasado que se
desprende de la armonía de sus movimientos, que no pueden ser fruto de una fugacidad amorosa; y el
futuro, al fondo del encuadre, configurado por la joven pareja George Minafer Ambersons y Lucy
Morgan (Anne Baxter) sentada en los primeros peldaños de la escalera del salón.
Los numerosos planos secuencia, más emotivos y menos mecánicos que en Ciudadano Kane,
cultivan también, como los encuadres con profundidad de campo, la idea del paso del tiempo, lo que
éste deja como legado a los personajes después de un suceso que los ha marcado. Hay uno de casi
cuatro minutos de duración que combina todos los elementos surgidos hasta entonces en el film.
George, luego de la muerte de su padre y ya conocedor de la precaria situación económica en que ha
quedado la familia, cena con glotonería en la cocina (una reacción ante la muerte y ante los problemas
que se avecinan) mientras Fanny conversa con él tratando de extraerle información sobre Eugene;
aparece tío Jack (Ray Collins) y, enseguida, los dos hombres se burlan del amor frustrado de tía Fanny
por Eugene, obteniendo una reacción histérica de ésta, que rompe a llorar y los deja solos: decadencia,
altanería, mezquindad y represión se unen, con el fondo del pasado y el presente, en un plano
secuencia que se abre con el sonido de una tormenta y, tras haberse mantenido fijo durante tres
minutos y medio, se cierra con una pequeña panorámica a la izquierda cuando Jack comenta la tristeza
de Fanny (el único movimiento de la cámara en un plano secuencia hasta entonces fijo, que se da
precisamente cuando uno de los personajes muestra al fin un rostro humano, subrayando así la
inmutable, la inmóvil insensibilidad de George).
“En cuanto a la felicidad, casi tiene un solo fin: hacer posible la desdicha”, escribió Proust en
A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de En busca del tiempo perdido. Diríase
que, así, del mismo modo, los personajes de EL CUARTO MANDAMIENTO parecen empeñados en
vivir la desdicha (y la tristeza) a través de espejismos de felicidad, quizá conscientes de que ésta no
existe y para no derrumbarse deben aprovechar su apariencia. Son pocos los momentos felices, por así
decirlo. Unos aparecen conjugados en presente (el enfrentamiento del viaje en el trineo y el viaje en el
coche sin caballos), preñadas de falsa alegría, pero en el fondo de ellos late la tensión (George ha
intentado dar una lección a Eugene y su automóvil), y aunque la secuencia concluye con el coche
alejándose al fondo del encuadre mientras sus ocupantes cantan, es imposible olvidar la expresión
humillada de George al verse obligado a empujar el vehículo que conduce el hombre a quien detesta,
el hombre que ama a su madre. Otros están conjugados en pasado, cual destellos fugaces entre la ácida
atmósfera del presente; son los que hacen referencia a la antigua relación de Eugene e Isabel, explícita
por medio del vals crepuscular o mediante los dos planos de la conversación de ambos al aire libre
(ella apoyada contra el tronco de un árbol a la derecha del encuadre; él a la izquierda, sobre un fondo
blanco; la diferencia de fondos ayuda a hacer más precisa la sugerencia de que las esperanzas de
Eugene no se ven correspondidas por Isabel, quien conoce a su hijo, George, mucho mejor que él); o
la alegría de Eugene al oír la noticia de que Isabel ha regresado de París, empañada en el acto al
enterarse de que está gravemente enferma... Los personajes no tienen tiempo para disfrutar de tales
relámpagos de aparente felicidad: el final del viaje en coche, con los viajeros cantando, encadena con
la muerte del marido de Isabel, Wilbur Minafer (Don Dillaway), explícita por el plano de una corona
mortuoria colocada en la puerta de la vivienda y en la sombra de Eugene proyectada sobre ella; Isabel
regresa a la ciudad para morir en una casa en la que sus habitantes parecen embalsamados con los
ungüentos y esencias de épocas pasadas.
EL CUARTO MANDAMIENTO está construido con tanto sentido de la belleza, tanto ánimo
crítico y, a la vez, tanto sentimiento que hace inútil considerar una por una las secuencias cuya fluida
conjunción consigue ese espesor que lo caracteriza. Es una obra compacta a la que el paso del tiempo
hace olvidar su virtuosismo y retener de ella lo esencial, o, por recurrir a Paul Valéry en una reflexión
hecha desde la madurez: “Vuelvo a ver ahora algunos centenares de rostros, dos o tres grandes
espectáculos y tal vez la sustancia de veinte libros. No he retenido ni lo mejor ni lo peor de las cosas:
queda lo que ha podido quedar”. Entre eso que “ha podido quedar” de esta bellísima película
novelesca están los rostros en sombra de los personajes, que parecen proteger un secreto; la discreta
elegancia descriptiva del ambiente cerrado de la pequeña ciudad, con sus costumbres, sus miserables
egoísmos y sus relaciones sociales; una continua disposición de seres y cosas sometidos a la mirada del
tiempo (“todo cambiará a causa del automóvil” -dice Eugene en cierta ocasión); algunas
consideraciones visuales y verbales sobre lo efímero de la existencia y el poder (el plano fijo sobre el
rostro surcado de arrugas del mayor Ambersons/Richard Bennett, iluminado parcialmente por el
crepitante fuego de la chimenea; “la vida y el dinero se escapan como bolitas de mercurio entre los
dedos”, afirma tío Jack); travellings y panorámicas sobre escaleras sombrías, salones desiertos o llenos
de bailarines fantasmales, columnas y búcaros con flores marchitas; esa tristeza de estar viviendo en un
tiempo sintiéndose espiritualmente de otro, que tiñe la imagen con el apagado resplandor del cadáver
de la luz en medio de las sombras: la gran dificultad de fotografiar en cine los momentos de supuesta
felicidad (King Vidor sería una excepción) y la felicidad para mostrar la desdicha. Esa es la entraña del
melodrama.
Texto:
José María Latorre, “Decadencia familiar y transformación social: El cuarto mandamiento”, en dossier
“Orson Welles” (primera parte), Dirigido, junio 2010.
Aunque no hay ninguna constancia de que Luchino Visconti leyera El cuarto mandamiento, y
tampoco de que manifestara la intención de (volver a) llevar la novela a la pantalla, uno tiene la
tentación de imaginar cómo habría contado esta breve saga de capitalistas americanos. Más tacitas de
café, más figurillas ornamentales, más pausas, más música, más escenas sin diálogo, la comida
familiar habría sido más larga, habría habido más escepticismo hacia la burguesía industrial en
ascenso, más morbo en los celos del hijo con respecto a la madre (a quien impide frecuentar a su
antiguo pretendiente), más ecos de “Los Buddenbrook”, Alida Valli o Silvana Mangano en el papel de
la madre, Helmut Berger en el del hijo, Massimo Girotti como el industrial de los automóviles.
Continuemos el juego imaginando la misma historia ilustrada por Vincente Minnelli en los
años cincuenta: frenética, convulsa, más eufemística y melodramática, y quizá más intensa en el
tratamiento del triángulo edípico, en colores y con vestuario de Cecil Beaton (Deborah Kerr habría
sido ideal para el papel de la madre). Si se tiene el deseo de hacer la historia (del cine) con los
Ambersons es como reacción ante algunos vacíos del film, ante algunas faltas de acabado: el personaje
de la madre, que parece resignada con demasiada facilidad a la renuncia, queda desenfocado, y lo
mismo se puede decir de su cortejador (el industrial del automóvil); y en el declive de los Ambersons
se advierte algo de querido, de algo casi dado por descontado. Tanto más cuando se tiene dificultad en
distinguir una jerarquía, una perspectiva entre los personajes, cuatro o cinco de ellos situados en el
mismo nivel.
La idea genial (de Booth Tarkington, autor de la novela, antes que de Orson Welles) fue poner
en el centro de la saga al personaje más estúpido, un concentrado de provincianismo y arrogancia,
fruto, como se hace entender, del privilegio familiar y la indulgencia materna. Es él quien toma todas
las decisiones equivocadas y quien hace que todos sean infelices, incluido él mismo. Pero quizás el
auténtico protagonista sea el tiempo, que amenaza y maltrata a los Ambersons burlándose de sus
ilusiones (la más ilusa y la más infeliz de todas, la que inspira más piedad, es la tía soltera,
magistralmente interpretada por Agnes Moorehad). Orson Welles traduce el fluir variando las
distancias emocionales de la historia y de los personajes. Del irónico tono arcádico de la infancia al
dinamismo de los travellings en la fiesta del baile, o a la red de sombras expresionistas que poco a
poco envuelve a personajes, techos, muebles y escaleras de tal modo que la casa forma parte de la
familia, a la fisicidad violenta, hiperrealista, del plano secuencia en la cocina donde la inmovilidad
hace crecer la tensión y parece que estemos allí (es cuando la tía no consigue contener su ira), a la
sencillez de ciertas intervenciones de la voz fuera de campo: vemos al viejísimo mayor con la mirada
perdida en el vacío y la voz explica: “Debía prepararse para entrar en un país desconocido donde ni
siquiera era seguro poder ser reconocido como un Ambersons” (prefiero, si la comparación es lícita,
el momento en que el príncipe de Salina comenta, en una pausa del baile, el cuadro sobre la muerte del
justo en El Gatopardo/Il Gattopardo, Luchino Visconti, 1963).
Se hace referencia a los vacíos y no siempre resulta fácil comprender cuáles son imputables a
Welles y cuáles a la producción, que cortó alrededor de cuarenta minutos: parece que en la versión
íntegra estaba más presente el subfondo económico urbanístico y el declive, más allá de la familia, de
la propia casa, que al final era transformada en una mansión de reposo. Pero, en el fondo, es el film
mismo el que se asemeja a un palacito de estilo ecléctico que nadie ha pensado en restaurar y donde no
es sencillo distinguir las figuras esculpidas en relieve de las pintadas en trampantojo.
Por lo demás, todas las películas de Welles, también las mejores, tienen a la vez algo de
incompleto, de, si se me permite, “careado”, y algo de grande, incluso La dama de Shanghai (The
Lady from Shanghai, 1948), donde la debilidad se encuentra en el marinero sonámbulo, o Sed de mal
(Touch of Evil, 1958), con el leñoso Charlton Heston y con las complacientes divagaciones sobre el
thriller (el episodio del motel). Pero aquel abogado parapléjico que hace condenar a su cliente en el
primer film, y aquel grueso policía antigarantista en el segundo, son figuras irrenunciables del cine
negro. ¿Y por qué, se puede preguntar, somos tan indulgentes con Raoul Walsh y tan exigentes con
Orson Welles? Entre los que amamos el cine norteamericano somos pocos quienes alimentamos un
prejuicio negativo en sus confrontaciones, unido a la general sobrevaloración que ha disfrutado
Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), donde el virtuosismo del lenguaje parece esconder la débil
humanidad del personaje, un titán no bastante titánico en su ascensión ni patético en su caída. De ahí
proviene la predilección por EL CUARTO MANDAMIENTO, el más sobrio si no el más clásico de
sus films, si no por otra cosa porque Welles, y no sólo por su voluntad, renunció a colorear todo el
cuadro y a expresar todos los efectos de la historia. A comenzar por lo que habría obtenido
interpretando personalmente el papel del protagonista (como en la versión radiofónica). En lugar de
ello, es sólo la voz narradora, casi un locutor radiofónico que se concede la coquetería de firmar su
nombre al final sobre las imágenes de un micrófono; “Mi nombre es Orson Welles”.
Probablemente, la más sobria e impersonal de las películas de Welles sea El extraño (The
stranger, 1946), una especie de “noir” sobre un detective (el inspector Wilson: Edward G. Robinson)
en busca de un criminal nazi (Franz Kindler/Charles Rankin: Orson Welles) que vive oculto en
Connecticut, donde trabaja como enseñante y va a casarse con la hija de un juez de la Corte Suprema.
Entre los momentos notables del film figura el final, en clave expresionista, en el que el criminal es
ensartado por un ángel de hierro del campanario, y la frase (“Marx no era alemán, sino hebreo”) que
traiciona la identidad oculta y de la que el detective se acuerda en el corazón de la noche (“Sólo un
nazi podía decir eso”). Pero la historia y los personajes resultan bastante convencionales, tanto más si
se comparan con los de EL CUARTO MANDAMIENTO. Evidentemente, la sobriedad no lo es todo.
Texto:
Oreste de Fornari, “La sobriedad provisional de Orson Welles: El cuarto mandamiento”, en dossier
“Orson Welles” (primera parte), Dirigido, junio 2010.
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