Máscaras de cera - Universitat de València

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Máscaras de cera: vida, autobiografía y retrato en el mundo conventual
Beatriz Ferrús Antón*
Universitat Autònoma de Barcelona
Resumen:
Tanto la autobiografía como el retrato buscan captar el sentido de un rostro, la verdad escondida
que se esconde tras el acto afirmativo de decir ‘yo’, gesto especialmente problemático en el arte
y la literatura de mujeres. A través del análisis de un grupo de textos escritos por monjas y de
sus retratos se tratará de documentar la evolución que en la captación de rostro femenino en
pintura y en fotografía, pero también en los géneros autobiográficos, existe entre los siglos de
Oro y el comienzo de la modernidad. María de San Jose, la Madre Laura y Teresa de lo Andes
serán las autoras de referencia.
Palabras clave: Autobiografía, yo, mujer, pintura, fotografía
Abstract
As much the autobiography as the picture looks for to catch the sense of a face, the hidden truth
that hide after the affirmative act to say `I’ specially problematic gesture in the art and the
Literature of women. Through the analysis of a group of texts written by nuns and their pictures
one will be to document the evolution that in the pick up of feminine face in painting and
photography, but also in the autobiographical sorts, exists between the centuries of Gold and the
beginning of modernity. Maria of San Jose, the Laura Mother and Teresa of Andes will be the
reference authors
Key-words: Autobiography, I, women, photo, painting
La historia de la literatura de mujeres está ligada a la historia de los conventos, pues el convento
como recinto intelectual1 permitió a la mujer de otras épocas acceder a un espacio de saber y de
decir que le estaba vetado en el mundo extramuros. Por eso, mujeres como Juana de Asbaje
elegirían el convento para satisfacer sus inquietudes intelectuales, del todo imposibles de
desarrollar en el espacio de la domesticidad y el matrimonio. Sin embargo, el convento jamás
sería un espacio de total libertad para la mujer, pues junto al precio del himen y de la clausura,
ésta también quedaría sometida a la mirada vigilante del confesor, que no sólo censuraba el
comportamiento moral, sino que velaba por una práctica de escritura que era considerada “labor
*
Cita recomendada: Ferrús Antón, Beatriz (2007) “Máscaras de cera: vida, autobiografía y retrato en el
mundo conventual” [artículo en línea] Extravío. Revista electrónica de literatura comparada, núm. 2. Universitat
de València [Fecha de consulta: dd/mm/aa] <http://www.uv.es/extravio> ISSN: 1886-4902
1
A este respecto puede consultarse el texto Arenal, E. & Schlau, S. (1994).
Extravío. Revista electrónica de literatura comparada 2 (2007) ISSN: 1886-4902 <http://www.uv.es/extravio>
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de manos”2, y que sólo debía ocuparse de los “géneros menores”. Cartas, vidas y pequeñas
poesías serían esos géneros, considerados “acordes a las limitaciones intelectuales de las
mujeres”.
Entre ellos las vidas tendrían una especial relevancia: pues como textos donde se dice ‘yo’, las
mujeres encontrarían un espacio para “escribirse” y “escribir su deseo”. No obstante, no debe
olvidarse, que la mayor parte de estas vidas serían escritas a petición del confesor, quien las
demandaba como un modo de juzgar el alma de la monja. Por ello, las vidas se escriben sobre
una falsilla: la de la hagiografía, que la monja lee y a la que debe y quiere parecerse, pero
también la de la imitatio Christi y la imitatio mariae3, que como mujer, cristiana y monja, no
puede dejar de lado. Desde aquí, puede decirse que en las vidas, escritas durante los siglos XVI
y XVII, los silencios dicen tanto o más que la palabra, la lectura que perfora el molde sólo
puede hacerse entre líneas.
En otro lugar, yo misma me preguntaba por la relación que guardan estas vidas con el ejercicio
autobiográfico4, ya que tras un mismo molde retórico: un ‘yo’ que cuenta su vida se esconden
estrategias diferentes. Si entendemos que la autobiografía surge en el siglo XVIII, ligada al
advenimiento de una nueva noción de subjetividad, que se vuelca sobre el texto en un ejercicio
de ‘autorreflexividad’, las vidas coloniales formarán parte de un género distinto, ya que es un
yo-cuerpo, quien absolutiza el relato y lo ensarta. Las monjas, como herederas de Eva, deben
tachar su cuerpo, pero al relatar cómo se procede al tachado no se deja de hablar de él. Los
lenguajes corporales terminan por apoderarse del relato, las metáforas de sangre, leche y
lágrimas acaban por configurar una versión propia de la chora, en sentido kristeviano5. En las
vidas no hay subjetividad moderna, pero sí una propuesta a favor de un lenguaje
específicamente femenino. ¿Qué queda de éste cuando son monjas contemporáneas quien
escriben sus vidas?
El objetivo de este artículo será trazar la parábola que media entre vida y autobiografía, o lo que
es lo mismo: entre los textos de María de San José y los de Teresa de los Andes y Laura de
2
El concepto de “labor de manos” aplicado a la literatura conventual ha sido analizado en distintos lugares de la obra
de Margo Glantz. La escritura conventual recibía por parte de los confesores la misma consideración que otras de las
tareas que tenían lugar en el convento: bordado, repostería... Estas tareas servían a las mujeres para mantener las
“manos ocupadas” y “evitar el mal de manos”. Por ello a los escritos de monjas no se les reconocía ningún valor de
autoría, ni tampoco existió demasiada preocupación por su conservación, lo que explica que se hayan perdido muchos
archivos de monjas. Entre los distintos textos de la autora que pueden servir de referencia a este problema
recomiendo Glantz, M. (1995).
3
A este respecto puede consultarse Ferrús, 2005. Durante los primeros tiempos de la Iglesia un santo era aquel que se
aclamaba como tal por nombramiento popular. Más tarde, a medida que el derecho canónico se especializa, para
proponer un santo habría que iniciar un complejo proceso, una de cuyas etapas sería la redacción de una vitae, que
debía redactarse según un esquema previamente facilitado por la Iglesia. Esta es la falsilla hagiográfica a la que me
refiero, aunque a esto se suma la imitación directa de las hagiografías de aquellos santos a los que una monja concreta
pudiera tener especial devoción, doble modelo de escritura.
4
Me refiero al libro Ferrús, (2007).
5
Un mayor desarrollo de esta cuestión puede encontrarse en Ferrús , B.: (2004). “Yo-cuerpo y escritura de vida. (Para
una tecnología de la corporalidad femenina en los siglos XVI y XVII)” en Asensi, M y Girona, N. (eds). (2004).
Tropos del cuerpo, Valencia: Quaderns de Filologia, nº 9.
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Montoya6. Sin embargo, para lograrlo no me serviré de una comparativa meramente textual,
como he hecho en otros lugares, sino del vínculo que entre vida y retrato, entre autobiografía y
fotografía existe en las dos épocas motivo de análisis, como estrategia de visibilización de un
yo-máscara que esconde una determinada noción de sujeto.
¿No hay tras toda invitación textual a invocar al ‘yo’ el deseo de trazar un retrato?, ¿De legar a
la posteridad un epitafio condensado en un rostro? Si la prosopopeya es una máscara, que
consiste en dar voz y rostro, también la fotografía es una manera de prosopopeya, al igual que lo
es el retrato (pintura, grabado), sólo que entre ambos transita el fantasma de la duración 7. Si el
Monumento de las sociedades primitivas sustituía al ser efímero por su representación eterna,
pintura y grabado todavía apuntan a una eternidad de la que la fotografía se aleja cada vez más.
No en vano, casi todos los retratos de monjas coloniales se pintan como homenaje después de su
muerte, como modo de conjurar un olvido, que sólo merecen las hermanas destacadas del
convento: abadesas, fundadoras...
Así, el primer lugar en esta cadencia deben ocuparlo los retratos de Catalina de Siena, como
imágenes que complementan una figura-texto-leyenda. En tanto que la monja italiana no lega a
la posteridad un relato de vida, sino una narración legendaria, trazada en el juego intertextual de
su biografía oficial, pero también de los testimonios de los fieles, de las narraciones populares
sobre sus persona, de las promesas, las invocaciones, las estampas, las pinturas, etc.
6
Contemporánea de Sor Juana Inés de la Cruz, agustina recoleta en el convento de Nuestra Señora de la Soledad
(Oaxaca), la mexicana María de San José (1656-1719) escribió más de doce tomos autobiográficos a instancias de sus
confesores. De estos sólo el primero ha recibido una edición moderna completa. En él María cuenta su vida seglar y
su dura lucha hasta ser admitida como religiosa, junto con sus primeras experiencias místicas. Laura de Montoya nace
el 26 de Marzo de 1876 en Jericó de Antioquia, Colombia, como ella misma explica en una autobiografía de casi mil
páginas que lleva por título Historia de las misericordias de Dios en un alma. El texto escrito entre 1903 y 1915,
relata la vida de Laura desde su nacimiento hasta fechas tempranas a su muerte, y su tarea como fundadora de la
orden de “misioneras lauras”. Teresa de los Andes (1900-1920), santa, redacta un Diario que habría de convertirse en
uno de los modelos más claros de “santidad infantil” del género.
7
A este respecto puede verse Barthes, (1999).
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Un primer elemento llama la atención: la ausencia de un rostro, no porque éste no esté presente
en los retratos, sino porque es uno diferente en cada retrato, al igual que la Virgen María o el
propio Cristo, Catalina de Siena posee miles de rostros. Las épocas, los movimientos artísticos,
las diferentes culturas... le dan uno u otro según su deseo. Sin embargo, Catalina de Siena
seguirá siendo reconocida: por el hábito, por la pose, por los iconos que completan el cuadro,
por la estampa o el momento legendario que allí se reproduce.
De esta manera, las dos primeras ilustraciones que se recogen apuntan un retrato trazado a partir
de la simbología, mientras la estampa de la ingesta abyecta retoma un conocido episodio de la
leyenda8. Los retratos condensan multiplicidad de significados, desde los que será posible
reconstruir esa figura-texto-leyenda. El retrato no capta sólo un instante, sino toda la
potencialidad de una figura mítica.
8
La leyenda sobre Catalina de Siena dice que bebía de las llagas de los enfermos como proceso de mortificación, el
proceso de ingerir substancias abyectas también se asocia a las vidas de otros santos como Francisco de Asís. En la
estampa que aquí se reproduce ese proceso aparece sublimado, pues es del costado de Cristo de quien Catalina bebe,
como si la superación de la prueba abyecta hubiera llevado hacia otra ingestión como premio.
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Junto a Catalina de Siena la representación pictográfica de Rosa de Lima, se basa en unas
mismas premisas, el retrato permite desarrollar una historia, es un epitafio, pero también una
biografía, el rostro se diversifica según la versión.
Además, las Mercedes, de la monja limeña emplean un mismo sistema de codificación icónica,
aunque esta vez para trazar un retrato de interioridad espiritual, para condensar la experiencia
mística a través de un rudimentario código que, pese a ello, posee extrema fuerza expresiva. Allí
donde las palabras de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz dicen no llegar, lo harán los corazones
recortados y bordados de las Mercedes, ejemplo extraordinario de las formas místicas. Se
presentan a continuación tres ejemplos9.
La primera Merced se acompaña de una frase aclaratoria “merced de eridas que recevi de Dios”,
que no ha de volver a repetirse. Tanto en ésta como en el resto de las mercedes el corazón se
convierte en símbolo del alma y en el principal elemento de la representación. Sobre él la cruz,
como una sombra, que proyecta la total potencialidad de la Pasión, y en uno de sus lados la
9
En el original las mercedes se encuentran bordadas en vivos colores y compuestas por distintas texturas de telas que
se superponen creando efectos de relieve que recuerdan la dimensión carnal del corazón y de las heridas que sufre.
Agradezco a Emilio Báez Rivera que me hiciera llegar su extraordinario trabajo: Báez, (2002) que me puso en la
pista sobre las mercedes santarrosianas que aquí se reproducen.
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herida de una lanzada. “Con lansa de asero me irio i se escondió” dice la tela remitiendo al
proceso de Imitatio Christi, también Catalina de Siena fue lanceada sobre su corazón, la figura
toma forma, el topos se escenifica. El motivo de Dios como cazador de almas recorre el
conjunto de la poesía mística, llegando a tener notable importancia en la obra de Teresa de Jesús
y Juan de la Cruz. “¡Mi amado metió la mano por la hendedura y por el se estremecieron mis
entrañas!” (Cantar de los Cantares, 4-6), con toda la potencialidad erótica que contiene este
gesto.
La Sexta Merced volverá retomar este tema “corazón erido con flecha de amor divino”. Ahora
es una ballesta la que atraviesa el corazón de lado a la lado y, de nuevo, sobre éste, una cruz,
como otra sombra. En las Sextas Moradas Teresa se dice herida “no con flecha de madera, de
hueso, de hierro ni de acero, sino con flecha de amor”. En la Undécima Merced es un arpón el
que traspasa el corazón, causándole una horrorosa herida, aunque el alma celebra la agresión
divina: “Dulce martirio que con arpón de fuego me a erido”. El alma ha sido capturada sin
posibilidad de escape, herida y cauterizada por un Él sin el cual no tiene posibilidad de existir.
Con tela e hilo Rosa de Lima obtiene una similar condensación expresiva a la de la gran poesía
mística.
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Junto a las mercedes sus retratos, al igual que las representaciones de Teresa de Jesús, pensemos
en el Éxtasis que esculpe Bernini, la reflejan con la mirada perdida, apuntando a ese más allá de
perceptividad que recrean las Mercedes, ojos de éxtasis, puestos en otro mundo, mientras viste
un hábito y se toca con una corona de rosas, siguiendo la tradición de las monjas coronadas,
pero destacándose porque en su corona sólo aparece una flor: la rosa, otro tópico literario del
que ella se apropia, en un intento por tensar tradición y excepcionalidad, semejanza y diferencia
Catalina de Siena y Rosa de Lima, como santas, mujeres-leyenda, modelo de modelos, adoptan
en sus retratos infinidad de rostros, superan lo (auto)-biográfico de mano de la leyenda, y
consiguen, por medio de un iconismo cargado de sentidos que sólo a ellas pertenecen, su propio
Monumento, un monumento que logra su duración desde la posibilidad de representabilidad
infinita. Cualquiera puede poseer e interpretar sus imágenes, su biografía, siempre que respete el
hipograma de su leyenda, su texto generador, aunque lo haga de manera encubierta. Frente a
ello las Mercedes apuntan una reflexividad única, difícil de aprehender, la tela se deteriora ante
el paso del tiempo, pero no tiene sentido hacer un Monumento de lo Eterno.
Por otro lado, los retratos de las monjas coloniales oscilan entre el más visible barroquismo y la
más extrema austeridad. Los óleos de las monjas coronadas se oponen al grabado de María de
San José, la diferencia que los separa es la misma que media entre el nacimiento y la muerte, ya
que son dos las ocasiones en que se pinta a las monjas: el momento de la profesión, como
nacimiento a una nueva vida, y tras su deceso, como testimonio que busca conjurar el olvido,
pero también como momento de gozo, pues en el esquema de vida conventual los sentidos se
invierten: la profesión es una muerte para el mundo, aunque también un modo de salvarse de sus
tentaciones, la muerte implica la definitiva unión con el esposo amado.
Desde aquí, las escenas que más abundan son las de las monjas coronadas, pintadas en
conmemoración de su ingreso en el convento. La pintura se llena de ornamento, representa la
más absoluta encarnación del gusto barroco. La monja sí tiene un rostro, que se pierde entre la
galanura y los pliegues del hábito, que se disimula tras el gesto reconcentrado. De nuevo, la
simbología cobra todo el protagonismo de la pintura, sólo que esta vez no cuenta una biografía,
sino la historia de una orden, reinscribe el rostro singular en el grupo, metaforiza lo que se
espera de la monja profesa, convoca el olvido. Por eso no son posibles las versiones sobre un
mismo rostro, pero sí sobre los mismos símbolos.
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El retrato de Sor María Juana del Señor San Rafael emplea rosas y claveles, las primeras como
símbolo de silencio y amor, las segundas como signo de esponsales, las azucenas de la palma
simbolizan la pureza, mientras que los pajarillos y las mariposas, que se posan aquí y allí,
recuerdan la espiritualidad del alma y la atracción hacia lo luminoso. Llama la atención la toca o
velo negro rematada de perlas y con las esfinges pintadas de San Francisco y Santa Clara, ya
que Sor María profesaba en el convento de las clarisas de Puebla. Además de un crucifijo la
monja también porta una preciosa vela encendida, adornada con perlas y pequeñas flores
blancas que hablan de la igualdad del espíritu y la inteligencia con la divinidad y la santidad10.
Entre tanto ornamento el rostro aparece momificado, congelado, sin vida, el hábito se torna
sudario, con el sentido al que varias veces se ha referido este trabajo.
Junto a éste el retrato de Sor Josefa de San Rafael, profesa capuchina del convento del Corpus
Christi e india cacique, muestra una mayor austeridad, signo de los valores de la orden a la que
10
Para una mayor información al respecto puede consultarse el artículo García, (1984). La información sobre las
monjas coronadas y sus imágenes están tomadas de este artículo.
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pertenece, los colores rosa, blanco, rojo y azul significan el amor espiritual, la fidelidad, la
constancia y la pureza, vuelven a aparecer rosas y claveles, pero también margaritas, que son
emblema de simplicidad e inocencia de espíritu. La monja también porta una pequeña corona de
espinas, con la que se recuerda no sólo la pasión de Cristo, sino la antigua tradición de las
profesas de tocarse con espinas en tiempos medievales. Entre las flores aparecen pequeñas
figuras de la Inmaculada Concepción o de seres angélicos.
La complejidad sígnica llegará al extremo en el retrato de Sor María Loreto de la Sangre de
Cristo, quien como adorno de su vela presenta una sirena de doble cola, metáfora de las
tentaciones que pueden ser vencidas, el Niño Jesús, que acompañado de un pequeño báculo está
posado cerca de su corazón indica el coraje con el que la monja contará para vencer las
tentaciones, el medallón con la Santísima Trinidad, la Virgen y algunos santos es el distintivo de
la orden.
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Por eso, ante estos trabajados y trabados retratos, sorprende por su sencillez el grabado, que
como retrato de María de San José, se encarga hacer a su muerte. Si los retratos que rinden
honores a las monjas muertas son una minoría, a la monja mexicana se la recuerda como
fundadora, la excepción no se celebra con el ornato de la profesión. Sobre una pared lisa de lo
que debe ser una celda destaca el hábito negro de la monja, cuyo rostro pierde cualquier atisbo
de singularidad entre facciones geométricas y gesto reconcentrado y lánguido. Sobre la mesa un
crucifijo y una calavera simbolizan la Pasión y la muerte. El salto no ha podido ser más radical,
del estallido de color de los óleos, al blanco y negro del grabado, del barroquismo y la compleja
simbología a la representación más austera. No obstante, en uno y otro caso una coincidencia:
un rostro, que aunque singular y uno, se pierde entre ropajes y símbolos, se anula con el gesto, y
no permite la infinidad de versiones.
Al igual que sucedía con las vidas, controladas por una falsilla de escritura, los retratos
coloniales no cuentan una historia particular, sino que reproducen las pautas de un género, como
un boceto. Un rostro que condensa el deseo de parecerse a, de poder ser él mismo versión de
esos texto-figura-leyenda, que gozan de mil
caras, que actúan como molde, o mejor,
hipograma, de estas representaciones, constituye su emblema, como la hagiografía lo hacía con
la vida11.
Por último, como giro hacia otro espacio de representación, de Teresa de los Andes y de Laura
de Montoya es posible encontrar fotografías, las dos que aquí se incluyen funcionan como
portada de sus autobiografías, como si a la subjetividad que allí se exhibe hubiera que ponerle
rostro, a modo de firma, pero también de máscara, la de la prosopopeya, pero también como ese
“otro cuerpo para la fotografía” del que hablaba Roland Barthes.
11
En mi libro (2007) Heredar la palabra: cuerpo y escritura de mujeres, puede leerse cómo las Vidas de monjas
escritas durante los siglos XVI y XVII no narran la historia de un ‘yo’ que se retrata con libertad, sino la de un ‘yo’ al
que se impone una triple falsilla de escritura: la de la imitatio Christi, la imitatio mariae y la hagiográfica, pues la
monja que toma la pluma debe contar su vida “a la manera de”.
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El mecanismo es el inverso al de los retratos coloniales, los símbolos se anulan ante la expresión
de la cara, buscando el más allá en el caso de Teresa, cara de niña, confiada y plácida, o en el de
Laura de Montoya, cuyo rostro se pierde, no entre los pliegues del hábito, pero sí entre el
inmenso cuerpo, que constituye la “gran humanidad”. Si el hábito de Teresa es perfectamente
reconocible, el rostro lo ilumina, lo singulariza, el de Laura destaca por ser diferente, como
diferente es la mujer que lo porta.
Frente al espacio de la representación legendaria, la fotografía se aleja del Monumento, para
apuntar hacia un modelo de “santidad realista”, amparada por el nuevo proceso de “hacer
santos” que acompaña a los tiempos modernos. Además, la fotografía, que para Barthes
constituye una apunte de lo efímero, puede convertirse en estampa, en tanto imagen
mecánicamente reproducida de manera infinita, siempre una misma, sin diferentes versiones.
La reproducción de los santos puede alcanzar un valor comercial. Ya que si la obra de arte en la
época de su reproducción técnica se despoja de aura, en el sentido apuntado por Benjamin,
también es cierto que la incesante reproducción de un rostro apunta a un modelo de eternidad, es
el signo de un tiempo. Sólo las imágenes de rostros famosos, destacados por encima de la
común sociedad, se reproducen una y otra vez: posters, estampas, muñecas, tazas o platos
decorados con rostros, se presentan como soportes de aquellas imágenes-retrato que conjuran al
tiempo proveyéndose de toda superficie representable, coagulando la duración con su insaciable
repetición.
Así, la historia de los retratos coincide con la historia de los textos, pues si las figuras de
Catalina de Siena y Rosa de Lima se constituyen sobre un espacio de lo biográfico donde lo
“bio” está ocupado por una polifonía, legendaria, mitológica, las monja coloniales-coronadas se
muestran en un retrato donde la singularidad del rostro se anula entre el simbolismo de la
caracterización, el peso del modelo, al modo que el “auto” se constituye a través de ese “sujeto
cerológico” que sólo puede ser “uno”, el del modelo determinado por la tradición. Mientras, los
rostros de Laura de Montoya y Teresa de los Andes se apoderan del texto fotográfico,
apuntando hacia la subjetividad-singularidad propia de los textos autobiográficos. Lo que los
textos dicen la imagen “pone en escena”, completando la caracterización de una historia del
‘yo’, que no sólo atañe a lo autobiográfico, sino al conjunto de la historia del pensamiento y de
la cultura.
De esta forma, entre hagiografías, vidas y autobiografías se establece un linaje, cifrado en una
máscara, que exhibe un ‘yo’, pero tras la que se esconden distintos rostros: el de la identidad
mítica, construida desde el relato de un hacer, que narra el colectivo, el de la tradición
fuertemente marcada y pautada, donde la identidad se pierde entre los signos que la regulan y
codifican, y el de la singularidad moderna, donde cada ‘yo’ es sólo ‘yo’, diferente a cualquier
otro. Tomar la pluma para contarse o posar para dejarse contar por otro, son el haz y el envés de
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una misma hoja, a modo de un ejercicio de dialogismo bajtiniano, donde nunca se es ‘yo’ sin ser
‘otro’, donde soy ‘otro’, a la vez que ‘yo’.
Bibliografía
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