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ARTURO ALAPE
MEMORIA DE TIEMPOS DE INFORTUNIO*
Augusto Escobar Mesa
Universidad de Antioquia
[email protected]
Cuando apareció por primera vez el libro de cuentos Las muertes de Tirofijo en
1972 la crítica fue unánime en el manejo singular que Alape daba a sus cuentos al
salirse de los cánones de uso en el medio. Era una literatura que ponía oído atento a
las voces de hombres y mujeres que, por circunstancias ajenas a ellos, tuvieron que
enfrentar la violencia, los éxodos recurrentes; eran tiempos de necesidades
extremas para sobrevivir en un medio igualmente hostil de selvas impenetrables,
riscos escarpados y montañas andinas inclementes al sur del país.
Hasta ellos llega el amanuense Alape para reivindicar sus vidas, nostalgias y
pasiones y ellos se vuelven historia viva en su escritura. Primero pasan por su
pluma los campesinos de las llamadas zonas rojas o repúblicas independientes en
los años sesenta, las mismas que padecen hoy los embates de la violencia en los
extremos del país; después serán los habitantes de la periferia de las grandes
ciudades, llámese Ciudad Bolívar en Bogotá, Siloé o el basurero en Cali, comunas
en Medellín. Esos habitantes que adquieren dinámica, fuerza, estatus propio en las
historias de Alape, siguen siendo los desplazados de siempre y de todas partes por
una y múltiples violencias padecidas y cuyos responsables de ellas siguen
campantes dirigiendo y engullendo económicamente el país desde dentro y desde
fuera sin que mengue ni su avidez, ni su cinismo, ni su desparpajo para atribuir a
otras causas tal desfondamiento del Estado y de las Instituciones y el abandono de
la sociedad colombiana.
Esa mirada incisiva, crítica y reivindicativa del arrinconamiento de un grupo de
colombianos en tierras de nadie, los vemos tempranamente en su crónica Diario de
un guerrillero (1970), edición publicada primero en Francia porque la dirigencia
gamonal y militarista no estaba dispuesta a que se mostrara la brecha profunda
entre una minoría que manejaba el país como una parcela anexa a lo suyo y como si
fuera un asunto personal y una inmensa mayoría despojada de todo y a la espera de
las migajas que caían del banquete de los señores.
La crónica de Alape revela la existencia de esos otros paisitos siempre al borde
de…, en continuos desplazamientos. Pero si la crónica era un recurso válido como
testimonio de otros que vendrá luego en obras cimeras como El Bogotazo, la
literatura comenzaba a tentar al hombre de acción que había sido la vida de Alape
durante treinta cuatro años ininterrumpidos, por eso aparecen los libros de cuentos
Las muertes de Tirofijo en 1972 y siete años después El cadáver de los hombres
invisibles (1979), que van a ser historias de vida que cabalgan entre la ficción y la
realidad, entre el documento, el testimonio, la crónica y un imaginario que
comienza a echar raíces para las novelas que vendrán luego. En esos cuentos se van
tejiendo las vidas y dramas de hombres y mujeres que deben enfrentar las
adversidades desde el medio natural hasta las de otros grupos humanos, desde los
asedios de las fuerzas represivas del Estado hasta los de sus propias dudas, miedos,
pasiones, amores y olvidos. Alape va siendo progresivamente seducido por las
palabras, por las imágenes envolventes, subordinadas e insubordinadas que tanto le
gustan. El medio natural bucólico o agreste, el paisaje de las pequeñas y grandes
urbes que por años recorrió por muchos medios, le dan pistas, le revelan sus
matices, sus tonalidades, pero sobre todo, los tintes grisáceos, semioscuros que
servirán para su paleta verbal, para sus escenarios que terminan confundidos con
las vivencias, los conflictos, las emociones intensas de lo personajes hasta
convertirse en una sola, única realidad. Realidad que a veces confluye en el abrazo
de los cuerpos, en la soledad y el olvido de los mismo, en la pérdida de sí por la
imposibilidad de la comunicación o la ausencia del otro, como se verá casi dos
décadas después en su otro libro de cuentos Julieta, los sueños de las mariposas
(1995) y en su novela Mirando el final del alba (1998).
Apenas habían transcurrido diez años en la vida de Alape en Cali y ya tenía a su
haber una vida de apremios económicos sin límite, la orfandad paterna, una serie de
padrastros cuyo legado era el abandono y la desafección, una vida de inquilinatos
mediado por la promiscuidad y el abuso sexual, por el artilugio pícaro y la ley de
supervivencia, esto, en el entorno doméstico y de barrio, porque a nivel histórico y
social, la violencia del 9 de abril había llegado hasta las puertas de aquel hospicio
de muchos y casa de nadie. Fue en ese momento coyuntural en la vida del país que
el niño Alape fue todo oídos a las historias terribles contadas por los adultos, bien
porque habían padecido aquella hecatombe histórica que dejó tantas secuelas
profundas en la conciencia de la nación, o bien porque la vieron padecer en otros,
como su madre Tránsito al recoger el cuerpo traspasado por las balas de una de las
tantas víctimas inocentes, o bien porque la leyeron en la prensa, la escucharon en la
radio o simplemente la oyeron de labios de otros. Pero sea lo que sea, el testimonio
terminó siendo uno solo con sus múltiples variantes porque todo se relataba como
si se hubiera vivido y sufrido en cuerpo presente.
Esas historias nunca abandonaran al joven Alape, como tampoco las derivadas de
las acciones, resistencias y movilizaciones campesinas lideradas por Juan de la
Cruz Varela y Quintín Lame, hombres legendarios que alcanzaron la dimensión de
héroes épicos para sus comunidades asentadas en las márgenes de los
departamentos de Cundinamarca, Tolima y Cauca. Alape, en sus muchos viajes de
vendedor de mercancías por los pueblos del occidente y el sur del país y luego
como militante político de la izquierda, fue reconstruyendo la imagen fragmentada,
olvidada, vilipendiada, negada, de esos dos líderes del pueblo y de aquellos hechos
nefastos hechos de abril del 48, pero había de pasar varias décadas antes de
emprender el viaje de iniciación en el tejido de esas historias que tanto impactaron
y se convirtieron con el paso de los años en ideas obsesivas, demonios interiores
que no le dejaban tranquilo. Sentía un acoso y enorme responsabilidad social si no
daba cuenta de aquellas experiencias profundamente enquistadas en el alma del
país y es así como se dedica años al estudio del Bogotazo y al impacto social del 9
de abril en la sociedad colombiana con miles de testimonios de excepción, dando
lugar a su texto insuperado El Bogotazo, memorias del olvido (1983). Empero, no
era suficiente este acercamiento a los hechos acaecidos y mostrados con cierta
objetividad aunque desde el múltiple ángulo de los testigos de ese simún histórico,
era necesario penetrar en el alma de aquellos que lo vivieron a su manera –por
ejemplo, él siendo niño– en el Cali del 48 y la violencia partidista de años
siguientes desatada por los sicarios del terror conservador. Para ello escribe su
novela Noche de pájaros (1984), donde ahonda sobre la condición de miedo que
enajena y paraliza a todos aquellos –la mayoría– que no comulgan con las políticas
del gobierno conservador de turno. Tiempos sombríos aquellos sometidos a una
sola consigna avasallante y excluyente: "sangre y fuego" que fueron las marcas
indelebles de la "pajarería" del Valle del Cauca y que otro par de Alape, Gustavo
Álvarez Gardeazábal, recrea en su inolvidable novela Cóndores no entierra todos
los días.
Si bien el efecto en la conciencia de los sucesos de aquel abril funesto pareciera
haberse mitigado, seguía rondando la sombra de Juan de la Cruz Varela y Quintín
Lame, padre tutelares ideológicos de Alape. Así que emprende de nuevo la marcha
difícil tras las huellas de éstos en su novela Mirando el final del alba (1998) y para
ello recurre a dos personajes protagonistas, cuyo oficio de documentalistas servirá
para reconstruir la imagen de aquellos dos campesinos legendarios. Y aunque hay
un motivo histórico en esta nueva travesía literaria, todo sirve de pretexto para
mostrar el drama de tres vidas cruzadas que se vigilan, anudan y desgarran. Es el
reencuentro de personajes huérfanos de sí y de los otros, que se descubren en sus
propias culpas, pero igual se regodean con su propia soledad, sus celos patológicos,
su dolor y existencia inútil al no reconocerse a sí mismos. En un juego de miradas
que van y vienen, cada uno de los personajes protagonistas se reconocen y
desconocen, proyectan las miradas de los otros siempre refractadas. Sus vidas son
un juego de espejos que descubren sus mentiras y verdades, sus ideales siempre
inconclusos y sus sueños.
Hombre inserto en lo social apenas despuntaba a la vida por circunstancias ajenas a
él, después por física necesidad para sobrevivir y defenderse de sus asedios, luego
por compromiso ideológico, Alape recorre toda la geografía del país liderando la
causa de los desprotegidos, de los desplazados de aquí y allá, de los reprimidos
socialmente y asume la voz que ellos nunca tuvieron o se la quitaron, y es aquí
cuando recordamos su testimonio Un día de septiembre: testimonio del paro cívico
1977 (1977). Finalmente, cuando el arte y la literatura reclamaron su voz, la que
había perdido en la primera edad y tanto lamentó, encausó su vocería pero ya desde
la literatura por esos mismos exiliados de una tierra que no era suya porque se la
arrebataron. Con el ojo del artista, la paciencia del historiador, la visión crítica del
investigador social, la observación atenta del cronista, Alape descubre que en los
barrios marginales de las grandes ciudades se teje otra vida, más intensa, más
dramática, más conflictiva o pudiera decirse, la suma de todos los conflictos, y se
deja atrapar por los recónditos secretos de esos barrios, espacio para los
desarrapados del mundo cuya tragedia individual y colectiva supera cualquier
imaginario. De ahí nace pues Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones (1995).
Detrás de cada habitante de esos barrios hay una vida que compendia la historia de
ignominia y olvido del pueblo por parte del Estado y la clase dirigente del país. En
unos de esos personajes, sicario por más señas, Alape descubre una historia que
convierte en novela, Sangre ajena (2000). A través de ella nos desvela el espíritu
de un hombre que aún preadolescente entra al servicio de la mafia para hacer suya
la sangre ajena. Como parte del complejo y perverso sistema de las mafias, el
protagonista y sus compañeros sicarios aprenden que sólo hay un código inviolable
que se resume en tres cosas: primero y ante todo, la fidelidad al patrón; segundo, la
habilidad y el inescrúpulo moral para alcanzar el objetivo: la muerte del otro, del
supuesto enemigo del jefe y así afianzar su lealtad; y tercero, acceder al dinero fácil
para derrocharlo luego de manera exhibicionista, es decir, un afán de consumo
ilímite con un mínimo de esfuerzo.
No contento con esas historias, Alape comienza el ejercicio de reconstruir otra
geografía humana, la de Tirofijo, y lo hace en dos crónicas mediados por el
reportaje: La vida de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez Tirofijo
(1989) y en Tirofijo: los sueños y las montañas 1964-1984 (1994). Tirofijo es aquí
una figura legendaria que impresiona a Alape cuando apenas era un joven militante
del partido comunista a finales de los años cincuenta y comienzos del sesenta y era
reconocido sólo por los habitantes de las que luego se llamaron "repúblicas rojas
independientes", pero ya era una figura legendaria entre el campesinado insurrecto.
Alape da testimonio de ese mito popular involucrando la ficción en su primer libro
de cuentos Las muertes de Tirofijo. Pero esa imagen totémica pervive en la
subconsciencia del escritor hasta irse perfilando como una figura cimera y, años
después, ya en el oficio de narrador y cronista, Alape entabla un largo diálogo con
el guerrillero que hoy es reconocido como uno de los personajes, sino el que más,
ha incidido en el derrotero incierto del país en los últimos treinta años.
De sus búsquedas en archivos, de su contacto con las gentes del común, de su
encuentro fortuito o premeditado con agentes y testigos de la historia colombiana
nacen otros dos libros de crónicas y reportajes: Yo soy un libro en prisión: crónicas
(2002) y La paz, la violencia: testigos de excepción (1985). Pero aún falta un libro
de crónicas más: Río de inmensas voces… y otras voces (1997). Como un río
complaciente en su viaje inevitable, Alape va recogiendo el rumor de tantas voces,
sobre todo las de sus conocidos y amigos escritores, artistas que deambulan igual
por los ríos de la vida. En este último libro se encuentran crónicas, perfiles,
reportajes con personajes que en sus repetidos viajes de exilio forzado dieron
aliento para seguir tras los mismos afanes: pensar y repensar las pequeñas y
grandes historias de su sociedad. En esas crónicas se observa el diálogo de un
hombre con otros cuya perplejidad es la misma: dar cuenta del mundo –su pequeño
entorno–, con el único instrumento posible para ellos, el arte y las palabras.
*
Fragmento del libro: Cuatro náufragos de la palabra. Diálogo compartido con Héctor Abad
Faciolince, Arturo Alape, Piedad Bonnett, Armando Romero. Medellín: Eafit, 2003.
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