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2D V I D A
: E l N o r t e : Domingo 18 de Julio del 2004
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Editora: Rosa Linda González
Email: [email protected]
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Eugenio Richer muestra los objetos preciosos a cuya elaboración ha dedicado décadas.
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sna Skylane, que vendería para después comprar el indestructible giroplano.
ahorrados. El suceso no lo hizo desesperarse, como le pasó a
su tío Pedro G. Richer, agente aduanal antes que su padre.
“Mi tío sí tuvo mala suerte: convenció a su familia para apostarle al negocio de pozos petroleros en el Valle de Texas”, cuenta
Richer de este hombre que evoca a un José Arcadio Buendía
alucinado por el magneto, el hielo y los pescaditos de oro.
“El tiempo, la ausencia de petróleo y las devaluaciones
lo llevaron a la ruina a él y a su familia. Para solventar la
deuda tomó una decisión mayúscula: suicidarse para que
así los suyos cobraran los seguros de vida. Aún recuerdo
la anécdota y me estremezco”.
Empecinado en convencer a la Herff Jones, Richer viajó
al D.F. y logró grandes ventas en la UNAM y el Politécnico.
Sin embargo, cuando las ganancias llegaron a 250 mil dólares anuales, decidió renunciar a la representatividad.
“Los mandé al diablo”, dice, sonriente. “Entonces decidí
abrir mi propia compañía”.
Era 1955.
II
Richer había aprendido el método de fabricación de anillos,
insólitamente, viendo. Cada que iba a la Herff Jones veía
durante horas qué hacía cada máquina, cómo llevaban el
proceso de producción.
“Reuní una cifra que no recuerdo y construí una fábrica
en el terreno más barato: La Fama. Los obreros creían que
iban a otra ciudad, era lejísimos, por eso en el 75 construí
donde ahora estoy: Morones Prieto y Gonzalitos.
“Compré la maquinaria, contraté a 80 personas y me
puse a trabajar allá en La Fama. Con mis contactos, comencé a lograr pedidos”.
Un día se le apareció el director de la Herff Jones. Quería
asociarse con Richer.
“No estoy dispuesto a asociarme a ningún precio”, respondió el mexicano, orgulloso. Todavía hoy levanta el rostro
como si tuviera enfrente al estadounidense.
–“Pues vamos a venir a competirle aquí”, lo amenazó, a
lo que él respondió que serían bienvenidos.
La compañía nunca arribó a Monterrey. Años después,
Richer tomaría una decisión: llevar a su negocio a una calidad mayor. Cambió a la tecnología alemana, consistente
en fundir el metal y vaciarlo en moldes, al ultravacío, más
flexible para colocar en los anillos imágenes tridimensionales al capricho de los graduados.
“La técnica era riesgosa: una imperfección en el proceso
y el metal salía lleno de porosidades. Pero nuestros anillos
jamás se identificaron por eso. Hoy, puedo decir que son perfectos. Nada vale más para recordar un esfuerzo que portar
un anillo. Para mí, traer uno representa fuerza, corazón”.
Pero el “Señor de los Anillos” no se quedaría sólo en la
fabricación de sortijas.
III
En 1965, Richer entró a la puja por fabricar las medallas
conmemorativas de los Juegos Olímpicos de México 68. Lo
singular era que jamás había fabricado medallas.
“Ahora estaría en otro país, muy lejos”, dice y sonríe
por primera vez al hablar del riesgo que corrió.
“Papá trabajó duro por hacer de la empresa lo que ahora
es. Su disciplina, su esfuerzo, fueron fundamentales para el
crecimiento del negocio”, señala su hijo, Eugenio.
En enero de 1968 el Comité Olímpico Mexicano eligió
a Richer. Le pidieron ir al D.F. a firmar un contrato por 10
mil medallas, una venta histórica.
“Terminamos haciendo 55 mil”, señala. “Trabajábamos
día y noche, madrugadas enteras. Tanto fue el trabajo, que
no vi ni una competencia”.
Richer muestra la medalla como quien sostiene a un
hijo: plata redonda, enorme, en la que está grabado el calendario azteca, con todas sus filigranas y detalles, tomada
de un dibujo hecho a mano del símbolo prehispánico.
Otra aventura sucedió un año después, cuando lo visitó
gente de la Casa Blanca para hacerle un pedido de 550
mil medallas para la conmemoración del Bicentenario de
Estados Unidos. El trato implicaba una sola petición: que
el trabajo quedara en el más absoluto secreto. El orgullo
de los estadounidenses quedaría vulnerado al saber que
una fábrica mexicana hacía semejante pieza.
“Estaba impresionado, sin habla. Luego acepté. Ya
había aprendido a hacer alto volumen. No temía nada, ni
siquiera quedarme sin materia prima. Siempre los bancos
de Monterrey nos han surtido el oro y la plata”.
Cuando terminó las primeras 30 mil medallas los estadounidenses las pidieron y pagaron. Al día siguiente,
apareció en un diario capitalino la noticia de que la empresa
regiomontana era la encargada de tal trabajo. Coléricos,
los estadounidenses rompieron el convenio.
“Siempre he creído que fueron ellos los que filtraron la
noticia, esperando romper nuestro trato y darle el encargo
a alguna fábrica de allá. Lo tomé con filosofía: no había
nada qué hacer”.
Resalta que hace 15 años introdujeron el sistema de
diseño por computadora; pero también habla sobre las
complicaciones del mercado.
“Me molesta que, frente a nuestra calidad, muchas empresas vendan por debajo de los kilates que dicen. Mediante pruebas hemos detectado cómo los productores dicen
vender anillos de 10 kilates, cuando dan menos. ¡Nosotros
damos más de 10 kilates, por puro capricho mío, por darme
el gusto de entregar anillos que sobrepasan la norma!”,
señala, casi a gritos, con el índice derecho en alto.
Richer, S.A. ha sido por décadas proveedor de anillos
para generaciones de universitarios. Sólo en este verano
vendió 2 mil 500 anillos, mientras que en noviembre usualmente llega a 3 mil.
IV
Para este hombre una de las mayores pruebas fue cuando
murió su primera esposa, Hilda Esthela Cantú, madre de
sus hijos Eugenio, quien trabaja con él; Carlos Eduardo e
Hilda Nelly. Posteriormente, Richer contrajo matrimonio
con María Martha Treviño.
También, trabaja con él su hermano José, reconocido
radioaficionado.
El empresario también fue maestro. Cuando cursaba
Químicas trabajó en la prepa del Instituto Laurens. Luego,
impartió clases en su facultad hasta que fue designado
director de 1960 a 1965.
Además de “combatir” con ideas al comunismo en esta
escuela, como él dice, exhortaba a los jóvenes a no terminar
de empleados, sino de empresarios.
Domingo Dante Decrescenzo, empresario, habla del
optimismo que ha caracterizado a Richer.
“No se atemoriza ante las adversidades. Lo conozco desde
1956, cuando fue mi maestro en Ciencias Químicas, y siempre
me ha sorprendido su mirada positiva sobre las cosas”, señala.
“Incluso ahora que estuvo delicado de salud (se recupera
de una embolia), muestra un ímpetu y un carácter increíbles. Él no se deja vencer. Es invencible”.
Desde hace 40 años, una de las pasiones de Richer ha
sido el frontenis. Hoy puede jactarse de haber dirigido la
construcción de áreas para este deporte en el Casino del
Valle y el Alpino Chipinque.
Además, promueve un NO rotundo al cigarrillo, tras
la muerte de su hermano Ermilo a causa del cáncer, hace
unos años. En su oficina se pueden contar cuatro letreros
que prohíben fumar.
“¿Fuma usted?”, pregunta, serio. “Si deja de fumar por
90 días y me lo dice le regalo este pin de Rotarios hecho en
oro y lo invito a comer al Casino Monterrey.
“Ésta es la oferta que le hago a todo aquel que entra a
mi oficina”, expresa al tiempo que mira cuatro cajetillas
incautadas que mantiene sobre su escritorio.
“Eugenio siempre ha creído en la palabra de los demás,
algo extraño en estos tiempos”, señala su amigo Ricardo
González Rodríguez, quien es rotario como él.
“Pide no fumar con tal firmeza que muchos le hacen
caso”.
Sin embargo, más que el deporte u otra cosa, la gran
pasión de Richer ha sido pilotear.
“Mi primera avioneta se la compré en 1970 a Roberto G.
Sada. Fue una Cessna Skylane, la primera en tener Conversión
Robertson, que permite volar a baja velocidad sin caer.
“Era feliz volándolo”, advierte, mientras se contempla
en una foto, muy joven, en el interior de la nave.
Un día su amigo Alonso Ayala le metió en la bolsa de la
camisa un cheque por 26 mil dólares. Si Richer lo cobraba,
la avioneta cambiaría de dueño.
“Anduve tres meses con el cheque, hasta que lo cobré.
Luego compré un giroplano, como un helicóptero con el que
muchas veces jugaba a que se caía, pero luego, llegando a
tierra, volvía a encender el motor”.
Una vez un amigo le pidió que lanzara volantes sobre
las tierras cercanas a Bustamante, para promocionar las
fiestas del Señor de Tlaxcala.
“Acepté de inmediato, porque cuando era niño veía los
aviones en el cielo y les gritaba: ¡echa papeles!, ¡echa papeles!”, grita como si fuera de nuevo aquel niño libre que
miraba hacia lo alto.
“Este amigo me dio 50 kilos de volantes y emprendí el
vuelo. Así, veía un ranchito, agarraba un puñado, empujaba la puerta de golpe y los aventaba. Sin embargo, no me
di cuenta que los papeles estaban siendo chupados por el
motor y se fue tapando”.
De súbito, el aparato se apagó. La nave cayó mil pies
sobre el Potrero de Villaldama.
“De buenas que sabía planear, precisamente cuando
apagaba el motor en el aire y me dejaba caer. Cuando
choqué contra el suelo creí que había muerto. Vi cómo la
gente se arremolinaba a mi alrededor. Al verme salir ileso,
hicieron: ‘¡Ahhhh!’, lamentando que no hubiera show.
“Salí del aparato, me puse de pie y vi el motor, atascado
de papeles. Los saqué y me elevé de nuevo sobre la carretera,
hasta que pude subir. La gente en los carros tocaba el cláxon,
festejando mi subida. Traté de aventar los papeles lo más lejos
posible, pero al rato volví a caer en una nopalera”.
Años después, Richer sufrió una embolia, que lo mantuvo inmóvil buen tiempo. Se rehabilitó y volvió a pilotear
avionetas, pero recién acaba de sufrir una caída que le
causó lesiones en el brazo izquierdo y la cadera.
“Después de sus problemas de salud y de sus rehabilitaciones, papá insistía en cumplir con las horas de vuelo que te
exigen para conservar tu licencia de piloto”, comenta su hijo.
“Acompañado, andaba dos o tres horas volando. Al
terminar, se le veía muy contento. Era otro. Pero ya hace
tiempo que no vuela”.
Hace tiempo que Richer no vuela, pero la indestructibilidad que mostró al caer dos veces desde mil pies, así
como al levantarse de crisis económicas o lograr pedidos
descomunales, es la misma que se puede palpar en la solidez de los luminosos aros de metal que ha fundido, casi
con la viva imagen de aquel que viera por primera vez, y
que portan en sus manos generaciones enteras que hoy
recorren el mundo.
Diseño: EL NORTE/ Gaspar Enrique Hernández
I
Su apellido proviene de Alsacia-Lorena, zona que une a
Alemania y Francia y que fue motivo de disputas territoriales por muchos años.
De hecho, afirma, al estallar la Revolución Francesa uno
de sus antepasados fue guillotinado por haber sido médico
de María Antonieta.
“Una calle cercana al Moulin Rouge lleva el nombre de ese
Richer”, señala con orgullo este hombre en la oficina que conserva en su fábrica de anillos y medallas, donde parece que el
tiempo se detuvo en los sobrios muebles al estilo de los 70.
El símbolo de su infancia fue la unidad en su familia,
señala, presidida por su padre, Eugenio G. Richer, de Nuevo
Laredo, y su madre, Concepción Santos, de Bustamante. Él
fue el mayor de seis hermanos.
“Fui un niño feliz, pero si alguien me pregunta qué recuerdo de mi infancia es la honestidad de mi padre. Si por
alguien soy como soy es por él: su disciplina y su honestidad
fueron fundamentales”, explica de aquel hombre que mantuvo a su familia a través de una agencia aduanal.
Tras egresar de la facultad, Richer se dedicó a trabajar
en una mina de guano en Nuevo Laredo, mientras seguía
haciendo los pedidos a la Herff Jones.
Un día, recibió una carta de esta empresa, donde le
ofrecían la representación en México.
“Me sentí ofendido. ¿Qué les pasaba a esos gringos?
¡Yo no era joyero! Les dije que no me interesaba”, exclama
molesto, como si fuera aquel día.
Al efectuar cuatro pedidos más para los estudiantes,
llegó a Nuevo Laredo un enviado de la empresa. Tenía instrucciones de llevarlo a que conociera la fábrica.
Fue la primera vez que él escuchó la palabra.
“¿Fábrica?”, preguntó. “¿Qué no es una joyería?”.
Cuando llegó a Indianápolis se quedó perplejo: aquélla era una planta fabril de 2 mil empleados, que había
dejado atrás el modelo tradicional de elaborar anillos a
mano. Entonces, como ahora, la elaboración consistía en
fundir oro, laminarlo y troquelarlo con una presión de 450
toneladas hasta convertirlo en moneda. Luego, someterlo
a tratamientos térmicos y redondearlo.
Allí mismo los estadounidenses le propusieron que fuera
su representante. Pero Richer fue más allá: les pidió asociarse
y abrir una fábrica en Monterrey. Ellos le respondieron que si
lograba 25 mil dólares dólares de venta, se hacía el trato.
Él no se desanimó ante la magnitud del reto. Invencible,
visitó escuela por escuela en la ciudad y, pese a que el precio
de los anillos estadounidenses llegaba al doble de los mexicanos, logró vender el primer año 50 mil dólares.
“Papá es una de las personas más perseverantes que he
conocido”, comenta su hijo Eugenio, quien lo acompaña en el
devenir diario de la compañía. “Éste ha sido su gran valor”.
Pero, pese al empeño que puso para la Herff Jones,
la compañía no le daba la respuesta que quería. Aunque
recibió premios por su trabajo, llegaron incluso a poner
como pretexto que desconfiaban invertir en México, dada
la expropiación petrolera.
Richer explicó que México había pagado hasta el último
centavo, pero ni así quisieron.
Aunado a la negativa de la empresa, el empresario llegó
a perder en alguna feroz devaluación varios miles de dólares
Fotos: EL NORTE/ Francisco Ordaz
L
Por DANIEL DE LA FUENTE
a primera vez que Eugenio Richer tuvo entre
sus manos un anillo de calidad fue cuando
formó parte de la primera generación que
egresó de la Saint Joseph High School de
Laredo, en 1942.
Él como sus compañeros, entre ellos Eugenio Garza Lagüera, se vieron deslumbrados por la hechura
de aquel anillo que los identificaba como egresados de esa
prepa texana.
“Quedé impresionado por la dureza del metal, irrompible, y por el brillo distinto al de los anillos que se hacían en
México, horribles”, recuerda este hombre que, a los 81 años,
conserva el pulcro rito del traje con el pin de Rotarios; se
mantiene espigado y de mirada dura; pelo entrecano y de
rasgos que evocan al joven de buena presencia que fue.
Cuando iba a egresar de la Facultad de Ciencias Químicas, en 1947, Richer recordó la luz e indestructibilidad de
aquel anillo. Habló a la escuela texana y le dieron el nombre
de la compañía: Herff Jones Company.
“Les dije: ‘¡Eh, raza, vamos a pedir nuestros anillos a Estados
Unidos!’. Entonces les mostré mi anillo de la prepa y dos de los
que hacían en México”, dice. “Mis compañeros aceptaron e hicimos el pedido. Al recibir los anillos, estábamos fascinados”.
Eran los primeros anillos americanos hechos exclusivamente para una escuela mexicana.
El contacto con la Herff Jones y su capacidad para el inglés
hicieron popular a aquel chico al que en anteriores grados
escolares pocos tomaban en cuenta por ser el más pequeño
de estatura. Pese a que ya no era alumno, los jóvenes de las
generaciones siguientes le pedían hacer los envíos.
De esta manera, casi por azar, inició el camino que llevaría
a Eugenio a ser el pionero de la fabricación en serie de anillos
en América Latina a través de su empresa: Richer, S.A.
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