Parte y juez Fue hacia el final de mi estancia en casa de mi hermana y mi cuñado –cierta tarde gris y fría que trajo la primera impresión del invierno– cuando Natalia decidió matar a su marido. Fue así, más o menos, según me confesaría mucho tiempo después en una conversación sosegada en la que terminamos hablando de Carlos. Había pasado más de un año y ya no había razón para seguir ocultando la realidad como hasta entonces –al menos yo– había hecho. No quiero decir con esto que Natalia se sintiera obligada a contármelo como a veces se tiende a creer. La conozco muy bien y sé que perfectamente podría haber pasado todo el tiempo del mundo sin decírselo a nadie. Pero tenía la suficiente confianza con ella para que así lo hiciera, aunque en ningún momento había mostrado demasiado interés porque me lo contara, y si hasta entonces había procurado no mencionar nada que tuviera que ver con Carlos había sido porque pensaba que ella no querría hacerlo. Yo aquella tarde me había acercado hasta la ciudad a comprar para la cena y la comida del día siguiente mientras ellos se habían quedado sentados delante de la chimenea. Aprovechando que los jueves cerraban el bar por la tarde, Carlos tenía pensado ir de caza y Natalia iba a quemar las hojas de los árboles que había amontonado en el jardín. Vivían en un pueblo alejado de la capital con apenas cuarenta bocas en invierno, y eran muy pocas las cosas que se podían hacer entre semana. Eran muy pocas las cosas que a medida que hemos ido cumpliendo años se 2 podían hacer, porque yo había vivido allí toda mi infancia y mi adolescencia y recuerdo aquellos años con cierta felicidad borrada por la bruma de la edad. Pero Natalia y Carlos decidieron reformar la casa de nuestros padres e instalarse allí. Era una casona grande, como de antes. Tiraron la cuadra para ampliar el jardín con el corral (ya convertido en césped cuando yo apenas alcanzo a recordar, y no sé muy bien si lo recuerdo de viva imagen o porque después me lo han contado). Lo habían tapiado de piedra y lo habían poblado de árboles frutales (manzanos, nogueras y ciruelos), acacias y sauces llorones entre espliegos y brotes de lavanda y flores de temporada. El resto de la casa la reformaron con gusto rústico. Arreglaron también el bar. En los últimos tiempos, cuando aún vivían nuestros padres, apenas daba ya para vivir, y a pesar de que creía que no tardarían mucho en cerrarlo, durante unos años les fue bastante mejor de lo que pensaba. Iba gente a comer y a cenar, y los fines de semana siempre había alguien a la hora que fueses. Para entonces yo ya me había ido de allí. La vida aún se me mostraba por descubrir, esperanzadora, y tenía un montón de proyectos en la cabeza que después no sé en qué han quedado. Supongo que en nada, como todo. Pero al principio tenía su encanto. Me gustaba volver al pueblo para exagerar mis aires de modernidad ante el asombro de los que allí se habían quedado y, paradógicamente, me gustaba volver a Madrid con una dolorosa nostalgia que me duraba dos o tres días, a lo sumo una semana, hasta que poco a poco mis viajes empezaron a hacerse menos frecuentes y con el tiempo no pasé de ser un extraño ante los ojos de los niños que me veían aparecer una o dos veces al año, pero en todo caso no más de cuatro. Aquella tarde ya lejana, como casi todas las de la vida, todavía me encontraba en las inmediaciones de un gran supermercado cuando Natalia me llamó asustada por teléfono. Había comprado y había metido las bolsas con la compra en el coche. En 3 ese momento estaba tomándome un café en la cafetería cuando me llamó para decirme, con un nerviosismo inhabitual en ella y una voz entrecortada por la fatiga, que los perros habían vuelto a casa y que Carlos aún no había regresado. Lo transcribo de forma sintética, porque las palabras que recuerdo fueron: “éste es tonto”, “¿dónde se habrá metido ahora?”, “y encima está a punto de hacerse de noche”, “¿qué hacemos?” Todo ello de forma incongruente y salida de tono, y no sé muy bien si lo decía al final de cada frase, para romper el silencio cada vez que yo no sabía qué decir o según lo iba pensando con esa excitación que nos hace salirnos de nuestras casillas. Al final creo que logró tranquilizarse y estuvimos discutiendo sobre si llamaba a la Guardia Civil o se esperaba por si entretanto volvía. En el bar no estaba, me había dicho, y si le había sucedido algo sería mejor que llamase cuanto antes. Le dije que Carlos se conocía muy bien el monte y era casi imposible que le hubiera ocurrido nada, aunque todo lo decía de forma superficial, generalizada, y sin expresar qué le había podido ocurrir. No hacía mucho se le había disparado la escopeta a Carmelo, uno del pueblo que solía salir de caza con él, aunque en realidad no estaba claro si había sido un accidente o un suicidio. Se le había disparado el arma en la cara, y para cuando Carlos lo había encontrado y lo habían trasladado al hospital había fallecido por el camino, así que tanto Natalia como yo estábamos pensando en que a él le hubiera podido ocurrir lo mismo. Estaba a punto de llegar hasta al coche cuando volvió a repetirme que se estaba haciendo de noche, lo cual, a su vez, quería decir que se estaba haciendo tarde y que acabaría haciendo lo que quisiera, como siempre. Le dije que enseguida estaba de vuelta para que al menos esperara hasta que regresara yo, aunque estaba convencido de que mientras tanto todo habría quedado en un malentendido. 4 Conduje a casi todo lo que daba el Golf y en poco más de media hora me presenté en el pueblo. No sé lo que pensé mientras iba en el coche, supongo que un montón de cosas inconexas, aunque lo que al final acabé por creerme es que todo se trataba de una broma, de una sorpresa que me tenían preparada porque al día siguiente por la tarde tenía pensado volverme a Madrid. Debí pensar que se trataba de una sorpresa porque en realidad no quería creer que le hubiera sucedido nada a Carlos, aunque ni a Natalia ni a mí nos han gustado nunca ese tipo de fiestas o de actos o de despedidas, la verdad es que no sé cómo llamarlos. Pero acabé de convencerme a mi manera: en otras circunstancias no se hubiera preocupado de aquella forma por él porque ella misma sabía que no le podía haber ocurrido nada, o al menos a eso se había acostumbrado. Cuántas veces había vuelto de caza, había dejado los perros y se había vuelto a ir sin entrar en casa, aunque en aquel momento no fui consciente de ello. Lo más probable es que Natalia también se hubiera venido a comprar conmigo y así habríamos aprovechado para conversar delante de una taza caliente de té como tantas tardes habíamos visto morir. No era urgente quemar las hojas de los árboles y podría haberlo hecho cualquier día que se hubiera aburrido, que serían muchos; cualquier día que hubiera necesitado hacer algo para llenar esas largas horas vacías para sentir que estaba haciendo algo, para sentirse viva, útil con ella misma para no tener la conciencia de que estaba pasando el tiempo y estaba desperdiciando su vida. Todo cambió cuando llegué al pueblo. Era ya de noche y aún no había vuelto, y ni siquiera en algún momento se me ocurrió pensar que podría tratarse de una sorpresa. Natalia seguía asustada y estuvimos hablando con expresión quejumbrosa sobre lo que haríamos. No íbamos a salir a buscarlo. Era tarde y lo único que podría ocurrir es que alguno de los dos se perdiera. Sólo se podía adelantar tiempo para 5 mañana, denunciar su desaparición y soportar, sin caer en la desesperación, un rutinario interrogatorio en el que unos y otros no hicimos más que repetir el nombre de Carlos. Tenía sólo cuarenta y dos años y eran muchas cosas las que deseaba. Deseaba cambiar de coche. Deseaba también una escopeta nueva. Decía que la que tenía era vieja y ya no le iba bien. Desconozco todo acerca de la caza, pero era una de las pocas aficiones que tenía y en alguna ocasión no me quedaba más remedio que escucharle. Siempre era lo mismo: cada año había menos, pero tenía que acabar escuchándole como si aquello fuera lo más importante y aun sabiendo que no me interesaba y que le escuchaba por no resultar violento, aunque en aquel momento, por alguna extraña razón, llegué a sentirme culpable conmigo mismo. Más de una vez he creído que era muy distinto de Natalia. Lo vuelvo a reconocer después de que ya esté muerto y con una frialdad absoluta que cada vez me es más frecuente. Fue abandonando todo por él y en más de una ocasión después se ha arrepentido. Su matrimonio no ha pasado de ser un largo escalofrío. Morena, angelical y tímida, el carácter impasible de Carlos había helado sus sueños de adolescente enamorada. Sin duda hubiera deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. El lugar en el que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La soledad del pueblo producía una otoñal impresión de habitabilidad del desencanto. Sin el más leve brillo, todo afirmaba aquella sensación de desapacible frío, como si un largo y prolongado abandono hubiera sensibilizado su resonancia, pero con el desengaño que produce la edad y todas esas personas y cosas que se han ido perdiendo por el camino. 6 El pueblo hace tiempo que había dejado de ser para Natalia y más de una vez, egoístamente, he llegado a sentir lástima por ella. Alguna vez he creído que se quedó por Carlos. Que se había quedado allí porque él no quería irse a ningún otro sitio. Pero, sinceramente, no sé qué hacía con él. Era anodino, ramplón, aunque Natalia no había conocido a más hombres. Llevaba con él desde los dieciséis años y no había podido disfrutar de la juventud. Para entonces ya se había casado con la añoranza de lo que podía haber gozado y no había gozado, y sólo ahora, casi veinte años después, está empezando a disfrutar aún sabiendo que es tarde y con la dolorosa conciencia de que será siempre tarde. Ocho años de noviazgo y diez de matrimonio habían acabado así. Todo se había vuelto previsible porque no había nada que predecir, y seguramente así hubiera seguido siendo, aunque al reconocerlo todo me produzca un miedo infantil y lejano cuya procedencia no sabría decir a qué obedece; un miedo que también volví a sentir cuando Natalia me dijo, como si habláramos de cualquier otra cosa sin importancia, que mató a Carlos, no sé si porque nunca hubiera llegado a creerlo o porque desde el principio así lo había creído y había tratado de negarlo. Seguramente fue por cobardía, me dije entonces y me vuelvo a decir ahora, aunque no sé por qué siempre hay que buscar una explicación convincente o, dicho de otro modo, por qué nos interesan más las causas que lo sucedido. Nunca he querido saber por qué fue a pesar de que me insistiera. Simplemente le dije que no quería saberlo, que era mejor así, porque la suponía tan inteligente como para darse cuenta de lo que en su momento, previamente, iba a hacer y, después, de lo que había hecho, y porque no quería juzgarla por las razones que le habían empujado a ello, pero estoy seguro de que lo hizo por cobardía. Era lo más fácil. Nunca se hubiera atrevido a decirle que quería divorciarse de él (como así me había parecido que me había insinuado cuando yo me estaba divorciando de Luisa), porque supongo eran 7 muchas cosas las que habían compartido –buenas y malas–, aunque al fin y al cabo muchas. Y pienso también que fue lo mejor para Carlos. Todo lo que tenían eran de Natalia, es decir, la casa y el bar, que directamente habían pasado de nuestros padres a su nombre. Es posible que tuvieran algo ahorrado, pero con lo que Carlos no hubiera podido empezar porque tendría que haberse ido a otro sitio y buscarse un trabajo sin saber lo que era trabajar para otro, que le pusieran precio a su tiempo, lo único de lo que somos dueños, decía como una de las pocas frases célebres que le había oído decir. Era como poner precio a su vida. No hubiera entendido por qué Natalia quería separarse de él; qué es lo que había hecho mal. Lo más probable es que no se hubiera repuesto a aquel golpe porque, aunque no le gustaba hablar de sus sentimientos, quería a Natalia. La quería como seguramente no había querido a nadie por lo que nunca se lo hubiera perdonado. Tampoco se lo hubiera perdonado la gente a la que habitualmente trataba, los clientes del bar y la misma gente del pueblo, así que era mejor que todo quedara en eso, en una desaparición que de repente se había producido sin saber cómo y de la que todavía quedaba la esperanza de que un día volviera. Y estoy seguro de que Natalia también lo quería. Durante los días que siguieron la vi llorar como nunca la había visto, ni siquiera cuando murieron nuestros padres, y tampoco la había visto tan mal pese a que es una persona que no tiene facilidad para derrumbarse. El bar en pocos años hubieran tenido que cerrarlo porque todos acababan por irse a vivir a la ciudad. Así que lo había matado en el jardín, me dijo, cuando salía para ir a buscar a los perros. Le había dado con un tronco de roble en la cabeza, fuerte, hasta que lo había dejado sin sentido, y después le había seguido dando hasta que lo mató. Echó el cuerpo muerto encima de las hojas y les prendió fuego. Le quitó la alianza de matrimonio y el reloj de acero, que eran los únicos 8 objetos de metal que llevaba encima y que no iban a arder. Le echó hojas, ramas y palos encima hasta que el cuerpo empezó a arder, hasta que todo se convirtió en cenizas y huesos calcinados y no quedó nada que dijera que allí había ardido un hombre. Se aseguró muy bien de ello, aunque le costara toda la tarde. Después recogió las cenizas en la carretilla y las tiró en un estercolero. Siempre tiraba allí la ceniza de la chimenea y mañana por la mañana, cuando limpiaran las cuadras, no se vería nada. Siempre tiraba allí la ceniza de la chimenea y aquello no era otra cosa que cenizas. Sería el último sitio que Carlos hubiera deseado reposar, pero qué más daba ya si sólo eran cenizas, cenizas entre el cieno y de mal gusto para tratar de indagar la desaparición de un hombre. No sabía si los perros de la Guardia Civil buscarían allí, aunque suponía que no, que las cenizas de un hombre no huelen a ese hombre. Hasta allí no se iban a acercar y, aunque lo hicieran, a todos los perros les gusta horadar en la mierda, y allí no quedaría otra cosa, eso si no habrían quitado ya el cieno y lo habían esparcido por las fincas de labor. Los huesos los metió en un saco de rafia, junto con una piedra gorda para que se hundiera en el lodo y no lo bajara la corriente, y los tiró al Duero, donde más cubría, al lado de unas granjas de cerdos que años atrás habían estado vertiendo purines al río. Allí sería imposible buscar. El saco se hundiría en el lodo y éste no dejaría ver nada. Aunque los buzos, por alguna casualidad, intentaran rastrear el río, no iban a encontrar nada. La suciedad con que baja el agua no les permitiría distinguir a una distancia superior a un palmo. Sus huesos descansarían para siempre allí, pese al temor que siempre había sentido al agua ya que no sabía nadar. De modo que también para él fue lo mejor así. A las pocas semanas se le dio por desaparecido. Se cansaron de buscarlo por el monte y los montes limítrofes sin 9 encontrar nada. En los comentarios de la gente se acabó por creer que le habría sucedido algo, que habría empezado a andar hasta que finalmente se habría perdido y habría muerto o vete tú a saber, seguro que estará en las tripas de algún buitre. Otros pensaron que se habría ido de casa, aunque no comprendían que lo hiciera sin llevarse nada. Pero lo cierto es que Natalia no volvió a abrir el bar. No quería oír hablar de su marido en un tiempo, y en un pueblo de menos de cuarenta bocas en invierno hay pocos otros temas de conversación, así que decidió irse a vivir conmigo, hasta que se pasara todo, pero después se le hizo imposible volver, como a mí poco a poco me había ocurrido, y sólo lo había hecho para recoger de vez en cuando las cosas que necesitaba. Sólo un detalle quedaba, aunque yo ni siquiera había reparado en ello, no sé si por mi habitual desinterés por todo lo que rodeaba a la muerte de Carlos o porque no me gusta la caza, pero esta última vez que fuimos al pueblo Natalia me enseñó la escopeta y la cartuchera que había guardado en el desván, en el fondo de tantos trastos inútiles que había ido amontonando y que seguramente se quedarán allí para siempre si no cambia de opinión, aunque por el momento tiene pensado casarse otra vez y seguir en Madrid, y eso que en el pueblo ya nadie habla de Carlos, al igual que Natalia tampoco le dirá a su nuevo marido que lo mató, al menos si quiere seguir con él y no crearse problemas en lo sucesivo. Sobre todo porque es juez. Sólo cuando trabaja, ironiza, pero juez al fin y al cabo. VICTOR ANGULO DE LAS HERAS 10