ESCENA NEOYORQUINA Es mañana de otoño, clara y alegre. El

Anuncio
ESCENA NEOYORQUINA
Es mañana de otoño, clara y alegre. El sol amable calienta y
conforta. Agólpase la gente a la puerta del tranvía del Puente de
Brooklyn:―que ya corre el tranvía, y toda la ciudad quiere ir por él.
Suben a saltos la escalera de granito, y repletan de masa
humana los andenes. Parece como que se ha entrado en casa de
gigantes, y que se ve ir y venir por todas partes a la dueña de la
casa!
Bajo el amplio techado se canta este poema. La dama es una
linda locomotora en traje negro. Avanza, recibe, saluda, lleva a su
asiento al huésped, corre a buscar otro, déjalo en nuevo sitio,
adelántase a saludar a aquel que llega. No pasa de los dinteles de la
puerta. Gira: torna: entrega: va a diestra y a siniestra: no reposa un
instante. Dan deseos, al verla venir, campaneando alegremente, de ir
a darle la mano. Como que se la ve tan avisada y diligente, tan útil y
animosa, tan pizpireta y gentil, se siente amistad humana por la linda
locomotora.
Viendo
a
tantas
cabecillas
menudas
de
hombres
asomados al borde del ancho salón donde la dama colosal deja y
toma carros, y revolotea, como rabelaisiana mariposa, entre rieles,
andenes y casillas—dijérase que los tiempos se han trocado, y que los
liliputienses han venido a hacer visita a Gulliver.
Los carros que atraviesan al Puente de Brooklyn vienen de New
York, traídos por la cuerda movible que entre los rieles se desliza
velozmente por sobre ruedas de hierro, y, desde las seis de la
mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente, jamás para.
Pero donde empieza la colosal estación, el carro suelta la cuerda que
ha venido arrastrándolo, y se detiene. La locomotora, que va y viene
como ardilla de hierro, parte a buscarlo. Como que mueve al andar su
campana sonora, parece que habla. Llega al carro, lo unce a su zaga;
arranca con él, estación adentro, hasta el vecino chucho; llévalo, ya
sobre otros rieles, con gran son de campana vocinglera, hasta la
salida de la estación, donde abordan el carro, ganosos de contar el
nuevo viaje, centenares de pasajeros. Y allá va la coqueta de la casa
en busca de otro carro, que del lado contiguo deja su carga de
transeúntes neoyorquinos.
Abre el carro los grifos complicados que salen de debajo de su
pavimento; muerde con ellos la cuerda rodante, y esta lo arrebata a
paso de tren, por entre ambas calzadas de carruajes del puente; por
junto a los millares de curiosos, que en el camino central de a pie
miran absortos; por sobre las casas altas y vastos talleres, que como
enormes juguetes se ven allá en lo hondo: arrastra la cuerda al carro
por sobre la armazón del ferrocarril elevado, que parece fábrica de
niños; por sobre los largos muelles, que parecen siempre abiertas
fauces; por sobre los topes de los mástiles; por sobre el río turbio y
solemne , que corre abajo, como por cauce abierto en un abismo; por
entre las entrañas solitarias del puente magnífico, gran trenzado de
hierro, bosque extenso de barras y puntales, suspendido en longitud
de media legua, de borde a borde de las aguas. Y el vapor, que
parece botecillo! Y el botecillo, que parece mosca!―Y el silencio, cual
si entrase en celestial espacio! Y la palabra humana, palpitante en los
hilos numerosos de enredados telégrafos, serpeando, recodeando,
hendiendo la acerada y colgante maleza, que sustenta por encima del
agua vencida sus carros volantes!
Y cuando se sale al fin al nivel de las calzadas del puente, del
lado de New York, no se siente que se llega, sino que se desciende.
Y se cierran involuntariamente los ojos, como si no quisiera
dejarse de ver la maravilla.
La América. Nueva York, octubre de 1883.
Descargar