Riodejantiro, 1816 Pedro de Braganza y Borbón acababa de

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Riodejantiro, 1816
Pedro de Braganza y Borbón acababa de cumplir dieciocho
años y estaba enamorado. Era un chico delgado y fibroso, con
grandes ojos negros y brillantes y mi rada lánguida. Bucles de
pelo castaño e nmarcaban su rostro de piel bronceada por la
vida al aire libre, iluminado por una sonrisa siempre alegre.
Era un adolescente impulsivo, muy activo y bien dotado para
el ejercicio físico. Sin ser muy corpulento, daba la impresió n
de ser más alto d e lo que en realidad e ra. En aquella corte
ceremoniosa y feudal de Brasil se le consideraba un príncipe excén uico: se bañaba desnudo en la playa, se hada amigo de
los carpinteros del taller del palacio y le gustaba trabajar con las
manos, a pesar de q ue los trabajos man uales e ran considerados cosa de esclavos. Sabía laxar los potros con ayuda de los
peones y herrar los caballos mejor que un profesional. Le gustaba ir de caza con su hermano Miguel, cuatro aií.os menor
que él. a disparar a los caimanes que se arriesgaban a donnir
la siesta en el br.u:o de un rio, o a perseguir a jaguares y ciervos
hasta la selva virgen que se extendía, d ensa y opaca, por Jos
alrededo res de Río de Janeiro. Miguel era más bajo y fo rnido,
y sus ojos eran un poco saltones. A primera vista, nadie d iría
que eran hermanos.
Los cortesanos, que siempre habían sido el blanco preferido de sus gamberradas, no ahorraban adjetivos para describirlos: tunantes, vagos, granujas, picaros, pillos, e tc. En una
ocasión, el almirante de la escuadra británica les regaló dos
cañones de bronce fundido e n minia!Ura moma dos en sus cu'9
reñas. Los chicos esperaban horas en su cuarto y disparaban a
las piernas de los que pasaban por el pasillo del palacio. Mis
de un cortesano acabó con quemaduras e n las pantorrillas. Ni
los criados ni sus propios padres consiguiero n saber nunca
cómo se procu raban la pólvora. A difere ncia de Pedro, que
daba la cara, Miguel era huidizo y mentiroso. Siempre que
podía se escudaba e n su hermano mayor, por qu ie n sentía
una mezcla de admiración y envidia. Además de ser el mayor,
todo le saJía bien. Sin esperanza de subir un día allrono por
tener una posición muy inferior a la de Pedro e n la línea de
sucesió n , nada reprimía sw impulsos maliciosos: adieslraba
perros para que atacase n a los visitantes y era re ncoroso, soberbio y tiránico con e l servicio.
Les gustaban los j uegos vio lentos, les excitaba sentir el
aguijón de l peligro, y eso les duró toda la vida. Cuando eran
adolesce ntes, las carrer;u de carruaje-s que hacían e n las nuevas calzadas del reino eran el terror del veci ndario. Corrían
alocadamente, a riesgo de perde r e l equilibrio y saJir despedidos, e incluso llegaban a chocar sus roedas para hacer d escarr iar al otro, atizando a los caballos sin importarles a quiénes
atropellaban ni Jos puestos de venta de frota que aplastaba n ni
la gente que e nsuciaban con el barro que salpicaban ni la
extenuació n d e sus caballos cubie rtos de sudor. Salieron milagrosamente ilesos de varios accidemes. Una vez pasado e l
susto, \"Olvía n a empezar porque ne<esitaban la emoción de l
riesgo como aire para res pirar. Inva riablemente ganaba Pedro. lo que provocaba la rabia de Migue l.
-Es no rmal que gane yo -le decía para consolarle-. Tú
e res mis peq ueño. Espera un poco y \'erás cómo me aca bas
ganando.
Pe ro Migue l odiaba que se lo recordasen. Ganar a Pedro
era su deseo más feniente , que luego de adulto se transformaría e n una obsesión.
Siendo niños, e n cuanto podían sustraerse a la vigilancia
de los preceptores y criados, ambos se perd ían e n e l inmenso
parque que rodeaba el palacio de San Cristóbal. sede de la
monarquía portuguesa trasladada a Brasil, situado a cinco kilómetros del centro de Río deJane iro.Jugaban al escondite,
1.repaban a las palmeras y cogían cocos frescos que luego
abrían de una pedrada para sorber la leche. A veces se cruzaban con algún cazador que l.ra.Ía una onza viva o monos con
pelajes sorprendentes y ojos desorbitados e iban a admirarlos
a 1.ravés de los barrotes de una jaula. Pero lo que más les gustaba era jugar a la guerra, sin sospechar que algún día tendrían que librarse una de verdad. En la selva circundante,
cada uno dirigía su propio ejércitO de niiíos esclavos. Se enfrentaban en cruentas batallas y se atacaban con cuchillos,
palos, piedras, úrachinas y frondas. La saiía que desplegaban
e n los combates era espeluznante para la edad de los combaúemes, y el número d e heridos, altísimo. Después de un cuerpo a cuerpo feroz, numerosos muchachos acababan con la
cabeza descalabrada, chorreando sangre brillante sobre su
piel negra, y otros con br.u:os fracturados o cortes en e l abdomen. Algunos perdían el conocimiento por contusiones en la
cabeza, mientras que Pedro y Miguel, tomándose por generales. repartían órdenes, distribuían las tropas, arengaban a sus
soldaditos y les espoleaban si les veían acobardarse. Y siempre
ganaban los ejércitos de Pedro, para gran desaliento del pequeiío Migue l, que no dudaba e n castigar con dureza a sus
soldados-esclavos, a quienes achacaba siempre la causa de la
derrota. Aquel juego cruel acabó el día en que Miguel, usando
un mosquete, dejó malherido a uno de los soldaditos esclavos.
Entonces intervinieron los preceptores reales y dieron orden
de disolver aquellas huestes infantiles.
Ambos hennanos habían crecido un poco a la bue na de
Dios, producto de un entorno familiar donde casi nadie daba
importancia al saber y a la cultura, en un ambiente donde se
consideraba lo más natural del mundo que e l hijo de un europeo o criollo tuviese su propia esclava para su disfrute sexual.
donde lo que se valoraba era que los jóvenes anduviesen pronto con mujeres, que fuesen conquistadores, desfloradores de
mocitas y que utilizasen gestos y palabras o bscenas para no ser
tildados de afeminados. Eso era \';ilido en wdo el espectro social, de la plebe a la corte.
Antes de llegar a Brasil, cuando aún vivían en el palacio
donde nacieron, allá en Quelu:t cerca de Lisboa, las criadas
brasileñas, con su piel canela y su desparpajo, habían contribuido eficazmente al despertar de sus sentidos. De la sexualidad precoz d e Pedro habían sido víctimas las doncellas que de
niño le lavaban la ropa, le vestían y le acicalaban los d ías de
gala. Rosa, la enana brasileña que se había convertido en mascota de su abuela la re ina Maria, se dejaba manosear entre los
muslos cuando no había nadie alrededor.
Aunque de pequeños hadan wdo lo posible para huir de
las restricciones que les imponía su condición de príncipes,
Pedro y su hermano Miguel no tenían más remedio que asistir
a las ceremonias oficiales. Ambos se aburrían, aunque Pedro
las soportaba mejor. De niño hacía co mo su padre, extendía la
mano para recibir los besos reverenciales de los adultos, pero
pobre del chiquillo que se le acercaba porque entonces la levantaba bruscamente y le daba un fuerte manotazo en la barbilla. Y conte nía la carcajada mientras los padres se llevaban a
su estupefacto retoño para evitar un escándalo.
Le llamaban don Pedro desde que tenía uso de razón. Al
principio, su destino no era ser el primero en la línea de sucesión, porque no e ra el pri mogénito. Eso es algo que le correspondía a su hermano mayor, que se llamaba Antonio. Hasta
que un día, siendo muy niño, Pedro sintió un gran revuelo a
su alrededor; vio a su madre llorar y a su padre invocar, con el
puño alzado al cielo, la maldició n de los Braganza. una leyenda nacida siglos atrás después d e que un rey de Ponugal agrediese a patadas a u n mo nje fra nciscano que le pedía limosna.
El fra ile, e n represalia, juró que jamás un primogé nito varón
de los Br<~ganza viviría lo bastante para llegar al trono. Yaquella maldición se re petía, gene ración tras generación. con una
precisión escalofriante. A través de un ventanal del palado de
Queluz, el pequeño Pedro vio alejarse un cortejo de gente
vestida d e negro por una alameda borde ada de cipreses, encabezado por un grupo de cortesanos que llevaba a hombros un
pequeño fére tro blanco. Le d Ueron que e n esa caja iba su he rmano mayor d erecho al cielo. !·labia muerto de fi ebres a los
seis años de ed ad. Dentro del palado sólo se oía el alarido
desespc.rado de su abuela, la reina Maria. que ya estaba sen il.
Más ta rde, cuando regresaron los integrantes del conejo y el
ambiente se hubo sere nado, unos pote ntes brazos le levantaro n del suelo. Era su nodriza, que llevaba la cabe~ a cubie rta
con una mantilla negra y tenía los ojos enrojecid os; le miró
ftiameme a la cara, tan parecida a la d e su he nnano muerlo, y
le dijo: • Pedro, ahora tú. un día, serás rey.,.
Ento nces su vida cambió. Hasla ese momen10, su padre no
se había preocupado de dar a su hijo más fonnación que la que
t:l había recibido como segu ndo e n la línea de sucesión . Es
decir, bien poca. ¿Para qué insti lar nociones de hiswria, geo.
grafia o el ane de gobe rnar a un niño si en principio no es1.aba
destinado a re inar? Ése era el ra:.wna miento de la época.
Treinla años antes, tampoco do njuan había recibido una
educación esmerada porque quien eslaba destinado a reinar
era su he rmano mayor, José, un j oven apuesto, inteligente, de
carácter decidido e independien te que no pudo escapar a la
maldición y murió a los \·einticinco años d e edad. De promo,
donjuan y su mujer Carlo tajoaquina se viero n catapultados a
un lugar de pree mine ncia, e l de principes y futuros herederos
d el trono. Ella es1.aba fcli~ porque era ambiciosa. pero él se
sentía desdic had o. Más tarde, donjuan , o Juan el Clemente,
como le llamaban sus vasallos, asumió la regencia cuando la
re ina Maria fue declarada incapaz d e gobernar debido a su
e naje nación mental , pero lo hizo a regañadientes. Le daba
pánico enfrentarse a res ponsabilidades para las que nunca se
había sentido preparado y que nunca había d eseado. Era un
hombre indeciso, tí mido, indolente, miedoso, chapado a la
amigua. Nu nca había mostrado interés especial ni por las letras ni por las ciencias ni por la forma de gobernar. De hecho,
siempre redactó mal , con errores de o nografía y sintaxis.
Toda su vid a había vivido e n compaií.ía de frailes y, en el fondo, él se senúa también un poco mo nje. Aficionado a la música sacra, su mayor vicio e ra la glotonería, y si de joven le guslaba cazar, era sólo porque le permitía ha rta rse d e carne de
venad o.
Al morir su hijo primogé nito, don j uan quiso recuperar el
tie mpo perdido con Pedro y le desig nó un tutor que tu vo muchas dificultad es para mantener la atención del niño, nad a
acostu mbrado a estudiar. Una vez llegados a Brasil, siguió cui'3
dando de que su hijo tuviera buenos maesrros, hombres como
fray Antonio de Arrábida, confesor y preceptor de religión , un
hombre culto y piadoso, que supo inculcar en Pedro cierto
respeto por el conocimiento humanista. O Joio Rademaker,
un diplomático de origen holandés que hablaba casi todos Jos
idiomas europeos y que le enseñó rudimentos d e matemáticas, lógica, historia, geografia y economía política. Pero ninguno de Jos dos tuvo un ascendiente real sobre su espíritu indómito, ninguno le dejó su impronta. ¿Cómo hubiera sido
posible, si nunca le exigieron más de dos horas de estudio
formal al día? El esfuerzo de concentrarse le dejaba mentalmente agotado. Cuando se aburría con una lección, simpleme nte d ejaba plantado al tutor y se largaba. Se iba a las cuadras reales a domar a sus potros y hacía restallar su grueso
látigo de carretero mientras repartía órdenes entre los esclavos. El trato con la gente común le permitió muy pronto superar la conciencia de ser alguien excepcional. Comunicativo,
curioso, alerta, ner.1oso, le gustaba reírse d e los chistes verdes
que le contaban en las cuadras, ca\1es y plazas, ir de tabernas
apenas frecuentadas por los europeos. y hacerlo disfrazado
con una capa y un sombrero de ala a ncha, haciéndose pasar
por pau.lista para beber, jugar, cantar, puntear el btrimlxlo o
toca r la marimba. En los tugurios se divertía bailando e l fu.ndu.
angoleño, precursor impúdico de la samba que la Iglesia había prohibido porque empezaba por una ~invitación al baile•
en la que el hombre y la mujer se frotaban Jos ombligos. O
corría a zambullirse desnudo e n la playa. C\1ando un día fue
descubieno por un grupo de señoras d e la corte, soltó una
sonora carcajada, pero no corrió a taparse, sino que se plantó
ante ellas, provocador, mostrando sus partes con insolencia y
orgullo.
Su padre le reprendía poco, de manera que nunca permitió que su hijo se disciplinase. No lo hizo sólo por ser blando,
o porque siempre estuviera demasiado concentrado e n los
asuntos de Estado como para ocuparse de su familia. sino por·
que sabía que Pedro. a pesar de lo re\·olwso y sano que parecía, era víctima de un mal que había heredado del linaje de su
madre, del lado espaii.ol. Sólo se había manifestado una 1·e~. y
,,
de forma suave, después de que su padre le hubiera reprendido por haberse portado mal en misa. El niño se quedó unos
segundos con los ojos e n blanco, presa de convulsiones, y un
hilo de sali...a conía por la comisura de los labios. Don Juan no
necesitó hablar con médico alguno para adivinar la n aturaleza
de aquel mal. La epilepsia era una vieja conocida de la familia.
El ataque había sido muy leve, pero todos sabían que esa enfe nnedad no tenía cura, y qu e rolveña a manifestarse, tard e o
te mprano. Do n juan pensaba que no conven ía contradecir al
ch ico, enfre n tarse a él o pon erle nervioso. Le habían con tado
que a Napoleón, de n iño, evitaban castigarlo después de que
una vez fuese obligado a comer de rodillas, lo que le había
provocad o un ataque epiléptico. El e n torno de don Pedro sabía que no era grave y que se podía convivir con la enfermedad. ¿No decía n que Sócrates tambié n era epiléptico? ¿Que
Napoleón padecía ataques los días de gran tensión? El caso es
que, por este motivo, Pedro disfrutó de una libertad inusitada.
De su padre, Pedro había heredado una inteligencia sutil,
una bondad natural, un cieno sentido de la supervivencia, la
cicatería con el d inero y la afición por la música. Tocaba el
clarinete, la flauta, el clavicordio y algo de violín. De su madre,
la española Carlotajoaq uina, hija de Carlos IV, heredó lapasión po r los caballos, u n fuen e espíritu de independencia, la
sangre caliente y un insaciable apetito por los devaneos amorosos: desde criadas negras hasta hijas de altos func ionarios de
la corte, todas estaban expuestas a su audacia cuando regresaba de sus cacerías y huro neaba en las habitaciones del servicio.
Aunque últimamente las dejaba en paz, pues le daba por irse
a la ciudad a ver a la muchacha que le quitaba el sueño. Nunca
imaginó que su corazón daña semejante vuelco cuando vio
por primera vez a esa bailarina francesa ejecutarse co n tan ta
gracia en el Teatro Real d e Río de j aneiro. A pesar de su co rta
edad, se creía fogueado en cuestiones de mujeres, pero nunca
hasta entonces había sufrido la dentellada del amor.
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