El Escarabajo de Oro - Compartiendo lecturas

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Edgar Allan Poe
El Escarabajo de Oro
(Adaptación de Cristina Jerez. Bibliotecaria)
I
Hace muchos años me hice amigo del señor William Legrand. Era de
una antigua familia noble, y en otro tiempo había sido rico; pero
ahora era muy pobre. Cómo esto le avergonzaba, abandonó Nueva
Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y se fue a vivir a la isla de
Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es especial. Está hecha únicamente de arena de mar, y
tiene, más o menos, cinco kilómetros y medio de largo. Además es
muy estrecha. Está separada del continente por una bahía que casi
no se ve, donde el agua corre a través de una zona de cañas y barro.
Allí viven muchos patos silvestres. La vegetación es pobre y enana.
No hay árboles. Cerca de un extremo está el fuerte Moultrie y
algunas casuchas de madera, donde vive gente por el verano. La isla
entera está cubierta por arbustos que huelen muy bien.
En el lugar más escondido entre los arbustos, en lugar más alejado
del fuerte Moultrie, Legrand se había construido él mismo una
pequeña cabaña. Vivía allí cuando yo lo conocí. Pronto me hice
amigo suyo, porque era inteligente y bien educado. Me di cuenta
también de que era una persona solitaria, a la que no le gustaba
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1
Comentario [p1]: Entrante
del mar en la costa, donde se
refugian las embarcaciones.
mucho la gente. Además, unas veces estaba muy contento y al
minuto siguiente muy triste. Tenía muchos libros, pero casi nunca los
utilizaba. Se pasaba el tiempo cazando, pescando y paseando por la
playa buscando conchas.
En todas estas excursiones iba acompañado de un criado negro, que
se llamaba Júpiter Éste había sido antes esclavo de la familia
Legrand y después lo habían liberado, pero nunca había querido
dejar a su amo Will.
Los inviernos en la isla de Sullivan eran muy suaves y casi nunca
había que encender el fuego de la chimenea. Sin embargo, hacia
mediados de octubre de finales del siglo XIX, hubo un día en que
hizo bastante frío. Aquel día, justo al anochecer, subí por el camino
entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo. No le había visto hacía
varias semanas, porque yo entonces vivía en Charleston. Charleston
estaba a casi veinte kilómetros de allí y no era fácil ir y volver. Al
llegar a la cabaña llamé. Como nadie me contestó, busqué la llave
donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un gran
fuego ardía en la chimenea. Me quité el abrigo, me senté junto al
fuego y esperé, con paciencia, el regreso de mi amigo y su criado.
Poco después de anochecer, llegaron. Se pusieron muy contentos de
verme. Júpiter, riendo de oreja a oreja, se puso a preparar unos
patos silvestres para la cena. Legrand estaba contentísimo. Había
encontrado unas conchas desconocidas y había cazado y cogido un
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escarabajo que nunca antes se había visto. Me dijo que quería
enseñármelo al día siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el
fuego.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—.
Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a
adivinar que iba a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía
a casa, me encontré al teniente del fuerte y le he dejado el
escarabajo: así que le será imposible verlo hasta mañana. Quédese
aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la
cosa más bonita que he visto nunca!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un color dorado
brillante, del tamaño de una nuez, con dos manchas de negras como
el azabache: una, cerca de la punta de atrás, y la segunda, algo más
alargada, en la otra punta. Las antenas son...
—El escarabajo es de oro macizo todo él, dentro y por todas partes,
menos las alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de
pesado—interrumpió aquí Júpiter—
—Nunca se ha visto un color más brillante que el de su caparazón,
pero no podrá usted verlo hasta mañana. Mientras tanto intentaré
dibujarle su forma…—replicó Legrand, cada vez más contento—.
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Se sentó en una mesa y encontró pluma y tinta, pero no papel.
Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de
pergamino, viejo y muy sucio. Hizo encima una especie de dibujo con
la pluma. Mientras, me quedé en mi sitio junto al fuego, porque tenía
aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin
levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido y el ruido de rascar la
puerta. Júpiter abrió, y el enorme perro de Legrand se echó encima
de mí y empezó a lamerme. Cuando me lo quité de encima, miré el
dibujo y que me quedé sorprendido de lo que vi.
—Bueno—dije después de mirarlo unos minutos—;es un extraño
escarabajo: no he visto nada parecido antes. Parece más bien un
cráneo o una calavera.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. Sí, bueno; sin duda el dibujo lo
parece. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más
larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un artista,
Legrand. Voy a esperar a ver el insecto para hacerme una idea de
cómo es en realidad.
—En fin, no sé—dijo él, un poco enfadado—: fui a clases de dibujo,
así que creo que no lo hago mal del todo…
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Comentario [p2]: Piel de
ternero que se usaba para
escribir antiguamente.
—Bueno, yo sólo le digo que eso parece un cráneo. ¿Dónde están
las antenas de que usted habló?—dije—.
—¡Las antenas!—dijo Legrand, que se enfadaba cada vez más.—
¿Es que no las ve? Las dibujé claramente.
—Bien, bien—dije—; puede que las haya hecho usted y yo no las
veo todavía.
Y le devolví el dibujo sin decir nada más. No quería enfadarle. De
todas formas, me quedé muy sorprendido por dos cosas: no sabía
porqué mi amigo se había enfadado tanto y en el dibujo del insecto
no se veían antenas, parecía la imagen normal de una calavera.
Recogió el dibujo, muy enfadado, y estaba a punto de estrujarlo y
tirarlo al fuego, cuando se quedó mirándolo fijamente. Al minuto, se
puso completamente colorado y, luego, muy pálido. Durante algunos
minutos, siempre sentado, siguió examinando atentamente el dibujo.
Después, se levantó, cogió una vela de la mesa y fue a sentarse
sobre un arcón, en el rincón más alejado de la habitación. Allí volvió
a examinar con ansiedad el dibujo, dándole vueltas en todos
sentidos. No dijo nada. Su actitud me dejó muy asombrado; pero no
me atreví a hacer ningún comentario para no ponerlo de peor humor.
Legrand sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el
dibujo, y lo guardó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave.
Recobró entonces la calma; pero su alegría del principio había
desaparecido por completo. De todas formas, parecía, más que
enfadado, metido en sí mismo. Apenas hablaba y estaba serio. Yo
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había pensado quedarme a dormir en la cabaña, pero luego cambié
de opinión. Will Legrand no me invitó a que me quedase, pero,
cuando me marchaba, me estrechó fuertemente la mano.
Más o menos un mes después, recibí la visita, en Charleston, de su
criado Júpiter. En este tiempo yo no había vuelto a ver a Legrand. El
criado estaba tan triste que temí que le hubiera pasado algo grave a
mi amigo.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! La verdad, no está muy bien.
—¡Que no está bien! Lo siento de verdad. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero,
de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está
en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte. ¡Me
tiene loco!
—Júpiter, no entiendo lo que me cuentas. Dices que tu amo está
enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?
—Bueno, dice que no tiene nada, pero entonces ¿por qué va de un
lado para otro, con la cabeza baja y la espalda doblada, mirando al
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suelo, más blanco que una sábana? Y haciendo garabatos todo el
tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más
raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo
que estar siempre pendiente de él. El otro día se me escapó antes de
amanecer y estuvo fuera todo el santo día.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿No puedes imaginarte qué ha causado esa
enfermedad o más bien esa extraña forma de comportarse? ¿Le ha
ocurrido algo desagradable desde que no le veo?
—No, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes;
sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... hablo del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que el señor Will ha sido picado
en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para pensar eso?
—Ese bicho tiene uñas y boca para eso. No he visto nunca un
escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. El
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señor Will lo había cogido..., pero en seguida lo soltó, se lo aseguro...
Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La
cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he
querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel
para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la
boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el
escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino
porque le ha picado el escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos
escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo
sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿porqué has venido a
verme hoy?
—¿Qué quiere usted decir, señor?
—¿Me traes algún mensaje de Legrand?
—No, señor; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una nota que decía lo siguiente:
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"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que
no se habrá disgustado por aquel pequeño enfado mío; pero no, no
es probable.
"Tengo algo que decirle; pero no sé cómo o, mejor, no sé si se lo
diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo
Júpiter me aburre con sus cuidados.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche
para un asunto importante. Le aseguro que es muy importante. Su
amigo,
William Legrand."
Algo en la carta me puso muy nervioso. ¿Qué le pasaba a mi amigo?
¿Qué era aquello tan importante? Lo que me había contado Júpiter
me preocupaba, así que, sin dudarlo ni un momento, me decidí a
acompañar al negro.
Al llegar al embarcadero, ví una guadaña y tres azadas, todas
nuevas, que estaban en el fondo del barco donde íbamos a navegar.
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Comentario [p3]: Herramient
a para segar. Desde siempre,
se ha representado a la muerte
como una vieja con una
guadaña.
—¿Qué significa todo esto, Júpiter?—pregunté.
—Es una guadaña, señor, y unas azadas.
—Ya veo; pero ¿qué hacen aquí?
—El señor Will me ha dicho que comprase esto para él en la ciudad.
He tenido que pagar muchísimo por ello.
—Pero, ¿qué va a hacer tu Will con esa guadaña y esas azadas?
—No tengo ni la más remota idea. Pero todo esto es cosa del
escarabajo.
Cómo Júpiter no me aclaraba nada, decidí bajar al barco, desplegar
la vela y navegar hasta la isla. Atracamos el barco y, tras un
agradable paseo, llegamos a la cabaña. Serían alrededor de las tres
de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba muy impaciente.
Me estrecho la mano. Estaba muy nervioso, pálido como un
fantasma, con los ojos hundidos. Lo saludé, y como no se me ocurría
qué decirle, le pregunté si el teniente le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Lo recogí a la
mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe
usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿A qué?—pregunté—.
—En pensar que el escarabajo es de oro de verdad.
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Dijo esto tan serio, que me intranquilizó.
—Ese escarabajo será mi fortuna—siguió él, con una sonrisa—
porque me devolverá las riquezas de mi familia. ¿Es raro que yo lo
quiera tanto? ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
—¡Cómo! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; cójalo usted
mismo.
Legrand se levantó y fue a sacar el insecto de una especie de
campana transparente, dentro de la que lo había dejado. Era un
escarabajo precioso, desconocido entonces por los científicos, de un
gran valor. Tenía dos manchas negras en un extremo del caparazón,
y en el otro, una más alargada. Éste era muy duro y brillante y
parecía oro. Además, pesaba mucho.
—Le he enviado a buscar—dijo él, hablando como si pronunciara un
discurso—; para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los
designios del Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda.
Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se
ponga mejor. Tiene usted fiebre y...
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, era completamente normal. No tenía
fiebre.
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Comentario [p4]: Uno de los
síntomas de que se tiene fiebre
es que el pulso va más rápido
de lo normal.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Déjeme que haga de
médico con usted. Y después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy perfectamente bien. Sólo
estoy nervioso. Pero, si usted quiere, puede ayudarme.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo salimos de expedición por las colinas, en
el continente. Necesitamos alguien que nos acompañe en la
expedición y la única persona en quien podemos confiar es usted.
—Quiero ayudarle —repliqué—; pero ¿quiere decirme que ese
escarabajo del diablo tiene algo que ver con su expedición?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo ayudarle.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo
nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!)
Pero veamos, ¿cuánto tiempo piensa usted estar fuera?
—Probablemente, toda la noche. Salimos en seguida, y tengamos
éxito o no, estaremos de vuelta al amanecer.
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—¿Y me promete por su honor que, cuando la expedición haya
pasado y el asunto del escarabajo esté arreglado cómo usted quiere,
volverá a casa y seguirá con exactitud mis consejos?
—Sí, se lo prometo; y ahora, marchemos, pues no tenemos tiempo
que perder.
De mala gana, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro nos
pusimos en camino Legrand, Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la
guadaña y las azadas. Estaba de un humor de perros, y las únicas
palabras que dijo durante el viaje fueron "condenado escarabajo”. Yo
estaba encargado de dos linternas, y Legrand llevaba el escarabajo.
Lo tenía atado al extremo de un trozo de cuerda y lo hacía girar de
un lado para otro, con si fuera un mago, mientras caminaba. Al verlo
hacer esto, me apetecía llorar, porque me estaba convencido que mi
amigo estaba completamente loco. Intenté, sin éxito, averiguar para
qué era la expedición. A todas mis preguntas, contestaba: “Ya
veremos”.
Atravesamos en una barca la bahía y, avanzamos hacia el norte,
hasta llegar a una zona salvaje, en la que no vimos huellas de ningún
ser humano. Legrand avanzaba sin miedo, parándose de vez en
cuando para mirar señales que él mismo había dejado. Por eso me di
cuenta de que él había estado allí antes.
Caminamos así casi dos horas. Ya estaba anocheciendo, cuando
llegamos a un lugar más triste que todo lo que habíamos visto antes.
Era una especie de terreno plano, cerca de la cumbre de una colina
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difícil de subir, cubierta de completamente de árboles. Había aquí y
allá enormes bloques de piedra, como si alguien los hubiera tirado
sin ningún orden sobre el terreno.
El lugar sobre el que habíamos trepado estaba tan lleno de zarzas,
que tuvimos que abrirnos paso con la guadaña. Allí había un árbol
enorme, precioso, mucho más alto que todos los que lo rodeaban y
sus ramas se extendían también más que los otros. Cuando
llegamos a aquel árbol, Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó
si se podía trepar por él. El viejo tardó en contestar. Se acercó al
enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo miró con mucha
atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, señor: no he encontrado en mi vida árbol al que no pueda
trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá
demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir?—preguntó Júpiter—.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes
seguir... ¡Ah, párate ahí! Lleva contigo el escarabajo.
—¡El
escarabajo,
el
escarabajo
de
oro!—gritó
el
negro,
aterrorizado— ¡No quiero llevar ese escarabajo conmigo sobre el
árbol!
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—Si tienes miedo, Júpiter, tú, un negro tan grande y tan fuerte a
tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarlo con
esta cuerda; pero si no lo llevas, te abriré la cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa señor?—dijo Júpiter, avergonzado—. Era sólo una
broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me
preocupa a mí el escarabajo!
Cogió con cuidado la punta de la cuerda, y, con el insecto tan lejos
de él como podía, empezó a subir al árbol.
II
Muy despacio, Júpiter empezó a subir por la corteza arrugada y llena
de salientes del árbol. Después de haber estado a punto de caer una
o dos veces llegó hasta la primera gran rama del árbol.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, señor Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció y subió, subió cada vez más alto, hasta que su
figura desapareció entre las ramas completamente llenas de hojas.
Entonces, se oyó su voz, gritando desde lejos:
—¿Tengo que subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
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—Estoy tan alto—contestó el negro—, que puedo ver el cielo a
través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las
ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has
pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado,
señor.
—Entonces sube una rama más.
Después de unos minutos, la voz se oyó de nuevo, diciendo que
había llegado a la séptima rama.
—Ahora,—gritó Legrand, muy excitado—, quiero que avances sobre
esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
En ese momento pensé que mi amigo estaba completamente loco y
me puse a pensar cómo podría hacerle volver a casa. Volvió a oírse
la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: casi toda está
muerta.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz
temblorosa.
—Sí, señor, completamente muerta; no tiene ni pizca de vida.
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—¿Qué hago ahora, Dios mío?—gritó Legrand, que parecía
desesperado.
—¿Qué hace ahora?—dije—; volver a casa y meterse en la cama.
¡Venga! Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme—, ¿me oyes?
—Sí, señor, le oigo perfectamente.
—Entonces toca bien la rama con tu cuchillo, y dime si crees que
está muy podrida.
—Podrida, señor, podrida, sin duda—contestó el negro después de
unos momentos—; pero no tan podrida como podría creer. Podría
avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es
verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo
que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso
de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand—. ¿Qué tonterías estas diciendo?
Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí,
Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, señor; no hay que tratar así a un pobre negro.
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—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo
lejos que puedas hacerlo sin peligro, y sin soltar el insecto, te
regalaré un dólar de plata en cuanto hayas bajado.
—Ya voy, señor, ya voy allá—dijo el negro rápidamente—. Estoy al
final ahora.
—¡Al final! —chilló Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que
estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, señor... ¡Ooooh! ¡Dios mío! ¿Qué es
eso que hay sobre el árbol?
—¡Bien! —gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y
los cuervos han picoteado toda la carne.
—¡Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama?
—Voy a ver. ¡Ah! Es una cosa rarísima..., la calavera está clavada al
árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me
oyes?
—Sí, señor.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo.
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—¡Eres un estúpido! ¿Sabes distinguir tu mano izquierda de tu mano
derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto
la leña.
—Seguramente eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de
tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo
izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has
encontrado?
Hubo un largo silencio. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano
izquierda del cráneo también?... Porque la calavera no tiene ninguna
mano... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está
el ojo izquierdo! ¿Qué hago ahora?
—Pasa por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda;
pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, señor; era fácil hacer pasar el escarabajo por
el agujero... Mírelo cómo baja.
Durante el tiempo que duró esta conversación, no podía verse ni la
menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer se veía
ahora en el extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro. El
escarabajo, al descender, sobresalía de las ramas, y si el negro lo
hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en
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seguida la guadaña y limpió de plantas un espacio circular justo
debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase
la cuerda y que bajase del árbol.
Con mucho cuidado, mi amigo clavó una estaca en la tierra en el
lugar exacto donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo
una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que
estaba más cerca de la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió
desenrollándola en la dirección que señalaban la estaca y el tronco
hasta una distancia de ciento cincuenta metros; Júpiter limpiaba de
zarzas el camino con la guadaña. Así, encontró un sitio, donde clavó
otra estaca. Alrededor de ella marcó un círculo que tenía algo más
de un metro de ancho. Cogió entonces una de las azadas, dio la otra
a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más rápido
posible.
De muy mala gana, enfadado y sorprendido por todo lo que estaba
viendo, decidí ayudar a mi amigo a pesar de todo. Encendimos las
linternas y empezamos a cavar sin parar. Cualquiera que, por
casualidad, nos hubiera visto, habría pensado que hacíamos una
tarea extraña y sospechosa.
Cavamos durante dos horas. Hablábamos muy poco y sólo se oían
los ladridos del perro. Para que se callara, Júpiter tuvo que atarle el
hocico con uno de los tirantes de su pantalón.
Después de dos horas cavando, el hoyo tenía ya una profundidad de
metro y medio y no había ni rastro del tesoro. Porque, ¿qué otra cosa
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20
podíamos estar buscando? Dejamos nuestra tarea y Legrand se
quedó pensando, en silencio, un rato. Se puso la chaqueta, ordenó a
Júpiter quitar el bozal al perro y recoger las herramientas y, todos
juntos, empezamos a caminar de vuelta a casa.
Apenas dimos unos cuantos pasos, cuando Legrand soltó un
juramento y agarró a Júpiter del cuello. El negro soltó las
herramientas y cayó de rodillas.
—¡Eres un zoquete!—dijo Legrand—, ¡un malvado negro! ¡Habla, te
digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo
izquierdo?
—¡Oh, misericordia, señor! ¿No es éste mi ojo izquierdo?—contestó,
aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre su ojo derecho y
manteniéndola allí, como si tuviera miedo de que su amo se lo
arrancara.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—gritó Legrand, soltando al
negro y dando saltos de alegría—¡Vamos! Debemos volver. No está
aún perdida la partida—y fue otra vez hacia el árbol—.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al pie del árbol—, ¡ven aquí!
¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara mirando hacia
fuera o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, señor. Así es como los cuervos
han podido comerse muy bien los ojos.
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—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por
este otro?—y Legrand tocaba los ojos de Júpiter, uno primero y otro
después—.
—Por este ojo, señor, por el ojo izquierdo, exactamente como usted
me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo movió la estaca que marcaba el sitio donde había
caído el insecto hacia el lado contrario de su primera posición.
Alrededor del nuevo punto dibujó otro círculo, un poco más ancho
que el primero, y nos pusimos a cavar otra vez. Yo estaba cansado,
terriblemente cansado, pero también sentía curiosidad por saber qué
misterio se escondía detrás de todo el asunto. Cuando llevábamos
trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos
por los violentos ladridos del perro. Cuando Júpiter intentaba volver a
ponerle un bozal, el animal no se dejó, y, saltando dentro del hoyo,
se puso a cavar con sus uñas. En unos segundos había dejado al
descubierto una masa de huesos humanos. Dos esqueletos enteros,
mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció
que era lana podrida y polvorienta. Al cavar más salieron un cuchillo
ancho y tres o cuatro monedas de oro y plata.
Al ver aquello, Júpiter se puso contentísimo; pero mi amigo quedó
desilusionado. Nos pidió que continuáramos cavando. Justo en ese
momento, tropecé y caí hacia adelante, porque la punta de mi bota
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se enganchó en una argolla de hierro que estaba medio enterrada en
la tierra blanda.
En diez minutos desenterramos por completo un cofre de madera
perfectamente conservado. El cofre era bastante grande. Estaba
cubierto con unos hierros, que parecían rejas alrededor del cofre. De
cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro.
Intentamos levantarlo pero no pudimos. Por suerte, la tapa sólo
estaba cerrada con dos tornillos que se podían mover. En un
instante, un tesoro inmenso apareció ante nosotros. Los rayos de las
linternas caían en el hoyo, del que brotaba el brillo del oro y las joyas
que estaban en el cofre.
Estábamos tan asombrados que no decíamos nada. Sólo Júpiter
gritaba:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito,
al que yo insultaba! ¡Me avergüenzo de mí mismo!
No sabíamos qué hacer y estuvimos mucho tiempo discutiendo cuál
sería nuestro siguiente paso. Al final, sacamos parte del tesoro para
poder subir el cofre del hoyo. Escondimos entre las zarzas lo que
habíamos sacado y dejamos allí, de guardián, al perro. Entonces,
nos pusimos rápidamente en camino con el cofre. Llegamos sin
problemas a la cabaña, cerca ya de la una de la madrugada.
Estábamos tan agotados que nos quedamos descansando hasta las
dos; luego cenamos, y, en seguida, marchamos de nuevo hacia las
colinas, con tres grandes sacos para recoger lo que habíamos
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dejado allí. Serían las cuatro cuando llegamos al foso. Nos
repartimos el botín a partes iguales y, dejando el hoyo sin tapar,
volvimos hacia la cabaña, en la que dejamos por segunda vez
nuestra carga de oro, al mismo tiempo que comenzaba a amanecer.
III
Estábamos completamente agotados, pero también tan excitados
que no pudimos dormir mucho tiempo. Después de tres o cuatro
horas, nos levantamos, como si estuviéramos de acuerdo, para
examinar nuestro tesoro.
El cofre estaba lleno hasta los bordes, y tardamos el día entero y
gran parte de la noche siguiente en ver su contenido. Todo había
sido amontonado allí, sin ningún orden. Cuando acabamos, nos
dimos cuenta de que teníamos una fortuna mucho mayor de lo que
nunca
hubiéramos
imaginado.
En
monedas
había
más
de
cuatrocientos cincuenta mil dólares. Todo era oro y muy antiguo:
monedas francesas, españolas y alemanas. Había diamantes,
dieciocho rubíes, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún
zafiros y un ópalo. Además, había una gran cantidad de adornos de
oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, ricas cadenas,
noventa y tres grandes y pesados crucifijos, dos empuñaduras de
espada y otros muchos objetos más pequeños que no puedo
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recordar. ¡Ah! Y se me olvidaban ciento noventa y siete relojes de
oro.
Cuando terminamos de ver todo lo que había en el cofre y nos
calmamos un poco, Legrand empezó a explicarme el misterio de
aquel tesoro.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el dibujo que
había hecho del escarabajo. Recordará también que me molestó
mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera.
Cuando me lo dijo por primera vez, creí que era una broma; pero
después pensé en las manchas especiales que había sobre el
caparazón del insecto, y reconocí que tenía usted razón. A pesar de
todo, me enfadó que se burlase del dibujo, pues pienso que soy un
buen artista. Por eso, estuve a punto de estrujarlo y de tirarlo al
fuego.
—Se refiere usted al trozo de pergamino—dije—.
—Sí. Era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como
recordará. Bueno; cuando iba a estrujarlo, me di cuenta de lo que
usted había visto, y ya puede imaginarse mi asombro al ver
realmente la figura de una calavera en el sitio mismo donde había yo
creído dibujar el insecto.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la
habitación, me dediqué mirar detenidamente el pergamino. Después
de darle la vuelta, vi, en un lado del pergamino, mi propio dibujo
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sobre la parte de atrás del papel tal como lo había hecho. Del otro
lado, estaba la calavera que usted vio. Su forma y tamaño eran casi
iguales que el dibujo que yo había hecho. Esta coincidencia me dejó
pasmado durante un tiempo. Después, empecé a recordar,
claramente, que no había nada dibujado sobre el pergamino cuando
hice mi dibujo del escarabajo. Estaba seguro, pues me acordé de
haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más
limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por
supuesto. Me levante y, guardando con cuidado el pergamino,
esperé a estar solo para pensar con más claridad.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente
dormido, me puse a darle vueltas al asunto. En primer lugar, ¿porqué
estaba aquel pergamino en mi bolsillo? Cuando encontré el
escarabajo y lo cogí, me pico con fuerza, haciendo que lo soltase.
Júpiter, antes de agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó
a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese
momento los dos vimos el trozo de pergamino que pensamos que
era un papel. Estaba medio enterrado en la arena, asomando una
parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos de un
naufragio que debían de estar allí desde hacía mucho tiempo.
Júpiter recogió el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo
entregó. Poco después volvimos a casa y encontramos al teniente.
Le enseñé el escarabajo y me pidió que le dejara llevárselo al fuerte.
Le dije que sí y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el
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pergamino en que iba envuelto. En aquel momento, sin darme
cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa para hacer el
dibujo del insecto no encontré el papel donde dónde normalmente lo
guardo. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos
y mis dedos tocaron el pergamino.
Pero, ¿qué tienen que ver el escarabajo, el pergamino y la calavera?
Como usted sabrá, la calavera es el símbolo que los piratas llevan en
su bandera. Además, el pergamino es un material muy duradero. ¿Y
si alguien anotó en ese pergamino algo que quería guardar mucho
tiempo y con cuidado?
—Pero—le interrumpí— al dibujar el escarabajo, no aparecía la
calavera sobre el pergamino.
—¡Ah! Eso es parte del misterio. Pero también conseguí resolverlo.
Está claro que usted no había dibujado la calavera porque estuve
mirándolo todo el tiempo que tuvo el pergamino en la mano. ¿Cómo
había aparecido ese dibujo? En este momento recordé todo lo que
había pasado exactamente. Hacía frío y habíamos encendido la
chimenea. Usted estaba sentado cerca del fuego. Antes de que
usted mirara el dibujo, entró el perro y se puso a hacerle caricias.
Mientras tanto usted sostenía el pergamino en su mano cerca del
fuego. Luego, apartó al perro y se puso a mirar el dibujo. Está claro
que el calor del fuego hizo aparecer el dibujo de la calavera. Ya sabe
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que hay productos con los que es posible escribir sobre papel o
pergamino cosas que sólo se ven cuando se calientan.
Entonces, cuando usted se marchó, volví a poner el pergamino junto
al fuego, con mucho cuidado, y descubrí también, en otro extremo
del pergamino, el dibujo de un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé—. Pero, ¿qué tiene que ver una cabra con unos
piratas? Las cabras tienen que ver con los granjeros, no con los
piratas.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; que es casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—.Empecé a pensar que el
pergamino podía ser un mensaje secreto. Quizás el cabritillo era un
mensaje y la calavera podría ser el sello de los piratas… ¿Ha oído
usted hablar del capitán Kidd? Hay rumores sobre tesoros enterrados
por el capitán Kidd y sus compañeros. Se me ocurrió que quizás el
pirata nunca consiguió recuperar su tesoro escondido… Todo el
mundo sabe que Kidd había conseguido enormes riquezas. ¿Y si el
pergamino era el mapa de un tesoro?
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Lavé el pergamino con mucho cuidado. Después lo coloqué en un
cazo, con la calavera hacia abajo, y puse al cazo al fuego. Pasaron
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Comentario [p5]: Se refiere a
la “tinta invisible”. Son
productos que no dejan marcas
al escribir, pero se pueden ver
cuando se calientan. Por
ejemplo, el zumo de limón, el
zumo de cebolla o la leche.
unos minutos y saqué el pergamino del cazo. Me puse contentísimo
cuando vi que estaba lleno de signos que formaban filas. Mírela.
Legrand calentó otra vez el pergamino y me lo enseñó. Números y
signos extraños en color rojo lo llenaban.
—Pero—dije, devolviéndole el pergamino—¡aquí no se entiende
nada!
—Pues no es tan difícil resolver el problema —dijo Legrand—. Yo
soy aficionado a los acertijos. ¿Sabía usted que Kidd significa
“cabrito”?
IV
Conté los signos y las letras, los mezclé de todas las maneras que se
me ocurrieron. Me llevó mucho tiempo, pero, al final, conseguí
descifrar el mensaje:
Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta
y un grados y trece minutos Nordeste cuatro de norte principal rama
séptimo vástago lado este solar desde el ojo izquierdo de la cabeza
de muerto una línea recta desde el árbol a través de la bala
cincuenta pies hacia afuera.
—Pero—dije— ¿qué quieren decir esas palabras? ¿Qué significa "la
silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la hostelería del
obispo"?
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—Reconozco—contestó Legrand—que el asunto no es fácil. Mi
siguiente paso fue añadir puntos y comas.
—Pero ¿cómo pudo hacerlo?
—Me fijé en que la persona que lo escribió dejaba más espacio de lo
normal entre algunos grupos de signos. Colocando puntos y comas
en los lugares dónde había más separación entre los signos, me
encontré con esto:
Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grados y trece minutos - Nordeste cuatro de norte principal rama séptimo vástago lado este - solar desde el ojo
izquierdo de la cabeza de muerto - una línea recta desde el árbol a
través de la bala cincuenta pies hacia afuera
—Sigo sin entender nada—dije—.
—Yo
tampoco
entendí
nada
durante
algún
tiempo—replicó
Legrand—. Busqué por los alrededores algunos días, hasta que una
mujer muy vieja me habló del “castillo de Bassop”, que no era un
castillo, ni un hotel, ni un mesón. Era una roca muy alta. La mujer me
acompañó hasta allí. Subí a lo más alto de la roca y me di cuenta de
que parecía un montón de piedras artificial. Era como si lo hubieran
construido. Estuve algún tiempo parado, pensando, no sabía qué
hacer después. Entonces me fijé en un borde del montón de piedras
que se parecía a una silla antigua, con el respaldo alto, de las que
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usaban nuestros abuelos. Entonces supe que aquello era la "silla del
diablo" de la que hablaba el pergamino.
Yo sabía que el "buen vaso" tenía que ser un catalejo, pues los
marineros de todo el mundo llaman así a los catalejos. Entendí que
había que mirar por un catalejo desde allí hacía la dirección que
decía el pergamino: "cuarenta y un grados y trece minutos" y
"Nordeste cuarto de Norte". Muy nervioso, regresé a casa a por un
catalejo y volví a la roca.
Miré tal como decía el pergamino y vi un agujero entre las hojas de
un gran árbol que sobresalía por encima de todos los demás, a lo
lejos. En el centro de aquel agujero me fije en un punto blanco; pero
no pude distinguir al principio lo que era. Después, comprobé que era
un cráneo humano.
Entonces estuve seguro de que la frase "rama principal, séptimo
vástago, lado Este" tenía que ver con la posición de la calavera
sobre el árbol, y lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de
muerto" era la forma de saber dónde había que buscar el tesoro y
cómo.
—Todo esta claro—dije—Y cuando se marchó usted del Hotel del
Obispo, ¿qué hizo?
—Pues, anoté todo y me volví a casa. Decidí pedirle a usted ayuda y
el resto de la historia ya la conoce.
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—Claro, usted se equivocó en el sitio de las primeras excavaciones
porque Júpiter confundió su ojo izquierdo con el derecho —dije—.
—Exactamente
—Pues yo pensaba que usted estaba completamente loco. Por
cierto, ¿qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el
hoyo?
—Sólo se puede explicar de una manera. Parece claro que alguien
tuvo que ayudar a Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió
el tesoro, de lo que yo estoy convencido) en su trabajo. Pero, una
vez terminado, quizás quiso acabar con todos los que sabían su
secreto. Quizás con un par de golpes de azada acabó con ellos.
¿Quién nos lo dirá?
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