LA ÚLTIMA ESPERA

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad
LA ÚLTIMA ESPERA
Malena Orduz
Serían las 11 de la mañana cuando Julia, cansada de esperar, se retiró de la ventana.
A esa hora, por lo general, ya había desayunado y puesto las ollas sobre el fogón, se
había sentado en la mesita de la cocina escuchando su emisora mientras llenaba el
crucigrama de dos páginas que traía el periódico y que a diario completaba bien
entradas las dos. Pero hoy no. Blas no apareció a las ocho como era costumbre, y la
dejó sumida en un desorden de vida que a ella se la pareció mucho a esa juventud
con la que soñó cuando era joven.
Caminó hasta la cocina asegurándose de que la cortina estuviera descorrida lo
suficiente para poder vigilar el camino de piedra por el que todas las mañanas veía
llegar a Blas con su sonrisa eterna, su uniforme azul de colegial y su bolso de tres
metros de largo. Agarró la olla por el asa girando la cabeza para no perder de vista
la ventana. Buscó la cebolla, vertió el aceite y la puso sobre el fogón. Volvió a mirar.
Nada. Unos gajos cortados de afán y una taza de arroz lista para cuando la casa se
inundara con el olor de la cebolla sofrita que la hacía sentir en compañía, y que
siempre le recordaba esa única vez que su mamá le enseñó a hacer algo de modo
correcto en la vida. Luego murió, ella era muy niña y sólo le quedó el borboteo del
aceite y el chasquido del arroz apaciguando el dorado de las cebollas. Volvió a la
ventana y repasó una vez más: un perro cruzaba con afán, el sol, la calle solitaria.
—Hasta el perro tiene adónde ir —dijo en voz alta.
Regresó a la cocina para añadir el arroz, pero la imagen de la cebolla hecha hilachas
de carbón que nadaban en un aceite negro, se le metió en el recuerdo empujándola
a un llanto silencioso al borde de la estufa que no apagó. Permaneció ahí, colgada
del asa de la olla, viendo cómo todo se desintegraba y la humareda bloqueaba la
vista a la ventana. Unos segundos más, se decía, un minuto más. Hasta que ya no
supo cuánto tiempo pasó.
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Concurso STADT: historias de la gran ciudad
Encendió el radio: ya no se enteró de qué pasó en el mundo esa mañana ni llenó el
crucigrama que Blas traía a diario con el periódico. Arrastró una butaca junto a la
puerta y estuvo ahí mirando por la ventana la ciudad quieta de su barrio
residencial, con tanta atención, que no sintió hambre pero sí una preocupación
sincera por la suerte de su cartero que, para esa hora, cumplía 5 horas de retraso.
No descorría ni volvió a cerrar la cortina, sino que estuvo con la mirada clavada en
las aceras que se extendían a cada extremo de su casa. Nadie cruzaba, ningún
vecino se asomaba para al menos esforzarse en el atrevimiento de preguntar por el
periódico o las cartas, disimulando que lo que en verdad extrañaba era al hombre
que todas las mañanas le preguntaba por cómo pasó la noche señora Julia, cómo va
el resfriado, ya huele primavera su jardín; un cafecito nada más porque aún me
queda mucho por caminar, señalándole el bolso largo que cargaba con el cuerpo
ladeado por el peso. Ella se quejaba porque tenía el derecho. Se quejaba sonriente y
le servía en la taza más grande un café calentísimo que Blas se tomaba a soplo y
sorbo, y que le daba el tiempo suficiente para compartirle los añicos de los años.
Cuando el café se terminaba, Julia traía un pedazo de pan o una rodaja de torta que
había preparado la noche anterior mintiéndole que era el último trozo. El resto
descansaba sobre el mesón. Cuando Blas se iba, la desmigajaba para echársela a los
canarios o a las palomas, siempre numerosas y hambrientas. La calle vacía. El perro
con su mismo afán cruzaba de regreso.
Serían las 5 de la tarde cuando Julia, cansada de esperar, buscó su chal, el bolso y
las llaves y salió sin saber muy bien hacia dónde ir. Cruzó el camino de piedra y
pasó el cerrojo de la verja asegurándola con el candado que usaba cuando se iba a
tardar mucho. De pie en el andén miró a cada lado de la avenida; sabía que Blas
llegaba por el sur, así que, echándose el chal sobre los hombros, se encaminó hacia
allí. Apenas si alcanzó a dar unos diez pasos cuando imaginó que Blas podría llegar
desde el norte; quizás a eso se debía el retraso: emprendió el camino al contrario
para darle un poco de variedad a los muchos años llegando desde el sur. Regresó.
Cruzó frente a su casa y unos pasos más allá, se detuvo otra vez. La vecina, a la que
no conocía ni de nombre, miraba también por la ventana. Desde dentro de su casa la
llamó con la mano. Julia abrió la verja y se adentró por un camino de piedra igualito
al suyo, que atravesaba un jardín de plantas que vio menos cuidadas. La puerta se
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abrió antes de que ella alcanzara a tocar. Un canto de pájaros le llegó desde dentro
y una señora, de más o menos su edad, hizo a un lado una butaca y la invitó a pasar.
—Hoy no vino Blas —le dijo.
Julia asintió y echó una mirada alrededor: la casa era igual a la suya.
—¿Un café, señora Julia? No se asuste, Blas me ha hablado de usted.
Ella soltó una afirmación tímida.
—Mucho gusto, Rosario. —le tendió una mano de dedos torcidos que Julia apretó con
suavidad pensando en el jardín.
Rosario fue a la cocina y con esfuerzo puso una jarrita de aluminio en el fogón. Una
pila de periódicos crecía en una esquina junto a la nevera.
—Los colecciono por las recetas. Las recorto y las pego aquí. Es más por desidia que
por plan de cocina. Ya no puedo agarrar ni un cuchillo. Blas me regaló unas tijeras
de mango amplio, si no, tampoco ni recortar podría. Mire.
Julia agarró un álbum y empezó a hojear sin prestar atención a las recetas, pero sí a
los bordes mordidos de los recortes sobre el cartón negro. Pasó dos veces el álbum
completo mirando también los negros limpios donde pronto irían más recetas.
Escuchó el golpe del aluminio contra la estufa y se apresuró a ayudarla a llenar las
tazas. Ella no se lo permitió; llenó una taza hasta el borde y la otra hasta la mitad.
—Esta es la suya. La mía bajita porque no quiero regarla por toda la sala. ¿Un
pedacito de torta?, es de vainilla y pasas.
Fueron juntas a la sala, cada una con su taza y dos pedazos de torta en un plato
pequeño. Fuera había oscurecido y el barrullo de la gente regresando a sus casas les
llegó hasta sus sillas. Rosario había cerrado otra vez la cortina por la que también
estuvo esperando todo el día la llegada de Blas o a que cruzara alguna persona que
le diera razón del correo.
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Escucharon el chirrido de la verja y unos pasos que ambas —acostumbradas a
esperar, la una a las ocho y la otra a las ocho y veinte— reconocieron de inmediato.
Por debajo de la puerta se deslizaron el crucigrama y la receta del periódico de ese
día.
Blas, renunció a la mañana siguiente.
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