La tentación de Occidente, por André Malraux

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ANDRE MALRAUX
LA TENTACION DE OCCIDENTE
Traducciòn de Eva Aladro Vico
Madrid, l993
"El que mira mucho tiempo a los monos se vuelve similar a su sombra".(Proverbio malabar)
A usted, Clara, en recuerdo del templo de Banteai-Srey.
INDICACION
Las cartas que componen la mayor parte de este libro han sido escritas por los Sres. A.D.,
francès, de veinticinco años de edad y conocedor en cierta medida de las obras chinas, y LingW.-Y., chino, de veintitrès años, impresionado como muchos de sus compatriotas por la curiosa
cultura occidental, cultura ùnicamente libresca. Las cartas fueron intercambiadas en el curso de
los viajes que ambos hicieron, el primero a China y el segundo a Europa.
No se ha de ver en el Sr. Ling un sìmbolo del hombre de Extremo Oriente. Tal sìmbolo no
podrìa darse. Es un chino, y, como tal, sometido a una sensibilidad y a un pensamiento chinos,
que los libros de Europa no pueden destruir.
Nada màs que eso.
Estas cartas han sido seleccionadas. Al publicarlas, nos proponemos precisar los movimientos
de dos sensibilidades, y sugerir, a aquellos que las lean, reflexiones particulares sobre la vida,
que puede parecer singular, de sus sentidos y su espìritu.
A.D. escribe:
A bordo del Chambord
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Cuàntas veces nos hemos encontrado, imprevistos salvajes que presentàbais a los navegantes
frutos en forma de cuerno en bàrbaras bandejas, mientras aparecìan cùpulas entre las palmeras!.
Oh, descubrimientos... Los hombres, capturando una por una las formas y encerràndolas en los
libros, han preparado los movimientos de mi espìritu. Un cortejo de seres y paisajes se despliega
lentamente este atardecer, en el silencio de la noche en el mar, y el batir de las màquinas, tan
regular, que parece confundirse con èl...Calma suprema, mar lìmpida, esplendente, donde vibran
las estrellas profundas... En la estela del navìo desaparecen las sombras de las ùltimas hordas,
que alzan enormes cràneos de aurocs -¿insignias o trofeos?- cuya sombra curva parte las
llanuras. Màs lejos se arremolinan los ejèrcitos del Asia Central. Las altas banderas dominan
todo, adornadas con caracteres muy antiguos y negros. En la antigûedad.
Al fondo del harèn, las Concubinas. Cerca de un ventanal, una de ellas (que serà
Regente) charla con un eunuco que tiene los ojos cerrados. En el Palacio violeta, el emperador
examina los fòsiles que ha hecho traer de todo el imperio. Hace frìo. Fuera, las cigarras
congeladas se despegan de las ramas y caen al duro suelo con el sonar de las piedras. Magos
mediocres son quemados en una hoguera perfumada en medio de una plaza; las huecas
figurillas de madera de las que se servìan para hechizar a las princesas estallan y salen
proyectadas como cohetes. La multitud-¡cuàntos ciegos!retrocede con viveza. Cerca del horizonte, entre las hierbas salvajes, una lìnea de huesos presa
de las hormigas marca el paso de los ejèrcitos. Al lado de las fogatas las hechiceras viudas han
visto el porvenir.
Los zorros atraviesan todo a la carrera.
Cada primavera cubre de rosas tàrtaras, blancas con el corazòn purpùreo, las estepas de
Mongolia. Las caravanas las atraviesan; los sucios mercaderes cabalgan grandes camellos
velludos, portadores de redondos paquetes que, en las paradas, se abren como granadas. Y toda
la hechicerìa del reino de las nieves, piedras color de cielo claro o de arroyo helado, piedras de
reflejos de hielo y plumas pàlidas de pàjaros grises, pieles de escarcha y turquesas con vetas
plateadas, se derraman de sus àgiles dedos.
Desde lo alto de los conventos de tejado plano de las provincias tibetanas desciende el
màs bello misterio, a lo largo de las rutas de arena enfurtida, hasta delante del mar, donde se
deshace en innumerables templos cornudos, cubiertos de campanitas trèmulas.
Los hombres de mi raza llegan en barcos sin alas y sin ojos.
Entran en los puertos con el dìa. El agua lechosa, sin reflejos, hace màs claros los
primeros gritos de los marineros; màs allà de la bahìa lacada la ciudad entera, con su corona de
murallas y florones de pagodas, se levanta con el sol; a todo lo largo de su duro perfil aparecen
las borlas y los copetes de luz. Ganan la tierra, no sin recibir algunas piedras; se pasean, felices e
inquietos, por las calles cuyo olor les repugna, perseguidos por el sonido de las monedas de
plata que los cambistas prueban con pequeños martillos. A veces entrevèn a una mujer, y,
cuando la cortina cae de nuevo, intentan recordar su rostro reposado y sus pies tan pequeños, su
pantalòn de seda y el adorno de su corpiño, en un interior de madera negra, de sombra rojiza y
de flores torturadas...
Visitan los montes de piedad; son torres llenas de troneras; en cada tronera hay una
jarrita llena de vitriolo que los guardianes echan a los bandidos si èstos intentan apropiarse de
los objetos confiados al Estado.
Despuès regresan, cruelmente sacudidos en pesadas sillas, ahora sobre el vientre las
compras apiladas. Este vestido de satèn blanco fue en tiempos lejanos la vestidura fùnebre de
una princesita de las islas, a la que se adornò, el dìa de su muerte, con una perla roja entre los
labios. Al fondo de los juzgados de paz, ancianos rodeados de sol hacen, ante graves
adolescentes, signos màgicos que determinan la construcciòn de ciudades, muy lejos, en el
Turquestàn o en el Tìbet. En las pajarerìas los periquitos hablan lenguas complicadas,
aprendidas antaño en casa de sabios con gorros de mago, en las cuarenta mil islas bàrbaras.
Guiados por los lascaros, levantinos afiliados a sociedades secretas, los aventureros
blancos, despuès de aprender el manchur y de afeitarse las cejas, se adentran en el interior; allì
se casan con manchurias y, pretenciosos generales, dirigen los ejèrcitos imperiales. No quieren
en absoluto reconocer a sus amigos; los que van a verlos son ejecutados por orden suya. Y, en el
Norte, sutil y todopoderoso, solo, al fondo del màs solemne palacio de la ciudad prohibida, el
emperador extiende sus transparentes dedos sobre la China del trabajo, la China del opio y la
China del sueño, gran viejo ciego coronado con adormideras negras... Sombras màs antiguas,
sabios y militares, los emperadores Tang; tumulto de las cortes donde se atropellaban todas las
religiones y todas las magias del mundo, pensadores taoìstas, reinas clavadas al muro por las
flechas rugosas, caballeros armados adornados con colas de caballo, generales muertos bajo
tiendas perdidas en el Norte despuès de sesenta victorias, sepulturas en medio del desierto que
no guardan ya màs que sus soldados y sus caballos grabados sobre las descompuestas losas,
cantos desolados, lanzas paralelas y pieles de bestias avanzando a travès de las vastas tierras
estèriles en la noche helada, ¿què voy a encontrar yo de vuestro sordo impulso de conquistas,
vestigios?
Ling a A.D.
Marsella
Querido señor,
Europa convoca a pocos fantasmas bellos, y yo llego a ella con una curiosidad hostil. Las
ilusiones que ha creado en nosotros, los chinos, son demasiado poco precisas para que
pudièramos hallar alguna enseñanza o placer en modificarlas: los libros, y nuestra propia
angustia, nos han hecho buscar màs el pensamiento europeo, que sus formas. Su presente nos
atrae màs que el marco roto de su pasado, al que sòlo pedimos el esclarecimiento de su fuerza.
Su nombre no evoca ni cuadros ni deseos. Las fotografìas que yo habìa visto en China
no mostraban en absoluto ese particular movimiento de la multitud en Occidente, al que yo
concebìa como un paìs devorado por la geometrìa. Los àngulos de las casas no se levantaban.
Las calles eran rectas, los vestidos rìgidos, los muebles rectangulares. Los jardines de los
palacios demostraban, -no sin belleza-, teoremas. La creaciòn sin cesar renovada por la acciòn
de un mundo destinado a èsta, tal me parecìa entonces el alma de Europa, cuya sumisiòn a la
voluntad del hombre dominaba las formas. El junco, animal domèstico, me mostraba en el
velero francès una ingeniosa conjunciòn de triàngulos. Europa era ademàs para mì, el lugar por
excelencia de la tierra donde la mujer existìa.
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
Querrìa añadir algunas palabras a la ùltima carta que le enviè. Comienzo a conocer el aprecio
que tienen a la sinceridad los franceses cultos, que tan poco se parecen a los que nosotros vemos
en China, y esto me da valor; por otra parte, el paso de algunas semanas ha dado precisiòn a mis
impresiones. Veo en Europa una barbarie atentamente ordenada, en la que la idea de la
civilizaciòn y la del orden se confunden constantemente. La civilizaciòn no es una cosa social,
sino psicològica; y sòlo existe una que sea verdaderamente tal: la de los sentimientos.
¿Què podrìa decirle de los hombres de su raza? Los estoy estudiando; me aplico a
escapar de los libros. Sè que nuestros traductores, al escoger, para darnos a conocer las
costumbres europeas al mismo tiempo que su literatura, a Balzac, a Flaubert, a los naturalistas
franceses, las primeras novelas de Goethe, Tolstoi, Dostoievski, al analizar el talento de
Baudelaire, han demostrado su sabidurìa y cuidado, pero que aquellos que gritan y lloran de
dolor en esas obras, de Emma Bovary a los hermanos Karamazov, son cristianos de excepciòn,
casi insensatos. Y sin embargo...
¡Què impresiòn de dolor emana de vuestros espectàculos, de todos los pobres seres que
veo en vuestras calles!. Vuestra actividad me asombra menos que esas caras de pena, de las que
no puedo escapar. La pena parece luchar, frente a frente, a solas con cada uno de vosotros;
¡cuàntos sufrimientos particulares!
Antiguamente vuestra fe disponìa hàbilmente el mundo, y, aunque despierte en mì
alguna hostilidad, no puedo contemplar sin respeto las figuras casi bàrbaras en las que se ha
petrificado, gracias a aquella, un gran sufrimiento armonioso. Pero no puedo imaginar sin
confusiòn las meditaciones en las que toda la intensidad del amor se concentra en un cuerpo
sometido a suplicio. Y el cristianismo me parece la escuela de donde provienen todas las
sensaciones gracias a las cuales se ha formado la consciencia que el individuo toma de sì
mismo. He recorrido las salas de vuestros museos; vuestro genio me llena de angustia. Una
potencia salvaje anima a vuestros mismos dioses, y a su grandeza manchada, como su imagen,
de làgrimas y sangre. Los raros rostros pacificados que a mì me hubieran gustado llevan sobre
sus pàrpados caìdos el peso de un destino tràgico: lo que os ha hecho escogerlos es el saberlos
elegidos de la muerte.
"Tenemos tambièn imàgenes de vida, que son una voluptuosa alabanza". Aùn màs que
las anteriores, me oprimen. ¿No sentìs vosotros hasta què punto hay que ser de una raza cargada
con una pesada corona de potencia y de dolor, para enorgullecerse de haber descubierto un
cuerpo de mujer?
Una obra concebida como las que vosotros admiràis, una obra que haya de conmover a
aquèllos que la disfrutan a travès de su mismo estilo, su mismo encanto o su misma potencia, es
una obra menor. Lo que aporta su valor a nuestros màs preciados rollos de seda es el hecho de
que puedan hacer nacer en nosotros la infinita diversidad del mundo. Ademàs, las artes tienen
en sì mismas poca nobleza. Lo que las eleva es que son elementos de una pureza perfecta en
modos infinitamente variados. Esas porcelanas estàn ahì ùnicamente para capturar, una a una,
las mil formas de la belleza que recela esta sombrìa habitaciòn llena de silencio. Innumerables,
desconocidas, las justas emociones que nos transformaràn vagan a travès del mundo: y nuestras
manos reunidas en copa de deseo no las fijarìan tan bien, como estas efìmeras manchas,
dispuestas por nuestros cuidados en la sombra...
El artista no es aquèl que crea: es aquèl que siente. Sean cuales fueren las cualidades y la
calidad de una obra de arte, esa obra serà menor, porque no es màs que una proposiciòn de la
belleza. Todas las artes son decorativas. Escojamos los bambùs, en los que los pàjaros
multicolores de la imaginaciòn gustan de posarse, y las higueras de la India, que tienen la
majestad de los cantos fùnebres; dèmosle al jardinero, hombre digno de consideraciòn, su
salario y el debido respeto. Pero reservemos la contemplaciòn para el rìo que los refleja: es el
ùnico digno de ello.
Cada civilizaciòn modela una sensibilidad. El gran hombre no es ni el pintor ni el
escritor; es aquèl que sepa llevarla a su màs elevado perìodo. Refinar en uno mismo la
sensibilidad de su raza, avanzar sin cesar, al expresarla, hacia un placer superior, esa es la vida
de aquèllos de nosotros a los que vosotros llamarìais maestros.
Ya sea la grandeza vuestra, la del hombre en armas, la del dolor, o sea la nuestra, la de la
perfecciòn, siempre provendrà de la intensidad de la emociòn que un sentimiento despierta en
nosotros. En vuestro caso, es el sentimiento del sacrificio. La admiraciòn proviene de una
acciòn. Para nosotros, es simplemente la consciencia de ser segùn su modo màs bello. A travès
de las formas artìsticas que antiguamente llamàbais sublimes, expresàbais una acciòn, y no un
estado. Ese estado, del que nosotros no conocemos màs que lo que presta a todos los que lo
poseen, esa pureza, esa desagregaciòn del alma en el seno de la luz eterna, no lo han buscado
jamàs los occidentales, ni tampoco su expresiòn, ni siquiera ayudados por la languidez que en
ciertos lugares propone el Mediterràneo. De èl viene la ùnica expresiòn sublime del arte y del
hombre: se llama la serenidad.
Querrìa, querido amigo, hablarle màs sobre los hombres; pero todavìa no he visto màs
que obras.
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
Veo a los europeos; los escucho; creo que no entienden lo que es la vida. Han inventado el
diablo; doy gracias por su imaginaciòn. Pero despuès de que el diablo ha muerto, me parece que
son presa de una divinidad del desorden màs alta: el espìritu.
El vuestro està hecho de tan singular modo que, de la vida, no concebìs màs que
fragmentos. Siempre os dirigìs hacia una meta, para lo que os empleàis enteramente. Querèis
vencer. ¿Què es lo que hallàis tras vuestras pobres victorias?
Nosotros, los chinos, no queremos concebir nuestra vida màs que en su totalidad. No es
que podamos conocer tal cosa. Pero sabemos que ella sobrepasa cada uno de nuestros actos, y
que debe sobrepasarlos. Al igual que si encontràramos entre un montòn de viejos bocetos el
dibujo de un brazo y, sin conocer nada de aquèlla que sirviò de modelo, sabrìamos que el brazo
se prolongaba en una mano, del mismo modo sabemos nosotros y sentimos que detràs de cada
acto, cualquiera que sea su importancia, una vida todavìa oculta propone sus ramificaciones sin
nùmero. La vida es una sucesiòn de posibilidades, entre las cuales nuestro placer o nuestra
secreta tendencia es la de escoger y adornar... A nuestro cerebro, nosotros queremos ùnicamente
hacerle espectador de su propio juego, incesante modificaciòn del universo. Sè que esto os
parece algo vano. Las sombras chinescas que forma todo lo que un espìritu refinado puede
hallar al desnudar al mundo, y lo que el mundo le propone en voz baja, me parecen no obstante
el ùnico espectàculo en el que puede interesarse sin vergûenza un hombre civilizado.
Ciertamente, por mucho que me esfuerce en ello, yo no puedo tener consciencia de un
acto como vosotros la tenèis. Mi sensibilidad se opone a cuanto la limita el espìritu. No verìa yo
en ello el deseo de la realidad, sino un vicio de la sensibilidad. ¿Acaso por ser futura, es la
continuaciòn de la vida menos real? Y la importancia que vosotros concedèis a ciertos actos que
os conmocionan, porque no habèis sabido comprender que se atenùa, ¿no viene acaso de una
inteligencia poco atenta, y quizà mal preparada por una religiòn que no para de haceros creer en
vuestra existencia particular? Vosotros habèis hecho ofrenda de vuestra vida a la potencia. Os
confundìs con vuestras acciones. Vuestro mismo pensamiento... Apenas comprendèis todavìa
que para ser no es necesario actuar, y que el mundo os transforma mucho màs de lo que
vosotros transformàis al mundo...
De toda cosa a la cual nosotros nos atamos, sea acciòn o pensamiento, queremos, segùn
las insinuaciones de nuestra sensibilidad, y del momento, poder escoger entre los sucesivos
aspectos que el tiempo le irà dando. Es esa posibilidad constante de cambio la que extiende
sobre China su realeza incierta y mùltiple; de ella proviene ese sutil estremecimiento que
nosotros buscamos. ¡A cuàntos hombres de negocios ha visto usted jugar con uno de sus
empleados, perder, y cambiar su puesto con el de su adversario; y despuès, mucho tiempo
despuès, jugar de nuevo, ganar y recuperar la direcciòn que habìa abandonado! Y apenas podrìa
notar un ligero pesar en su rostro. No podemos otorgarle gravedad a los momentos penosos de
una vida desconocida, de la que sentimos sin embargo la realidad, y que quizàs pronto bendecirà
la fortuna.
Vosotros habèis cargado de angustia el universo. ¡Què tràgico rostro le habèis dado a la
muerte! Un cementerio, en una gran ciudad de Europa, despierta en mì sentimientos
repugnantes. Evoco los que usted estarà sin duda contemplando ahora, los campos cercados de
los muertos, donde algùn pàjaro silencioso domina el recogimiento de las amistosas tumbas...
De esta tierra de los muertos toda impregnada de ternura, dos sentimientos solamente
surgen para nosotros: el dolor y el temor. En vuestros cuentos populares la muerte es el sìmbolo
mismo del pavor. ¡Què lejos estàn de vosotros los bromistas demonios verdes y amarillos, los
dragones que se estiran cuando se les acaricia, y todos los monstruos benignos de ese cortejo
que sigue, sin perturbar su grandeza, a la muerte asiàtica!
Porque esa influencia constante de la muerte que los europeos han creìdo ditinguir en
China no es màs que locura e ilusiòn. Las tumbas sin nùmero en las que dejamos reposar a los
conejos, sin soñar siquiera con el sacrilegio, fortifican en nosotros un sentimiento que no tiene
nada en comùn con vuestro sentimiento de la muerte. Es una ternura grave. Es tambièn la
consciencia de no estar limitado a uno mismo, de ser un lugar, màs que un medio de acciòn.
Cada uno de nosotros venera a sus muertos y a todos los muertos, como a sìmbolos de una
fuerza que nos envuelve y que es uno de los modos de la vida, aunque sòlo conozcamos de ella
su existencia. Pero esa existencia, nosotros la experimentamos. Ella nos domina y nos modela
sin que nosotros podamos apresarla. Nos vemos penetrados por ella como hombres que somos,
como vosotros sois geòmetras, incluso de la divinidad... El tiempo es lo que vosotros le hacèis
ser, y nosotros somos lo que el tiempo nos hace.
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
He seguido sus consejos. Vengo de Roma, donde he pasado un tiempo bastante largo. He
experimentado vivamente el encanto de este bello jardìn de anticuario abandonado, al que la
ùltima divinidad latina concediò esa armonìa un poco dura que vosotros llamàis estilo. Pero aun
cuando allì se escondan algunos de los màs potentes temas de meditaciòn que Europa recela, ¿le
confesarè la verdad?: no he hallado allì el alma que poseen tantas ciudades màs solitarias, y
dicha ausencia me ha decepcionado hasta la tristeza. Sin embargo, he aprendido poco a poco a
conmoverme por ese paisaje en el que los recuerdos clàsicos intentan en vano ordenar un vacìo
infinito, en el que los templos se rodean de una corte de columnas rotas y de iglesias miserables
repletas de maravillas; pero no he podido aprender a encontrar allì el sentimiento que, para
nosotros, aporta todo su valor a los lugares antaño elegidos.
He buscado el alma de la vieja Roma bajo los millares de rostros voluptuosos que han
legado tres siglos, como un torso antiguo oculto por preciosas telas. Habìa llegado allì
convidado por la victoria de altos espìritus sobre sus sueños: no encontraba en principio màs
que el placer que el agua fresca y las formas que la distribuyen proporcionan en las calles donde
el sol calcina las piedras viejas. Su voz, llena de sombrìa grandeza, se veìa cubierta por el canto
de las fuentes. Fuentes de las que los libros me habìan enseñado hace tiempo el encanto, el
impulso apasionado de vuestros dioses y de vuestros tritones de bronce, que daba su sentido a la
ciudad sagrada, y cada calle escondìa en su sombra la sombra sensual de Bernini...
Los pocos lienzos que designan el suelo de Cartago me hubieran quizàs decepcionado
menos, y seducido menos tambièn, que esta uniòn de pòrticos y escultores, de columnas floridas
y de tiendas, que ese gran espacio en el que las ruinas del Foro se desarrollan sobre un fondo de
casas romànticas dominadas por las ilustres catedrales. Del palacio de Adriano a los
chamarileros que a la orilla del Tìber custodian tantas bellezas mutiladas, y a las confiterìas
cuyos escaparates decorados reflejan los sìmbolos de la Voluntad, todo contribuye a hacer de
esta ciudad, a la que habèis pedido vuestras leyes, la imagen misma del desorden. El tiempo
ligado a esas piedras se divirtiò juntando su gastada gloria con los lìmites de lo pintoresco del
Mediterràneo. Y, a veces, ante ese juego demasiado lùcido de un tiempo occidental y bromista,
yo veìa entremezclarse el recuerdo de Roma y el de Alejandrìa, lujo y vulgaridad, ìdolos en el
sol de la mañana y violenta chusma blanca en las vastas plazas. Sin embargo, junto a los arcos
cubiertos de vegetaciòn casi negra, a las columnas olvidadas en medio de pequeñas plazas sin
acera, en las que la gente del pueblo duerme a la sombra, cerca del gran Coliseo desierto, me fue
dado escuchar esa llamada del imperio que muchos de vosotros venìs a buscar aquì. Igual que el
sol en el ocaso colorea por unos instantes el mar desigual, esa percepciòn reuniò mis
pensamientos dispersos.
"¿Para què, pensaba yo, exaltarse ante la potencia, si uno no es el emperador? Un
imperio es una cosa bella, pero tambièn lo es su caìda. Esta ciudad aprende a servir para
dominar.¡Lecciòn de soldados groseros! Hay, en la aceptaciòn por toda una raza del ideal que
reina allì, algo bajo y vulgar. Que los hombres se encorven hasta ese punto me irrita... Es la
fuerza la que debe de servir, y a un señor màs alto que a su alegorìa ordenada. Por mucha
debilidad que yo adivine en el resplandor de Timur o de Alejandro,-esos otros bàrbaros-, lo
prefiero a las sombras imperiales que, una detràs de otra, traen a este esplendente rìo el
homenaje de su coraje doblegado. Si yo me rebajara hasta el orden, querrìa que el orden fuese
hecho para mì, y no yo para el orden..."
Regresaba, con la triste sonrisa que estos pensamientos despertaban en mì, por las
estrechas calles en que los vendedores de sandìas desplegaban sus tenderetes, imaginàndome
esta amarga virtud de la fuerza que hace desaparecer para vosotros el alma romana entera en el
estallido de su potencia de un siglo, y reconstituir perspectivas sobre torpes yuxtapòsiciones.
"Comprendo bien, seguìa yo pensando, lo que dicen esos fragmentos: aquèl que se sacrifica
participa de la grandeza de la causa a la cual se ha sacrificado. Pero, a esta causa, no le veo yo
màs grandeza que la que le debe ella al sacrificio. Es una causa sin inteligencia. Los hombres
que ella dirige estàn dedicados, tanto si la dan como si la reciben, a la muerte. ¿Es la barbarie
menos bàrbara por ser poderosa?" Y aquellas ruinas no imponìan a mi pensamiento màs que su
nobleza impura y desordenada. ¡Oh llanuras estèriles de Samarcanda, donde la presencia de un
nombre, y dos minaretes negros erguidos contra un cielo puro, crea el màs elevado sentimiento
tràgico!
¡Ay! Hubiera querido encontrar allì la fuerza que mi raza necesita tan dolorosamente, y,
ante su màs bella imagen, no he podido ocultar mi disgusto...
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
Voy a hablarle otra vez de Roma. Roma y Atenas viven en mì desde que me marchè de ellas,
pues al pronunciar otras palabras que aquèllas que yo fui a oìr de esas ciudades, me obligan a
prestarles una nueva atenciòn. Eso es lo que yo observo en Europa, màs que mis recuerdos, lo
que da vida a su imagen. No le he hablado de Atenas, porque allì no he encontrado màs que
incertidumbre. Lo que querìa llevarme se precisaba en mì; yo esperaba. En la ciudad nueva, el
encanto de los leves pimenteros atemperaba apenas el desagrado que me producìan los
monumentos modernos. La ciudad antigua, de la que yo esperaba la revelaciòn de una nueva
pureza persa, y que me mostrò el sìmbolo de un pueblo laureado, izado sobre los muros de una
fortaleza, me desconcertò; pero, probablemente, no hay una idea entre todas las que he
adquirido en el curso de este viaje que, a travès de oscuros lazos, no se haya asociado con esas
columnas rotas y con ese duro horizonte, y que no me haya recordado el pequeño museo de la
Acròpolis, ìntimo y silencioso, donde un viejo militar griego me mostrò las pocas piedras que
son el mejor sìmbolo que conozco hoy de Occidente. El las amaba. Las acariciaba como un
coleccionista modesto. Pero èl preferìa el olivo de la diosa, del que me ofreciò un ramito por
una justa retribuciòn. Ya que no hay belleza eterna, sin duda sombras màs altas dominaràn
pronto el cortejo de aquèllas, que fue puro y se volviò encantador. Pero todavìa es justo que los
màs grandes espìritus de vuestra raza vengan a buscar aquì una imagen nìtida de lo que son. La
venida de almas lùcidas y bellas, àvidas de conocerse bien, ¿què homenaje màs magnìfico
podrìa ofrecerse a los muertos?
Sin embargo esta armonìa es pobre, y esta pureza es sòlo humana. Hace unos instantes,
cuando evocaba el humilde museo, entre las formas que he visto a lo largo del mundo, una
cabeza de joven con los ojos abiertos se imponìa en mì como una alegorìa del genio griego, con
su insinuaciòn profunda: medir todas las cosas con la duraciòn y la intensidad de una vida
humana. Bajo ese rostro desconocido, ¿no habèis grabado vosotros el nombre de Edipo? Su
historia es el combate contra la esfinge de todas vuestras facultades. El monstruo, dragòn,
esfinge, toro alado, es uno de los espejos de Oriente; pero tambièn lo es de esa parte del alma
que Grecia intentò reducir, la que reaparece, a travès de los siglos, cada vez que los hombres le
piden a la vida màs de lo que el pensamiento puede darles. Muerto en Tebas, renace en Egipto,
en Sogdian, y en las fronteras de la India, donde vence a su vez a ese Edipo doloroso que es
Alejandro...
Una sola vida. Para mì, asiàtico, todo el genio griego reside en esa idea, y en la
sensibilidad que depende de ella. Hay ahì un acto de fe. El griego cree al hombre diferente del
mundo, como el cristiano cree que el hombre està ligado a Dios, como nosotros creemos que el
hombre està ligado al mundo. Todo se ordena con relaciòn a èl. La marca particular de sus
dioses, aquèllo que los domina, no es ni mucho menos que sean dioses humanos, sino que son
dioses personales. La importancia del hombre, la perfecciòn de que es susceptible, nosotros la
conocemos igual que el griego. Pero nosotros concebìamos el mundo en su conjunto, y èramos
sensibles a las fuerzas que lo componen tanto como a los movimientos humanos; la idea del
gènero humano dominaba ya a la del hombre en nuestro espìritu. Los griegos concibieron al
hombre como un hombre, un ser que nace y muere. El curso de la vida, que para nuestro
pensamiento y nuestra sensibilidad, no tiene mayor importancia que la que las divisiònes de la
juventud, madurez, y vejez tienen para los vuestros, se convierte para ellos en el elemento
principal del universo. A la consciencia, yo dirìa casi a la sensaciòn de ser un fragmento del
mundo, que precede ineluctablemente a la nociòn totalmente abstracta del hombre, ellos la
sustituyeron por la consciencia de ser un ser vivo, total, distinto, sobre una tierra propicia, donde
las ùnicas imàgenes apasionadas eran las de los hombres y las del mar. Y es una sensibilidad
particular, màs que un pensamiento, lo que procedente de esos paisajes casi desnudos, doblega a
todos los vuestros. Occidente nace allì, con el duro rostro de Minerva, con sus armas, y tambièn
con los estigmas de su demencia futura. El ardor que sube en nosotros se prepara, decìs, a
perdernos. Ese que os quema, crea. "Es sabio dejar reposar en paz, insinùan los magos de mi
paìs, a los dragones que duermen bajo la tierra..." Tras la muerte de la Esfinge, Edipo se ataca a
sì mismo.
Roma, cuando uno ha hallado los signos helènicos, no es ya una tumba imperial, sino el
lugar ùnico donde la màs vasta piedad se reduce lentamente a la fuerza. Ya se exalte o se
observe a sì mismo el individuo, las siete colinas le enseñaràn a inclinarse. ¿Acaso se puede
entender mejor vuestra civilizaciòn y su ritmo, que escuchando el diàlogo de la voz àvida y de la
voz altiva que se levantan de esas dos tierras llenas de màrmoles rotos? Me gustaba encontrar,
en la ciudad de los lictores, cuyo genio se ejercitaba por completo en fijar al hacha dominadora
el tallo de un haz de leña, tantas iglesias cuyas columnas interiores provienen de los templos
antiguos. Allì escuchaba dos voces cristianas: una cantaba la gloria de Dios, la otra le
interrogaba sordamente. Y èsta no buscaba ya darle al hombre consciencia de todas las fuerzas
que le afirman separàndole del mundo, -de la potencia a la voluptuosidad-; a sus dudas, a sus
pesares, al combate interior que constituye su vida, esa voz les daba una importancia e
intensidad supremas: ella los asociaba a Dios. El oriental irresponsable se esfuerza por elevarse
màs allà de un conflicto del que no es protagonista. El cristiano no puede de ningùn modo
apartarse de ello; Dios y èl estàn para siempre unidos el uno al otro, y el mundo no es nada màs
que el vano decorado de su conflicto. Al tormento intelectual de los griegos, a la inquietud pura
que ellos hallaron intentando darle a la vida un sentido humano, se juntan vuestra angustia y
vuestros gestos de ciego; Dios se revela a vosotros a travès de las emociones violentas y es
ordenando esas emociones como vosotros tendèis hacia èl. Tierno... Dios, para vosotros, es
estado; para nosotros, ritmo.
Del mismo al mismo
En
importancia
respuesta
a
una
carta
sin
Parìs
Querido señor:
No, no es ùnicamente a las pasiones feroces, es a todas las pasiones, a las que dan vida nuestras
creencias populares. Esas formas confusas que se levantan al anochecer en los arrozales, o se
esconden detràs de los peces de porcelana que adornan el tejado de nuestras pagodas; èsas que
os acompañan como perros fieles y malos, a lo largo de los caminos empapados, son pasiones.
Nacidas de vosotros, se marchan de vuestro lado y van a reunirse, a travès del mundo, con sus
hermanas innumerables y diferentes. ¡Cuàntos de esos genios susurran juntos bajo la tierra en
otoño, para hacer el ruido que sale de los bosques brumosos, mientras las pesadas gotas de agua
caen una a una de los mangos cargados de lluvia!...
No puedo sorprenderme de la debilidad de vuestra raza ante las pasiones. Su manera de
concebir y de experimentar el tiempo, la idea que se hacen de sì mismos, todo les empuja a ello.
El amor me interesa màs que ninguna otra. A mì me gustaba investigar lo que puede llegar a ser
un hombre. Todavìa me gusta màs hacerlo hoy; porque la antipatìa que experimento por Europa
no siempre me defiende de ella, y siento curiosidad yo tambièn por trazar mi imagen, aunque
habrìa de rechazarla. ¿Còmo me hallarìa yo, si no es miràndoos a vosotros? Y os miro perderos
un poco en el amor, y lamento no poder seguiros; para perderse, hay que creer en uno mismo.
Me parece que vosotros dais una importancia excesiva a lo que un acuerdo casi general
llama realidad. El mundo creado a travès de ese acuerdo, y al que os acomodàis, porque renegar
de èl exigirìa a quien lo intentara un gran coraje, pesa gravemente sobre vosotros. La pasiòn, en
vuestro orden social, aparece como una oportuna fisura. Cualquiera que sea nuestra raza,
nosotros sabemos que vivimos en mundos preparados, pero una especie de alegrìa salvaje nos
invade a unos y a otros, cuando la llamada de nuestras necesidades profundas nos muestra lo
que tienen esos mundos de arbitrario. El hombre apasionado està en desacuerdo con el mundo
que ha concebido, como con el que soporta, y el hecho de que haya previsto la pasiòn, no podrìa
cambiar nada. El hombre que quiere amar quiere escaparse, y eso es poco; pero el hombre o la
mujer que quieren ser amados, que quieren hacer perder a otro ser su sumisiòn a ese acuerdo, en
su favor, me parecen obedecer a una necesidad tan poderosa que encuentro en ella esta
convicciòn: en el centro del hombre europeo, dominando los mayores movimientos de su
vida, hay un absurdo esencial. ¿No piensa usted lo mismo?
He dejado de escribir durante un tiempo. Esta cuestiòn me obsesiona. ¿De què querèis
apoderaros en lo que llamàis el alma de las mujeres? Cuando eran cristianas, ellas sacrificaban
su religiòn; despuès sacrificaron su juicio. Tales conflictos son hoy en dìa màs dolorosos,
porque es imposible sacrificarles la sensibilidad; tambièn parece que se debilitan en Europa...
Creo que las pasiones que vosotros experimentàis no organizan el mundo en beneficio
de su objeto, sino que os desagregan a vosotros. Ellas no actùan sobre los "valores", sino sobre
la intensidad de la existencia de las cosas. La ordenaciòn es sòlo del reino del espìritu, y ahì està
sin duda vuestro drama. No hay ninguna pasiòn vuestra que tanto como el amor acaricie a la
bestia para despertarla despuès. Cuando me esfuerzo en separar vuestro tormento del de la
conquista, me parece asistir a veces a una bùsqueda de la unidad llena de sufrimiento. No olvido
que vuestra religiòn os ha enseñado a buscar el mundo fundàndoos sobre la conciencia exaltada
de su desorden fundamental...
Todo esto no son màs, ¡ay!, que pesquisas. He recordado algunas diferencias de China,
sin gran adelanto. He aquì esas protecciones, con algunas consideraciones:
La mujer es un objeto lo bastante digno de interès, susceptible, como la obra de arte, de
belleza, y destinada a la consecuciòn de ciertos deberes. Que sea fecunda y fiel, si tiene que ser
esposa; bella, si tiene que ser concubina; experta, si tiene que ser cortesana. Lasciva, eso ya no
es nada deseable; basta con que sea hàbil en servir a su marido o en dispensar a su amante
divertimentos agradablemente variados. La idea que tenemos de ella, nos impide conferirle una
personalidad particular: ¿còmo podrìa un muchacho amar a una jovencita a quien no ha visto
jamàs, y con la que sus padres le han prometido a los diez años? Nuestros escritores han
representado siempre la pasiòn que una mujer puede inspirar a un hombre, fuera del
matrimonio, porque es la consecuencia de una operaciòn màgica. Tanto si el que la sufre la
acepta, como si lucha contra ella, siempre serà pasiva. Como una enfermedad mortal, es
constante y sin esperanza. Ni la posesiòn, ni incluso la certeza de la reciprocidad la debilitan; no
està en manos de los hombres cerrar al costado de los destinos las heridas eternas...
Los papeles de concubina y de cortesana exigen a veces inteligencia, siempre destreza y
atenciòn; pero toda marca individual serìa vista como una tara. Las lujosas casas de citas que
vemos en Occidente nos asombran siempre: hay pocos lugares donde lo que Europa conserva de
la barbarie se nos haga sensible hasta ese punto: entre todas las ideas de un hombre, ¿cuàl puede
desvelar mejor su sensibilidad secreta que la idea que èl se hace del placer? No ignoro que serìa
ridìculo juzgar a Europa por estas cosas; sin embargo... ¡Mostrar interès por las mujeres, y
desearlas solamente porque son bellas, què muestra de groserìa! En China no hay una sola
cortesana de cierta calidad que no sea culta y capaz de adornar los placeres que dispensa al
hombre con los que ella debe al espìritu. Leer es siempre leer; pero hay buenos y malos libros,
hay adornos bonitos y adornos mediocres. Es preciso que una cortesana sea culta para que sus
favores tengan valor, e ingeniosa, para que lo conserven. Y no hay nada que tenga menos
caràcter individual que esa cultura y ese ingenio, similares a las cualidades de un trabajador del
arte. Las virtudes que nosotros pedimos a las mujeres son las mismas que nos agradan en un
hombre; y las cortesanas màs apreciadas han debido casi siempre prosternarse ante los
muchachos preparados con doce o quince años de estudios...
Es evidente que una mujer os impresiona por lo que tiene de ùnica. ¿Còmo podèis
buscar lo que os predispone a amar a tal mujer, y no a tal otra? No es la belleza: las mujeres feas
son amadas. (La belleza de una mujer, por otro lado, puede ser motivo de orgullo, pero no serà
jamàs promesa de placer sentimental). La ùnica cosa que supone una promesa real es la
expresiòn del rostro, de la voz y del cuerpo. Esas cosas justifican todas las seducciones
inmediatas, incluso aquellas cuyos efectos poco a poco van borràndose, porque el alma
conocida no permite ya al rostro hablar sòlo de promesas olvidadas. Ella alcanza al hombre
proponièndole sentimientos de los que tiene necesidad o deseo; de la sensualidad al sufrimiento,
los hay que nos conmueven casi a todos; otros no corresponden màs que a raras y secretas
debilidades, y su acciòn es ahì màs profunda.
Las muchachas y jòvenes de China no intentan distinguirse por una expresiòn particular.
La disposiciòn de su cabello, su maquillaje, la pequeñez de sus ojos, contribuyen a ello, y, màs
quizà que su rostro, el vacìo de su existencia. Sòlo las cortesanas de un rango elevado, y, en
Japòn, las geishas, constituyen a veces una excepciòn. Tambièn son ellas las heroìnas de
nuestros cuentos sentimentales. Desde que se admite a las mujeres en la universidad y desde que
ellas no aceptan ya las tradiciones, los estudiantes manifiestan un interès extremo por ese
sentimiento que vosotros llamàis amor. Os ven con làstima confundirlo con su consecuciòn de
los placeres sexuales, sobre los cuales vuestros discursos les parecen llenos de ignorancia e
infantilismo. Es porque ignoran los efectos preciosos que vosotros habèis sabido sacar de la
imaginaciòn.
Los jòvenes chinos que leen vuestros libros se sorprenden, en primer lugar, por la
pretensiòn que en ellos mostràis de comprender los sentimientos de las mujeres. Ademàs de que
un esfuerzo tal serìa, a su juicio, digno de desprecio, necesariamente se verìa abocado al fracaso.
El hombre y la mujer pertenecen a especies diferentes. ¿Què pensarìais vosotros de un autor que
viniera a exponeros los sentimientos de un pàjaro? Que lo que os propone es una deformaciòn
de los suyos propios. Eso es lo que nosotros pensamos del escritor que nos habla de los de las
mujeres. De este intento, sin embargo, proviene la fuerza de la mujer europea. Parece que
vosotros le cojàis la mano para ponerla sobre vuestro hombro: ella os interesa porque os apresa,
pero sois vosotros los que os esforzàis en permitir que ella llegue hasta vosotros. En la medida
en que querèis comprenderla os identificàis con ella.
Recuerdo unas palabras de su amigo G.E.. El regresaba de Siria. Estàbamos hablando de
las mujeres porque, desde hacìa algunos dìas, yo venìa pensando con insistencia en ellas. "Me
sorprendieron,-me decìa èl-, las sensaciones que despertaban en mì en los primeros enclaves
musulmanes que visitaba. Cubiertas por el velo, yo las veìa caminar a pasitos por la calle,
seguidas de los sirvientes; sus sombras avanzaban lentamente por las altas calles donde hendìa
el cielo una lìnea inclinada de almenas rojas. La curiosidad me empujaba a analizar la confusiòn
sexual que causaba en mì el cuidado que ellas ponen en velar su rostro. Creo que experimentè,
atenuadas, las sensaciones que imaginaba en cada una de ellas. Pero esas sensaciones,
experimentadas por mì, se modificaban: no eran las suyas, sino las de una mujer que conociese
las sensaciones de los hombres, las de un hombre repentinamente transformado en mujer..."
Reencuentro sin cesar esta diferencia entre el objeto y la forma que toma vuestra sensibilidad
plegada a èl, dibujando las formas del mundo y escapando al pensamiento. El amor occidental
saca su fuerza y su complejidad de la necesidad que tenèis de asimilaros, voluntariamente o no,
a la mujer que amàis, ligada a la uniòn que implica el amor en ella de una tierna simpatìa y del
placer eròtico. No se puede tomar sin lucha por còmplice a un ideal.
Espero su respuesta con una gran curiosidad, y es làstima que no exista, en la lengua
francesa, una palabra que exprese esta idea sin hacerla un poco mezquina.
A.D. a Ling
Mi querido amigo:
La importancia excesiva que se nos ha llevado a dar a "nuestra" realidad no es, sin duda, màs
que uno de los medios de que se sirve el espìritu para asegurar su defensa. Porque las
afirmaciones de este orden nos sostienen màs de cuanto pudieran explicarnos. Los hombres, que
desde varios millares de años buscan sus lìmites y su imagen, nunca han quedado satisfechos
màs que con la destrucciòn de su bùsqueda. Se han encontrado en el mundo, y en Dios. Los que
usted acaba de observar se buscan en sì mismos. Tenga ciudado con sus palabras.
Al aceptar la nociòn de inconsciente, y al otorgarle un interès extremo, Europa se ha
privado de sus mejores armas. El absurdo, el bello absurdo ligado a nosotros como la serpiente
al àrbol del Bien y del Mal, no està jamàs oculto de ningùn modo, y le vemos preparar sus
juegos màs seductores con el fiel concurso de nuestra voluntad. Si nosotros juzgamos
comùnmente al otro ùnicamente por sus actos, no lo hacemos por nosotros mismos; el universo
real, sometido al control y a los nùmeros, no es màs que aquèl en que se mueven los otros
hombres. El ensueño encanta el nuestro con su collar de victorias. Algunos instantes de hastìo y
soledad bastan para que reencontremos en nosotros mismos el recuerdo debilitado de las armas
resplandecientes: la gloria suprema de los dramas de la historia y del arte, es representarse todos
los dìas al fondo de innumerables consciencias oscuras. Porque ahì està el alma occidental: el
movimiento en el sueño...Esos juegos, cuyo absurdo parecerìa terrible si no fuera comùn, dejan
en nosotros trazas casi tan fuertes como recuerdos. El espìritu da la idea de una naciòn; pero lo
que crea su fuerza sentimental es la comunidad de sueños. Somos hermanos de aquellos cuya
infancia se desenvolviò siguiendo el ritmo de las epopeyas y las leyendas que dominaron la
nuestra. Todos hemos sentido el frescor y la bruma de la mañana de Austerlitz, y la emociòn de
ese largo anochecer doloroso, en que se trajeron por primera vez panes de helecho a un
Versalles cargado de silencio. ¡Cuàntas imàgenes necesitan los hombres blancos para darles un
alma nacional!
La lectura, los espectàculos, entre las gentes sin cultura, son fuentes de vidas
imaginarias. Nada es màs desinteresado que el deseo de conocer. Occidente, que ignora el opio,
conoce la prensa. Esa lucha de ambiciones victoriosas o vencidas por un dìa que es un
periòdico, ¡què mundo no agita tras las pupilas de una mirada ausente! He ahì lo que hace de las
existencias de los hombres de nuestra raza existencias amuralladas. Nada resuena en ellas con el
sonido que prevemos. Imagìnese, amigo mìo, que entre nosotros no queda hombre alguno que
no haya conquistado Europa. Què posibilidades de desprecio...
¿Le gusta a usted lo burlesco? Vaya al cinematògrafo. Su acciòn rodeada de silencio y
su ritmo ràpido son particularmente adecuados para afectar a nuestra imaginaciòn. Mire a la
gente que sale cuando termina el espectàculo: en sus gestos hallarà los de los personajes que
acaban de admirar. !Cuàn heroicamente cruzan las avenidas¡ En el espìritu de los europeos se
esconden, querido amigo, discos vìrgenes de fonògrafo. Ciertos movimientos que afectan
vivamente a nuestra sensibilidad se graban en ellos. Ya sea nuestro deseo o nuestro ocio el que
le incite, el animal empezarà su melodìa heroico-còmica. Nuestra cultura la embellecerà
ligeramente, y nos proporcionarà quizàs el agrado de vernos hechizados por los fantasmas de
amantes escogidas...
Espectàculo singular: una demencia que se contempla. La fiebre de potencia con la que
se adornan las grandes individualidades nos impresiona màs que sus actos -que no son màs que
una preparaciòn para alcanzar su actitud- y los separa de ellos cuando una inoportuna
intervenciòn de la vida real los pone en contradicciòn con ella. ¡Què importa Santa Elena, y que
Julien Sorel muera en el patìbulo!
El joven francès que en una hora de desocupaciòn ha hecho a Napoleòn, imita los gestos
del emperador que le ha conmovido, pero el emperador es èl. Le dirigen esquemas de vidas
cèlebres, que curvan durante un instante su imaginaciòn dòcil, y èsta repentinamente los domina
a su vez. Por momentos, en esta locura, se sostiene una lucidez perfecta: el general imaginario
prepara planes lògicos y supera las dificultades supuestas con la ayuda de mètodos precisos. Las
novelas occidentales le enseñaràn muy bien, por otro lado, lo que es un sueño que exige a la
inteligencia los medios para hacer admitir su locura.
Nosotros no dibujamos una imagen ilusoria de nosotros mismos, sino inumerables
imàgenes, algunas de las cuales son apenas esbozos, que el espìritu rechaza con molestia incluso
aunque haya colaborado en su trazado. Todos los libros, todas las conversaciones hacen surgir
alguna de ellas; renovadas por cada nueva pasiòn, cambian con nuestros placeres màs recientes
y con nuestras ùltimas penas. Son sin embargo lo bastante poderosas como para dejar en
nosotros recuerdos secretos, que se engrandecen hasta conformar uno de los elementos màs
importantes de nuestra vida: la consciencia que tenemos de nosotros mismos, tan velada, tan
opuesta a toda razòn, que el esfuerzo mismo del espìritu para acceder a ella la hace desaparecer.
Nada definido, ni que nos permita definirnos; una especie de potencia latente... Como si sòlo la
ocasiòn hubiera faltado para que llevàramos a cabo en el mundo real los gestos de nuestros
sueños, guardamos la impresiòn confusa, no de haberlos llevado a cabo, sino de haber sido
capaces de ello. Sentimos esa potencia en nosotros como el atleta que sin imaginar la fuerza que
tiene, la conoce. Actores miserables que no quieren abandonar sus papeles gloriosos, somos
para nosotros mismos seres en quienes duerme, mezclado, el cortejo ingenuo de las
posibilidades de nuestras acciones y de nuestros sueños.
Para esta conciencia, alimentada con las promesas o las esperanzas de una vida humana,
por todas las riquezas del delirio, ser no puede rebajarse a tener un ser. Ella escapa a toda
discusiòn. Si jamàs ha sido contemplada, es porque las meditaciones que en Occidente han
tenido por objeto al yo, se han asociado sobre todo a su permanencia. Todas admiten
implìcitamente que es, en el instante, distinto del mundo. Los chinos con los que he hablado no
aceptan en absoluto esta oposiciòn; y debo reconocer que a mì no me resulta clara. Por mucha
fuerza que quiera poner en tomar consciencia de mì mismo, me siento sometido a una serie
desordenada de sensaciones sobre las cuales no tengo ascendente alguno, y que no dependen
màs que de mi imaginaciòn y de las reacciones que ella despierta. Porque el sueño, que todavìa
es acciòn, està sostenido por una imaginaciòn pasiva que consiste en sustituciones involuntarias.
Todo el juego eròtico reside ahì: ser uno mismo y el otro; experimentar las sensaciones propias
e imaginar las del partenaire. Desde el sadismo y el masoquismo a los sentimientos que
dependen de un espectàculo, los hombres se ven sometidos a este desdoblamiento, ùltimo rostro
de las viejas fuerzas de fatalidad. Extraña facultad, suponer sensaciones y asì experimentarlas;
aùn màs extraña, sostener un juego tal. Porque el espìritu se reencuentra aquì: si, penetrados por
esas sensaciones, reaccionamos, es orientados por èl; como los descubrimientos, los errores son
de su dominio, fuera del cual desaparecen las formas; y de su dominio es nuestra defensa
comùn, la idea del yo, sugestiòn de probabilidades.
Esta defensa contra la incesante solicitud del mundo es la señal misma del genio
europeo, ya se exprese bajo la màscara helènica o la màscara cristiana. Cuando un teòlogo
catòlico llama al demonio "Prìncipe del Mundo", creo escuchar la voz de las estatuas antiguas
emanando del negro bronce. ¡ Què señal, como de una tribu, de nuestras tierras orgullosas, esa
voz alterna de exaltaciòn y de desesperaciòn, que grita su fe en los lìmites del hombre, en su
necesidad, como su razòn de ser! Señal tambièn de una raza sometida a la prueba del gesto, y
prometida, por ello, al destino màs sangrante.
Ling a A.D.
Parìs
Querido señor:
Nada podrìa aclarar tanto la diferencia que separa nuestras sensibilidades como nuestros
ensueños. Si nosotros soñamos, es apenas para pedir a nuestros sueños la sabidurìa que la vida
nos niega. La sabidurìa y no la gloria. "El movimiento en el sueño", escribìa usted. Yo le
respondo: la calma en el sueño.
Porque el chino que sueña se convierte en un sabio. Su ensoñaciòn no està para nada
poblada de imàgenes. No ve ni ciudades conquistadas, ni gloria, ni poder, sino la posibilidad de
apreciarlo todo con perfecciòn, de no atarse a lo efìmero, y si su alma es un poco vulgar, cierta
consideraciòn.
Nada le inclina a la acciòn. Incluso en sueños... El es. Sentir que es respetado, no es en
absoluto imaginar que entra en una sala donde todos doblan el espinazo. Es saber que a las
cosas que le son particulares se añade el respeto que èl inspira. Por singular que ello pueda
parecerle, el chino imagina, si puede decirse asì, sin imàgenes. Es eso lo que le hace unirse a la
cualidad y no al personaje, a la sabidurìa y no al emperador. Es por ello por lo que la idea del
mundo, del mundo que èl no podrìa imaginar, corresponde para èl a una realidad.
Hace ya mucho tiempo que vosotros os esforzàis en convenceros de vuestra existencia.
Cuidadosamente etiquetàis, clasificàis, limitàis los personajes que se os aparecen, y el vuestro
mismo. Provistos de ligeros quevedos, vais buscando, miopes y atentos, las diferencias. Ese
cuidado que los pintores de vuestro siglo XVI ponìan en cernir sus figuras, que a mì tanto me
gustan, lo tenèis vosotros con vuestro espìritu. A veces, a solas, hojeando uno de esos libros a
los que conferìs algo de valor, olvidando con el sol poniente una angustia hoy familiar, hallo
una exquisita diversiòn en vuestra persecuciòn del individuo y en vuestros esfuerzos por retener
una presa tan preciada. Pues, si os encontràis a vosotros mismos, es al modo de esos magos que,
tras conjurar a los demonios, ven invadir su habitaciòn a inumerables rostros cornudos y
despuès se despiertan, muy tarde, bajo una pila de libros. Les duele enormemente la cabeza. No
es que los libros les hayan hecho mal; pero recuerdan que los diablos disputaban y se pegaban
porque todos ellos querìan ser el ùnico de verdad; lo cual pone en nuevas dificultades a los
ingeniosos brujos.
Desde siempre, nosotros nos hemos aplicado a no ser ni seducidos ni detenidos por esta
ilusiòn de nosotros mismos. Le veo, amigo, pensar en el Budismo, porque Occidente le da a esta
actitud una importancia inexplicable. No es necesario llegar a èl. Los maestros del budismo han
alcanzado algunas veces una pureza llena de matices y de inteligencia, por la que tengo màs
respeto que por la vuestra, en la que siento demasiado ardor càndido. Pero caen ellos en los
mismos yerros que vosotros. Buscarse o huirse es igualmente insensato. Quien se deje dirigir
por el espìritu no vivirà màs que para èl y por èl. No hay màs nefasto ornato. Nosotros queremos
no tomar consciencia de nosotros mismos como individuos. La acciòn de nuestro espìritu es
experimentar lùcidamente nuestra cualidad fragmentaria, y sacar de esta sensaciòn la del
universo, no como vuestros sabios reconstruyen a los animales fòsiles con algunos huesos, sino
màs bien como vemos surgir, al leer un nombre en una tarjeta, paisajes desconocidos
atravesados por lianas gigantes; porque la suprema belleza de una civilizaciòn refinada, es una
atenta incultura del yo.
Esta nociòn del mundo que no encontràis en vosotros, la reemplazàis por
construcciones. Vosotros querèis un mundo coherente. Lo creàis, y sacàis de èl una sensibilidad
particular, delimitada con delicadeza extrema. ¿Quièn dirìa lo que debe ella a vuestro espìritu?
La nuestra nos rebasa por todas partes. La actitud que distingue esencialmente a algunos de
nuestros sabios de los de los otros pueblos, no necesita ni ètica ni estètica. Pues su sensibilidad,
que no tiende màs que hacia su perfecciòn propia, implica una estètica sin posibilidad de
conflictos. En cuanto a la moral, es vano querer sustraerla a las bellas artes.
Es verdad que ciertos occidentales se han divertido, en los libros, reduciendo nuestro
pensamiento al suyo. Pero los que han intentado verdaderamente conocerlo, aquellos que,
desdeñando los sìmbolos hacia los que se esfuerza el vuestro, han venido hacia nosotros, èsos
han comprendido ràpidamente que un cerebro puede servir a fines bastante diferentes, y que la
conquista del mundo es màs deseable que la de su orden. Han olvidado, poco a poco, los
consejos de las colinas toscanas y de los jardines franceses...
Yo he paseado tambièn por vuestros jardines incomparables donde las estatuas mezclan,
al declive del sol, sus grandes sombras reales o divinas. Sus manos abiertas os parecen entonces
elevar una pesada ofrenda de recuerdos y de gloria. Vuestro corazòn quiere discernir en la uniòn
de esas sombras que lentamente se alargan una ley largo tiempo esperada. ¡Ah! ¿què queja serà
digna de una raza que, para reencontrar su màs alto pensamiento, no sabe ya implorar màs que a
sus muertos infieles? A pesar de su potencia precisa, el atardecer europeo es lamentable y vacìo,
vacìo como el alma de un conquistador. Entre los gestos màs tràgicos y màs vanos de los
hombres, ninguno, jamàs, me ha parecido màs tràgico y màs vano que aquèl con el cual
vosotros interrogàis a todas vuestras sombras ilustres, raza dedicada a la potencia, raza
desesperada...
Cuànto os necesito, delicias del cuerpo vencido en la noche abrumadora, pensamiento
inhumano màs allà del inmenso fulgor del mundo, Asia...
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
Hay en nosotros un sentido del que vosotros no podèis adivinar siquiera la existencia: el de las
vidas extranjeras, las vidas esencialmente diferentes a las nuestras. Este sentido impregna
nuestro arte popular y nuestras artes plàsticas hasta tal punto, que es imposible conocerlas a
fondo si no se apoya uno en èl. El cuidado que ponen nuestros pintores al observar lo que
quieren pintar, no puede explicar las formas que han captado; porque nosotros reencontramos en
las imàgenes alegòricas de la gacela y del caballo, por ejemplo, el mismo sentimiento que nos
afecta en las pinturas donde esos animales, representados en movimiento, parecen experimentar
agrado ante una ingeniosa observaciòn.
Los animales y los objetos que vosotros representàis se preparan generalmente para
inspirar fàbulas. Ello me entristece. Eso proviene tambièn de la extraña enfermedad que ha
causado en vosotros el desarrollo del espìritu, de la que ya le he hablado. Vosotros habèis
investigado, sin sonreìros, las cualidades y defectos de los animales; habèis admirado los
buenos sentimientos del perro, denunciado la hipocresìa del gato. Antiguamente en Europa se
dio el caso de que los tribunales condenaran a animales. Aquella costumbre era buena, y no
sabrìa decirle cuànto lamento que la hayan suprimido. Para mì hay ahì un sìmbolo; yo admiro en
ella, una vez màs, el sentido del orden que os distingue entre las razas; en ùltimo lugar, hallarìa
yo ahì una agradable recreaciòn.
Usted conoce el cuento de la Calavera. Cuando su autor nos muestra al cràneo humano,
olvidado en la cuneta, persiguiendo al que al pasar le ha humillado, hace lo mismo que harìa un
narrador occidental. Pero cuando nos hace ver, en el gran claro de luna helado, a aquella bola
que rueda, salta, vuelve a caer y rebota, y que no deja de hostigar al que pasa asombrado,
sentimos que el autor supone esa cabeza dotada de una vida particular, sumisa a su forma,
extranjera a las cosas humanas. Ahì empiezan los dominios de lo fantàstico.
La vida que ha penetrado en nuestros rostros os ha hecho creer que nuestro arte gustarìa
de fijar lo individual. Por el contrario, esa vida viene del abandono de los caracteres
individuales. La nociòn de especie, para vosotros, es totalmente abstracta; os permite clasificar;
es un medio de conocimiento. En nosotros està ligada a la sensibilidad. Solamente las artes de
Asia han creado caricaturas de los animales... Cuando comparo vuestro arte con el nuestro,
vuestras sensaciones me parecen dispersas, y las nuestras ordenadas casi como lo estàn vuestras
ideas. ¿Te puedes hacer una idea, cristiano, de lo que es un hombre cuya sensibilidad està en
orden?
Cuando yo digo: el gato, lo que domina mi espìritu no es la imagen de un gato; son
ciertos movimientos flexibles y silenciosos especiales del gato. Vosotros distinguìs una especie
de las otras por su lìnea. Tal distinciòn no se sustenta màs que sobre la muerte. (Dicen que
vuestros pintores en la antigûedad estudiaban, dibujando cadàveres, las proporciones del cuerpo
humano).
La nociòn de especie, es la de aquèllo que unifica las formas que toma la vida en los
individuos que forman parte de ella: la necesidad de movimientos particulares. Por eso no
puede, y aun menos que el estilo, ser figurada; pero el estilo puede conseguirse, y la especie
puede sugerirse. Esa sugestiòn es el medio màs grande del arte; su expresiòn es el sìmbolo de la
especie viviente, como la lìnea lo es de la especie muerta. Comprender el mundo de las
existencias sucesivas es en primer lugar comprenderla; y es a travès de ella como la diversiòn
del artista descubre el mundo. Marca profundamente la oposiciòn de vuestra conquista y de la
nuestra: desde las analogìas evidentes, vosotros vais buscando las màs ocultas, y nosotros
buscamos las diferencias inconciliables.
He contemplado durante toda la tarde los cuadros del Louvre. ¡Cuànto prefiero lo que
enseñan las ventanas, a esta torpe disposiciòn! Esa primavera suave que pasa por Parìs me
encanta. Las orillas del Sena parecen litografìas de vuestros pintores romànticos: son gloriosas,
encantadoras y burguesas a la vez; los palacios estàn rodeados de vendedores de pàjaros.
Vuestros museos no me proporcionan placer alguno. Allì estàn encerrados los maestros;
discuten. Ese no es su papel, ni el nuestro el de oìrlos. Y siempre me decepcionan los lugares
donde vosotros preferìs la satisfacciòn de juzgar, a la màs fina alegrìa de comprender.
El museo enseña, ¡ay!, lo que esperan de la belleza los "extranjeros". Incita a comparar,
y lleva a sentir, sobre todo, la diferencia que aporta una obra nueva. Domina la sensibilidad que
se le propone, y preveo, no sin amargura, que la de mis hijos se verà sometida a sus azares. Las
emociones, los acercamientos inesperados de los colores, los sueños estèticos que mis abuelos
sacaron de nuestras pinturas iràn a reunirse en la muerte con los sueños que los juguetes dan a
los niños; no se distinguìan màs que por la calidad...¡Cuàntos siglos de sabidurìa nos han
aconsejado hacer de nuestra imaginaciòn la sirvienta siempre nueva de nuestra sensibilidad!
Victoriosa sobre tantas obras de arte, la infatigable tristeza de Occidente pasa de sala en sala,
mientras que el joven genio del Sena hace subir del rìo una neblina color de chopo... Los
paisajes de vuestro paìs os conducen, dicen, a la meditaciòn; los del nuestro inclinan nuestra
alma a la tristeza o a la alegrìa. Algunos, ignotos, con las sombras sobre la nieve, o las ondas
rojas de un puente, despiertan repentinamente a la vida; se convierten en armoniosos mensajes
que nos vienen a hablar de nosotros mismos. Real o figurado, si despereza nuestra sensibilidad
o si se concierta con ella, un paisaje es un sentimiento adornado. Los que nosotros preparamos,
los jardines, son casi trampas. Signos de nuestros sentimientos, tienen un gran poder sobre
nosotros, y sus transformaciones nos afectan profundamente. Me acuerdo del que uno de mis
antepasados habìa hecho ordenar en el siglo XVIII, cerca de Amoi, a un respetado jardinero.
Mis padres habìan escogido, para llevarme allì, uno de los crepùsculos del final del verano que,
en esa regiòn, son de una extrema fineza y hacen aspirar a la perfecciòn. Llegamos tarde. La
sombra que subìa de la tierra borraba los contornos; parecìa que la pureza del jardìn, a lo largo
de los siglos, se hubiera mantenido inalterada. Poco a poco una paz monàstica habìa revestido
aquel lugar, al que solamente ella convenìa, como para dulcificar su pureza herida. Al ritmo del
viento todavìa càlido, los àrboles amados por los antepasados, inclinàndose y levantàndose con
lentitud, parecìan balancear morosamente aquel paisaje de rocas bajas, de estanques y colinas,
sobre el inmutable horizonte marino.
Un rayo tardìo, uno de esos rayos casi sin luz, pero llenos de color, que lanza el sol antes
de ponerse, pasò a travès de los troncos de los àrboles e iluminò de golpe una parte del jardìn
donde, a lo lejos, se veìan algunas villas europeas hasta entonces indistintas. El desorden de las
avenidas y los arbustos, la presencia de aquellas casas extranjeras, destruìa tan cruelmente
aquella belleza calma colmada de años que yo buscaba acabar vergonzosamente una vida
heroica. Reino del fervor, sean cuales sean tu anciana gloria y tu nobleza, hay una hora en la que
la plaga que llevas en el corazòn no puede ya esconderse màs y sangra... Es la hora del màs
grave silencio.
¡Hora que yo sabìa ùnica, hora de la inigualable soledad! En la agonìa de las diosas
recogidas encontraba yo una emociòn que no hubiera osado pedir a su gloria. La sangre que
corrìa sobre su cuerpo las destruìa como las llamas y las adornaba como su luz... Màs incluso
que a su recuerdo, amaba yo su imagen asesinada. Su muerte me unìa apasionadamente a ellas,
y el adolescente que yo era se embriagò mucho tiempo con el olor plomizo de su terrestre
sangre...
Del mismo al mismo
Parìs
Querido señor:
Hallarà con esta carta la fotografìa de una màscara de bronce antigua. Me la han enviado de
China, y se la reenvìo a usted. Es anterior a los Han: dos ojos y una lìnea grabada que indica la
nariz. Evoca el terror. No lo inspira: lo evoca. Ni siquiera la boca, que en todas las esculturas
primitivas occidentales expresa los sentimientos, ha sido figurada.
Usted conoce como yo mismo la belleza de las imàgenes que el budismo, confundido
por Grecia, vino a esculpir en el flanco de nuestras montañas. A pesar de la paz religiosa que
desciende de sus ojos cerrados, la China profana y sagrada no ha cesado durante diez siglos de
borrar lo que tenìan de humano, de corromperlas, de transformarlas en objetos de sueños y en
signos divinos, insensiblemente, con una fuerza de ocèano inmòvil. Las figuras de vuestras
catedrales han desaparecido como esas imàgenes. Aquì y allì, como el resplandor atenuado de
un dìa se dispersa en estrellas, la vasta perfecciòn de un arte real se rompe en mil objetos
preciosos. Pero esta dispersiòn en China es la expansiòn lùcida y loca del sueño; en Europa es la
del hombre, la de la mujer y la de sus placeres. Sobre la peana vacìa de las estatuas de los
sabios, os encontràis a vosotros mismos, mientras que nosotros encontramos, rodeado de
monstruos familiares, al signo de la sabidurìa.
Sin duda es el uso de los caracteres ideogràficos lo que nos ha impedido separar, como
vosotros habèis hecho, las ideas de esta sensibilidad plàstica, sensibilidad para nosotros siempre
unida a ellas. Nuestra pintura, cuando es bella, no imita, no representa: significa. El pàjaro
pintado es un signo particular del pàjaro, propiedad de aquèllos que lo comprenden y del pintor,
del mismo modo que el ideograma "pàjaro" es su signo pùblico. Penetrado ahora por vuestro
arte, el nuestro se me aparece como la lenta y preciosa conquista del sueño y del sentimiento
por el signo.
A.D. a Ling
Parìs
Mi querido amigo:
Una inteligencia fuertemente organizada domina fàcilmente las representaciones humanas,
porque està decidida a no hacer de ellas màs que el ornato del sistema de juicios que la formò.
Adornos, sabor del pensamiento... Siempre se esforzò el espìritu de Occidente en dar a las cosas
a las que atribuìa valor, un caràcter duradero. Hay en èl un intento de conquistar el tiempo, de
hacerlo prisionero de las formas. Pero ese intento ni siquiera es posible en un mundo organizado
por èl. Es el espìritu mismo quien se corona, y reduce a la nada la existencia de lo que no tiene
que elegir...
Hoy el tiempo lo arrastra consigo. Ese sentido nuevo que encontramos a los gestos y a
los paisajes, es la necesidad en que estamos de mirarlos ràpidamente, la que se lo da. Como las
aguas de las profundidades abisales conforman poco a poco a sus habitantes segùn el
pintoresquismo de los carnavales biològicos, nuestra civilizaciòn, penetrando a nuestros artistas,
les hace inalcanzable un mundo que no aceptarìa su ritmo. Recuerdo a veces esos paisajes de
Loess en que las montañas dirigen hacia un triàngulo invertido de cielo sus estratificaciones
paralelas; o vuestros paisajes del Sur, perfectos como dibujos. Nuestro arte me parece entonces
el de un planeta lejano, y me consuelo sacando de su maquinaria un placer complicado, de la
gran tristeza que me da esta certidumbre: ya no hay arte que yo no pueda comprender...
Los europeos estàn cansados de sì mismos, cansados de su individualismo que se
derrumba, cansados de su exaltaciòn. Lo que los sostiene es màs una fina estructura de
negaciones, que un pensamiento. Capaces de actuar hasta el sacrificio, pero llenos de desagrado
ante la voluntad de acciòn que hoy en dìa retuerce a su raza, querrìan buscar tras los actos de los
hombres una razòn de ser màs profunda. Una a una desaparecen sus defensas. No quieren
oponerse a cuanto se propone a su sensibilidad, no pueden ya no comprender. La tendencia que
les empuja a desertar de sì mismos les domina màs cuando consideran las obras de arte. El arte
es entonces un pretexto, y el màs delicado: la màs sutil tentaciòn, aquèlla que sabemos està
reservada a los mejores. No hay mundo imaginario a la conquista del cual no se esfuercen hoy,
en Europa, los inquietos artistas. Palacio abandonado que ataca el viento del invierno, nuestro
espìritu se desagrega poco a poco, y sus grietas de bello efecto decorativo no dejan de crecer. Sì,
quien contempla las formas que se han sucedido en Europa desde hace diez años, y no quiere
esforzarse en comprender, tiene la impresiòn de la locura, de una locura consciente de sì misma
y satisfecha. Esas obras, y el placer que proporcionan, pueden ser "aprendidas" como una lengua
extranjera; pero, oculta por su sucesiòn, se adivina una fuerza angustiosa que domina al espìritu.
En la bùsqueda de una eterna renovaciòn de ciertos aspectos del mundo, por el recurso de
mirarlos con ojos nuevos, hay un ingenio ardiente que actùa sobre el hombre como si fuera un
estupefaciente. Los sueños que nos han poseìdo apelan a otros sueños, sea cual fuera la manera
como ejercen su sortilegio: planta, cuadro o libro. El placer especial que hallamos en descubrir
artes desconocidas cesa con su descubrimiento, y no se transforma en amor. Que vengan otras
formas que nos impresionen, y que nosotros no amaremos tampoco, como reyes enfermos a
quienes cada dìa llevan los màs bellos regalos del reino, a quienes cada anochecer vuelve una
avidez fiel y desesperada...
El malestar europeo, eso es lo que los descubrimientos causan a las almas, ¡ay! que son poco
ingenuas. ¿Conoce la Conquista de la Nueva España? Còmo parece vibrar gravemente la voz
de Sahagùn, tras el viejo texto español, cuando cuenta, a su llegada a Mèxico, en el Palacio del
rey, que visitò "jardines que no se parecìan a nada que fuera hecho por mano de hombres, y, en
las salas bajas, colecciones de serpientes y de enanos tristes..." La tristeza que confundìa al
padre latino en los ojos de los enanos de las Indias Occidentales, la hemos reencontrado
nosotros y la hemos vencido en las obras antiguas y en las maravillas toscanas, y despuès en ese
Louvre donde los cuadros reunidos por Napoleòn turbaban por su sola sucesiòn a los artistas
màs seguros de sì mismos. Pero ya no es esa Europa, ni el pasado, lo que invade Francia en este
principio de siglo, es el mundo el que invade ahora a Europa, el mundo con todo su presente y
todo su pasado, con sus ofrendas amontonadas de formas vivientes o muertas, y de
meditaciones... Ese gran espectàculo confuso que comienza, querido amigo, es una de las
tentaciones de Occidente.
En la victoria de las formas sobre el espìritu, habrìa algo màs profundo que la fuerza del
placer y la exaltaciòn de una sensibilidad un poco vulgar. El placer voluptuoso, y el de la
novedad, seducen con soltura a espìritus mediocres, pero quedarìan sin fuerza contra aquèllos
que estàn preparados para combatirlos. En verdad, una cultura no muere màs que por su propia
debilidad. Frente a nociones que no puede adquirir, se condena a encontrar en su destrucciòn el
elemento de su renacimiento, o la aniquilaciòn. Asì vemos nacer, en toda Europa, el juego a
veces amargo de las experiencias artìsticas. Porque todo podrìa intentarse en una cultura cuyos
elementos no estàn unificados màs que por su presencia en el hombre. Para algunos a quienes
penetra la impresiòn de estar rodeados por formas y pensamientos extremadamente mòviles, el
valor de la contemplaciòn lùcida de este universo en movimiento es màs alto que el de la
voluntad de fijarlo. Del mismo modo, no pueden encontrar màs que en sì mismos su propio
rostro, por el que sienten curiosidad. Y màs aun...
Pero nada es màs digno de pasiòn que sus tentativas bruscas, violentas, inquietas, de
reencontrar la cualidad perdida. Auriga de Delfos, Korè de cara larga, Cristos romànicos,
cabezas saìtas o kmers, boditsavas de los Wei o los Tang, primitivos de todos los paìses, esas
obras han sido elegidas en primer lugar por la voluntad de no seducir que se siente en ellas, y
despuès, por la arquitectura apenas teñida de emociòn que les es comùn, y que nosotros
queremos llamar belleza. He aquì la revancha del espìritu. El rìo de las formas vivientes brama
en èl como una corriente subterrànea, pero èl saca esas grandes formas simples, aunque màs
tarde deban ser arrastradas, para reinar sobre las otras y someterlas a sus ojos.
Porque este espìritu que se niega a darle al juicio un valor real, es llevado por su fuerza
misma a tomar consciencia de su necesidad de un clasicismo negativo, apoyado casi
enteramente sobre un horror lùcido de la seducciòn. El arte que desea, lo concibe menos cuando
imagina una obra, que cuando imagina una relaciòn casi matemàtica entre sus partes. Y es
mucho menos la satisfacciòn de un deseo que el esfuerzo de una cultura sin cesar atacada, para
someter a las fuerzas enemigas y a su misma vida, que es su màs implacable adversario.
Ling a A.D.
Parìs
Querido señor:
Nuestro universo no està sometido, como el vuestro, a la ley de las causas y efectos, o, màs
exactamente, esa ley, que nosotros admitimos, no tiene en èl fuerza; no admite èl lo
injustificable. Un acto inexplicable no es para nosotros el efecto de una causa desconocida, màs
que porque ella se ha producido en una vida que nosotros ignoramos. De ahì el valor que le
reconocemos a la sensibilidad, el interès que tenemos en ella, y el conocimiento que de ella
tenemos y que me parece superior al vuestro.
Aunque haya abandonado la creencia en la transmigraciòn de las almas, mi sensibilidad
es anàloga a la de mi padre; tanto como el encanto de nuestras porcelanas antiguas, disfruto del
encanto de no limitarme y de no verme seducido por todos esos lazos groseros con los que
sabiamente os torturàis vosotros, con el fin de adquirir la certeza de vuestras particularidades.
Cierto, la vieja idea de transmigraciòn ha modelado la sensibilidad asiàtica, como la idea
de responsabilidad ha modelado la sensibilidad occidental. Pero vosotros entendèis mal lo que
es esta idea. Vosotros la traducìs. Nadie entre nosotros cree haber tenido èl mismo una
existencia anterior a la suya, como tal o cual otro personaje ilustre. Para expresar vuestro
pensamiento con nitidez, vosotros os veis forzados a decir que se trata de moradas corporales,
sucesivas y diferentes de un alma ùnica. Esta distinciòn no expresa nada para nosotros, que no
podemos aceptar el caràcter de constancia que vosotros dais a lo que llamàis alma. Nosotros no
podemos disponer, una detràs de la otra, a distintas personalidades; nosotros no concebimos la
personalidad. La idea misma de la existencia individual era tan dèbil en nosotros que, hasta la
Revoluciòn, los padres eran castigados junto a sus hijos por las faltas que èstos habìan cometido
a sus espaldas.
Las formas sucesivas de un alma no tienen otra relaciòn entre ellas que la que tienen la
nube y las plantas que su lluvia hace crecer. Usted sabe que la criatura no tiene ningun recuerdo
de sus estados anteriores. Es difìcil limitar esta idea con palabras de Europa. Al menos puedo
decir que lo que ha sido traducido como "renaceràs en forma de chacal", estarìa menos mal
traducido diciendo "de tus actos, a tu muerte, nacerà un chacal". Porque se trata de expresar el
pensamiento de razas para las cuales el chacal no sabe que fue hombre, està sòlo sometido a
leyes animales; para las cuales el destino no està marcado por la consciencia que el individuo
tiene de èl, sino por el ìnfimo cambio que ella aporta al mundo... Ademàs, ¿què "yo" podrìa
encontrarse a travès de un destino que no es humano? Escapa a aquèllos que no estàn ni mucho
menos liberados del pensamiento y de los tormentos de los hombres. Sòlo pueden tomar
consciencia, no de los destinos individuales, sino de su naturaleza comùn, los sabios que
conciben el absoluto que domina las vanas agitaciones terrestres. Aquì hallarèis esa singular
estructura del pensamiento oriental, tan coherente como cualquiera de las filosofìas
occidentales, pero cuyas lìneas no se juntan màs que en el infinito, como esos jardines de
Cachemir cuyas perspectivas se establecen a travès de grandes cañones abiertos hacia cielo y
hacia las lejanas montañas nevadas...
Los paisajes de vuestros paìses no afectan en absoluto a la idea de la dignidad del
hombre, que tan preciada es para vosotros. No hay espectàculo de la naturaleza que no podàis
vosotros comparar a una obra humana. La potencia de las montañas, que sòlo apela a
sentimientos de una calmada grandeza, no podrìa daros, como los movimientos desordenados
de una vegetaciòn que se inclina y alza de nuevo, que cae con cabrilleo de avalancha desde las
cumbres de los picos y se adentra, siempre densìsima, hasta el mar, la sensaciòn de existencia de
una fuerza màs grande que la de los hombres. No hablo de una fuerza divina. Es, al contrario, el
caràcter inhumano, incomprensible, vegetal, de esta fuerza que nos posee cuando tomamos
consciencia de ella.
Entre el espìritu oriental y el espìritu occidental en la tarea de pensar, creo percibir en
principio una diferencia de direcciòn, dirìa casi de marcha. Este quiere levantar un plano del
universo, dar de èl una imagen inteligible, es decir, establecer entre cosas ignoradas y cosas
conocidas una serie de relaciones susceptibles de dar a conocer las que hasta ese momento son
oscuras. Quiere someter al mundo, y encuentra en su acciòn un orgullo tanto màs grande cuanto
màs cree poseerlo. Su universo es un mito coherente. El espìritu oriental, por el contrario, no
otorga valor alguno al hombre en sì mismo: se ingenia para encontrar en los movimientos del
mundo los pensamientos que le permitiràn romper las ataduras humanas. Uno quiere darle el
mundo al hombre, el otro propone al hombre como ofrenda al mundo...
Aquèllos que veìan en las estatuas del templo de los lamas una serie de demonios
extraños no nos comprendìan peor que vuestros sabios, ante quienes la idea de sìmbolo se ha
rebajado, como las colgaduras bordadas de dibujos màgicos ante las divinidades del templo. La
vida es el dominio infinito de las cosas posibles. El ìdolo de varios brazos, la danza de muerte,
no son en absoluto unas alegorìas del mundo en perpetua transformaciòn. Son seres
impregnados de una vida inhumana, ha hecho necesarios esos brazos. Hay que contemplarlos
como vosotros contemplàis los crustàceos gigantes que las redes traen de las grandes
profundidades. Unos y otros nos desconciertan, nos muestran sùbitamente lo que hay de simple
en nosotros, y nos inspiran la idea de existencias sin ligazòn con las nuestras. Pero los primeros
no son màs que las figuras en armas de la arena, mientras que las otras son los intercesores de lo
sobrehumano.
La creaciòn de figuras divinas es un arte sagrado. Solamente la meditaciòn prolongada
del artista, una vida pura, la austeridad de los conventos, le permiten descubrir en sì mismo un
sentimiento mìstico lo bastante poderoso, como para obligarle a darle una forma nueva. Esta
forma nacida de un èxtasis angustiado no es una nociòn que deba proporcionar a cuantos la
contemplen, es una desorganizaciòn particular, una emociòn ante una de las fuerzas del
mundo...
Escribo a propòsito de una emociòn. Lo que os detiene cuando intentàis comprendernos
es que, para nosotros, el pensamiento y la emociòn no estàn separados. El pensamiento està
unido a nuestra vida, como el amor està unido a la vuestra. Vosotros creèis tener de los aspectos
del mundo visiones numerosas y distintas; sòlo las tenèis de la enfermedad de vuestro
pensamiento, que os conduce a concebir el mundo de ese modo. Vosotros habèis distinguido en
el hombre ciertos sentimientos, y sus causas màs comunes; pero creèis que hay en lo que llamàis
Hombre, algo permanente que no existe. Sois como unos sabios muy serios que toman
cuidadosa nota de los movimientos de los peces, pero que no han descubierto que los peces
viven en el agua.
Frente a un mundo disperso, ¿cuàl es la primera necesidad del espìritu? Poseerlo.
Nosotros no podemos hacerlo con sus imàgenes, porque somos desde el principio sensibles a lo
que èstas tienen de transitorio; nosotros queremos hacerlo a travès de sus ritmos. Conocer el
mundo no es hacer un sistema con èl, del mismo modo que conocer el amor no es analizarlo. Es
tomar de èl una consciencia intensa. Nuestro pensamiento (cuando no està al servicio de
combates dogmàticos) no es, como el vuestro, el resultado de un conocimiento, sino la armazòn,
la preparaciòn de este conocimiento. Vosotros analizàis lo que habèis experimentado; nosotros
pensamos con el fin de experimentar.
Para el pensador de Extremo Oriente sòlo un conocimiento es digno de ser adquirido, el
del universo. Se esfuerza en crear en èl, segùn las reglas establecidas, estados de pensamiento y
de sensibilidad que se continùan mutuamente; que van dirigidos, desde su orìgen, en un sentido
determinado, y que llegan a dar a las visiones del espìritu, que son hipòtesis, un caràcter de
certeza.
El mundo es el resultado de la oposiciòn de dos ritmos que penetran todas las cosas que
existen. Su equilibrio absoluto serìa la nada; toda creaciòn viene de su ruptura y no puede ser
otra cosa que diferencia. Esos dos ritmos carecen de realidad, si no es en la medida en que
expresan humanamente la oposiciòn, desde la de lo masculino y lo femenino, hasta la de las
ideas de permanencia y de transformaciòn.
Todos nosotros tenemos naturalmente el sentimiento del universo, como vosotros tenèis
el de la patria, y los estados de sensibilidad que ambos determinan no difieren màs que en esto:
nuestra exaltaciòn no està apoyada sobre una preferencia. Del mismo modo que vosotros dais al
sentimiento de patria una armadura històrica, nuestros pensadores se imbuyen de una doctrina.
La de los taoìstas les propone ritmos, como las vuestras os proponen construcciones. Ella les
enseña a no ver en las formas màs que cosas desdeñables, nacidas ayer y ya casi muertas,
similares a la sucesiòn de las ondas en los rìos sin edad. Despuès, una forma particular de
respirar, y, a veces, la contemplaciòn de un espejo, les hace, despuès de un tiempo a menudo
bastante largo, perder la consciencia del mundo exterior y le dan a su sensibilidad una
intensidad extrema. Las imàgenes que se habìan ligado a la contemplaciòn, origen de su
meditaciòn, se borran; ya no encuentran en sì mismos màs que la idea de los ritmos, a la cual se
une una poderosa exaltaciòn. La idea y la exaltaciòn, asociadas, suben hasta la pèrdida de toda
consciencia, que es la comuniòn con el principio, y la unidad de los ritmos sòlo se encuentra en
èl.
A.D. a Ling
Cantòn
Mi querido amigo:
¡Ay! todo eso me parece arbitrario, tan arbitrario como el peor sistema, como la màs falsa de
nuestras filosofìas. Veo el esfuerzo que vosotros habèis hecho para no separar, como nosotros,
el pensamiento del mundo, para adquirir algo màs que la pobre alegrìa orgullosa que el
pensamiento aporta a Occidente. (El control de la respiraciòn, contra lo que de ordinario
protestan los europeos que os conocen, no me detiene apenas. Unicamente hay ahì los efectos de
una magia mala). Y yo sè que vuestros sentimientos son, mucho màs que los nuestros,
susceptibles de ligarse a objetos impersonales: vosotros sentìs màs ternura por los antepasados,
estèn vivos o muertos, que por vuestras mujeres; la educaciòn que recibìs se esmera en fortificar
en vosotros aquellos sentimientos que dependen de abstracciones; y las abstracciones os
permiten observar vuestra sensibilidad con màs lùcidez que lo harìan las mujeres, el oro o la
dominaciòn, y distinguir su vida propia.
En el origen de vuestra bùsqueda encuentro un acto de fe. No en la existencia del
principio, sino en el valor que vosotros le dais. En el èxtasis, el pensador no se identifica con lo
absoluto tal y como lo enseñan vuestros maestros; èl llama absoluto al punto extremo de su
sensibilidad. El argumento de vuestros filòsofos, de que los èxtasis son idènticos, ya que todos
comienzan donde acaba el mundo, me parece nulo, y nulas las consecuencias que sacan de èl.
No hay analogìas màs que entre cosas determinadas; lo indeterminado no es anàlogo a sì
mismo, sino que està fuera del mundo de las analogìas. No se trata ahì màs que de perder
consciencia de una determinada manera. "Es hallar la consciencia misma, -me dicen-, ligarse
al alma del mundo". "Una consciencia, desearìa yo responderles, una idea..." Pero la màs bella
proposiciòn de muerte no es una soluciòn màs que para la flaqueza...
Lo que me retiene, de todo esto, es la importancia otorgada a esos movimientos que la
sensibilidad debe ùnicamente a sì misma. Entre vuestros vendedores, entre nosotros,
occidentales, veo a hombres a quienes ellos han determinado la vida; y sospecho que todos
estamos a su merced. Hace casi dos años que vengo observando a China. Lo que ella ha
transformado de primeras en mì, es la idea occidental del Hombre. No puedo ya concebir al
Hombre independientemente de su intensidad. Basta con leer un tratado de psicologìa, para
sentir cuàntas de nuestras màs penetrantes ideas generales se falsean cuando queremos
utilizarlas para comprender nuestros actos. Su valor desaparece a medida que avanza nuestra
bùsqueda y, siempre, nos topamos con lo incomprensible, con lo absurdo, es decir, con el punto
extremo de lo particular.
La clave de este absurdo, ¿no està en la intensidad siempre diversa que la vida sigue?
Ella se ve afectada por nuestra vida voluntaria, conocida, y por nuestra vida màs celada, hecha
de ensueños y de sensaciones secretas que se expanden en la libertad absoluta. El que un
hombre sueñe con ser rey, o amante afortunado, no cambia en nada sus gestos cotidianos; pero
si el amor, la còlera, una pasiòn o un choque le desamparan, los gestos de otro podràn resonar
en èl con fuerza o con debilidad, segùn que estè exaltado o deprimido... Werther es la
proposiciòn de la muerte, pero aùn no es aceptada por algunos màs que en un momento
determinado. Y el amor, el amor que hay que distinguir de la voluntad de conquistar a una
mujer, el amor compartido, ¿no es tambièn èl un extraño bosque donde, màs allà de nuestros
actos y nuestra voluntad, la sensibilidad juega y sufre a su gusto, y, a veces, nos separa, como si
saturados de nuestros sentimientos, no pudièramos ya soportarlos màs? Porque ellos se
modifican por su misma vida mucho màs seguramente todavìa que por los acontecimientos.
Vida profunda: triunfo de la incertidumbre, construcciòn fatal retomada sin cesar, de un azar
ùnico...
Ling a A.D.
Parìs
Querido amigo:
¡Eh! ¿Quièn osarìa negar que todo esto reposa sobre lo que usted llama un acto de fe? Un acto
tal es la arbitrariedad misma, dice usted. Es verdad. Pero ¿què otra cosa es, si no, lo que os
permite vivir con otros hombres, y comprenderlos? ¿De dònde viene vuestra fuerza? ¿Y què es
la consciencia que vosotros tenèis de la realidad, si no una adhesiòn? Porque consideràis vuestra
civilizaciòn con cierta desconfianza, ¿os creèis liberados de vuestros muertos, de vuestras
necesidades, y de ese tràgico azar que duerme en el corazòn mismo de vuestra vida? Mi carta,
por otra parte, no tendìa sino a mostrarle una direcciòn y su punto final. Los movimientos de la
sensibilidad me interesaban mientras le escribìa, y tambièn ciertas diferencias preparadas para
marcar, como conviene, lo arbitrario de toda existencia humana.
El conocimiento que poco a poco adquiero de los europeos me empuja a escribirle estas
palabras, tanto como su carta, que me da la ocasiòn. La intensidad que las ideas crean en
vosotros me parece explicar hoy vuestra vida mejor que ellas mismas. La realidad absoluta ha
sido para vosotros Dios, despuès, el hombre; pero el hombre ha muerto, despuès de Dios, y
vosotros buscàis con angustia a aquèl a quien podrìais confiar su extraña herencia. Vuestros
ensayitos de estructura para nihilismos moderados no me parecen ya destinados a una existencia
prolongada...
¿Què consciencia podèis tener de este universo sobre el cual vuestro acuerdo ha sido
establecido, y al que llamàis realidad? La de una diferencia. La consciencia total del mundo es:
muerte, y vosotros lo habèis comprendido bien. Pero la consciencia que vosotros tenèis està
ordenada, y en consecuencia, es espìritu. Apoyo pobre, reflejo en el agua que se calma... La
historia de la vida psicològica de los europeos, de la nueva Europa, es la de la invasiòn del
espìritu por sentimientos, cuya igual intensidad desordena. La visiòn de todos esos hombres
aplicados a mantener al Hombre que les permita remontar el pensamiento y vivir, mientras que
el mundo sobre el cual èl reina se les vuelve cada dìa màs extraño, es sin duda la ùltima visiòn
que me llevarè de Occidente.
A.D. a Ling
Shangai
Mi querido amigo:
He visto a Wang Loh. Desde hace mucho tiempo me intrigaba conocerle. Pero sabìa de su odio
hacia los blancos y no habìa querido ir a verle. La actitud que tuvo despuès de ser reconocida su
influencia, su enseñanza casi secreta, el respeto de que se ve rodeado, dan la impresiòn de una
vida profunda y bella. Ha querido tener una entrevista conmigo, y me he alegrado mucho de
ello.
Reside en el hotel Astor. Me recibiò en una enorme habitaciòn inglesa. Es un anciano
muy alto, con barba, y el cabello afeitado. Los dientes los tiene largos, la mandìbula marcada, y
su delgadez es tal que sus ojos oblicuos, detràs de los cristales que los protegen, parecen dos
grandes manchas negras separadas por su breve nariz. Cabeza de muerto, gafas de concha. Una
gran distinciòn.
Primero me estuvo preguntando. Esperaba de mì ciertas indicaciones sobre Europa, por
la que tiene un interès rencoroso; despuès, a propòsito de China, me decìa: "Poco importan los
salvajes armados con sables y los millones de indiferentes que sòlo conocen el miedo a los
golpes. Poco importan incluso los tontos intoxicados de necedades universitarias. El estado de
nuestros mejores espìritus, a los que Europa desagrada a la vez que conquista, eso es lo que
cuenta hoy en dìa en China".
Era la tercera vez que yo sentìa tras sus palabras la idea de que la aristocracia del espìritu
es la ùnica digna de ser considerada. En ese punto èl es muy chino. Ademàs, el encanto de su
acogida, en la que la mucha cordialidad no rebajaba la fineza, su voz calmada, sus gestos
medidos (no se ha cortado la larga uña de su meñique), dan una impresiòn de cultura mayor que
ninguna de las que yo he podido observar en Europa. Parece pertenecer a otra raza diferente de
la de esos chinos que uno oye vociferar y ve gesticular en los barrios mercantiles de los puertos
abiertos al comercio. El secreto de su seducciòn y de su fuerza està sin duda en el contraste entre
las imàgenes occidentales de sus frases de visionario, y la calma de sus palabras que podrìa
desmentir su sonrisa, esa sonrisa extraña que no es ni alegre ni irònica.
"El espectàculo es especialmente potente. Un Teatro de la Angustia. Es la destrucciòn, el
derrumbamiento del màs grande de los sistemas humanos, del sistema que consiguiò vivir sin
apoyarse sobre los dioses ni sobre los hombres. ¡El derrumbamiento! China se tambalea como
un edificio en ruinas, y la angustia no proviene ni de la incertidumbre ni de los combates, sino
del peso de ese tejado que tiembla..."
"Con el confucionismo hecho migas, todo el paìs se destruirà. Todos esos hombres se
apoyan en èl. Les ha hecho su sensibilidad, su pensamiento y su voluntad. Les ha dado el
sentido de su raza. Ha hecho el rostro de su felicidad..."
"El comienzo de la ruina precisa màs el caràcter de lo que todavìa està en pie. ¿Què han
buscado ellos durante dos mil quinientos años? Una perfecta asimilaciòn del mundo por el
hombre; porque su vida fue una lenta captura del mundo, del que querìan ser ellos la
consciencia fragmentaria... La perfecciòn hacia la que tendieron fue su acuerdo con las fuerzas
de las que tenìan consciencia, y tambièn..."
No comprendì las palabras que siguieron. Le dije: "...es lo que se opone a lo que usted
llama el individualismo; la desagregaciòn; o, màs bien, el rechazo de toda construcciòn del
espìritu, dominado por el deseo de dar a cada cosa, por la consciencia que de ella tiene, su
cualidad màs elevada... Un pensamiento tal lleva en sì mismo su enfermedad, que es el
desprecio de la fuerza. China, que de esta fuerza hizo antaño un auxiliar vulgar, la busca hoy, y
le lleva, como una ofrenda a los dioses malignos, la inteligencia de toda su juventud".
"El mundo no volverà a encontrar jamàs la obra de arte que fue antaño nuestra
sensibilidad. Aristocracia de la cultura, bùsqueda de la sabidurìa y de la belleza, doble rostro de
un mismo genio velado... Vea sus escombros lamentables echados por tierra junto a las
banderas de propaganda, del club Anfu a las màs bajas reuniones polìticas..."
"Los que entre nosotros son dignos del pasado de China desaparecen uno por uno. Nadie
comprende ya... Nuestra tragedia no son en absoluto esos comediantes sangrantes que dirigen el
paìs, ni siquiera las constelaciones de muerte que todas las noches volvemos a ver. Que el
Imperio de las rojas llanuras se retuerza como una bestia herida, ¿què importan esos juegos de la
historia?"
Hablaba siempre con lentitud, sin exaltaciòn, y sonreìa.
"Una tragedia mucho màs grave tiene lugar sin embargo aquì: nuestro espìritu se vacìa
poco a poco... Europa cree conquistar a todos esos jòvenes que copian sus vestidos. Ellos la
odian. Esperan de ella lo que la gente del pueblo llama sus secretos: medios para defenderse
contra ella. Pero, sin seducirlos, ella los penetra, y no consigue sino hacerles sensible -como su
fuerza- el vacìo de todo pensamiento.
"Desgraciadamente, nosotros nos comprendemos; y jamàs podremos hacer acordar
nuestro universo indeterminado, preocupado por el infinito, con vuestro mundo de alegorìas. Lo
que nace de su confrontaciòn, como un cruel genio lleno de indiferencia, es la suprema realeza
de lo arbitrario..."
Se detuvo, dudando. Su mirada se dirigiò hacia la luz del dìa en la ventana, y se perdiò.
Silencio. Despuès, haciendo alusiòn al interès que muchos jòvenes asiàticos tienen por el
taoìsmo, dijo, con una voz màs grave:
"El viejo pensamiento chino les penetra màs de lo que creen. El ardor que les empuja
hacia el taoìsmo no tiende sino a justificar sus deseos, a darles una fuerza màs grande... La
incertidumbre de los espìritus en todo el mundo, les conduce ademàs a las doctrinas antiguas:
modernismo budista en Birmania y en Ceilàn, gandhismo en la India, neocatolicismo en Europa,
taoìsmo aquì... Pero el taoìsmo, al enseñarles la existencia de los ritmos, al llevarles a buscar en
las lìneas de caracteres del Tao Te King los ritmos universales, ha ayudado a desarraigarlos de
una cultura, poderosa porque añadìa a las constantes creaciones del hombre la posibilidad del
placer... Y en ellos sòlo queda un furioso deseo de destrucciòn, -que habrà que ver-. Estàn
exasperados por una vida y un pensamiento que no pueden ya mostrar màs que su recìproco
absurdo. Inventar, amontonar dinero, o reunir territorios, hacer psicologìa inùtil o alegorìas para
explicar el mundo, todo eso es vano, absolutamente vano. Nosotros no podemos interesarnos
por nosotros mismos, ¿lo entiende usted? ¿Puede usted entender eso, usted, europeo? Y en
cuanto a los espectàculos que se desarrollan en nosotros o delante de nosotros, ¿què pueden
ellos aportarnos ahora que no sea disgusto, o miseria?..."
Habìa dejado de sonreìr. Su cuerpo se habìa inclinado hacia mì, sus manos sobre la mesa
temblaban un poco, y su voz siempre lenta tenìa un acento desolado. Pero se rehizo. Su sonrisa
volviò a confundir su rostro. Y mientras me acompañaba a la salida, me dijo:
"La fecha de nuestra fiesta nacional, yo no querrìa que fuera ya el aniversario de nuestra
revoluciòn de niños enfermos, sino de aquella noche en la que los inteligentes soldados de los
ejèrcitos aliados huyeron del Palacio de verano, llevàndose con todo cuidado los preciosos
juguetes mecànicos que durante diez siglos habìan sido ofrecidos al Imperio, aplastando las
perlas, y limpiàndose las botas en los mantos de corte de los reyes tributarios..."
Cuando lleguè frente al ascensor, me volvì. Enmarcada en el umbral de la puerta, se
recortaba su silueta sobre la luz. Sus manos seguìan unidas, y como temblaban todavìa, creì ver,
al bajar, còmo ofrecìa a la desgracia que acababa de evocar el homenaje de los breves saludos
preceptivos de los ritos de antaño.
Ling a A.D.
Querido señor:
He leìdo varias veces la carta en la que me cuenta su entrevista con Wang Loh. Mis ventanas
estaban abiertas, y el aire fresco entraba en mi habitaciòn, con el sol de las cinco de la tarde, y el
calmado rumor de la ciudad. He salido. La tristeza, la angustia de las palabras de ese anciano,
me han seguido, y, ahora que ha llegado la noche, le escribo, pues prefiero conversar de estas
cosas con usted màs que conmigo mismo.
El piensa que China va a morir. Yo lo creo tambièn. La China que envolviò su juventud,
con su arte, su distinciòn y su civilizaciòn en la que todo interès se ponìa sobre los sentimientos,
con sus jardines y su miseria de fin del mundo, està hoy casi muerta. Vuelta a los gestos de
bronce verde, la China del Norte es un vasto museo sangrante. El tiempo no tiene ya ni una
sonrisa irònica para todos esos jefes militares ocupados en hacer correr su sombra sobre los
montes y los desiertos cubiertos de osamentas habitadas por marmotas. Las provincias del
Centro y del Sur lo esperan todo de ese extraño gobierno de Cantòn, que tiene en jaque a
Inglaterra, y venera a los Sabios organizando su propaganda a travès del cinematògrafo; porque
lo que màs ràpidamente hemos tomado de Occidente son sus formas. Cinematògrafo,
electricidad, espejos, fonògrafos, nos han seducido como nuevos animales domèsticos. Para la
gente de los pueblos, Europa no serà jamàs màs que un juguete mecànico.
Pero no hay una ùnica China. Hay èlites chinas. La èlite de los hombres de letras ya no
es admirada màs que al modo de un monumento antiguo. La nueva èlite, la de los hombres que
han soportado la cultura occidental, es tan diferente de la primera que estamos obligados a
pensar que la verdadera conquista del Imperio por Occidente comienza ahora. No son ya las
derrotas, son las victorias chinas las que marcan la destrucciòn de nuestro pasado. Y esa
destrucciòn es irremediable, porque una nueva aristocracia del espìritu -la ùnica que nosotros
hayamos jamàs aceptado- se forma: los estudiantes de las facultades tienen hoy el prestigio que
antaño pertenecìa a los hombres de letras, y se sienten rodeados por el respeto silencioso que a
èstos les era debido. La existencia de esta nueva èlite, el valor que se le reconoce, testimonian
un cambio en la cultura china que prepara una transformaciòn total. Es a la ancianidad a la que
se dirigìan las preferencias de nuestra civilizaciòn, era por ella y para ella como se hizo: los
candidatos a los exàmenes importantes tenìan cuarenta años; hoy en dìa apenas tienen
veinticinco. China comienza a considerar el valor de la juventud, o màs exactamente su
potencia. Ademàs, las vidas de los hombres inclinadas enteramente por su juventud deben llevar
ràpidamente a nuestra civilizaciòn a desgajarse, como se quiebran las proas esculpidas, en los
juncos que son manejados por marineros jòvenes. El alma de la China que nace, hay que
buscarla sin duda en los viajes de ese viejo navìo magnìfico, todavìa lo bastante vivos como
para tentar a la juventud. Al menos, cuando esta cultura que vemos debilitarse estè casi extinta,
guardarà todavìa esta suprema belleza de las culturas muertas que apela y adorna los
renacimientos...
Las palabras de Wang Loh son bastante oscuras. Creo que no es la desapariciòn del
confucionismo lo que deplora, sino solamente de las posibilidades de perfecciòn que habìa en
èl. Habìa llegado a hacer eclosionar en algunos hombres sentimientos y un gusto de una pureza
conmovedora; esas finas maravillas, y el absoluto de los taoìstas, son alcanzados por muy pocas
manos. El confucionismo y, en particular, su moral, no se han desarrollado en absoluto
apoyàndose en una religiòn, ni siguièndola. La moral cristiana se liga a ciertos impulsos
profundos de los corazones cristianos; la moral confucionista es social, y es gracias a ella como
se han formado, como usted las ve, las cualidades y los defectos sociales de mi raza y la aptitud
de mis compatriotas para tener consciencia de su estado social màs que de su individualidad.
Una moral asì, estètica para los espìritus cultivados, imperativa para los demàs, no pesarà sobre
nuestras sensibilidades como la sombra de la cruz pesa sobre las vuestras, sino como un manojo
desguazado de leyes antiguas.
Lo que en nuestra conversaciòn me ha conmovido màs son las frases por las que Wang
Loh le muestra el estado de nuestro espìritu, en el que nada de lo que se ha destruido ha sido
reemplazado. Esta angustia, este disgusto de los hombres de mi raza ante los gestos europeos,
yo los he experimentado por mì mismo; los encuentro en todas las cartas que me son enviadas
desde China. Nuestros jòvenes saben que la cultura europea les es necesaria; pero estàn aùn
suficientemente impregnados de su propia cultura como para despreciarla. Ellos han creìdo que
podrìan adquirirla con facilidad conservàndose chinos al mismo tiempo; una civilizaciòn que no
se preocupa de los sentimientos, que no los alcanza, podìa, creìan ellos, ser conocida sin màs
peligro que el de conocer una lengua extranjera... Quizàs esos espìritus atormentados a los que
parecen dominar hoy el rencor y el odio, y que continùan admirando su raza, conseguiràn unirse
a algùn pensamiento grandioso o a alguna gran acciòn china... Lo que en ellos escapa a
Occidente deberìa bastar para separarlos de èl. Pero se trata de los sentimientos de Europa, la
bravura militar, el gusto por la energìa de los jòvenes cantoneses, el amor de las mujeres y la
piedad de nuestra nueva poesìa del Norte. Energìa, amor, vacìos...
¿Còmo expresar el estado de un alma que se desagrega? Todas las cartas que recibo son
de jòvenes tan desamparados como Wang Loh o como yo mismo, despojados de su cultura, y a
quienes la vuestra repugna... El individuo nace en ellos, y con èl, ese extraño gusto por la
destrucciòn y la anarquìa, exento de pasiòn, que parecerìa el divertimento supremo de la
incertidumbre, si la necesidad de escaparse no reinara en todos esos corazones encerrados, si la
palidez de inmensos incendios no los iluminara. ¡Ah, que vosotros no podèis ver, con un alma
asiàtica, venir hacia nosotros el gran cortejo de Europa, con sus porteadores blancos y los
bajeles cargados con toda la corte de la Muerte!¡Cuànta pobreza en vuestras caravanas, Magos
de la Biblia, embajadores ante los emperadores mongoles! "Te traigo, oh reina, todo lo que
pudieras desear para morir".
La voluntad de justificarse que usted encuentra en todos nuestros sistemas sociales los
debilita; pero, bajo todas las formas propuestas de gobierno, bajo todas las bùsquedas de
felicidad en las que se divierte la pesada ironìa de los genios, brama una fuerza que pronto nadie
podrà esconder, y que sòlo aparecerà en armas: la voluntad de destrucciòn... Es de la injusticia
de lo que nuestros millones de desgraciados tienen consciencia, y no de la justicia; del
sufrimiento, y no de la felicidad. El desagrado que les causan sus jefes les ayuda a comprender
lo que tienen en comùn con ellos. Espero, con cierta curiosidad, al que vendrà a gritarles que
exige la venganza, y no la justicia. La fuerza de las naciones ha crecido mucho desde que se
apoya en la ètica de la fuerza; ¿cuàles seràn los gestos de aquèllos que acepten arriesgarse a
morir en el nombre sòlo del odio? Una China nueva se està creando, que escapa a nosotros
mismos. ¿Se verà sacudida por una de esas grandes emociones colectivas que la han
revolucionado repetidamente? Màs potente que el canto de los profetas, la voz baja de la
destrucciòn se extiende ya en los màs lejanos ecos de Asia...
Los mercaderes compran y venden, y las estrellas infladas se reflejan sobre el rìo de las
Perlas, bajo un sol tranquilo... ¿Què podrìa decirle?...
A.D. a Ling
Tien-tsin
Mi querido amigo:
Para aquèl que quiera vivir fuera de su bùsqueda inmediata, ùnicamente una convicciòn puede
ordenar el mundo. Los mundos de los hechos, de los pensamientos y de los gestos en los cuales
vivimos los dos, son poco propicios a las convicciones; y nuestros retrasados corazones no me
parecen nada hàbiles para gozar, como convendrìa, de la desagregaciòn de un Universo y de un
Hombre en cuya construcciòn se han implicado tantos buenos espìritus.
La fuerza escapa dos veces al hombre. A aquèl que la crea, en primer lugar; a aquèl que
quiere poseerla, despuès. Al servicio de una energìa sin cabeza, los elementos de la potencia
occidental se oponen y combaten, a pesar de las provisorias combinaciones humanas, y el
sentido del mundo que ellos orientan, sin desearlo siquiera, se les escapa tanto como a los
lectores de novelas. Las imprevisibles repercusiones de los gestos dominan dichos gestos; las
potencias capaces de transformar los hechos se hacen tan ràpidamente con ellos, que la
inteligencia sabe que no puede ejercerse sobre ninguna realidad, que no puede crear el acuerdo
necesario entre ella y la convicciòn que la justifica. Apenas se esfuerza en distraerse apresando
los medios de la mentira. Pero ¿què importa la posesiòn de ciertos medios, al que tiene certeza
de su nùmero y de su potencia? Màs o menos neta, la idea de la imposibilidad de alcanzar una
realidad cualquiera domina a Europa. La potencia clara, hasta en su debilidad, del papa y del
rey, serìa hoy en dìa vanidad; no hay ya dominaciòn lo bastante alta, como para llevar con ella la
consciencia. De ahì que se dè una profunda transformaciòn del hombre, mucho menos
importante por los gritos que la proclaman que por la ruptura de las barreras que, durante mil
años, habìan cerrado y fortificado el mundo de la vida exterior. ¡Què placer hay, amigo mìo,
para un alma preocupada, en el examen de una realidad anàrquica, servidora de la energìa, y en
la cual pensar es a menudo tener consciencia de una inferioridad!
Lo real que declina se alìa con los mitos, y prefiere aquèllos que han nacido del espìritu.
¿A què apela la visiòn de fuerzas inapresables, levantando otra vez lentamente la vieja esfigie de
la fatalidad, en nuestra civilizaciòn cuya fe magnìfica y quizàs mortal, es que toda tentaciòn se
resuelve en conocimiento?...
Hay en el corazòn del mundo occidental un conflicto sin esperanza, sea cual fuera la
forma tras la cual lo descubramos: el del hombre y lo que èl ha creado. Conflicto del pensador y
de su pensamiento, del Europeo y de su civilizaciòn o de su realidad, conflicto de nuestra
consciencia indiferenciada y de su expresiòn en el mundo comùn, por los medios de ese mundo,
al que yo encuentro detràs de todos los sobresaltos del mundo moderno. Ahogando los hechos y
a sì mismo, enseña a la consciencia a desaparecer, y nos prepara para los reinos metàlicos del
absurdo.
El desarrollo de sì mismo que tiene por finalidad la conquista de la potencia no es
sostenido por una afirmaciòn, sino por una especie de oportunismo, por una constante
adaptaciòn, o por la aceptaciòn de los dogmas de un partido. Ademàs, despuès del
debilitamiento de las aristocracias de nacimiento, el sentimiento de casta ha alcanzado entre
nosotros una extraña potencia. La voluntad de ser diferente a los demàs no puede apoyarse
solamente en la ilusiòn; ademàs de que no està ya en nuestro poder liberarnos de lo real,
tenemos siempre tendencia a solicitarlo cuando lo creemos adecuado para proporcionarnos
placer: es el mundo de nuestros ensayos de justificaciòn. Nuestro espìritu de casta, apoyado en
nuestra necesidad de novedad, puede verlo usted fàcilmente a travès de su signo: la moda, màs
reconocible, ciertamente, que la calidad de la sensibilidad a la que vosotros os ligàis. Porque la
moda -entiendo por ella solamente el cambio de vestido, de actitud, de gustos o de palabrasparticular de Europa y de los paìses sobre los que ella ha influido, es el signo exterior a travès
del cual se esfuerza en constituirse una aristocracia provisional, cuyos rangos se rebajan a
medida que aumenta el tiempo que dedican a llegar hasta ella. Afirmarse en el mundo comùn a
todos, es distinguirse, es establecer una diferencia entre cosas del mismo orden. En nuestra vida
psicològica, en nuestro mundo personal, es establecer una diferencia de naturaleza. Uno de esos
movimientos tiende a una justificaciòn, el otro a la inutilidad absoluta de esa justificaciòn. Se
desunen cada vez màs, y nosotros percibimos esa disyunciòn. ¡Què ironìa en este doble
pensamiento, en este hombre cerrado, en el que no entran, del universo, màs que los elementos
de discordia!
Algunos jòvenes se unen a la transformaciòn del mundo que se lleva a cabo en ellos.
Esta les da la diferencia que su espìritu necesita para vivir. Este se convierte en su servidor, y no
tiene ya otra actividad que mostrarles los movimientos de un mundo sin ligazones, que tal
pasiòn, tal gesto o tal pensamiento, obliga a plegarse, animal sabio, segùn las figuras
desconocidas, revelàndolas de ese modo; porque el pensamiento, al convertirse en su propio
objeto, ataca al mundo màs que la pasiòn. El asesino de una vida, o de otras cosas màs secretas
que ignora la grosera mano de las leyes, puede hallarse penetrado por su crimen, o bien por el
nuevo universo que èste le impone. Rostros singulares se descubren en el espejo de las guerras.
¿Somos nosotros quienes cambiamos o es el mundo, cuando la pasiòn se retira, como el mar,
del acto apasionado que nos opuso a èl?
Mucho màs que el de los jòvenes chinos de quienes Wang Loh me hablaba, nuestro
pensamiento se despoja... Con un sereno desamparo, tomamos consciencia de la oposiciòn de
nuestras acciones y de nuestra vida profunda. Esta, intensidad, no puede pertenecer al espìritu;
lo sabe y trabaja en vacìo, bella màquina manchada con algunas gotas de sangre... Porque esta
vida profunda es tambièn la màs rudimentaria: y su potencia, que muestra lo arbitrario del
espìritu, no podrìa liberarnos de èl. Ella le dice: "Tù eres mentira, y medio de la mentira, creador
de realidades..." Y èl le responde: "Sì. Pero en todos los tiempos en que los dìas mueren han
creìdo los hombres ver riquezas en la sombra, y las tuyas sòlo son los ùltimos reflejos de ese dìa
desaparecido".
Para destruir a Dios, y despuès de haberle destruido, el espìritu europeo ha aniquilado
todo lo que podìa oponerse al hombre: llegado al tèrmino de sus esfuerzos, como Rancè ante el
cuerpo de su amante, no encuentra màs que muerte. Con su imagen al fin alcanzada descubre
que no puede apasionarse màs por ella. Y jamàs hizo un descubrimiento tan inquietante...
No hay un ideal al que podamos sacrificarnos, porque conocemos las mentiras de todos,
nosotros que nada sabemos de lo que es la verdad. La sombra terrestre que se alarga detràs de
los dioses de màrmol basta para apartarnos de ellos. ¡Con què abrazo se ha atado el hombre a sì
mismo! Patria, justicia, grandeza, verdad, ¿cuàl de sus estatuas no tiene huellas de manos
humanas que no despierten en nosotros la misma ironìa triste que los rostros envejecidos que
antaño amamos? Comprender no permite ni mucho menos todas las demencias. Y, sin embargo,
què sacrificios, què heroìsmos injustificados duermen en nosotros...
Es verdad, hay una fe màs alta: la que proponen todas las cruces de los pueblos, y esas
mismas cruces que dominan a nuestros muertos. Ella es amor, y en ella està el apaciguamiento.
Yo no la aceptarè jamàs; no me rebajarè a pedirle el apaciguamiento que mi debilidad me pide.
Europa, gran cementerio donde sòlo duermen conquistadores muertos, y donde la tristeza se
vuelve màs profunda adornàndose con los nombres ilustres, no dejas en torno mìo màs que un
horizonte desnudo y el espejo que trae la desesperanza, vieja maestra de la soledad. Quizàs
morirà tambièn ella, por su propia vida vivida. A lo lejos, en el puerto, una sirena aùlla como un
perro sin amo. Voz de las cobardìas vencidas...contemplo mi imagen. Ya no la olvidarè.
Imagen moviente de mì mismo, estoy sin amor para ti. Como una gran herida mal
cerrada, eres mi gloria muerta y mi sufrimiento vivo. Te lo he dado todo; y, sin embargo, sè que
no te amarè jamàs. Sin inclinarme, te traerè cada dìa la paz en ofrenda. Lucidez àvida, ardo
todavìa ante ti, llama solitaria y derecha, en esta pesada noche en la que el viento amarillo grita,
como en todas esas noches extranjeras en que el viento de lejos repetìa a mi alrededor el
orgulloso clamor de la mar estèril...
1921-1925.
ENSAYO
PRELIMINAR:
ANDRE
MALRAUX,
DESCUBRIDOR
DE
LAS
METAMORFOSIS DE LA PERMANENCIA. Introducciòn a "La Tentaciòn de Occidente".
Eva Aladro Vico
Viaje interior con viaje exterior, La Tentaciòn de Occidente supone, como creaciòn, la
consecuciòn de al menos cuatro formas de viaje: el viaje de dos personajes novelescos
procedentes de dos culturas diversas, la europea y la oriental, el uno al lugar de origen del otro,
es el primero de ellos.
Es un viaje que, asì
presentado, produce un mùltiple efecto, pues un chino en Europa
experimenta unas diferencias culturales y vitales, no anàlogas, sino inversas, a las que percibe
un europeo, un francès, en China. Es un ejercicio intelectual que crea un mapa, en negativo y
positivo, de dos intentos de cultura, a los que la proximidad deformante no nos permite conocer
y que, por este medio, se nos acercan y se acercan entre sì.
Andrè Malraux redacta definitivamente La Tentaciòn de Occidente en 1926, en el barco
que le devuelve a Marsella desde Saigòn, utilizando la forma de cartas escritas a Marcel Arland.
La versiòn primera de esta obra se publica en la Nouvelle Revue Française con el tìtulo "Cartas
de un chino".
El segundo viaje tiene lugar cuando, de las percepciones antitèticas de A.D. y Ling,
superpuestas en una estructura epistolar fragmentaria, o mosaica, surgen nuevas experiencias
que nutren este ensayo màgico con un territorio nuevo: el viaje realizado por dos formas
opuestas y complementarias de pensamiento y vida al interior de sì mismas, esclarecidas, como
figura sobre fondo, por su misma comparaciòn; y dinàmicas, porque como un caleidoscopio, las
formas y cristales simètricos giran, al ser contemplados, sobre su propio eje, y nos ofrecen
configuraciones diversas de su materia. Esa figura recortada es el fondo de otra figura, y asì
sucesivamente, con rumbo al infinito, tiene lugar una exploraciòn vital.
Nadie dirìa que las geomètricas rosas de un caleidoscopio son todas manifestaciones de
un ùnico principio y razòn. Fascina la metamorfosis de unas formas en otras, la capacidad
germinal y diversificadora de lo que es inamoviblemente bello, diàlogo de perspectivas en
ilimitada semiosis, que significa todo. En La Tentaciòn de Occidente, publicada por Malraux a
los 25 años, està en germen toda su creaciòn posterior, que cristalizarà en Los Nogales de
Altenbourg, donde el salto del àrbol vivo a la talla religiosa traspasa y visita una sima de
misterio y belleza que duerme en el cerebro del lector, o en los fragmentarios, luego
significativos, episodios de las Antimemorias en que reviven, en plena acciòn de la resistencia
francesa, las pinturas de animales en las cuevas ancestrales de nuestra mirada, o en la cautividad
sonora de Le Temps du Mèpris, o en el viaje hipnòtico desde la figura de la sangre en un
antiquìsimo pedazo de tela hasta la vida de Alejandro Magno de La corde et les souris, y en la
teorìa de la Metamorfosis de los Dioses, consecuciòn del estudio de la sensibilidad, presente ya
en La Tentaciòn de Occidente.
Segùn esta teorìa de Malraux, el arte es un universo religioso, que pone en relaciòn lo
visible y lo invisible, como un gigantesco museo imaginario instalado sòlo en el interior del ser
humano, sòlo para los ojos de la humanidad viviente, en el que la posibilidad de imprimir huella
humana a un proceso divino se convierte en obra y en acciòn. El arte es la materializaciòn de los
dioses en forma de constante transformaciòn, es una experiencia transformadora del hombre,
constructora del significado, movimiento puro que alimenta una permanencia.
El transcurso de la vida de Malraux hasta la primera enunciaciòn de sus teorìas artìstica
y humana en La Tentaciòn de Occidente, està tambièn
relacionado con la metamorfosis. En 1919, con 18 años, Malraux es ya un erudito formado en
las tiendas de los libreros y que muestra su constante curiosidad en el estudio de lenguas
orientales, de historia bizantina, de arte y literatura de todos los tiempos. En 1923, Andrè y
Clara Malraux reciben la visita de una persona ligada al museo de Colonia que ante sus ojos
realiza un ejercicio de comparaciòn y acercamiento entre obras de arte procedentes de
civilizaciones diferentes, a travès de yuxtaposiciones ( vid. "Cronologìa de Andrè Malraux" a
cargo de François Trècourt, Oeuvres Completes Gallimard).
El caràcter episòdico, rìtmico, marca la transiciòn creativa entre una idea y otra en esta
obra, como el salto de la vida permite coexistir diversos tiempos en la realidad. Malraux sufre
en La Tentaciòn de Occidente el fenòmeno de la conjunciòn de discursos y silencios diversos
que componen su forma caracterìstica. El texto original es un ensamblado aglomerado de
reflexiones de diversa antigûedad, que el autor variarà en diversas ocasiones -la cita del
proverbio malabar que introduce el texto fue descartada en la ùltima ediciòn en vida de
Malraux-.
Como el pintor que al crear cosas, las halla, el arte y el lenguaje son creaciòn humana
pura, y a la vez suponen tambièn la vigencia de los tiempos y las vidas ya pasadas que unifican
y reùnen el presente. Los hombres obran al mostrar su apoyo, su consentimiento a procesos
imprevisibles e inalcanzables, lo "inhumano" de La Tentaciòn de Occidente. Por eso cada forma
artìstica es una acciòn sobre la relaciòn hombre-palabra, hombre-dios, es la fabricaciòn de lo
real, y el arte va mutando, transformàndose, "reconocido como acciòn y poder, antes de llegar a
ser, màs tarde, antidestino", en palabras del crìtico Daniel Durosay.
La visiòn del arte apreciado en cada època revela los dioses que se le han aparecido al
hombre de ese perìodo.
Nuestro momento cultural ve surgir un museo mundial del arte en el que los hombres son
llamados a contemplar masivamente la expresiòn de los dioses provenientes de diversas y muy
alejadas culturas. Ese es, para Andrè Malraux, el rasgo caracterìstico de nuestra època: la
aceptaciòn del verdadero testimonio del ser humano mundial o la desapariciòn, por desarraigo,
de nuestra civilizaciòn y cultura. La urgencia de los dioses en la fundaciòn de una verdadera
cultura humana a travès de un autèntico culto al arte, frente a los simulacros de refinamiento que
impiden el trabajo de la apertura culta. Esa es una de las grandes tentaciones que Occidente
padece, y la que representa para Oriente.
En La Tentaciòn de Occidente esta teorìa se expande en ramificaciones muy ricas por su
diferente nivel de reflexiòn. La psicologìa humana europea, y su primaria forma de miedo a la
muerte expresada en la necesidad de dominio, o sea, de orden, explican, por ejemplo, el culto a
la fuerza y la potencia que se ha consagrado en el arte clàsico romano -al que en esta obra se le
llama por fin grosero-. La groserìa europea conforma tambièn nuestra sensibilidad sexual
dominada por el extrañamiento y el culto a la potencia y no a la realidad. La influencia religiosa
ha permitido consagrar la dureza sensible. Esa dureza cristaliza tambièn en nuestros modos de
representaciòn artìstica, embobados en su propio poder e incapaces de sugerir algo exterior a
ellos. La radiografìa de la cultura occidental nos muestra al pensamiento, al espìritu, como la
nueva divinidad de culto, forma nueva de fuerza bruta.
Nada en Europa escapa al velado culto al poder en la visiòn de este mundo, y por tanto,
a la negaciòn del concepto de cultura: "Lo que desprecio en esos hombres no es que hayan
levantado su imperio sobre la potencia (fuerza), sino que lo hayan admirado...¿Què señal
indicarìa mejor la barbarie que esa fe?" (Fragmentos Preparatorios de La Tentaciòn de
Occidente, en Oeuvres Completes, Gallimard).
El problema oriental es la impalpable tragedia de vaciarse de significado al entrar en falso
contacto con la "cultura" europea. Oriente se extravìa y confunde en Occidente, pero ni siquiera
tiene conciencia de ese derrumbamiento; se mide con una civilizaciòn hueca e incapaz de
socorrer la angustia oriental. Los laboriosos èxitos orientales en la bùsqueda de una civilizaciòn
que ayude del hombre se ven minados en la misma juventud, que no entiende ya la finalidad de
los mismos, y que los reduce al absurdo al contraponerlos con el simulacro europeo.
Casi cada uno de los màs esenciales nudos de reflexiòn humana viene a cuento en este
intercambio de impresiones. Cada conjunciòn y contraposiciòn de pensamientos genera nuevas
ideas y hallazgos para interpretar, por ejemplo, la importancia ignorada que la imaginaciòn tiene
en la vida europea, en la que el individuo, nociòn abstracta, adquiere un enorme peso debido a la
influencia de la imaginaciòn sobre la sensibilidad. La misma fuerza imaginativa impide a
Europa ver el fanatismo con que abraza determinadas nociones.
El individualismo europeo supone la cerrazòn a "ese personaje sin individualidad, pero
àvido de sensaciones, que se esconde en nosotros" (Fragmentos Preparatorios). El mismo
concepto de alma occidental es atacado en este ensayo, al contraponerlo con la idea oriental de
la reencarnaciòn a travès de los actos.
Pero temas como el de la eternidad experimentable, la libertad de la sensibilidad y de la
imaginaciòn, la variedad de las especies en la tierra y su triunfo sobre el culto al hombre, la
profunda naturaleza desinteresada del animal humano, que "ignora la muerte" (Fragmentos), la
fuerza creadora del museo del pasado que tienen los hombres de hoy, son todos ellos
enriquecidos y abonados, pulidos e iluminados por este singular ritual epistolar. No se trata de
una crìtica apocalìptica a Occidente, sino de una exègesis pràctica de dos actos de fe diversos, el
que crea el lenguaje occidental y el que crea el lenguaje oriental.
El rico contenido de La Tentaciòn de Occidente generò sin duda por sì mismo su forma
literaria. Obra interdisciplinar e intergenèrica, original y profunda, serìa el primer gran paso de
un autor llamado a tener un papel especialmente activo en la vida y la polìtica de su tiempo:
Andrè Malraux participò en la guerra española y en la segunda guerra mundial, cabecilla de la
resistencia, prisionero de los nazis evadido en varios casos, fue en varias ocasiones ministro de
cultura en su paìs
bajo el gobierno de De Gaulle, y embajador cultural de Francia en el mundo asiàtico, dada su
proverbial formaciòn artìstica. Fue tambièn un erudito editor. Hacia el final de su vida, Malraux
tenìa en su poder una estatuilla greco-bùdica que èl llamaba "El genio de las flores". Como un
àrbol ramificando en dos retoños entreverados, La Tentaciòn de Occidente es hoy una exòtica
figuraciòn de la fina belleza que supo descubrir y conservar. Su mayor aportaciòn, a nuestros
ojos, es la de haber trabajado y restaurado con los colores del enigma las imàgenes màs
profundas de la esperanza humana.
Eva Aladro
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