acompañamiento pastoral de los divorciados

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OBISPOS ALEMANES DEL RIN SUPERIOR
ACOMPAÑAMIENTO PASTORAL DE LOS
DIVORCIADOS. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
La actitud de la Iglesia respecto a los divorciados que se han vuelto a casar constituye,
de un tiempo a esta parte, una de las cuestiones más debatidas en el campo de la
pastoral. El sufrimiento de los que han fracasado en su vida matrimonial, su
sentimiento de abandono por parte de la Iglesia y, por el contrario, la necesidad de que
la reconozcan como "una comunidad que salva" y les ayuda a reemprender su camino
de creyentes, acogiéndoles como "parte de la Iglesia y, por consiguiente, de la
comunidad cristiana en la que viven": éste es el horizonte en el que se sitúa la
intervención de los obispos de la provincia eclesiástica del Rin Superior (Alemania),
Oskar Sauer (arzobispo de Freiburg), Karl Lehmann (obispo de Mainz y presidente de
la Conferencia episcopal alemana) y Walter Kasper (obispo de Rottenburg-Stuttgart)
que lleva el título "Principios para el acompañamiento pastoral de personas cuyo
matrimonio ha fracasado o separadas vueltas a casar" (10.7.1993). Articulado en una
breve carta pastoral, que se leyó en todas las iglesias de la demarcación, y en un texto
paralelo más amplio y preciso, dirigido a los sacerdotes y agentes de pastoral y que es
el que, condensado, presentamos a continuación, el documento, sobre la base del
Vaticano II ("Gaudium et spes", 47-52), desarrolla y elabora, con gran apertura, las
indicaciones de los números 83-84 de la "Familaris consortio" de Juan Pablo II, hasta
el punto de sugerir para algunos casos, que no es posible fijar de forma general, sino
que habrá que discernir uno por uno, nuevas posibilidades de acceso a los sacramentos
por parte de los divorciados que han vuelto a contraer matrimonio civil.
Respekt vor der Gewissensentscheidung. Die Bischöfe von Freiburg, Mainz und
Rottenburg-Stuttgart zur Frage der Wiederverheirateten geschiedenen, Herder
Korrespondenz 47 (1993) 460-467; Accompagnamento pastorale dei divorziati, Il
Regno-documenoi 19 (1993) 460-467
La concepción cristiana del matrimonio como comunión personal de vida entre un
hombre y una mujer se caracteriza por una común disponibilidad para la procreación y
por la exclusividad sin reservas, exigencia que no siempre es respetada por los esposos.
En efecto, una tercera parte de los matrimonios contraídos entre cristianos acaban
deshaciéndose. Después de la ruptura, algunos viven solos, otros con sus hijos. Los hay
que no quieren someterse a un nuevo vínculo y prefieren simplemente convivir. Otros,
en cambio, tratan de rehacer su vida con una nueva comunión matrimonial, contraída
por lo civil. Esta decisión afecta no sólo a las relaciones sociales y familiares, sino
también a la relación con la Iglesia, hasta el punto de que, no raras veces, todo acaba en
ruptura, abierta o disimulada, con ella.
1. Múltiples dificultades. En este tema, normalmente sólo se tienen en cuenta las
variables estadísticas y se olvida que bajo los datos estadísticos late un profundo drama
espiritual: la reducción del sentimiento del propio valor existencial, que se expresa en
tristeza, aislamiento, complejos de culpa, miedo a perderse, depresiones, dudas sobre
uno mismo. También lo sufren los hijos. Ellos viven, acaso, la pérdida de uno de sus
progenitores, por el divorcio o la separación, de una manera aún más opresiva que la
muerte del padre o de la madre.
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Divorciadas y divorciados vueltos a casar comprueban no raras veces que en esta triste
situación sus propios hermanos en la fe sólo se cuidan de guardar las distancias. No se
sienten comprendidos por la comunidad. Por esto muchos creen que en la Iglesia ya no
hay lugar para ellos. En estas circunstancias, es difícil para estos hombres y mujeres
aceptar las orientaciones que la Iglesia da respecto al matrimonio. Asimismo, los
católicos que se casan con una pareja divorciada consideran que la actitud de la Iglesia
es demasiado dura e incomprensiva con ellos.
2. Esfuerzos de la Iglesia. Por su parte, la Iglesia también tiene dificultades para
encontrar "soluciones" justas, capaces de ayudar a estas personas sin menoscabo de las
enseñanzas de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio. Tras el Concilio Vaticano
II, casi todos los Sínodos diocesanos se han planteado este problema.
Las orientaciones pastorales que proponemos aquí se enmarcan dentro del ámbito de la
comunidad católica. Pero, al mismo tiempo, son sensibles al malestar profundo que se
da hoy en muchas personas de diversos lugares. Con ellas pretendemos también apoyar
a las comunidades y a los pastores que trabajan con personas procedentes de
matrimonios deshechos con vistas a reconducirlos gradualmente -en lo posible- a la
plena integración de la vida eclesial. En este sentido, la exhortación apostólica de Juan
Pablo II Familiaris consortio (22.11.1981) nos muestra el camino y nos marca las
pautas.
El matrimonio como forma de vida vinculante
1. El testimonio de la Escritura. El punto de partida del matrimonio cristiano sólo puede
darse en el testimonio bíblico. La unión del hombre y de la mujer corresponde, según la
Escritura, a la voluntad del Creador. Él ha creado al hombre de forma tal que, al aceptar
la convivencia heterosexual, experimente seguridad y amor, y en el amor logre fundar
una nueva vida. Por esta razón el hombre y la mujer, al contraer matrimonio, se dan
recíprocamente un sí absoluto e ilimitado. Esta aceptación amorosa hace posible, y al
mismo tiempo exige, una fidelidad estable: condición necesaria para que el hombre y la
mujer alcancen plenamente su unión matrimonial y los hijos, aceptados con gratitud,
puedan desarrollarse.
Esta alta estima bíb lica del matrimonio se basa en la idea de que la comunión
matrimonial es imagen de la fiel condescendencia de Dios hacia su creación y hacia su
pueblo. Lo que se dice de la alianza de Dios con los hombres, se hace más profundo al
hablar del vínculo indisoluble de Jesucristo con su Iglesia (cf. Ef 5,21-33). Por esto el
vínculo matrimonial entre hombre y mujer tiene el carácter de "sacramento", de signo
eficaz de la permanente proximidad de Dios con los hombres en la concreta situación de
su vida matrimonial.
En su tiempo ratificó Jesucristo la originaria voluntad de Dios creador y, frente a toda
arbitrariedad humana, puso en evidencia que el matrimonio, una vez contraído, se
sustrae a la discrecionalidad de los hombres: "Al principio Dios los hizo hombre y
mujer. Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los
dos un solo ser (...). Luego, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" (Mc
10,6-9).
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Con esto, Jesús liberaba al matrimonio de las distorsiones de los hombres, haciendo de
nuevo perceptible la intención originaria de Dios. Esta palabra de Jesús sobre la
fidelidad de por vida en el matrimonio es al mismo tiempo un don y un deber, que
recibe continuamente de la cruz y de la resurrección una fuerza siempre renovada.
El NT refleja esta situación y presenta unos testimonios diferenciados, si bien destaca
siempre la prohibición del divorcio. El Evangelio de Marcos (10,2ss) y el de Lucas
(16,18) lo formulan sin limitaciones. Las excepciones, difíciles de explicar -el
"concubinato" (Mt 5,32; 19,9) y el "privilegio paulino" (1 Co 7,10ss; 7,15)-, permiten
reconocer una determinada posibilidad de separación de la pareja, o al menos su
tolerancia. Estos casos límite no están en contradicción con la enseñanza de Jesús, sino
que son, más bien, como una complementación de dicha enseñanza en una situación
concreta. En todo caso, el principio básico -prohibición incondicionada del divorcio- no
ha sido superado. Un segundo matrimonio es tenido por adulterio.
Toda explicación de estas afirmaciones debe hacerse con prudencia. Cierto: pertenece
absolutamente al mensaje de Cristo ir tras el que se ha perdido (cf. Lc 15) y perdonarlo
sin condiciones (cf. Jn 7,53; 8,11), así como no excluir el compartir la mesa con los
"pecadores" (cf. Mc 2,13ss). No obstante, resulta también problemático trasponer
globalmente estas afirmaciones de la Escritura a la situación de los divorciados vueltos
a casar. La misericordia infinita de Jesús está directamente ligada a una seria
disposición a la conversión (cf. Jn 8,11). Donde los hombres fallan, allí está Jesús
abriéndoles la posibilidad de una nueva vida.
2. La tradición de la Iglesia hasta el presente. Pero, pese al fundamental nuevo inicio
en Jesucristo, el poder del pecado actúa constantemente entre lo s cristianos. La Iglesia
se ha planteado una y otra vez la cuestión sobre cómo permanecer fiel a la palabra de
Cristo y, al mismo tiempo, cómo demostrar la misericordia de Dios en favor de las
personas que han pasado por la experiencia de un matrimonio fracasado.
En la larga historia de la Iglesia se han repetido una y otra vez los antiguos dramas de la
historia de la humanidad: infidelidad de los cónyuges; parejas abandonadas por el
compañero de vida; separaciones violentas de matrimonios y familias, causadas por la
guerra, la cárcel, la deportación. La Iglesia no ha podido impedir que, a pesar del
mensaje de Jesús, muchos matrimonios acabasen fracasando. Sin embargo, ella no
acepta ningún nuevo matrimonio después de la separación. Este es un dato inequívoco
que nos obliga a todos. Pero no deja de ser también cierto que maestros dignos de toda
consideración de la Iglesia de Oriente y de Occidente han valorado de manera distinta
algunos casos. Según el testimonio de algunos Padres, para impedir males peores,
adoptó la Iglesia una actitud de dudosa tolerancia con respecto al segundo matrimonio.
Esta concesión iba acompañada de una penitencia pública y era además expresamente
calificada de contraria a las afirmaciones de la Escritura. Los referidos testimonios,
relativamente escasos, son casi dolorosamente conscientes de esta irreductible tensión y
por esto no hay que separarlos de lo que real y únicamente es obligado: la fidelidad de
por vida.
Un testimonio cualificado lo tenemos en Orígenes: "Contrariamente a lo que está
escrito, algunos jefes de la Iglesia han permitido que una mujer pueda casarse en vida de
su marido. Procediendo así se oponen a la palabra de la Escritura (...) (se citan 1 Co 7,39
y Rm 7,3), aunque no de una forma del todo irracional. De hecho, se puede suponer que
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han tolerado esta conducta, contraria a lo que está escrito desde el principio, con el fin
de evitar mayores males" (In Matth.14.23: PG 13, 1245). Queda clara la conciencia de
que dicha praxis está en contradicción con la concepción neotestamentaria, aun
prescindiendo de que su aplicación ha permitido un tratamiento desigual del hombre y
de la mujer. En general, estos testimonios no se prestan a una fácil interpretación.
Por haber combatido largo tiempo en este frente, conoce Agustín la dificultad de la
cuestión (cf. De fide et operibus, 19; Retractationes II, 57,84). La investigación más
reciente ha mostrado que todavía el Concilio de Trento se hizo cargo de esta tensión,
documentada en la tradición eclesiástica, si bien esto no se trasluce inmediatamente en
el mismo texto conciliar. El Concilio explica la doctrina católica de la indisolubilidad
del matrimonio y de la prohibición de un segundo matrimonio "conforme a la doctrina
del Evangelio y de los Apóstoles" (cf. DS 1807), sin querer con ello condenar la praxis
de la Iglesia de Oriente y las diversas interpretaciones católicas de la cláusula sobre el
"concubinato".
La tradición católica se atiene firmemente a esta enseñanza de la Iglesia, que ha
permanecido inmutable hasta hoy (Catecismo de la Iglesia Católica, nº1601-1666).
Orientaciones fundamentales para la pastoral
1. El fundamento de los esfuerzos pastorales. Dentro de esta visión de los principios
bíblicos y cristianos contenidos en la tradición de la Iglesia se sitúan - más allá de los
cambios sociales- los fundamentos actuales y futuros de la pastoral. Su primera y más
importante tarea consiste en anunciar a los hombres, a ejemplo de Jesús, la buena nueva
de la amorosa solicitud de Dios hacia el mundo y en acompañarlos por el camino del
amor en el matrimonio y en la familia. Por esto la preparación al matrimonio cristiano y
el acompañamiento del matrimonio siguen siendo tareas prioritarias.
En este servicio, la Iglesia está permanentemente obligada por la enseñanza de Jesús
sobre el matrimonio y la prohibición del divorcio. Fundamentalmente, ella no puede
querer otra cosa. Esta convicción no puede limitarse a ser una solemne promesa
exterior, sino que debe ser vivida muy concretamente por la Iglesia, o sea, por todos sus
miembros. Tradicionalmente, la Iglesia católica ha tratado de custodiar esta inequívoca
voluntad del Señor en la doctrina, en la pastoral y en el derecho. Tal vez alguno piense
que esto es más bien una adhesión simplista a la letra del Evangelio. De hecho, es
mucho más: es un signo consciente de fidelidad a Dios como Señor de la creación y
fundador de la nueva alianza.
Las directrices pastorales y las ayudas a personas separadas, así como a los divorciados
vueltos a casar son posibles sólo en el contexto de este mensaje del amor recíproco
vivido fielmente hasta la muerte. Por consiguiente, no puede darse ninguna "pastoral
para divorciados" al margen del núcleo del Evangelio.
2. Motivos de la crisis de muchos matrimonios. El número de matrimonios rotos es hoy
incomparablemente mayor que en tiempos pasados. Los motivos que concurren son de
sobra conocidos: más que nunca los matrimonios se reducen casi exclusivamente a una
relación de pareja, sin el sostén del núcleo familiar formado por parientes y amigos; el
tiempo de vida previsto para los que contraen hoy matrimonio es con frecuencia el
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doble que en el pasado; el matrimonio implica la convivencia en paridad de derechos; la
presión de las opiniones sociales sobre sexualidad, amor, fidelidad, penetra tenazmente
en el ámbito eclesial y afecta a los mismos cristianos comprometidos; la complejidad de
los problemas psicológicos y sociológicos que gravitan hoy sobre la vida de pareja. Con
razón, pues, en muchos casos, nos preguntamos si se da la disposición psíquica
requerida para un contrato válido de matrimonio. Existen, indudablemente, zonas de
sombra. Sólo retrospectivamente se muestra, a menudo, cuán lábil fue el "sí" dado a la
pareja.
3. Cuestionarse la validez del matrimonio. Si las personas separadas tratan de buscar
nuevos caminos, el pastor habrá de preguntarse, ante todo, sobre la validez del primer
matrimonio y formular a las personas interesadas, de manera franca y abierta, la
posibilidad de acudir a los tribunales matrimoniales. La experiencia nos enseña que
muchos casados, cuyo primer matrimonio tuvo un fin infeliz, pueden hallar ahí una
ayuda. Por supuesto, éste no es el único camino, pero no debe ser descuidado. Aquí se
requiere una buena capacidad de introspección y una gran sensibilidad. Los tribunales
eclesiásticos diocesanos pueden ayudar con el consejo y la acción, sobre todo si los
párrocos o no tienen tiempo o no están a la altura.
4. Los divorciados, entre la exclusión y la aceptación. Punto de partida de todos los
esfuerzos es la firme convicción de que las personas con matrimonios rotos conservan
su derecho de ciudadanía en la Iglesia. Es de suma importancia que dichas personas, que
llevan largo tiempo sufriendo, experimentan de cerca que en la Iglesia ellos están como
en casa. Los miembros de la comunidad deben, por tanto, tratarles con respeto y sin
prejuicios. Esto vale, sobre todo, para los hijos, quienes a menudo sufren mucho y largo
tiempo.
Aquí hay mucho que hacer, puesto que, junto a una profunda disponibilidad a la
compasión, existe mucha dureza e intransigencia. No raramente se juzga y se condena
sin miramiento alguno, sin considerar las penas de cada uno y los trágicos
acontecimientos de su vida. Si la Iglesia es realmente un lugar de acogimiento y de
reconciliación, la comunidad debe dedicar una atención esmerada hacia aquéllos que
sufren por causa de la separación y del divorcio.
El pastor y los diversos servicios, dentro y fuera de la comunidad, deben hacer todo lo
posible para indicar oportunamente a la pareja de un matrimonio en peligro cómo
reiniciar conjuntamente el camino en el espíritu del Evangelio. La comunidad debe
asimismo interesarse por los separados que no se han vuelto a casar, tanto más si es la
parte inocente. Muchos divorciados mantienen el sí dado una vez y viven de
conformidad con él. "Su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume el valor
de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo aún más necesaria, por parte de
ésta, una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista ningún obstáculo para su
admisión a los sacramentos" (Familiaris consortio, n° 83).
En estos casos, la comunidad no debe ser demasiado exigente con los divorciados. Esto
vale también para los que educan solos a sus hijos. Muchos arrastran todavía el dolor de
la separación y luchan por obtener su sustento cotidiano. Absorbidos por estas
preocupaciones, avanzan hacia un futuro con frecuencia incierto. La comunidad debe
ofrecerles un lugar amistoso de acogida, sin prejuicios, la posibilidad de recuperarse y
ayudas prácticas. De esta manera, la comunidad contribuye a que los interesados no se
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precipiten a contraer, con evidente ligereza, nuevos compromisos, que no raramente
acaban abocándolos a nuevas desgracias.
Particular solicitud hacia los divorciados vueltos a casar
Lo que llevamos dicho vale en buena parte también para aquéllos que después del
divorcio han contraído matrimonio por lo civil. La Iglesia puede hacer mucho en favor
de esta categoría de personas, aunque no reconozca la validez del segundo matrimonio y
no les permita, en general, la recepción de los sacramentos. Por lo pronto, hay que
desmentir las informaciones erróneas. Los divorciados no están excluidos de la Iglesia
ni excomulgados. Según la convicción de la Iglesia, estas personas viven en
contradicción con la palabra del Señor y, por tanto, no pueden indistintamente ser
autorizadas a participar en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Esto puede
parecer, y lo es, deprimente. No obstante, queda en firme que los divorciados casados de
nuevo deben sentirse plenamente dentro de la Iglesia, formando parte de la comunidad,
si bien, por comparación con los otros miembros de la Iglesia, sus derechos les han sido
limitados. De ninguna manera y en ningún caso, se les puede cuestionar a estas personas
la posibilidad real de alcanzar la salvación.
1. Los divorciados vueltos a casar en el horizonte de la Iglesia y de la comunidad.
También aquí la Familiaris consortio pone de relieve algo que hasta ahora ha sido poco
considerado: a los divorciados vueltos a casar no se les puede abandonar a sí mismos.
La Iglesia debe invitarles, una y otra vez, a formar parte de la comunidad, en todo lo
posible. El Papa dice: "de acuerdo con el Sínodo, exhorto encarecidamente a los
pastores y a la comunidad de fieles a que ayuden a los divorciados vueltos a casar
procurando con solícita caridad que no se consideren excluidos de la Iglesia, ya que, en
cuanto bautizados, ellos pueden y deben tomar parte en la vida comunitaria. Procuren
que ellos escuchen la palabra de Dios, que frecuenten el sacrificio de la Misa, que
perseveren en la oración, que incrementen las obras de caridad y participen en las
iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, que eduquen a sus hijos en la fe
cristiana, que cultiven, día a día, el espíritu y las obras de penitencia para conseguir la
gracia de Dios (Familiaris consortio, n° 84).
Aquí se trata, ante todo, del testimonio de vida que el creyente debe dar en su quehacer
cotidiano, y que se exige también de los divorciados vueltos a casar. Quien, por el
contrario, descuidase habitualmente esta dimensión práctica del ser cristiano e insistiese
sólo en ser admitido a los sacramentos se metería en un callejón sin salida. Los
divorciados, como miembros que son de la Iglesia, pueden dar un testimonio
significativo, si colaboran con la comunidad, aportando, por ej., las experiencias
negativas de su primer matrimonio y las del segundo, no raras veces y desde el punto de
vista humano, mas constructivas. Se podría, por ej., invitarles a los círculos familiares, a
las jornadas de reflexión, etc.
Estas personas deberían encontrar ayuda para superar sus dificultades. Las sombras del
pasado han de reelaborarse en diálogos sinceros. La Iglesia debe incluirles en sus
plegarias de intercesión. Esto debe percibirse sobre todo en las celebraciones
eucarísticas.
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2. Sobre la solicitud de "admisión" a los sacramentos, particularmente a la eucaristía.
Las más recientes declaraciones oficiales de la Iglesia establecen inequívocamente que
los divorciados vueltos a casar no pueden ser admitidos a la mesa eucarística, "por
cuanto su estado y su condición de vida contradicen objetivamente aquella unión de
amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actuada por la eucaristía" (Familiaris
consortio, n° 84). Se trata de una afirmación general, que excluye la admisión
generalizada de los divorciados vueltos a casar a participar en los sacramentos. Quien
actúa al respecto de modo diverso lo hace contra las disposiciones de la Iglesia. No
obstante, desde hace mucho tiempo, la Iglesia ha abierto a los divorciados vueltos a
casar la posibilidad de acceder a la eucaristía si ellos, viviendo juntos en estrecha
comunión de vida, se avienen a comportarse como hermano y hermana (cf. Familiaris
consortio, n° 84). Y se indica que ésta es la praxis admitida de la Iglesia.
A muchos les parece esto antinatural e inconcebible. Para una valoración están
indicados tanto el realismo como el desapasionamiento, sin olvidar la discreción y el
tacto. No pocos divorciados vueltos a casar han emprendido, de hecho, con coraje y
dispuestos al sacrificio, este camino ciertamente extraordinario y acaso heroico. Ellos
merecen todo nuestro respeto y admiración. Pero es indudable que, a la larga, no todos
los divorciados vueltos a casar pueden llevar a cabo este modo de vida, tanto más si se
trata de parejas jóvenes.
3. Necesidad de una visión diferenciada de la situación particular. La Familiaris
consortio nos ayuda a dar un paso adelante. Ella dice, en efecto, que los pastores en la
Iglesia han de empeñarse "en discernir bien las situaciones. Hay mucha diferencia entre
aquéllos que sinceramente se han esforzado en salvar el primer matrimonio y/o han sido
injustamente abandonados y aquellos que, por su culpa, han destruido un matrimonio
canónicamente válido. Finalmente, están aquéllos que han contraído un segundo
matrimonio con vistas a la educación de sus hijos y que tal vez estaban subjetivamente
convencidos de que el matrimonio anterior nunca había sido válido" (Familiaris
consorcio, n° 84).
La exhortación apostólica señala estas diferentes situaciones, pero deja claramente al
juicio pastoral inteligente de cada pastor la determinación de las consecuencias
concretas. Esto no es un pasaporte para la arbitrariedad. La valoración de las diversas
situaciones no puede quedar indefinidament e reservada sólo a unas personas
determinadas.
Después de muchos esfuerzos a diversos niveles (teólogos, consejos, sínodos, foros,
etc.) disponemos hoy de algunos criterios de discernimiento que son de gran ayuda para
esclarecer las diferencias de que habla Juan Pablo II y para valorar las distintas
situaciones. Sólo un sincero examen puede conducir a una decisión de conciencia
responsable. Es, pues, indispensable que se verifiquen los siguientes criterios:
- Cuando el fracaso del primer matrimonio se debió a graves deficiencias, es necesario
reconocer la propia responsabilidad y rechazar la culpa cometida.
- Hay que estar razonablemente seguros de que un retorno de la primera pareja es del
todo imposible y que el primer matrimonio no puede rehacerse de ningún modo.
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- La injusticia cometida y los daños ocasionados deben ser absolutamente reparados,
hasta donde sea posible.
-A esta reparación pertenece también el cumplimiento de los deberes hacia la mujer y
los hijos del primer matrimonio (cf. CIC [= Codex Iuris Canonici: Código de Derecho
Canónico], can. 1071,1,3).
- Debe tenerse en cuenta si alguno de los cónyuges contribuyó a la ruptura matrimonial
con notoriedad pública, y con mayor razón si lo hizo con escándalo.
- La segunda convivencia matrimonial debe haber dado buena prueba de sí en un
período de tiempo bastante largo, en el sentido de una decidida voluntad, públicamente
reconocible, de una comunión de vida duradera, según el ordenamiento del matrimonio
y en cuanto realidad moral.
- Se debe examinar si la adhesión al segundo vínculo se ha convertido en una obligación
moral respecto a la pareja y a los hijos.
- Hay que estar suficientemente seguros -no más, claro está, que para todos los
cristianos- de que la pareja se esfuerza en vivir cristianamente y que sus motivaciones
son transparentes, esto es, que quieren participar en la vida sacramental de la Iglesia
movidos por razones puramente religiosas. Lo mismo cabe decir respecto a la educación
de los hijos.
Estas diversas situaciones y circunstancias deben ser, en lo posible, esclarecidas y
evaluadas en un diálogo apropiado con un sacerdote sensato y maduro.
4. Posibilidad de una decisión de conciencia de cada uno para la participación en la
eucaristía. En este contexto, falta aún la decisión sobre la petición de participar en la
celebración de los sacramentos. Como queda dicho, no se pueden dar oficialmente
autorizaciones generales y formales, porque esto podría oscurecer la fidelidad de la
Iglesia a la indisolubilidad del matrimonio. Mucho menos se puede dar una autorización
parcial para el caso particular, de la que se responsabiliza sólo la autoridad. Sin
embargo, en el diálogo pastoral clarificador entre la pareja vuelta a casar y un sacerdote,
puede hacerse evidente, en un caso determinado, que ambos cónyuges (o uno sólo de
ellos) pueden ser autorizados en conciencia a participar en la "mesa del Señor" (cf. para
esto CIC, can. 843,1).
Se trata del caso del todo particular en el que se tiene la convicción de conciencia de
que el matrimonio anterior, irreversiblemente fallido, nunca había sido válido (cf.
Familiaris consortio, n° 84). Semejante es el caso de aquellas parejas que ya han hecho
un largo camino de meditación y de penitencia. Además, es preciso tener en cuenta el
posible e insoluble conflicto de deberes, cuando el abandono de la nueva familia
provocaría una grave injusticia.
Una tal decisión puede ser tomada sólo para cada caso concreto y en conciencia. Ellos
necesitarán, en todo caso, la asistencia iluminadora y el acompañamiento imparcial de la
autoridad eclesiástica, que asegure la objetividad y claridad de conciencia y se preocupe
de que el ordenamiento de la Iglesia no se vea alterado. Cada caso concreto debe ser
estudiado en profundidad. Ni autorizar indistintamente, ni excluir indistintamente. En
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este proceso de clarificación la intervención de un sacerdote es necesaria ya que el
acceso a la eucaristía es un acto público y significativamente eclesial. No obstante, el
sacerdote no concede, formalmente hablando, una autorización oficial.
El sacerdote respetará el juicio de conciencia de la persona que, tras un atento examen
de conciencia, ha llegado a la convicción de poder asumir la responsabilidad delante de
Dios de participar en la eucaristía. Esta apreciación tiene diversos grados. Puede darse
una indudable situación- límite, muy compleja, en la que el sacerdote no pueda impedir
del todo el acceso a la mesa del Señor y, por tanto, deba tolerarla. Pero también es
posible que una persona, a pesar de presentar signos objetivos de culpa, no se considere
subjetivamente culpable. Entonces el sacerdote, tras un estudio pormenorizado de todas
las circunstancias, puede más bien animarle a seguir profundizando en el examen de
conciencia que está madurando.
El sacerdote defenderá la decisión de concienc ia a la que se ha llegado de los prejuicios
y sospechas, si bien evitando que la comunidad sufra escándalo. Si después del examen
de conciencia, no se llega a una decisión que haga posible la participación en la
eucaristía, esto no significa -como ya ha quedado claro- que esta persona quede excluida
de la comunión eclesial o que se ponga en duda su salvación (cf. Familiaris consortio,
n° 84).
5. La posición de los divorciados vueltos a casar en la comunidad, globalmente
considerada. Queda aún la cuestión sobre si los divorciados vueltos a casar, en su
condición de miembros de la Iglesia, están sujetos a otras limitaciones:
-Para hacer de padrino en el bautismo y en la confirmación se presupone una conducta
acorde con la fe y el servicio que se asume (cf. CIC can. 872 y 874, l).
-Para contraer deberes en el ámbito pastoral se requiere, entre otras cosas, buenas
costumbres (cf. CIC can. 512, 3). Los divorciados vueltos a casar no están excluidos a
priori. Pero el párroco debe preguntarse, junto con los interesados, si satisfacen las
condiciones requeridas por estas funciones.
-De los ministerios eclesiásticos y de la pertenencia a las comisiones consultivas, los
divorciados vueltos a casar no están ciertamente excluidos. En concreto, para los
diversos consejos diocesanos hay que contar con lo que establecen los respectivos
estatutos diocesanos. Es preferible una colaboración en ciertos servicios gratuitos, que
no tienen carácter representativo, que en puestos oficiales de dirección. Por motivos
análogos, no se les permitirá colaborar en la iniciación sacramental de los niños y de los
jóvenes.
-En particular, cuando se trata de enfermos y moribundos, hay que abstenerse de todo
extremismo en relación con los sacramentos, como es costumbre en la praxis de la
Iglesia (cf. CIC can. 1184.1.3).
6. Posibilidad y límites de la oración y de la acción litúrgica para los divorciados
vueltos a casar. La Iglesia hade orar por los divorciados vueltos a casar. No obstante,
está rigurosamente prohibido, "sea el que sea el motivo o pretexto incluso pastoral,
celebrar ninguna ceremonia en favor de los divorciados que se han vuelto a casar"
(Familiaris consortio, n° 84). Una actuación litúrgica de este género provocaría entre
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los fieles serias dudas respecto a la validez de la indisolubilidad del matrimonio
cristiano. Además, se produciría la impresión de que todo está en regla. Lo mejor para
una pastoral diferenciada de personas separadas es la oración con las parejas
interesadas. Nos referimos a la oración personal, a la plegaria de intercesión y a una
invitación a participar en la liturgia comunitaria. Especiales oraciones rituales, que
implican un acto oficial, están fuera de lugar. Esto vale para algunas celebraciones
eucarísticas en conexión con el matrimonio civil. Los propios int eresados deben
renunciar a ello.
7. La responsabilidad concreta del acompañamiento pastoral. De acuerdo con los
principios fundamentales expuestos, quien quiera que se ocupe primariamente de la
pastoral puede hacer que los "separados" regresen a la comunidad. Obviamente
informará al párroco, si ha decidido admitir a los divorciados a la eucaristía. En último
término, el párroco es el responsable tanto de la celebración y distribución de la
eucaristía, como de la reconciliación con la Iglesia. Queda pendiente -aunque no debe
dejar de plantearse- la cuestión sobre la oportunidad de designar, con el consejo de la
curia episcopal, sacerdotes expertos para atender los casos más difíciles.
En perspectiva: la fuerza del Evangelio vivido y las situaciones-límite
La solicitud por las personas cuyo matrimonio ha fracasado y por los divorciados
vueltos a casar no puede, en términos pastorales, ni restringirse ni tomarse aisladamente.
Es necesaria una pastoral global del matrimonio y de la familia. Sólo en ese marco
amplio el cuidado por las personas aquí consideradas puede tener éxito. Para esto se
requieren también procesos pacientes y a largo plazo en la formación teológica,
espiritual y pastoral.
Muchos de los problemas que aquí hemos abordado forman parte de las tareas propias
de la pastoral general. No podemos ser inflexibles con los divorciados vueltos a casar,
por ej., en lo referente a las condiciones de su participación eucarística, sin tener en
cuenta las graves carencias que, a otros niveles, nos afectan a todos. En este punto,
habría que recordar también la importancia de un redescubrimiento de la "comunión
espiritual".
Con esto volvemos de nuevo sobre una instancia básica. Sólo si en la teoría y en la
práctica del matrimonio el centro de la fe cristiana viene fundamentalmente reforzado,
la Iglesia podrá comprometerse, sin ambigüedad, con las personas con fracasos
matrimoniales y muy particularmente con los divorciados vueltos a casar. Esto depende,
sobre todo, del testimonio vivido de los cónyuges cristianos, que es insustituible.
La potencia del Evangelio determina la eficacia al abordar de una manera justa los
casos-límite. Si éstos aumentan, es tanto más necesario un comportamiento de fondo
equilibrado, que hay que estar siempre ajustando. Gregorio Nacianceno lo resume en
esta máxima: "No excederse en la dureza, no inducir a la rebeldía por débil
complacencia".
Tradujo y condensó: JOSEP CASAS
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