azmín significa amor voluptuoso ndrés ornells

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Antonio López Alonso
Antonio López Alonso
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COLECCIÓN CERCANÍAS
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Fernando Savater y otros
Miguel Angel de Rus
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La República Bananera USA
Putas de España
El anillo del rey Salomón
El cutis de las monjas
De Gilgamés a Francisco Nieva
Mi adorada Nicole
Cartas a un aprendiz de brujo
Alfred Hitchcock,
14 películas imprescindibles
Carlos II, El Hechizado
La mitología contada a los niños
Diario de un testigo de
la guerra de África
Enanos en El Quijote y en el arte
A Miguel Hernández
lo mataron lentamente
Vida de Mozart
Literatura española del siglo XIX
Goya, el ocaso de los sueños
La oleada de la desesperación
La pirámide de las flores
Manos de visón
Cuentos apócrifos
totum revolutum
Animales, vegetales y minerales
Catalina del demonio
La Guarida
Una noche con la muerte
Los sueños de la ciudad
Amor líquido
COLECCIÓN DE NARRATIVA
Miguel Ángel de Rus
Sus travesuras adolescentes son el hilo conductor de esta gran novela erótica en la que el placer llega por lo cuidado del lenguaje y de las
situaciones, por la exposición meditada de la belleza y la sensualidad
que las dos chicas esparcen a su alrededor.
El lector siente a través de la narración como sus manos despegan
con cuidado la ropa interior de la piel femenina. El lector se convierte
en espectador de placeres que anhela compartir, en cómplice de las travesuras de unas muchachas ya sin flor, que le resultan ingenuas y cautivadoras a la vez. Pero ha de estar atento, las llamadas locuras de
juventud deparan sorpresas a cada instante y hay que tener cuidado
para no caer en sus juveniles trampas.
Andrés Fornells, aunque es español, por lo mucho que ha viajado, se
considera ciudadano del mundo. Ha sido profesor de idiomas, intérprete, guía turístico y restaurador. Sus viajes le han permitido aprender
varios idiomas, ampliar sus horizontes y embelesar sus ojos con innumerables bellezas. En la actualidad vive en la Costa del Sol. Ha publicado
numerosos relatos cortos en EEUU y en España, y ha obtenido varios
galardones en esta especialidad. Algunas de sus novelas son: Puerto
Glamur, A la busca de la magia perdida, Never love a foreigner, La
magia del amamaya, y La seductora modelo de Cibeles.
ANDRÉS FORNELLS
COLECCIÓN RARA AVIS
Francisco Umbral
Joaquina Gª de Fagoaga
Konrad Lorenz
Manuel Hidalgo
Luis Alberto de Cuenca
Javier Memba
Daniel Padró
Ramiro Cristóbal
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En Jazmín significa amor voluptuoso
nos encontramos a dos hermanas,
bellas, llenas de vitalidad, incitantes, poseedoras de dos caracteres
muy distintos. Una de ellas es apasionada, extrovertida, y mantiene
dos relaciones sentimentales al
mismo tiempo: con un hombre
maduro y su hijo. La otra es seria,
cerebral y rehúye convertirse en el
objeto sexual de ningún hombre,
hasta que la seducción se cruza en
su camino.
Europa se hunde
Francisco Umbral
Diccionario para pobres
Augusto Monterroso
Amores que matan
Miguel Ángel de Rus
Malditos
Fernando Savater
Episodios Pasionales
Mario Benedetti
Del amor y del exilio
Fernando Savater
El dialecto de la vida
Francisco Nieva
Manuscrito encontrado
Ramón de España
La vida mata
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Ramón J.Sender
Donde crece la marihuana
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El Romano
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Carta abierta a una chica
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Evas
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SIGNIFICA AMOR VOLUPTUOSO
Álvaro Díaz Escobedo
Miguél Ángel de Rus
El chalet de Madame Renard
Europa mon amour
Gamiani, dos noches de pasión
Dafnis y Cloe
Dígaselo con Valium
Esencia de mujer
Los viajes de Eros
Cuando fuimos agua
Victoria y el fumador
La firma cristiana como marca
Un degustador de fútbol
de los de antes
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Putas de fin de siglo
Marcel Proust
La raza de los malditos
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Pasiones fugaces
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La mutación del primo
mentiroso
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Bäsle, mi sangre, mi alma
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Último desembarco
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La isla inútil
Antonio Gómez Rufo
El señor de Cheshire
Antonio López Alonso
Ecos de un dios lejano
Varios autores
Antología del relato español
Miguel Ángel de Rus
Donde no llegan los sueños
Miguel Gómez Yebra
La clepsidra de Neptuno
Aurelia Mª Romero
Velázquez; la magia
Carmen Matutes
Círculos concéntricos
José Enrique Canabal
Luna de papel
del espejo
JAZMÍN
COLECCIÓN INCONTINENTES
Miguel Mihura
Ramón de España
Alfred de Musset
Longo de Lesbos
José L. Alonso de Santos
Álvaro Díaz Escobedo
Pedro Antonio Curto
Antonio López del Moral
Alberto Castellón
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Joaquín Leguina
Cuernos Retorcidos
Francisco Legaz
Trazo blanco sobre lienzo
Joaquín Sánchez Vallés
El juglar de Languedoc
Manuel Cortés Blanco
Mi planeta de chocolate
blanco
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Cuatro negras
237 razones para el sexo,
45 para leer
Las aventuras de Dios
Ediciones
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Ediciones
Irreverentes
Ediciones
Irreverentes
Antología
250 años de terror
Isabel María Abellán
El silencio perturbado
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A NDRÉS F ORNELLS
JAZMÍN SIGNIFICA
AMOR VOLUPTUOSO
Colección Incontinentes
Ediciones Irreverentes
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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad
o parte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.
© Andrés Fornells
De la edición: © Ediciones Irreverentes
marzo de 2009
Ediciones Irreverentes S.L
http://www.edicionesirreverentes.com
[email protected]
ISBN: 978-84-96959-32-3
Depósito legal:
Diseño de la colección: Absurda Fábula
Imprime Publidisa
Impreso en España.
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Son muy elogiables obras de caridad:
dar de comer al hambriento, de beber al sediento,
y sexo al muy necesitado, gratis y con agrado.
C UALQUIERA , O YO POR EJEMPLO
Nada es tan frágil como la ilusión y,
sin embargo, el mundo entero pende de ella.
VALENTÍN M ORAGAS ROGER
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La totalidad de los personajes de esta humilde novela son
entes de ficción. Y lo mismo afirmo del todavía más
humilde argumento. Cualquier parecido con la realidad,
que pudiera surgir, sería pura y asombrosa coincidencia,
de la que de ninguna manera me consideraría culpable.
E L AUTOR
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CAPÍTULO I
Lela abre hasta la mitad la hoja acristalada de la ventana de aluminio,
imitación de madera nudosa, de su pequeño dormitorio. Echa una mirada indiferente al exterior. Sus medio adormilados sentidos perciben el
agresivo estruendo del tráfico y el presuroso circular de los transeúntes.
Cierra los ojos al sentir sobre sus sonrosadas mejillas la caricia del vientecillo fresco de finales de invierno; viento que trae ya algunos efluvios
aromáticos anunciadores de la cercana explosión primaveral, y que provienen del jardincito de los inquilinos que ocupan la planta baja de este
bloque de pisos modestos.
Su hermosa faz adolescente, expresa ahora deleite. Se mentaliza
positivamente: «Ser feliz depende por completo de mí. Motivos para
serlo, me sobran. Hoy no tengo instituto. Ayer saqué un siete en Mate y
otro siete en Lengua,. que son mis mejores notas en lo que va de trimestre. Y antes de levantarme me toqué, y he pasado un gustazo de escándalo. El sábado, a confesarse tocan. Y el padre Luis, tan
maravillosamente discreto siempre, no me preguntará dónde me toco,
ni tampoco cómo. La cara me estallaría de vergüenza si tuviera que
detallárselo. Tampoco me pregunta con cuánta frecuencia lo hago.
Debe pensar que es una sola vez y no todos los días, por la mañana, por
el mediodía y finalmente por la noche –está última es la mejor, porque
estoy más relajadita y el gustito se alarga más–. ¡Dios mío, es que es una
cosa tan rica! En cuanto se vaya mamá me llenaré el baño de agua
caliente y...»
–¡Lela! ¿Has hecho ya tu cama?
La voz interrogante materna viaja desde la cocina hasta la muchacha, sobresaltándola. Esto de sobresaltarse es algo que le ocurre siempre que la sorprenden abstraída. La disgusta. Hay tantas cosas que la
disgustan. Demasiadas.
–La hago enseguida, mamá.
Lela cierra la ventana del todo para evitar que entre polvo de la
calle, ese maldito polvo que luego tiene que limpiarse.
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–Antes de marchar a la oficina voy a pasar inspección, y como no
esté hecha tu cama ya sabes, ¿eh? –amenaza la autora de sus esplendorosos días.
–Sí, mamá, lo sé, no me dejarás salir esta tarde –dice Lela resignada, mascullando por lo bajo para que no pueda oírlo la madre–: Sí, sargento mayor. ¡Mierda de cuartel!
Su propósito de tener un día completamente feliz acaba de recibir
el primer revés. Dos minutos raspados le lleva hacer su cama. Lela no
entiende por qué le causa una pereza tan grande realizar cualquier labor
doméstica. Es evidente que existe en ella un fuerte e inevitable sentimiento anti-ama de casa. Los músculos de su cuerpo entero se rebelan
contra cualquier tipo de trabajo hogareño, y se le muestran lacios, inactivos, renuentes. Por el contrario puede tirarse bailando, sin cansarse,
horas y horas. Claro que esta energía extra la saca de las peligrosas anfetas, que sólo de tarde en tarde se arriesga a tomar. Les tiene miedo. Probablemente exageran sus detractores sobre el daño que causa al
organismo; pero es bien cierto que estos estimulantes han ocasionado
ya varias muertes. Como hoy en día se adultera todo... Y jugar a la ruleta
rusa no le atrae lo más mínimo. La vida es tan hermosa, que la posibilidad de perderla le aterra.
Se acuerda de su amiga Cheli. Cheli les tiene todavía más miedo
que ella a las drogas. Cheli sí lo pasa fatal en el confesionario. La parroquia de su barrio, a la que acude a liberarse de sus culpas. Tiene un confesionario atendido por un curita joven, preguntón, supercurioso,
fisgón, que con el mayor morbo la exige que le explique con todo tipo
de detalles sus transgresiones voluntarias de las sagradas leyes de Dios.
Lógicamente, por su causa, Cheli sufre unos bochornos de muerte.
¡Qué espanto verse forzada a pormenorizar una cosa tan íntima, a los
inquisidores oídos de un completo extraño! «Cada vez te ponen más
difícil lo de ser un buen cristiano», se queja su mejor amiga, y con toda
la razón del mundo–. Luego les extraña a los del clero que cada vez acuda menor número de gente a las iglesias. Porque vamos a ver: ¿qué daño
le hace una a nadie sacando un poquito del muchísimo placer que guarda encerrado dentro de su cuerpo? Evidentemente ninguno. En realidad, si quienes dirigen la Santa Iglesia fueran menos tradicionalistas,
carcas y cerrados de mollera, recomendarían incluso su práctica.
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–¡Lela! ¿Has visto mis pantis nuevos, los negros?
Ahora la voz que sobresalta a la muchacha es la de Gema, su hermana mayor, áspera, diametralmente opuesta a la melosa que usa en la
oficina cuando les habla a los clientes por teléfono, y no digamos cuando se dirige a Richard, el guaperas de su jefe. Richard, un metro noventa
de estatura, atlético, ojos verdes, pelo negro como ala de cuervo y una
boca sensual por la que acostumbra asomar su lengua sonrosada, provocadora, cuando le dicta la correspondencia del día. Richard está casado, no tiene hijos ni quiere tenerlos. Considera que su vida suma ya
sobradas complicaciones. La principal de ellas una esposa impuesta a la
que aborrece con toda su alma. Los matrimonios que arreglan los
padres con sus respectivos hijos, raramente funcionan bien. El único
placer que le saca Richard a la vida, aparte del que le produce ganar
dinero con sus negocios, se lo procura Gema, con la que él lleva casi un
año de relación adultera.
–¡No he visto tus pantis para nada; ni ganas, gritona! Si no fueras
tan dejada, y ordenaras mejor tus cosas, las encontrarías cuando te
hacen falta.
Gema se ha levantado de mal humor. Lo contagia a los demás
miembros de su familia. Sienta fatal a su carácter acostarse tarde y tener
que asistir al día siguiente a su trabajo muerta de sueño, cansancio, y
algo de resaca. Para que su madre no se entere y la regañe por ello, suelta un chorro de tacos gordos, en inglés. Guillermina, mira reprobadoramente a su hija mayor. Se queja:
–Si yo hubiéramos sabido que ibas a emplear los idiomas que te he
hecho estudiar, para decir cosas que yo no entiendo, no me habría gastado todo el dinero que me he gastado mandándote a buenas academias.
Lela aparece en el salón. Su hermana está levantando todos los
cojines, por si aparece debajo de alguno de ellos la prenda extraviada.
Interviene la más joven de las dos hermanas:
–Esos pantis tienen que estar dentro de tu cuarto. ¿Entro y te ayudo a buscarlos? –ofrece.
Su buena voluntad recibe un improperio en la lengua de Shakespeare, cuya letra inicial es la «f».
–Por ahí que te den a ti, rica, que a lo mejor te gusta... Que a lo
mejor lo has probado ya y no has querido contármelo…
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Gema se mete dentro de su dormitorio, rezongando.
–¿Qué ha estado diciendo esa loca? –quiere saber la madre asomándose a la puerta de la cocina, secando sus manos en el delantal con
media docena de recetas culinarias estampadas en él.
–No quiero escandalizarte, mamá. Aparte de que si lo repito tendré encima que confesárselo al padre Luis. Y ya sabes lo que entristecen
a ese hombre bonachón los pecados, aunque sean pecados ajenos.
–¿Tan gordo ha sido lo dicho por tu hermana? –se escandaliza.
–Más. Por qué no le prestas esos pantis tuyos, los que sólo te
pones para ir a los entierros, y dejas que se vaya de una vez esa gritona,
mamá. Al vestido que se ha puesto no le va otro color.
–¡Ay, que presumidas me habéis salido, hijas! Cuando yo tenía
vuestra edad me conformaba con cualquier cosa.
–Cuando tú tenías nuestra edad todas las chicas se conformaban
con cualquier cosa, mamá. Y ahora no es así. Si vas zarrapastrosa enseguida te critican, se burlan de ti, te llaman miserias, muerta de hambre,
patética, cochambrosa.
Se desplaza la madre a su dormitorio. Regresa de inmediato con
los pantis de asistir a los sepelios.
–Dáselos tú, porque como empiece de nuevo a decir cochinadas
en extranjero le voy a contestar en español y la vamos a liar. Y no me
conviene para la tensión, que la muy condenada con los disgustos se me
sube como una nave espacial.
Lela atraviesa, risueña, la puerta del cuarto de su hermana.
–Toma los pantis y tranquilízate, no te llegue la menopausia antes
de tiempo.
Recibe una mirada furibunda acompañada de una injusta acusación:
–Así que los tenías tú, ¿eh, arpía?
–¡Trágate esas palabras, infame calumniadora! Son los pantis que
se pone mamá para ir a los entierros.
La mano que estaba adelantando Gema, da un salto atrás como si
acabara de mordérsela una víbora.
–¡Fuck you up!
–Que te foquen a ti, desagradecida.
Gema se concede dos segundos de reflexión. Vence la superstición
sobre su sentido común. Las medias que han concurrido a varios sepe-
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lios seguro que la traerán mala suerte. Va hasta el armario ropero abierto. No se lo piensa más. Se quita el vestido que lleva, coge un traje de
chaqueta y se lo pone. Lela observa desde la puerta, con ojos cargados
de admiración, el voluptuoso cuerpazo de su hermana. ¡Con razón los
tíos se pirran por ella! Con razón tiene dos amantes, ambos casados y
haciéndole de continuo regalos caros. Con razón ha dejado de confesarse. No quiere causarle un infarto al pobre padre Luis que la conoce desde el bautismo, la ha tenido siempre por virtuosa aprovechadora de
todos los buenos consejos y buenas enseñanzas que él le ha suministrado, con pródiga generosidad, a lo largo de varios años.
–¡Vaya! Ahora tengo que ir al servicio –masculla la malhumorada
Gema al pasar como una exhalación por el lado de su hermana pequeña–. En vez de estar ahí parada como un poste de teléfonos podrías
recoger mis cosas, asear un poco mi cuarto y hacer la cama. Hoy no tienes otra cosa que hacer que calentar tu culo virginal sentada en el sofá.
–Las cosas se piden por favor, maleducada.
La madre de ambas ha terminando de preparar los desayunos. Se
lamenta:
–¡Dios mío, qué existencia tan triste la mía! La primera mitad de mi
vida me la arruinaron mis padres, y ahora mis hijas me están arruinando
la otra mitad.
Lela que ha llegado a tiempo de escucharla, apunta zalamera:
–Tendrás tú queja, mamá, que tienes dos hijas que te adoran.
–Sí, sí, menuda adoración. Para abusar de mí, es para lo único que
me queréis.
Se hace la dura, pero las palabras de su hija pequeña la han enternecido. Sabe que, sin llegar a la adoración, las dos la quieren.
–¿La señora sargento no pasa revista a mi cama?
–No tengo tiempo ahora –deja Guillermina encima de la mesa las
dos humeantes tazas de café con leche para sus hijas.
–¡Oh, qué bien huele todo, mamá! Eres un sol –comenta Lela dándole un goloso repaso visual a las tostadas, los dos huevos duros, el
bacón, la mantequilla y la mermelada.
Gema se reúne con ella. Agitada como siempre y corta de tiempo.
Va de pasarela. ¡Arrebatadora! Se ha quitado el traje chaqueta y lleva
ahora un vestido de chiffon oscuro largo hasta los pies, sujeto sobre sus
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hombros con dos tirantes, escote de escándalo, y zapatos sostenidos
por dos afilados estiletes. Colgada del brazo una trenca. Dos sueldos
mensuales le ha costado lo que lleva puesto. Lela admira la facilidad con
que mantiene su hermana el equilibrio encima de esas altas y difíciles
plataformas. Ella tendrá que empezar a aprender a andar desde esa elevada altura. Las piernas de una mujer con este tipo de calzado se alargan y adquieren una elegancia máxima. Cuando se vayan Gema y su
madre se entrenara a caminar sobre un par de zapatos de su hermana.
Es algo que cuesta bastante más que el hacer equilibrios sobre un par
de patines. Las tres mujeres han impregnado la estancia con sus tres
diferentes perfumes.
–Mamá, voy a tomar únicamente el café. No tengo tiempo para más.
A Guillermina la contraría, y no poco, la decisión de su primogénita. Ella pertenece a una generación convencida de que una buena alimentación significa, sin la menor duda, una buena salud.
Repentinamente su mirada va a parar al retrato de su difunta madre,
cuadrito dueño absoluto de una de las paredes de la cocina, y cuyos ojos
tristones, con marcadas ojeras, la miran con lástima. Luce la difunta un
moño en forma de donut que sobresale por encima de su pelo delantero
todo aplastado. Su boca, levemente entreabierta, da la impresión de que
puede romper a hablar en cualquier momento.
–¡Ay, mamá, qué suerte tan grande tuviste al marcharte tan pronto
a la gloria! Te ahorraste ver lo rápido que se va deteriorando este pobre
mundo nuestro. A tal punto de deterioro ha llegado ya que a la gente de
bien se nos están quitando hasta las ganas de seguir viviendo. Mares, tierras y cielos les tenemos atrozmente contaminados. Hay más coches ya
que personas. Más malhechores que gente honrada. Los precios de las
cosas siempre subiendo y nunca bajando. Las cifras de católicos disminuyen en lugar de aumentar. Y esta juventud de ahora los fines de semana hacen de la noche día, y del día noche. Y beben como cosacos y se
drogan como mandarines –Guillermina ha leído hace poco un artículo
que desvelaba la adicción que algunos altos cargos chinos tuvieron, en
el pasado, a las substancias opiáceas.
Gema se bebe el café con leche de un solo trago. Reprueba mientras devuelve la taza al platito, las dos piezas únicas supervivientes de un
regalo de boda materno:
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–Qué teatrera eres, mamá. Cuánto te gusta dramatizar.
Suspira Guillermina echando la espalda atrás. Durante un par de
segundos sus tetas caídas recobran la posición que alguna vez tuvieron.
Compone expresión de víctima. Pide con esa falta de fe de quienes
saben de antemano que serán derrotados:
–¿Quieres hacer el favor de seguir sentada y desayunar como Dios
manda, Gema?
–No tengo tiempo ni quiero, mamá. La chivata de la báscula me ha
dicho esta mañana que he engordado cien gramos.
–Entonces yo he trabajado para nada, vamos. Para tirarlo –abandona una de sus manos la zona del lumbago para señalar el sándwich de
jamón y queso que le ha preparado.
–Imposible, mamá. Me voy volando.
–No te preocupes, mamá –interviene Lela–. No tendrás que tirar
nada. Yo me comeré, además del mío, el desayuno de esta desagradecida.
Le lanza Gema una mirada de malsana envidia.
–Y esta niña repugnante que puede comer como una cerda y continuar conservando ese cuerpecito de sílfide –masculla.
Guillermina se cuelga una medalla.
–Lela ha salido a mí. Yo tenía a su edad el mismo metabolismo maravilloso. Podía pasarme el día comiendo y no engordaba. Pero esa prodigiosa cualidad se fue al garete cuando quedé embarazada de vosotras. Este
es otro perjuicio que os debo, hijas desconsideradas, haber perdido por
vuestra culpa la figura tan espectacular que tenía antes de engendraros.
Aproxima a sus ojos la punta del delantal.
–Mamá, déjate de sentimentalismos, que te afean.
Gema planta dos sonoros besos en el rostro de su progenitora y
abandona con prisas la cocina.
–No olvides tu bolso y las compresas.
Sus palabras en absoluto sorprenden a su hija mayor. Saben, tanto
ella como su hermana menor, que desde que les vino la primera regla su
madre les viene vigilando la menstruación. Tiene tanto miedo a que se
las dejen embarazadas.
–¡La unidad familiar de esta casa se está desmoronando! –grita Lela
a la que se marcha–. ¡Antes solías besarme a mí también, descastada!
Le devuelve la otra un desabrido extranjerismo.
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–Cómo me arrepiento de haberos animado a estudiar idiomas
–repite Guillermina–. ¿Qué ha dicho ahora tu hermana, Lela?
–Mejor no te lo digo, mamá. Quiero ahorrarte una amargura más.
Ametrallan el enlosado los estiletes que calza la secretaria jefe de
la empresa multinacional Anjasemar. Lela y su madre se levantan de la
silla para verla marchar hacia la puerta de la calle. ¡Gema es tan elegante,
tan segura de sí misma!
–Di por lo menos adiós y gracias, mal educada –le lanzan ahora, a
dúo, risueñas.
–¡Zut, bordel! –responde la destemplada políglota.
Cierra la puerta de golpe. Ha dado con frecuencia portazos más
fuertes que éste. Deplora Guillermina dirigiéndose a su hija menor:
–¡Ay, Señor! Qué cambio tan enorme el que ha dado tu hermana
en los últimos años. De niña era tan buena, tenía ese carácter tan alegre,
tan manso, tan dulce, tan obediente y servicial. Cualquier cosa que le
mandaba me la hacía al instante, y con gusto. ¿Qué crees tú, Lela, que ha
podido ocurrirle para haberse convertido en la fiera agresiva que es
ahora?
–Una cosa muy simple la que le ha ocurrido, mamá: ha sumado
años.
Nueva mueca a cargo de Guillermina. Coge el pico del delantal
otra vez y se lo lleva a los ojos, tras quitarse previamente las gafas de
miope. Sacude la cabeza.
–¿Has escuchado el lenguaje tan soez que suele usar tu hermana?
Pues para que veas cuanto han cambiado las cosas, en mis tiempos el
taco más gordo que decíamos, y debíamos estar muy, pero que muy
enfadadas, era mecachis en la mar. Y ahora mencionáis lo innominable
como si tal cosa. ¿Sabes si se sigue confesando tu hermana?
–Lo ignoro. Sin embargo, tengo serias dudas al respecto.
Expone Guillermina cierta esperanza en sus próximas palabras:
–Tú nunca te desviarás de la senda recta y segura que conduce a la
salvación del alma, ¿verdad, nena?
Lela se pone de un colorado subido. La confianza que su madre
tiene depositada en ella la abochorna. Ésta advierte su cambio de color
facial e inquiere repentinamente solicita, preocupada:
–¿Te encuentras bien, mi cielo?
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–Creo que sí. ¿Te has fijado en la hora que es, mamá?
Busca la mirada de su progenitora el inflexible reloj de pared
redondo como un queso clásico, sólo que en lugar de servir para que le
coman los demás se come él los segundos, los minutos y las horas.
–¡Dios santo! Sirviendo a todo el mundo me olvido de mí.
Guillermina se libra del delantal y lo deja encima de una silla. Lela
ha comenzado a dar buena cuenta del sándwich de su hermana. Un
mohín de disgusto aparece en su bello, todavía aniñado, semblante. Está
ya frío el queso. Las cosas, como están más buenas, es recién hechas.
Su madre abandona la cocina y reaparece dos minutos más tarde
con su rebeca puesta y cogido de la mano el bonito bolso negro que sus
hijas le regalaron el día de su cumpleaños. Guillermina limpia por las
mañanas la consulta de un dermatólogo y a continuación realiza para él
la función de secretaria. El médico, que trata enfermedades de la piel,
se llama Gervasio, es soltero y misógino. Odia a todas las mujeres
menos a dos, que son Guillermina y su santa madre con la que vive y
que lo cuida y mima como jamás sería capaz de hacerlo ninguna otra
mujer de este planeta.
–Mira, nena. Tengo la lavadora marchando. Lo único que tienes
que hacer cuando termine el programa es sacar la ropa y colgarla del
secadero. Ten mucho cuidado no se te caiga alguna prenda a los pisos de
abajo, ¿oyes? ¡Ah!, y arregla los cojines del sofá. Están amontonados y
aplastados de mala manera. Lástima de regalo que me hizo mi hermana
Conchi, con esos preciosos bordados de punto de cruz.
–Ve tranquila, mamá. Seguiré al pie de la letra tus estrictas órdenes.
Última recomendación:
–Y estudia un poco hoy que tendrás tanto tiempo. No estés siempre
aprobando por los pelos, causándonos preocupación a tu padre y a mí.
–Peor sería que no aprobase ni por los pelos ni por nada, como
hacen la mitad de mis compañeros de clase, mamá.
–A mí no me importa lo que hagan los demás, sino lo que haces tú.
¡Ah! y no le abras la puerta a nadie, que todos los ladrones de Europa se
han venido aquí, a nuestro país. Y es que en cuanto se enteraron de que
aquí vivimos bien, tenemos un clima maravilloso y somos muy blandos a
la hora de aplicar las leyes, han venido aquí a quitarnos lo poco que tenemos y que tantos sufrimientos y sacrificios nos ha costado conseguir.
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No sé ya que es peor, si irse de emigrante como fue tu abuelo, o que los
emigrantes se vengan aquí. Y no olvides cortarte las uñas de las manos,
que las llevas ya demasiado largas y no te las pintes de negro que es color
muy lúgubre, muy funerario y a ti, tan jovencita, no te favorece nada.
–Mamá, que estás tú muy pasada de moda para opinar sobre ciertas cosas. Perteneces a una generación antediluviana.
–No me faltes al respeto, niña –demasiado cansada para mostrarse
severa–. Y lava todos los cacharros del desayuno, cielo.
Se ofrecen mutuamente las mejillas para el intercambio de besos.
–Sí, haré cuanto me has exigido, pero luego no me grites si vuelvo
a casa un poco tarde algún fin de semana -trata de sacar ventaja su hija.
–¿Un poco tarde llamas tú a presentarte aquí a las dos de la madrugada hecha unos zorros y con unas ojeras que te llegan a los pies? –se
escandaliza Guillermina.
–Tienes razón, mamá. Eso se llama llegar temprano.
Su intento de chiste fracasa. La mujer que le ha dado la vida pliega,
con gesto de censura, sus labios discretamente pintados. El misógino de
su jefe odia a las mujeres llamativas. Lela escucha el fru-fru de su falda y
el zapateado casi insonoro de su calzado de tacón bajo. Guillermina es
la única de la familia que cierra con suavidad la puerta de la calle.
Lela suelta el eructo reprimido hasta entonces. Levanta sus brazos
y hace el numerito egipcio de mover el cuello a un lado y otro. ¡Ah!, toda
la casa para ella sola. Gira el dial del transistor. Música guay llena la
estancia. Bailando traslada los cacharros del desayuno desde la mesa al
fregadero.
–¡Uf, coño!
Ha estado cerquísima de caérsele al suelo la única taza superviviente de las favoritas de su progenitora. Abre el armarito donde guardan utensilios y productos de limpieza. Coge la fregona:
–Ven aquí, cachondo mío, que nos vamos a marcar tú y yo esta
rumbita sabrosona. ¡Azuquita! Que se muevan sensuales esas caderas,
mulato guapetón. Fíjate en mí que me cimbreo como una espiga de oro
mecida por la brisa primaveral, como el otro día me dijo por la calle un
viejo saleroso, al pasar por mi lado.
«¿Quién fue el que me dijo que tengo la flexibilidad de una Paulova? Antonio Jesús. Tuvo que explicarme quien fue esa señora. Es un
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sabiondo, un empollón sin gafas. Pobrecito. Está loco por mí, y todo lo
más que él me inspira es pena. A mí me gustaría conocer un hombre
como el jefe de mi hermana. Mitad playboy, mitad bandido. Atlético,
guapo, con espeso, brillante cabello negro y esos grandes ojos verdes
rodeados de oscuras y espesas pestañas. Siempre bien trajeado, bien peinado, impecable el tío. Con su toque de misterio. Impasible y monosilábico un minuto y al minuto siguiente encantador, charlatán, gracioso,
sensible. Que me enamorara diciéndome que mi cuerpo parece una
maravillosa serranía con hermosas, ondulantes colinas y sublimes hendiduras. Entre los chicos que conozco, el más interesante es Chano Catero: la estrella rutilante del equipo de baloncesto local. Superguapo,
cínico, conquistador. Todas las chicas suspiran por él. Y él se aprovecha.
Va libando de flor en flor. Ningún ligue le dura más de una semana. Y
tiene tanto dónde escoger. A sus entrenamientos acude una numerosa
corte de admiradoras supercalientes. Y encima sus padres tienen dinero.
Le han regalado un descapotable colorado que él conduce a velocidad de
vértigo. A mí no ha vuelto a molestarme después que yo, por dos veces,
rechacé la invitación a salir con él. Me moría de ganas, pero me dio coraje su seguridad, su convicción de que caería, como todas las otras, rendida a sus pies. Yo me valoro bastante más que eso. Así que lo trato con
indiferencia, como si le considerase poco menos que una colilla. He asimilado muy bien las enseñanzas de mi hermana. Con los hombres hay
que hacerse mucho de rogar. Vamos, a no ser que quieras convertirte en
un putarrón que va de cama en cama y terminan los tíos pasándote de
uno a otro como si fueras un trapo sucio. La que fácil se les entrega, fácil
es usada y tirada por ellos. ¡Menudos aprovechados sin conciencia son!»
Lela ha limpiado todo sin apenas darse cuenta. Cuelga el paño de
secar –ahora empapado– sobre el respaldo de una de las sillas, imitando
así a su madre. Desconecta el teléfono para que nadie pueda molestarla.
Dirige una mirada de refilón al televisor. Le recrimina:
–Eres una mierda. Me has fastidiado los programas de anoche y
los que podría ver esta mañana.
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CAPÍTULO II
A continuación pasa a su dormitorio. Empieza a desnudarse frente al
alargado espejo del armario ropero. Realiza una especie de strip-tease
amateur, con seductora lentitud como dice su hermana que hace delante
de sus amantes. ¡Que no sabrá Gema! Un día –curiosa insaciable– Lela
le preguntó a qué sabía el semen de los tíos y Gema le contestó que a
mayonesa. «Lo que nos reímos cuando, en mi inocencia, la dije que ella
podría, alguna vez, si estaba hambrienta, untarlo en pan y comérselo.
¡Qué guarrerías se me ocurren a veces! ¡Es de vergüenza!»
Ya está Lela como su madre la trajo al mundo. Una sonrisa de
absoluta satisfacción se extiende por su bonito, vivaracho semblante.
–Aquí tenéis, señoras y señores, delante de vuestros pasmados
ojos, la obra suprema, perfecta de la naturaleza. Nunca antes ella creó
otra igual, ni volverá a crear ninguna más. Agotó su talento creador
–anuncia en un tono graciosamente rimbombante–. Ojos enormes,
intensamente negros y bellísimos, boca grande, sensual, que mi hermana dice fue creada al igual que la suya, más para el placer que para la
conversación; cuello largo, elegante; espléndida melena azabache
cubriendo parte de mis hombros. Pechos medianos, firmes como piedras, agresivos, con los puntiagudos caracolitos morenos mirando fijamente al frente –los rozo con mis dedos e inmediatamente, como
soldados bien disciplinados, se me ponen tiesos–. Ajá, lo que acabo de
decir, un simple pellizco y ya los tengo convertidos en dos gozosas aceitunas. Caderas de ánfora, piernas bien torneadas y una piel tan sedosa
que hasta a mí me da gusto tocarla. Y de mi virginal estuchito del placer
supremo me ocuparé ahora mismo. Fin de mi panegírico personal.
Señoras y señores, hasta otra. Quédense con la envidia y la calentura
que les he despertado a todos ustedes. ¡Amén!
Pensar en lo que realizará a continuación excita ya a Lela provocándole un delicioso, intenso calorcito que le nace en las rodillas y la
cubre hasta el mismo ombligo.
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Se trae el taburete y el espejito de su tocador. Se sienta delante del
pulido cristal azogado. Entreabre sus espléndidas piernas dobladas por
las rodillas y aparece en su voluptuosa totalidad el triángulo de pequeños rizos negros. Coloca en su mano izquierda el espejito de manera
que pueda verse la mayor intimidad que posee, manteniendo una postura cómoda. Una vez conseguido esto, la mano derecha entreabre con
mal controlada, trémula impaciencia los rosáceos pétalos virginales. Se
estremece. Una oleada de calor transforma en fuego cada gota de sangre que corre por sus venas. Sopla quitándose el delgado mechón de
cabello que le ha caído sobre un ojo. Saluda con voz cargada de ternura:
–Hola cosita linda. Qué hinchadita te has puesto ya. Te mueres de
ganitas de que yo te dé mucho gustito, ¿verdad? Pues voy a complacerte.
Dos dedos ansiosos se posan sobre el lujoso, ardiente adorno de
palpitante carne nacarada. Lo someten a lenta frotación. Arriba, abajo,
centrifugado. Suspiros, jadeos. Los muslos ebúrneos no pueden estarse
quietos. Tiemblan. Se tensan, se aflojan, se abren, se cierran.
–Qué te gusta esto, ¿eh piquito sinvergonzón? ¡Uf, qué rico! Mi
hermana dice que el placer que te da un buen pene es infinitamente
mejor que esto. ¡Dios mío, pues será ya la locura! Claro que la primera
vez le dolió bastante. Las novatadas se pagan. Tiene razón mi amiga
Cheli cuando dice que no es lo mismo que te claven un alfiler en el lóbulo de la oreja, que esa enorme cosa masculina dentro de tu cosita estrecha y extremadamente sensible. ¡Huy, qué gusto tan grande! Huy, ya me
vienen las olitas divinas. Las olitas celestiales… Las olitas enloquecedoras… Las siento... Las siento venir... ¡Las siento cada vez más cerca…!
¡Van creciendo... creciendo...!
Tiemblan las espesas, largas, curvas pestañas de Lela, su lengua
rosada dibuja circulitos húmedos alrededor de sus entreabiertos y carnosos labios. Su aliento es una dulce, cálida brisa de almizcle. Está preciosa en su sofoco, con parte de su cabellera endrina caída en cascada
sobre parte de su cara. El corazón le late como paloma batiendo alas,
buscando escapar de su encierro. Gemidos gozosos escapan de su boca
gordezuela, de perfiles todavía aniñados. Abrasa el resorte que pronto
le abrirá las compuertas que retienen el fluido mágico. Se vuelve vertiginoso el movimiento rotativo de los dedos frenéticos. Los muslos satinados de la ninfa fogosa se abren al máximo antes de cerrarse cuando el
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maremoto del placer vierte la totalidad de sus reservas, la inunda por
completo, haciendo inútil su intento de retenerlo más tiempo. Poderosas convulsiones sacuden el cuerpo de la muchacha. Un grito de salvaje
liberación escapa de su jadeante boca:
–¡Guaauuu! ¡Huy, huy, huuuuuuy.....!
Finalmente queda inmóvil, rendida, lacia, siente como la pleamar
le va retirando las aguas del deleite supremo. «¿Por qué no durará este
prodigio sensorial más tiempo, dos o tres horas por ejemplo?», se
lamenta. Siempre le queda después de masturbarse una sensación de
insuficiencia. Y es que lo bueno –en este caso buenísimo– no cansa.
Se observa en el largo espejo del armario ropero. Sonríe complacida. Constata:
–Tengo la cara roja como un tomate. Pero estoy guapísima y feliz.
Se dirige acto seguido al cuarto de baño. Pone el tapón a la bañera
y abre los grifos. Los regula hasta conseguir la temperatura que le gusta.
Sentada al borde del esmaltado recipiente se queda un momento ensimismada. Su imaginación vuela tan por libre que cuando regresa de
nuevo a la realidad no puede decir en qué ha estado pensando.
Se mete dentro del agua caliente. Apoya la nuca sobre el borde de
la bañera. Cierra los ojos. Qué divina sensación la que se adueña de
ella. Ni siquiera echa de menos la música del transistor. Invade su
mente un maremágnum de variados pensamientos. Ancla uno inesperado. Pepi, su compañera de instituto, una muchacha medio tonta que
se ha convertido en el hazmerreír de todos. Qué rara es la pobre.
Tuvieron que llevarla al psiquiatra porque cuando se ponía nerviosa en
clase le daba por comerse las gomas de borrar. Consiguió el alienista
cambiarle esta fijación por otra: comer caramelos. Notable mejora,
¿no? Ella admira mucho a los especialistas en enfermedades mentales y
nerviosas.
–Y luego dirán que no sirven para nada los psiquiatras.
Lela se encuentra tan a gusto allí en remojo que le entran ganas de
acariciarse otra vez. Le asalta una idea preocupante. ¿Será ninfómana
sin saberlo? No lo desea en absoluto. Entregarse a quince o veinte tíos
diarios y no sentirse nunca satisfecha ha de ser un muermo, un agobio, y
hasta una desgracia. No, no, lo dejará. Al mediodía, antes de que vuelva
su madre para hacer la comida, estará bien. ¿Y si estudiara un poco? La
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vida es sacrificio, es esfuerzo, le sermonea siempre su padre, y quien no
lo entiende así únicamente puede alcanzar una meta en la vida: ¡la ruina!
Abandona la bañera después de lavarse la cabeza con champú.
Envuelve su cuerpo juvenil con una toalla grande, y de colorines.
Lela al salir del cuarto de baño se sienta en el sofá a hojear una
revista. Le da pereza vestirse. Se siente cómoda cubierta con la toalla.
De pronto suena el timbre de la puerta. El agudo, insistente ruido la
sobresalta por lo inesperado. ¿Quién podrá ser? ¿Alguna vecina pidiendo azúcar, cabezas de ajos, sal...? Considera que si se hace la sorda,
quien sea que llama pensará que no hay nadie en casa y se marchará.
Pero el timbre toca con inquietante persistencia. La muchacha
duda. ¿Y si se trata de algo importante? Como no ha recordado conectar de nuevo el teléfono, igual han querido por ese medio comunicarse
con ella y no han podido. ¡Qué pesado el que sea! Qué perseverancia. Se
acerca a la puerta. Sus pies descalzos no hacen el menor ruido. Mira por
la pequeña, redonda mirilla de la puerta. Al otro lado de ella, con cara de
impaciencia un hombre de aspecto recio. Aparenta unos treinta y cinco
años. Rostro cuadrado. La espesa mata de pelo que cubre su cabeza
posee la forma del casco de un soldado romano. Expresión malhumorada en su rostro de facciones regulares, duras. Puede leer a la altura del
pecho de su mono azul: Empresa Marcuchi. Se explica inmediatamente
su presencia allí, se trata de un técnico que les han mandado para reparar el televisor averiado. Su padre ha debido avisarles desde su despacho
de la frutería. Pregunta, para asegurarse:
–¿Qué quiere, señor?
–¡Vaya, por fin! –masculla el que aguarda–. Tengo entendido que
tienen un televisor estropeado. ¿Quieren que se lo arregle, o no?
Influye en Lela el tono apremiante usado por este desconocido,
así que decide abrir la puerta. El hombre desarruga su ceño nada más
posar sus penetrantes ojos en esta preciosa adolescente que lleva por
toda vestimenta una toalla.
–Te estabas duchando, ¿eh, bonita? –comenta esbozando una
media sonrisa de troglodita amistoso.
–Bañando –corrige ella, haciéndose a un lado para que él pase.
El operario lleva en su mano una enorme caja de herramientas.
Luego de cerrar la puerta, Lela coge la delantera y lo precede hasta el
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salón. Puede sentir sobre ella la mirada ardiente del hombre, como si
fuera algo físico. «El tío guarro», condena mentalmente.
–Aquí está el aparato averiado –señala.
–¿Qué le ocurre a este cacharro? –pregunta el técnico mirándola a
ella y no al televisor, prendido en sus ojos un incandescente brillo de
lujuria.
–De repente se le fue la imagen. Pero el sonido funciona.
–Así que el sonido funciona, pero la imagen no...
–Eso es lo que he dicho.
Lela se echa para atrás con ambas manos sus cabellos empapados.
Este brusco movimiento por su parte trae como consecuencia inmediata que se afloje la toalla que lleva puesta y ésta caiga al suelo antes de
que pueda atraparla.
–¡Virgen de los santos capullos! –exclama el hombre contemplando, con ojos desorbitados de admiración, su bellísima desnudez.
Avergonzada a más no poder, como la grana sus aterciopeladas
mejillas, la muchacha recupera la toalla. Pasan media docena de segundos antes de conseguir envolver su cuerpo con ella. Todo ese tiempo el
hombre la ha estado devorando con la mirada, sin preocuparse de la turbación y el sonrojo que su descarada actitud causa a la apurada Lela.
–Niña, pero qué maravilla de cuerpo tienes –dice extasiado, y
señalándose la bragueta acusa–: ¡Mira, mira, cómo me has puesto!
A veces a Lela le sale de dentro una perentoria necesidad de ser
insolente. Le ocurre así en este momento. A pesar de los rubores que le
acaloran el rostro, levanta la cabeza y mostrando un gesto desafiante
pregunta:
–¿Cómo le he puesto yo a usted, señor?
El hombre no aguanta que una mocosa, por buena que esté se le
insolente, y decide darle una lección. Baja la cremallera de sus pantalones. Mete una mano dentro de la abertura, a continuación saca fuera de
ella su enorme masculinidad erecta, y manifiesta justificándose:
–Así es cómo me has puesto. ¿Qué te parece?
Lela siente como el asombro abre sus ojos hasta casi salírsele de
las órbitas. Traga saliva. Jamás ha visto cosa igual. En realidad, ni tan
siquiera ha llegado alguna vez, desbordada al máximo su fantasía, a imaginarla.
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–Te has quedado sin habla, ¿eh, nena? Nunca contemplaron tus
preciosos ojos un ejemplar tan extraordinario como el mío. ¿A qué no?
Sé sincera. ¿Te gustaría tocarlo?
Ella consigue por fin mover la cabeza a un lado y otro. Su cabello
largo, todavía mojado, flagela su rostro. Su humedad la refresca, la saca
un poco de la absoluta fascinación en que ha caído. Y justo en este
momento suena el timbre de la puerta.
El sobresalto que sufren los dos les inmoviliza. El técnico suelta
en voz baja un chorro de maldiciones. Cruzan ambos la mirada. Llegan
a un inmediato acuerdo. No contestarán. Pero entones una voz femenina grita a todo pulmón:
–¡Abre, Lela! Soy tía Conchi. Sé que estás en casa.
Casi sintiendo ganas de romper a llorar de frustración, la muchacha dice al operario:
–Lo siento. Si no abro enseguida mi tía empezará a dar gritos
pidiendo ayuda a los vecinos. Guárdese ese grandote suyo. Si lo ve, a mi
tía podría darle un infarto; es solterona y padece del corazón.
El hombre suelta un rugido de jayán frustrado.
–¡Te abro enseguida, tiíta! –grita Lela.
Corre a su cuarto. En un santiamén se coloca un vestido por la
cabeza. Para no perder más tiempo, prescinde de ponerse ropa interior.
Mira hacia el profesional. Contempla con incredulidad su monstruoso
ariete. Él, notoriamente contrariado, lo devuelve a su escondite.
Lela marcha presurosa hacia la puerta. La abre. Queda perpleja al
ver que su tía trae el rostro abotagado y los ojos enrojecidos de tanto
llorar. Se echa en brazos de la muchacha. Con voz entrecortada, que
alterna con sollozos que parten el alma de tan tristes, la hermana de su
madre le explica que ha estado pensando en su malogrado Fufi, y ha
sufrido una terrible depresión que ha culminado con una tormenta de
lágrimas y unas terribles ganas de morirse.
–Y me he venido para acá antes de que se me ocurriera cometer
alguna barbaridad. Porque cuando me siento así de desgraciada me pongo de la cabeza que no sé lo que me hago...
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