Endiablao

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Novela
Jaime Rivas Díaz
Pacífico sur colombiano.
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Endiablao
Primera Edición: Octubre, 2014
© 2014, Jaime Rivas Díaz
Quedan estrictamente prohibidas, sin la autorización escrita del
titular del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las
leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamos públicos.
ISBN:978-958-465402-1
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A: María del Pilar Cuellar, mi fiel y amante compañera;
a María del Mar Rivas Cuellar y Luna Sofía Rivas
Cuellar, mis adoradas hijas, y a Benita Díaz, mi y
entrañable y valiente madre, fuentes permanente de apoyo
e inspiración.
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¡Diablo!, espíritu burlón, oh, oh, oh. Que tú no puedes
conmigo, ¡Diablo...!
Tito Cortés (canción popular)
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Capítulo 1.
Los tiempos del sol.
La noche anterior, el pueblo entero se había
despertado por los gritos de rabia y terror de la
abuela, que implorando al cielo para que Satanás
dejara su casa, daba patadas y manotazos a la pared
de madera, se revolcaba semidesnuda sobre su
humilde cama y sudaba a chorros como un animal
infestado por el mosquito del patacoré. El sueño la
venía persiguiendo desde hacía ya unas semanas
atrás, cuando sentada en la playa vio pasar al
hombre vestido de negro que la miró sonriente y
amenazador, bajo el sol ardiente de un Agosto sin
final que parecía extender sus días de sol y su clima
volcánico hasta terminar quemando las flores de los
patios, secando el agua de los pozos, matando los
peces en el mar y el río, alocando a perros y gallinas
y secando los sesos de los más viejos del pueblo.
Eran los tiempos del sol, estaban previstos en
la memoria de los más viejos del pueblo, según las
palabras de la abuela, ella había oído las
premoniciones de este tiempo y gritaba enloquecida
para que todos sus hijos, nietos, primos, sobrinos,
compadres y ahijados, rezaran porque ese tiempo
determinaba el final de todos y era mejor estar
preparados…
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Mero varao.
El viejo se percató que sobre el bajo de
lodo había una especie de lámina de zinc brillando
bajo los rayos del sol. Le pareció eso por la manera
como reflejaba la luz, pensó “quizás del techo de
alguna casa del río”. Sin embargo, no concluyó nada,
a sus setenta y tantos años había aprendido que el
dicho de Tomás era el más recomendable en estas
ocasiones: “hasta no tocar, no creer”. Entonces siguió
navegando, rodeando la playa que estaba creciendo
por la vaciante de la marea. Eran casi las diez de la
mañana, el sol azotaba el manglar y las gotas de agua
que se desprendían de los manglares eran como
miniaturas de cristal en donde se reflejaba y
multiplicaba el brillo del sol mañanero. Sólo se
escuchaban los golpes del sonido del canalete en el
agua, los ronquidos del manglar, y uno que otro
canto de pájaro. Volvió a mirar el extraño brillo sobre
la playa y ya no le pareció que fuera una lámina de
zinc. Su interés aumentó. Se detuvo y acercó la canoa
a la orilla. Respiró, como quien dice veamos a ver
qué pasa. Clavó el canalete en la playa, el barro cedió
y el canalete se hundió fácilmente; se dispuso para
acercarse a la extraña forma que había llamado su
atención. No tuvo que caminar mucho para que ésta
fuera dando su verdadera naturaleza. El viejo no
alcanzaba a comprender del todo, lo que veía era
absolutamente asombroso, nadie se lo creería: el
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mero más grande que había visto en su vida estaba
ahí delante de él, varao sobre la playa de barro que
poco a poco se hacía más grande por la vaciante. El
viejo sonrió desconcertado, tamaño animal se habría
quedado en seco por estar alimentándose de los
cangrejos y camarones de una caleta que había junto
al manglar, seguramente se quedó en una parte onda
y cuando bajó el agua no encontró por donde salir.
La vida del estero le había jugado una mala pasada.
Ahí estaba, dando los últimos aletazos y muriéndose
en su propio peso sobre el barro y bajo el sol.
El viejo dio la espalda y caminó hacia su
canoa. El animal era tan grande que no sabía si
podría llevarlo al pueblo. Volvió con un cabo y lo
midió. De largo tenía ocho brazas y de grueso, en la
parte de la cabeza, dos.
—Maldito animal, ¡Si tienes el tamaño de tu
desgracia!—Gritó el viejo. Su voz se multiplicó por el
estero.
El sol seguía braveando a secar todo. El
sombrero de paja del viejo ardía. Un sudor seboso se
escurría por su cabeza calva y su frente surcada.
¡Ocho brazas, ocho!, ¿Cómo hago pa´ llevármelo?,
¡Esto no lo puedo hacer yo solo! pensaba para sí
mientras caminaba alrededor del pez ahogado.
Pensó que podría ir al pueblo y traer alguno de sus
parientes para que le ayudara. ¿Cuál? ¿Quién le iba a
creer que se había hallado el mero más grande del
que la historia del pueblo tuviera noticias y que lo
había encontrado varao en una playa del estero? No,
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no le iban a creer, como tampoco le creyeron que al
viejo Luis Adriano se lo tragó un mero en la caleta
del Guabal. Eso no se lo habían creído aunque él les
había relatado momento a momento la angustia que
sufrió tratando de salvar a su padre mientras el mero
que habían atrapado en la calandra se lo estaba
tragando. El recordar esto lo hizo vacilar. Desde la
muerte del viejo Adriano, Atilano no era el mismo,
se sabía objeto de burla de los muchachos y de los
demás pescadores que nunca creyeron su relato. El
viejo Adriano sólo se había ahogado y no
encontraron sus restos, él, su hijo, no lo pudo salvar
porque seguramente se había quedado dormido
mientras el viejo Adriano estaba ocupado con el
calandro. Nadie le creyó que él y su padre habían
estado en la caleta del Guabal y que justo cuando
iban a terminar la faena sintieron que la línea de
nylon parecía enredada en el fondo.
— ¡Espérate mijo!—dijo el viejo Adriano, se
desnudó y se tiró al agua para desenredar el
calandró mientras que Atilano mantenía la canoa en
el sitio. Unos segundos después, el muchacho
apreció con asombró como las espumas del río se
ensangrentaron y el agua se tornó de un rojo
escarlata. Una mano desesperada cortó la superficie
del agua y Atilano pudo ver a su padre que trataba
de sacudirse de algo terrible que lo detenía en el
fondo. El terror lo invadió, se acercó rápidamente a
la proa soltando el canalete y agarrando un machete.
Cuando se iba a lanzar al agua, ésta ya se había
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