el cuento fado - Coordinación de Estudios de Posgrado

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EL CUENTO
FADO
Llegó cuando ya nadie la esperaba. Recibíamos sus cartas, cada día más espaciadas, mientras su
imagen se iba haciendo más confusa en el recuerdo, casi hasta convertirse en un nombre que por
lo extraño, despertaba nuestra imaginación, Umbelina. La tía Umbelina se había casado con un
joven portugués que llegó a Querétaro buscando documentación para complementar su estudio
histórico, que aspiraba a ser el más documentado y enjundioso de la ida del desgraciado
archiduque Maximiliano, que había vivido sus últimos días en esta ciudad. Galán, obsequioso y
amable, rápidamente había seducido a las jóvenes casaderas de la sociedad queretana y de ellas
Umbelina fue la que por sus gracias hogareñas y por su elevada estatura, lo cautivó. Esto de la
estatura no dejó de causar extrañeza, pues era vox populi que Umbelina Lozada, si bien tenía una
serie de irtudes: bella, amable, alegre, devota, buena cocinera, inteligente, estudiosa y mejor hija,
tenía un enorme defecto: era altísima y esto, en un país de chaparros, casi o sin el casi, la
condenaba a perpetua soltería.
En los bailes habitualmente se quedaba sentada. En una ocasión en la que un primo de los
Alcocer vino de la ciudad de México, fue al baile de presentación de la más pequeña de las niñas
Lozada y al ver a Umbelina sentada, tan bella como una virgen de Rafael, la sacó a bailar. Cuál no
sería su sorpresa cuando al levantarse, se fue desenrollando hasta alcanzar el metro noventa y
dos centímetros y a él no le quedó más remedio que tomarla entre sus brazos y bailar, mientras su
cabeza intentaba no reposar en su pecho, que era hasta donde él le llegaba, mientras ambos
trataban de no agobiarse con las amables y regocijadas burlas de los amigos. Desde ese día,
Umbelina sin perder la compostura decidió no ir a los bailes y mucho menos bailar.
Alvar do Figueroa era el típico portugués de hermosa cara semítica, barbado, de voz suave
y aire reposado, quien fascinado por la actitud atenta con la que Umbelina escuchaba sus eternas
disertaciones históricas, decidió pedirla en matrimonio y llevársela lo más pronto posible a su casa
en la Rua dos Bacalhoeiros, cerca de la Casa dos bicos. Todos los parientes fueron a despedirla, a
ella y a sus treinta maletas, en las que llevaba, ropa, juguetes, libros, discos, partituras, paquetes
con mole y un saquito llena de tierra de Cimatorio. En aquel tiempo, apenas terminada la Segunda
Guerra Mundial, ir a Europa y sobre todo a vivir, era una experiencia que conmovía no sólo a la
familia del viajante sino hasta a los amigos más lejanos y todos se fueron a despedirla a la ciudad
de México. Contrataron un mariachi, para que le tocara sones abajeños y Las golondrinas; ella
parada en la escalerilla del avión, ya vestida de negro, con un sombrerito ladeado con velo de
mosquitas, movió sonriente su rostro, como una girándula, hizo un gesto con la mano y
desapareció en las entrañas del avión.
Pasaron arios meses y finalmente llegó su primera carta. En ella, con un tono de forzado
optimismo nos contaba su asombro al contemplar por primera vez la ciudad blanco negro y azul de
Lisboa, que aparecía apenas escorzaba bajo la pertinaz lluvia de noviembre; el súbito despertar en
medio de los desgarrados gritos de las vendedoras de pescado; nos describía a las mujeres
portuguesas, siempre vestidas de negro, “como en Atotonilco”; su errabundo caminar por las
tortuosas calles de la vieja Lisboa. Era la carta típica de la tía Umbelina, pero hubo un párrafo que
nos llamó la atención: “Apenas llegamos y Alvar me llevó a su biblioteca. ¡No se imaginan ustedes,
cuántos, pero cuántos libros y papelotes tiene!, después de mirar ese caótico mundo de libros,
papeles y revistas me dijo: Umbelina, yo quisiera que desde mañana empezaras a ordenar todo
esto; mira: lo he puesto en aquel rincón. ¡Y a que no saben ustedes lo que me esperaba!, ¡una
pirámide, casi tan alta como la de Keops, de todo tipo y tamaños de libracos!. Los va a ir
sacudiendo, numerando y ordenando en los anaqueles pegados al techo. Allí tienes un banquito
que te servirá, pues como eres tan alta, con eso bastará para que hagas tu trabajo”.
No dejó de causarnos risa la situación de nuestra jirafa familiar convertida en bibliotecaria
ex-oficio, hecha una portuguesa messma.
Meses después nos llegó otra carta en la que nos contaba cómo la libresca pirámide iba
quedando reducida a las modestas dimensiones de una pirámide de Tlatilco. El problema era que
eso de los libros y las bibliotecas es como una especie de marea roja o cáncer; en lugar de
disminuir con la medicina del choque de la catalogación y el acomodo, se reproduce entusiasmada
en proporción geométrica; si ya quedaban arreglados unos anaqueles, al mes siguiente Alvar había
comprado cincuenta li BROS más. “Hace como dos meses que no salgo. Al principio y por las
tardes, me iba caminando, rua abajo hasta la Praca de Comercio y de allí al Fuerte do Belem,
desde donde contemplaba el Tejo y cuando me sentía nostálgica, imaginaba que en un barco
remontaba el río y llegaba hasta la vastedad atlántica y después de varios días, no se cuantos,
veía el fuerte de Santiago y el Castillo de San Juan de Ulúa. Sueños. La verdad es que Alvar y yo.
Yo más que Alvar, nos pasamos el día arreglando la biblioteca. La casa es como una isla del
silencio en medio de la algarabía del barrio. Alvar, y creo que su familia también, no abren las
ventanas, que herrumbrosas se van deshaciendo lentamente igual que las cortinas de oscuro
terciopelo, desde hace más de cien años. “El aire marino y la luz destruyen los libros. Por favor
cierra las cortinas. Obrigado, obrigadísimo”. Dice la sirvienta, que por cierto, aquí son
respetuosísimas, que debería conocer el Miradouro de Santa Luzia, desde donde se contempla
una vista maravillosa de los tejados de Lisboa y los espléndidos azulejos musulmanes del balcón
cerrado. Luego he sabido que en ese lugar, se reúnen los ancianos lisboetas. ¿Será que donna
Ana piensa que soy vieja? Apenas tengo veinticinco años”.
Pasaron seis años antes de que volviéramos a recibir carta de Umbelina. Preocupados,
hasta telegramas habíamos enviado, pero el silencio más absoluto fue la respuesta; finalmente una
Semana Santa Recibimos su carta. “No lo van a creer pero, por fin, ¡Oh Dios! He terminado de
arreglar la biblioteca de Alvar. Fue una tarea de Sísifo. Cada día empezaba mi tarea y al
anochecer, poco antes de tomar el té y poner mis manos sobre el bastidor, en el que está el tapiz
de punto de arraiolo que Alvar quiere que adorne el piso de la biblioteca, cuando mi respetado y
apergaminado esposo llegaba con una nueva ringlera de libros. He pasado seis años sin salir,
aunque tal vez soy injusta pues un día que Alvar llegó exultante de alegría porque le habían
mandado de Londres una preciada joya bibliográfica, me invitó a ir al Castelo do Sáo Jorge.
Quisiera poder explicarles, comunicarles mi gozo al respirar el aire marino y recorrer las
escalpadas y bellas terrazas del castillo. Fue como revivir. Tener nueva conciencia de mi cuerpo y
sus sentidos mientras contemplaba el solemne caminar de los pavo reales y el vuelo azabache de
los cuervos. En estos años, siempre sumida en la penumbra de la biblioteca o la focalizada luz de
las viejas lámparas victorianas, el deslumbramiento que sufrí allá arriba, mientras mis ojos
contemplaban el ambarino centelleo del Tejo fue algo indescriptible al mismo tiempo que un sordo
rencor hacia Alvar nacía incontenible en mi corazón. Alvar con una cortesía abrumadora, me había
ido esclavizando, aislando a grado tal, que ni el más macho de los jalisquillos de nuestra tierra,
hubiera soñado.
Tengo treinta y un años y vivo cautiva entre libros. Libros son mi horizonte y libros son mi
futuro. Yo, que amaba la lectura, he acabado por odiarla. Un día le pregunté a Alvar, por qué no
teníamos un hijo, encubierta manera de expresarle mis deseos reprimidos y él, amable y distante,
me contestó, tal vez, escandalizado de mis impulsos: “Umbelina, nosotros debemos estar por
encima de esas pasiones. Los libros son mejores hijos, no causan problemas y permanecen
siempre allí, en sus anaqueles... y de lo otro, tú sabes que para mí, el espíritu, la pureza de las
costumbres fundamental para el desarrollo de nuestra personalidad. Así es que, querida amiga,
olvidemos esta incómoda conversación. Mira, traje unos libros muy interesantes, puedes
acomodarlos allá cerca del retrato de Schopenhauer”. Callé, siempre callo y seguí acomodando
libros. Pero olvidemos todo, lo importante es que ya quedó todo ordenado. El tapiz de arraiolo, está
a la mitad, posiblemente porque Alvar se empeño en que hiciera un dibujo muy complicado y
apenas si trabajando sistemáticamente, hago una línea cada veinticuatro horas. Se imaginan
ustedes, el tapiz mide ocho metros cuadrados.
Después de esta carta, Ubelina dejó escribir por años. En Navidad recibíamos una tarjeta,
siempre del mismo diseño y cada vez más amarillenta. Como siempre fuimos mal pensados,
sacamos en conclusión de que Alvar había comprado algunas gruesas al mayoreo de tarjetas
navideñas, para enviarlas hasta que el diablo se lo llevara.
En 975 recibimos otra carta. Umbelina ya no ordenaba la biblioteca sino que atenta al
trabajo de su marido, sacaba y metía libros en los anaqueles superiores sin un momento de
reposo. A veces, por no decir siempre, cuando veía que Umbelina tenía una mirada soñadora,
Alvar la llamaba y la hacía buscar un libro, el que fuera más difícil de encontrar. “Queridos míos, no
saben cómo los extraño y como he llegado a aborrecer a este hombre. Nos hemos convertido en
dos viejos folios, apergaminados, olorosos a moho, carcomidos por la polilla del desencanto. El, a
pesar de cuanto estudia, no ha dejado de ser un académico mediocre y yo soy una sombra de
sombras vestida, el pelo restirado, la boca herméticamente cerrada. Un día, desesperada, rompí
los discos que traje de México. ¡Qué objeto tenía alimentar vanas esperanzas y recuerdos!. La voz
de Jorge Negrete despertaba en mí tan dolorosas añoranzas que seguirlo escuchando era una
prueba de desenfrenado masoquismo.
A veces, cuando la soledad amenaza con enloquecerme, salgo de la casa, con mi oscuro
sayal, pues vestido no se le puede llamar a esta tela sin forma que cubre mi desgarbado cuerpo,
negro y con cuellito de encaje, parezco hermana de la caridad; y así transformada, camino por las
calles, camino al río; a lo lejos escucho las voces que van jalonando mi paseo, voces que
desgarradas cantan fados, no los hechos para los turistas, sino el fado, que nace de la entraña
misma de la soledad y el dolor y yo lo oigo retumbar en las angostas paredes de mi pecho.
Llego a la Porta do Belem, que si para los viejos navegantes portugueses fue un puerto de
buena esperanza, que ya atisbaban en su añoranza desde las lejanas playas americanas, para mí,
es el imposible punto de partida de un viaje de retorno y allí en la parte más alta de sus almenas,
contemplo el horizonte mientras lágrimas de rabia e impotencia empañan mis ojos. Otras veces,
tomo el convoio y voy hasta Carcavelos y camino lentamente por sus platas. Pero me hace daño
ver a esos jóvenes, bellos, despreocupados, sanos, libres, mentiras yo me he convertido a los
cuarenta y cinco años en una vieja amargada.
Jamás habíamos recibido una carta tan amarga. El tío León pensó que era necesario tratar
de liberar a Umbelina del pesado yugo de un matrimonio infeliz, pero sus hermanas le dijeron que
en líos de casados lo mejor es no meterse, que “tú lo quisiste, fraile mostén, tú te lo ten”. Así entre
unas cosas y otras se fue pasando el tiempo.
Ese día llegó. Llegó cuando ya nadie la esperaba. Cuando de una manera u otra la
dábamos por perdida. Al principio no la reconocimos, sólo una cosa no había cambiado : su
jupiterina estatura. En realidad se había convertido en un altísimo esqueleto vestido de negro
desde los pies hasta la plateada cabeza. La abrazamos mientras ellas no veía con sus apagados
ojos tras unos enormes espejuelos. Las preguntas que le hacíamos parecían rebotes de un
vertiginoso ping-pong.
“Gracias a Dios, se lo llevó al éter, murió contagiado por un extraño hongo que producen
los libros viejos y que le perforaron los pulmones como si fuera un queso Emmental... ¿qué por
qué me viene?. Porque el día que lo enterramos en su pequeñísimo féretro, pues era casi un
enano, ¿lo recuerdan?, bueno pues ese mismo día un incendio arrasó nuestra casa... ¿qué cómo
fue?... no sé, tal vez, tal vez fue una imprudencia mía, pues dejé caer sobre los alambres desnudos
de una lámpara de la biblioteca, que Alvar me pidió que compusiera... ¿qué hice con el tapiz?, lo
boté a la basura, para terminarlo hubiera tardado otros diez años... no, nunca más.
Umbelina volvió a vivir en la casa de sus padres, a veces por las tardes canta algún fado
en voz baja, entonces, como impulsada por una fuerza extraña, se sube al pequeño Cerro de las
Campanas y desde allí sueña con la torre de Belem y el Tejo.
Eugenia Revueltas*
* Facultad de Filosofía y Letras
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