La invención de la imagen como histeria

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CRÍTICA Y CLÍNICA: La invención de la imagen como histeria
Jaime Repollés Llauradó
Doctor en Bellas Artes por el Departamento de Historia del Arte III de la Facultad
de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid
Profesor de la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid
Resumen
Este artículo propone una lectura del ensayo de Georges Didi-Huberman La invención de la histeria, de
1982, recientemente publicado en castellano por la editorial Cátedra. A través de este excelente estudio
sobre la vida y obras de Jean Martin Charcot, célebre neurólogo de la clínica Salpêtrière de París, DidiHuberman revela la violencia oculta en la producción de la imagen, especialmente la vana pretensión de
hacer inteligible la enfermedad más literaria de finales del siglo XIX. Pero a través de la iconografía
fotográfica de la Salpêtrière y de sus relaciones con la estética decimonónica, no solo se evidencia la
crisis del modelo clásico de representación en la modernidad, sino también el auge de las imágenes de
espíritus y cuerpos neumáticos en la actualidad. Se puede descubrir, en suma, que la fotografía no solo no
acabó con la pintura, sino que se limitó a recordarle su principal objetivo: el arte de plegar las almas sobre
los cuerpos, mucho más allá de la mera captura de las apariencias.
Palabras Clave
Didi-Huberman, Histeria, Crítica de arte, Fotografía, Relación Alma y Cuerpo.
En 1982, un joven historiador del arte francés llamado Georges Didi-Huberman publicó
un extraño libro sobre las fotografías de archivo del hospital psiquiátrico de la
Salpêtrière de París (1875-1880).1 Editado por Macula, colección especializada en artes
plásticas, se trataba de un ensayo sobre «la invención de la histeria», y lanzaba la
polémica tesis de que la enfermedad catalogada como «histeria» fuera la obra de arte
más importante de la estética decimonónica. No era la primera vez que un estudioso de
la imagen abordaba problemáticas estéticas desde un campo en principio tan ajeno al
mundo del arte como es el de los archivos clínicos; así había sucedido siempre que las
afinidades entre las vanguardias históricas y el lenguaje científico-militar, o entre los
diversos movimientos artísticos de posguerra y la política, el ecologismo, la economía,
la psicodelia o el psicoanálisis, trazaran correspondencias inauditas para los expertos.
Pero el ensayo de Didi-Huberman era mucho más que la tópica lectura psicoanalítica
que abunda desde los estudios inaugurales de Freud en torno al David de Miguel Ángel
o la Gradiva de Jensen: era la propia idea de análisis clínico de la imagen la que se
estaba sometiendo a prueba. Didi-Huberman realizó entonces una intensa genealogía de
los archivos clínicos precisamente para demostrar que la mirada objetiva y la técnica
fotográfica como paradigma de mirada infalible no puede ni debe instrumentalizarse
nunca como sistema de representación.
André Brouillet (1887): Una lección sobre histeria por Jean Martin Charcot
Marcel Duchamp (1915-1922): El Gran Vidrio
Por extensión, la crítica de arte pseudo-científica, al menos aquella que pretende leer las
imágenes cual signos enteramente visibles y legibles, es desvelada por Didi-Huberman
como un completo fraude. El historiador francés evidencia el modo en que la histeria,
como enfermedad estrella de un régimen de representación académico, mimético,
literario y naturalista, fue en verdad un oscuro pacto entre una paciente fatalmente
convertida en maniquí de poses patológicas y el clínico, que basaba sus pruebas visuales
de la enfermedad en manipular las tomas de mujeres enfermas «puestas en escena» del
modo más teatral imaginable. Este pacto siniestro entre un médico devenido artista
taumatúrgico y una paciente encarcelada pero caprichosa, hace de «La invención de la
histeria» el paradigma de una deconstrucción de la mirada crítica. Didi-Huberman
desarrollará en su trabajo posterior esta arqueología del sistema de juicio infalible sobre
las imágenes, y no solo del basado en criterios académicos, filosóficos o científicos
reaccionarios, sino también del dogma moderno de una mirada pura.2
Nadie antes se había adentrado en este punto doloroso en el que el arte linda con la
ciencia, en este momento sintomático de nuestra cultura en el que garantizar una
representación científica de la enfermedad exigía, paradójicamente, hacer un cuadro
artístico y este cuadro exigía, a su vez, un maltrato psicofísico de la paciente. La mujer,
o el cuerpo autómata de la paciente sobre la mesa de operaciones, se desnudaba ante la
sospechosa ciencia «de mujeres incurables» de la Salpêtrière, de la misma manera que
la Naturaleza se desvela ante la Ciencia en la célebre alegoría de la Universidad de
Medicina de París. La idea de belleza tampoco volvería a ser la misma después de que
Didi-Huberman desvelara los cortinajes científicos de este obsceno gabinete de
curiosidades donde el arte de maquillar la ciencia con la apariencia dio sus más crueles
(y fascinantes) resultados. La puesta en escena realista del arrebato histérico, la obra
maestra de la mirada clínica, se convirtió pronto en el prototipo de las vanguardias
históricas, por ejemplo, de La mariée mis a un par ses célibataires, même, 1915-1922,
más conocido como el Gran Vidrio de Marcel Duchamp. El arte, tradicionalmente
vinculado a la religión, cobró en la Salpêtrière las maneras de un empirismo naíf y de un
conductismo brutal, basado en la copia artística de poses histéricas en el momento de su
máxima convulsión; la estimulación de las poses histéricas por toda suerte de medios
electroquímicos y acústicos agresivos era una práctica donde el animismo y el
sortilegio, la medicina y el chamanismo, fundieron la magia blanca de la razón con las
malas artes de la invocación de los espíritus.
Duchenne de Boulogne (1852-1856): Mecanismos de fisiognomía humana
A partir de la figura de Jean Martin Charcot, padre de la neurología y maestro de Freud,
Didi-Huberman traza los rasgos del hombre científico moderno: ese orgulloso espíritu
centroeuropeo que planta un pie en el imperio de la razón y otro en el incierto
misticismo decimonónico. Charcot se propuso ampliar la ciencia médica al campo
espiritual con una suerte de terapia del alma, basada en el tratamiento psicofisiológico
de las enfermedades mentales. Lo interesante de esta pretensión fue que Charcot vino a
justificar su método con ejemplos de la propia historia del arte. En sus libros Los
endemoniados en el arte y Los deformes y los enfermos en el arte, los cuadros de
arrebatos místicos, posesiones diabólicas y curaciones milagrosas abundaban como
pruebas antecesoras de su oficio.3 Charcot fue de los primeros en estudiar el arte como
una patología y determinados cuadros como perfectas expresiones de enfermedades; en
este sentido, llegó mucho más lejos de lo que llegaron después los experimentos que
pretendieron revolucionar al pintura con los avances de la ciencia y la tecnología,
especialmente la fotografía; pero también más lejos que la otra gran revolución
espiritual del surrealismo, la pretensión de mirar lo irracional desde la razón.
Rafael Sanzio (1520): La Transfiguración (y detalle)
La exigencia de Charcot era cerrar un capítulo maldito de la enciclopedia, el de la
locura, con su plena ilustración científica. Suturando lo otro de la razón bajo formas
racionales, quedaría completamente sellado el mapa pequeño-burgués del mundo, del
que Charcot era un espejo de inteligibilidad. Didi-Huberman analiza en su libro estas
relaciones peligrosas entre espiritismo y positivismo, es decir, entre la tecnología
científica y la fantasmagoría ilustrada, como las dos fuentes de la fotografía y del
cinematógrafo. En efecto, la historia de la fotografía no puede contarse sin la puesta a
prueba de la toma histérica, cuya puesta en escena teatralizada forzaría los límites de la
representación hasta lindar con el arte moderno; pero tampoco puede contarse la génesis
de la imagen moderna sin la ola espiritual que recorrió Francia a modo de reacción a la
Ilustración. La iconografía clínica se caracterizó entonces por el empleo de todo tipo de
recursos escenográficos, efectos de iluminación y maquillaje, cortinajes, corsés y sujetacabezas que garantizaban la quietud de la pose durante la apertura del diafragma y, lo
que es más importante, un catálogo de poses artísticas que las vedettes histéricas
interpretaban según modelos iconográficos ya establecidos por la pintura y el arte
dramático. En definitiva, la fotografía primitiva estaba al servicio del orden clásico de
representación, pero también sujeta al prejuicio machista y la temeridad médica de que
la histérica era solo una actriz, una simuladora de la locura, y el clínico, una suerte de
demiurgo que daría toda su atención paternalista a la desamparada intérprete.
Didi-Huberman analiza pormenorizadamente el conjunto de razones por las que los
supuestos ataques histero-epilépticos estaban acordados con el clínico, e incluso
suponían una sesión tortuosa para la paciente: la imposibilidad de captar con nitidez
movimientos convulsivos por la todavía insensible placa fotográfica, la preparación de
la pose en posturas rígidas extremas, así como el ulterior retocado del negativo, ante
vedettes que figuraban bacantes, furias y ménades en pleno baile de San Vito, con el
aire de las figuras literarias en boga como, por ejemplo, Lady Macbeth. Pero lo más
apasionante del estudio sobre la iconografía de la Salpêtrière es la revisión de la eterna
dialéctica entre alma y cuerpo en la fotografía, pues, en algunos archivos, de indudable
belleza siniestra, brillaba en el rostro de las histéricas el esplendor de un alma gloriosa
que parecía superar la tortura como si de un mártir en éxtasis se tratara. En este hiato
entre cuerpo castigado y alma libre, ya se terció lo mejor del arte tradicional. Solo en
este aspecto podría achacársele al espléndido ensayo sobre la histeria de Didi-Huberman
que la fatuidad de la mirada positivista sobre el arte no siguió precisamente el camino
abierto por la tecnología y la clínica... al menos en la mejor pintura del siglo XX.
J.H. Füssli (1783): Lady Macbeth sonámbula
Paul Régnard (fotógrafo) (1875-1880): Actitudes pasionales: Amenaza
El artista Bill Viola no solo ha dado buena cuenta de la deuda de la imagen actual con
las pasiones de la iconografía religiosa,4 sino que ha llevado a las pantallas del videoarte
americano, hasta ahora restringidas al experimento conductista, al campo de estudio
abierto por la clínica: la perfecta plegadura del alma sobre un cuerpo en una imagen. En
realidad, la crítica que hace Didi-Huberman a este paradigma de arte sintético, como
viene siendo habitual en la teoría estética francesa contemporánea, es una crítica a la
mimesis, al primado de la representación simbólica y, en definitiva, a la banalidad de
(del mal en) la imagen. Muchos son los ejemplos de esta supuesta mecanización de los
cuerpos como máquinas visuales del alma durante las vanguardias históricas; arlequines
y muñecas de compañía, pierrots, saltimbanquis y sonámbulos constituyen la inmensa
iconografía del «autómata espiritual»: un cuerpo reducido a movimientos mecánicos por
una suerte de suspensión de la conciencia. Precisamente para registrar la animación en
estado puro, tanto físico como espiritual, las poses de los archivos clínicos afectaron a la
historia de la pintura moderna; no tanto para cartografiar la pantomima del alma como
para relacionar la neumática de la fotografía con la carnosidad de la pintura. Pero la
cuestión es saber en qué medida el auge de la neurología es un revival del sempiterno
misterio cristiano de la transubstanciación de las almas en los cuerpos; en otras palabras,
en qué medida el espíritu de Charcot está más vivo en el trabajo de Bruce Nauman que
en la medicina actual.
El arte contemporáneo vive hoy más que nunca bajo el paradigma decimonónico de la
inmediatez positivista. El uso generalizado de la fotografía, el vídeo y toda suerte de
aparatos de reproducción propaga la ilusión clínica de que cada vez es más sencillo
capturar la imagen perfecta. Mientras que la neurología parece avanzar hasta la captura
definitiva del alma en los pliegues del cerebro, el arte actual está regresando hacia la
captura definitiva de los cuerpos en imágenes digitales. Pero ¿cuál es la posición de la
pintura en esta encrucijada? Bajo la precariedad tecnológica y la soledad espiritual, hace
tiempo que la pintura se fue a la cuneta del progreso empeñada en la vieja fusión
alquímica que constituye su oficio. Largo tiempo postergada por el formalismo y la
tecnocracia, está aflorando el elemento neumático de la pintura, como si de un éter
mundano se tratara. Bacon es el mejor ejemplo de lo que un pintor puede hacer con un
archivo clínico, pero ¿qué hubieran hecho el Greco, Füssli, Redon o Moreau con estas
fotografías como material de atelier? Quizá la respuesta la tiene el propio arte
contemporáneo, donde la imaginación onírica, casi olvidada desde el surrealismo, está
volviendo a ponerse de moda, en el mismo punto en que fue cuestionado el imaginario
excesivamente formalista y politizado de las vanguardias históricas.
J.H. Füssli (1791): La pesadilla
Paul Régnard (fotógrafo) (1875-1880): Tetania
Una serie de exposiciones recientes en torno a las fantasmagorías de la imagen
decimonónica como El tercer ojo y Fantasmas en el semblante han vuelto a poner sobre
la mesa la dificultad constitutiva, el arte, de plegar las almas sobre los cuerpos, incluso
en los medios fotográficos.5 Lejos de retornar a una suerte de neo-academicismo, las
imágenes espiritistas ya eran un escandaloso ejemplo de que los cuerpos producen
suplementos de imaginación difíciles de registrar por técnicas fotosensibles sin que
parezcan malos trucos. ¿No era esa la dificultad de la pintura, cuya musa Mnemosine
trataba de representar con la mayor fidelidad posible la presencia fantasmagórica de un
recuerdo, de un cuerpo mnemotécnico?. Esta arqueología de la fotografía y el cine
primitivos, al igual que el estudio de Didi-Huberman sobre el archivo clínico, está
produciendo un curioso efecto: cultivar el gusto por la pintura, ese viejo oficio donde la
plegadura psicosomática nunca fue tan fácil ni sistemática como en la fábrica de
imágenes de la Salpêtrière. ¿No fue la pintura el arte de congeniar el flujo material y
mineral del pigmento con las pasiones neumáticas del cuerpo, siempre con el máximo
respeto hacia el modelo, un respeto religioso hacia el original? ¿No será que en lo
profundo de la crítica de Didi-Huberman al modelo mimético de representación clásica
también hay una crítica a las vanguardias y su empeño por integrar esta problemática
obviándola desde el principio o dejándola en manos de la técnica?
Yves Klein (1961): Antropometría. Vampiro
Adrien Majewski (1899): Mano fluida
El trabajo de Didi-Huberman siempre ha estado marcado por la dialéctica entre la
mirada creyente y la cínica,6 una dialéctica que resume perfectamente los movimientos
pendulares de los movimientos artísticos y anticipa la presencia masiva del alma en un
arte durante demasiado tiempo preocupado por el registro positivista de cuerpos
desangelados. Después de años de preguntas formalistas, tales como cuánto debe pesar
una escultura para sostenerse sobre sí misma o cuál es el tiempo mínimo que tardaría en
percibir una forma gestáltica, es urgente regresar a los archivos de la Salpêtrière, no solo
para justificar la consabida crisis de la representación en la modernidad y la necesidad
de una ética para la imagen, sino para indagar en la mirada del hombre de la creencia,
más hambriento ahora que nunca. Quizá el arte contemporáneo pueda hacerse una
nueva pregunta, como aquella cuestión célebre de la película Smoke, de 1994, donde un
personaje se pregunta: «¿lograríamos dar con el peso del humo de un cigarrillo si
restáramos a su peso total el peso de sus cenizas una vez consumido?». Este espléndido
ensayo de Didi-Huberman nos hace preguntarnos cuánto pesa el humo, cuánto pesa el
alma de una imagen.
Notas
1. Invention de l´hystérie. Charcot et l´iconographie photographique de la Salpêtrière, ed. Macula, París,
1982. (Existe la traducción al castellano Invención de la histeria, ed. Cátedra, Madrid, 2007.)
2. Cfr.G. Didi-Huberman, Devant l´image. Question posée aux fins d´une histoire de l´art, ed. Minuit,
París, 1990.
3. Cfr. G. Didi-Huberman, Les Demoniaques dans l´art. Suivi de la foi qui guerit de Charcot, ed Macula,
París, 1984. (Existe traducción al castellano de ambos libros de Jean Martin Charcot y Paul Richer, Los
deformes y enfermos en el arte, en la editorial Del Lunar, Jaén, 2002.)
4. Cfr. Bill Viola, The passions, ed. Getty Publications, Los Ángeles, 2003.
5. Cfr. Catálogos de las exposiciones Le troisième oeil, ed. Gallimard, París, 2004 y Ghost in the shell, ed.
MIT Press, Los Ángeles, 2000.
6. Cfr. Didi-Huberman, Ce que nous voyons, ce qui nous regarde, ed. Minuit, París, 1992. (Existe
traducción al castellano: Lo que vemos, lo que nos mira, ed. Manantial, Buenos Aires, 1997.)
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