Luciano Espinosa Rubio - Servicio de publicaciones de la ULL

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FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA Y ÉTICA: UNA APROXIMACIÓN*
Luciano Espinosa Rubio
I
PLANTEAMIENTO
Es necesario delimitar el terreno del presente ensayo sobre un tema tan amplio y
hacer algunas consideraciones previas: mi propósito es relacionar naturaleza y ética a
partir del llamado paradigma de la complejidad, lo cual implica rechazar tanto una
caída en la falacia naturalista (confusión de ser y valor), como criticar la supuesta
neutralidad axiológica del discurso científico-técnico. Desde otro ángulo, se trata de
superar la tradicional escisión entre naturaleza y cultura (llámese materia-espíritu, res
extensa-res cogitans, fenómeno-noúmeno, etc.), para promover cierta integración desde
la natura culturans y la cultura naturans que definen la vida humana: son dos polos
diferentes, pero no disyuntados, que exigen un tratamiento global, de ida y vuelta,
interdependiente, según enseña la hominización y después la historia, que es el tercer
elemento que los dialectiza. Lo dado y lo creado, lo espontáneo y lo intencional, lo
biológico y lo artificioso constituyen un continuo dialógico que evita tanto la simple
amalgama o asimilación de unas cosas en otras, como la ruptura de sus lazos profundos. Importa, pues, incluir este enfoque en el proceso actual de nueva redefinición
teórica y práctica del binomio razón/naturaleza, donde ya no valen únicamente las
concepciones clásicas de un universo cuya estructura última se llamaba «Physis»,
Creación, Materia, Ser, Energía...; ni las predominantes posiciones del discurso en
torno a claves de inteligibilidad tales como Identidad, Orden, Causa, Armonía, Fin,
Fuerza, Ley..; ni tampoco las intenciones ético-políticas inherentes en forma de valores, normas y metas bien encarnadas por los diversos iusnaturalismos, cuyo último
ejemplo es la «Ecología profunda».
En otras palabras, el viejo y crucial isomorfismo de fondo entre pensamiento y
realidad que ha vertebrado la cultura occidental está puesto en cuestión, y el axioma
que decía «Natura agit rationaliter» no es el único posible. Ni que decir tiene, entonces, que no basta con fiarlo todo al hipotético orden y propósito de lo real, a su unidad
* Conferencia pronunciada en el Curso «La flor azul. Derivas en torno a la filosofía de la
naturaleza». Univ. de La Laguna, primavera, 1998 (directores: Francisco J. Martínez y Antonio
Pérez Quintana).
Laguna, Revista de Filosofía, nº 6 (1999), pp. 115-134
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armónica, regular y jerárquica, donde todo está dispuesto según criterios coherentes
(teleológicos o no, providentes o no), en su estructura, forma y funcionamiento; y a
partir de lo cual, sea fideísta y/o científica la postura elegida, quepa derivar grandes
teorías sobre la influencia del medio en la vida humana (los cuatro elementos y los
cuatro humores; relaciones entre el lugar, el clima, la salud y los modos de vida, etc.),
o sobre la transformadora actividad humana del entorno natural (utilitarismo vario,
civilización de la Tierra, etc.)1. Pero tampoco basta con secularizar y actualizar ese
iscurso en términos biológicos, genéticos, etc., sin abandonar las mismas pretensiones
totalizadoras, o bien negando cualquier implicación ético-política desde una pura asepsia de laboratorio. En definitiva, hay que enriquecer esas simetrías, metáforas, conceptos y analogías con otras perspectivas que sirvan de puente entre lo natural (cuya
consideración cambia hoy) y lo humano (cuya dimensión ética no puede ignorar esos
cambios). De ahí que la emergencia de una nueva filosofía de la naturaleza en gestación, no sometida ni a la tradicional metafísica ni a la sola ciencia, sino abierta a los
distintos discursos que en ella intersectan, tenga claras repercusiones en nuestro tema:
así como desde el giro trascendental sólo cabe una filosofía de la naturaleza no
fundamentalista, falibilista, a la luz de la experiencia científica y moral, variable históricamente2, no es menos cierta la otra cara de la cuestión según la cual el trasfondo
natural (imagen del hombre y del mundo) retroalimenta esas instancias.
En efecto, parece necesaria una reforma de los presupuestos cosmológicos y
antropológicos habituales (correlativos, por lo demás), en el marco de un nuevo diálogo hombre-naturaleza que actualice la capital afirmación de Ortega de que «Nada
influye tan decisivamente en la historia como la imagen que el hombre tenga de su
contorno, del universo. Por eso, la física de Copérnico, Galileo y Newton fue como el
molde en que se forjó la vida moderna. A tal idea sobre el cosmos corresponde irremisiblemente tales ideales éticos, políticos y artísticos»3. Aquí no se trata de hacer deducciones ni inferencias de unos ámbitos a otros, sino de apreciar sus mutuas
interacciones e influencias, por indirectas que sean, en el marco de un conjunto cultural que deviene. Razón y naturaleza se abren a lo complejo, su entraña lógica se pluraliza
hasta exigir un tratamiento poliscópico e interdisciplinar, de tal manera que no sirve
hablar sólo de un mundo encantado o desencantado, ni —siguiendo con Weber— de
una «racionalidad axiológica» (Wertrationalität) y de una «racionalidad de resultados» (Zweckraionalität), totalmente escindidas. Por el contrario, es urgente establecer
1
Véase al respecto el clásico y enciclopédico estudio de C.J. Glacken, Huellas en la playa de
Rodas, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996.
2
Cfr., T. Mac Carthy, Ideas e ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica
contemporánea, Tecnos, Madrid, 1992, p. 161.
3
El tema de nuestro tiempo, Revista de Occidente en Alianza Ed., Madrid, 1986, Anejo I, p.
201.
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relaciones entre ambas, sin que el sujeto humano sea una simple parte del Todo natural que obedece dictados ajenos, pero tampoco un mero dominador técnico-instrumental de cuanto le rodea. La explotación indiscriminada de la naturaleza y la explotación del ser humano han ido parejas, al igual que el conocimiento y ciertas formas
de progreso material y moral, de ahí que deba rechazarse cualquier postura simple,
sea apocalíptica o apologética. Lo importante, a mi juicio, es apreciar el fondo común
de los enfoques en aquella complejidad, es decir, profundizar en la infraestructura
natural de la vida que vincula lo humano y lo no humano y, después, lo descriptivo y
lo valorativo, pero sin confundir los planos ni los niveles de emergencia.
En síntesis, se trata de bosquejar la integración diferenciada del pensamiento
científico-naturalista (objetivo y universal) con el humanista-artificioso (históricocultural), de modo que lo natural y lo ético no estén divorciados en perenne esquizofrenia, pero tampoco directamente co-determinados, sino distinguidos y relacionados a la vez mediante cierta razón compleja y narrativa. Y es que la clave bien puede
ser que todo lo real se temporaliza, se historifica y, en parte al menos, escapa al
determinismo: hay una diversidad de posibilidades que sólo el devenir concreta y
sanciona, lo cual es el nervio común de lo irreversible —aunque con distintos caracteres— desde el nivel físico-químico al propiamente moral. Pues bien, en adelante
comentaré algunas perspectivas convergentes sobre esta cuestión: por un lado, la
teleología en el debate filosófico sobre ética medioambiental, y por otro la evolución en sentido biológico; para desembocar en una segunda parte con un diseño
global de lo vivo —de la mano de Edgar Morin— que puede replantear sin reduccionismos las relaciones entre los seres naturales y la ética. En todos los casos serán
breves y concisas incursiones, por razones obvias, que de manera selectiva ofrecen
distintas miradas sobre el tema, pero siguiendo un itinerario de búsqueda definido y
único.
II
TELEOLOGÍA Y EVOLUCIÓN
1. En primer lugar, debe examinarse —desde un enfoque filosófico— la discusión ética más reciente en torno a ciertos ecologismos: es el punto de vista teórico del
sujeto humano sobre el objeto natural, por así decir, de arriba hacia abajo, en contraste
con el que vendrá después. En apretada síntesis, cabe decir que la postura fisiocéntrica
o ecocéntrica se define por considerar la naturaleza como un todo estable, homogéneo
y regulado por unas leyes y equilibrios de obligada aplicación a la moral. De hecho, la
parte humana del conjunto sólo puede realizarse desde el respeto a esa ley biológicoética de la homeostasis y la interdependencia biótica, en el marco de la cosmovisión
organicista. Según eso, la ecología aporta datos objetivos que rebasan con mucho el
mecanicismo, hasta certificar la unidad esencial de todo lo que existe. Y por ello los
valores se consideran inherentes o «intrínsecos» a cada uno de los seres naturales, lo
que los convierte en fines en sí mismos y sujetos de derechos que el hombre debe
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reconocer y acatar, una vez abandone su soberbio y destructivo antropocentrismo4. Si
bien existen diversas opciones y grados (p. ej. el biocentrismo, que limita el asunto a
los seres vivos en cuanto sintientes), hay algunos rasgos comunes en quienes sostienen alguna clase de ontología natural como fundamento de esta postura ética: dicha
«ecología metafísica» tiene un marcado carácter holista e igualador, que en su formulación contemporánea se remonta a Haeckel, y cuyos modelos básicos son tres: orgánico (el gran cuerpo natural autorregulado), el modelo comunitario funcionalista (la
gran sociedad terrestre), y el energético o cuántico (teoría de campo de múltiples
flujos). Lo decisivo es que el todo se impone siempre a las partes en aras de cierta
armonía global, la simbiosis generalizada desbanca a la autonomía singular, las relaciones intensionales a las extensionales, lo sintético a lo analítico.., y donde el individuo humano es uno más entre otros que debe obedecer a sus patrones e inclinaciones
naturales (no pervertidos), que al parecer encajarían perfectamente con el Sentido del
Cosmos.
Paso por alto las críticas pertinentes —que he expuesto en otro lugar5— ante
semejante reduccionismo premoderno que no diferencia planos y niveles, y a veces
resulta supersticioso y peligrosamente antihumanista. Aunque comparto su rechazo a
una consideración sólo cuantitativa y utilitaria de la naturaleza, lo cierto es que algunas de estas «ecotopías» degeneran en fanáticas «ecolatrías», según el atinado vocablo de F. Savater. En todo caso, ahora importa destacar el origen intuicionista de la
mayor parte de estas posiciones: sólo una intuición monista de signo estético, emocional y/o místico puede avalar unas tesis indemostrables en toda su radicalidad. Así, la
consiguiente «falacia naturalista» identifica ser y deber-ser para, a su vez, fundir necesidad y libertad, sin verdadero margen para la decisión humana en el seno del Todo
que le trasciende6. Me parece aceptable una Etica de la compasión ampliada, así como
los sentimientos de empatía, etc., que no echan mano de una metafísica natural, pero
cuando ésta aparece no bastan meras intuiciones, sino que hacen falta argumentos que
la justifiquen. En este sentido, tiene especial interés la obra de Hans Jonas y su apelación a la teleología como base del respeto moral que, según él, merece la naturaleza:
el finalismo que supuestamente explica la vida (y también la conciencia humana)
4
Puede encontrarse un buen estudio de estas cuestiones, con abundante bibliografía, en J.Mª.
García Gómez-Heras (coord.), Etica del medio ambiente, Tecnos, Madrid, 1997. Y también, C.
Velayos Castelo, La dimensión moral del medio natural, Ecorama, Granada, 1996.
5
De próxima aparición, Filosofía de la naturaleza y ecología social, en J.Mª. García GómezHeras (ed), La dignidad de la naturaleza, Proyecto A Ediciones, Barcelona.
6
Cfr., B. Devall y G. Sessions, Deep Ecology, Gibbs Smith, Salt Lake City, 1985, pp. 65 ss., 74,
162 ss., 182 s.; A. Naess, Ecology, community and lifestyle, Cambridge University Press, 1992,
pp. 60 ss,. 66 s., 86, 167; G. Sessions, «Spinoza and Jeffers on man and nature», en Inquiry, 20
(1977), p. 509; J. Araujo, XXI: Siglo de la ecología, Espasa, Madrid, 1996, pp. 198 ss., 205.
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sería el valor objetivo de lo real, un bien en sí mismo que justifica la ética desde la
metafísica: el ser es valioso y mucho mejor que la nada. Ser, verdad y valor son equivalentes, sin recurrir ni a la fe religiosa ni a la fría ciencia7. Examinemos un poco esa
continuidad orgánica y moral del proceso ontológico, que, además de ser intuitiva,
pretende dar respuesta racional a las muchas urgencias y peligros de la vida tecnificada.
En contra de que sea la voluntad de cuño kantiano la que determine los valores,
es la teleología inmanente de los seres vivos la que impone su ley objetiva, para así
despertar el sentimiento de responsabilidad que les reconoce en sí y por sí mismos. La
argumentación es la que sigue: una vez aceptado el hecho incontestable de la evolución natural y la continuidad gradualista de sus instancias, hay que explicar el notable
fenómeno de la conciencia humana que es su culminación, y para ello no basta ni el
viejo dualismo ni el nuevo monismo emergentista. Según Jonas, el primero rompe la
unidad de la naturaleza con un principio inmaterial y es inverificable, y el segundo
supone un salto gratuito de lo inferior a lo superior, por lo que debe adoptarse otra
perspectiva que desde «lo más elevado» clarifique lo más bajo, invirtiendo la dirección, pero haciendo valer la misma continuidad (op. cit., pp. 132 ss., 141). En otras
palabras, la subjetividad humana constata que ya estaba en potencia en estadios evolutivos anteriores, que no es sino la finalización y el apogeo de un proceso dotado de
sentido y valor que es la vida misma. Luego es en ésta donde arraigan las nociones de
subjetividad y libertad, con claro tono biológico, pues se fundan en la vida y no en una
sobrevenida condición antropológica. Por otro lado, es la propia realidad material la
que transita hacia formas superiores en una secuencia común, lo que significa que
cada ser participa en su nivel de esa estructura: cada viviente tiende a su realización
autodeterminada (al modo aristotélico y spinozano), a su conservación y cuidado, de
manera interna y a la vez como «resultado supremo de la labor teleológica de la naturaleza» (op. cit., pp. 145 ss.). Luego el hombre que valora su libertad debe incluir
también la libertad de los no humanos que expresan el mismo impulso y trayecto
global, aunque con rasgos distintos en cada caso. En resumen, cada ser vivo está constituido por el fin inmanente de su desarrollo (estructura univeral que se plasma en
grados diferentes), lo que le hace valioso y digno de respeto.
Queda claro, entonces, que la teleología natural propia del desenvolvimiento de
todos y cada uno de los seres es la que funda su valor intrínseco, y por eso debe ser
favorecida en vez de truncada por los humanos. El problema está en que esta hipótesis
ontológica general no deja de ser una petición de principio: se la supone por eliminación de otras vías explicativas de la auto-conciencia, no por una apoyatura empírica
real, por eso es necesario recurrir tambien —sin una conexión lógica explícita entre lo
propio del conjunto natural y cada una de sus partes— a la supuesta evidencia intuitiva
de que tener fines es un bien en sí muy superior a no tenerlos (op. cit., pp. 147 s.). Pero
7
Cfr., El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica,
Herder, Barcelona, 1994, pp. 89 ss.
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esa evidencia puede cuestionarse si se considera que los fines ya están dados en la
afirmación del ser sin más, es decir, que su aportación es redundante: es lo que es.
Tampoco está nada claro, aun si la teleología se considera un valor, que éste tenga
rango moral y no se limite a ser un índice de complejidad biológica, por ejemplo. Por
último, no hay distinción cualitativa entre las diversas finalidades de cada tipo de
seres, lo que las homogeneiza injustamente y no ofrece salidas a sus posibles conflictos (depredación, etc.); o ¿es igual el modo humano de libertad que el modo
cuasideterminista de los animales? Al final todo se mezcla de manera abstracta (física, biología, ontología, ética), sin que Jonas delimite los terrenos ni concrete sus consecuencias, más allá de cierto sentimiento; de hecho, el autor abandona súbitamente el
argumento metafísico que nos obligaría respecto a la naturaleza y no tematiza esos
hipotéticos deberes. Se ha sugerido con perspicacia que ocurre así porque el
inmanentismo aplicado desembocaría en una suerte de vitalismo, en el cual la libertad
humana sería el valor supremo de la propia dinámica evolutiva por ser su cúspide,
cuando lo que Jonas quiere es rechazar ese puro voluntarismo arbitrario8, que conduce
históricamente al nihilismo.
Sin embargo, su alternativa es confusa y parece un extraño reduccionismo de
signo inverso, es decir, por elevación. De otra parte, esta profunda desconfianza ante
los designios y conductas de los hombres es compartida por bastantes autores (por
ejemplo, A. Naess, F. Mathews o E. Bloch), que se aferran a hipotéticos criterios objetivos, y para lo cual se inspiran con frecuencia en Spinoza y su teoría del conatus.
Pues bien, conviene recordar muy sumariamente que el pensador moderno deja claras
algunas cosas para el presente debate: desde el punto de vista del todo, la naturaleza es
amoral, no instrumentalizable, homogénea en sus leyes necesarias y en su potencia
común, donde hay continuidad ontológica e inmanencia, pero en modo alguno teleología
(Etica, I, Apend.). Según eso, hay igualdad entre los seres, que tienen entidad propia
porque su esencia o conatus es un grado determinado de la potencia total que les hace
buscar su autoconservación ante todo, sin que el hombre tenga privilegios ni tampoco
taras particulares. Pero esta descentralización radical es matizada en un segundo plano: el ser humano tiene una constitución natural más compleja y rica (E, II, 13), tanto
en sentido físico como psíquico, una capacidad de crecer ontológicamente y perfeccionarse, lo que le hace más poderoso y cualificado sin ruptura metafísica con los
principios universales: su cuerpo versátil se prolonga en saber y cultura, es capaz de
retroalimentarse por la interacción con el medio y de fundar así la autoconciencia (E,
IV, Ap. 27; Tratado político, V, 5). La razón (que se alimenta de la potencia y los
afectos) marca la diferencia junto a la vida en sociedad, cuando se pasa del «estado
natural» propio de todos los seres al «estado civil» sólo humano. Y es aquí únicamente
8
Cfr., L. Rodríguez Duplá, «Una ética para la civilización tecnológica. La propuesta de H.
Jonas», en J.Mª. García Gómez-Heras (coord.), op. cit., p. 143. Ese peligro se evita, por contra,
en las cosmologías griegas donde hay lugar para instancias trascedentes.
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donde surge la ética y los valores, en este ámbito público y convencional, en el que
nada es más importante y útil que el hombre para el hombre, y donde éstos pueden
decidir soberanamente sobre otros seres y cosas, hasta donde llega su poder (E, V, 35
esc. y 37 esc. I y II). Por tanto, Spinoza distingue dos niveles (sin disyuntarlos), el del
Todo amoral y el de la parte ética, desde un humanismo que se basa precisamente en
el naturalismo general del sistema, dentro del cual cabe cierta noción de libertad y
diferentes tipos de certeza (desde el rigor apodíctico hasta la simple verosimilitud de
lo cotidiano, pasando por la «certeza moral» y los consensos sociales, en aras siempre
de flexibilizar el discurso y enriquecer la vida), pero nunca se niega la potestad ética
del hombre para tomar decisiones en su ámbito9.
La conclusión a la que llego después de este periplo es doble: la imposibilidad e
inconveniencia de extraer una ética a partir de supuestos dictados naturales, y que los
humanos —aun sin ser concebidos desde un espiritualismo trascendente— no son
iguales en todo al resto de seres, lo cual tampoco significa que puedan usarlos a capricho. En efecto, negar cualquier iusnaturalismo es perfectamente compatible con una
ética humanista que se amplíe con el respeto por lo medioambiental: sólo los hombres
tienen razón, lenguaje, voluntad, dudas, un margen de libertad, generosidad..., esto es,
todo lo que faculta para ser moral, con sus derechos y obligaciones recíprocos; pero
hay también una importante gama de argumentos (utilitarios, estéticos, psicológicos,
culturales, recreativos, compasivos, de aprendizaje, terapeúticos, solidarios, etc.) para
rectificar un antropocentrismo sin escrúpulos, tomar conciencia crítica del inusitado
alcance (en el espacio y el tiempo) de la acción técnica, y proteger la naturaleza con
una sincera actitud valorativa. Aquí se trata justamente de buscar nuevos argumentos
que abunden en los anteriores, a través de una nueva filosofía de la complejidad que
relacione —sin confundirlos— hombre y naturaleza, superando viejos dualismos irreconciliables. Humanizar la naturaleza y naturalizar al hombre exige algo más que
buenas palabras y debe enraizarse en suelo firme, por lo que hay que indagar por otra
vía ya indirectamente invocada: el evolucionismo, y la consiguiente aparición de una
auténtica historicidad de lo natural.
2. Ahora la perspectiva es inversa a la anterior, en el sentido de que el objeto se
impone al sujeto, de abajo hacia arriba, si vale decirlo así, en cuanto lectura empírica
y científica. Se trata de ver si la biología aporta datos nuevos y relevantes para, al
menos, contextualizar ética y naturaleza al hilo de las teorías evolucionistas. Es de
todos conocida la revolucionaria aportación de Darwin con el principio de selección
9
Puede ampliarse el tema en mis trabajos: «Una revisión del ecologismo desde Spinoza», en
J.Mª. García Gómez-Heras (coord.), op.cit., pp. 242-251; y una interpretación general que rehúye
por igual el holismo organicista y el atomismo mecanicista, en Spinoza: naturaleza y ecosistema,
Universidad Pontificia de Salamanca, 1995, 284 pag.
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natural, de adaptación y lucha por la existencia, pero lo destacable aquí es que echa
por tierra el importante argumento del diseño de la naturaleza e ignora la creación
divina, además de no moralizar ni jerarquizar el mundo natural, desterrando cualquier
finalismo o progreso necesario, así como cualquier instancia ajena al devenir orgánico. Faltaba, empero, la teoría genética que a partir de Mendel ha tenido un vertiginoso
desarrollo hasta hoy día, con la particularidad —en relación al tema que nos ocupa— de
haber acentuado la idea de la competencia descarnada por reproducirse con éxito. Tal
axioma, que algunos han llamado ultradarwinista, fue generalizado por la famosa
sociobiología de Wilson y su criticado intento de explicar la vida social y ética sobre
esa base genética. No voy a insistir sobre ello, sino que me ocuparé de Richard Dawkins,
quien en una línea parecida aporta otros aspectos que completan esa posición: este
autor mantiene la ortodoxia según la cual hay una lenta y gradual selección acumulativa,
donde los saltos evolutivos y el azar (por ejemplo mutacional) están muy limitados,
sin que haya nada más que un proceso automático de «replicación». Así, los genes
buscan su perpetuación a través de los organismos (meros «robots») que programan y
manipulan para lograr este fin, lo que se traduce en una competencia egoísta donde
sobreviven las variedades mejor adaptadas producidas por los mejores genes; y cuyo
efecto se prolonga en el denominado «fenotipo extendido»: la acción de los genes
rebasa el cuerpo animal y se plasma en sus comportamientos y obras (nidos, etc.) en el
medio natural10.
Los genes, entonces, están socializados en el sentido de que cooperan entre sí, de
manera que cualquier cosa del mundo exterior podría ser efecto fenotípico de ellos
(que son los auténticos «replicadores», siempre en el nivel decisorio), mediante el uso
de los seres vivos multicelulares (meros «vehículos», entre los cuales puede haber
jerarquía de grupos, especies, individuos y niveles de selección). En otras palabras,
«La forma final de todo el cuerpo, el tamaño de sus miembros, las conexiones cerebrales, la regulación de sus patrones de conducta, es todo consecuencia indirecta de
las interacciones entre distintas clases de células, cuyas diferencias, a su vez, se originan a través de los diferentes genes que se han ido leyendo» en el proceso embriológico11. Todo está, pues, predeterminado o programado, según el lenguaje informático
que gusta a Dawkins, de manera que puede concluirse que «los genes manipulan el
mundo», vía intermediarios orgánicos, a lo que se añade la competencia entre las
especies (llamada «carrera de armamentos»), para completar la selección medioambiental (El relojero..., pp. 135, 148, respect.). La conclusión es que todos los órdenes
y aspectos de la vida animal (fisiológicos y conductuales) obedecen a esa dinámica de
cooperación entre genes de un mismo individuo y al enfrentamiento generalizado fue-
10
Cfr., respect., El gen egoísta, Labor, Barcelona, 1979; y The Extended Phenotype, Oxford
University Press, Nueva York, 1982.
11
El relojero ciego, Labor, Barcelona, 1989, p. 93.
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ra de ahí. Pero en el caso humano hay algunas novedades, siquiera parciales: por un
lado, existe el «meme cultural» que es otra forma de replicador de sí mismo capaz de
pasar de una mente a otra en cuanto «unidad de herencia cultural», lo que enriquece
tremendamente la capacidad evolutiva de la sociedad (conocimiento, ideas), al margen de la biología, aunque sigue el mismo modelo darwiniano dado que el meme
también es un poder que transforma el mundo y que busca perpetuarse compitiendo.
En segundo lugar, Dawkins afirma que la educación es capaz de vencer el ciego egoísmo genético y propiciar así comportamientos verdaderamente altruistas, los cuales
también sirven a la autoconservación de la especie, aunque sin el duro determinismo
anterior: sólo el hombre puede rebelarse contra «la tiranía de los reproductores egoístas» porque, además de estar construido como una «máquina de genes», está educado
como una «máquina de memes»12.
En cualquier caso, las consecuencias éticas no son muy halagüeñas respecto a la
autonomía humana: aunque el autor asegure que su reduccionismo genético no es
indiscriminado, sino que opera mediante el descenso por niveles sucesivos de carácter
jerárquico y ordenado hasta llegar a la base, la orientación de fondo asemeja biología
y cultura, en tanto son infraestructura fenotípica y superestructura grupal que siguen
estrategias y patrones de supervivencia análogos. La metáfora militarista y bélica de
la carrera de armamentos indica bien a las claras la analogía entre lo humano y lo
animal, por más que se eviten las consideraciones explícitamente éticas. Más adelante
abordaré las críticas y alternativas en el terreno de las hipótesis científicas, por ahora
sólo queda un balance insatisfactorio cualquiera que sea la opción: o cultura y genética
están demasiado lejos (altruismo-egoísmo) para sentar unas relaciones coherentes, o
demasiado cerca como para librarse de un reduccionismo ético inaceptable. Por razones equivalentes, aunque la posición sea la contraria, hay que descartar las
extrapolaciones de Lynn Margulis a partir de su célebre teoría de la simbiogénesis
evolutiva, según la cual la primera alianza entre células procariotas y eucariotas es
origen y regla de todos los organismos posteriores. Tesis que tiene afinidades con la
teoría Gaia de Lovelock sobre la supuesta «fisiología» común de la tierra y la unificación de la biosfera como autorreguladora de las condiciones atmosféricas, etc. Baste
citar a este autor una reveladora vez para dejarle aparte en esta discusión: «Las hipótesis científicas se utilizan demasiado a menudo como metáforas en discusiones sobre
el estado humano. Esta incorrecta utilización de Gaia es tan impropia como lo era el
empleo de la teoría de Darwin para justificar la moralidad del capitalismo liberal.
Gaia es una hipótesis dentro de la ciencia y, por lo tanto, es éticamente neutral»13.
12
Cfr., El gen egoísta, ed. cit., pp. 293, y también 274, 277 ss.; R. Dawkins, «Una máquina de
supervivencia», en J. Brockman (ed.), La tercera cultura, Tusquets, Barcelona, 1996, pp. 73 ss.
13
J. Lovelock, «Gaia, Un modelo para la dinámica planetaria y celular», en W.I. Thompson (ed),
Gaia. Implicaciones de la nueva biología, Kairós, Barcelona, 1989, p. 93.
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De vuelta a Margulis, ahora la clave explicativa de la evolución no es la lucha sin
tregua, sino la asociación cooperativa capaz de generar nuevas formas de vida por
integración y presión ecológica, por fusión de especies, etc., hasta producir individuos con un nivel de organización más complejo. Este principio general sería de aplicación a todos los ámbitos y planos de la biología, según la autora, lo cual incluye el
pensamiento y el comportamiento humanos, toda vez que puede hablarse de una base
bioquímica del alma (ADN extranuclear) cuyo precedente es bacteriano: «Existe un
isomorfismo entre el crecimiento, reproducción y comunicación de estas bacterias
móviles formadoras de alianzas y nuestro pensamiento, nuestra alegría, nuestas sensibilidades y estímulos (...) comprobamos que la capacidad de elección y la sensibilidad
están ya exquisitamente desarrolladas en las células microbianas que se convirtieron
en nuestros ancestros»14. Por consiguiente, la conducta humana está también prefigurada en ese principio cooperativo que rige la evolución y la vida natural en su conjunto, por oposición a la tesis de Dawkins sobre la competitividad. Pero ambos casos no
hacen sino negar y limitar sus respectivas pretensiones unilaterales, falaces, de confundir ser y deber ser, sea hacia la agresividad o la colaboración. Es claro que las dos
se dan en la vida humana de modo relevante, pero no son exclusivas ni excluyentes, y
menos aún anulan la poderosa mediación cultural y reflexiva de las sociedades e individuos, que no se limitan a ser efectos o epifenómenos, sino fuerzas igualmente
generadoras y susceptibles de tomar diversas orientaciones, complejas e irreductibles.
Respecto a la tentación de pensar en términos de instintos fundamentales, Agnes Heller
dejó dicho lo necesario sobre su carácter ideológico y su cambiante significado a lo
largo de la historia, amén de la trampa que suponen coartadas de este tipo para legitimar cualquier situación socio-política15. En última instancia, aceptar aquellas proyecciones genéticas (maniqueas por lo demás) no aclara nada decisivo, salvo para limitar
o escamotear la responsabilidad humana, sus dudas y conflictos, y eso implica suprimir lo genuinamente ético...
Dentro del mismo terreno biológico caben otras ópticas más fecundas, al menos para abrir el horizonte. Me refiero a la obra de S. Jay Gould y su impugnación
de cualquier esencialismo de las especies (dentro del gran plan de la naturaleza, al
modo de Lyell, Linneo, Cuvier o Lamarck); y en la línea del propio Darwin cuando
éste acentúa la historia de las interacciones múltiples y las desviaciones respecto a
los patrones ideales. Lo cual significa la complementación del mero «gradualismo
filético», centrado en el genoma, con otras consideraciones históricas, geográficas,
poblacionales, etc., de tipo más singularizado y plural: hay vías evolutivas diversas,
14
L. Margulis, «Gaia es un pícara tenaz», en J. Brockman (ed.), op. cit., pp. 128 s. Para un
estudio más técnico y amplio, cf. Symbiosis in Cell Evolution, W.H. Freeman, Nueva York,
1993, 20 ed.
15
Cfr., A. Heller, Instinto, agresividad y carácter, Península, Barcelona, 1994, 20 ed., pp. 63 ss.
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tiempos y ritmos variables, interacciones constantes y ciertos márgenes de autonomía, equilibrios y contingencias, tendencias y saltos..., todo ello dentro del conjunto
unitario de organismos y ambientes que cambian. En la evolución no sólo hay adaptaciones utilitarias a lo inmediato, sino variaciones morfológicas e innovaciones
conductuales contingentes («ex-adaptaciones»), imprevistas, además de mutaciones y un cierto bricolage biológico, de emergencias y destrucciones16. En una palabra, es imposible cifrarlo todo en un gran principio o nivel biológico, aunque se
acepte que el gradualismo juega un papel y que la selección natural explica muchas
estructuras de lo vivo. Pero no todo resulta de ello, ni sigue una pauta uniforme, ni
tiene un carácter estrictamente funcional, sino que a veces lo colateral e inesperado
es decisivo y hay «rasgos emergentes no aditivos». Dicho de manera más sistemática, la selección opera en el nivel genético, en el del individuo, de la población y de
la especie, en el seno de una jerarquía múltiple de estructuras y de macro o microevoluciones, sin que sea posible hacer una extrapolación lineal en el tiempo tal
como demuestran las extinciones masivas (en relación a catástrofes ambientales,
etc.). Todo queda, pues, más abierto e indeterminado.
Lo interesante de este enfoque es la introducción del «pluralismo evolutivo» que
advierte contra cualquier reduccionismo y permite entender la vida humana como una
parte del todo natural que expresa en grado superlativo esos rasgos flexibles y complejos del devenir. El ámbito biocultural (y ético) sería, en mi opinión, un caso extremo de lo abierto, muy plural en sus rasgos y en constante retroacción sobre los aspectos naturales. Por eso mismo, Jay Gould se plantea el hecho de que su teoría del «equilibrio puntuado» (breves períodos evolutivos de grandes cambios en vastas etapas casi
inmóviles) está condicionada, como cualquier otra, por el contexto social17. Esta consciencia crítico-cultural respecto de lo que se supone dado en la naturaleza abunda en
la primacía de lo histórico sobre las formas esenciales, de lo contingente sobre lo
determinado, de manera que en todo proceso hay diversas posibilidades y sólo a
posteriori son objeto de una narración particularizada. Lo regular, lo predecible y
estable, deben completarse con lo eventual y la bifurcación innovadora, según atestigua la biología evolutiva, pero también la termodinámica de los procesos irreversibles
o la dinámica del caos y de los sistememas inestables. En efecto, es obligado asociar
aquí la posición de quienes afirman la labor creativa del tiempo, esto es, lo asimétrico
y aleatorio junto a lo necesario, lo difuso y estadístico de la mera probabilidad, lo
disipativo junto a lo conservativo, lo novedoso y narrativo de la naturaleza misma
—en palabras de Prigogine—, quien remata: «La actividad humana, creativa e
innovadora, no es ajena a la naturaleza. Se la puede considerar una amplificación y
16
Cfr., S. Jay Gould, La sonrisa del flamenco. Reflexiones sobre historia natural, H. Blume,
Madrid, 1987, por ejemplo pp. 11, 23, 31.
17
S. Jay Gould, «El cuadro de la historia de la vida», en J. Brockman (ed.), op. cit., p. 55.
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una intensificación de rasgos ya presentes en el mundo físico» (y biológico)18. En
resumen, la temporalidad —como se avanzó al inicio de este ensayo— es el puente
entre lo físico, lo biológico y lo espiritual, de modo que las leyes naturales y la libertad
no estén tan reñidas.
Desde luego que sólo es el comienzo de una gran tarea de investigación, pero la
acción humana queda en este contexto mucho mejor ubicada, donde la ética se apoya en
lo natural y lo cultural con cierto margen de maniobra: lo físico-biológico así entendido
es productor de lo cultural que, a su vez, lo retroalimenta y complejiza, en el marco de la
reflexión. Pero recapitulemos: dado el gigantesco juego de ensayo y error que define a
la naturaleza como un todo, la fluctuación de los equilibrios físico-químicos y
biocenóticos, y las disonancias creadoras entre los diversos códigos que rigen la vida, se
entiende un poco que una especie haya conseguido modificar cualquier nicho ecológico
y adaptarlo a ella, hasta el punto de escapar a toda forma de identidad cerrada o impulso
único. De ahí que ni la teleología metafísica (holismo organicista) ni la evolución casi
lineal (atomismo mecanicista) sean una explicación suficiente, ni en sentido biológico
ni moral. Lo cual no obsta para naturalizar la conciencia y la voluntad (la ética subjetiva
de la modernidad) en toda su ecología constitutiva, es decir, en su amplio polimorfismo.
Este es el objetivo de lo que sigue a continuación, una vez que se ha visto qué plataformas sirven más y cuáles menos para aproximar filosofía de la naturaleza y ética: se trata
de fortalecer los lazos y analogías entre lo físico, lo biológico y lo volitivo, en la doble
vía que de lo natural va a lo humano para constituirlo, y de éste vuelve a lo natural para
valorarlo. Sólo un sujeto consciente de la complejidad propia y ajena está en condiciones de establecer las mejores mediaciones entre él y el mundo, porque sabe de los
subsistemas interactuantes que conforman la subjetividad, en parte comunes a todos los
seres vivos, e incluso a lo no vivo. Terminado este alto en el camino para situarse y
reorientar el discurso, es momento de dar ese paso adelante.
III
LA ECOLOGÍA DE LA ÉTICA
1. Bajo este título inhabitual se busca situar la dimensión moral de la vida en la
existencia misma como un todo, lo que implica, a su vez, enmarcar ésta en el conjunto
de relaciones constitutivas con el entorno. Es verdad que los juicios éticos son autónomos y no están determinados, en cierto modo van desde dentro hacia fuera; pero no
son incondicionados, y antes han recibido su materia y la capacidad de hacerlos, por
decirlo así, del intercambio con el exterior, sin que este ciclo se detenga nunca. Esto
significa, tal como he repetido, que hay una conexión psico-física de fondo entre
18
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I. Prigogine, El fin de las certidumbres, Taurus, Madrid, 1997, p. 78.
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naturaleza y cultura, pero no que la ética se reduzca a ninguna instancia biológica. Se
trata de mantener una tensión creativa entre los polos, una dinámica que no garantiza
la reconciliación ni busca una síntesis definitiva, sino que desde un grado de contradicción irreductible pretende hallar un lugar de encuentro entre naturaleza y ética:
siempre móvil, oscilatorio, hecho de convergencias y divergencias, propio de una racionalidad (conscientemente) contradictoria, en términos de Wunenburger19. Quiero
decir que no hay soluciones seguras, sino conflictos perennes, de manera que el discurso al respecto tiene que ser paradójico, como corresponde a la distancia —aun
dentro de cierta unidad general— entre lo humano y lo que no lo es, a su diferencia de
sentido e intereses. Es el precio a pagar por no caer en ningún reduccionismo, ni por
arriba ni por abajo, y la vía que mejor puede realizar una auténtica aproximación sin
quedarse en buenos deseos. En este sentido, la obra de Edgar Morin ofrece, a mi
juicio, una base excelente para contrastar identidad y diferencia, formas de ser y modos de pensar...
Aunque tengo que dar por supuestas ciertas nociones, me permito recordar, como
antídoto contra la simplificación, la necesidad de ver todas las instancias como concurrentes, antagónicas y complementarias a la vez, y donde lo continuo y lo emergente
no son incompatibles. He aquí el punto de partida: «La naturaleza no es solamente
physis, caos y cosmos juntos. La naturaleza es lo que religa, articula y hace que se
comuniquen en profundidad lo antropológico con lo biológico y con lo físico (...) La
naturaleza de la naturaleza está en nuestra naturaleza. Nuestra propia desviación, con
respecto a la naturaleza, está animada por la naturaleza de la naturaleza»20. Y esa
entraña natural común es compleja y cambiante en el tiempo, según sabemos, diferenciada en niveles sin rupturas, capaz de comunicar entre sí orden y desorden, con una
dialógica entre autonomía y dependencia, y que opera mediante retroacciones y
recursiones en bucle. Hay un circuito abierto, ascendente y descendente, donde se
conjuga lo interno y lo externo de cada individuo, lo determinista y lo aleatorio, siempre en el contexto de un devenir evolutivo de interacciones y organizaciones sucesivas. En otra perspectiva, cabe decir que la selección natural no sólo se aplica a individuos y especies que se adaptan según los ambientes, sino a las formas de integración
y regulación de todo ello en ecosistemas, bucles y relaciones, los cuales también varían en el tiempo y coproducen aquella selección: tal es la eco-organización espontánea y acéntrica que engloba a los seres y el medio. En el caso humano esa dinámica se
19
J-J. Wunenburger, La raison contradictoire. Sciences et philosophie modernes: la pensée du
complexe, Albin Michel, París, 1990, pp. 189 ss., 217.
20
E. Morin, El método I. La naturaleza de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1981, pp. 420 s. En
esta obra el autor desarrolla cuanto se refiere a la complejidad física (en la que no podemos
entrar ahora) y sus formas de organización, que son condición necesaria, aunque no suficiente
de lo biológico.
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constituye por la interacción de varios sistemas: el genético, el cerebro, el sistema
socio-cultural y el ecosistema en su conjunto, donde todos conforman una praxis autopoiética, hominizadora y bio-cultural. Por lo que, a la postre, debe hablarse de un
enfoque eco(bio-socio-antropo)lógico para dar cabida a las diversas dimensiones desde el comienzo21.
En resumen, más allá de ciertos tecnicismos inevitables, en la naturaleza hay
varios planos (físico, biológico, antropológico), a su vez regidos por principios diferentes de organización, lo que desde un punto de vista evolutivo se comprende como
cambio interno de estructuras a la par que de relaciones externas, en el seno de un
ecosistema global. Ahora se trata de distinguir —dado este marco general— los distintos ingredientes y niveles en la constitución de los individuos, desde lo elemental
hasta lo humano, para ver qué tienen en común y qué no. Así, Morin destaca en primer
lugar el nivel básico geno-fenotípico en su estricta complementariedad singularizadora,
auto-organizadora: lo generativo y lo fenoménico, lo potencial y lo individual,
respectivamnte, conforman el trasfondo informacional-comunicacional del ser vivo
(ADN-ARN-proteínas), computado ya en la célula. Aquí se sientan las bases de la
identidad orgánica y de la autonomía individual del ser vivo: se da un proceso inconsciente de cognición y afirmación respecto de lo otro de sí (según atestigua el sistema
inmunológico), con su auto-centrismo y auto-referencia, a los que se añade la autofinalidad. En otras palabras, ya en el nivel biológico puede hablarse de la categoría de
sujeto (p. ej. una bacteria), no definido por su consciencia ni por instancia metafísica
alguna, sino por su organización distinguida del medio, auto-trascendente, donde el Sí
propio es un valor y el no-Sí su negación: «Toda computación del ser sujeto es al
mismo tiempo que un acto de cálculo y de cognición, un acto de distribución de valores, polarizados entre lo verdadero/falso, lo útil/nefasto, lo bueno/malo. Así pues, la
noción de sujeto puede ser concebida desde ahora como una noción que comporta una
dimensión lógica (referencia a sí), una dimensión ontológica (el ego-auto-centrismo
de donde se deriva la ego-auto-trascendencia) y, por ello mismo, una dimensión ética
(distribución de valores) y una dimensión etológica (ego-auto-finalidad)»22. Nótese
bien que el sujeto no es una sustancia, sino una modalidad de ser propia del individuo
viviente, a la vez abierto y en contraste con el exterior (patrimonio genético preexistente y ecología de especie, lugar, etc.). Es obvio que no hay pensamiento consciente
ni representación, pero sí cómputo organizacional, cognición inherente al ser vivo por
definición (respecto al alimento, la regeneración, la defensa o la reproducción), aunque no sepa que sabe. A diferencia del cogito cartesiano, el cómputo unifica lo físico,
21
Cfr., E. Morin, El método II. La vida de la vida, Cátedra, Madrid, 1983, pp. 53, 74 ss., 86 s.,
99 s.; y también, El paradigma perdido. El paraíso olvidado, Kairós, Barcelona, 1978 (20 ed.),
pp. 102 s., 228.
22
E. Morin, La vida de la vida, pp. 198 s.
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lo biológico y lo cognitivo, sin apelar a un ego inmaterial, sino enraizando al sujeto en
su auto-(geno-feno-eco-re-organización), en tanto que es centro de su universo, sensible en buena medida, valorador en el sentido elemental que de ahí se deriva,
comunicador entre la clausura del sí mismo y lo exterior que le atraviesa y le sostiene.
No entro en detalles ni matices, aun a riesgo de no reflejar fielmente un discurso
concienzudo y elaborado al máximo. Acaso otros autores completen este boceto, dentro de la obligada brevedad y del hecho de que nuestro tema final es otro. Así, Varela
(y Maturana) han insistido en que toda identidad global es una emergencia respecto a
interacciones autopoyéticas locales, es decir, redes dinámicas que no radican en tal o
cual parte: «Los organismos tienen que entenderse como un engranaje de yoes virtuales.
Yo no tengo una identidad, sino un bricolage de identidades variadas. Tengo una identidad inmunitaria, una identidad cognitiva, tengo varias identidades que se manifiestan en diferentes modos de interacción»23. Cada nivel es una red o bucle que define
identidades autorreferentes al trazar un límite y una autodistinción: por ejemplo, el
sistema nervioso tiene una clausura interna u operacional —no reducida a ser mero
procesamiento de información externa— que genera saberes y comportamientos a
partir de interacciones no significativas por sí mismas; o el sistema inmunitario, cuya
cualidad reticular le hace afirmar una identidad corpórea emergente (no sólo defensiva, sino positiva por sí misma), sin estar ubicado espacialmente, y que es la base
evolutiva de la propia identidad global. En definitiva, esta configuración de niveles
coherentes y de procesos en red permite establecer una equivalencia entre ser/hacer/
organización, desde el metabolismo celular hasta las más complejas estructuras (individuales y societarias); y ello en función de la plasticidad interactiva (conexiones internas múltiples y relaciones con el medio) que permite una dinámica no determinista,
donde cada plano tiene su propia historicidad e integración no lineal de los anteriores
mediante selección y adaptación24. La identidad es plural, fruto, pues, de una continuidad estructural de niveles y de procesos, todos en resonancia y coherentes, además
de funcionales para los diversos intercambios con el mundo.
Hasta ahora queda claro —tanto para Morin, como para Varela y Maturana— que
la vida obedece a ciertas formas de organización que devienen, lo que desemboca en
una noción compleja de sujeto-yo, aplicable a distintas instancias o planos desde el
nivel micro-orgánico hasta los individuos de segundo grado (organismos) o de tercero
(sociedades); todo lo cual es ajeno a cualquier teleología o determinismo unilateral y
se predica por igual de lo humano y de lo que no lo es. Si seguimos adelante para
concretar aquello que nos acerca al ámbito ético, debe señalarse la integración de
sistemas comunes a la vida animal en ese segundo nivel, de modo que «Se da una
23
F. Varela, «El yo emergente», en J. Brockman (ed.), op. cit., p. 198.
Cfr., H. Maturana y F. Varela, El árbol del conocimiento, Debate, Madrid, 1990, pp. 77, 81,
87, 98, 147 s.
24
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producción mutua en bucle, del interior (inteligencia, sensibilidad, vida subjetiva) por
el exterior (acciones, interacciones, cogniciones en un entorno) y del exterior por el
interior, en el curso de una evolución que va de los peces a los homínidos, vía mamíferos y primates»25. En efecto, no sólo el cuerpo, sino también el espíritu son animales
en principio: ahí operan unas capacidades biológicas y unos saberes para la acción
flexibles y adaptativos (estrategias, astucias, juegos). Inteligencia animal capaz de
afinarse en los mamíferos mediante aprendizaje en el seno de los constreñimientos y
azares del ecosistema, como bien muestra el complejo fenómeno de la caza. En última
instancia, el individuo (autos inconsciente y sujeto consciente) es capaz de afirmar su
autonomía en la medida en que transforma el sojuzgamiento genético y ecológico (sin
dejar de ser determinado por ellos) en genoteca y ecoteca, para auto-(geno-feno-egoeco)-re-organizarse, sin dejar de ser producido por esta auto-organización que él produce (cf. La vida de la vida, p. 311).
Lo importante es captar esa circularidad fecunda que implica las dimensiones
físico-química del cómputo informacional, la propiamente biológica del sujeto autoexo-referente y la del psiquismo dotado de aparato neurocerebral que sincretiza lo
anterior, y del que nacerá el espíritu antroposocial. «Hay, pues, una evolución biológica, inseparable de la evolución del individuo-sujeto, que va del animus celular al espíritu humano, del ‘espíritu-de-vida’ (emergencia activa y retroactiva inseparable de la
actividad auto-organizadora del ser-individuo-sujeto) a la vida del espíritu (emergencia propiamente antroposocial)»26. Naturalmente, debe resaltarse el devenir temporal
en que se producen toda clase de retroalimentaciones en la vida del individuo, de
especializaciones, integraciones jerárquicas, repeticiones, sucesos, órdenes y desórdenes, simbiosis y antagonismos, errores, renovaciones, etc.; en una palabra, reorganización incesante que enriquece la vida. La existencia viviente puede definirse, entonces, con un macro-concepto que expresa el llamado paradigma de la (poli) organización: auto-(geno-feno-ego)-socio-eco-re-organización (computacional / informacional / comunicacional). No es una clave mágica ni un resumen de la vida, sino una
apuesta cognoscitiva que pretende empezar a integrar lo lineal, lo sistémico o
cibernético, la poli-lógica de lo interno y lo externo, de la autonomía y la dependencia; en fin, la extraordinaria multidimensionalidad de lo concreto vital.
2. Esta apretada síntesis quizá ayude a entender la potente continuidad de la vida,
así como las estructuras comunes y emergentes que ligan a vez que diferencian a los
25
Morin, La vida de la vida, p. 257. Puede encontrarse una descripción distinta, pero convergente, de esa continuidad de fondo en P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Espasa Calpe, Madrid,
1991, en especial cap. 2.
26
La vida de la vida, p. 341. Paso por alto lo referido al individuo de tercer grado o sociedad,
que también en el plano animal ayuda a promover la complejidad con múltiples interacciones
más.
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seres, pero sobre todo introduce una forma de ver diferente a la ciencia clásica y a la
metafísica, que puede servir para replantear las relaciones de ética y naturaleza. Morin
deja claro que la organización natural (física o biológica) no es un modelo a extrapolar, sino una fuente de reflexiones, y que no se trasplanta como patrón organicista a la
específica y aún mayor complejidad antroposocial (cf. La vida..., pp. 376 s.). Sin
embargo, este enfoque ilustra algunos asuntos centrales cuando a la «explicación»
técnica se añade la «comprehensión» entre sujetos, es decir, la proyección/identificación que siempre ha sido una forma espontánea de inteligencia de la subjetividad por
la subjetividad: ambas son formas de conocimiento que se limitan y enriquecen mutuamente, pero ahora es la comprehensión la que pone en marcha procesos analógicos/
miméticos/simuladores, aún oscuros, pero eficaces en grado sumo, según demuestra
la experiencia afectiva con animales (en particular mamíferos) y la sintonía con las
conductas fundamentales de todos los seres vivientes (cf. op. cit., pp. 343 s.). No se
trata de mero sentimentalismo, sino de tener en cuenta estos factores reales en la relación con el mundo y de integrar de una vez razón y sentimiento, tal cual ocurre en las
experiencias ordinarias, cognoscitivas y valoradoras. De hecho, la instancia moral por
excelencia —la libertad— se alimenta de ambas vertientes, y, lo que es más, su propia
aparición emergente obedece no sólo a condiciones culturales, sino también a las cualidades estratégicas propias de los individuos de segundo tipo (especialmente mamíferos y primates). En efecto, la libertad nace con la competencia cerebral suficiente
para transformar constreñimientos y dependencias por medio de una praxis que engloba
la posibilidad de invención, de decisión, de crear alternativas y apropiarse de azares y
determinismos; de tal manera que el propio acto libre retroactúa y modifica las condiciones biológicas no libres que le han hecho posible, y en parte se libera de ellas (cf.
op. cit., pp. 272 s.). Así, pues, conviene enraizar igualmente la noción de libertad en
tierra firme y considerar todas las vías de su constitución y práctica cotidiana, sin
mutilaciones. Por eso también es posible intuir algún rasgo en el comportamiento de
los animales que nos hablan de nuestro propio nivel básico: junto a la asimetría ser
humano-ser animal, hay también una simetría entre dos tipos de sujetos con cierto
bagaje común, cuyas complejidades se comunican.
La vida es todo eso y no necesita justificación externa, su expresión es múltiple,
abigarrada, con fines particulares concurrentes, inciertos, dispersos... Morin añade
que no puede traducirse en un sistema coherente de ideas, sino que la vida, como la
physis, une en sí lo racionalizable y lo irracionalizable, de modo que no cabe una vía
segura de optimización, cual si hubiera una verdadera o mejor vida. No hay lecciones
dictadas por la ecología, la genética o la etología, sino la «lección de complejidad»
que incita a una reflexión responsable para determinar los propios fines humanos, con
sus riesgos e incertidumbres (cf. op. cit., pp. 471 ss., 489 s.). En definitiva, no hay un
Todo que dicte su Sentido universal, sino una naturaleza tan sabia como ciega,
ahorradora y derrochadora, armónica y destructiva, según la califica el hombre acaso
proyectándose a sí mismo, pero no sin cierta objetividad. De ahí que sea el único que
determina valores y distingue ámbitos, sin que nada le sea impuesto, pero sin que
tampoco resulte necesariamente caprichoso o gratuito. Por el contrario, el ser humano
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es naturaleza y, de manera irreductible y emergente, cultura, cuyo vínculo es inseparable y recursivo, como prueba la hominización, donde todo acto es a la vez biológico y
cultural. El núcleo de este discurso es que el hombre pertenece a la naturaleza viviente, pero no se funde ni confunde con ella, sino que conserva un mínimo antropocentrismo, entre otras cosas para limitar cuanto sea posible la crueldad propia y de la
naturaleza misma: «El conocimiento es un fenómeno biológico. La inteligencia es una
virtud animal. La afectividad es una cualidad mamífera. Somos meta-animales —por
el alma y por el espíritu— porque somos super-animales (...) La hominización no
suprime al animal en el hombre, lo acaba. Pero ello mismo realiza una mutación en la
animalidad que se convierte en humanidad, una revolución en la evolución que se
convierte en psíquica, social, cultural, y después se transforma en devenir histórico»
(op. cit., p. 489). En efecto, la naturaleza no es un idílico paraíso, sino una realidad
multidimensional en la que la vida humana emerge como algo cualitativamente distinto, pero sin ruptura ontológica. El hombre es naturalmente diferente por ser bio-cultural, y es el único que puede tratar como no objetos a otros seres: lo mejor de su historia
quizá consiste en avanzar y ampliar esa capacidad de reconocimiento variable hacia
todos y todo cuanto le rodea.
Por ello, hay que resaltar este carácter humanista que ya no se basa en una soberbia exaltación de la razón o del lenguaje, sino en una consideración conjunta de todo
cuanto le vincula a la naturaleza y de aquello que le distingue, entre lo que destaca una
voluntad también desinteresada. Además, la noción de hombre tampoco responde ya a
un humanismo mítico, sino a esa realidad tremendamente compleja, por lo que sus
propios derechos no tienen un origen idealista (sólo piedad subjetiva que si desaparece ocasiona una barbarie desenfrenada), sino que se asientan en «exigencias de complejidad propia de la sociedad abierta»27. Desde esa nueva fundación de sí, puede el
ser humano volver la vista hacia la naturaleza con más perspectiva y criterio: hay una
asimetría entre ambos que no condesciende a un mero gradualismo ni acepta un contrato natural que sustituya al contrato social, pero sí es capaz de tender puentes y
auto-contextualizarse (incluidos sus intereses), porque sólo desde una auténtica autonomía ética puede abrirse sin recelos. Los parentescos naturales no significan igualdad, pero sí ayudan a ser conscientes de que la vida no es instrumentalizable ni puede
ser impunemente violentada28. Para evitar confusiones es oportuno volver a Morin,
quien una vez ha mostrado que el hombre forma parte de la comunidad terrestre, de su
historia y de su destino futuro, matiza que la reacción naturista a un mundo
hipertecnificado expresa «de forma ‘ingenua’ la necesidad de complejidad»; y añade:
«Una antropo-bio-ética defiende el valor de la vida y los valores de la vida. Necesita
de una ciencia de la vida y de una política de la vida. Que el lector no se lleve a
27
28
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E. Morin, Para salir del siglo XX, Kairós, Barcelona, 1982, p. 296.
He desarrollado esto en Filosofía de la naturaleza y ecología social, op. cit.
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engaño. Es imposible deducir una ética de una ciencia, y una política de una ética.
Pero es necesario hacer que se comuniquen» (La vida de la vida, p. 498). Esta tarea
aún por desarrollar niega de entrada cualquier falacia o reduccionismo, a la par que
apunta el sentido interdisciplinar de la empresa. Ahora bien, esa no deductividad no
impide una impregnación, un cambio profundo y sutil tanto más poderoso cuanto
menos espectacular, un contagio según el cual «El pensamiento complejo conduce a
otra forma de actuar, a otra forma de ser»29. Y ésta es tal vez la fuerza última que
aproxima filosofía de la naturaleza y ética de un modo difuso, pero muy eficaz, sobre
todo si uno considera a la nueva luz de la complejidad los potentes argumentos humanistas ya mencionados en pro del respeto al medioambiente, así como la raíz común
de todo lo vivo.
Por último, a la vista de lo compartido y lo diferente en tensión irresoluble, y
descartada ya una utópica reconciliación universal, creo que cierto método analógico
—ya introducido en varias ocasiones— puede ser fructífero. Si bien sólo el ser humano tiene fines y derechos morales, es posible y conveniente elaborar una teoría de la
equivocidad de los seres naturales en cuanto «fenomenología de los signos de lo humano en la naturaleza para alcanzar la conciencia clara de lo que, en ella, puede y
debe ser valorizado. E imponiendo límites al intervencionismo de la tecnología sobre
una base de estas características, la ecología democrática asumirá el reto que le lanza,
tanto en el orden político como en la esfera metafísica, su competidora integrista»30.
Quien así se expresa es Luc Ferry, uno de los más atinados críticos de ciertos excesos
ecologistas, como es sabido, pero lo importante ahora es su propuesta de reconocer
analógicamente en la naturaleza aquello que más se aproxima a lo humano y a sus
valores: así, la sensibilidad y los afectos animales, que se alejan de lo mecánico para
acercarse por contraste a la libertad; la imponente y misteriosa belleza natural, que
hace del mundo algo artísticamente más humano; y la finalidad presente en la extraordinaria organización de los ecosistemas, al modo de una inteligencia que a veces nos
supera (cf. op. cit., pp. 205 ss.). Aquí no hay antropomorfismo deformante, sino el
aprecio objetivo por lo que parece ya humano en la naturaleza, lejos de un acercamiento dominador y cosificador. Si, a su vez, insertamos la libertad, la belleza y la
finalidad naturales en el paradigma de la organización compleja recién comentado,
las analogías se refuerzan al máximo porque se ve mejor de qué riqueza ontológica
nacen, e incluso habría más claros contactos con lo humano en la medida en que la
concepción de esos valores presupone también esta infraestructura común, al menos
en parte.
Para terminar, en esta época de globalización en todos los órdenes y donde la
imbricación de unos problemas con otros es manifiesta, «se impone el doble pilotaje:
29
30
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E. Morin, Ciencia con consciencia, Anthropos, Barcelona, 1984, p. 368.
Luc Ferry, El nuevo orden ecológico, Tusquets, Barcelona, 1994, p. 209.
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hombre/naturaleza; tecnología/ecología; inteligencia consciente/inteligencia inconsciente... La Tierra debe dirigir por la vida, el hombre debe dirigir por la conciencia»31.
No es poesía, sino pura urgencia de afinar conscientemente esa realidad efectiva que,
por otra parte, ya ha venido ocurriendo en el planeta que a todos nos lleva. Si al final
la ética es el arte de vivir que busca la más inteligente plenitud y solidaridad, nada más
adecuado que ese diálogo con la otra parte que nos incluye y a la que nosotros incluimos. Reunir todos los planos y dimensiones (humanos y biológicos, unívocos y equívocos) en la forma que aquí se ha intentado, bien puede desembocar —remedando los
macroconceptos de Morin— en una propuesta final de antropo-bio-eco-centrismo
(humanista, naturalista, cultural), sin perder de vista la jerarquía que le da sentido.
Queda por desarrollar ésta noción (que no es un principio ni una regla) dentro de cada
uno, desde la racionalidad y la emoción, desde el análisis y la comprensión intuitiva,
los datos y la estética, el interés y la pasión, todo a partes iguales e íntimamente conectadas en una nueva actitud moral, más rica y abarcadora.
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