Exceso y carencia

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Exceso y carencia
La violencia padecida-no pensada en el ámbito familiar
Santacoloma-Giraldo, Andrés
Introducción
Durante casi cinco años me acerqué desde el modelo psicoanalítico al campo de la
violencia familiar. Vi en entrevistas clínicas y en consultas terapéuticas individuales y
de grupo a más o menos 600 mujeres, madres de familia, y a 2000 niños –hijos de
ellas-, quienes acudieron al “Programa de Apoyo a la Madre Maltratada y sus Hijos”
(P.A.M.M.H.), el cual funciona como una “casa-refugio” que puede albergar hasta 10 de
estas mujeres con sus hijos por un lapso de uno a tres meses.
En cierta ocasión, la coordinadora de la casa me dijo: “Tenemos un problema, y no sé
qué hacer. En las noches, la señora X., con mucha rabia, les da una paliza tremenda a
sus tres hijos. Ella dice que sólo así los niños pueden conciliar el sueño, pues en su
casa, su marido los golpea cada noche y ellos ya están acostumbrados”. En ese
instante recordé que esta misma señora –durante una sesión grupal- comentaba que
para poder dormir miraba detenidamente una viga del techo, imaginando el día que se
ahorcaría colgando de ella.
Esta violencia, que suele ser omnipresente, visible y ruidosa, se acompaña de
consecuencias que se sitúan a menudo en el registro de la ausencia. Se trata, de todos
modos, de una “ausencia plena de presencia”, cuya masividad dificulta que pueda ser
pensada (Rojas, 2005). Más allá de las nosografías psicoanalíticas clásicas, considero
que el sufrimiento ligado a la violencia familiar nos habla de una afectación de la
capacidad de representación psíquica que impacta negativamente el desarrollo del
psiquismo humano.
Precisamente, el trabajo de lo negativo, desarrollado por Green (1993), nos permite
abordar la problemática compleja de la clínica psicoanalítica actual, en la que está en
juego el problema de la representación y de lo irrepresentable, es decir, de aquello que
tiene el estatuto de lo que no es y no puede ser pensado.
Cuando el funcionamiento psíquico está impregnado por el modelo del acto, –como
ocurre con estas mujeres y niños- por una imposibilidad para transformar las
cantidades masivas de afectos de modo tal que puedan experimentar la elaboración del
pensamiento, adquiere total importancia el papel del objeto.
Algo de teoría…
En el caso del maltrato –parafraseando a Meltzer (1990)-, tal vez como en ningún otro
fenómeno, “el aspecto esencial es el dolor mental, generalmente persecutorio,
confusional y depresivo. El primero, está referido al dolor que involucra una amenaza al
sí-mismo (self); el segundo, implica una amenaza a la capacidad de pensar y funcionar;
y el tercero, indica una amenaza a objetos de amor” (p. 2).
Marucco (1998), señala que “importantes desarrollos teóricos del psicoanálisis
contemporáneo (Aulagnier, Green, Bollas) sitúan la problemática de las “patologías
actuales” en relación con la violencia del objeto, expresada como intrusión, como
fusión, y también como ausencia” (p. 184). Más aún, podría incluso aventurar,
siguiendo al mismo autor, que en las relaciones de maltrato, la compulsión repetitiva
guarda la forma de aquella repetición denunciada por Freud en Más allá del principio
del placer, donde “no sólo se expresa lo más radical de la pulsión, sino también del
objeto que la genera (un objeto que con sus características llega a dañar la pulsión)” (p.
184).
Rojas (2005) comenta que Winnicott, sin negar la participación pulsional del bebé,
advierte que la desproporción de fuerzas entre el infante humano y su entorno es
enorme.
Tempranamente,
cuando
ocurren
desastres
o
traumas,
las
cosas
generalmente provienen de afuera y no tanto de adentro del ser. En este mismo
sentido, señala él, es que Winnicott afirma: es tan extraño, tan exterior, un instinto del
Ello, como un trueno para un Yo no desarrollado. Ambos llevan al bebé a la reacción, a
la descarga.
Quizá en el caso de estas mujeres y niños que asisten al “P.A.M.M.H.” no sea
necesario imaginar solamente traumas muy precoces, aquellos que habrían precedido
a la organización del yo; no es difícil imaginar también que con cada una de las
escenas violentas vividas, las huellas representativas de estos traumas hayan sido
secundariamente destruidas. Podemos incluso equiparar los traumas precoces con los
ocurridos después –gracias al efecto a posteriori-, pues todo traumatismo implica al
menos dos tiempos, y un traumatismo reactiva siempre otro anterior.
Sin embargo, no se puede restringir sólo al efecto a posteriori las relaciones de la
temporalidad con el trauma. La violencia familiar (con sus componentes sexuales y
agresivos), también puede entenderse desde la obturación de la distancia temporal y
estructural que separa a la sexualidad adulta de la sexualidad infantil; ¿no representa
este tipo de violencia la introducción forzada de los componentes de la sexualidad
adulta en el seno de la sexualidad infantil? El tiempo de la infancia, el tiempo de
maduración no es respetado por el adulto, y desde ese momento la excitación
desborda el grado de organización libidinal y las capacidades de ligazón del yo infantil
(Ferenczi, 1933).
Frente a las violencias parentales fuera de tiempo, el sujeto realiza una adaptación
forzada al precio de una escisión del yo que deja una parte suya, esencial, separada de
los procesos madurativos e integradores (Roussillon, 1995). Es decir, en un aspecto del
sujeto, la experiencia fue vivida y por lo tanto dejó huellas mnémicas; en otro aspecto
suyo, no fue vivida ni apropiada, pues no tuvo representación. A diferencia de la
escisión mencionada por Freud (1938) cuando describe la coexistencia, dentro del yo,
de dos actitudes psíquicas con respecto a la realidad exterior, que pueden permanecer
sin influirse recíprocamente, Roussillon (citado por Rabain, 2005) habla de una escisión
que “desgarra la subjetividad entre una parte representada y una parte no
representable. Al no tener un carácter representativo, lo escindido tiende a retornar “en
acto”, con el riesgo de reproducir entonces el estado traumático mismo” (p. 69).
Para estas mujeres y niños, el carácter traumático de sus vivencias no proviene del
contenido de un acontecimiento en sí representable. La experiencia traumática debe
ser entendida, más bien, en función de una negatividad: a partir de la violenta ausencia
de representaciones, de la falta de sentido del exceso de excitaciones y del estado de
desamparo del yo. La repetición incesante de estas experiencias traumáticas quizá se
debe a que el vacío que dejó en ellos aquello que esperaban ocurriera y no ocurrió,
sólo pudo ser investido negativamente. Con frecuencia, escuchamos decir: “Los padres
que maltratan fueron en otro tiempo niños maltratados”. Dice Eliacheff (1997), que los
actos que se repiten de generación en generación –como en el caso del maltrato- son
esencialmente aquellos que no fueron reconocidos por alguien en el momento en que
sucedieron. Estos padres de hoy, quizá esperaron y aún esperan que aquellos actos
violentos de que fueron objeto –actos de los que nada se dijo y por los que nada se
hizo- sean reconocidos, verbalizados y legitimados en su dolor en algún momento.
El dolor de estas mujeres que acuden al “P.A.M.M.H.” se debe tanto a los eventos
violentos que ponen en riesgo sus vidas, como a la representación incierta que guardan
de ellos. Dice Winnicott (¿1963?): “es más fácil recordar un trauma, que recordar que
nada pasó cuando podría haber pasado” (p. 119). Y contrariamente a lo que podría
pensarse de su persistente búsqueda, estas mujeres no persiguen tanto la figura
violenta de sus padres como sí la escena de los cuidados parentales, tal vez con la
eterna esperanza de encontrar en un futuro lo que no ocurrió en el pasado.
Su dolor quizá sea la señal de un sí-mismo lastimado que esconde una falla
fundamental: una herida narcisista no representable, ausente de representación. Y no
me refiero aquí a la representación de cosa o de objeto derivadas de las impresiones
de los sentidos en relación con la no-percepción del objeto, es decir, la representación
del vacío o del hueco, no, me refiero a experiencias en las que el aparato psíquico no
pudo establecer una representación psíquica de su impacto. En palabras de Roussillon
(1995), “no hay representación de la ausencia de representación” (p. 214).
Explicar la problemática del maltrato, en términos dinámicos y económicos, por el
sadismo-masoquismo, resulta incompleta, por lo mismo que se caracteriza por una
desorganización en las relaciones de la fuerza con el sentido, de la cantidad con la
cualidad. Me parece necesario, además, como señala Anzieu (1997), tomar en
consideración el desequilibrio tópico entre las dos hojas de la envoltura psíquica: la
superficie de excitación, sobreinvestida de estímulos agresivos; y la superficie de
inscripción, desinvestida, incapaz de conservar la grabación de los signos de afectos
insoportables.
Tras el golpe, que es lo más manifiesto y ruidoso, ¿hay acaso una búsqueda más
latente y silenciosa? ¿No será que, como Narciso, en la turbulencia de las aguas se
busca desesperadamente el reconocimiento de sí mismo en los ojos del otro? En las
relaciones maltratantes, lo que está en juego y amenazada es no sólo la identidad
personal, también la función que asegura la apropiación subjetiva de la realidad y de la
vida psíquica.
La violencia familiar, ¿no incide profundamente en la forma como se estructuran el
narcisismo y el complejo de Edipo? Esta sería una hipótesis válida para quienes
sostienen una concepción rectilínea del tiempo. Pero, a la luz del efecto a posteriori,
situando el narcisismo y el complejo de Edipo como centros referenciales del desarrollo
psíquico, ¿cómo organiza el sujeto, a partir de estos dos centros, los datos violentos de
la realidad familiar, hayan sucedido antes o sobrevengan después, si tenemos en
cuenta que en el corazón de Narciso habitan la búsqueda de subjetivación y del amor
objetal, y en el de Edipo, lo trans-subjetivo, el peso de la estructura familiar y la
necesidad de escapar a un destino?
Acerca del funcionamiento psíquico…
En general, las mujeres que llegan al “P.A.M.M.H.” se caracterizan: Por la necesidad
que tienen de vivir en un “actuar” y en un “hacer” permanentes para huir del vacío
interior; por la repetición indefinida de agresiones y dolores que habla no sólo de un
traumatismo sino de un pedido de ayuda silencioso que busca aliviar la sensación de
desamparo; por el estado mental de zozobra que las obliga a adoptar comportamientos
activos para escapar de la amenaza de volver a sufrir y revivir un trauma; por el miedo
al abandono y la angustia de perder definitivamente el objeto; por la imposibilidad de
expresar y transformar en palabras las huellas que antiguas agresiones han dejado en
sus cuerpos; por la dificultad para pensar e imaginar, pues las experiencias demasiado
próximas e inmediatas han anulado su espacio psíquico; por la tendencia hacia la
regresión fusional y la dependencia del objeto, regresión que va de la omnipotencia a la
impotencia absoluta; porque los afectos terminan desempeñando una función de
representación; porque los actos en el mejor de los casos aseguran una función
comunicativa, pero las más de las veces alivian a la psique de una cantidad intolerable
de estímulos; porque los sueños no expresan un cumplimiento de deseos sino una
función evacuativa, y no se caracterizan por la condensación sino por la concretización.
En sus vidas no tiene cabida la ausencia; no hay espacio para construir en su
pensamiento objetos o hechos distintos de aquellos experimentados de manera
concreta. Pero no es sólo en términos de espacio como hay que formular las cosas, la
desinvestidura radical afecta también el tiempo, por una capacidad desmesurada de
suspender la experiencia (mucho más allá de la represión) y de crear “tiempos
muertos” en que no puede advenir simbolización alguna. El trauma asociado al maltrato
no deja una huella representativa, deja otras huellas que pueden ser consideradas
como representantes no psíquicos del trauma; trauma éste en el que predominan
huellas perceptivas y afectivas en bruto que obstruyen el camino hacia el olvido. Por
esta razón, quizá, el tiempo queda suspendido, y con él, la operatividad de los
mecanismos de la memoria y el olvido.
La vivencia que estas mujeres tienen del tiempo es bastante particular: Viven en un
exceso de actualidad, de tiempo presente; niegan el pasado porque éste implica el
desencadenamiento de afectos dolorosos; crean sin cesar imágenes móviles,
concretas, descargas agresivas en actos que aseguran la inmediatez y anulan la
continuidad. Una parte suya se opone a construirse un pasado, porque dicha
construcción supone reconocer la ausencia del objeto y, precisamente, la falta de éste
reconocida como causa de dolor es, entre otras, la que establece los lazos entre los
afectos y las representaciones. Si el afecto queda destruido, la huella y el sentido
también pueden desaparecer, y con ellos, la posibilidad de representar, es decir, de
poder referirse a un pasado, a una subjetividad que garantiza una historia propia.
En cuanto a la transferencia que hacen estas mujeres, no corresponde con la dinámica
y la economía propias de las neurosis de transferencia, pues ni siquiera las
representaciones pueden ligar la fuerza de las pulsiones, expresándose estas últimas
como pasajes al acto en detrimento de los procesos de pensamiento. Clínicamente, se
presenta como un estado mental particular que da la impresión de ser un estado “entre
sueño y vigilia”, sin ser lo uno ni lo otro, ni una mezcla de ambos, como tampoco un
estado de somnolencia; es un estado híbrido que despierta un sentimiento de
extrañeza y una pérdida de los límites sujeto-objeto. Sus relatos están provistos de
imágenes abrumadoras, sin embargo, las palabras no impresionan, más bien, dejan
entrever una desafección. La escena psíquica se sitúa fuera de la psique; la realidad
exterior se utiliza para enmascarar, o más aún, para sustituir la realidad interior.
Entre las soluciones que, psíquicamente, estas mujeres encuentran para hacerle frente
a estas experiencias maltratantes, están: La escisión entre una parte representada y
una no representable, es decir, entre lo psíquico y lo no psíquico; la desmentida como
modo de rehusar reconocer la realidad de una percepción traumática; la inversión
pasivo/activo ligada a la identificación con el agresor para transformar una posición en
la que han padecido violencia en una posición en la que tienen la posibilidad de
actuarla; la descarga a través del acto, de manera evacuativa, especialmente cuando la
relación con el otro se torna amenazante; y la desinvestidura afectiva como una
referencia a la inexistencia y al estado de vacío.
¿Quién mejor que la ninfa Eco, para representar el funcionamiento psíquico de estas
mujeres? Eco, condenada al silencio y a repetir lo que digan los demás, vaga por el
bosque, sola y desdichada. Imposibilitada para amar y rechazada por Narciso, se
oculta, se marchita, se desvanece. Sólo queda su voz: repetitiva, desprovista de
palabra propia, emitida por un cuerpo no visible. Eco se deja morir. Dice Duparc (2005)
que "todos los afectos necesitan un paso por la mirada del otro para ser
psicologizados" (p. 52). He aquí, otra vez… El fracaso de la ninfa Eco: No puede ser
depositaria de la mirada de Narciso, atrapado en su propio reflejo, ni acceder a su
propia alteridad. Es hora, entonces, de escuchar a Eco… Si tanto repite lo mismo es
porque aún no hemos logrado escuchar lo diferente.
Resumen
Este trabajo trata sobre la naturaleza del impacto que tiene la violencia familiar en el
funcionamiento del psiquismo humano. Se sugiere que este tipo de violencia plantea
uno de los mayores desafíos a la clínica psicoanalítica contemporánea, en la medida
en que el sufrimiento ligado a esta experiencia nos habla de una afectación del trabajo
de representación, –cuando las representaciones no pueden ligar la fuerza de las
pulsiones y acaban expresándose estas últimas como pasajes al acto en detrimento de
los procesos de pensamiento-. Se presenta una modalidad de intervención terapéutica
en una casa-refugio a la que acuden madres e hijos por causa de la violencia al interior
de sus hogares. Se hace necesario con este tipo de sujetos maltratados-maltratantes
llevar a cabo un trabajo imaginativo y figurativo especial, pero para ello, como señala D.
W. Winnicott, habrá primero que sobrevivir.
Descriptores: MALTRATO -- 05.02.02 / FUNCIONAMIENTO PSIQUICO -- 01.04.02 / 01.01.01 /
REPRESENTACION -- 01.04.03 / LO NEGATIVO -- 01.07.03
Referencias
Anzieu, D. (1997). Crear/Destruir. Madrid: Biblioteca Nueva
Duparc, F. (2005). La rabia, la vergüenza y la culpa (en los orígenes del malestar en la
cultura). Revista de Psicoanálisis de la Asoc. Psic. de Madrid, 45, 43-57.
Eliacheff, C. (1997). Del niño rey al niño víctima: violencia familiar e institucional.
Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión
Ferenczi, S. (1933). La confusión de lenguajes entre los adultos y el niño. En
Problemas y métodos del psicoanálisis (pp. 139-149). Buenos Aires: Hormé
Freud, S. (1938). La escisión del “Yo” en el proceso de defensa. Obras Completas (4ª
ed.). Madrid: Biblioteca Nueva
Green, A. (1993). El trabajo de lo negativo. Buenos Aires: Amorrortu
Marucco, N. (1998). Cura analítica y transferencia. Buenos Aires: Amorrortu
Meltzer, D. (1990). Familia y comunidad. Buenos Aires: Spatia
Rabain, J. (2005). El árbol de Winnicott. “Mi madre, bajo el árbol, llora”. En J. Bouhsira
& M. Durieux, Winnicott insólito (pp. 53-82). Buenos Aires: Nueva Visión
Rojas, A. (2005). Comunicación personal.
Roussillon, R. (1995). Paradojas y situaciones fronterizas del psicoanálisis. Buenos
Aires: Amorrortu
Winnicott, D. (¿1963?). El miedo al derrumbe. En Exploraciones psicoanalíticas I (pp.
111-121). Buenos Aires: Paidós
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