Martes. Después de la hora nona: Misa Vespertina de la Vigilia de

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 Martes. Después de la hora nona:
Misa Vespertina de la Vigilia de la Solemnidad de San
Pedro y San Pablo, apóstoles
Comentario de la Primera Lectura Hch 3, 1-10. Te doy
lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.
Pedro y Juan curan en nombre de Jesús al paralítico del
templo, a la hora del sacrificio de la tarde.
Qué bien cuenta Lucas el episodio: el pobre mendigo a la
puerta del templo -como se ve, fenómeno antiguo-, la
mirada fija del mendigo que espera algo, la mirada
también fija de Pedro, el contacto de la mano, las
palabras breves y solemnes: «en nombre de Jesucristo
Nazareno, echa a andar», y la curación progresiva del
buen hombre hasta seguirles dando brincos al Templo,
ante la admiración de la gente.
La fuerza salvadora, que en vida de Jesús brotaba de él,
curando a los enfermos y resucitando a los muertos, es
ahora energía pascual que sigue activa: el Resucitado
está presente, aunque invisible, y actúa a través de su
comunidad, en concreto a través de los apóstoles, a los
que había enviado a «proclamar el Reino de Dios y a
curar» (Lc 9,2). No tendrán medios económicos, pero sí
participan de la fuerza del Señor.
2. a) Otro magnifico relato de Lucas, ahora en su
evangelio, con la descripción psicológicamente magistral
del «viaje de ida y vuelta» de los dos discípulos desde la
comunidad a su casita propia y desde la casita propia de
nuevo a la comunidad, desde Jerusalén a Emaús y desde
Emaús a Jerusalén, que es donde tenían que haberse
quedado, porque no hay que abandonar a la comunidad
sobre todo en momentos difíciles.
El viaje de ida es triste, en silencio, con sentimientos de
derrota y desilusión: «nosotros esperábamos...». No
reconocen al caminante que se les junta. Siempre es
difícil reconocer al Resucitado, como en el caso de la
Magdalena, sobre todo cuando los ojos están tristes y
cerrados. Se ha desmoronado su fe, que estaba mal
fundamentada. No creen en la resurrección, a pesar de
que algunas mujeres van diciendo que han visto el
sepulcro vacío.
El viaje de vuelta es exactamente lo contrario: corren
presurosos, llenos de alegría, los ojos abiertos ahora a la
inteligencia de las Escrituras, comentando entre ellos la
experiencia tenida, impacientes por anunciarla a la
comunidad.
En medio ha sucedido algo decisivo: el Señor Jesús les ha
salido al encuentro -Buen Pastor que quiere recuperar a
sus ovejas perdidas-, dialoga con ellos, les deja hablar
exponiendo sus dudas, les explica las Escrituras sobre
cómo el Mesías había de pasar por la muerte para
cumplir su misión, y finalmente le reconocen en la
fracción del pan, aunque luego recuerdan que ya ardía su
corazón cuando les explicaba las Escrituras. En el
momento en que, como la Magdalena con el hortelano, le
quieren retener -«quédate con nosotros»-, Jesús
desaparece.
Dicen los expertos que Lucas, sin pretender contarnos
que la escena fuera celebración eucarística -impensable
todavía, antes de Pentecostés- ha querido dejarnos en
este último capítulo de su evangelio como una catequesis
historiada de esta importante convicción:
Cristo Jesús sigue también presente a las generaciones
siguientes, los que no hemos tenido la suerte de verle en
su vida terrena. Y está presente en los tres grandes
momentos en que los discípulos de Emaús le
encontraron: en la fracción del pan, en la proclamación
de su Palabra y en la Comunidad. Que son precisamente
los tres momentos primordiales de nuestra celebración:
la Comunidad reunida, la Palabra escuchada y la
Eucaristía recibida como alimento: los tres
«sacramentos» del Señor Resucitado.
b) Pascua no es un recuerdo. Es curación, salvación y
vida hoy y aquí para nosotros. El Señor Resucitado nos
las comunica a través de su Iglesia, cuando proclama la
Palabra salvadora y celebra sus sacramentos, en especial
la Eucaristía.
También a nosotros nos puede pasar que
experimentemos alguna vez la parálisis del mendigo y la
desesperanza de los dos discípulos: enfermedades que
nos pueden afectar, y que en Pascua el Señor Resucitado
quiere curar, si le dejamos.
Muchos cristianos, jóvenes y mayores, experimentamos
en la vida, como los dos de Emaús, momentos de
desencanto y depresión. A veces por circunstancias
personales. Otras, por la visión deficiente que la misma
comunidad puede ofrecer. El camino de Emaús puede ser
muchas veces nuestro camino. Viaje de ida desde la fe
hasta la oscuridad, y ojalá de vuelta desde la oscuridad
hacia la fe. Cuántas veces nuestra oración podría ser:
«quédate con nosotros, que se está haciendo de noche y
se oscurece nuestra vida». La Pascua no es para los
perfectos: fue Pascua también para el paralítico del
templo y para los discípulos desanimados de Emaús.
En medio, sobre todo si alguien nos ayuda, deberíamos
tener la experiencia del encuentro con el Resucitado. En
la Eucaristía compartida. En la Palabra escuchada. En la
comunidad que nos apoya y da testimonio. Y la presencia
del Señor curará nuestros males. ¿Nos ayuda alguien en
este encuentro? ¿Ayudamos nosotros a los demás cuando
notamos que su camino es de alejamiento y frialdad?
El relato de Lucas, narrado con evidente lenguaje
eucarístico, quiere ayudar a sus lectores -hoy, a
nosotros- a que conectemos la misa con la presencia viva
del Señor Jesús. Pero a la vez, de nuestro encuentro con
el Resucitado, si le hemos sabido reconocer en la Palabra,
en la Eucaristía y en la Comunidad, ¿salimos alegres,
presurosos a dar testimonio de él en nuestra vida,
dispuestos a anunciar la Buena Noticia de Jesús con
nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Imitamos a los
dos de Emaús, que vuelven a la comunidad, y a las
mujeres que se apresuran a anunciar la buena nueva?
Si es así, eso cambiará toda nuestra jornada.
«Todos los años nos alegras con la solemnidad de la
resurrección del Señor»
«Dad gracias al Señor, invocad su nombre, dad a conocer
sus hazañas a los pueblos»
«Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría
y nuestro gozo»
«Quédate con nosotros porque atardece y el día va de
caída»
«Los discípulos conocieron al Señor Jesús al partir el
pan»
«Que la participación en los sacramentos nos transforme
en hombres nuevos»
Comentario al Salmo 18. R/ A toda la tierra alcanza
su pregón.
Así como el mundo sólo se ilumina y vive mediante el sol, el
hombre se desarrolla y alcanza la plenitud de su vida
mediante la "ley", que es "vida de Dios", "pensamiento de
Dios", "querer de Dios" entre los hombres .
Las dos partes de este salmo están profundamente ligadas:
¡aquel que hace las leyes "físicas" del mundo es el mismo
que hace las leyes "morales" del hombre!
Mediante este salmo, entramos en contacto con el alma de
Israel, aferrada a la ley divina (la Torah) mediante un amor
ardiente y sincero. La admirable evocación del cosmos que
"habla" a quienes saben mirarlo (El universo, los cielos, las
estrellas, el sol), es sólo una introducción a esta afirmación
increíble: Dios ha "hablado" a un pueblo... y le ha
"revelado" sus pensamientos sobre la humanidad. Para un
judío fervoroso, la ley, lejos de ser una traba minuciosa,
una regla legalista y formalista, es un verdadero "don de
Dios". Al revelar al hombre la ley de su ser, Dios hace
Alianza con él, para ayudarlo en sus comportamientos
vitales: como el sol que "desposa la tierra" para darle vida,
en el don de la ley hay algo así como la alegría de las
nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de "cualidades"
atribuidas a la ley recuerda las cualidades que se dan los
enamorados. La mitad de estas cualidades es "objetiva",
pues definen la ley en sí misma: es perfecta... segura...
recta... límpida... pura... justa...
La otra mitad es "subjetiva", ya que enumera los efectos de
esta ley en el hombre: da vida... da sabiduría... alegra el
corazón... ilumina los ojos...
De seguro, Jesús cantó este salmo con mucho fervor.
Sus parábolas, casi todas tomadas de la "naturaleza", nos
muestran su gran admiración por la creación. ¡Todo lo bello
le "hablaba", le hablaba del Padre!
De su amor a la "voluntad del Padre", el evangelio está
lleno: "mi alimento, es hacer su voluntad". Lo que
sorprende, es nuestra admiración de hombres modernos
ante este amor a la ley. Hemos llegado al punto de no
amar la ley, ninguna ley. ¡No conocemos "leyes amables"!
¡Olvidamos que la sola ley, es el amor! "Este es mi
mandamiento: ¡Amarás!" Releamos a la luz del
pensamiento de Jesús el elogio que este salmo hace a la
ley...
Los filósofos actuales han descubierto la profunda relación
entre el hombre y la naturaleza... No tenemos ninguna
independencia. Estamos ligados a todas las leyes físicas y
químicas del cosmos. Es físicamente verdadero que
dependemos totalmente del sol: si éste se apagara, se
acabaría toda forma de vida. ¡Qué bella imagen para
hablarnos de Dios! El salmista que escribió este poema
estaba rodeado de pueblos que adoraban al sol. De ellos
pudo tomar la primera parte de este salmo (hay himnos
muy semejantes en las religiones siro-babilonenses o
egipcias, en las mitologías griegas, etc.). Pero el salmista no
adora al sol. El sabe que el sol adora a Dios y canta su
gloria.
Los jóvenes de hoy redescubren el sentido de la naturaleza,
reaccionando contra lo ficticio de la vida urbana. La
seducción por la vida "al sol", el veraneo, es una
característica del mundo moderno frustrado el resto del
año. Esta meditación habría que hacerla al aire libre un día
de primavera: levantarse de madrugada para contemplar la
salida del sol, permanecer en el campo siguiendo su curso
deslumbrante, y por la tarde hasta la mágica luz del
poniente... luego a través del crepúsculo, presenciar el
nacimiento de la noche, adivinar las primeras estrellas que
brillan en la penumbra, y finalmente en medio de las
tinieblas dejarse embriagar por el firmamento estrellado...
"¡La obra de las manos de Dios!".
El autor de este salmo oía "día" y "noche" dos coros
fantásticos que alternaban y se respondían uno a otro. Sí,
"los cielos" (Hashamaim, plural en hebreo) ¡hablan! ¿Qué
dicen? ¡La gloria de Dios! ¿Cómo la dicen? ¡En el silencio! El
salmista lo sabe bien: su voz no es una voz... No hay
palabras... Dios "¡no levanta la voz!" A veces decimos que
El se calla, porque no sabemos escucharlo. Dios es discreto.
Dios está oculto. Si El apareciera, desaparecería la
creación. Le deja un espacio de libertad ocultándose y
callándose. Pero El habla en el silencio: su creación,
precisamente es su "primera palabra", una palabra que
todos los pueblos pueden comprender porque está sobre y
más allá que todos los idiomas... ¡No hace falta ir a la
escuela y saber leer! Basta mirar y escuchar. Este Dios
prodigioso no se ha limitado a esta brillante sinfonía de
astros... Ha decidido hacer Alianza con el hombre, dándole
su ley... Esto debería asombrarnos de amor. Pero
precisamente, Dios es "amor" y el amor es la "ley
constitutiva" del universo y del hombre (Teilhard de
Chardin). ¡Amar, seguir la ley de Cristo, es entrar en la
armonía del mundo, unirse a Dios!
La noche a la noche transmite el mensaje de gloria. Si la luz
del sol canta la gloria de Dios, es necesario descubrir como
el salmista la maravilla de la noche. El día es el resplandor,
la acción, la vida. La noche es la discreción, el descanso, el
misterio. "¡Oh noche, qué profundo es tu silencio!", canta el
célebre himno de Rameau. Si es placentero estar al sol, lo
es también sumergirse en la noche como en un baño de
silencio.
El hombre moderno, necesita somníferos para dormir,
carece de un equilibrio que es necesario ensayar de
recuperar mediante métodos más naturales. El Oriente en
este campo tiene mucho que enseñarnos: "Hacer el vacío
en sí mismo", hacer callar las voces discordantes que gritan
en el fondo de nosotros mismos, recogerse. Tal es la
preparación primordial para la oración. Se puede rezar
evidentemente con los ojos abiertos. Pero hay que hacer
también la experiencia de orar con los ojos cerrados,
"haciendo la noche".
Sabemos todo el partido que San Juan de la Cruz sacó del
tema de la noche. Para él el hombre no podía realizar el
encuentro con Dios fuera de la "noche oscura": "Nadie ha
visto a Dios", decía Jesús. Escuchemos estas estrofas del
poema de San Juan de la Cruz.
Esta fuente eterna está muy oculta,
y sin embargo, su morada la he encontrado,
¡pero es de noche!
No sé su origen, porque no lo tiene,
sin embargo todo origen surge de ella,
¡pero es de noche!
Y la corriente que nace de esta fuente,
sé que es rica y todopoderosa,
¡pero es de noche!
Esta fuente eterna está muy oculta
en el pan de vida, para darnos vida,
¡pero es de noche!
La ley de Dios. Nosotros, hombres modernos, ¿no
tendríamos que redescubrir lo que es una "ley"? El autor de
este salmo, proclama jubilosamente que tiene una "ley". No
da la impresión de estar presionado, forzado por ella, como
si esta ley se la impusieran de fuera... "Los mandatos del
Señor son rectos, alegran el corazón... son más preciosos
que el oro, más dulces que la miel". Cuando dos equipos de
fútbol se encuentran en un estadio, millones de hombres
están atentos a las "reglas del juego". Se insiste en el Fairplay, la corrección... Se dice que el equipo que respeta las
leyes del juego es más "deportivo", en el mejor sentido de
la palabra. Este ejemplo muestra, que la ley es necesaria
para el buen funcionamiento de un grupo cualquiera. Sin
ley, se imponen la guerra, la irregularidad, la fuerza, la
anarquía. La misma felicidad de vivir está en juego. ¿Puede
una familia vivir sin un mínimo de leyes reconocidas y
respetadas libremente por todos? La ley de Dios, es aún
más profunda: regula desde el interior el correcto
funcionamiento de nuestro ser. "La ley del Señor es
perfecta... guardarla es para el hombre una ganancia...".
Prohibido detenerse en el Dios relojero
Brilla una perla entre el polvo
«El cielo proclama la gloria de Dios...» (V 2) y
permítasenos, al menos una vez, proclamar los méritos de
los estudiosos que toman sobre sí un trabajo oscuro, del
que sólo unos pocos especialistas llegan a apreciar su
utilidad.
Siento un cierto afecto por ellos. Sinceramente. Fijémonos.
Una familiaridad excepcional con una docena por lo menos
de lenguas muertas. Una vida entera dedicada a los
estudios aparentemente más áridos, entre manuscritos,
códices, fragmentos, notas, hipótesis varias. Con la pluma
constantemente cargada en el tintero de la paciencia, de la
búsqueda infatigable, de la incertidumbre. Semanas
enteras para analizar una palabra, para observar una
sílaba, para interpretar un signo, desentrañar una
etimología o investigar una corrección.
Y los demás a disfrutar —quizá brillantemente— de los
resultados de sus largas investigaciones, sin brillo externo.
Nosotros, en efecto, les miramos de reojo un poco curiosos
y admirados, a veces hasta con un poco de compasión.
Pero apenas brilla entre sus papeles polvorientos una perla,
la cogemos sin cuidado y nos precipitamos a venderla en el
mercado de la divulgación y del diletantismo, dejando a los
investigadores entre el polvo de su labor ingrata.
Lo mismo me ha sucedido hoy al leer los comentarios
«eruditos» de este salmo. He tomado una información que
me interesaba: la primera parte (v. 1-7) contiene frases,
imágenes y expresiones que los israelitas habían tomado de
la literatura religiosa de otros pueblos orientales. De modo
particular se puede aislar un bloque discretamente
voluminoso (v. 5b-7): nos encontraríamos ante un mito
solar trasferido con cuidado a la plegaria de los seguidores
de Yahvé.
Los estudiosos se esfuerzan en precisar la extensión de este
«préstamo» y discuten si las partes derivadas de otras
religiones han sido insertadas en el salmo o más bien ha
habido un proceso de refundición y de asimilación.
En este momento dejo a los estudiosos con sus
disquisiciones; a mí me sobra con esa información.
La idea de que los salmos también contienen expresiones
que otros pueblos dirigían a sus dioses, me llena de alegría.
Me parece que de este modo es revalorizado y compensado
el esfuerzo de la búsqueda religiosa en toda la humanidad.
Cuando rezo los salmos me gusta pensar que ciertas
palabras llevan el acento, los balbuceos, las tímidas
intuiciones, la búsqueda, las aspiraciones y los pequeños
descubrimientos de gentes lejanas. Y Dios sonríe
complacido; porque él llega también a descifrar sus
balbuceos.
Informaciones sobre la cuenta de Dios
El salmo está partido en dos. Incluso sin ser de los «asiduos
a los trabajos» se advierte la fractura que se produce
después del versículo 7.
La primera parte está dedicada a la presencia, a la gloria y a
la potencia de Dios proclamada por la magnificencia de la
creación. La segunda, en cambio, habla del encuentro con
Dios a través de su ley.
Simplificando y vulgarizando al máximo podremos decir:
poseemos dos fuentes de información sobre Dios: la
creación y su palabra.
Un hombre atento no puede sustraerse a la fascinación que
produce la belleza del universo. La armonía, la belleza que
envuelve el universo le hablan de alguien.
El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos (v. 2).
Al hombre que escucha al cielo hablarle de alguien, le
entran ganas de hablar con ese alguien. Le puede suceder
incluso a un incrédulo:
A veces, en un día estupendo, perdido en vuestra eternidad,
o de una mañana esplendorosa, o de una tarde
melancólica, o de uno de esos momentos plenos en que las
cosas se disponen como las letras de un crucigrama, soy
trasportado por una ráfaga de entusiasmo y me dan ganas
de aplaudir. Si estos aplausos os gustan y os sirven,
cogedlos sin cumplidos. En materia de oración es lo único
que puedo ofreceros (R. Escarpit).
Si, también un aplauso puede ser oración.
El día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra (v. 3).
Y quien rechaza estas informaciones discretas es un necio.
Pues lo invisible suyo, o sea, su fuerza eterna y su
divinidad, es evidente a la inteligencia, desde la creación
del mundo, por sus obras, de tal modo que son
inexcusables, porque conociendo a Dios no le dieron gloria
ni agradecimiento como a Dios, sino que se hicieron vanos
en sus pensamientos, y se oscureció su corazón insensato
(Rm 1, 20-21).
A pesar de todo es cierto que el firmamento habla en
lenguaje cifrado y que la clave no está en posesión del
hombre.
Sin que hablen,
sin que pronuncien,
sin que resuene su voz (v. 4).
El hombre sólo puede captar fragmentos separados de este
lenguaje o «concierto» misterioso.
A toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su lenguaje (v. 5).
Además no hemos de olvidar que la creación ha sufrido la
convulsión de la caída del hombre y padece las
consecuencias de esta culpa. Por eso también aspira a la
liberación.
Pues la espera de la creación aguarda la revelación de los
hijos de Dios. Porque la creación está sujeta a la vanidad,
no queriendo, sino por el que la sujetó, con esperanza de
que también la creación misma será liberada de la
esclavitud de la corrupción hacia la libertad de los hijos de
Dios. Pues sabemos que toda la creación gime y tiene
dolores de parto hasta entonces (Rm 8, 19-22).
Finalmente hemos de tener presente que el hombre actual
tiene una prisa agobiante y no es capaz de pararse y
contemplar. Está perdiendo el sentido de la admiración.
Aturdido por tanto fracaso y por emociones siempre nuevas
le resulta casi imposible captar un lenguaje sin «que
resuene» alguna voz. Y aunque el salmo nos hable del sol,
como servidor y testigo de Dios, como símbolo de la
manifestación de su voluntad, el hombre actual está
acostumbrado al sol...
Por eso no basta la belleza de la creación para el
conocimiento de Dios. Sólo quien conoce la ley, la palabra,
puede decir que ha encontrado al Dios vivo. (Es significativo
el que en la primera parte del salmo no se diga
directamente el nombre de Dios, como leemos en el v. 2,
sino que se indica de modo general a la divinidad. Sólo en la
segunda, dedicada a la ley, aparece su nombre. Lo cual nos
resalta suficientemente los límites de un conocimiento
simplemente «natural» de Dios).
Solamente quien conoce la ley puede comprender después
el lenguaje concreto de la creación. El Dios de la ley lleva al
Dios de la creación. Y no al revés. En otras palabras, la
creación nos conduce a lo sumo a la idea del Dios relojero
de Voltaire —el reloj postula la existencia de un relojero—.
La palabra, sin embargo, es la que nos hace encontrar al
Dios vivo.
No arruguemos la nariz
La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma (v. 8).
Quizá alguien arrugue la nariz. Nos es difícil entender cómo
la ley pueda ser el lugar del encuentro con Dios. Sin
embargo, en la conciencia del pueblo judío estaba arraigada
la convicción de que Yahvé está cercano a través de su
palabra y a través de esa forma particular de su palabra
que es la ley.
Son significativas en relación a esto las palabras dirigidas
por Moisés al pueblo del éxodo, ya cercano a la tierra
prometida:
Mira: yo os enseño mandatos y decretos, como me ordenó
el Señor mi Dios, para que obréis según ellos en la tierra en
qué vais a entrar para tomarla en posesión. Guardadlos y
cumplidlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra
prudencia a los ojos de los pueblos; los cuales, al oír estos
mandatos dirán: «Cierto, es un pueblo sabio y prudente
esta gran nación». Porque, ¿cuál de las naciones grandes
tiene unos dioses tan cercanos como el Señor nuestro Dios,
siempre que lo invocamos? y ¿cuál de las naciones grandes
tiene unos mandatos y decretos tan justos como toda esta
ley que os promulgo hoy? (Dt 4, 5-8).
Y en el último discurso antes de morir, Moisés despejará el
terreno de todo equívoco y de todo pretexto:
Porque el precepto que yo te mando hoy
no es cosa que te exceda, ni inalcanzable;
no está en el cielo, no vale decir:
« ¿Quién de nosotros subirá al cielo
y nos lo traerá y nos lo proclamará,
para que lo cumplamos?»;
ni está más allá del mar, no vale decir:
« ¿Quién de nosotros cruzará el mar
y nos lo traerá y nos lo proclamará,
para que lo cumplamos?».
El mandamiento está muy cerca de ti:
en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo (Dt 30, 11-14).
Nuestras preferencias en cambio, no son ciertamente las del
salmista:
Los mandamientos del Señor son verdaderos
y enteramente justos;
más preciosos que el oro,
más que el oro fino;
más dulces que la miel
de un panal que destila (v. 10-11).
Estas expresiones nos pueden hacer incluso sonreír. En
realidad notamos una cierta desconfianza ante la ley. Y sin
duda que hay motivos para ello.
Pero no hemos de olvidar —como se ha hecho resaltar con
acierto— que la ley —y este término no se limita al decálogo
y a las demás leyes morales— aún no ha padecido los
«ultrajes» de los doctores, de los moralistas y de su
casuística. Todavía no era el «yugo» insoportable, hecho de
minucias y de prescripciones exteriores, del que nos librará
Cristo. Aún no había llegado a convertirse en el molde rígido
en que el fariseísmo posterior ahogará toda vida religiosa.
La ley es más bien en este momento una guía, una luz. Es
el «pedagogo» que conduce al Señor. Solamente más tarde
este «pedagogo» será divinizado, se transformará en
absoluto, en algo adorado por sí mismo. Y entonces la ley
se convertirá en un tirano despiadado.
La ley de qué habla el salmo es una ley al servicio del
hombre para su crecimiento, para la realización plena de su
destino. Estamos por tanto lejos del legalismo formalista, de
la obsesión jurídica de la observancia escrupulosa de reglas
minuciosas. Estamos, en cambio, en el campo —evangélico,
podríamos decir— de la ley al servicio del crecimiento del
hombre. No al revés. El hombre se realiza a sí mismo a
través de la ley, en la libertad. La ley por tanto no está
sobre o ante el hombre, sino en su corazón. El Señor ha
realizado esta obra decisiva:
Meteré mi ley en su pecho,
la escribiré en sus corazones (Jr 31 33).
Una ley externa —como ha hecho notar Karl Barth— es
siempre molesta, sofocante, y ante ella nos entran ganas
de huir. Nos repite siempre el mismo estribillo: «debes». Y
nosotros respondemos: no puedo, no soy capaz, no tengo
ganas. En cambio, la ley escrita en el corazón nos dice:
«puedes». Entonces la obediencia pedida por Dios no es un
cumplimiento del deber, sino que obedecer significa: poder
obedecer en libertad. Por tanto, la ley, la palabra, me
realiza en la libertad, además de llevarme a encontrar a
Dios.
Pero no puedo contentarme con la observancia de la ley. La
observancia más fiel de los mandamientos divinos no me
libra, por ejemplo, del pecado de arrogancia.
Preserva a tu siervo de la arrogancia,
para que no me domine (v. 14).
Hay que fiarse exclusivamente del Dios vivo y no poner la
propia complacencia en el cumplimiento de sus preceptos.
Me convierto en un «ser regio» sólo cuando rechazo la
arrogancia y me reconozco sencillamente como siervo (v.
12) del rey de la gloria.
Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos...
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche (Sal 1, 1-2).
El salmo 18 puede considerarse como el comentario más
preciso de esas afirmaciones del salmo 1. Y estamos ya en
el sermón de la montaña.
El Dios vivo nos coloca en la montaña; pero no para
contemplar el panorama... Aunque sí, es lícito admirar el
panorama. Se puede, se debe asistir con un sentido de
estupor siempre nuevo a la estupenda liturgia cósmica:
El
el
el
la
cielo proclama la gloria de Dios,
firmamento pregona la obra de sus manos:
día al día le pasa el mensaje,
noche a la noche se lo susurra (v. 2-3).
Con tal de celebrar al mismo tiempo la liturgia de nuestro
corazón, en el que está escrita la ley de Dios. Sólo así
podremos concluir con el salmo:
Que te agraden las palabras de mi boca,
y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón,
Señor, roca mía, redentor mío (v. 15).
El salmo comienza con estas palabras:
El cielo proclama la gloria de Dios, que se cuentan entre las
más conocidas y las más citadas de todo el Salterio. Y si son
tan citadas (coeli enarrant gloriam Dei) es porque
impresionan. Pero toda cita se parece a una señal que se
deja en un libro: significa que se piensa volver sobre el
pasaje en cuestión. No quiere decir que no haya sido
entendido, pero tampoco significa que haya sido tan
perfectamente entendido como para hacer inútil una nueva
lectura. La señal dejada en el libro indica que se nos han
quedado grabadas las palabras y que nos invitan a volver
sobre ellas. De este modo empezaría yo a hablar del salmo
18.
Las palabras han despertado nuestra atención y nos han
sorprendido. Y el lector más abierto a la sorpresa es
también el mejor lector. Un texto menos denso no sería
citado con tanta frecuencia. Con palabras como «el
espectáculo, la vista de los cielos nos eleva. . . » O «los
cielos son una imagen de. . . » Desaparecería toda sorpresa.
La idea de que los cielos «hablan» es precisamente la que
sorprende y retiene la atención. Sorprende porque los
cielos permanecen callados y de ellos conocemos tan sólo su
silencio. Y a pesar de ello, retiene la atención. ¿Por qué?
Porque el silencio no deja de tener relación con el oído. El
silencio penetra, llena, despierta el oído. No carece de
sentido el gesto de tender el oído hacia la bóveda celeste,
orientar nuestros tímpanos hacia el gran tímpano del cielo.
Se diría que escucha, que todas las palabras del mundo
impresionan constantemente su superficie y que ésta nos
las devuelve. Todas las palabras... pero la totalidad que
recoge las palabras no puede resonar en nuestro oído, sino
que se hace presente por debajo de todas las palabras
audibles. Sólo las palabras múltiples resuenan en el oído,
pero el sentido, que unifica las palabras, no lo toca.
Decimos, sin embargo, que «captamos» el sentido, que
percibimos el sentido de las palabras en el silencio de su
unidad, un silencio tanto mayor cuanto que esa unidad es
total.
Así, Dios habla a los hombres a través de muchas palabras,
las de la Biblia y las de otros libros, las de los siervos de
Dios y de Jesús de Nazaret. Pero lo que les da su unidad, el
sentido de todas esas palabras, debe ser uno, como lo es
Dios mismo. Ese uno es el Verbo de Dios, y este Verbo no
hace vibrar ningún tímpano; ni se pronuncia ni se oye como
no sea en el silencio. En los testimonios diversos habla la
multiplicidad. Entre los testimonios, y para conjuntarlos, la
unidad se calla, el Verbo se calla. «A buen entendedor...»,
Dios dirige el silencio del Verbo.
El firmamento pregona la obra de sus manos;
el día le pasa el mensaje al día,
la noche se lo susurra a la noche.
Una de las maneras de que nos habla el cosmos es dándose
a conocer como antiguo e idéntico a sí mismo. Antigüedad
y sentido se dan la mano: la identidad, que permite dar un
nombre, es lo que dura. Ser es permanecer idéntico a sí
mismo. Pero, cosa curiosa, no habría modo de percibir una
identidad si no hubiera movimiento. No se conoce la
identidad del día con el día o de la noche con la noche sino
gracias al hecho de que estos dos tiempos se alternan. Se
ve cómo retornan, se les reconoce: el «mensaje» o el
«susurro» que transmiten son ante todo la manifestación
de su esencia respectiva. Si estuvieran confundidos en la
inmovilidad de una sola cosa, no retornarían, y entonces,
¿quién podría reconocerlos?
Este salmo, por consiguiente, viene a verificar la ley del
«rodeo» que caracteriza a los relatos de creación. Dios crea
las cosas, pero en virtud de ese rodeo nos lleva a otra
parte: Dios crea sobre todo el sentido. La «obra de sus
manos» es la creación, pero toda su acción se vuelve
«mensaje» y «susurro», se sumerge en la palabra. La gran
obra de Dios, el acto inaugural de la creación, según Gn 1,
consiste en separar la luz de las tinieblas, los cielos de
arriba de los cielos de abajo. Con razón se dice que es
preciso separar para organizar. Pero lo primero de todo es
separar para poder conocer. Conocimiento y palabra van
unidos estrechamente. No es posible organizar sin instaurar
la posibilidad de decir. Dios dice: que haya separación, y
llamó al firmamento cielo (cf. Gn 1,6-8).
Crear es dar sentido.
Hablar es dar sentido. Dios crea hablando. La separación
creadora, al igual que la palabra creadora, se percibe en la
duración, el movimiento permanente del cosmos.
Dios crea hablando. No ha sido preciso esperar al espíritu
crítico de las épocas recientes para que se formulara la idea
de que el Verbo no es una palabra entre todas las demás
que producen una resonancia. La alternancia del día y de la
noche por separado nos hace llegar la palabra del Verbo.
Sin embargo,
Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su lenguaje (vv. 4-5).
Existe un sistema de signos no sonoros y solamente
visuales, distintos y repetidos, sistema transmisor de
palabras, en cuya eficacia juega papel importante la
duración. Me refiero a la escritura, que remite a través del
tiempo o de los tiempos hasta la marca originaria de su
autor. También entienden numerosos exegetas que el
movimiento repetido de los astros en los cielos emite un
clamor silencioso comparable al de la página de un libro
(sobre todo teniendo en cuenta que el término traducido por
«mensaje» quiere decir más frecuentemente «línea»): el
cosmos vendría a ser por ello el primer modelo de una ley
escrita. Otros observan que la versión griega entendió
«sonido», como hará más tarde un himno de Qumrán (col
.1, 29). Por estas dos vías al mismo tiempo enlazará Pablo,
en la Carta a los Romanos, con nuestro salmo.
Este anuncio que se transmite hasta los extremos del
mundo no es otro, para Pablo, que la predicación del
Evangelio. Esto es lo que escribe en la Carta a los Romanos:
El mensaje es el anuncio del Mesías. Pero pregunto yo:
¿Será que no han oído hablar? Todo lo contrario, «a toda la
tierra alcanzó su pregón y hasta los límites del arte su
lenguaje» (Rm 10,18). Si en la morada de Dios existe una
cámara celeste para almacenar todas las sonrisas de
superioridad que semejante uso de los salmos ha inspirado
a los comentaristas desde hace aproximadamente un siglo,
tiene que ser muy grande. Muchos estiman que Pablo
apenas respeta el sentido del salmo. Muchos han dado la
impresión de creer que el apóstol quizá citaba la Escritura
con una vana finalidad erudita ornamental. Pero lo cierto es
que Pablo quizá llegó a pensar que había logrado penetrar el
secreto del texto que citaba.
En el contexto de la Carta a los Romanos, la predicación del
Evangelio aparece a la luz de la Ley, tal como la entiende el
Deuteronomio, apoyado en la tradición de la Sabiduría. La
ley posee las dimensiones del cielo y de la tierra, a la vez
que los desborda, igual que la Hokhma o la Sophia, porque
es mayor que el cielo y la tierra. Ley y Sophia hablan de los
orígenes, tradición que el día transmite al día y la noche a la
noche. Pero el mundo no es su verdadera sede. ¿Dónde
está la Ley, dónde la Sabiduría, pregunta el Deuteronomio
y, después de él, Pablo? La respuesta llega con toda su
fuerza: es palabra en tu boca y en tu corazón. Eres tú,
hombre, el que pronuncia la Ley. En efecto, no sólo reserva
el Deuteronomio un espacio inmenso a la mediación de
Moisés, definiendo la Ley como lo que dijo Moisés (bajo el
dictado de Dios), sino que además, todo hombre en Israel
debe escribir y pronunciar la Ley a partir del momento en
que salió de la boca de Moisés. Y a pesar de ello, esta Ley
no pierde su característica de ser tan grande y tan antigua
como el mundo.
Según la Carta a los Romanos, la predicación del Evangelio
se lleva a cabo exactamente conforme al modelo, ocupa
exactamente el ámbito de la Ley. La palabra del Evangelio
realiza un acto cuya amplitud corresponde exactamente a la
amplitud del acto realizado por la palabra creadora. El acto
de esta palabra tiene el mismo carácter a la vez íntimo y
total, y no se hace realidad a menos que llene el mundo
entero, del mismo modo que el sol llena todo el espacio
desde un extremo a otro.
El texto de Pablo está transido de estupor: el relato, la
proclamación, el mensaje, identificados con la palabra tal
como la escuchamos en el silencio del Verbo, resuenan de
pronto en su propia boca, lo mismo que en la de todo el que
anuncie el Evangelio. El hombre no recita la palabra de
Dios. Tiene la palabra de Dios en su boca de hombre. En
esto consiste la noticia que viene hasta nosotros a través de
las páginas del Deuteronomio. Aquí interpreta Pablo un
salmo de creación conforme a la lógica del rodeo propia de
estos textos. Nos dicen que Dios habla, pero que el hombre
es el que dice. De este modo reconoce el hombre que su
palabra es de Dios. En realidad, cuando Dios hace,
mediante su palabra, su propia imagen, hace un ser
parlante. La imagen no es Dios, es sólo su semejanza, y
por ello, al hablar, a diferencia de cuando habla Dios, el
hombre produce una resonancia. Pero Dios está en su
imagen y por ello está la palabra de Dios en el silencio
emitido por el sentido de las palabras del hombre. El centro
de todo relato de creación es un acto de fe en la verdad
que el silencioso Verbo de Dios confiere a la palabra del
hombre. El Evangelio es el momento extremo, en
Jesucristo, de este acto de fe.
En estas condiciones, la objeción planteada por los
modernos, en el sentido de que en los relatos de creación
se narra a sí mismo el hombre y pone sus propias palabras
en boca de Dios, es aceptada y a la vez superada. En
efecto, los autores bíblicos ponen cada vez en boca de Dios
creador palabras distintas, sus propias palabras. Hay
numerosos relatos de la creación: Gn 1, Gn 2-3, algunos
salmos, varios textos proféticos... Entre estos textos, en el
espacio que separa a los escritos o a los autores, el Verbo
calla, inspira constantemente nuevos textos. El verbo llena
y desborda los textos y nuestras palabras como llena y
desborda el cielo. Leer, comprender, escribir significa
avanzar:
Allí le ha puesto su tienda al sol:
él sale como un esposo de su alcoba,
contento como un héroe, a recorrer su camino.
Asoma por un extremo del cielo
y su órbita llega al otro extremo (vv. 5-7).
El hombre que narra la creación hace hablar a Dios, y es
cierto. Pero, ¿de qué otro rodeo podría servirse para
entender y hacer entender que Dios habla en él, que le hace
ser parlante, que le hace hablar?
¿Cómo saber si el salmista dice la verdad? Nuestra fe
responde que, si Dios hace hablar a un poeta, Dios puede
hacer que le entendamos en sus palabras. La señal de ello
será que nos sentiremos un poco más tocados por ese
fuego, ese calor, ese «ardor» que el Verbo de Dios, al igual
que el sol, comunica:
Asoma por un extremo del cielo
y su órbita llega al otro extremo:
nada se libra de su calor (v. 7).
Observemos que Dios crea lo primero de todo la luz. El ojo
es el sentido al que queda reservada la percepción de esa
totalidad que recorre el sol. Pero, ¿de qué me serviría la
creación de la totalidad si quedara yo olvidado en ella y si el
creador no me saliera en ella al encuentro? Para significar
la presencia, el tacto vale más que la vista; el «ardor», el
calor penetra más profundamente que la luz.
Después de cantar la creación como una cadena de
tradición, como un clamor silencioso parecido al que nos
hace escuchar la página de un libro, o también como los
horizontes netos transidos de infinitud, el salmista puede
alabar la Ley de Moisés, tal como la recibieron los mejores
hombres de Israel, límpidos, pura, gozosos. Vida o miel.
¿Es que vivir conforme a la Ley no es vivir según las
apariencias? El salmista responde que la justicia penetra
más allá de toda superficie:
¿Quién conoce sus fallos?
Absuélveme de lo que se me oculta (v. 13).
La repetición de la palabra «ocultar» en los vv. 7 y 13 es
intencionada. El sol penetra, mediante su calor, hasta lo
invisible. Del mismo modo, la verdad de la Ley no estará
completa hasta que llegue a las zonas ocultas del hombre.
Algunos dirán que, gracias a la Ley, puedo ver de golpe
todas mis faltas y todas mis buenas acciones. No acepta el
salmista ese lenguaje especular en que una superficie (la
de una página) refleja otra superficie (la de un hombre). La
verdadera luz de la Ley debe penetrarlo todo para que nada
le quede oculto, exigencia que podría interpretarse como la
de un escrúpulo obsesivo por llegar a la perfección. En la
armonía del conjunto, es más justo ver las cosas de otro
modo. Como el sentido de la palabra no está en las
palabras, sino en el silencio creado por una buena escucha,
tampoco la justicia está en una observancia particular. La
sede de la justicia está más bien en el centro invisible del
hombre, al que el hombre mismo no puede acceder si
queda abandonado a solas sus fuerzas. Sólo Dios puede
«purificarle» (v. 13).
La señal, en fin, de que alguien se ha quedado en la
superficie de la Ley es que ello le hace sentirse orgulloso.
Ello es cierto si se trata de las palabras de Moisés o de las
de Cristo. Es admirable que una plegaria en que se pide
observar la Ley acabe con la demanda de no caer en la
peor de todas las trampas que pueda tender:
Preserva a tu siervo de la insolencia,
para que no me domine:
así quedará libre e inocente de grave pecado (v. 14).
Lejos de la superficie de la creación, lejos de la superficie de
la Ley se oculta el gran secreto propio de las dos, que es la
humildad. Creación y Ley cumplidas en lo más oculto,
hechas realidad en la humildad: esta alabanza debió de
colmar de alegría a los primeros discípulos de Jesús,
cuando se supieron depositarios de eso que se transmite
«de día en día» y «de noche en noche» desde el comienzo
del mundo.
NATURALEZA Y GRACIA
Puedo fiarme de la naturaleza. La salida del sol y la llegada
de las estaciones, las fases de la luna y el surgir de la
marea, las órbitas de los planetas y el puesto de cada
estrella. Maquinaria cósmica de precisión eterna. Los cielos
hablan de orden y regularidad, y nos dan derecho a esperar
hoy el mismo horario de ayer, y este año la primavera de
todos los años. Es la marca de Dios sobre su creación, un
Dios que es el Dios del orden y de la garantía, un Dios de
quien puedo fiarme en todo lo que hace, como me fío que el
sol saldrá mañana.
Así como me fío de Dios en la naturaleza, me fío también de
él en su creación de espíritu y de gracia. En su ley y su
voluntad y su amor. La voluntad de Dios dirige el mundo de
la gracia en el corazón del hombre con la misma seguridad
providente con que hace salir el sol y llover a las nubes, fiel
en su cariño salvífico como lo es en guardar su puesto la
estrella polar. «Su ley es perfecta, su precepto es fiel, sus
mandatos son rectos, su voluntad es pura». La misma
divina voluntad es la que dirige las estrellas del cielo y el
corazón del hombre. Una creación es el espejo de la otra,
para que al ver a Dios llenar de belleza los cielos nos entre
la fe de dejarle que llene también nuestros corazones con su
misma belleza.
«El día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo
susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta
los límites del orbe su lenguaje».
Ese pregón, ese lenguaje, esa sabiduría secreta nos habla a
nosotros también. Su mensaje es claro: Dios no falla nunca.
Ese es el secreto de las estrellas. Y la misma mano que las
guía a ellas eternamente por las rutas invisibles del cielo
nos guía también a nosotros por los laberintos imposibles de
nuestro viaje sobre la tierra. Mira a los cielos y cobra ánimo.
Dios respalda a su creación.
Cielo y tierra al unísono. Tu Hijo nos enseñó a pedir que tu
voluntad se haga en la tierra como en el cielo. Veo a todos
los cuerpos celestes que obedecen a tu voluntad con fácil
perfección, y pido para mí esa misma facilidad en seguir las
rutas de tu gracia. Esa es la oración que rezo a diario,
enseñado por tu Hijo. Es verdad que yo tengo la libertad que el sol y la luna no tienen- de escoger dirección y
desviarme de tu camino. Por eso te pido que me dirijas
despacio, me corrijas suavemente, me cuides a lo largo de
mi órbita. Dame fe en tu santa voluntad para que me sienta
seguro de que al seguir su dirección me coloco en mi sitio
en ese universo que has creado, y así contribuyo con mi
libertad a la belleza del conjunto. Hazme amar tus
mandamientos y acatar tus preceptos. Llévame a adorar tu
ley, la ley única e indivisa que rige en armonía los cielos y la
tierra. Enséñame a pensar en ti cuando saludo al sol
naciente, y a darte gracias cuando despido a las sombras de
la noche. Hazme sentirme cerca de tu creación, cerca del
milagro de la naturaleza, cerca de tu ley. Adiéstrame para
que cante tu gloria en mi vida en feliz unísono con el himno
de cielos y tierra.
«El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona
la obra de sus manos».
Himno a Dios creador
1. El sol, con su resplandor progresivo en el cielo, con el
esplendor de su luz, con el calor benéfico de sus rayos, ha
conquistado a la humanidad desde sus orígenes. De
muchas maneras los seres humanos han manifestado su
gratitud por esta fuente de vida y de bienestar con un
entusiasmo que en ocasiones alcanza la cima de la
auténtica poesía. El estupendo salmo 18, cuya primera
parte se acaba de proclamar, no sólo es una plegaria, en
forma de himno, de singular intensidad; también es un
canto poético al sol y a su irradiación sobre la faz de la
tierra. En él el salmista se suma a la larga serie de
cantores del antiguo Oriente Próximo, que exaltaba al
astro del día que brilla en los cielos y que en sus regiones
permanece largo tiempo irradiando su calor ardiente.
Basta pensar en el célebre himno a Atón, compuesto por
el faraón Akenatón en el siglo XIV a. C. y dedicado al
disco solar, considerado como una divinidad.
Pero para el hombre de la Biblia hay una diferencia radical
con respecto a estos himnos solares: el sol no es un dios,
sino una criatura al servicio del único Dios y creador.
Basta recordar las palabras del Génesis:”Dijo Dios: haya
luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la
noche, y valgan de señales para solemnidades, días y
años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero
grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para
el dominio de la noche (...) y vio Dios que estaba bien"
(Gn 1, 14. 16. 18).
2. Antes de repasar los versículos del salmo elegidos por
la liturgia, echemos una mirada al conjunto. El salmo 18
es como un dístico. En la primera parte (vv. 2-7) -la que
se ha convertido ahora en nuestra oración- encontramos
un himno al Creador, cuya misteriosa grandeza se
manifiesta en el sol y en la luna. En cambio, en la
segunda parte del Salmo (vv. 8-15) hallamos un himno
sapiencial a la Torah, es decir, a la Ley de Dios.
Ambas partes están unidas por un hilo conductor
común: Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e
ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra,
contenida en la Revelación bíblica. Se trata, en cierto
sentido, de un sol doble: el primero es una epifanía
cósmica del Creador; el segundo es una manifestación
histórica y gratuita de Dios salvador. Por algo la Torah, la
Palabra divina, es descrita con rasgos "solares":”los
mandatos del Señor son claros, dan luz a los ojos" (v. 9).
3. Pero consideremos ahora la primera parte del Salmo.
Comienza con una admirable personificación de los cielos,
que el autor sagrado presenta como testigos elocuentes
de la obra creadora de Dios (vv. 2-5). En efecto,
"proclaman", "pregonan" las maravillas de la obra divina
(cf. v. 2). También el día y la noche son representados
como mensajeros que transmiten la gran noticia de la
creación. Se trata de un testimonio silencioso, pero que
se escucha con fuerza, como una voz que recorre todo el
cosmos.
Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa
que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la
mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino
que habla del Creador. Como dice el antiguo sabio, "de la
grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por
analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5). También
san Pablo recuerda a los Romanos que "desde la creación
del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras" (Rm 1, 20).
4. Luego el himno cede el paso al sol. El globo luminoso
es descrito por el poeta inspirado como un héroe guerrero
que sale del tálamo donde ha pasado la noche, es decir,
sale del seno de las tinieblas y comienza su carrera
incansable por el cielo (vv. 6-7). Se asemeja a un atleta
que avanza incansable mientras todo nuestro planeta se
encuentra envuelto por su calor irresistible.
Así pues, el sol, comparado a un esposo, a un héroe, a un
campeón que, por orden de Dios, cada día debe realizar
un trabajo, una conquista y una carrera en los espacios
siderales. Y ahora el salmista señala al sol resplandeciente
en el cielo, mientras toda la tierra se halla envuelta por su
calor, el aire está inmóvil, ningún rincón del horizonte
puede escapar de su luz.
5. La liturgia pascual cristiana recoge la imagen solar del
Salmo para describir el éxodo triunfante de Cristo de las
tinieblas del sepulcro y su ingreso en la plenitud de la vida
nueva de la resurrección. La liturgia bizantina canta en los
Maitines del Sábado santo:”Como el sol brilla, después de
la noche, radiante en su luminosidad renovada, así
también tú, oh Verbo, resplandecerás con un nuevo fulgor
cuando, después de la muerte, dejarás tu tálamo". Una
oda (la primera) de los Maitines de Pascua vincula la
revelación cósmica al acontecimiento pascual de
Cristo:”Alégrese el cielo y goce la tierra, porque el
universo entero, tanto el visible como el invisible,
participa en esta fiesta: ha resucitado Cristo, nuestro
gozo perenne". Y en otra oda (la tercera) añade:”Hoy el
universo entero -cielo, tierra y abismo- rebosa de luz y la
creación entera canta ya la resurrección de Cristo, nuestra
fuerza y nuestra alegría". Por último, otra (la cuarta)
concluye:”Cristo, nuestra Pascua, se ha alzado desde la
tumba como un sol de justicia, irradiando sobre todos
nosotros el esplendor de su caridad".
La liturgia romana no es tan explícita como la oriental al
comparar a Cristo con el sol. Sin embargo, describe las
repercusiones cósmicas de su resurrección, cuando
comienza su canto de Laudes en la mañana de Pascua con
el famoso himno:”Aurora lucis rutilat, caelum resultat
laudibus, mundus exsultans iubilat, gemens infernus
ululat":”La aurora resplandece de luz, el cielo exulta con
cantos de alabanza, el mundo se llena de gozo, y el
infierno gime con alaridos".
6. En cualquier caso, la interpretación cristiana del Salmo
no altera su mensaje básico, que es una invitación a
descubrir la palabra divina presente en la creación.
Ciertamente, como veremos en la segunda parte del
Salmo, hay otra Palabra, más elevada, más preciosa que
la luz misma: la de la Revelación bíblica.
Con todo, para los que tienen oídos atentos y ojos
abiertos, la creación constituye en cierto sentido una
primera revelación, que tiene un lenguaje elocuente: es
casi otro libro sagrado, cuyas letras son la multitud de las
criaturas presentes en el universo. San Juan Crisóstomo
afirma:”El silencio de los cielos es una voz más resonante
que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros
ojos, y no a nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los
ha creado" (PG 49, 105). Y san Atanasio:”El firmamento,
con su grandeza, su belleza y su orden, es un admirable
predicador de su Artífice, cuya elocuencia llena el
universo" (PG 27, 124).
Comentario de la Segunda Lectura: Ga 1, 11-20. Dios
me escogió desde el seno de mi madre.
Para defenderse de las insinuaciones calumniosas de los
judaizantes, Pablo cree conveniente explicar los
acontecimientos que han precedido y seguido a su
conversión: si abandonó la «tradición» recibida en su
juventud fue debido a una llamada personal de Dios.
-Hermanos, sin duda habéis oído hablar de mi conducta
pasada en el judaísmo. Con qué saña perseguía yo a la
Iglesia de Dios tratando de destruirla. Sobrepasaba en el
judaísmo a muchos de mis compatriotas
contemporáneos... Y defendía más que nadie las
tradiciones...
¡No! ¡Que nadie trate de darle lecciones de ortodoxia
doctrinal! Ser fariseo, un verdadero fariseo, ¡lo ha sido!
Ser defensor de las tradiciones de los antepasados, ¡las
ha defendido con fervor! «Sobrepasaba en el judaísmo a
muchos de mis compatriotas contemporáneos».
Si cambió de parecer, no fue por fantasía personal... Se
vio constreñido a ello, por así decir. Era «perseguidor»,
Dios le hizo «apóstol».
Ayúdanos, Señor, a ser dóciles a tus inspiraciones.
Ayúdanos a ser capaces de esas «reconsideraciones»
radicales.
-Pero Dios, que me separó del seno de mi madre y me
llamó por su gracia, tuvo a bien revelar -apocalipsis- en
mí a su Hijo.
Pablo descubre de nuevo la expresión bíblica tradicional
para decir que fue Dios quien tuvo la iniciativa: me
separó «desde el seno de mi madre», es verdaderamente
el súmmum de la constricción que se impone sin, ni
siquiera, poder expresar el propio parecer... ¡una elección
radical, soberana, que precede a todo mérito de nuestra
parte! En otras circunstancias, Pablo dirá de qué modo
supo «responder» libre y generosamente a esta llamada.
Pero, de momento es la «gratuidad» abrupta de la
«gracia», del don, de Dios lo que lo hiere. En el camino
de Damasco fue asido, como a pesar suyo, en plena
acción de persecución contra la Iglesia... y fue
reincorporado, sin mérito alguno, sin hacer nada por su
parte.
Ayúdame, Señor, a creer en tu gracia todopoderosa, en
tu previsora iniciativa conmigo.
Desde mi cuna también pensaste, Señor, en el papel que
me asignabas en el mundo. ¿Lo cumplo, Señor? Ayúdame
a estar donde Tú quieres que esté y tal como Tú quieres
que yo sea.
-Al punto, sin pedir consejo a nadie, sin subir a Jerusalén
donde estaban los apóstoles anteriores a mí, partí...
Luego de allí a tres años subí a Jerusalén para conocer a
Pedro y permanecí quince días con él. No vi a ningún otro
apóstol excepto a Santiago...
Pablo quiere subrayar la unidad de la "misión": no ha
querido ser un "francotirador"... uno que está al margen
de la evangelización. Quiere estar de acuerdo con el resto
de la Iglesia, y en particular con la jerarquía de su
tiempo.
Sin embargo subraya con claridad que lo que enseña no
lo ha recibido de los Doce, sino directamente "de Dios":
no obstante es el mismo evangelio... Dios no se
contradice.
No se puede poner en tela de juicio la autenticidad del
apostolado de Pablo: su obediencia inmediata a Dios nos
lo prueba.
Señor, ayúdanos... ayuda a la Iglesia de nuestro tiempo
a tener ese mismo respeto de las vocaciones particulares,
y la misma preocupación del control fraterno y de la
unidad de la Iglesia.
En este texto, vemos ya que el primado de Pedro es
reconocido en los hechos. Pablo chocará con él y lo dirá
agriamente en esta misma epístola. Pero no es cuestión
de negar su papel esencial.
Te ruego, Señor, por el sucesor de Pedro.
Pablo ve con toda claridad la contradicción que hay entre
el evangelio y la circuncisión de unos convertidos del
paganismo. Pero tanto él como la Iglesia entera
defienden una continuidad entre los dos Testamentos y
una comunión entre los cristianos circuncisos e
incircuncisos. Como no sería fácil presentar su
pensamiento de manera meramente conceptual, Pablo
recurre lo más posible a la experiencia: a la suya y a la
de los mismos gálatas.
La primera prueba de que existe contradicción entre el
judaísmo de las prácticas legales y el evangelio está en la
persecución de los cristianos por parte de los judíos en la
que Pablo había participado activamente. El era un judío
muy convencido y muy celoso por las tradiciones de los
Padres. Persiguió a muerte a la Iglesia, porque
comprendió desde el principio que el evangelio hacía
saltar en pedazos los esquemas de la legalidad judía.
La conversión de Pablo fue obra personalísima de Dios,
que lo había escogido desde el seno de su madre -y lo
había hecho nacer en una familia judía-. Fue, sin
embargo, un rompimiento fortísimo con la rutina de su
judaísmo. Dios le mostró a su Hijo Unigénito como aquel
que había sido proclamado Señor por toda la tierra. Todo
debía ser repensado, pues, en función de este reinado de
Cristo.
Otra experiencia importante fue el encuentro de Pablo y
Bernabé con los grandes apóstoles de Jerusalén, catorce
años después de la conversión de Pablo. Se llevaron
consigo a Tito llamado a ser sucesor de los apóstoles,
como exponente de una multitud de paganos convertidos
y no circuncidados, como exponente de convertidos que
llevaban en su vida los frutos del Espíritu.
Los apóstoles dieron fe de la obra de Dios entre los
gentiles: confirmaron que la comunión entre los
cristianos no dependía de la uniformidad en unas
prácticas, sino del Espíritu que animaba a unos y otros.
Celebramos la conversión de san Pablo como obra de
Dios. En este sentido podemos decir que la conversión de
san Pablo comenzó -como dice el texto- desde el seno de
su madre.
La fe en Dios, la honradez de vida, la preocupación por la
palabra de Dios y el afán en que las exigencias de esta
palabra se realizaran en la vida propia y en las de los
creyentes: tales son las características de Pablo el
Apóstol, pero también lo eran de Pablo como activista
judío.
¿Qué le faltaba al Pablo perseguidor de la Iglesia? Le
faltaba la comprensión por la fe de los demás (dirá más
tarde: "todo lo que no proviene de la fe es pecado") y le
faltaba la apertura a la nueva revelación de Dios: creía
que todo estaba contenido en las "tradiciones de los
padres".
Esta revelación irrumpió como relámpago en día sereno.
Dios le mostró (casi diríamos: le hizo tocar) a su propio
Hijo, Señor del universo, y le hizo comprender que el Hijo
-que vivió en esta tierra, que murió y resucitó- era el
mensaje que debía predicarse por todo el mundo.
Desde aquel momento la rutina y el miedo de ser
perseguido como traidor (bíblicamente: "la carne y la
sangre") no significan nada para Pablo, porque Cristo
había penetrado ya en él.
Adoctrinado directamente por Cristo, se incorporó en
seguida a la predicación, en contacto con las
comunidades incipientes de Damasco y de toda Arabia.
Estableció contacto con Pedro, en la cumbre, y luego se
marchó a las regiones de Siria y Cilicia (su tierra natal),
donde el cristianismo estaba destacando por su
penetración teológica y por su vigor evangelizador. De
este modo, el que había sido el más activo de los
perseguidores se convirtió en el más activo de los
apóstoles. Dios demostró en él qué grande es el poder de
su gracia.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21, 15-19.
Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
El cap. 21 ha sido añadido al Evangelio de Juan
probablemente después de una primera redacción de éste.
Las dificultades de orden literario y exegético son bastante
importantes, pero cabe la posibilidad de no alejarse de la
realidad, figurándose que esta capítulo ha sido estructurado
después de la muerte de Pedro y antes de la de Juan. En un
momento en que el tema de la sucesión ya se ha planteado.
***
a) Cada aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles se
cierra siempre, especialmente en San Juan, en una
"transmisión de poderes". Juan coloca intencionadamente
esta transmisión después de la resurrección (al contrario de
Mt 16, 13-20) para dejar bien claro que los poderes
misioneros y sacramentales de la Iglesia no son más que la
irradiación de la gloria del Resucitado ("todo poder me ha
sido dado... id, pues": Mt 28, 18-19). Cristo no se limita,
por tanto, a organizar su Iglesia en el plano jerárquico y
administrativo, trata de que esa estructura misma dimane
de su resurrección. La experiencia pascual de Cristo no es
tan solo un acontecimiento maravilloso; en él todo hombre
es llamado a compartir la vida y la gloria de Dios y a
contribuir por su parte a la extensión de la soberanía de
Cristo sobre el universo. Esta distribución de vida se
transmite a través de los poderes apostólicos.
b) En el pasaje de este día, los poderes transmitidos se
refieren de manera más especial al primado de Pedro. Esa
transmisión no se realiza sin cierto toque de humor. Pedro
había negado tres veces a su Maestro (Jn 18, 17-27) y por
tres veces le pide Jesús una profesión de amor. Pedro se
había colocado por delante de los demás en su celo por el
Señor (Mt 26, 33), y ahora Cristo le invita a que se coloque
por delante en el orden del amor ("más que estos": v. 15).
Se advertirá que Pedro no se atreve a afirmar abiertamente
su adhesión al Señor: acude más humildemente al
conocimiento que Cristo puede tener al respecto ("Tú
sabes...": vv. 15, 16 y 17).
Por la demás, Pedro no habla del mismo amor que Cristo.
Este le pregunta por dos veces si siente hacia Él amor
("agapê"), pero Pedro responde diciendo que siente apego
hacia su Maestro ("philein!). Pedro no quiere pronunciarse
sobre el amor religioso que Jesús le pide, se limita a
manifestar su amistad. Todo el afecto y la adhesión
encerradas en la idea de "philein" se encuentran
ciertamente en la de "agapein", pero esta última añade
además la fidelidad en el servicio exclusivo del Señor
Resucitado y la consagración a Dios (cf. Jn 14, 15-24).
Que Cristo pusiera en duda su "agapê" no era para humillar
de modo especial a Pedro, que conocía bien sus limitaciones
en este punto y se refugiaba al menos en la declaración de
su amistad y de su adhesión. Pero Jesús ataca a Pedro
incluso en ese terreno, sirviéndose en la tercera pregunta
no ya de la palabra "agapein", sino de la que el mismo
Pedro había empleado para expresar su adhesión
("philein"): "¿Sientes realmente apego hacia Mí?" Este
cambio repentino de tono y de vocabulario desconcierta a
Pedro: ¿es que Cristo ponía también en duda su adhesión y
su afecto ("philein")? Pedro tiene quizá apego hacia su
Maestro y está perfectamente dispuesto a tener el "agapê",
una verdadera "caridad". Pero a él le toca probarla con el
ejercicio de su primado y la forma en que amará a los
corderos y a las ovejas del Señor.
La revelación del amor ("agapê") hecha por Cristo en su
muerte (Jn 15, 14) tiene de ahora en adelante su institución
propia: la Iglesia conducida por Pedro se convierte en el
sacramento visible del "agapê" del Salvador. Que el pastor
ame a las ovejas como conviene y entonces se le ofrecerá al
mundo el signo del amor de Cristo hacia los hombres. El
primado no es, pues, una recompensa concedida al amor
eventual de Pedro hacia su Maestro; es una institución que
significa el amor de Cristo hacia los hombres.
Texto. Los versículos últimos del domingo pasado parecían
poner fin al Evangelio. El autor ha añadido, sin embargo, un
último relato, localizado en el lago Tiberíades, en un tiempo
indeterminado después del domingo de resurrección. Este
relato tiene en Pedro y en el discípulo amado a sus
personajes centrales, como lo pone de manifiesto la
continuidad del relato no recogida en el texto litúrgico.
No es la primera vez que Pedro y el discípulo amado
aparecen juntos. Desde el cap. 13 es al menos la tercer vez
que lo hacen.
En todas ellas el discípulo amado aventaja a Pedro en captar
y entender la situación. Hoy es él quien reconoce al
misterioso personaje de la orilla y quien se lo comunica a
Pedro con una escueta frase: es el Señor. Es así, a
instancias del discípulo amado, como Pedro se lanza al
encuentro de Jesús.
Este encuentro culmina en un diálogo entre Jesús y Pedro.
El autor construye este diálogo como contrarréplica a la
triple negativa de Pedro a reconocerse discípulo de Jesús la
noche en que Jesús fue arrestado. Si releemos ahora
aquella escena caeremos en la cuenta de que el autor la
sitúa en el patio interior de la residencia del sumo
sacerdote, donde se encuentran justamente Jesús, Pedro y
otro discípulo (ver. Jn 18, 15-16).
Este otro discípulo sin nombre, ¿no será el discípulo amado?
Particularmente creo que sí. Esta hipótesis confirmaría lo
que en otro caso es cierto en el cuarto Evangelio: el
discípulo amado es el prototipo de discípulo de Jesús,
estando siempre donde debe, por ejemplo, al pie de la cruz;
captando y entendiendo las situaciones. Todo esto es la
asignatura pendiente de Pedro. Así nos lo ha hecho saber el
autor desde el cap. 13, es decir, desde el día de Jueves
Santo: Lo que estoy haciendo, tú no lo entiendes ahora, lo
comprenderás más tarde (Jn 13, 7). Ese más tarde es
precisamente el relato de hoy, anunciado ya por el autor
desde el cap. 13. De ahí la necesidad de este relato a pesar
de que el Evangelio parecía estar ya terminado el domingo
pasado. En este relato aprende Pedro la asignatura que
tenía pendiente: ser discípulo de Jesús es amar a riesgo de
la propia vida. Sígueme.
Resumiendo: el autor del cuarto Evangelio ha elaborado un
relato eclesiológico altamente significativo.
Comentario. Frente a un modelo de Iglesia basado en la
Jerarquía, el autor del cuarto Evangelio propone un modelo
de Iglesia basado en la Comunidad creyente. La jerarquía
deberá estar siempre a la escucha de la Comunidad
creyente, si quiere saber por donde ir y si no quiere errar.
Es la comunidad creyente quien capta y entiende las
situaciones.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21, 15-19, para
nuestros Mayores. Apacienta mis corderos, apacienta
mis ovejas.
Texto. Pertenece al último capítulo del cuarto Evangelio.
Mucho se ha escrito y se sigue escribiendo acerca del origen
y motivos de este capítulo, que no todos los especialistas
atribuyen al autor del Evangelio. Un dato, sin embargo
resulta incontrovertible en el conjunto del capítulo: los dos
protagonistas del mismo son el discípulo a quien Jesús
quería y Pedro (tengamos en cuenta que el texto litúrgico
no recoge la parte final, relativa al discípulo amado), los
mismos que desde el capítulo 13 han aparecido
reiteradamente juntos. No debería, pues, ponerse en duda
que en este capítulo final es el propio autor del Evangelio
quien vuelve a esta singular bina para esclarecer su sentido
y razón de ser. Este capítulo final, a su vez, está anunciado
desde el cap. 13, cuando a un Pedro reticente le dice Jesús:
"Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás
más tarde". El texto de hoy recoge ese "más tarde",
poniendo punto final a una historia imperfecta de Pedro.
Esta historia guarda relación con el seguimiento. El término
aparece explícito en el último versículo en forma de
invitación: Sígueme. Jesús había cuestionado el seguimiento
de Pedro en un diálogo mantenido con él en Jn. 13, 36-38.
Los hechos le iban a dar la razón: Pedro negará tres veces
ser discípulo, es decir, seguidor de Jesús (cfr. Jn 18, 15-18.
25-27). El diálogo de hoy entre Jesús y Pedro está montado
sobre esta triple negación, pero, ahora, Jesús ya no
cuestiona el seguimiento de Pedro. La escena en la barca ha
puesto de manifiesto la sinceridad y totalidad de su
seguimiento actual. Apenas oye Pedro que el desconocido
de la orilla es el Señor, se ciñe y se lanza al agua en pos de
él. El término ceñirse (traducción litúrgica, atarse) está
intencionadamente usado en la escena de la barca,
preparando las palabras finales de Jesús a Pedro sobre el
ceñimiento voluntario e impuesto. Como intencionada es la
mención de las brasas preparadas por Jesús y que
recuerdan, por contraste, las brasas de las negaciones,
cuando Pedro se calentaba del frío reinante. Al calor de las
brasas de Jesús comprende Pedro su programa de vida. En
su último ejemplo de magisterio y señorío, Jesús ha
preparado una comida, que él mismo distribuye.
Inevitablemente vienen a la mente las palabras de la última
cena: Os he dado ejemplo para que lo que he hecho con
vosotros, vosotros también lo hagáis (Jn 13, 15). Pedro, al
fin, ha terminado por comprender que amar a Jesús tiene
como santo y seña hacer algo por los demás.
El otro protagonista del capítulo final (recuérdese que el
texto litúrgico no lo incluye todo) es el discípulo a quien
Jesús amaba. Una vez más destaca este discípulo como el
que reconoce de inmediato a Jesús, aspecto este en el que
supera a Pedro, aquí y en todos los pasajes en los que
ambos aparecen juntos, El enigma de este discípulo estriba
en que nunca se le menciona por su nombre. La
identificación tradicional con Juan resulta francamente frágil
y problemática. Indicios internos, sacados del propio
Evangelio, favorecen incluso una identificación cambiante,
según las escenas en que se le menciona. Ello explicaría la
ausencia de nombre propio.
Lo significativo de este discípulo no es la identidad personal,
sino su función: sintonizar con Jesús, ahondar en él,
conocerle. Esta función no es exclusiva de una persona (de
ahí la ausencia de un nombre propio), a diferencia de la de
Pedro, que sí lo es. Discípulo preferido de Jesús es todo
creyente en él; de ahí su permanencia hasta la vuelta de
Jesús (véase Jn 21, 20-23).
Comentario. Como en los relatos pascuales de los dos
domingos precedentes, también en éste el interés del autor
del cuarto Evangelio es eclesiológico. Contra lo que en
alguna ocasión se ha escrito, la concepción eclesiológica del
cuarto Evangelio es jerárquica. No se pueden pasar por alto
la colación de una autoridad por parte del Señor Jesús ni,
por ende, una participación de Pedro en la misión asignada
por el Padre a Jesús de guardar y guiar a los creyentes.
Pero tampoco se puede pasar por alto la integración de la
estructura jerárquica dentro de un marco y una savia más
importantes y fundamentales que la propia jerarquía. En la
fe no hay jerarquía. El cuarto Evangelio es rotundo en este
punto, precisamente a través del discípulo a quien Jesús
amaba. Puede que incluso nos resulte chocante su
insistencia en colocar a este discípulo por encima de Pedro
en lo tocante a conocer a Jesús. Su mensaje es claro: la
necesaria función jerárquica debe estar en sintonía con la fe
de los creyentes y no a la inversa.
¿Cuál es la intención del autor al escribir esta especie de
apéndice, cuyo sentido sólo se encuentra en la totalidad del
c. 21? Por un lado, hay que decir que, insertado en el
cuadro de las apariciones pascuales, no muestra su interés
tanto en ellas directamente cuanto en dos testigos de los
hechos: Pedro y el discípulo preferido de Jesús. Dentro del
c. 21, la aparición de Jesús es el pretexto para hablar de
estas dos personas.
Es más, no se muestra el testimonio de esas dos personas
en su dimensión individual, sino más bien en una dimensión
representativa: Pedro representa la autoridad; el discípulo
amado de Jesús, la base comunitaria. Naturalmente, hay
que añadir que estas observaciones no se deducen del texto
que escuchamos, sino del conjunto de textos en que
aparecen ambos personajes.
Según el autor, la base comunitaria es quien descubre antes
a Jesús, y la autoridad es la que debe estar a la escucha de
la primera. En la intención del autor, los versículos 15-19
remiten a las tres negaciones de Pedro (cf. /Jn/18/15-18.
25-27). Si leemos atentamente el relato de las negaciones
según el evangelio de Juan, descubrimos que éstas tienen
lugar una vez que el discípulo preferido de Jesús desaparece
de la escena tras haber introducido a Pedro en el palacio del
sumo sacerdote (cf. Jn 18, 15-16). ¿Qué significa esto? No
puede la autoridad actuar al margen de la base comunitaria.
Este último capítulo de Juan es considerado como un
apéndice. Podría pensarse en un complemento redactado
por sus discípulos. Por lo mismo este relato hay que
considerarlo como una elaboración posterior del hecho de la
resurreción, y esto por dos razones principales:
primeramente por la tendencia a construir largos diálogos
con el resucitado, a diferencia de las narraciones primeras
sencillas e incisivas (Jn 20, 1-2), y en segundo lugar por
echar mano para construir el relato de elementos ya
elaborados (Pedro como líder, el mismo alimento que en la
multiplicación de los panes, etc). De todos modos, la
intención es clara: siete discípulos han hecho una fuerte
experiencia del resucitado. Entre ellos, Natanael (prototipo
del israelita que quiere acercarse a Dios, cf Jn 1, 44ss) y
Tomás el mellizo (prototipo del que tiene dificultades para
creer, cf. Jn 20, 24ss). La presencia viva de Jesús ayuda al
creyente a vencer las dificultades inherentes a la fe. Jesús
sigue presente hoy como ayer al borde del lago. Como en
20, 3-10, el discípulo de verdad es el primero en reconocer
al Señor y avisa a Pedro. Si en 20, 3-10 el recurso a la
Escritura es signo de elaboración tardía, aquí el querer
presentar a Pedro como el que lleva la iniciativa (cuestión
amplia en los v. 15-19), sabiendo, como sabemos, las
dificultades que hubo en la primitiva comunidad de
Jerusalén para aceptar la figura de Pedro, es también signo
de elaboración posterior. Aun así seguimos manteniendo, y
más aún con el testimonio de Pablo (1 Cor 15, 5), que Pedro
fue uno de los primeros en vivir la experiencia pascual.
Parece acertado afirmar que Pedro es designado como
primero de los Apóstoles desde la Iglesia primera.La
experiencia pascual de los discípulos llega hasta el cristiano
de hoy en un contexto de Iglesia. Aquí hay quizás un
alusión a la comida eucarística (cf. 6, 1-13), ya que aquí
Jesús no come nada (en Lc 22, 42s come para probar la
veracidad de la resurrección), sino que distribuye el pan y el
pescado. Los discípulos quedan invitados a participar del
alimento que les ofrece el Señor resucitado. La celebración
de la comida eucarística, eucaristía de culto y eucaristía de
vida, es para el cristiano el lugar cumbre de la vivencia de la
resurrección
La redacción de este verso une este capítulo con el
precedente, aunque no tiene en cuenta la aparición a María
Magdalena, lo que da otra prueba de su elaboración tardía.
Efectivamente la aparición a la Magdalena (cf. Jn 20, 1-2)
es probablemente el más antiguo relato de resurrección. Sin
embargo, no constituía casi ninguna "prueba" para la iglesia
primera, ya que una aparición a una mujer no era cosa de
gran valor. Podemos decir que el evangelio manifiesta su
sencillez hasta en el hecho de la resurrección. El evangelio,
desde el principio hasta el final, sólo lo comprenden los
sencillos y los pobres.
-El capítulo 21 parece que se trata de un suplemento al
evangelio, que terminaba en 20,30-31. Ahora bien, su
contenido está estrechamente conectado con los temas del
evangelio juánico, y debemos atribuirlo a un discípulo del
evangelista que quiere completar el evangelio con una
referencia a la vida de la Iglesia.
-"Simón Pedro les dice: Me voy a pescar": Pedro está en un
primer plano. Podríamos preguntarnos si no estamos ante la
narración de la primera aparición de Jesús a Pedro, que nos
cuenta san Pablo en 1 Co 15,5. Pedro, después del fracaso
de Jerusalén, ha regresado a su antigua vida de pescador
junto con los otros discípulos.
-"Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la
orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús": Ya que
es un capítulo independiente, no nos debe sorprender que
los discípulos no le reconocieran, pese a que ya antes se les
había aparecido dos veces. En la intención primera de la
narración se trata de la primera aparición de Jesús
resucitado, pero tal como está en la relación del evangelio y
como nos lo clarifica el mismo redactor: "esta fue la tercera
vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de
resucitar de entre los muertos". En estrecha conexión con
esta escena, debemos situar las de Mt 14, 28-32 (Jesús
caminando sobre el agua), Mt 16, 16b-19 (confesión de
Pedro), Lc 5, 1-11 (pesca milagrosa): son narraciones que
hallamos en el contexto de la vida pública de Jesús, pero
que tienen una fuerte resonancia pascual.
-"Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis":
Jesús resucitado tiene un conocimiento nuevo de las
realidades y los discípulos deben obedecerle, pues sin él
ningún éxito pueden lograr. Después arrastran la red con
153 peces grandes.
Ciertamente hay un elemento simbólico: Jesús resucitado
cumple su promesa de atraer a todos los hombres hacia él a
través del trabajo apostólico, bajo la dirección de Pedro. El
dato concreto de 153 peces puede tratarse de un detalle
transmitido por el testimonio del discípulo amado, que está
en la base de este evangelio. Pero desde los primeros
siglos, se interpretó como una referencia a la reunión de los
hombres a través de la proclamación del mensaje.
-"Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?": la
segunda parte de la lectura contiene las tres cuestiones a
Pedro, en contraste con las tres negaciones. Ahora Pedro
queda rehabilitado, por el amor logrará la condición de
discípulo y de apóstol: "Apacienta mis corderos". La imagen
del pastor indica siempre una misión de autoridad y de
gobierno. En este caso según el amor. Así como Jesús es el
buen pastor y ha sido enviado por el Padre, Jesús envía a
los discípulos con una misión parecida. Pedro debe conducir
las ovejas del único pastor, Cristo, con el amor. San Agustín
comenta: "Cuida mis ovejas, como si fueran mías, no
tuyas".
El cap. 21 de San Juan plantea ciertos problemas de
autenticidad y muchos exegetas descubren en él la mano de
San Lucas o de un discípulo de Juan. Pero nadie discute su
canonicidad, y algunos le atribuyen tanta más importancia
cuanto que ven en él las huellas de una de las más antiguas
tradiciones sobre las apariciones del Señor.
El relato de esta aparición sigue los procedimientos
redaccionales del relato de las demás apariciones: alusión a
la incredulidad de los apóstoles (vv. 4-7, 12), pruebas de la
resurrección (v. 13), transmisión de los poderes que
asegurarán la presencia del Resucitado en la Iglesia (v. 11).
a) La descripción de la incredulidad de los apóstoles tiene
como finalidad probar que la resurrección no ha sido el
producto de su imaginación ni la construcción de su mente.
Por otro lado, Cristo no se aparece a unos discípulos en
oración o en espera de un hecho extraordinario, sino a
pescadores que han vuelto a sus quehaceres. Y
precisamente en medio de ese trabajo cotidiano es donde el
hecho de la resurrección se impone a los apóstoles.
Jesús se les aparece primero como un extraño que tiene
hambre y pide pescado. Ya en otras ocasiones se había
presentado así a sus apóstoles (Jn 4, 8, 31-32) y a una
mujer de Samaria (Jn 4, 7-10) para hacerles caminar
después hacia la fe. Así, en el momento en que los
apóstoles no pueden proporcionarle pescado (v. 5), Jesús
les da en plenitud (vv. 6, 11) para convencerlos de que
tiene el secreto de un alimento distinto del alimento
material. NU/000153-PECES: La cifra de 153 peces podría
quizá hacer alusión a la plenitud paradisíaca de la pesca
prevista por Ez 47, 10. Se trata, de todas maneras, de una
idea de plenitud sobrenatural (153 es la suma de las 17
primeras cifras) que solo un Mesías puede otorgar.
El Señor se presenta, pues, como el que puede llevar hasta
la plenitud el esfuerzo y el trabajo del hombre. Consciente
de esta función del Mesías, los apóstoles pasan
insensiblemente de la incredulidad a la fe. b) Las pruebas
corporales de la resurrección se han sacado muchas veces
del hecho de que Cristo resucitado ha compartido comidas
con los suyos (Lc 24, 41). Cabe presentar que lo mismo iba
a suceder aquí en donde Cristo prepara y sirve la comida a
los suyos. Pero esta simple prueba física es valorada por el
redactor como un signo sacramental. El hecho de tomar el
pan y de distribuirlo (v. 13) recuerda demasiado
directamente la Eucaristía como para que este banquete no
adquiera una significación mucho más profunda que una
simple prueba corporal de la resurrección: Cristo está de
ahora en adelante entre los suyos a través de la mediación
del banquete eucarístico. Esta impresión se ve forzada por
el hecho de que el relato no dice que Cristo haya comido: se
limita a distribuir el alimento. El hecho de distribuir el
pescado tiene pues, una significación sacramental: el
judaísmo se imaginaba, por otro lado, el banquete
mesiánico como un banquete de victoria en el que los justos
comerían los trozos del monstruo marino despiezado. La
victoria sobre el mal ha sido definitivamente lograda por
Cristo y la comida de pescado hace que los apóstoles se
beneficien de ese triunfo.
c) Pero la pesca milagrosa adquiere otros significado más
elevado. Mientras que en al versión de Lc 5, 4-7, las redes
de pescar iban a romperse, el relato de Jn 21, 11 subraya,
por el contrario, que la red fuertemente cargada no se
rompió a pesar de todo. Puede verse ahí la imagen de la
unidad de la Iglesia, lo mismo que lo era la túnica inconsútil
de Jn 19, 23. Serviría de introducción a la inteligencia de la
misión jerárquica confiada a Pedro en los versículos
siguientes (Jn 21, 15-17).
Las apariciones de Cristo resucitado están atestiguadas con
tanta frecuencia y por fuentes distintas como para que
puedan ser puestas en duda. Jesús ha demostrado
realmente su corporeidad a sus apóstoles durante los días
que siguieron a su muerte, y esa revelación es, en gran
parte, el origen de la fe de los apóstoles: Cristo está todavía
presente en medio de ellos. Pero sigue siendo cierto que
esas apariciones solo fueron comprendidas en el seno
mismo de la actitud de fe: desembocan en un misterio; no
son más que el camino de acceso.
Cuando se pretende comprender el modo de esas
apariciones, se encuentra uno, en efecto, llevado a formular
interrogantes que no pueden formularse correctamente sino
dentro mismo de la actitud de fe.
Jesús aparece en su cuerpo... y se trata justamente de su
cuerpo porque una persona humana no puede revestirse de
varios cuerpos diferentes... Conciencia y carne son
elementos demasiado unidos como para que puedan
desinteresarse uno de otro. Ahora bien: la resurrección de
Jesús no es una simple reanimación como la de Lázaro: el
cuerpo de Jesús resucitado ha entrado en un modo de
existencia diferente del modo terrestre: está, para emplear
el lenguaje mítico judío, "sentado a la diestra del Padre".
Jesús resucitado tiene un cuerpo, pero este cuerpo es
completamente diferente del que tenía durante su vida
terrestre. No puede decirse nada más... Pero hay que tener
en cuenta que algunos relatos de apariciones subrayan esta
diferencia: Magdalena toma a Jesús por el jardinero, los
pescadores del lago se preguntan sobre la personalidad de
quien se les presenta en la orilla.
Cuando Tomás reclama ver y tocar el cuerpo de Jesús
marcado por las señales de su pasión, se procede
inmediatamente a hacerle comprender que ese afán por
encontrar una continuidad absoluta entre la corporeidad
antigua de Jesús y la nueva es una vanidad que, en
cualquiera de los casos, no conduce a la fe.
La aparición de Jesús en su cuerpo es, pues, la experiencia
de su corporeidad por encima de la muerte y la experiencia
de otro tipo de corporeidad. Ante unos ojos humanos, esta
radical novedad del cuerpo de Jesús no podía ser revelada
sino de forma muy modesta.
Jesús no ha podido presentarse sino en una corporeidad
todavía terrestre para evidenciar su nueva corporeidad: es
decir, que los apóstoles no vieron el cuerpo de Cristo en su
situación de resucitado en plenitud; una especie de kenosis
condicionó el esplendor de ese cuerpo para reducirlo a un
simple signo real, una invitación a penetrar en el misterio.
En este sentido, las apariciones son pruebas, pero unas
pruebas que no se agotan en sí mismas, que no cierran la
investigación, sino que la proyectan hacia el misterio y hacia
la fe.
Las apariciones de Jesús en cuerpo no son, por otro lado, la
experiencia
de
un
cuerpo-objeto
que
puede
ser
contemplado. El cuerpo es el instrumento por excelencia de
la relación, y las apariciones del Resucitado desembocan
ante todo en experiencias de relación y diálogo: muchas
veces quedan selladas en un banquete, y Jesús hace, mucho
más aún que a lo largo de su vida terrestre, que los suyos
participen con El de su deseo de relación universal y de su
ambición de presencia en todas las cosas y en todos los
hombres.
Ver el cuerpo de Cristo resucitado no es para los apóstoles
una simple visión pasiva de un objeto, sino que es una
misteriosa llamada a una misión: hacer a Jesús
efectivamente presente en todos los momentos y en todos
los hombres del mundo futuro. Puede, pues, decirse que las
apariciones corporales de Jesús han sido reales, pero
entonces hay que añadir que esa realidad no se agota sino
en la experiencia de fe y en la experiencia mística del
misterio de un hombre resucitado.
Tres observaciones previas de carácter literario: primera,
estos versículos son un apéndice a la obra. Esta termina en
20, 30-31; segunda, este apéndice ha sido escrito por el
propio autor de la obra; tercera, los versículos de hoy sólo
adquieren sentido en la totalidad del capítulo 21. ¿Qué le ha
podido mover al autor a añadir este capítulo? Formalmente,
el capítulo se inserta en el cuadro de las apariciones
pascuales (cfr. v. 14). Pero si nos fijamos atentamente
descubrimos que el centro de interés del autor no gira tanto
en torno a la aparición de Jesús cuanto a dos de los testigos
del hecho, Pedro y el discípulo preferido de Jesús. En el
conjunto del cap. 21, la aparición de Jesús es el pretexto
para hablar de estas dos personas.
Estas dos personas no funcionan a título individual, sino a
título representativo: Pedro representa a la autoridad; el
discípulo preferido, a la base comunitaria. (Evidentemente
esto no se deduce de este texto, sino del conjunto de textos
en que aparecen Pedro y el discípulo preferido de Jesús).
Según el autor del cap. 21, es la base comunitaria quien
descubre antes a Jesús (v. 7; cfr. Jn. 20, 1-10). La
autoridad debe estar a la escucha de la base comunitaria.
En la intención del autor, los versículos 15-19 remiten a las
tres negaciones de Pedro (cfr. Jn. 18, 15-18. 25-27). Si
leemos atentamente el relato de las negaciones según el
cuarto evangelio, descubrimos que éstas tienen lugar una
vez que el discípulo preferido de Jesús desaparece de las
escenas tras haber introducido a Pedro en el palacio del
sumo sacerdote (cfr. Jn. 18, 15-16). ¿Qué significa esto?
Cuando la autoridad actúa al margen de la base
comunitaria, desbarra.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21, 15-19, de
Joven para Joven. Apacienta mis corderos, apacienta
mis ovejas.
En la Sagrada Escritura nos es dado encontrar la
significación mística de muchos nombres geográficos, que la
divina sabiduría ha puesto allí adrede. Todas las tierras y
mares, ciudades y campos, ríos y montes a que estuvo
ineludiblemente unida la acción salvadora de Dios al tener
ésta lugar en el espacio y tiempo terrenal, reciben un nuevo
sentido místico en la celebración litúrgica de estos mismos
acontecimientos redentores. No hacen sino transparentar el
mundo divino del más allá, en el que no existen espacio ni
tiempo. Al igual que todo el resto de las cosas creadas, las
que nos ocupan nos ponen en la mano el medio de poder
expresar la obra maravillosa de Dios, de decir lo indecible
con palabras humanas. Todas las estaciones de la vida de
Cristo, todo el camino temporal de la Iglesia, así como el
curso anual de su liturgia, se designan por medio de
nombres tan populares en la geografía bíblica y tan
señalados en el mapa místico, que resultan para los fieles
un seguro indicador en su ascensión hacia el monte de Dios.
¿Quién de entre nosotros ignora haber sido sacado del
"Egipto", del país en que se sirve al "yo" divinizado; haber
atravesado el "mar" del Bautismo y estar ahora caminando
a través del "desierto" de la vida temporal, camino de
Canaán, la "tierra prometida" de la eternidad? Y ¿quién no
sabe también que con Cristo, nuestra cabeza, hemos
penetrado ya en esta tierra de promisión? Lo que resulta
imposible en el dominio natural es aquí un hecho. Fijémonos
ahora en dos puntos de este mapa místico. Nuestra
trabajosa vida mortal ha de transcurrir, para nosotros, en el
"desierto"; pero en la sagrada liturgia y por medio de
nuestro morir con Cristo traspasamos constantemente los
límites de la muerte, que son los que nos separan de la
"Tierra de Promisión" del cielo.
Por eso, la liturgia de esta semana canta la felicidad pascual
de los recién bautizados y de todos los regenerados en
Cristo, comparándola a la entrada "en la tierra que mana
leche y miel" y al bendito gustar su sobreabundante fruto
(/Ex/13/05/09; introito del lunes de Pascua).
Pero la Iglesia sabe aún otro nombre que conviene muy bien
al paisaje de Pascua por el que el Resucitado camina con los
suyos.
"Después de resucitado os precederá a Galilea", había
prometido Jesús a sus discípulos la tarde anterior a su
pasión. Después de su resurrección hace que el Ángel
encargue a las mujeres recordarles lo que El había predicho:
"Id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá a
Galilea". ¿Se refiere Jesús a la Galilea terrestre? No lo
parece. Algunos evangelistas no nos refieren ningún hecho
especial que tuviese lugar en un encuentro del Resucitado
con sus discípulos en Galilea; sólo hablan de Jerusalén;
entre ellos Marcos, quien, por otra parte, es el que repite
varias veces la promesa del Señor: "Os precederá a
Galilea". Esto resulta un tanto extraño y ha de servirnos de
aviso para no querer interpretar al pie de la letra las
descripciones de lugar, sino más bien buscarles su sentido
místico. Es evidente lo que Galilea significaba para la vida
terrena de Jesús. Era allí donde había transcurrido toda su
infancia y juventud; fue el escenario de su primer milagro y
donde entabló familiares relaciones con sus primeros
discípulos. En Galilea se encontraba Caná, con la casa de
aquellas bodas de un tan grande significado místico, y
Cafarnaún, su ciudad. Galilea había sido el escenario de su
vida de peregrino, llena de privaciones, pero también de
alegrías. Allí susurraba el lago de Genezaret las palabras de
su Buena Nueva; estaban allí los montes donde, por la
noche, se recogía para orar; allí, con humilde fe, se
acercaron a El los primeros gentiles. Cierto que también en
Galilea tuvo fracasos y encontró enemistades; la misma
Nazaret quiso apedrear al Señor. Asimismo hubo de
lamentarse respecto a Betsaida y Corozaín. Pero, a pesar de
todo, Galilea era para El patria y asilo.
Judea, por el contrario, era el escenario de sus acaloradas
discusiones con los fariseos. Allí le perseguían el odio y la
envidia; allí, por doquier le rodeaba la muerte. Se
encontraba allí Jerusalén, la ciudad de sus sufrimientos, y el
Gólgota, el lugar de su crucifixión. Por esto en la hora de la
despedida, al enfrentarse con la muerte, el nombre de
"Galilea" había de servir de consuelo para los discípulos.
Cuando me veáis después de mi resurrección, quiere
significar Jesús, será en una tierra que se parezca mucho a
Galilea terrenal.
Allí estaremos reunidos como en aquellos primeros días
felices de vuestra vocación, y disfrutando de una alegría aún
mayor; lejos de toda disputa y de toda contienda, apartados
de la muerte y el sufrimiento. Allá celebraremos un
banquete como en Caná, y entonces será el momento de la
verdadera boda. Estaréis unidos y compenetrados conmigo
de una manera que ahora no podéis imaginaros.
El relato del evangelio de hoy, que se desarrolla en Galilea,
en el lago de Genesaret, confirma esta interpretación. Los
discípulos están pescando en el mar, lo mismo que en los
antiguos días. Y otra vez, como entonces, han estado
trabajando durante largas horas por la noche sin haber
conseguido pescar nada. En esto es donde se descubre,
precisamente, el simbolismo del suceso. Los discípulos se
esfuerzan vanamente, sumidos todavía en la noche
temporal y en un cierto oscurecimiento del espíritu, que la
luz de la resurrección no ha conseguido disipar por
completo.
Están aún envueltos en el mar vacilante del tiempo y de la
duda de su corazón. Pero va a amanecer, y Jesús aparece
en la orilla con el sol que sale de Oriente. Los llama, los
ayuda y consuela en sus necesidades temporales y les
aclara las dudas de su corazón. A su palabra se repite el
milagro anterior de la pesca milagrosa, y en esto lo
reconocen. Y ahora es cuando acontece lo nuevo: no es El
quien va a ellos, sino que es Pedro quien se arroja al mar y
se lanza hacia el Señor. Esto es altamente simbólico y
cambia por completo la relación entre el Resucitado y sus
discípulos. En otra ocasión se había acercado a ellos sobre
las olas inseguras de la vida temporal; ahora ya los espera
en la orilla de la eternidad y ellos se esfuerzan para dejar el
mar del tiempo.
Pasando por el mar del sufrimiento y del bautismo de
muerte, los discípulos seguirán a su Maestro por la tierra
firme de la resurrección. Y allí, lo mismo que ahora en la
paz matutina del lago de Tiberíades, se reunirán para el
banquete celestial. Se sentará con ellos en la mesa y
comerán del "pez de los vivos", que se entregó por ellos al
fuego de la muerte terrena, para convertirse en el alimento
de su inmortalidad. El sol de la divina presencia iluminará su
banquete y se escuchará el murmullo del amor divino. El lo
será todo, como en esa mañana primaveral de la Galilea
terrestre. Estarán tan seguros de que es el Señor, que no
necesitarán hacerle ninguna pregunta más, y, lo mismo que
hoy, El les llamará "muchachos". Entonces habrá alcanzado
la perfección su nueva infancia, que ahora acaba de
comenzar, y entrarán en El, como perfectos hijos de Dios, a
tomar posesión de la herencia del Padre. (...) El Señor que
ahora les invita a comer, es el mismo que ha de llamarles,
en el día de mañana, a participar de su reino celestial.
"Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo".
Este es el profundo y misterioso sentido de este suceso del
lago de Tiberíades. San Agustín interpreta "Galilea" como
"revelatio", es decir, "revelación", y equipara la Galilea de la
resurrección con la vida futura en el otro mundo (San
Agustín:: De consensu Evang. 3, 86). Pero es más: la
liturgia del tiempo de Pascua abarca todo ese futuro como
cosa ya presente. No es tan sólo como una representación,
sino como realidad y verdad. En la solemnidad pascual
hemos muerto y resucitado con Cristo, hemos subido a lo
"alto", a la "Galilea" celestial. Hemos pasado por las mismas
experiencias del Señor. Pero, también como ellos, estamos
débiles en la fe, no acabamos de estar convencidos del
"paso" redentor y de la completa transformación.
Nuestras raíces no están bien fijas aún en la orilla de la
resurrección; aún nos dejamos impulsar por las
preocupaciones diarias y las ansias de este mundo y nos
ahogamos en el mar de las dudas y en la noche de la
angustia infructuosa. Pero también, es cierto que sin cesar
viene la mañana: la hora del milagro y de la nueva creación,
la hora del sacrificio y del banquete. El sol de la presencia
de Dios aparece cuando penetramos en el santuario:
volvemos a ver la costa, de la que, en realidad, es imposible
que nos apartemos por más que intenten forzarnos a ello
las angustias y trabajos de la vida temporal. Y Jesús está en
la orilla y nos llama.
No debería tener necesidad de llamarnos. ¡Por nosotros
mismos deberíamos dirigir hacia allí nuestra débil barquilla,
sacándola de los peligros de la noche de este mundo! Pero
tiene piedad de nuestra debilidad y nos llama. Nos llama
"muchachos", como para advertirnos que, una vez en el
Bautismo y después repetidas veces en la santa celebración
pascual, volvimos a nacer de su sepultura como hijos de
Dios; estamos ya purificados de "todo antiguo resabio" de
pecado y "transformados en una nueva criatura"
(Poscomunión) inmortal como El, que "resucitado de entre
los muertos ya no muere". "Muchachos", pregunta, "¿no
tenéis a mano nada que comer?".
¿Para qué hacer esta pregunta si no es para que caigamos
en la cuenta de nuestra miseria e impotencia para
procurarnos el alimento de la inmortalidad, que precisamos
para que pueda crecer en nosotros la vida espiritual que
ahora acaba de nacer? ¿Para qué preguntar si no es para
dársenos El mismo como alimento en el banquete de la
Eucaristía, simbolizado por la comida matinal de los
discípulos en el mar de Galilea, y también para significar el
banquete de la gloria en la Galilea celestial? Fijaos: tiene
preparado el pez que también allí, en la gloria, ha de ser
nuestro alimento. Es El quien por nosotros sale del océano
inmenso del amor divino y se deja prender y matar de los
hombres para así convertirse en nuestra comida matinal de
la resurrección (1).
Para saciarnos nos da "Pan del cielo", el alimento de los
ángeles; divina presencia que, para ellos, está al
descubierto, pero que no por eso deja de estar para
nosotros bajo el velo de la figura simbólica. Desde la orilla
eterna, desde el altar del sacrificio nos llama la voz del
glorificado: "¡Venid y comed!"; y tanto para nosotros como
para los discípulos no quiere decir esto sino: "Venid,
benditos de mi Padre; tomad posesión del reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo". Pues "comer"
con Cristo resucitado es participar del manjar sacrificial de
su santa carne y sangre; "reinar" con El "ya en vida". Es no
permanecer en el mar del error, sino estar con El en la orilla
de la Galilea de Dios. Galilea es el lugar de la revelación, la
tierra de la resurrección e inmortalidad; en este país es
donde nos introduce Cristo. País a un mismo tiempo
presente y futuro. Galilea es donde los discípulos se
reunieron después de la resurrección del Señor y donde lo
reconocieron al compartir con El la comida.
Galilea es la Iglesia; allí, en el sacrificio y en los
Sacramentos, en la oración y en la lectura de la Sagrada
Escritura, resplandece el "añorado rostro" de Cristo en su
glorificación pascual. Galilea es la Eternidad, donde nosotros
podremos contemplar gloriosamente a Aquel que ahora
vemos encubierto en el santo sacrificio eucarístico; pero de
quien tenemos una certeza tal, que nadie se atreve a
preguntar: "¿Tú, quién eres?", ya que todos sabemos muy
bien "que es el Señor".
..........
(1) Los antiguos cristianos consideraban el pez como
símbolo de Cristo, ya que el nombre griego de "pez",
Ichthys, tenía las letras iniciales griegas de "Jesús Cristo,
Hijo de Dios, Salvador.
Los discípulos están juntos. Forman comunidad. Se nombra,
en primer lugar, a Simón Pedro, que será figura central en
este episodio y en la continuación del relato. Se nombra
también a Tomás, que había pasado de la incredulidad a la
adhesión incondicional a Jesús y se vuelve a traducir su
nombre: el Mellizo. El significado se deduce de la frase de
Tomás, que está dispuesto a morir con Jesús (no como
Pedro que quería morir por Jesús 13, 37). Este discípulo,
dispuesto a seguir a Jesús hasta la muerte representa ese
aspecto de la comunidad unida a Jesús y dispuesta a correr
su misma suerte: es el doble (mellizo) de Jesús. El que
estaba dispuesto a morir con Jesús (11, 16), sabe ahora
adónde conduce esa muerte (14,5: Tomás le dijo: No
sabemos adónde te marchas ¿cómo podemos saber el
camino?.- 20, 28: ¡Señor mío y Dios mío!
El tercer discípulo nombrado es Natanael. No había
aparecido en el evangelio desde la escena de su llamada. Es
la figura de Israel fiel a las promesas que esperaba el
Mesías. Son siete los discípulos presentes. No se hace
alusión a los doce. Doce es el número que señala a la
comunidad en cuanto heredera de las promesas de Israel.
(Ver la oposición entre las cifras 12 y 7: para designar al
pueblo judío -12 tribus- y a los pueblos paganos -70
pueblos-,Mateos-Barreto, El Evangelio de Juan, Cristiandad,
Madrid 1982, nota de la pág. 894). Ahora la comunidad está
representada por otro número: el siete, el de la totalidad,
que, referido a pueblos, indica la totalidad de las naciones y
hace, por tanto, referencia directa a los paganos. Es ahora
la comunidad de Jesús en cuanto abierta a todos los
hombres, a los que estaba destinado su mensaje. La nueva
comunidad, que ha reconocido su origen en el antiguo Israel
de las promesas, renuncia a todo particularismo y reconoce
su misión universal.
"Simón Pedro les dice: Me voy a pescar. Ellos contestan:
vamos también nosotros contigo". Bajo la imagen de la
pesca se representa la misión de la comunidad. La figura de
Pedro en posición sobresaliente es una indicación sobre la
importancia de Pedro para la vida de la comunidad. La
figura de Pedro resulta particularmente determinante para
que en la comunidad madure la disponibilidad a la
colaboración. "Salieron y se embarcaron; y aquella noche no
cogieron nada". Esta precisión temporal "aquella noche", es
de gran importancia para comprender la escena. Esta
mención de la noche, en relación con el trabajo de los
discípulos, está en relación con estas palabras de Jesús:
"tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado
mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede
trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo"
(Jn 9, 4-5). La noche significa, por tanto, la ausencia de
Jesús, luz del mundo, que hace infecundo todo trabajo.
"Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la
orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús". La
llegada de la mañana coincide con la presencia de Jesús.
Continúa el lenguaje comenzado con la mención de la
noche; Jesús es luz del mundo, su presencia es el día que
permite trabajar realizando las obras del Padre (9, 4).
"Jesús les dice: Muchachos ¿tenéis pescado? Ellos
contestaron: no". La mala traducción litúrgica no ayuda a
descubrir el sentido profundo del texto. La traducción literal
es: ¿tenéis algo para acompañar el pan? Lo que nosotros
llamamos el companage, que ordinariamente era pescado,
pero este matiz de "añadido al pan" es importante en el
desarrollo de la escena.
"Él les dice: echad la red a la derecha de la barca y
encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarlas,
por la multitud de peces".
La obediencia a la palabra de Jesús, la fidelidad a su
mensaje, es la condición necesaria para que el trabajo
apostólico tenga fruto. "Y aquel discípulo a quien Jesús
quería le dice a Pedro: Es el Señor". Es el discípulo que
sigue a Jesús y vive con él. Es su confidente en la cena, el
que lo acompaña hasta la muerte, da testimonio de su
gloria, reconoce su resurrección y percibe su presencia en la
comunidad. Entra con Pedro en el sepulcro y ante las
mismas señales, sólo este discípulo creyó que Jesús vivía.
Ante la misma pesca, él descubre la presencia del Señor y
Pedro no. Solamente el que tiene experiencia del amor de
Jesús sabe leer las señales. Este discípulo sabe que la
fecundidad de la misión es señal de que Jesús está
presente.
"Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba dormido,
se ató la túnica y se echó al agua". Pedro no había
descubierto que la causa de la fecundidad apostólica era la
obediencia a la palabra de Jesús, pero al oír lo que le dice el
otro discípulo, comprende. Para indicar el cambio de actitud
de Pedro, el autor utiliza un lenguaje simbólico sumamente
denso.
En primer lugar, hay un juego de vestido-desnudez; en
segundo lugar, la acción de tirarse el agua. La desnudez de
Pedro indica que carece del vestido propio del discípulo. "Se
ciñó la túnica". Juan emplea la misma expresión de la cena,
cuando Jesús se ató el paño que significaba su servicio
hasta la muerte. Pedro va desnudo porque no ha adoptado
la actitud de Jesús, por eso no ha producido fruto alguno la
misión. Esta era la desnudez de Pedro: no haber aceptado la
muerte de Jesús como expresión suprema del amor y
haberla tomado por norma.
Ahora, finalmente, comprende. Se ata aquella prenda como
Jesús se había atado el paño para servir. Y para expresar su
disposición a dar la vida, se tira al agua. Muestra estar
dispuesto al servicio total hasta la muerte. Pedro es el único
que se tira al mar, por ser el único que ha de rectificar su
conducta anterior; los demás no habían resistido como él el
amor de Jesús ni lo habían negado.
"Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto
encima y pan". En la tierra, lo primero que ven es la comida
que Jesús ha preparado, expresión de su amor a ellos. Jesús
sigue siendo el amigo que se pone al servicio de los suyos.
La eucaristía es el don de Jesús a sus amigos. El pan de
vida es su carne, dada para que el mundo viva. Ese es el
alimento que ahora ofrece. Después de haber dado su vida,
puede dar su pan, que es él mismo.
"Jesús les dice: traed de los peces que acabáis de coger". El
alimento que ven y que Jesús ha preparado es distinto del
que ellos han obtenido por indicación suya. Este último es
fruto de su trabajo, el que encuentran preparado es don
gratuito. Existen, por tanto, dos alimentos: el que da
directamente Jesús, y el que se obtiene respondiendo a su
mensaje. El alimento que Jesús ofrece y el que presentan
los discípulos se convierte en "nuestro" alimento; el
alimento de la comunidad con Jesús. "Bendito seas, Señor,
Dios del universo por este pan -fruto de la tierra y del
trabajo del hombre-, que recibimos de tu generosidad y
ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida".
153-Peces: número de especies distintas de peces
conocidas por ellos, expertos pescadores, dice ·JerónimoSAN. Todos los hombres de la tierra están llamados a entrar
en esa red, sin que se rompa, porque la Iglesia de Cristo ha
de conservar su unidad.
Jesús les dice: venid, almorzad. Ninguno de los discípulos se
atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era
el Señor. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los
discípulos. La definitiva, la que va a durar para siempre. Por
eso, esta manifestación es modelo para la vida de la
comunidad. Esta tercera vez es todo un programa para la
vida de la comunidad en su misión en el mundo y en la
eucaristía.
Este pasaje es el argumento bíblico más importante y
decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal. El
diálogo se sitúa en lo que más interesa: el amor. Sólo el que
ama con humildad puede enseñar a amar, puede enseñar a
ser cristiano. Después de la comida se habían puesto los dos
a caminar. Hace tiempo que no se encontraban juntos.
Habían pasado muchas cosas desde que sus dos miradas se
cruzaron en el palacio de Caifás (Lc 22, 61), después de su
triple negación. Jesús se lo había dicho, pero Pedro no quiso
creerlo. Estaba completamente seguro de sí mismo, seguro
de la amistad que le unía a Jesús.
Jesús había tenido amigos que le habían abandonado. Había
sido muy duro... Pedro se había quedado. Sentía en torno a
Jesús una gran hostilidad, y eso aumentaba su coraje, su
fuerza, su amistad. Cuando a Jesús se le miraba con buenos
ojos, cuando era bien recibido por la muchedumbre, era
fácil decir: "Yo daré la vida por ti". Pero después se había
convertido en un prisionero, en un hombre del que todos se
burlaban y al que iban a condenar a muerte. Y Pedro tuvo
miedo de ser detenido, temió por su vida. Y le negó las tres
veces que Jesús la había anunciado.
Ahora están allí las dos, Jesús y Pedro, con la experiencia de
tres años de amistad, con sus momentos buenos y malos.
Teniendo detrás de sí ese acontecimiento inesperado: la
muerte de Jesús en la cruz; y ese otro suceso aún más
insospechado: su presencia de resucitado al lado de Pedro.
"Al tercer día resucitaré". Pedro lo recuerda. Se lo había
anunciado a todos. Pero ninguno había hecho caso: ninguno
había creído tal cosa. Sin embargo, todo había sucedido
como él les había profetizado.
Y Jesús pregunta a Pedro: "¿Me ama? Es el amigo que
quiere saber, quiere estar seguro, como si tuviese necesidad
de su apoyo, de su amistad, de su fidelidad; como si
quisiera asegurarse de poder contar con él para siempre. Y
Pedro responde: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero", conoce
su debilidad y no se enorgullece ahora de su amor ni de su
lealtad hacia Jesús. El, que conoce su corazón, sabe que lo
ama de verdad.
Tres veces la pregunta de Jesús, como tres veces le había
negado. Pedro no puede afirmar nada después de lo que ha
sucedido, aunque ahora declare ser su amigo, quizá vuelva
a negarle otra vez. Y Pedro mide su debilidad, se da cuenta
de sus limitaciones, de su pobreza radical. A pesar de todo,
quiere a Jesús, porque es su amigo, porque es todo para él.
No puede explicarlo, pero es así. Y se remite al
conocimiento que Jesús tiene de él; el puede juzgar de la
veracidad de sus palabras.
A este hombre que conoce ahora su valía -es decir, lo poco
que vale para ser fiel a ese amor de Jesús- Jesús le va a
confiar la dirección de su propia misión: extender el amor
por el mundo.
"Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas". Jesús le
confía lo que más quiere en el mundo, porque Pedro ha
hablado esta vez no únicamente por sí mismo, sino por el
Espíritu que está en él. Jesús le pide que el amor que le
tiene a el lo demuestre en la entrega sin límites a los
demás. El Pedro de la espada y de la violencia, el Pedro de
las disputas y de las ambiciones por el primer puesto, tenía
que morir para convertirse en el Pedro del amor, de la
renuncia y de la entrega a los hermanos.
El último capítulo del cuarto Evangelio se considera hoy
como un apéndice, es decir, añadido posteriormente a la
obra por un discípulo del autor. Pero, de hecho, se
encuentra en todos los manuscritos más antiguos, excepto
en uno siríaco. En cualquier caso, se trata de un fragmento
en sintonía con la temática fundamental del evangelio,
aunque resulta difícil de entenderlo plenamente sin recurrir
a otros escritos del Nuevo Testamento. El texto de hoy
reproduce dos escenas entrelazadas: una pesca milagrosa y
una comida después de recoger los peces. El paralelo de la
primera escena con el gesto milagroso de Jesús en Lc 5,111 hace pensar que se trata de la misma tradición
fundamental, que luego se ha diversificado; esto permite al
autor presentarla como una aparición de Jesús después de
la resurrección (v 15). Por otra parte, el gesto de Jesús de
tomar el pan y el pez y repartirlos ya lo conocemos por el
capítulo 6 (la multiplicación de los panes y peces). De
hecho, a la luz de este capítulo, la escena de hoy tiene
necesariamente resonancias eucarísticas, aunque no sea
ésta la finalidad del fragmento.
Se ha visto en Jn 21,1-14 una presentación alegórica de la
Iglesia: la barca, Pedro, los discípulos, el trabajo en equipo,
los peces numerosos... Todos estos motivos presentan
claras referencias a diversos lugares del NT en que se habla
del trabajo de los misioneros y de la guía de Pedro. Por otra
parte, el simbolismo no resulta extraño a este Evangelio.
Ahora bien: suponiendo que se trata de un apéndice, ¿qué
sentido tendría este fragmento en el conjunto de la obra
joánica? ¿En qué pensaría el lector, de entrada, si leyera
este fragmento a la luz de todo el Evangelio?
Indudablemente, la presencia central de Jesús y su nueva
forma de presencia (Jn 20) nos llevarían a definir esta
escena como una escena de reconocimiento: «¡Es el
Señor!» (7). La nueva forma de la presencia de Jesús no va
por caminos de brillo y poder. Ni siquiera por caminos de
situaciones extraordinarias. Más bien en el trabajo duro e
infructuoso de cada día; en la tarea oscura y monótona
también es posible encontrar al Señor. De esta forma, el
apéndice da también respuesta a la pregunta central del
evangelio: Y tú, ¿quién eres?
Elevación Espiritual para este día.
(…) en los apóstoles Pedro y Pablo has querido dar a tu
Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el primero en
confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó;
aquel fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste
la extendió a todas las gentes. De esta forma, Señor, por
caminos diversos, ambos congregaron la única Iglesia de
Cristo, y a ambos, coronados por el martirio, celebra hoy tu
pueblo con una misma veneración (Misal romano, prefacio
propio de la misa de la solemnidad de los santos Pedro y
Pablo).
Reflexión Espiritual para el día.
La liturgia fija hoy algunos momentos en la rica y agitada
vida de los dos apóstoles. Domina sobre todos la escena de
Cesarea de Filipo, descrita en el fragmento evangélico.
¿Qué retendremos, en particular, de este episodio tan
célebre? Estas palabras: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia». La Iglesia, pues, no es una sociedad
de librepensadores, sino que es la sociedad —o mejor aún,
la comunidad— de los que se unen a Pedro en la
proclamación de la fe en Jesucristo. Quien edifica la Iglesia
es Cristo. Es él quien elige libremente a un hombre y lo
pone en la base. Pedro no es más que un instrumento, la
primera piedra del edificio, mientras que Cristo es quien
pone la primera piedra. Sin embargo, desde ahora en
adelante no se podrá estar verdadera y plenamente en la
Iglesia, como piedra viva, si no se está en comunión con la
fe de Pedro y con su autoridad, o, al menos, si no se tiende
a estarlo. San Ambrosio ha escrito unas palabras vigorosas:
«Ubi Petrus, ibi Ecciesia», «Donde está Pedro, allí está la
Iglesia». Lo que no significa que Pedro sea por sí solo toda
la Iglesia, sino que no se puede ser Iglesia sin Pedro
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada
Biblia: Hch 12, 1-12.Persecución de la Iglesia.
Se ha desatado la persecución contra la Iglesia, Lucas no
apunta ninguna causa ni explicación de la misma. Pero no
resulta difícil deducirla, partiendo de la mención de] rey
Herodes. Se trata de Herodes Agripa, el hijo mayor de
Herodes el Grande. Al subir al trono se propuso hacer todo
lo posible por agradar a sus súbditos judíos y promovió las
tradiciones judías que más respondían a la más estricta
ortodoxia del judaísmo. Dentro del programa entraba, como
consecuencia atacar directamente y a fondo la nueva
«secta cristiana», que se había separado del judaísmo, que
cada día adquiría mayor fuerza de expansión con el
correspondiente desagrado y disgusto por parte de los
judíos. Nada mejor para congraciarse con los judíos que
perseguir a los cristianos, Esta circunstancia nos ayuda a
precisar, con relativa exactitud, el tiempo en el que esta
persecución se desató contra la Iglesia, ya que Herodes
comenzó a reinar el año 41 y murió el 44. Debe, por tanto,
situarse entre estos dos extremos. Incluso se nos precisa el
tiempo dentro del año: por los Ácimos, que es tanto como
decir por la época de la pascua judía.
¿Qué pretende Lucas con esta narración? En la primera
parte (vv. 1-4) intenta que el lector adivine la suerte que le
espera a Pedro si no se cruza la providencia con un
verdadero milagro. El milagro, en efecto, que era lo único
que podía salvar a Pedro, se realizará: en el último
momento será liberado por el ángel del Señor. La segunda
parte intenta poner de relieve la magnitud del mismo. Ni
siquiera los cristianos podían dar crédito a sus ojos o a la
noticia de la liberación de Pedro. Y eso, a pesar de que la
Iglesia oraba incesantemente por él. Pero sólo la
aniquilación del tirano (12, 2 1-23, que no está recogida en
nuestra perícopa) hizo comprender la ayuda divina
experimentada en aquel momento difícil de persecución
para la Iglesia.
Lucas debe explicar dos cosas, la liberación de Pedro y la
muerte de Herodes. La primera era la más eficiente para la
comunidad cristiana, ya que la intervención de Dios había
sido bien clara: sólo ella pudo liberarlo de una muerte
inevitable, Si hubiese tenido como intención primera
narrarnos el martirio de Santiago, no debía haber dado
tanta importancia al relato sobre Pedro. Más bien la
narración del martirio de Santiago se halla al servicio del
relato sobre Pedro. Era un medio bien adecuado para
acentuar la gravedad del momento, lo extraordinario de la
liberación de Pedro y el castigo que Dios infligió a Herodes
por su comportamiento con la Iglesia.
La liberación de Pedro era una prueba evidente del gran
poder de Dios y de la ayuda que prestaba a los cristianos.
El suceso de la liberación de Pedro se divide en dos partes.
En la primera (vv. 7-8) Dios interviene en el suceso por
medio del ángel. Se nos cuenta lo ocurrido en la celda de
La prisión y el proceso de su liberación. Pedro duerme, es
decir se halla completamente «pasivo» en dicho proceso de
liberación; no hace gestión de ninguna clase, ni siquiera
reza o alaba a Dios, como Pablo y Silas en una ocasión
parecida (16, 25). El duerme, y hubiese dormido toda la
noche de no haber sido despertado por el ángel. Cuando
despierta se halla desconcertado por completo, no sabe qué
hacer, se limita a cumplir las órdenes qué el ángel le da. En
resumen, la liberación es obra de Dios, no suya.
A esta primera escena corresponde la segunda (vv. 9-10),
que nos refiere cómo el ángel y Pedro llegan hasta la calle
sin obstáculo alguno, abriéndose las puertas a su paso. Una
vez en la calle, cuando Pedro ya no tiene necesidad del
ángel liberador, éste desaparece. Esta segunda parte
demuestra que Lucas conocía las leyendas paganas de
liberación de personajes célebres y que las ha utilizado para
narrar la de Pedro. Cuando ya todo ha pasado, Pedro
vuelve en sí y Lucas, con su estilo característico y con su
lenguaje estrictamente bíblico, dice al lector lo que
realmente ha ocurrido. +
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