El chamán de la tribu

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El chamán de la tribu
© de las ilustraciones: Gusti
© del texto: Ricardo Alcántara
© 2007, Cromosoma, SA
www.cromosoma.com
Cromosoma, SA - Perú 174 - 08020 Barcelona
Edición y diseño: Equipo Cromosoma
Primera edición: marzo del 2007
ISBN: 978-84-95727-76-3
Depósito legal: B-8567/07
Impreso en Gràfiques Maculart, SA
Impreso en España
Prohibido copiar sin permiso de la editorial.
Reservados todos los derechos.
El chamán de la tribu
Ricardo Alcántara · Gusti
Para Alberto, Lupe y Batoví.
Ricardo
Para Adri y Yuri por
compartir el camino.
Gusti
Primera
parte
Un buen sobresalto
S
ucedió al atardecer, cuando el sol estaba a punto de
ocultarse, en el momento en que el cielo se tiñe
de naranja, cuando la luz del día y la oscuridad de la
noche se juntan y los dioses se disponen a enviar sus mensajes. De pronto, como fulminado por un rayo, el búho que
siempre revoloteaba por la aldea cayó muerto en medio del
poblado. Se trataba de un campamento levantado en un claro
de la selva y formado por una treintena de chozas, por lo que
la noticia no tardó en llegar a oídos de unos y otros.
Tal fue el desconcierto entre su gente, que se acercaron
lentamente y en silencio rodearon al animal. Lo observaron
con gesto de extrañeza y temor. Para ellos, la figura del búho
era símbolo de ayuda y protección. Estaban convencidos de
que durante la noche, encaramado a su árbol, el búho vigilaba
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atento. Si algún enemigo merodeaba por allí no dudaría en
ahuyentarlo. Eso les daba confianza para enfrentarse a la
oscura noche de la selva.
Por eso, al ver que el búho caía muerto del cielo, creyeron
que aquello no presagiaba nada bueno. Se sintieron presas
del miedo. Sin la presencia del animal se encontraban indefensos, a merced de su suerte.
Pronto el sol acabó por desaparecer y la oscuridad de la
noche se dio prisa en apoderarse del paisaje, como si tuviera
la intención de jugar con ellos, de asustarlos aún más. Algo
raro notó el hechicero de la tribu. Sabiendo que la oscuridad,
cuando se muestra huraña y amenazadora, no es buena compañera, ordenó:
–Echad más leños a la hoguera.
Aquella noche las llamas del fuego sagrado se alzaron
más altas y vigorosas que de costumbre; sin duda, advertían
a sus adversarios que no se atrevieran a acercarse a la aldea.
Es más, por indicación del hechicero, varios hombres danzaron alrededor de la hoguera, mientras entonaban sus cantos.
Los demás habitantes del poblado formaron un círculo
alrededor de ellos. Era preciso estar juntos, despiertos, al
calor del fuego… Sólo así estarían a salvo de las terribles criaturas de la noche hasta que llegara el momento de
enterrar al búho. Entonces, según el hechicero, el
animal desaparecería cubierto por la tierra y otro
búho ocuparía su lugar. Así el poblado recuperaría su normalidad y la confianza, pues el atento vigilante nocturno volvería a velar por ellos.
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Serio y concentrado, el hechicero esperó la señal para llevar a cabo su tarea. Cuando la luna se puso en lo alto del
cielo, cuando las nubes se deslizaron suavemente para no
tapar ni un trozo de su esfera, entendió que había llegado el
momento. Envolvió al animal sin vida con hojas secas. Pero,
en un momento de arrebato, arrancó tres plumas del cuerpo
del búho. Fue entonces cuando acabó de envolverlo y lo enterró en un hoyo profundo. Los aldeanos seguían con la mirada todos sus movimientos. Después el hechicero ató las tres
plumas en el collar que pendía de su pecho y que nunca se
quitaba.
Apenas hubo terminado, un viento
arremolinado, que no se alzaba a más de
un palmo del suelo, recogió y zarandeó
las hojas secas que encontraba a su paso.
Dio vueltas y más vueltas entre las chozas
que formaban la aldea y luego rodeó a sus
habitantes.
Era tan molesto e insistente que más de uno
creyó ver en él un claro mensaje. Sin embargo,
el hechicero no alcanzaba a comprender qué
sucedía. Alguien más poderoso que él ponía
todo su empeño en nublarle los sentidos
para que no pudiera ver con claridad. Se
trataba de un ser que vivía en un mundo
que no todos conseguían ver, del que resultaba muy difícil entrar y salir, y al que los
indios llamaban mundo de abajo.
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Sin que el hechicero se diera cuenta, la poderosa criatura,
que podía adoptar infinidad de formas e incluso hacerse invisible, le tapó los ojos, los oídos, la piel que recubría su cuerpo
y hasta su propio corazón para que no alcanzara a darse
cuenta de que sucedía algo grave.
–Es tarde. Podéis retiraros. Debemos descansar –dijo con
voz tranquila, dando a entender que no había motivo de
preocupación.
Entornó los ojos y permaneció junto a la hoguera. Tenía la
intención de pasar la noche junto al fuego sagrado.
Los aldeanos se miraron unos a otros. Poco dados a protestar o a cuchichear entre ellos, se retiraron a sus chozas. Sin
embargo, su respiración era inquieta; el aire resonaba dentro
de sus pulmones con la fuerza de los tambores. Algo les
advertía que debían permanecer atentos. No les fue posible
conciliar el sueño. Era como si el propio viento, que no paraba de soplar agitado, les arrebatara el sueño y lo llevara lejos
de la aldea para mantenerlos despiertos.
Pero, de pronto, el viento cesó. Se hizo entonces un silencio tan absoluto que parecía que la selva se hubiera quedado
sin voz y sin respiración. Como si de un complot se tratara,
varias nubes cubrieron la luna hasta hacerla desaparecer
completamente. La noche se volvió más oscura y misteriosa.
Fue en ese momento cuando se oyó el grito de una mujer.
Poco después, desde otra choza, un nuevo grito agitó la
noche. Y hubo un tercero, de una tercera mujer.
Un rato más tarde, casi al mismo tiempo, tres bebés que
acababan de nacer arrancaron a llorar.
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Habían nacido en medio de aquel silencio sobrecogedor,
mientras la luna permanecía oculta por las nubes y la aldea
estaba sin protección… Y lo más extraño era que habían nacido antes de lo previsto y sin que nada anunciara su llegada.
El hechicero, que continuaba sentado junto al fuego, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Se incorporó
de un salto. Los músculos de su cuerpo se tensaron mientras
miraba desafiante a su alrededor.
Por fin se dio cuenta de que el peligro había visitado la
aldea, de que estaba allí entre ellos, pero era demasiado tarde
para atajarlo y echarlo fuera. Era preciso esperar para descubrir qué daño había causado y si era posible remediarlo.
Mientras el hechicero continuaba con sus cavilaciones,
notaba el calor del fuego en su rostro y el llanto de los bebés
recién nacidos. «Niños fuertes», pensó al oír la potencia de su
llanto. Pero la noche siguió avanzando y el llanto de los
pequeños no cesaba. No callaron mientras los bañaban, ni
cuando los envolvieron con un trozo de cuero para que se
sintieran protegidos, ni cuando las madres los acunaron entre
sus brazos.
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–Con el amanecer, cuando aparezca la luz, callarán –dijo
el hechicero en voz baja, con la mirada fija en las llamas.
Pero aquel día algo impidió que la luz se extendiera sobre
la selva. Faltaba poco para que el sol asomara, cuando unos
oscuros nubarrones se apoderaron del cielo. En un instante
surgieron truenos y relámpagos y, poco después, cayó una
copiosa lluvia.
Tal vez asustados por la tormenta o porque algo los aquejaba, los críos no paraban de llorar ni para llenarse los
pulmones de aire. Era un llanto tan triste, desconsolado y
penetrante que los aldeanos comprendieron que pasaba algo
raro. «Pero… ¿qué debe ser?», se preguntaban, sin que nadie
encontrara una respuesta.
Así fueron pasando los días. Ni el llanto de los niños, ni la lluvia, ni la oscuridad que se había adueñado de la aldea parecían
tener fin. La inquietud entre los indios iba en aumento. En la
cabeza de todos ellos rondaban las mismas preguntas, y lo hacían con tanta insistencia que comenzaron a hacer comentarios:
–El llanto les está quitando la vida a los niños.
–Si de pequeños no oyen el ruido del río, si no huelen las
flores, no serán hijos de la selva.
–Si los árboles no los ven, ¿cómo podrán reconocerlos?
Los mirarán como a extraños –se decían, convencidos de que
los primeros momentos en la vida de un niño son sumamente importantes.
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El tiempo apremiaba. Los críos debían salir en brazos de
sus padres y ser presentados al río, a las plantas, a los animales, al sol y a la luna, al propio aire… Sólo así el paisaje
podría verlos, sentirlos de cerca, adoptarlos como algo
propio; entonces susurraría el nombre que habría que poner
a los pequeños. Mientras no tuvieran nombre, no era posible
llamarles, ni referirse a ellos, ni pedirles a los dioses que
intercedieran a su favor. Tampoco podían recibir la bendición
de sus antepasados ni ser considerados del grupo, pues aún
no habían sido reconocidos por la gran madre: la selva.
Pese a tener temple y paciencia, conseguidos a base de
muchos inviernos y veranos sobre las espaldas, de haber
visto con sus ojos lo que alegra al corazón y lo que entristece
al alma, de aceptar sin sobresaltos el designio de los dioses,
los ancianos de la aldea consideraron que no podían seguir
esperando, que era menester hacer algo. Así es que convocaron una reunión.
En una choza amplia, preparada para tales eventos, se
reunieron los ancianos, los considerados más sabios porque
tenían más experiencia que los demás. Los abuelos de los
bebés recién nacidos estaban entre ellos. El hechicero formaba parte del grupo de los venerables, avalado por sus cabellos blancos, las arrugas de su rostro y los achaques de su
cuerpo.
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Se sentaron en círculo, se saludaron respetuosamente
unos a otros y luego hicieron un gesto de reverencia a los dioses que los acompañaban, dispuestos a ayudarles en su
cometido. Lo hicieron sin hablar, pues respetaban el silencio
casi tanto como a los espíritus sagrados.
El más viejo de todos encendió una pipa, soltó una generosa bocanada de humo y, sin prisas, la pasó a su compañero
de la izquierda.
Así, uno a uno, fueron fumando de la pipa hasta que se
formó una nube de humo espesa y de penetrante aroma.
Nuevamente permanecieron quietos, con la mirada fija en un
punto; aguardaban pacientemente a que algún dios generoso
se apiadase de ellos y les enviara una buena idea.
Poco después, sin alterar el gesto y moviendo apenas los
labios, como si en realidad no fuera él quien hablara, uno de
los ancianos dijo:
–Si la selva no puede ver a nuestros pequeños, nosotros
debemos contarle cómo son.
El resto inclinó la cabeza, en señal de respeto y agradecimiento. Les habían ayudado a dar un gran paso: sabían cómo
actuar en una situación tan delicada como poco habitual.
Puesto que deseaban comunicarse con la selva de una
forma clara, simple y emotiva, todos coincidieron en que sólo
podían hacerlo a través de la música. Cogieron tambores,
maracas y palos y, a través de la melodía, contaron a la gran
madre la buena noticia: habían nacido tres bebés en la aldea.
La respuesta no se hizo esperar. Valiéndose de las hojas
de los árboles, de las ramas, de las cañas y de las gotas que
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repiqueteaban en los enormes charcos que se habían formado,
la selva les comunicó su enorme júbilo y que reconocía a los
tres pequeños como hijos suyos. Los ancianos se miraron con
un gesto de alivio y satisfacción. Entonces, el abuelo de uno
de los bebés cogió el tambor para pedir a la selva que le brindara un nombre para su nieto. Ella se tomó su tiempo. Luego,
golpeando en el tronco de los árboles, como si de un tambor
se tratara, respondió:
–Zorro.
–Gracias –murmuró el anciano, un tanto perplejo a su
pesar.
No era habitual que la selva otorgase a los niños nombre
de animal.
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Tras un breve silencio, otro de los abuelos de los nuevos
bebés se dirigió a la selva usando el sonido del tambor.
También él pidió un nombre para su pequeño.
–Mono –le indicó la gran madre.
–¿Mono…? –repitió el hombre, temeroso de haber entendido mal.
Los demás ancianos asintieron con la cabeza.
El tercero de los abuelos pidió lo mismo. También a él la
selva le ofreció un nombre de animal:
–Colibrí.
–¡Gracias! –dijo él de buen grado, y sus penetrantes ojos
oscuros brillaron de una forma especial.
Para nadie en la aldea era un secreto el interés y respeto
que este anciano sentía por los pájaros. Podía pasar mañanas
enteras observando su vuelo, oyendo su canto, recogiendo
las plumas caídas sobre la hojarasca, cuidando y alimentando aves heridas…
–Aymarán tiene espíritu de ave –decían en la aldea, y
posiblemente tuvieran razón.
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Lo cierto es que al saber que su nieto había recibido nombre de pájaro, el viejo Aymarán no cabía en sí de gozo. Nunca
hubiera esperado que la selva le distinguiese con tal honor.
El grupo de ancianos acabó la reunión dando las gracias
a la gran madre y cada uno fue a ocuparse de sus quehaceres.
Los abuelos de los tres recién nacidos se dirigieron a sus
chozas para compartir con sus familias el nombre de los
pequeños.
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