Bibliografías. La Administración general del Estado

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BIBLIOGRAFÍA
MOLTO GARCÍA, Juan Ignacio: La Administración general del Estado, ed. Tecnos, Madrid,
1998, 174 páginas.
I. Idea general
Acaban de ser aprobadas, como quien dice, dos importantes leyes administrativas: la
Ley 50/97, de 27 de abril, del Gobierno (en adelante, LGob), y la Ley 6/97, de 14 de abril,
de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (en adelante,
LOFAGE). Resulta curioso, como señala Santamaría Pastor, que sea precisamente en uno
de estos periodos de cierta inestabilidad política (alejada de “periodos de hegemonía gubernamental y claro liderazgo partidista” como el de 1982-1996), poco dados a las reformas
de alcance y calado, cuando se ha producido esta importante re-creación legal, junto a la
desaparición de una importante figura administrativa: los gobernadores civiles. Además, no
hay que olvidar que otras dos normas (o, al menos, otras dos normas cabeceras de grupo
normativo vertical u horizontal, según la teoría de los grupos normativos expuesta brillantemente por el profesor González Navarro en su Derecho administrativo español, tomo I, 2ª
edición, Eunsa, Pamplona, 1993) están en estudio: una nueva ley de procedimiento administrativo y un estatuto de la función pública.
Al socaire de tan importante movimiento legislativo ya están empezando a aparecer las primeras monografías sobre la cuestión. Este tipo de publicaciones son siempre
peligrosas puesto que la celeridad en la elaboración de estos estudios no es buena consejera. Claro que, de otro lado, aportan la luz novedosa de quienes están “metidos en harina”, en la harina de la reforma, y sirven, en el futuro, para interpretar la siempre oscura
mens legislatoris.
El libro del autor ahora recensionado es de este tipo de libros que aún huele a nuevo,
y efectivamente, lo recibimos como novedad en septiembre de 1998. Pero hete aquí, primer
problema, que trabaja sobre el anteproyecto de LOFAGE y casi se puede decir que desconoce la LGob que va tan unida a la anterior. Aunque, en descargo de este problema –no
demasiado importante, puesto que era una ley pactada y, por ello, pasó los trámites parlamentarios sin demasiados problemas, ni reformas– hay que señalar también que al autor no
le preocupa tanto el contenido en sí, como otra serie de factores que parecen traslucirse de
la concepción política que hay detrás de estas reformas legislativas.
Y es que, esto conviene tenerlo claro ya desde ahora, se trata de un libro de opiniones políticas y no jurídicas, aunque se pretenda darles una veste y un apoyo jurídico. Esto
puede sonar fuerte, pero así es: lo jurídico es utilizado para apoyar e incluso justificar un
ataque directo a la política liberal del actual gobierno (y, al mismo tiempo, –a decir del
autor– con añoranzas del régimen que ocupó España desde 1936 hasta 1975, y al que el
señor Moltó le tiene tanta tiña –véase, como un ejemplo, la página 18–).
Por todo ello, lo primero que causa el libro es estupor, máxime por ser de una generación diferente a la de su autor y que quizá por ello no entienda algunas de sus opiniones
políticas no tanto sobre la actualidad sino sobre un pasado reciente que, a la vista de un no
involucrado, resulta interesante (no en vano se ha escrito tanto y tanto de ella) y quizá no
tan problemática como quieren hacernos pensar que lo fue, denostando gratuitamente todos
y cada uno de sus formas, hechos, etc. Y conste, también desde ahora, que a mí personalmente el Sr. Franco ni me va ni me viene, y que en todo caso sus errores y su autoritarismo
político no ensombrecen la importante labor administrativa que se llevó bajo su égida –y
seguramente sin que el se apercibiese– en el final de la década de los años 50 y comienzo
de los 60.
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El sabor que deja al final el libro es, sinceramente, el de haber leído algo inútil. Si uno
es iuspublicista porque, excepto en el caso de que necesite hacer un examen exhaustivo de la
cuestión –como para una tesis doctoral–, se da cuenta de que no aporta nada; si uno es simplemente un estudioso de la ciencia de la Administración se encuentra en similar tesitura; si
uno es político es posible que no entienda nada... La sensación es que se trata de un cúmulo
de “dimes y diretes” propios del juego de poderes entre diferentes gabinetes. Para algunos, el
libro, quizá ayudado por esta recensión, tendrá el sabor de lo denostado por la doctrina ortodoxa (si es que me debo incluir en esta, en el caso de que existiera... que no lo sé); sinceramente les adelanto que no lo tiene (si esto es lo que buscan basta con que se lean las páginas
9 a 18, 42 a 46 y 159 a 165, pero nada más). Y es que al final del libro se da, veladamente,
entre lineas, la explicación de porqué tan feroces ataques al gobierno actual del PP y a sus
ideas administrativas: el rechazo doctrinal (y político, pero el autor los confunde) que se ha
producido hacia la Ley 30/92 de procedimiento administrativo común (LRJPAC), ley de la
que parece ser autor inmediato (junto al tan citado por él autor mediato: el Sr. Eguiagaray).
A partir de aquí, y considerando que el aparato doctrinal y jurisprudencial que el
autor utiliza en apoyo de su opiniones es inexistente (tan solo lo cita en texto en pocas ocasiones y sin remisiones a las obras en notas), el lector puede decidir seguir leyendo la
recensión de un libro que, como decía más arriba, no merece la pena leerse.
II. Algo de historia administrativa
La historia enseña historia y por ello es muy peligroso enjuiciarla a posteriori sin
conocer exactamente todas las circunstancias que motivaron los hechos que se sucedieron.
Pero la mejor doctrina administrativa ha sido unánime en la consideración de ese
conjunto de leyes que se producen en ese prolífico quinquenio 1955-1960 como un conjunto de normas encomiables en cuanto a su técnica y modernidad y, desde luego, en cuanto a
su oportunidad. He ahí la LPA que nos acompaña desde 1958 hasta 1992 (34 años), la
LRJAE de 1957, la LEEA de 1958 y la LRJCA de 1956. También destacan de un modo
especial el Texto articulado de la Ley de régimen local (1955) y la LEF (1954), sobre todo
en lo que se refiere a la regulación que hacen de la responsabilidad extracontractual de la
Administración, “responsabilidad puramente objetiva (..) que sitúa a nuestro ordenamiento
a la vanguardia del Derecho comparado” (E. GARCIA de ENTERRIA, Curso de Derecho
Administrativo, II, 4ª edición, ed. Civitas, Madrid, 1994, págs. 368 y ss.). Solo debido a la
solidez, al nivel garantizador, a las novedades administrativas (responsabilidad objetiva,
regulación de los efectos del silencio administrativo, etc.), la propia técnica y claridad
legislativa se ha producido la perdurabilidad enorme de muchas de estas leyes. Durabilidad
que dice algo de ellas.
La hoy tan manida transición política fue producida por un cúmulo de circunstancias
sociales, culturales y políticas que acompañaron a la voluntad de quienes se hicieron un
hueco en la escena política con la clara intención de pasar a a un régimen democrático, y así
lo hicieron. Y muchos de los redactores de esas leyes (que eran principalmente técnicos) no
estuvieron en ella ni, posteriormente, se montaron en el carro de ninguno de los partidos
resultantes. Sus autores eran hijos de un determinado régimen y, obviamente, estaban modelados en el mismo, pero es nítido que supieron crear una Administración pública eficaz y
eficiente, moderna y ágil; y que con esa creación se pusieron las bases para que, unos años
después, se produjera el cambio político. Y esto, no tanto por ser una normativa “democrática” –que no lo es (la Administración y las leyes administrativas no son democráticas o no,
son técnicas y son buenas o malas en este sentido)–, cuanto por haber permitido que el funcionamiento garantista y eficaz de la Administración (un verdadero ejemplo de cómo debe
actuar esta en tiempos de dificultad) permitiese que, allá arriba, se produjese un cambio
político sin menguar, entretanto, las garantías administrativas de los ciudadanos.
Y de hecho pasó un gobierno, llegó otro, pasó un jefe de Estado y llegó otro, pasó
un conjunto de “leyes fundamentales” y llegó una Constitución, pasó un “régimen orgá-
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nico” y llegó una democracia, pasó un gobierno-administración autoritario y llegó uno
centrista, y uno socialista... Y en esta vorágine, la LPA (y las demás leyes citadas) continuaron vigentes un largo tiempo. La LPA estuvo vigente diez años desde que el gobierno
socialista subió al poder hasta que se decidió cambiarla por la LRJPAC. Por lo tanto,
aunque sólo se midiera estas leyes (“impresentables ya en 1958”, dice el autor en la página 12 sin apoyo alguno) solamente por su incidencia política... los hechos demuestran su
enorme capacidad de encaje.
Se alude (pág. 15, por ejemplo) a que estas leyes fueron “una coartada juridicista pretendidamente legitimadora de un poder político arbitrario,... un instrumento pretendidamente
garantista y, por qué no decirlo, muy hábil, de sometimiento del ciudadano a procedimientos
de control, más que a hacer efectivo y real el ejercicio de uno derechos, que por otra parte, le
eran negados políticamente”. Afirmaciones como esta deben ser contestadas por expertos en
Derecho y en política que vivieron aquélla época (a mi parecer no tan infausta). También pueden ser ignorados –es lo que se merecen–, pero no puede ser que “así se escriba la historia”
¿no les parece? Las generaciones estamos cambiando y la mía –reitero que no implicada ni
real, ni personal, ni políticamente en aquel momento histórico– no puede sustentar su avance
sobre este tipo de frívolas, por fuerza del clásico movimiento pendular tan conocido en
España, afirmaciones pseudo interpretadoras de la historia.
A Tomás Ramón Fernández (y a otros muchos consagrados autores de Derecho
administrativo enzarzados en una feroz discusión doctrinal) les parece, con razón, que arbitrariedad y discrecionalidad no son lo mismo. A la arbitrariedad se llega, entre otros
supuestos y causas, con la ausencia de cualquier regulación jurídica que garantice los procedimientos y procesos. No digo que no hubiese cierta dosis de arbitrariedad, tan típica de
regímenes autoritarios (aunque lo es más típica de los regímenes despóticos y totalitarios...
pues parte del miedo viene precisamente de esa arbitrariedad en el uso de la justicia y la
injusticia), pero ya señaló Locke que el poder discrecional no es poder arbitrario (para un
examen conceptual más detenido véase el libro de T. R. Fernández, De la arbitrariedad de
la Administración, ed. Civitas, Madrid, 1994, págs. 152 y ss).
Dar un marco jurídico a una parte del Estado, a su Administración y el Gobierno
que la dirige, y a su funcionamiento, independientemente del marco que el ciudadano tiene
de derechos y obligaciones de índole política e incluso social siempre es avanzar, –algo,
por poco que sea– en el estado de Derecho. Obviamente no estamos ante un Estado
democrático, pero sí ante los primeros pasos –mejores que los del siglo pasado bajo la
libertaria Constitución de Cádiz y otras similares– del Estado de Derecho. Obviamente,
también, el limitado marco de derechos fundamentales (políticos y sociales) ensombrecen
esos logros... pero no pueden ocultarlos. Tampoco parece lógico –ni serio, al menos jurídicamente– sacar de la chistera odios atávicos anunciando una vuelta a los supuestos killing
fields del franquismo con la normativa que ha aprobado el PP.
III. El Gobierno y la Administración
En el fondo del libro, tal y como se trasluce en diversos lugares, predomina una
visión posesoria de la Administración. Visión inteligible si se ve la “ocupación” de la
Administración pública que se ha producido entre los años 1982 y 1996.
El control exhaustivo del aparato administrativo es uno de esos caramelos que gustan de saborear a los políticos hasta dejar solo el palo, el esqueleto de lo que otrora fue una
eficiente (por técnica y profesional) Administración. Difícilmente se resisten a ir cubriendo
todos los huecos e intersticios que permiten la ocupación política. A este tipo de spoil-system mal entendido se le llama eufemísticamente de muchas maneras y se trata con ello de
demostrar que hay que “democratizar” la Administración y que hay que convertirla en un
dócil organismo al servicio del gobierno que, eficazmente controlado por el Parlamento, es
el máximo exponente de la voluntad popular. Mientras que la Administración, para el
autor, es el poder burocrático (el mandarinato, dice despectivamente) que se resiste a los
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cambios y la consideración del ciudadano como tal, prefiriendo la contemplación del
mismo como un “administrado” al que –solo le falta decirlo– se le puede decir impunemente el “vuelva Vd. mañana” de Larra.
El autor mantiene esta idea, basándola –supongo– en su profundo conocimiento de
todos los entresijos del poder burocrático (Nieto señala que eso del poder de la burocracia
debe sonar muy lejano a las secretarias, hoy denominables administrativ@s para ser politicaly correct) y lo apoya en la magnífica autoridad de Sir Humphrey Appleby.
Lástima que el citado personaje sea un personaje de televisión (luego llevada a libro,
y no al revés) y que sea uno de los protagonistas de una brillante sátira de las pugnas entre
el Ministro James Hacker (que llegará a ser el Prime Minister of the Queen’s cabinet en los
tomos II y III), su secretario (Bernard Woolley) y el jefe de la Administración (Sir Humphrey Appleby). Por cierto, quizá no hicese tanto el ridículo el honorable Hacker (palabra que
en algunos dialectos barriobajeros tipo cockney tiene el significado de imbécil) si prestase
más atención a los funcionarios de alrededor. En todo caso, la lectura de estos libros es
altamente recomendable para los aficionados. Pero más le valdría al autor estudiar en profundidad el libro del Alejandro Nieto La organización del desgobierno (y La «nueva»
desorganización del desgobierno, ed. Ariel, Barcelona, 1992) para darse cuenta de lo que
ocurre cuando tienes una Administración poco profesional que, a la par de otros defectos,
está al albur del gobierno de turno. Lo que ocurre se llama eso: desgobierno; pues “sin
gobierno y con Administración hay gobierno, pero sin Administración no lo hay” (Nieto,
cit., pág. 16). En este ilustrativo, aunque pesimista libro –como confiesa el propio autor–,
se explica, “con pelos y señales” lo que ha ocurrido en España en los últimos 20 años con
el gobierno, la Administración y la justicia.
El autor critica duramente lo que le parece que es un desmérito de la Administración (su carácter jerárquico), frente a lo que debe ser su esencia: el carácter democrático
que, como no, viene exclusivamente de la mano del ejecutivo y de la pronta obediencia al
mismo (véanse las páginas 40 y ss.). De la jerarquía también habría mucho que hablar y
estoy con Nieto en que no se trata de un principio jurídico cuanto un método de funcionamiento de la organización, que no (solo) es un “fenómeno jurídico sino organizacional”
[“La jerarquía administrativa” en DA 229 (enero-marzo de 1992), 42 a 46]. Por todo ello la
jerarquía no es incompatible, como pensaban los clásicos del siglo XIX (Colmeiro, Santamaría de Paredes, Abellá, Gascón y Marín) con la descentralización y con otros muchos
principios y fórmulas de actuación. Es una base de eficacia demostrada y lo que no es razonable es su oposición a la democracia, máxime cuando la Administración per se no debe
ser democrática o no democrática, de derechas o de izquierdas sino que debe ser, simple y
llanamente Administración que “sirva con objetividad a los intereses generales” (art. 103
CE). La jerarquía es preconizada como principio de actuación en el art. 103 1 CE, el art. 3.
1 a) LOFAGE, pero pese a ser tan denostada por el autor, hay que recordarle que también
aparece en el art. 3 1 de la LRJPAC.
Hace ya muchas ediciones, al menos desde la 4ª edición (1984) del tomo I de su
Tratado (y por lo tanto muchos años), que García de Enterría y T. R. Fernández –por citar
alguno de los autores más caracterizados de Derecho administrativo, aunque también lo
hacen muchos otros– hablan con total nitidez de “la posición mixta del gobierno” que es
parte Administración y parte órgano de decisión político. Esto aparece perfectamente acogido en la LOFAGE y en la LGob que tratan, entre otras cosas, de delimitar claramente las
funciones políticas, administrativas y los puestos orgánicos que realizan unas y otras (sobre
todo ello me remito al reciente y completo trabajo de F. González Navarro, “El Gobierno
de España y la Administración «general» del Estado”, en el número 24 de esta misma
revista, págs,. 116 a 189). Por todo ello la discusión en la que nos introduce farragosamente
el autor (págs. 46 a 59) resulta inútil o, cuanto menos, alejada del debate propiamente jurídico. Y no me resisto a traer a colación lo que señala también otro experto administrativista, y esta vez literalmente:
BIBLIOGRAFÍA
“El gobierno es, evidentemente, un órgano constitucional, cabeza de uno de los poderes del Estado y al que la CE atribuye numerosas competencias y potestades concretas cuya
regulación escapa al Derecho administrativo. Pero es también, al propio tiempo, un órgano
administrativo, el primero y más importante de cuantos integran la Administración central;
cuantitativamente, el mayor número de decisiones versa sobre cuestiones típicamente administrativas, que ninguna relación guardan con el ordenamiento constitucional ni con las relaciones con otros poderes del Estado; decisiones íntegramente sujetas al Derecho administrativo y que pueden ser impugnadas ante la jurisdicción contencioso-administrativa de forma
enteramente ordinaria y natural” (J. A. SANTAMARÍA PASTOR, Fundamentos de Derecho administrativo, I, ed. Ceura, Madrid, 1988, págs. 1009 a 1010).
Resulta lógico, por tanto, que en una leyes dedicadas al funcionamiento administrativo del gobierno y de la Administración general del Estado se trate, principalmente, de la
actuación administrativa del máximo órgano rector de la misma como del conjunto real y
personal que la forma. La actuación política del Gobierno, e incluso las formas administrativas de actuación del mismo para formar su voluntad política, ni pueden ni deben ser
actuaciones totalmente administrativizadas (como bien dice la D. A. 1ª LRJPA). Creo que
no será escandaloso para el autor recensionado (pese a la perplejidad que le causa que tanto
la LOFAGE como la LGob no traten de esas actuaciones políticas del Gobierno) recordar
que fueron otros los gobiernos que no solo no hicieron nada por darle un estatuto al gobierno sino que, amparados en sus hegemónicas mayorías absolutas, se permitían el lujo de no
dar cuenta a nadie (no jurídico-administrativamente, sino políticamente: ruegos, interpelaciones y preguntas parlamentarias...) de sus escandalosas farras a costa del erario público.
Claro que después les llegaron las responsabilidades penales, más difíciles de evadir.
En el fondo hay en el libro otra idea de configuración política del Estado y, más en
concreto, del poder ejecutivo y la Administración pública. Es decir, esta última como terreno a ocupar (frente a su concepción como un conjunto de mecanismos altamente profesionales de apoyo al gobierno político). Se trata de una idea muy pragmática y pragmatística
contrastada en la práctica de estos últimos años. Yo, sinceramente, creo que es necesario
probar otras fórmulas ya configuradas en otros países de nuestro entorno geográfico (Inglaterra, Bélgica, Holanda) y cultural (Francia, Alemania) en las cuales predominan otras
ideas sobre el servicio público de los organismos superiores de la Administración. Y aquí
resulta que el marco jurídico que se está creando, por eso quizá pesa tanto a algunos, favorece ese repliegue político del ámbito burocrático.
IV. Cuestiones nominales
El autor recensionado acusa en diversos lugares (págs. 43 y 45 entre otras) a la doctrina, de pasar al lado de los hitos brillantes de la LRJPAC sin haberse apercibido de ello,
por estar “más ocupada de la patología de los actos administrativos que de los temas conceptuales”, pues según él esos juristas “no entienden lo sutil”. Es decir, acusa a la doctrina
(como veremos formada por las mejores espadas) de ser mediocres, pues –como decía
Chesterton– mediocre es aquél que pasa al lado de cosas grandes sin darse cuenta.
El balance general que se hace de la LRJPAC por parte de diversos autores es
negativo. Nieto habla sin ambages de “la malhadada Ley de régimen jurídico de la Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común; desgracia de las Administraciones públicas españolas y tormento de todos los procedimientos” de la que desea
su pronta desaparición [A. NIETO, en RAP 144 (septiembre-diciembre 1997), 520 y ss.].
En análogo sentido se manifiesta Santamaría Pastor en diversos lugares. T. R. Fernández
y García de Enterría hacen un autorizado examen, detenido y profundo, sobre el acto, el
procedimiento administrativo (objeto principal de la ley) y otros aspectos en su TRATADO;
la evaluación final resultante (dicha claramente en algunos lugares) es negativa: limitación de derechos del “ciudadano” (se ciñe la acción de nulidad a los actos administrativos, antes –en la LPA de 1958– podía incluirse los reglamentos, etc.), imprecisión en las
garantías y fórmulas de actuación, dificultades de aplicablidad de algunos puntos, etc.
Un similar desglose de patologías legales hace Parada tanto en su manual (Derecho
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Administrativo, I ed. Marcial Pons, en cualquiera de sus ediciones posteriores a 1992),
como en sus comentarios a la LRJPAC. Pero si cabe un argumento de más autoridad este
viene de la mano de González Navarro y González Pérez, quienes han estudiado la ley
con gran detenimiento (casi al microscopio) para un libro de comentario general a la ley,
dos ediciones de comentarios artículo por artículo y, en el caso de González Navarro, su
Derecho administrativo español (tomo III, Eunsa, Pamplona, 1997). A lo largo de estos
célebres y profusos comentarios se ponen de manifiesto esas patologías y fallas que presenta una ley que queda reducida a pavesas.
Moltó García considera, en definitiva, que todos esos autores se han ido por las
ramas y no han apercibido los éxitos de la ley. Y tiene razón, en parte, cuando algo –por
ejemplo, un coche– no funciona en su ser o en las funciones que realiza ha de hacerse un
examen, y de ese examen pueden resultar la manifestación de problemas o patologías que,
por ello, han de ser solucionadas: el coche no anda, pero de chapa está estupendamente.
Bien, pero su función, la de circular, no la puede realizar. Los logros de la LRJPAC, que yo
me atrevería a llamarlos de logros “menores”, son:
a) Ha acuñado un nuevo concepto: Administración “general” del Estado. Y es tal el
éxito de esta denominación que la ley que tanto critica lo ha acogido: LOFAGeneralE
(como también aparece en su artículo 2º). En todo caso, como ha quedado demostrado por
González Navarro [“El Gobierno de España y la Administración «general» del Estado” en
la Revista Jurídica de Navarra nº 24, págs. 122 y ss.], este nombre resulta confuso y confundente. Y lo hace porque –frente al criterio territorial del que quería huir la LRJPAC–
utiliza un criterio funcional de Administración. Y si existe Administración general, es
señal de que hay otra “especial”, más ¿cuál es esa? la “periférica (o desconcentrada), las
autonómicas, locales, provinciales, etc. o las que Guaita denominó “especiales” por tener
un fin muy especial: hacienda, exteriores, justicia y defensa? En fin, como puede verse la
cuestión es más compleja –por ser del fondo– que para solucionarse simplemente con un
cambio conceptual. Bien que, como decía un personaje de Alicia en el país de las maravillas: quien hace un lenguaje es quien domina todo.
b) Dado que se halla tan preocupado del lenguaje habría que precisar la diferencia terminológica entre “ciudadano” y “administrado”. Y no cabe duda que el lenguaje coadyuva a
las actitudes de las personas. Tal denominación es, era, un problema de ángulo de visión. Para
la Administración, la persona que está al otro lado es un administrado a quien hay que servir.
Sea ciudadano (que, por supuesto que lo es) o administrado ha de servirle con objetividad y
con todo respeto. Pero estamos ante un problema de actitudes (y de aptitudes) de los funcionarios, más no ante un problema conceptual de gran calado (“el contribuyente como subproducto”, dice en su página 62). Y la efectividad de una denominación u otra se demuestra en
las garantías que les otorga el ordenamiento, siendo así que ese conjunto normativo de los
años 50-60 les da, proporcionalmente, mucha mejor cobertura que la actual.
c) En cuanto al llamado “procedimiento administrativo común” realiza un detenido
examen del caos que supone el pretendido carácter común de la ley, que queda demostrado
por el complicado galimatías de delimitaciones conceptuales y competenciales que el autor
ve necesario hacer para demostrar ese carácter común que la realidad del Estado de las
autonomías y el resto de Administraciones públicas (no generales) se encargan de negar día
a día, programa a programa.
V. Otras muchas cuestiones. Conclusión
Son una gran cantidad de puntos los que suscita este libro. Realiza una interpretación muy libre y personal de la Constitución, que no apoya en ninguna Sentencia del TC
(por ejemplo, páginas 55 y 56), con lo cual se sitúa en el análisis político, más “opinable”
aún que el jurídico. No justifica de ningún modo el ataque exacerbado que hace de lo que
denomina, así como suena, leyes “facciosas” que, según él, recortan hasta límites insospechados los derechos del contribuyente, del ciudadano (págs. 38 y ss.). Pasa por encima del
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enorme problema que ha sido, y es, el fenómeno denominado “la huida del Derecho administrativo” con simples críticas al gobierno actual, citando (aunque no sabemos de dónde
sale la cita) –por primera vez– a un administrativista de altura: Garrido Falla. No puedo
detenerme en ello, pero se trata de un problema de tal calado que alguien debería hacerlo,
quizá para explicarle cuando se ha producido este fenómeno y de que forma se ha hecho. Y
no digo que el Derecho administrativo como tal (con sus rigideces, sus fórmulas obsoletas,
etc.) no haya tenido una gran culpa al no haber dado el marco jurídico adecuado a empresas que requieren una gran flexibilidad para competir en el siglo.
Recientemente he tenido la oportunidad de leer, y recensionar para esta misma
revista, el interesante libro de A. León Lacal titulado La función pública alternativa(ed.
Mandala, Madrid, 1997). En este libro se critica duramente las actitudes que se han producido con respecto a la función pública en los últimos años y el proyecto actual de estatuto
de los mismos. Pero junto a esa crítica, en ocasiones teñida de política y casi siempre poco
fundamentada jurídicamente, se traslucen varios datos esenciales: una gran experiencia en
organización, una gran ilusión por contribuir a la mejora de las condiciones de vida de
todos los funcionarios y un deseo de que esas mejoras redunden en un mejor servicio al
ciudadano. Es quizá un iluso, un idealista, pero realiza lo que se llama una crítica constructiva y dedica gran parte de su libro a elaborar un estatuto alternativo con soluciones peculiares. Este es su gran mérito. Aquí, sin embargo, se aprovecha las páginas finales del libro
(156 a 159) para criticar este estatuto (y, ya de paso, en las ultimísimas páginas 159 a 174
la reforma de la LRJPAC...) de función pública de una manera muy simple (apenas son 3
páginas). Muchas de sus críticas han sido expuestas y contestadas, de alguna manera, por
Nieto en La “nueva” organización del desgobierno (cit., págs. 130 y ss.).
La mayoría de las soluciones jurídico-funcionariales son técnicas de organización
(situaciones administrativas, sueldos, cómputos, horarios) muy volubles y muy discutibles.
Otras, derechos y deberes, tienen un alto componente político. Mientras que durante todo
el libro el autor ha criticado la actitud “autoritaria” y retrógrada (es decir, añorante del régimen de Franco) del Gobierno. Ahora critica este proyecto de Estatuto de función pública
precisamente por dejar contentos a muchos (es decir, a sus socios de gobierno y a los sindicatos). Aunque este principio no es válido para las soluciones técnicas, como son muchas
de las que afectan al régimen funcionarial, me parece que las buenas negociaciones son,
precisamente, aquéllas en las cuales ninguno de los interlocutores queda contento. Pues ahí
nadie se impone; no son “horcas caudinas” sino “pacto”.
El análisis final que hace del anteproyecto de LRJPAC además de darnos la explicación de la acritud de todo lo que, ¡oh, incauto!, había ya leído, no es sino un cúmulo de críticas ininteliglibles de actitudes y proyectos entre agraviados gabinetes de técnicos y políticos, so capa de un pretendido tecnicismo en el que patina una vez y otra (véase la
desacertada concepción que muestra en el tratamiento de la regulación de los efectos jurídicos que ha de tener esa situación de hecho que es el silencio administrativo, regulación que
era mucho más clara en la LPA que en la actual LRJPAC). En fin, amigo lector, espero que
no cometa el error de perder el tiempo leyendo este libro no jurídico. Ya lo ha perdido
leyendo esta dura, clara y disuasoria crítica.
Juan C. Alli Turrillas
Doctor en Derecho
Profesor asociado de la Universidad Pública de Navarra
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