la escuela y la crisis de las ilusiones (Inés Dussel)

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La escuela y la crisis de las ilusiones
Inés Dussel1
“No crean que no había lugar en este mundo para Ezequiel”
La frase que encabeza este texto fue tomada del homenaje que le hicieron en Plaza
de Mayo sus compañeros a Ezequiel Demonty, un adolescente asesinado por la
policía a mediados de septiembre de 2002. Ezequiel, un chico que cursaba en una
escuela media muy comprometida con la formación de los jóvenes que viven en la
zona sur de la Ciudad de Buenos Aires, fue torturado y tirado al río por un grupo de
policías, una práctica que – estamos aprendiendo – es un operativo de rutina en las
villas y barrios pobres de la ciudad y el conurbano. Que esto sucediera y suceda nos
apena y nos acongoja. También nos acongoja que esto le sucediera a un chico que
había podido participar de una experiencia educativa más interesante y promisoria
que muchos otros, porque señala que lo que hacemos desde la escuela tiene un
límite fuerte, doloroso y desgarrador.
¿A quién está dirigido el enunciado: “No crean que no había lugar en este mundo
para Ezequiel”? ¿Quiénes son/somos los que creemos, no creemos o tenemos que
creer? ¿Son los chicos, somos los adultos? ¿Son los “progres” o los “reaccionarios”?
¿Son los habitantes de la villa, los políticos, los policías? Hay mucho que repensar
de la ilusión y la creencia en estos tiempos desangelados. Y hay mucho que
repensar de lo que venimos haciendo, de las deudas que se van acumulando, de las
ilusiones que perdimos y de las que vale la pena seguir alentando.
Los papeles quemados
Dice Martin Amis en su autobiografía: “En diversos estadios de la vida uno piensa
que ha conseguido “asir” razonablemente la realidad; luego, de súbito, ese
conocimiento tan laboriosamente adquirido se revela de una inutilidad absoluta”. 2
Los argentinos estamos pasando por una de esas crisis de las que habla el escritor,
uno de esos momentos en los que los esquemas interpretativos y de acción que
teníamos se nos vienen abajo y sentimos que hay que empezar de nuevo, más
pesados y menos esperanzados. Lo decía hace poco una maestra en un curso de la
Escuela de Capacitación de la Ciudad de Buenos Aires: “Se nos quemaron todos los
papeles”. En los análisis de lo que estamos viviendo, la idea del incendio se suma a
otras, igualmente traumáticas: el naufragio, el quiebre, el fracaso.
En el caso del incendio, esta maestra no dejó claro si se trata de un fuego
purificador o de una devastación total. Podría decirse que de esa calificación
depende, en gran parte, el que veamos la crisis como posibilidad de reconstrucción
o como pura pérdida. Los papeles quemados pueden representar una nueva
oportunidad para otros libretos (la famosa “oportunidad” que provee la crisis, frase
1
Inés Dussel es coordinadora del área Educación de Flacso/Argentina y profesora de la Universidad de San Andrés.
Doctora en Educación por la Universidad de Wisconsin – Madison – EEUU.
2
M. Amis (2001). Experiencia – Barcelona – Anagrama.
1
repetida hasta el hartazgo), pero pueden ser también la interrupción de una
continuidad, de una transmisión que aseguraba un lugar, el que sea, para muchos.
Por mi parte, tampoco tengo claro que esa opción esté disponible. Los maestros del
conurbano repiten en estos días una frase impactante: “Dejemos el pesimismo para
tiempos mejores”. No estamos condenados al éxito, como casi cínicamente se nos
dijo a principios de 2002, pero lo cierto es que estamos tan cerca del abismo que
quedan pocas ganas de coquetear con él. La imagen de una Argentina devastada es
muy real y dolorosa como para regodearse en su permanencia. El problema que
tenemos es que la otra opción, la del optimismo, por moderado que sea, no tiene
muchas bases a la vista para sustentarse.
Es que nuestra “vista” está un poco saturada. Creemos no exagerar al decir que ya
hemos visto buena parte de lo que había que ver, y que las imágenes patéticas y
los discursos lastimosos se reiteran tantas veces que están dejando de producir
algún efecto. De a poco nos vamos acostumbrando a este paisaje desolador, y
hasta aparecen nuevos órdenes y jerarquías en lo que al principio era un ejército
caótico de desamparados. Habría que preguntarse si el diagnóstico de Beatriz Sarlo
previo al “verano caliente” de 2001 – 2002 sigue siendo válido: “Nos
acostumbramos a que la sociedad argentina sea impiadosa. Ése es un verdadero
giro en un imaginario que, hasta hace no tantos años, tenía el ascenso social como
una expectativa probable para casi todos” (Sarlo, 2001). ¿Diciembre de 2001 marca
una ruptura con ese acostumbramiento o fue un acto espasmódico nomás? ¿Habrá
todavía recursos, simbólicos antes que materiales, como para revertir este avance
de dualización de la sociedad? ¿Será que podemos ser más “piadosos”? ¿Será que
queremos?
La escuela o la cárcel
La educación entra en este panorama precisamente en el momento en que
advierten que hay que trabajar en esta dirección de la piedad y del cuidado. No es
casual el boom de los Barylko y los Bucay, que proclaman la vuelta a la moral como
la única salida de la crisis. Se vuelve a decir que la escuela sigue siendo el lugar que
recibe a niños de todos los sectores sociales, que puede alojarlos y protegerlos de la
violencia del medio, que puede darles algún horizonte de futuro del que
engancharse. La metáfora del enganche no es inocente, porque la relación que
proponen con el futuro tiene más similitudes con el “colgado” ilegal de las redes
eléctricas o de la TV por cable, que con una inscripción significativa y de pleno
derecho en un porvenir que incluya a estos chicos como ciudadanos, como
miembros de una sociedad que los reconoce y los valora. “Cuélguense”, parecen
decir algunos, que es mejor que terminar en la cárcel, o muerto.
Que esto es falaz, lo demuestra la historia de Ezequiel, como la de muchos otros.
Hoy, los circuitos de la escuela y los de la violencia y la delincuencia juvenil no son
mutuamente excluyentes para los adolescentes, como sí lo eran tiempo atrás
(Kessler, en prensa). Como en el resto de la sociedad argentina, y con raíces mucho
más profundas que la impunidad de los años ’90 (O’Donnell, 2002), la legalidad y la
2
ilegalidad se entrecruzan y confunden. Ir a la escuela no sólo no les garantiza a los
chicos conseguir un trabajo o seguir estudiando; tampoco, necesariamente, los
excluye del crimen y la violencia, provenga de donde provenga.
Frente a esta situación, algunos sugirieron hace poco tiempo que se instituya la
“colimba educativa” y que el ejército se haga cargo de lo que la escuela,
aparentemente, ya no puede hacer. El régimen de internado y entrenamiento
riguroso sería el último recurso del Estado, para evitar que los pobres sean tentados
por la “mala vida” (nótese, de paso, la continuidad con el diagnóstico de falta de
moral de Barylko3 por ejemplo). En un nivel menor, pero igualmente preocupante,
en el conurbano bonaerense la policía recorre las escuelas sugiriendo que les
“deriven” a los chicos drogados a las comisarías para que ellos se encarguen de su
seguimiento. Sorprende, por una parte, que esta salida sea enarbolada no sólo por
los sectores autoritarios y pro-militaristas, sino también por educadores con
tradición más democrática; y también sorprende que la imposibilidad de hacer
alguna otra cosa que contener o reprimir, no importa el costo, ya se de por sentada.
Volvemos entonces a la frase-homenaje que le hicieron sus compañeros a Ezequiel
y a las preguntas que abre. Evidentemente son muchos los que no creen que hay
lugar para él y para ellos en nuestro mundo. Son muchos los políticos, son muchos
los policías y militares, y son muchos también los pedagogos y maestros. Los chicos
apuntaron lúcidamente al corazón del problema: hay que volver a creer.
¿Cómo creer otra cosa, podrá decirse, en este contexto de tanto desamparo, de
tamaña crisis política y económica? ¿Por qué ser optimistas? Quizás el problema es
que estamos buscando en los lugares equivocados las razones para creer. El filósofo
Slavoj Zizek sostiene que se equivocan los desencantados: en todas las sociedades
hay algún marco imaginario que provee verdades e instituye relatos, y andar
buscando la “verdadera realidad” detrás de los mitos es no entender cómo
funcionan las ideologías y la verdad que portan sus ficciones (Zizek, 2001). En otro
registro, también lo dice Beatriz Sarlo: “Los efectos imaginarios son eso: una
configuración de sentidos que se tejen con la experiencia pero no sólo con ella. (…)
Así las cosas, no se trata de demostrar que el imaginario se equivoca. Dentro de las
posibilidades de lo imaginario no figura la de equivocarse: el imaginario trabaja con
figuraciones no falsables, lo cual no quiere decir que sean equivocadas siempre”
(Sarlo, 2001). Dicho de otra manera: no es en los datos sociológicos o económicos,
aunque sean más alentadores, que vamos a encontrar las bases de nuevos
imaginarios. No se trata de ajustarnos a la “realidad”, sino de pensar formas de
intervención que produzcan cambios en las coordenadas de la situación en la que
estamos. Estas formas de intervención no son otra cosa que actuar políticamente.
Repolitizar la crisis, repolitizar la escuela
3
J. Barylko (2000). Los hijos y la religión – Buenos Aires – Emecé.
3
Hablar de política en la Argentina de hoy es casi decir una mala palabra (lo cual, se
sabe, está muy mal visto en las escuelas). Los “políticos” se convirtieron en la
fuente de todos los males y en la representación de todo lo que habría que dejar
atrás. En las escuelas también penetró esta imagen. Un acto escolar del 25 de mayo
de 2002 mostró un relato nacional nuevo (nuevo porque marca la reaparición de la
nación en los actos escolares y por su carácter participativo), en el que se sucedían
escenas de movilización popular en la Plaza de Mayo desde el S. XVII al XXI. Los
protagonistas eran siempre dos: los políticos gobernantes y el pueblo; y el reclamo
popular siempre el mismo: “escúchennos”, “hagan lugar a nuestras peticiones”. Este
dualismo, que también se evidencia en algunas posturas de las asambleas barriales,
supone que la post-política sería la vida buena, aquella en la que los reclamos de
todos tendrían espacio y curso, sin mediaciones ni representaciones equívocas.
Sin embargo, hay que volver a insistir con la política, desligándola de las acciones
delictivas a las que estuvo asociada en los últimos años y rearticulándola con la idea
de bien público, de justicia y de igualdad, y también con la idea de diferencia,
disenso y conflicto. La política, tal como la define Ranciére (1996), es la pregunta
por los que no fueron incluidos, por los que no entraron en esta cuenta que hizo la
ley o la medida económica, y el reclamo de que sean tratados como iguales. Es un
reclamo o una pregunta que nunca se termina de responder bien, que siempre debe
ser revisada, atendiendo a las nuevas injusticias que se van produciendo y a los
nuevos reclamos que aparecen. La política es lo que permite que veamos en los
excluidos otra cosa que víctimas que deben ser tratadas por la vía carcelariorepresiva o bien por la filantrópica-caritativa, y que les demos un lugar de pares en
esta acción de configurar la sociedad.
Por otra parte, no decimos nada nuevo si conectamos a la educación con la política.
Decía Freud que la educación y el gobierno son tareas imposibles porque contienen
en sí mismas acciones paradójicas. Philippe Meirieu, un pedagogo francés, lo explica
así: “La educación es (…) una “tarea imposible”: imposible porque su proyecto es
irreductible a un conjunto de competencias, así sean las más elaboradas; imposible
porque debe sostener al mismo tiempo dos discursos y dos posiciones
contradictorias sobre el niño: “Puedo hacerlo todo por vos” y “Vos solo podés
arreglarte”. (…) Posición insostenible por lo contradictoria, pero la única que se
inscribe en la tensión misma de la relación educativa. (Meirieu, 2002, traducción
propia).
Esta posición insostenible, contradictoria, pero la única posible, como dice Meirieu,
atraviesa a la educación y a la política. La educación y la política no existen sin la
acción de algunos que interpretan y dan sentido o dirección a otros. Pero lo que
esos otros hacen con eso que les es enseñado, cómo lo interpretan y le dan sentido
ellos mismos, está fuera del control de los enseñantes y de los políticos. “Así, el
riesgo del malentendido, el riesgo del fracaso, no es un riesgo accidental. Por el
contrario, es un riesgo necesario, y es ese riesgo el que vuelve posible a la
educación en primer lugar” (Biesta, 2001). La educación, como la política, es
4
siempre una actividad riesgosa, difícil, y el que crea que hay técnicas o recetas que
nos ahorren ese trance se equivoca. Siempre fue difícil; en todo caso, la
constelación actual nos pone frente a otros desafíos.
Pero la educación no es solamente política. Comparte con ella, en los mejores
casos, la búsqueda de establecer y sostener un espacio donde puede aparecer la
libertad, la pluralidad, la diferencia, donde nuevos seres pueden advenir al mundo,
pero este advenimiento no es solamente una acción de estar con otros, sino
también aprender conocimientos, actitudes, disposiciones (Biesta 2001). En la
educación nos convertimos en alguien, a través de la manera en que nos
involucramos con lo que nos enseñan y lo que aprendemos. Hay una especificidad
de la transmisión de la cultura que sostiene y singulariza a la educación.
Politizar la educación, entonces, es también recuperar esa singularidad de la
transmisión cultural que la sostuvo durante siglos. Es reclamar el lugar de iguales
para nuestros alumnos, iguales no porque están inmersos en la misma situación
desesperada y sin ley que nos horizontaliza, sino porque tienen un lugar de pares
en la sociedad más justa que queremos. Es considerarlos tan iguales que creemos
que vale la pena prepararlos para esa tarea de renovar el mundo en común que es
propia de cada generación, según la definición de Hannah Arendt (1996); es darles
las herramientas intelectuales, afectivas y políticas para que puedan proceder a esa
renovación; y también es protegerlos en ese tiempo de preparación. Es hacer lugar
a los padecimientos que atraviesan, ayudar a procesarlos intelectual y
afectivamente, y también establecer puentes con otras instituciones sociales que
fortalezcan esa protección. Es no renunciar a enseñar; es enseñar mejor, poniendo
a los chicos en contacto con mundos a los que no accederían si no fuera por la
escuela, a mundos de conocimientos, de lenguajes disciplinarios y de culturas
diferentes; es confiar en que ellos pueden pero que solos no pueden. Es volver a
creer que hay lugar para ellos en este mundo, como nos lo reclaman los
compañeros de Ezequiel, no por un acto caritativo sino porque los creemos iguales,
capaces, valiosos para nuestras vidas.
Bibliografía citada:
 ARENDT, H (1996) – “La crisis en la educación”, en: Entre el pasado y el
futuro – Barcelona – Ediciones Península: 185 – 208.
 BIESTA, G. J. J. (2001), “How difficult should education be?”, en: Educational
Theory, vol. 51, número 4: 385 – 400.
 KESSLER, G. (en prensa) – “De proveedores, vecinos, amigos y barderos.
Delitos y formas de sociabilidad en jóvenes” – en: AA.VV. Trabajo,
sociabilidad e integración social – Buenos Aires – Biblos.
 MEIRIEU, Ph. (2002) – “Le pédagogue et ks droits de l’enfant: histoire d’un
makntendu – Condé-sur-Noireau – Éditions du Tricorne.
 O’DONNELL, G. (2002) – “Las poliarquías y la (in)efectividad de la ley en
América Latina”, en: J. E. Méndez, G. O’Donnell y P. S. Pinheiro (comps.) –
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La (in) ftetividad de la ky y la exclusión en América Latina – Buenos Aires –
Nueva Visión.
 SARLO, B. (2001) – “Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura”
– Buenos Aires – Siglo XXI – Editores.
 ZIZEK, S. (2001) – On Belief – Londres y Nueva York – Routledge.
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