SACRIFICIO1 En todas las religiones tiene un destacado lugar de sacrificio, palabra que viene del latín «sacrumfacere», hacer algo sagrado, o hacer que una cosa se convierta en sagrada, separada, ofrecida. Se entiende el sacrificio como expresión de la entrega a la divinidad, o porque nos sabemos dependiente de ella, o porque nos sabemos dependiente de ella, o para darle las gracias, o para expiar los pecados, o para suplicar su ayuda. Se ofrece algo que apreciamos: siempre supone algo de renuncia (inmolación) de sí o de las propias posesiones, también con un sentido de identificación de la cosa sacrificada con la comunidad o la persona que la ofrece. En el AT está muy presente el sacrificio, ya desde el Génesis: 8,20 (después del diluvio), 15, 9-10 (sacrificio de animales por parte de Abraham) o 22 (Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo). Al principio se hacía con un ritual sencillo y familiar, pero luego en el Templo se desarrolló su ritualidad y se reservó a la clase sacerdotal. A veces era un «holocausto», en que se quema todo lo que se ofrece (primicias de las cosechas o de los animales) en honor de Yahvé. Otras veces, «sacrificios de comunión», en que después de quemar parte, o dedicarlo al Templo de Dios, del resto se participa en una comida sagrada. Otras, sacrificios de expiación en que el animal ofrecido se considera como representante de los pecados del pueblo. El profeta Malaquías (1,11) anuncia para el tiempo mesiánico un sacrificio puro. Pero sobre todo Isaías, en sus capítulos 52 y 53, describe la figura del Siervo, que se entregará a sí mismo por los pecados de los muchos. En el NT no tiene gran importancia el concepto clásico de sacrificio: sólo el de Cristo Jesús. Así como él es el verdadero Sacerdote y Maestro, es también de una vez por todas el Sacrificio definitivo, el que con su Sangre establece y rubrica la Nueva Alianza. Lo que Moisés había dicho en Ex 24,8 sobre la sangre de los animales («esta es la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros»), ahora los evangelios, sobre todo Mateo y Marcos, lo aplican en el relato de la Ultima Cena a la Sangre de Cristo que sellará la nueva alianza («esta es mi Sangre de la Alianza»). Cristo Jesús, cuya vida entera había sido ya entregada por los demás y ofrecimiento al Padre, culmina este sacrificio por la humanidad entregándose a sí mismo hasta la muerte, superando y llevando a la plenitud todos los demás sacrificios: convicción que sobre todo subraya a la carta a los Hebreos (cf. CCE 606 - 616). A los cristianos se nos encarga que en toda nuestra vida nos unamos a esta entrega sacrificial de Cristo, ante todo con la actitud interior y con el ofrecimiento de nuestro cuerpo, de nuestra vida (Hb 10,10; Rm 6,13; 12,1;1P 2,21…). «Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios» (CCE 2100). Pero sobre todo tenemos un sacramento, el de la Eucaristía, en el que la Iglesia celebra desde el principio el memorial del sacrificio pascual de Cristo en la Cruz: «en la última Cena, la noche en que iba a ser entregado, Jesús instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de la muerte y resurrección» (SC 47; cf. CCE 1356 – 1372: «el sacrificio sacramental»). 1 José Aldazábal, Vocabulario Básico de Liturgia, biblioteca litúrgica 3, Barcelona 2002, pág. 357 - 358 - 359. El sacrificio de Cristo en la cruz es único, irrepetible: pero celebrar su memorial es actualizar ese mismo sacrificio pascual de Cristo a lo largo del tiempo de la Iglesia, hasta que vuelva. Comulgar con el «Cuerpo entregado por» y la «Sangre derramada por» de Cristo es entrar en comunión con el sacrificio de Cristo, participar en su dinámica, hacerlo propio. Cristo, desde su existencia escatológica de Resucitado, sigue siendo para siempre «el entregado por», el sacrificio viviente, y al hacérsenos presente, hace presente también y nos comunica su sacrificio de la cruz. Este sacrificio, que celebramos y participamos en la Eucaristía, se convierte también en «sacrificio de la Iglesia» (CCE 1368 - 1369), porque nos unimos a él, no sólo ofreciéndolo y comulgando con él en la Eucaristía, sino también con toda nuestra vida, para ser juntamente con Cristo, «víctima viva para tu alabanza», «ofrenda permanente» como piden las Plegarias como fruto de la Eucaristía: «el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda» (CCE 1368). Sacristán.