Los tutores: ¿caballeros andantes en la era de las competencias?

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Los tutores: ¿caballeros andantes en la era de las competencias?
Juan Carlos Yáñez Velazco*
6º Encuentro Nacional de Tutorías
ANUIES/Ciudad Universitaria, UNAM
13 de noviembre, 2014
Invitación
En este indispensable ejercicio a que nos convoca el Sexto Encuentro Nacional para
“apreciar avances, logros, alcances y desafíos” de las tutorías, me propongo contribuir con
una reflexión que vaya más allá de los confines de los programas institucionales, de la tarea
de coordinadores, tutores y capacitadores en tutorías.
Circunscribir la valoración equivale a colocarnos la soga en el cuello pero, sobre
todo, a la incomprensión de la tarea formativa y de la complejidad del hecho educativo. En
e obligado balance debemos fijar la mirada en las tutorías dentro del marco de las
universidades e instituciones de educación superior. Incluso, en el propio sentido que tiene
la educación en el siglo veintiuno. Es al conjunto de la institución educativa al que debemos
Profesor investigador titular en la Universidad de Colima. [email protected] / Twitter@soyyanez /
www.jcyanez.com
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mirar críticamente, y no solo a los quijotes que cabalgan con una armadura de buena
voluntad y algunas grandiosas intenciones, a veces delirantes.
La primera parte de mi intervención la dedicaré a eso, a la educación y a las
universidades. La segunda, a las tutorías, y en la tercera, quiero incitarles a preguntarnos si
es posible pensar distinto lo que venimos haciendo, si podemos imaginar otra educación,
otra escuela y otra tarea docente.
Reflexionar sobre el sentido de la educación
En el comienzo de su libro Como una novela, Daniel Pennac escribe:
El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo
«amar»..., el verbo «soñar»...
Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «¡Ámame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero
lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!»
-¡Sube a tu cuarto y lee! ¿Resultado?
Ninguno.
La educación tampoco soporta el imperativo; se convierte en domesticación, y la
escuela en colegio militar.
Asistimos al consenso entre una diversidad de autores de distintas latitudes y
orientaciones respecto al sentido o sinsentido de la educación en nuestra época. Victoria
Camps asevera que la educación perdió el norte, que nos faltan criterios respecto a qué
enseñar y qué corregir. José Manuel Esteve escribe:
En los últimos años se rompe el consenso social sobre los objetivos que deben perseguir las
instituciones escolares y sobre los valores que deben fomentar. Aunque este consenso no fue
nunca muy explícito, sí había un acuerdo básico sobre los valores a transmitir por la educación
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Juan Carlos Tedesco argumenta que la educación entre los siglos recientes tuvo tres
énfasis distintos en América Latina:
Entre las últimas décadas del siglo XIX y mediados del siglo XX, la variable clave fue la
política. La educación constituyó uno de los pilares fundamentales sobre los que se
construyeron los Estados nacionales… En el segundo modelo, que temporalmente podemos
ubicar en la década de 1960, la variable clave fue la economía y la educación se definió como
la dimensión responsable de la formación de los recursos humanos para el desarrollo
económico y social… El tercer modelo se ubica en la década de 1990… La característica de
este periodo fue el déficit de sentido.
Si la escuela extravió el sentido y la orientación, su condición se agudizó con los
ventarrones que la sacuden en las décadas recientes: el discurso de la excelencia, la
obsesión por las competencias enroscada con la competitividad; la búsqueda de la mejora a
través de intensivas, frenéticas y extendidas prácticas que evalúan a las escuelas y a los
actores del proceso educativo, pero nunca a quienes dictan dichas políticas que no se
discuten, ni acuerdan con los responsables de ejecutarlas. Rehenes los estudiantes,
precarizados e hiperresponsabilizados los maestros.
Perrenoud sostiene que los debates de hoy están ligados a una nueva crisis de
valores, de la cultura y del sentido de la escuela. Meirieu se pregunta: “¿Y si la escuela, al
imponer un modelo rígido a la enseñanza, ha matado el deseo de aprender?”. Agrega:
Educar resulta infinitamente más difícil en un mundo que, según la expresión de Milan
Kundera, “avanza en el vacío”. En muchos aspectos, incluso, el acto educativo cambia de
sentido. Tradicionalmente se nutría de un pasado que había que prolongar, mientras que hoy
debe inspirarse en un futuro que no somos capaces de imaginar.
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El diagnóstico es compartido por Emilio Tenti: “La escuela pública aparece como una
institución que ha perdido el rumbo y donde no están claras las responsabilidades que
tienen sus diversas instancias”. Además, introduce un ingrediente que caracteriza a la
educación de nuestros contextos depauperados, que debilita la escuela, y muchas veces al
amparo de populismos autoritarios:
La escuela tuvo que ceder parte del tiempo de aprendizaje para el desarrollo de programas
sociales destinados a la infancia. Este uso instrumental de la escuela tuvo probablemente
dos efectos aparentemente contradictorios: por un lado, contribuyó a extender la cobertura,
asistencia y permanencia en la escuela. Por el otro, pudo haber afectado el logro de
adecuados niveles de rendimiento escolar (aprendizajes significativos).
Sin dotar de mayores herramientas a los profesores, con precarias condiciones en las
escuelas y poblaciones empobrecidas, el resultado, en el mejor de los casos, habrá
contenido una mayor erosión social y vital de las familias y sus escolares.
En resumen, hoy son obligadas algunas preguntas: ¿cuál es el sentido de la escuela?,
¿hacia dónde debemos encaminar nuestros sistemas educativos y sus instituciones
superiores? ¿Es posible la escuela verdaderamente educadora?
La última pregunta parece un sinsentido, o contrasentido, pero la institución escolar
es manejada y funciona, en algunos aspectos, como maquinaria del absurdo.
Nuestros marcos mentales necesitan ser revisados y puestos de cabeza, examinados
críticamente, y a nosotros como productos y reproductores: “no es sólo que tengamos un
modelo escolar que dificulta otra práctica, sino que estamos socializados en un modelo
escolar que nos dificulta otro pensamiento pedagógico” (Contreras Domingo). Significa
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que nuestros esfuerzos de transformación de la escuela se enfrentan con un modelo escolar
en el que deben insertarse las innovaciones.
El paisaje habitual de la escuela
¿Cuál es el paisaje habitual de la escuela? Antonio Viñao describe lo que hoy entendemos
por escuela. Leamos in extenso:
El término escuela sugiere hoy una determinada forma institucional y un modo concreto de
organización. Evoca, ante todo, un lugar y un edificio en el que paredes y muros delimitan
espacios y usos diferentes. En uno de esos espacios, el aula, aquel que al menos en teoría
define al conjunto, un profesor enseña a un grupo de alumnos, de edad y conocimientos que
se pretenden homogéneos, un currículum más o menos cercano a otro formalmente
prefijado. Dicho currículum, fragmentado en cursos o grados anuales, cubre durante varios
años académicos un nivel educativo determinado. Los alumnos, a su vez, son sometidos
periódicamente a unos exámenes o pruebas, que pretenden medir de un modo objetivo su
conocimiento parcial o total de dicho programa. Su evaluación se refleja en una nota o
calificación global, para cada curso o nivel, que determina la adopción de diferentes
decisiones sobre su futuro académico y profesional: promoción al curso o nivel siguiente,
orientación hacia unas u otras ramas o salidas, recuperación, repetición, abandono,
exclusión, etc.
Todo ello no parece hoy ni extraño ni excepcional. Antes al contrario, se considera el único
modo posible de escuela, la única organización y cultura que puede calificarse como
escolar.
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La gran mayoría suscribiríamos el cuadro magistral que pinta Viñao, con más o
menos detalles, con más o menos palabras, con más o menos capacidad de evocación.
Dicha visión parece natural, la única en que cabe pensar la escuela, a la educación y a
nosotros (profesores y estudiantes). Pero esa imagen es una barrera para pensar otras
formas de escuela, otras visiones educativas, del currículum y sus protagonistas.
Naturalmente, no ocurrió de esa forma. La escuela, con esos protagonistas y roles,
nociones del currículum y la evaluación, son construcciones culturales sedimentadas. Las
imágenes de la escuela a lo largo de la historia desmienten su inmutabilidad. Modificó
arquitectura, paisaje y organización. La escuela pudo ser de otra forma, y las
reconstrucciones genealógicas apuntan densos tejidos explicativos. Si pudo ser de otra
forma, en el futuro mediato no podemos asegurar que seguirá siendo como ahora, por su
propia dinámica, no muy vertiginosa, debemos reconocerlo, sí porque su entorno es
radicalmente cambiante y fugaz, y la obligará a replantearse o a ser implacablemente
marginada. Quizá por eso, entre dos épocas, la escuela parece confundida, perpleja,
extraviada en su rumbo y huérfana de coordenadas en un mapa de rutas alternas.
Por otro lado, cada vez prevalece con mayor fuerza la idea de que esta escuela es un
proyecto agotado, incapaz de responder a circunstancias inéditas. Preguntemos, entonces, si
esa escuela que sigue pareciendo natural a la mayoría de nosotros es la más adecuada, la
que deseamos.
No tengo el propósito de posicionar el debate desde la fe, pero me inspiro en un
concepto, la buena educación, que nos legó Pablo Latapí Sarre, para afirmar que hoy nos
domina la “mala educación”, es decir, el producto de las malas escuelas, aquellos edificios
con sus maestros, autoridades y prácticas ubicadas en República de la Burocracia casi
esquina con Imperio de los Mercaderes.
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Son las escuelas caracterizadas por la insustancialidad, simulación, irrelevancia,
corrupción y prácticas huecas. La escuela y la universidad inspiradas por la lógica clientelar
y las modas. La escuela solapada por gobiernos ineficientes, políticas intrascendentes y
ministros incultos en materia pedagógica. La escuela que tolera malas prácticas, aislada de
la realidad, madrastra de maestros nocivos. La misma que cada año expulsa un millón de
niños y adolescentes mexicanos; que excluye y destruye; la universidad de papel. La
escuela virtual por irreal, no por digital. La escuela silenciosa y silenciada, que castra la
curiosidad, que domestica y mata la pasión por el aprendizaje y la enseñanza, auspicia la
competencia incompetente y la insolidaridad; que prefiere clientes a ciudadanos. La
institución enferma de fiebre evaluadora.
Estas consideraciones, y las del capítulo siguiente, son parte del contexto que
debemos discutir en la revisión de los programas de tutorías, de nuestros tutores, de
nuestras intenciones y lo que hemos avanzado.
Crisis de la escuela y los saberes pedagógicos. Ocho signos
a. El exclusivismo. La escuela ya no es el único espacio para enseñar o aprender. Hay
otros espacios tan o más poderosos, como los medios o internet, con defectos
lamentables. Los libros parecen obsoletos. La sociedad está cambiando, pero la
escuela reacciona lentamente, y la pedagogía no camina más aprisa en esa tarea. ¿Es
la escuela una tecnología primitiva?
b. Irrelevancia de lo pedagógico. Lo pedagógico es prescindible y se cree que puede
aprenderse fácilmente en cursos de didáctica o pedagogía de 20, 10 horas. Pero tal
vez hay algo más grave: que no lo hacen peor que nosotros, o nosotros no somos
cualitativamente mejores que esos otros. Está fallando nuestro rigor. ¿Tenemos un
problema técnico y ético?
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c. El reduccionismo de la disciplinariedad. Educamos desde disciplinas cerradas,
como si la realidad estuviera dividida en compartimentos aislados: unos exclusivos
para la psicología, otros para la economía, otros para la sociología, estos para la
pedagogía. Un fenómeno complejo, la educación, es estudiado desde miradas que
no permiten comprenderlo integralmente. Además, educamos lejos de las
dimensiones afectivas, sociales, éticas y estéticas, como si educar fuera
principalmente una competencia técnica.
d. Déficit de rigor en la formación universitaria y en las escuelas normales: por flojera,
incompetencia, modas superficiales, facilismo, ignorancia e irresponsabilidad.
e. Hay un divorcio entre la investigación educativa y la realidad educativa, entre el
cubículo del investigador y los salones de clases.
f. La falta de pasión por la docencia. La educación se asume más como un empleo
profesional sin trascendencia.
g. Hay una enfermedad que carcome a la escuela: fiebre evaluadora. Es una expresión
irrefutable de las falencias de la pedagogía, dominada por visiones instrumentales,
por racionalidades burocráticas y por la incomprensión de la complejidad del acto
educativo. Estamos presionados por los resultados, por los indicadores. Si se
aprende o no, es tema aparte. Domina una visión positivista de la escuela y de la
pedagogía.
h. La escuela está diseñada y gestionada para enseñar, no para aprender. Lo más
importante es la enseñanza. El aprendizaje es secundario. Está es una evidencia
conjunta de la crisis de la escuela y de la reflexión pedagógica. El curriculum, los
horarios, las prioridades se definen en función de los profesores y no de los
estudiantes. Hay una inversión (¿perversión?) de la relación fines-medios.
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Sobre los programas de tutorías
La tutoría es una variable dependiente. Sólo cambiándola no vamos a mover a la
institución. Sólo cambiándola sin mover el currículum y la formación docente nuestras
posibilidades se condicionan inevitablemente. Pero, si solo desde los Programas
Institucionales de Tutorías no podemos mover a la institución, ¿qué nos queda? Pugnemos
por revisar el modelo global, el sentido de lo educativo, la docencia, y allí, qué papel juegan
las tutorías como dimensión del proyecto formativo.
El análisis de nuestros programas de tutorías debe comprender la valoración del
contexto institucional, del escenario más amplio de nuestro trabajo. No puedo generalizar,
pero me temo que en México la inserción de los Programas Institucionales de Tutoría fue
un mal injerto que no siempre se preparó bien. Los programas de tutorías caminan en
paralelo, dirigidos desde oficinas aisladas, desligadas del currículum oficial de las escuelas,
a veces desde oficinas agregadas, ficticias en su relevancia, que colaboran más hacia fuera
que al interior de las escuelas o con los departamentos. En esto Finlandia también es un
buen ejemplo: su sistema de orientación vocacional y asesoramiento es parte sustancial de
su educación secundaria inferior y superior.
Hay señales reveladoras de una descomposición de los climas laborales en las
universidades e instituciones de educación superior. La universidad se desintegra en castas
y cada una avanza a su ritmo y en direcciones más o menos dispersas. Los profesores de
tiempo completo en un grupo, preocupados por los cuerpos académicos, el SNI, los perfiles
Promep y el programa de estímulos. El resto, dos tercio de la planta docente, la gran
mayoría de quienes soportan el peso de la formación de los estudiantes tiene órbitas
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distintas, difícilmente sincronizadas con los primeros. En las universidades con
bachillerato, más de 20, se les pretende transformar sin atender a la mitad de sí mismas.
El PIFI atrofia el desarrollo de las universidades. Y los frenéticos procesos de
evaluación no sirvieron para lo que inicialmente se supuso; dieron vida a la simulación, a la
superficialidad, a conseguir recursos como el fin de dichas prácticas. Las declaraciones del
secretario general de ANUIES recientemente son elocuentes. Frankenstein se volvió a
comer a su creador. Tenemos sistemas educativos basados en la examinación, ni siquiera
en la evaluación.
No prevalece un clima estimulante, inspirador, cooperativo. Y no hay islas felices
en archipiélagos de tristeza. Miguel Ángel Santos Guerra nos recuerda que es “El contexto
organizativo de la escuela… el ámbito en el que el profesor y la profesora trabajan y se
perfeccionan como profesionales”, y que “Las organizaciones se convierten en aulas
gigantescas en las que todo habla, en las que todo enseña”. ¿Qué se enseña globalmente de
y sobre las tutorías en nuestras instituciones? ¿Compartimos los mensajes?
Por otra parte, Juan Miguel Batalloso sugiere que seguimos sin resolver algunos
dilemas que condicionan la docencia y las tutorías, entre otros: alumnos o personas, aula o
escuela, conceptos o actitudes, consumir o construir, escolarizar o educar, enseñar o
aprender, calificar o evaluar, dependencia o autonomía, respuestas o preguntas, razones o
sentimientos.
¿Cuál es el margen de éxito de cualquier programa serio en esas condiciones
institucionales? ¿Cuál es el margen de confianza de que goza un programa como tutorías en
ese contexto? ¿Nuestros resultados pudieron ser distintos radicalmente?
¿Y los protagonistas de las tutorías cuentan? ¿Son ciudadanos o súbditos en la
república universitaria? Parafraseo a Miguel Ángel Santos Guerra cuando afirma que la
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práctica de los profesores está marcada por algunas características que la definen y la hacen
peculiar: individualidad frente a la colegialidad, prescripción frente a la reflexión,
envejecimiento de los profesionales frente al rejuvenecimiento de los alumnos, juicios
atributivos culpabilizadores ante el fracaso, inercias institucionales y personales.
Henry Giroux es más contundente:
Los profesores son objeto de reformas educativas que los reducen a la categoría de técnicos
superiores encargados de llevar a cabo dictámenes y objetivos decididos por expertos
totalmente ajenos a las realidades cotidianas de la vida del aula. El mensaje implícito en
esta práctica parece ser el de que los profesores no cuentan cuando se trata de examinar
críticamente la naturaleza y el proceso de la reforma educativa.
Hablemos también de los estudiantes. ¿Cuáles son los paisajes que miran los
jóvenes en el horizonte? ¿Qué tienen frente a sus ojos cuando levantan la vista para mirar el
futuro, y el presente? Junto al desempleo, subempleo y precariedad laboral, consideremos
las expectativas generacionales, la pobreza, la violencia, el consumismo, las nuevas formas
de dominación, crisis de las instituciones sociales, de la pareja y la familia, la migración,
nuevas formas de ocio destructivo, psicopatologías sociales y la diversidad cultural e
intolerancia, una sociedad programada para el desecho, entre otros. Una de las más terribles
consecuencias de todo ello son los mal denominados ninis.
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La gestión de la tutoría
Pensar la gestión de la tutoría implica reconocer que no se le puede desligar de la docencia,
que la tutoría es en sí misma una dimensión del proceso formativo, un componente
ineludible del currículum. Tutoría y docencia son partes de un mismo proceso cuyo
pegamento se diluyó en algún momento de la historia moderna de la escuela,
desmembrando a la enseñanza de una parte esencial del componente más estrictamente
humano.
Esta postura implica aceptar que no se puede seguir trabajando, en dos carriles
separados; que la docencia y la tutoría son como dos vagones del mismo ferrocarril, y no
pueden caminar en direcciones distintas. De nada sirve, o de poco, si nuestros programas de
tutorías confiesen inspirarse en enfoques humanistas si los profesores y tutores tenemos una
práctica distinta o francamente antagónica. De poco sirve, o de nada, si tutores y docentes
formamos dos clases sociales en la escuela. Poco o nada ayuda la disonancia entre una
concepción de la tutoría que se concibe como acompañamiento en el proceso de
conformación individual de cada estudiantes, mientras que nuestras prácticas niegan la
individualidad y traten al grupo como una masa; o que los programas de tutorías postulen la
búsqueda de la autonomía en la formulación de los juicios de los estudiantes si nuestra
docencia enfatiza el valor de la verdad unipersonal y la posesión de ella en un programa o
en la encarnación de la sabiduría, personalizada en el profesor.
Tutorías y docencia no son funciones adicionales. ¿Cuándo nos daremos cuenta?
Aventuro: mientras los programas de tutorías se mantengan en posiciones marginales, como
una especie de inmigrantes ilegales, nuestros resultados serán también marginales, casi
clandestinos. Seguir desde la marginalidad nos coloca en territorios de ingenuidad,
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conformismo, comodidad, o un reformismo bien intencionado de poco alcance y magro
impacto. Para seguir cambiando y que todo siga igual, o empeore.
Entre las tutorías y la docencia el centro tiene que ser la escuela, los equipos
educativos, las redes de profesores, pero no puede dejar de ser el aula, como el espacio de
la acción concreta del profesorado real.
Es posible esta transformación, pero el margen de posibilidades se acota por las
rutinas, las imposiciones de la burocracia, los temores de los docentes, la falta de recursos o
los desaciertos en la conducción de las instituciones. Entonces, lo que tenemos que hacer es
cambiar el modelo escolar, pero pensando la escuela de otra forma; tarea prometeica, pues
nuestros pensamientos pedagógicos complican pensar distinto. Edgar Morin diría:
necesitamos una reforma paradigmática, no una reforma programática.
Esos marcos mentales construyeron un sentido común enraizado en las prácticas y
discursos institucionales. Pocos ejemplos tan elocuentes como la evaluación, la solución
mágica a los problemas del sistema educativo, el posmodernísimo bálsamo de Fierabrás
que curaría imaginariamente todos los males de don Quijote y Sancho Panza. Hoy se dice:
si el sistema educativo está enfermo es que está insuficientemente evaluado; si los alumnos
obtienen bajos resultados en los exámenes estandarizados nacionales o internacionales es
que necesitan ser más y mejor evaluados; si los profesores reprueban los exámenes, la
solución es más exámenes y un instituto nacional de evaluación. Como si las fiebres
disminuyeran solo con aplicar el termómetro al enfermo cada tres horas.
El cuestionamiento a la evaluación así concebida parece herejía. Pero la evaluación
con otros rasgos no aparece mayoritariamente, no es un instrumento para detectar
dificultades e inequidades, para reconocer la diversidad y valorarla, como elemento que
incite procesos de reflexión colectiva y como una oportunidad de aprendizaje. Predomina
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su uso para descalificar maestros y estigmatizar escuelas y alumnos, para elaborar rankings
y ahondar la separación entre las escuelas de excelencia del resto.
Detengamos un momento la navegación del aparato escolar y preguntémonos: ¿es
posible pensar la escuela y la docencia con otras lógicas?, ¿es posible pensar otra escuela?,
¿cómo reinventar la docencia?, ¿cómo reinventar la gestión de la docencia y la conducción
de las escuelas o del aparato escolar?
La tarea de reflexionar el sentido de la educación se vuelve imprescindible cuando
la sociedad que dio origen a esa escuela y a ese discurso ya cambió y no detiene su
evolución frente a una “escuela contemporánea (que) parece una institución acomodada
más a las exigencias del siglo XIX que a los retos del siglo XXI” (Pérez Gómez). Cuando
parece cobrar fuerza la idea de que “es imposible esperar de la escuela la solución de los
problemas de educación” (Gustavo Cirigliano), por las marcas congénitas, por los rasgos de
la escuela dominante y por el contexto en que está inmersa.
Epílogo
La invitación a reflexionar sobre una década y media de programas de tutorías en México
nos conduce inevitablemente al pasado. Pero no podemos dejar de atisbar el horizonte.
Además de preguntarnos por lo hecho, debemos preguntarnos por el futuro de las
universidades y de los profesores. ¿Qué les espera, qué nos espera? ¿Hay señales
estimulantes para la carrera académica?
Antonio Novoa, rector de la Universidad de Lisboa, reflexiona sobre pasado,
presente y futuro de las universidades. Las universidades, dice, tienen un gran pasado, pero
también un gran futuro. En cien años muchas empresas, e incluso países habrán
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desaparecido, pero las universidades en cien años aquí seguiremos. ¿Cómo seremos
entonces, las universidades y los profesores?
¿Es el tutor un Quijote condenado a sucumbir con la tibia luz de Prometeo entre las
manos?
No podemos permitirnos el lujo de acumular desesperanza. No como ciudadanos,
menos como educadores.
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