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EL CRIMEN
DE LORD ARTHUR SAVILE
UN ESTUDIO SOBRE EL DEBER
Oscar Wilde
Ilustraciones de Emilio Urberuaga
Traducción de Susana Carral
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E
de Lady
Windermere antes de Semana Santa y Bentinck
House estaba más abarrotada de lo normal. Seis
ministros habían acudido directamente desde la
recepción ofrecida por el presidente de la Cámara de los
Comunes, con sus bandas y sus condecoraciones, todas las
mujeres hermosas lucían sus mejores galas y al fondo de la pinacoteca se encontraba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama
de aspecto tártaro, pequeños ojos negros y fabulosas esmeraldas, que, más que hablar, gritaba un francés espantoso y se reía
sin moderación de todo lo que le contaban. La mezcla de gente, sin duda, resultaba impresionante. Hermosas aristócratas
charlaban afablemente con radicales violentos, los predicadores más populares alternaban con eminentes escépticos, una
nube bien sintonizada de obispos seguía a una robusta prima
dona de sala en sala, en la escalera conversaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, e incluso se
llegó a decir que, en un momento determinado, la sala donde
se había servido el refrigerio estaba absolutamente repleta de
genios. De hecho, fue una de las mejores veladas de Lady WinRA LA ÚLTIMA RECEPCIÓN
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dermere, y la princesa se quedó hasta casi las once y media de
la noche.
En cuanto se fue, Lady Windermere regresó a la pinacoteca —donde un famoso economista político explicaba, con
gesto serio, la teoría científica de la música a un indignado
virtuoso procedente de Hungría—, y se puso a hablar con la
duquesa de Paisley. Estaba formidablemente hermosa con su
largo cuello de marfil, sus enormes ojos del azul de los nomeolvides y sus compactos bucles de cabello dorado. Eran oro
puro, no de ese color como el de la paja que hoy en día usurpa el elegante nombre del oro, sino de ese dorado trenzado
en los rayos del sol u oculto en el ámbar, tan peculiar; enmarcaban su rostro dándole un aire de santidad, sin hacerle perder la capacidad de seducción del pecador. Constituía un
curioso estudio psicológico. Siendo muy joven había descubierto que no hay nada más parecido a la inocencia que una
indiscreción; y gracias a una serie de aventuras temerarias, la
mitad de ellas bastante inofensivas, se había hecho con todos
los privilegios que conlleva tener personalidad. Había cambiado de marido más de una vez; de hecho, Debrett, el genealogista, le atribuye tres matrimonios; pero como nunca cambiaba de amante, hacía mucho tiempo que nadie tachaba su
vida de escandalosa. Había llegado a los cuarenta años sin
hijos, pero con esa desmesurada pasión por el placer que es
el secreto para conservar la juventud.
De repente, miró ansiosa a su alrededor y con esa voz de
contralto perfectamente audible que tenía, dijo:
—¿Dónde está mi quiromante?
—¿Su qué, Gladys? —exclamó la duquesa, dando un respingo involuntario.
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—Mi quiromante, duquesa. Ahora mismo no puedo vivir
sin él.
—¡Mi querida Gladys! Es usted siempre tan original —murmuró la duquesa, mientras intentaba recordar qué era un quiromante, esperando que no fuera lo mismo que un quiropedista.
—Viene a leerme la palma de la mano dos veces por semana —continuó Lady Windermere— y me parece de lo más interesante.
«¡Santo cielo! —pensó la duquesa— Al final sí que es una
especie de quiropedista. Qué horror. Espero que por lo menos
sea extranjero. En ese caso no resultaría tan espantoso».
—Tengo que presentárselo cuanto antes.
—¿Presentármelo? —gritó la duquesa— ¿Pretende decirme que está aquí?
Y empezó a buscar su pequeño abanico de carey y un chal
de encaje, bastante estropeado, para poder marcharse de inmediato.
—Por supuesto que está aquí. Ni se me ocurriría dar una
fiesta sin él. Dice que mi mano se lee con mucha claridad y
que si tuviese el pulgar un poquito más corto, habría sido una
mujer pesimista y acabado en un convento.
—¡Ya entiendo! —exclamó la duquesa, muy aliviada—.
Entonces, lee la buenaventura.
—Y la desventura —respondió Lady Windermere—, lo
que corresponda. Por ejemplo, el año que viene correré grave peligro, tanto en tierra como en el mar, así que viviré en
un globo y haré que todas las noches me suban la cena en un
cestito. Todo está escrito en mi dedo meñique, o en la palma
de la mano, ya no me acuerdo.
—Pero eso es tentar a la providencia, Gladys.
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—Mi querida duquesa, a estas alturas seguro que la providencia resiste a cualquier tentación. Creo que todos deberían pedir que les leyesen la mano una vez al mes, así sabrían
las cosas que no deben hacer. Aunque las hacemos igual, pero
resulta tan agradable que te lo adviertan. Si alguien no va de
inmediato en busca del señor Podgers, tendré que ir a buscarlo yo misma.
—Permita que vaya yo, Lady Windermere —dijo un joven
alto y apuesto que se encontraba cerca y escuchaba la conversación con una sonrisa divertida.
—Muchas gracias, Lord Arthur; pero me temo que no lo
reconocería.
—Si es tan maravilloso como dice, Lady Windermere, no
podré pasarlo por alto. Descríbamelo y se lo traeré enseguida.
—Lo cierto es que no parece un quiromante. No resulta
misterioso, esotérico o romántico. Es un hombre pequeño y
robusto, totalmente calvo, que lleva unas gafas grandes, con
montura de oro. Es una mezcla de médico de familia y abogado de provincias. Lo lamento de verdad, pero no es culpa
mía. ¡La gente puede llegar a ser tan irritante! Todos mis pianistas tienen aspecto de poetas; y todos mis poetas tienen
aspecto de pianistas. Recuerdo que la temporada pasada invité a cenar al más terrible de los conspiradores, un hombre que
había hecho saltar por los aires a una cantidad impresionante de gente y que siempre iba vestido con una cota de malla
y llevaba una daga oculta bajo la manga de su camisa. ¿Pueden imaginarse que cuando llegó parecía un clérigo anciano
y encantador, y que se pasó toda la noche contando chistes?
Por supuesto, resultó muy divertido, pero yo me sentí completamente decepcionada. Cuando le pregunté por la cota de
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malla, se rió y dijo que en Inglaterra hacía demasiado frío
como para llevarla. ¡Ah, aquí está el señor Podgers! Escuche,
señor Podgers, quiero que lea la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, debe usted sacarse el guante. No, el de la izquierda no. El otro.
—Querida Gladys, esto no me parece del todo correcto
—dijo la duquesa, desabotonando sin ganas un guante de
cabritilla bastante manchado.
—Las cosas interesantes nunca lo son —respondió Lady
Windermere—. ‘On a fait le monde ainsi. Pero permita que
les presente. Duquesa, este es el señor Podgers, mi quiromante
preferido. Señor Podgers, esta es la duquesa de Paisley, y como
se le ocurra decir que tiene un monte de la luna más grande
que el mío, jamás volveré a creer en usted.
—Estoy segura de que en mi mano no hay nada semejante, Gladys —dijo la duquesa muy seriamente.
—Su Excelencia tiene razón —intervino el Sr. Podgers,
mientras observaba la mano, pequeña y regordeta, de dedos
cortos y cuadrados—. El monte de la luna no se ha desarrollado. La línea de la vida, sin embargo, es excelente. Sea tan
amable de doblar la muñeca. Gracias. ¡Tres líneas definidas
en la muñeca! Vivirá hasta una edad avanzada, duquesa, y será
extremadamente feliz. La ambición, muy moderada; la línea
del intelecto, sin exagerar; la línea del corazón…
—Sea indiscreto, por favor, señor Podgers —rogó Lady
Windermere.
—Nada me gustaría más —dijo el Sr. Podgers, inclinando la cabeza— si la duquesa lo hubiese sido alguna vez, pero
lamento decir que veo una extraordinaria permanencia del
afecto, combinada con un férreo sentido del deber.
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—Por favor, continúe, señor Podgers —pidió la duquesa,
muy complacida.
—La economía no es la menor de las virtudes de Su Excelencia —prosiguió el Sr. Podgers, y a Lady Windermere le dio
un ataque de risa.
—La economía es algo muy bueno —observó la duquesa
con suficiencia—. Cuando me casé con Paisley, él tenía once
castillos y ni una sola casa adecuada para vivir en ella.
—Y ahora tiene doce casas y ni un solo castillo —intervino Lady Windermere.
—Verá, querida —dijo la duquesa—, a mí me gusta…
—La comodidad —interrumpió el Sr. Podgers—, las
mejoras modernas y disponer de agua caliente en cada dormitorio. Su Excelencia tiene razón. La comodidad es lo único que puede aportarnos nuestra civilización.
—Ha retratado usted el carácter de la duquesa admirablemente, señor Podgers, y ahora debe hacer lo mismo con
Lady Flora.
En respuesta a un gesto de la sonriente anfitriona, una joven
alta, con ese cabello entre rubio y pelirrojo de los escoceses y
omóplatos salientes, se apartó torpemente del sofá y extendió
una mano huesuda y alargada, de dedos espatulados.
—¡Ah, veo que es pianista! —dijo el Sr. Podgers—. Una
pianista excelente, pero no precisamente buen músico. Muy
reservada, muy honesta y gran amante de los animales.
—¡Es cierto! —exclamó la duquesa, dirigiéndose a Lady
Windermere— ¡Absolutamente cierto! Flora mantiene dos
docenas de collies en Macloskie, y sería capaz de convertir
nuestra residencia de la ciudad en una casa de fieras si su padre
le diera permiso.
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—Eso mismo es lo que hago yo con la mía
todos los jueves por la noche —exclamó Lady
Windermere, riéndose—, aunque prefiero
leones, en vez de perros.
—Ahí es donde se equivoca, Lady Windermere —dijo el señor Podgers con una
inclinación de cabeza de lo más pedante.
—Si una mujer no es capaz de convertir
en encanto sus equivocaciones, es que
sólo es una hembra —fue la respuesta—. Pero aún le quedan más manos
por leer. Vamos, Sir Thomas, muéstrele la suya al señor Podgers.
Un anciano caballero de aspecto
cordial y chaleco blanco se acercó y tendió su mano, gruesa y tosca, con un
dedo medio muy largo.
—Es de carácter aventurero: cuatro viajes largos en el pasado y uno aún por venir. Ha sufrido tres naufragios. No, sólo dos, pero en su próximo viaje correrá peligro de naufragar. Conservador convencido, muy puntual y
coleccionista apasionado de curiosidades. Entre los dieciséis
y los dieciocho años estuvo muy enfermo. Alrededor de los
treinta heredó una fortuna. Siente aversión por los gatos y los
radicales.
—¡Extraordinario! —exclamó Sir Thomas—. Tiene que
leer la mano de mi esposa.
—De su segunda esposa —dijo el Sr. Podgers, muy seguro, mientras conservaba la mano de Sir Thomas entre las
suyas—. De su segunda esposa. Lo haré encantado.
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Pero Lady Marvel, una mujer de aspecto melancólico,
cabello castaño y pestañas sentimentales, se negó en redondo
a que su pasado o su futuro quedaran al descubierto; y nada
de lo que Lady Windermere hizo bastó para inducir a Monsieur de Koloff, el embajador ruso, a quitarse siquiera los guantes. Lo cierto es que muchos parecían temer enfrentarse al
curioso hombrecillo de sonrisa estereotipada, gafas de oro y
ojos brillantes, atentos. Cuando le dijo a la pobre Lady Fermor, de golpe y delante de todo el mundo, que a ella la música le importaba bien poco, pero apreciaba terriblemente a los
músicos, se generalizó la idea de que la quiromancia era una
ciencia muy peligrosa, que nadie debería promover, a no ser
en la intimidad.
Sin embargo, Lord Arthur Savile, que no sabía nada de la
desgraciada historia de Lady Fermor y que había estado observado al Sr. Podgers con gran interés, sintió una curiosidad
inmensa por lo que podría decir su mano, pero como no se
atrevía a ofrecerse voluntario, cruzó la estancia hasta donde
se sentaba Lady Windermere y, sonrojándose de una forma
encantadora, le preguntó si creía que el Sr. Podgers estaría dispuesto a leérsela.
—¡Por supuesto que sí! —dijo Lady Windermere—. Para
eso ha venido. Todos mis leones, Lord Arthur, están amaestrados y entran por el aro cuando yo se lo pido. Pero debo
advertirle que se lo contaré todo a Sybil. Mañana vendrá a
almorzar conmigo, para hablar de sombreros, y si el señor
Podgers descubre que tiene usted mal carácter, tendencia a
sufrir gota o una esposa que vive en Bayswater, se lo contaré
todo a ella sin dudarlo.
Lord Arthur sonrió y negó con la cabeza:
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—No me da miedo —respondió—. Sybil me conoce tan
bien como yo a ella.
—¡Oh! Lamento oírle decir eso. El mejor fundamento para
el matrimonio es la incomprensión mutua. No, no soy cínica en absoluto: es que tengo experiencia, aunque viene a ser
lo mismo. Señor Podgers, Lord Arthur Savile se muere por
que le lea la mano. No le diga que está comprometido con
una de las jóvenes más hermosas de Londres, porque eso lo
publicó el Morning Post hace un mes.
—Mi querida Lady Windermere —exclamó la marquesa
de Jedburgh—, permita que el señor Podgers se quede un
poco más con nosotros. Acaba de decirme que debería subirme a un escenario y estoy muy interesada.
—Si le ha dicho eso, Lady Jedburgh, me lo llevaré sin pensarlo dos veces. Venga enseguida, señor Podgers, y lea la mano
de Lord Arthur.
—Bueno —dijo Lady Jedburgh, haciendo un pequeño
moue mientras se levantaba del sofá—, si no se me permite
subir a un escenario, al menos se me permitirá formar parte
de la audiencia.
—Por supuesto; todos formaremos parte de la audiencia
—respondió Lady Windermere—. Señor Podgers, quiero que
nos cuente cosas agradables. Lord Arthur es uno de mis amigos favoritos.
Pero cuando el señor Podgers vio la mano de
Lord Arthur, empalideció de repente y no
dijo nada. Dio la impresión de que se
estremecía y sus espesas cejas se contrajeron convulsivamente, un gesto irritante y curioso que hacía
cuando algo lo desconcertaba. Luego, sobre su frente amari22
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lla, surgieron unas enormes gotas de sudor, como un rocío
venenoso, y sus gruesos dedos se enfriaron y humedecieron.
Lord Arthur fue consciente de tan extraña muestra de agitación y, por primera vez en su vida, tuvo miedo. Sintió el
impulso de salir precipitadamente de la habitación, pero se
contuvo. Sería mejor conocer la mala noticia, fuera cual fuese, a permanecer preso de tan atroz incertidumbre.
—Estoy esperando, señor Podgers —dijo.
—Todos estamos esperando —insistió Lady Windermere, rápida e impaciente. Pero el quiromante no respondió.
—Creo que Arthur va a subir a un escenario —dijo Lady
Jedburgh—, y después de su comentario, Lady Windermere,
el señor Podgers tiene miedo de decírselo.
De repente, el Sr. Podgers soltó la mano derecha de Lord
Arthur y cogió la izquierda, inclinándose tanto para examinarla que la montura de oro de sus gafas casi pareció rozar la
palma. Durante un segundo su rostro se transformó en la personificación del horror, pero enseguida recuperó su sang-froid
y, mirando a Lady Windermere, dijo, con sonrisa forzada:
—Es la mano de un joven encantador.
—¡Por supuesto que sí! —respondió Lady Windermere—.
Pero ¿será un marido encantador? Eso es lo que quiero saber.
—Todos los jóvenes encantadores lo son —dijo el Sr. Podgers.
—Yo no creo que un marido deba ser demasiado fascinante
—murmuró Lady Jedburgh, pensativa—. Resulta peligroso.
—Mi querida niña, nunca son demasiado fascinantes —afirmó Lady Windermere—. Pero lo que yo quiero son detalles.
Los detalles son lo único interesante. ¿Qué le ocurrirá a
Lord Arthur?
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—Pues, en un plazo de pocos meses, Lord Arthur saldrá
de viaje…
—¡Oh, sí! ¡Su luna de miel, por supuesto!
—Y perderá un pariente.
—Espero que no sea su hermana —dijo Lady Jedburgh,
con voz lastimosa.
—Desde luego que no será su hermana —respondió el Sr.
Podgers, restando importancia a lo dicho con un gesto de la
mano—. Será un pariente lejano.
—Me siento terriblemente decepcionada —dijo Lady
Windermere—. No tengo absolutamente nada para contarle mañana a Sybil. A nadie le preocupan los parientes
lejanos. Hace años que pasaron de moda. Sin embargo,
supongo que deberé aconsejarle que tenga a mano algún
atuendo de seda negra. Y ahora, vamos a cenar algo. Seguro que se lo habrán comido casi todo, aunque es posible que
aún quede un poco de caldo caliente. François solía hacer
un caldo excelente, pero ahora la política le afecta de tal forma que ya no puedo fiarme de él. Ojalá se callara el general Boulanger. Duquesa, estoy segura de que se encuentra
cansada.
—En absoluto, querida Gladys —respondió la duquesa,
caminando hacia la puerta con paso torpe y pesado—. Me he
divertido inmensamente y el quiropedista, quiero decir el quiromante, me ha interesado mucho. Flora ¿dónde puede estar
mi abanico de carey? Oh, gracias, Sir Thomas, muy amable.
¿Y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, Sir Thomas, muy
amable, desde luego.
Y la virtuosa criatura consiguió, por fin, llegar al piso de
abajo sin que se le cayera el esenciero más de dos veces.
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