¿Para qué sirve la filosofía?

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¿Para qué sirve la filosofía?
Autor: Fabio Humberto Giraldo Jiménez
Hasta las decisiones más procedimentalmente limitadas, como las que
se pretenden con las ciencias, contienen un grado más o menos elevado
de incertidumbre, por más completas que sean tanto en su construcción
teórica y técnica como en su aplicación. Siempre existirá en ellas un
vacío insondable, una fractura fisiológica insanable o una falla estructural
incontenible, que no se debe a simples errores o a lagunas de conocimiento
o a faltas de control interno. Ese es el lugar de los casos excepcionales,
cuya dificultad se traslada al mayor o menor grado de inconsistencia que
existe entre las decisiones generales que prescriben acciones iguales para
sujetos y objetos universales y abstractos y las particulares que prescriben
acciones distintas para sujetos y objetos concretos y específicos y se traslada
también a la siempre asimétrica relación entre fines y medios. Para explicar
esa incertidumbre, para contenerla, controlarla o eludirla, hemos inventado
mil fórmulas y ensayado mil recetas.
Una de ellas es la filosofía, que tiene la característica especial de que, con
un alto grado de desconfianza epistemológica, se ocupa de las justificaciones de
todo tipo de decisión que se toman allí en ese lugar de los casos excepcionales
-tan aparentemente reducido en extensión pero tan infinitamente intensoy que al tratar sobre las decisiones que se toman en estos casos termina
problematizando los fundamentos de las decisiones normales. Por eso
resultan ser ocupación común de los filósofos, asuntos como, por ejemplo,
la filosofía de la misma filosofía –como la que estamos haciendo ahora-, del
derecho y en consecuencia una teoría de la decisión jurídica, de la política y
en consecuencia una teoría de la decisión política, de las ciencias en general
y en consecuencia una teoría del conocimiento y, en fin, filosofías de la vida
cotidiana, de la actividad empresarial, de la moral y hasta de la carpintería.
Y ello explica porqué se pueda preguntar por la función de la filosofía en
la sociedad esperando una respuesta distinta de la que podría inducirse si la
pregunta se hiciera sobre, pongamos por caso, la física, la política, el deporte
o la salud.
Teoría y Práctica Revista de Egresados Nº 1 ISSN 2011-6527
Fabio Humberto Giraldo Jiménez
Porque la decisión originaria de la filosofía es ocuparse del fundamento
de las decisiones excepcionales y eso no se acomoda a la idea habitual
que tenemos de función y de funcionamiento y de relación directa entre
pensamiento y acción. En efecto, lo que menos le viene bien a una decisión
y a quien decide es que se abra un expediente sobre sus fundamentos.
Comúnmente se aguanta la inquisición hasta el contenido y los métodos
de la decisión y hasta la legalidad de quien decide pero no se implica
la legitimidad misma del acto de decidir, que es hacia donde apunta la
filosofía.
Si la filosofía tiene algún objeto es ese punto extremo en que toda aserción
es incierta y si tiene algún método es el que implica adoptar la incertidumbre
y la excepcionalidad como forma de pensar y el ensayo como testimonio del
esfuerzo. Por eso también los grandes sistemas filosóficos terminan siendo
grandes ensayos sobre los que aún se sigue ensayando y por eso también se
entiende que la ironía y la paradoja sean estrategias típicamente filosóficas.
Y por la índole de su oficio, la filosofía es una de las pocas disciplinas
intelectuales que, a pesar de su institucionalización, aún conserva parte de una
de los ideales más ubérrimos de la cultura clásica según la cual la escuela es el
lugar donde se cultiva el pensamiento sin limitaciones y afugias y es por ello
mismo el lugar del ocio, no del negocio.
Y, consecuente, la filosofía se ha destinado a esa tradición, tanto de
lugar como de oficio, alimentada de la misma idea primordial según la cual
toda decisión en ese punto extremo sigue siendo incierta por más que logre
un consenso que la haga creíble porque los consensos mismos no son ciertos
aunque sean seguros. Frente al afán de certeza y seguridad que para otros
efectos y en otras actividades resulta lo normal, semejante inseguridad de
lugar y de modo resulta anormal. Pero para la actividad filosófica es lo normal,
lo cual la hace diferente de todo sistema de creencias incluidas las creencias
ligadas a las ciencias.
Pero a contrapelo de lo que habitualmente se piensa, ese lugar y ese
modo no está situado ni por debajo, ni por encima, sino al lado de otras
actividades y de otras ocupaciones, por lo cual la filosofía, a pesar de todo,
forma parte de las actividades normales de los hombres aunque es poco usual
que los hombres la tomen como una ocupación y menos como un oficio.
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Por supuesto que las ciencias también se ocupan de las decisiones
excepcionales y cruciales, pero sólo muy ocasionalmente; su trabajo normal
no consiste en controvertir, sino en confirmar y por ello sus resultados
resultan acumulativos. Sólo muy excepcionalmente, durante períodos de crisis
científicas estructurales, de inseguridades profundas, el trabajo científico y el
filosófico llegan a identificarse.
Me parece que por eso la filosofía ha adquirido un cierto aire de
extrañamiento histórico, una imagen de actividad extraordinaria, interesante
pero inútil, que parece transmitirle a los filósofos, incluso a los retoños, un
hálito de desapacible intelectualidad o un ensimismamiento distante o un tipo
de rareza enigmática que muchos vestimos con esmero, como si existiera una
especie de sicotipia filosófica gremial. Y yo creo que es una imagen ajustada.
Porque lo que hace distinta a la Filosofía -con mayúscula- inclusive de todas las
filosofías históricas y de todos los sistemas filosóficos es que termina siempre
revisando sus propias creaciones.
No puede ser raro entonces que el filósofo viva una vida excepcional
–aunque ni mejor ni peor que otras- si por tal entendemos que su ocupación
son los problemas y no las soluciones.
Y ello no necesariamente implica que la persona que se ocupa con los
problemas filosóficos sea ella misma problemática, rara, excepcional en relación
con las formalidades normales del decoro social. Pero bien podría serlo, porque
aunque eso sí sería muy raro, podría existir algo así como un estilo de vida
filosófico. Todavía no sabemos si la inusual personalidad de Sócrates tuvo carne
y hueso con biografía distinta de la de los Diálogos de Platón, en contraste con
lo que sabemos de Nietzsche, que se entristecía con la imagen que se podía
deducir de su filosofía. Resulta bien difícil saber si entre la maraña de las causas
de la angustia existencial, las angustias filosóficas ocupan un lugar o producen
iguales o parecidos traumas a los de aquella, porque de ser así tendríamos una
causa más del estrés: el estrés filosófico.
Creo que resulta ineludible que a esta original forma de ser de la filosofía,
el ocuparse de los fundamentos de las decisiones excepcionales, la acompañe
una fama promovida por un malentendido de esa versión y que ha llegado a
constituir una especie de filosofía paralela con igual o mayor desarrollo que la
filosofía original. Coincidiendo con la versión original según la cual la filosofía
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se ocupa de aquello que excede la capacidad de la racionalidad científicotécnica o el bálsamo de la religión, se deduce falsamente que la investigación
filosófica es más abierta, más informal, menos exigente, menos disciplinada,
más discrecional, como un especie de discurso entinemático. Eso convierte a la
filosofía en la muleta de la ciencia o de las ideologías o de las religiones, como
una fuente alternativa de cientificidad o instrumento más o menos arbitrario
de integración de lo incierto y lo enigmático. Y entonces se identifica a la
filosofía con el sentido común, con la paciencia, con la equidad, con la mesura,
con la conciencia, con la justicia, con el equilibrio, con el buen juicio o con la
especulación pura. Con lo cual además la filosofía se acredita o se desacredita
según el éxito de aquello de lo cual es muleta, quitándole crédito propio.
Supongo que a esa filosofía se refieren quienes, con razón sobrada,
afirman que con la filosofía, sin ella o a pesar de ella, el mundo sigue tal cual;
porque quienes eso concluyen tienen la certidumbre del que, situado en una
concepción fatalista de la historia, considera que a pesar de todo el progreso
científico y técnico, el hombre civilizado de hoy no es más virtuoso que el
primitivo aunque sea más sofisticado y que la filosofía, que tiene como uno de
sus fines primordiales pensar sobre la mejor forma de vida posible, no le ha
agregado nada al resultado mísero de siempre porque no tiene un recetario
confiable sobre la mejor de las vidas posibles. Para semejante conclusión no es
nada difícil allanar el camino; y con tan evasivo derrotismo toda la civilización
es insatisfactoria.
O también resulta fácil deducir que con esa filosofía se puede todo, cuando
se cree que es una solución que tiene la virtud de corregir la incertidumbre y
se le asigna el valor terapéutico de sanar la falla estructural que comporta toda
decisión sobre los casos excepcionales. Con esta forma de evasión del mundo
provocada por la fatuidad, la filosofía sería un sustituto alternativo dispuesto
en el botiquín de los placebos y el filósofo un vendedor de potenciadores de la
tosca y mísera materia humana.
Situados en estos dos puntos de vista, la filosofía nos puede conducir a la
resignación o a la ira, a la contemplación o a la acción, al cinismo o al altruismo,
al descreimiento o a la fe. No sobra decir que con el pesimismo no habría ningún
futuro para la pregunta sobre su utilidad social y que con el optimismo al que
nos referimos, se podrían sacar no pocos beneficios y una respuesta precisa
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a sus réditos. En efecto, si se la considera como deshacedora de entuertos,
correctora de yerros o remedio para lo inexplicable, podría ocurrir que cada
quien, con posibilidades de pago, contrate un filósofo de cabecera.
El defecto de estas dos concepciones es considerar a la filosofía como
un sustituto de la ineliminable incertidumbre de toda decisión, sobre todo
de las excepcionales, y una terapia para la angustia que produce, bien que
en una posición se sea pesimista y en otra un ingenuo. En ambos casos se
le pide un recurso que sólo los dioses pueden proveer porque está por
encima de cualquier posibilidad humana. Esta confusión ha sido la fuente
de la identificación tan común entre filosofía y religión o entre filosofía y
aquello a lo que se refieren libros como El Código D`vinci. La confusión que
supone considerarla como sustituto o complemento supletorio del ineludible
“demás” de incertidumbre de las decisiones, le endilga en consecuencia la
capacidad de eludirla o de sanarla o de guardar las apariencias con soluciones
parciales.
Hemos querido decir hasta aquí que el objeto de la filosofía son los
fundamentos de las decisiones excepcionales y que por tanto su método es
excepcional; que ello implica a su vez que sea una disciplina excepcional y que
los filósofos tengan una ocupación excepcional aunque no necesariamente
una forma extraña de vida.
Hemos dicho también que la integridad en su tradición se basa en que se
ha ocupado de lo mismo, de la misma manera aunque cada filósofo le imprima
una característica especial a sus respuestas. Que su aparente eternidad y
su imagen de quietud, se debe a que los problemas fundamentales son los
mismos aunque en las distintas versiones históricas. Que su aparente inutilidad
se debe a que se le pide aquello para lo que no está hecha o más de lo que
puede hacer. Que si la filosofía cumple alguna función es la de deshacer la
ilusión de toda solución aparente. Que si ese es el objeto de la filosofía, su
función —para responder de una vez a la pregunta del foro— es el control de
las decisiones y de los que deciden mediante el conocimiento y que esta es la
forma más sofisticada de control del saber sobre cualquier forma de poder.
Que, en consecuencia, la función de la filosofía resulta ser incómoda.
Y llegados a este punto resulta inevitable la pregunta ¿Para qué sirve
un filósofo? Y la respuesta consecuente con lo dicho no puede otra que esta:
un filósofo sirve para filosofar. Y, entonces, ¿Cualquiera puede ser filósofo? Si.
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Si tiene la voluntad de serlo ¿Filosofar requiere algún adiestramiento? Si. El
de cualquier disciplina que exige pasión y dedicación ¿Tiene algo de especial
ese adiestramiento? Si, porque es excepcional como su objeto y su método
¿Requiere escolaridad? No es necesaria ni suficiente, pero los profesores la
recomendamos. ¿Tiene la filosofía alguna función social especial? Si. La que
cada uno le imprima porque, en todo caso, no es un fin en si misma y en ese
sentido está atada al compromiso de no eludir su originalidad: cuestionar los
fundamentos de toda decisión.
Pero aunque su objeto y su método sean excepcionales, vista desde
adentro, la excepcionalidad del trabajo filosófico resulta normal, propio
de la disciplina y de su tradición y apropiado para ellas. Visto desde afuera
se comporta como cualquier otro trabajo intelectual que cuando ingresa a
la escolaridad de las academias adquiere hábitos disciplinares, sistemas de
escalafón y compromisos sociales profesionales.
Y esta filosofía de las academias actuales, la filosofía profesional, la más
histórica y prosaica de todas hasta el punto de la manualidad, es la responsable
de la existencia misma de la filosofía. En contraste con la alcurnia sin mácula
histórica de la filosofía, es su soporte técnico. Es la filosofía normal, no la
extraordinaria de los grandes filósofos; pero es la que permite la complejidad
sobre la que resalta o puede resaltar lo magnífico, lo excepcional. Es la
materia prima de la filosofía con mayúscula. Es lo que la ciencia normal para
las revoluciones científicas: su caldo de cultivo. La inmensa mayoría de los
filósofos nos dedicamos con ahínco, disciplina y tesón a esa tarea que resulta de
apariencia insignificante ante los grandes sistemas filosóficos y ante la herida
abierta a la normalidad por los grandes filósofos. Nosotros las preparamos; sin
nuestro trabajo no existirían. Y la sociedad no se pensaría a si misma.
Pero resulta que aún dentro de los límites que le pueden establecer los
compromisos institucionales, esa filosofía normal tampoco tiene una frontera
clara; en un extremo ralla con la creación de la más libre imaginación y en otro
ralla con todo lo que se refiere a la salud del hombre, desde la medicina hasta
la política. Al fin y al cabo, se nutre del mismo lenguaje al que están vinculados
los valores con los cuales convivimos y que puede reunir en un mismo discurso y
en una misma persona al saber, a la experiencia, a la instrucción, a la sabiduría,
a la ciencia con la habilidad, la destreza, la pericia, el ingenio, la agudeza, la
sagacidad, la perspicacia, la astucia, la seducción y que con determinadas
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dosis de prudencia, cordura y amabilidad pueden hacer un poeta, artista,
maestro, sabio, orador, retórico, adivino, sutil, profundo, oscuro, abstruso,
recóndito, diestro, ambidiestro, astuto, agudo, hábil, capcioso o también un
sofista, un charlatán, un impostor, un descarado y ambas personalidades
pueden ser agrias, aborrecibles, odiosas pero igualmente ingeniosas, ¿
imaginativas e indulgentes.
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