Narración claustromaníaca

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EL PRISIONERO
No sé cuánto hace que no salgo de este cuarto. A veces pienso que meses, aunque
seguramente solo han pasado unos días. No sé. Tal vez nada más horas y yo me estoy
volviendo loco. Por eso escribo, para que el apilarse de las hojas vaya demostrándome
fehacientemente el tiempo transcurrido. Para eso y para ver si logro recordar. Porque
tampoco sé quién soy ni cómo me llamo, aunque me consta que existen nombres y otras
personas y tiempo y espacio, y que el idioma en que pienso y escribo es castellano. No sé de
dónde me vienen estas certezas, ni tampoco la de que no estoy en mi cuidad ni en mi país,
que ignoro cuáles son. A lo mejor esto es un sueño del que despertaré aliviado. Pero no lo
creo, porque innúmeras son las veces que recuerdo haberme quedado dormido y soñando
otras cosas, para despertar luego siempre en esta habitación. Quizá si lograra recordar los
sueños y el pasado que debo de tener. Si hubiese un espejo al menos, podría darme alguna
idea de mi edad. Pero nada, no conozco ni siquiera mi imagen. Y sin embargo, el lugar y sus
objetos me son totalmente familiares. Claro, si siempre he estado aquí. Meses, días, acaso
horas, pero siempre aquí; porque no tengo otra memoria ni logro imaginar otra forma que la
de este cuarto. Pero me doy cuenta de que el nombre de las cosas, su uso, la forma de servirse
de ellas tengo que haberlos aprendido en otra parte, a otra edad y de otra gente. SI pudiera
salir por esa puerta, la primera visión con que topara sería seguramente reveladora. Pero es
imposible. Y no sé por qué, pues la puerta no está trabada y debe ser sencillísimo abrirla.
Seguramente bastará con hacer girar el picaporte y jalar. Pero no puedo. Afortunadamente,
las provisiones no parecen agotarse jamás, Eso me desconcierta. Si hubiera pasado tanto
tiempo, el jabón y el azúcar se habrían acabado, o se hubiesen podrido los huevos y el
fiambre... o no habría ya más dentífrico... Pero siempre queda. ¿Se repondrán solos? ¿O
alguien los va reemplazando mientras duermo? Lo ignoro. Como cada vez que quiero y
duermo siempre que me da sueño. No tengo manera de saber si los intervalos son regulares.
La ventana está cerrada y no he podido abrirla. Aunque hacerlo ha de ser tan fácil como abrir
la puerta. Tampoco me he atrevido a usar el teléfono. ¿A quién llamaría y para decir qué?
Aquí nadie llama. Es extraño. ¿Cómo puedo saber todas estas cosas? Quiero decir que el
teléfono es para llamar y que se llama y se habla, y que si no hay qué decir, es preferible no
hablar, y que se lavan los dientes y tantas otras cosas. Y no recordar de dónde me vienen
todos estos conocimientos. Y además escribir... y leer. Porque sé que he leído todos los libros
que me rodean.., y son muchísimos. Los miro, leo sus títulos y me entra la certidumbre de
que sé lo que dicen. Pero no recuerdo haberlos abierto jamás, ni podría evocar su contenido.
Me sucede lo mismo con la música. Aunque no lo recuerde, sé que conozco de atrás para
adelante todos estos discos. Por eso no me tienta leer ni escuchar nada. Y los únicos sonidos
externos que percibo son el rasguito de la pluma, el resbalar de la palma de mi mano sobre
este papel que tampoco parece acabarse. Luego está el ruido del agua, el de la heladera que se
abre o se cierra, el de los cubiertos y el plato. Llego incluso a oír mis propios pasos. Aunque
la alfombra se los traga... Ahora que lo pienso, ¿cómo será mi voz? Si tuviera con quién
hablar me gustaría saber cómo suena. Pero estoy solo, y mi voz es inútil, y si alguna vez la he
usado –y estoy seguro de haberlo hecho- no lo recuerdo. No recuerdo nada. ¿Cuánto tiempo
me habrá tomado escribir estas páginas? ¿Cuántas han sido? No sé. Quizá si las contara. Pero
las he ido apilando sin orden y no puedo distinguir si son tres o diez o cien. No pueden ser
cien. Se me habría cansado la mano. Pero sueño sí me ha entrado. ¿Me habrá dado el sueño
de siempre y a la hora de siempre, o el ponerme a escribir me ha cansado antes o mantenido
despierto después? Pienso –debe ser algo que me ha enseñado mi experiencia pasada- que
debería entristecerme, desesperarme pro no poder recordar nada ni tener idea del tiempo que
me parece sentir meciéndome los cabellos. Pero no. No hay angustia ni ansiedad dentro de mí.
Acaso un poco –y solo un poco- de aburrimiento. De aburrimiento, digo bien, y no de hastío.
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Por eso escribo. Para matar el tiempo, que al fin y al cabo nada tengo contra él, sino para eso
y para ver si logro darme una idea de cómo pasa y a qué velocidad. Quizás el mío sea un
tiempo sumamente caudaloso, como un enorme e incesante río -¿cómo sé yo lo que es un
río?- y no lo noto, porque soy más vertiginoso yo por dentro, y resulta que esto que se me
hacen horas de escribir y escribir no son más que instantes. ¿Cómo averiguarlo? Puede ser
también lo contrario: Estas páginas van llenándose con pasmosa lentitud y mis ideas, que yo
creo que fluyen sin pausa, apenas si imitan con su torpor una asmática caravana de carretas.
(¿Y eso de las carretas cómo lo sé?). Me detengo a acariciar una idea que me ha estallado de
pronto en la cabeza, ¿Qué edad tendré? Veamos. Observo mis manos y mis brazos. Me
detengo a palpar las misteriosas entrañas de mi cuerpo. Presto oídos a mis imperceptibles
murmullos interiores. Soy joven, seguramente. Mi carne es firme, también mi pulso. Cierro el
puño con todas mis fuerzas. Es poderoso. Soy joven. Bien, No hay, entonces, tanto tiempo
por recuperar. ¿ Por qué me interesa recuperar mi pasado? Lo ignoro. ¿Curiosidad? Tal vez,
pero debe de ser algo más. Todas estas cosas que sé, pero que tengo como rodeadas de vacío,
deben necesariamente formar parte de un sistema. Eso es. No hay orden. No hay secuencias
que tengan sentido. Tiene que haber una conexión preexistente entre la taza y la bañera y la
almohada y el teléfono y el jabón y mi capacidad de pensar y expresarme en un idioma
concreto. Además, si existen otros idiomas, deben estar relacionados de algún modo. Todas
las personas, pienso, deben poder comunicarse, entenderse. ¡Claro! Yo soy como una pieza
sin máquina, un engranaje suelto... un planeta sin sistema solar. Es decir, no recuerdo mi
sistema. Bien. Es una inferencia inexpugnable. Voy, pues, por buen camino. Veamos ahora:
¿Me apesadumbra desconocer mi sistema? Tampoco. ¿Podría yo vivir eternamente sin que
nada cambiara? Eso no lo sé. Si yo tampoco cambio, podría. Pero no tengo garantías de que
no vaya a sentirme afectado tarde o temprano. Allí, un estímulo para buscar. Pero, por otra
parte, ¿cómo puedo estar seguro de que el sistema vaya a agradarme? Podría suceder, después
de todo, que, recuperada mi memoria, vuelto al mundo y a la vida que sin duda he tenido, no
fuera feliz. ¿Quién me dice que yo no haya sido un asesino, o un estafador? ¿Cómo saber si
afuera no me aguardan el rencor y el odio? ¿O la miseria? No, la miseria no. Este sitio que
habito es cómodo. Debe ser mío. No he de temer, entonces, la miseria. Hombre, ¿tendré
acaso... una familia? ¿Qué es una familia? Otras personas: pero no cualesquiera: personas
especiales, queridas, cercanas. Me cuesta imaginarlo. No puedo concebir a otras personas. Sé
que existen, pero no puedo concebirlas. Lo que falta, de todos modos, es un sistema. ¿Por qué
pienso que esto es lo que falta y qué entiendo yo por sistema? La relación, las relaciones entre
las cosas. Algo ajeno a mí. Algo que yo he aprendido. Que me preexistía. Estos objetos están
fuera de mí. Yo los percibo, los uso, los manejo. No puedo comprender, captar siquiera su
sentido inherente. Las cosas ¿son solo útiles? No. Estas cosas sí, pero no todas. Sé que hay en
el mundo otras cosas, otros objetos que no se pueden usar. Los que me rodean llevan todos la
imprenta del hombre. No una imprenta arbitraria. Han sido objeto de un trabajo consciente,
cuyo fin, también premeditado, era convertirlos en algo útil, que sirviese para satisfacer una
necesidad determinada. Yo he heredado esos objetos ya través de ellos toda una experiencia...
una... cultura. Y, eslabón perdido, errante de esa cadena, usufructúo de vaya uno a saber
cuántos miles o millones de años de paciente acumulación, destilación, acrisolamiento... Me
falta ese contacto. Me falta sentirme unido a esta cadena. Por allí viene la angustia. Acabo de
descubrir en mí un hueco. Me creía hermético. Estaba equivocado. Me falta algo muy
importante. ¿Cómo lo defino? Palpo el sitio... Puede ser un orificio. Pero puede también ser
una protuberancia. Por allí estaba yo unido a algo. A alguien. ¿Pasado, humanidad, madre?
Es el ombligo... El ombligo es las dos cosas: orificio y raíz trunca. Yo he recibido mis
alimentos, mi ser entero por allí, pero ahora está atrofiado y resulta hasta desagradable de
contemplar... Pero me da igual. La ruptura del cordón umbilical -así se dice, no me cabe la
menor duda- es necesaria, buena... progresista. Pero este otro vínculo que yo he perdido es
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necesario. Algo me dice que debiera recuperarlo. Todavía no me acucia. Pero intuyo la
vecindad de algo tenebroso. ¿La ansiedad? Algo más, algo diferente. ¿Pero qué? Humea la
cafetera que he puesto al fuego. Grandes tormentas se avecinan... Creí que escribir me
ayudaría a medir el paso de los minutos, incluso de las horas. Pero no tengo noción de cuanto
hace que estoy escribiendo. No puedo saber si, escribiendo, el tiempo se apresura o se demora.
Pero ahora tengo hambre. Quizás interrumpa para comer algún bocado. No sé qué hacer. Tal
vez si me detengo, me olvide de reanudar. Por otra parte ¿qué habría de malo en ello? Todo
lo que haga da igual. Y sin embrago, me apena dejar de escribir. Y también me da miedo.
Pero no sé de qué. De cualquier modo, tarde o temprano, tendré que levantarme. Deberé
resistir todo lo que pueda. No le veo sentido. Porque da lo mismo. Si quiero seguir
escribiendo, nada me lo impide. Y si lo que quiero es comer, tampoco. Soy absolutamente
libre de hacer lo que me plazca Lo único que no puedo dominar es el rumbo de mis
pensamientos, Aunque acaso sí puedo, pero no me dan ganas de intentarlo. ¿Para qué habría
yo de orientar mi mente en cualquier sentido particular? Quizá para recordar. Para recordar
quién soy. ¿Cómo será recordar? ¿Y por qué lo deseo? ¿Lo deseo o lo necesito? ¿Cómo
averiguarlo? Es inútil tratar de no recordar. ¿Qué ganaría con eso? De todas maneras, no es
desesperante. Me mantiene entretenido. Aunque no me hace falta, en realidad, entretenerme.
Lo que hago nunca es una elección, porque nunca quiero hacer a la vez dos cosas que se
excluyen. Ignoro, entonces, qué es la libertad.
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