El rincón de menandro ULISES Y LOS LOTÓFAGOS

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El rincón de menandro
ULISES Y LOS LOTÓFAGOS
Ulises y sus hombres se encontraban navegando en alta mar cuando en cierta ocasión se
desencadenó una terrible tormenta. Negras nubes y densa niebla oscurecieron la tierra y el
mar, mientras la negra noche empezaba a cubrir y ocultar con su tétrico manto las
encrespadas olas coronadas de blanca espuma. El viento, con sus, furiosos ataques, había
desgarrado las velas, las naves iban a la deriva en medio de un furioso oleaje. Para no
zozobrar y morir, los hombres sujetaron los reinos y reinaron con todas sus fuerzas para
poder dirigir las naves hacia tierra firme. Durante dos espantosas noches y dos
interminables días, el Dios de los mares había querido demostrar toda su furia: luego se
tranquilizó y la tormenta, por fin, empezó a amainar y se calmó. Sólo entonces decidieron
Ulises y sus hombres hacerse de nuevo a la mar; un viento propicio los empujo hacia el
Sur. Pero mientras navegaban a toda vela bordeando el Cabo Maleia, una nueva
tempestad y el viento del Norte los empujaron de nuevo a alta mar. Unas infernales
tormentas los estuvieron zarandeando durante nueve largos días seguidos, hasta que al
décimo descubrieron, por fin, la costa de los lotófagos, los comedores de frutos de loto.
Los hombres de Ulises desembarcaron, extrajeron agua fresca de los pozos y prepararon la
comida. Pero Ulises estaba intrigado, la curiosidad no le dejaba reposar, deseaba averiguar
qué clase de hombres habitaban aquella tierra. Por este motivo envió algunos de sus
hombres a que explorasen el terreno. Los exploradores se pusieron inmediatamente en
camino y llegaron hasta donde habitaban los lotófagos. Éstos, muy hospitalarios, invitaron
inmediatamente a aquellos extranjeros y los alimentaron. Los invitaron a probar los frutos
de loto, dulces como la miel y tentadores. Tan pronto como los emisarios de Ulises
hubieron probado los embriagadores frutos de loto, dejaron de pensar en su misión y en el
regreso a la patria. Sólo deseaban permanecer para siempre en compañía de los lotófagos,
renunciando a su patria. El olvido se había apoderado de ellos.
Al comprobar Ulises que sus emisarios no regresaban, la intranquilidad hizo mella en él.
Quiso ir personalmente a buscar a sus amigos y los encontró felices y despreocupados
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entre los lotófagos. Pero el héroe arrastró por la fuerza a sus compañeros; nada se lo
impidió, ni su obstinada negativa ni sus lágrimas. Los ató al banco de remeros de las naves
para que no pudiesen huir y regresar con los lotófagos; tan grande era el seductor poder de
éstos. Ulises ordenó luego que todos embarcasen
rápidamente para no verse también él seducido por los tentadores halagos de los
comedores de frutos de loto, olvidando entonces su verdadero objetivo: el regreso a su
patria. Una profunda tristeza embargaba a todos, pero empujaron las naves al agua y
remaron con fuerza hasta alcanzar mar abierta, muy, muy lejos ya del tentador País del
Olvido.
ULISES Y LOS LESTRIGONES
Después de un fatigoso viaje, sorteando vientos y, tormentas, las naves de Ulises arribaron
en cierta ocasión al país de los lestrigones. El puerto era excelente, rodeado de altísimos
acantilados rocosos que parecían rozar el cielo. Los marineros dirigieron las naves a través
de una estrecha bocana bordeada de rocas; después de haber fondeado, amarraron
fuertemente sus naves una a otra. Sólo Ulises, embargado por un oscuro presentimiento,
permaneció fuera de la bahía, amarrando su nave a una enorme roca. Inmediatamente
escaló un alto acantilado para desde la cima poder descubrir si allí vivían seres humanos.
Pero ní rastro; por ninguna parte se veían huellas: sólo divisó unas lejanas columnas de
humo que ascendían hacia el cielo. Envió entonces a unos emisarios para que averiguasen
qué clase de habitante poblaba este país.
Los observadores enviados por Ulises caminaron a lo largo de un sendero por el que
circulaban carros cargados de madera que transportaban desde las montañas a la ciudad.
Muy cerca de la ciudad encontraron a una muchacha que delante mismo de las puertas de
acceso a la ciudad, recogía agua de la fuente Artakia. Era la gigantesca hija de Antifates,
rey de los lestrigones. Cortésmente preguntaron a la muchacha quién era el rey de este país
y qué pueblo era este. La hija del rey les señaló entonces la casa de su padre. Al penetrar
los compañeros de Ulises en el palacio real, sólo encontraron allí a la esposa del rey, una
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mujer de gigantesca estatura, tan alta como la cima de una montaña. Los amigos de Ulises
se intranquilizaron. el espanto y el horror se apoderó de ellos. Pero la reina envió
inmediatamente unos mensajeros para que el rey regresase al palacio. Y éste, un personaje
terrorífico, llegó a marchas forzadas al palacio, sujetó inmediatamente a uno de los
emisarios y se lo comió con piel y pelos. Los restantes compañeros de Ulises,
aterrorizados, huyeron inmediatamente, mientras el rey Antifates. profiriendo gritos
estentóreos, reunía a todo su pueblo. De todas partes llegaban lestrigones persiguiendo,
con su rey a la cabeza, a aquellos extranjeros hasta el puerto. Desde lo alto de los
acantilados empezaron a lanzar y arrojar enormes rocas contra las naves que permanecían
amarradas unas a otras, y como encarceladas en aquella bahía. La confusión reinante era
terrible. Las gigantescas rocas lanzadas por aquellos gigantes se estrellaban una y otra vez
contra las naves y las destruían. Los lestrigones corrieron luego rápidamentetiacia la bahía
con sus armas arrojadizas atravesaron a los amigos de Ulises que, para salvarse, se habían
arrojado al agua, pero que ahora eran pescados por los lestrigones, arrastrados a sus casas y
luego comidos. Ulises cortó rápidamente las amarras con las que había sujetado su nave a
una roca, y ordenó a sus compañeros supervivientes que remasen con todas sus fuerzas. El
temor al horrendo fin que hubieran podido sufrir en los estómagos de los antropófagos
parecía dar alas a sus esfuerzos por escapar de allí. La proa de su nave cortaba las olas. De
esta forma pudo escapar la única nave de Ulises; había sido precavido al no fondearla
también en la bahía. Pero había perdido todas las naves restantes, incluidas las respectivas
tripulaciones.
TETIS Y PELEO
Peleo era un héroe que había sobrevivido a muchas y peligrosas aventuras. El propio Zeus,
el dios de los dioses, había elegido a la nereida Tetis, la blanca diosa, como esposa para él;
la nereida era una hermosa doncella que vivía en las profundidades del mar azul. El propio
Zeus también la amaba, pero sabía que sólo podía casarla con un mortal, y el padre de los
dioses, aunque muy a su pesar, dio su consentimiento a esta boda.
Peleo tenía un amigo muy sabio, el glorioso centauro Quirón, llamado también el
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«diligente». que a lo largo de su vida siempre lo había ayudado y aconsejado. Era medio
animal y medio hombre. La parte superior era como la de un hombre, pero su cuerpo,
como todos los centauros, era el de un caballo. Quirón podía predecir que la inmortal
Tetis no sería feliz contrayendo matrimonio con un mortal. Y por este motivo aconsejó a
Peleo lo siguiente: que se ocultase detrás de un arbusto de mirto en la costa de una isla de
Tesalia.
La hermosa doncella, montada a lomos de un delfin, emergió desnuda de las olas al llegara
aquella bahía. Se acostó en el interior de una cueva para dormir 1 a siesta del mediodía,
una cueva semioculta por el arbusto de mirto. Peleo contempló y admiró extasiado la
perfecta hermosura de aquella doncella; en su corazón se encendió la llama de una
desenfrenada pasión. Se dirigió hacia ella con apasionado ímpetu y se arrojó sobre ella,
sujetando fuertemente su cuello con los brazos. A pesar de que el héroe no la soltaba y
Tetis rechazaba todas sus súplicas, ella puso en práctica sus artes de magia; se transformó
rápidamente en un pájaro, pero al que Peleo sujetó inmediatamente en su puño; luego en
un robusto árbol, pero el héroe lo abrazó y la siguió sujetando. Y al transformarse
finalmente en una salvaje tigresa, Peleo dejó de sujetarla y se alejó de ella; entonces
ofrendó un sacrificio a los dioses y éstos atendieron su ruego. La doncella se transformó
incluso en un pulpo gigante, que salpicaba y rociaba a Peleo con un líquido pegajoso, pero
él no cedió y siguió abrazada a ella. Después de luchar incansablemente, al fin logró vencer
y le ató sus manos. Tetis tuvo que aceptar, muy a su pesar, que había sido derrotada: y se
entregó entonces a Peleo en un apasionado abrazo.
Los esponsales se celebraron delante de la cueva que habitaba el sabio Quirón. A la fiesta
habían acudido todos los dioses, sentándose en doce tronos. El propio Zeus se había
resignado, sabía que nunca más podría aproximarse a la bella Tetis. Las nereidas, las
blancas diosas, cantaban y danzaban alegremente sobre la blanca arena. Habían acudido
también las divinidades del destino, las moiras: Cloto, Laquesis y Atropos, que siempre
permanecían junto a la cuna para hilar el futuro de la pequeña alma infantil. Cloto hilaba
el hilo de la vida; Laquesis era quien otorgaba la felicidad, y Atropos, la invariable e
insobornable, enviaba la muerte, después de haber cortado el hilo de la vida. Las moiras,
las divinidades del destino, siguieron hilando e hilando durante la boda de Peleo y Tetis,
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anunciando luego que de aquella unión nacería un fruto grandioso; nacería un héroe que
realizaría grandes proezas. Este héroe debía ser Aquiles, el mayor de los héroes de la
guerra de Troya. Durante la fiesta de la boda reinaba un inmenso júbilo, pero se habían
olvidado de invitar a una mujer, a Eris, la diosa de la discordia, que entre los humanos sólo
sembraba disturbios y desavenencias. Mientras Hera, Atenea y Afrodita conversaban
animadamente, ella hizo rodar una manzana hacia ellas, con la inscripción: «Para la más
hermosa». Peleo recogió la manzana y no supo a quién de las tres debía entregarla. De esta
forma se colocó la primera piedra de la desgracia para la más terrible de las guerras de la
antigüedad, la de Troya, en la que también participaría Aquiles, el fruto en el vientre de
Tetis. Después de haber sido padres de siete hijos, la nereida Tetis deseó que sus hijos
fuesen inmortales. Para conseguirlo, durante el día los untaba con ambrosía, el manjar
preferido de los dioses, y por las noches los acostaba sobre el fuego. De esta forma quemó
a seis de sus hijos, que luego envió al Olimpo para que fuesen inmortales; pero su esposo
Peleo la descubrió un día mientras practicaba tan cruentos encantamientos. Consiguió
salvar a Aquiles, para quien Tetis ya había conseguido la inmortalidad salvo en los tarsos,
arrebatándolo de las llamas. Tetis fue incapaz de comprender la acción de su esposo y una
ira tremenda se apoderó de su corazón; se sepa'ró de él y regresó al reino de su padre, a las
profundidades del mar azul.
El muchacho Aquiles siguió siendo vulnerable en los tarsos, lo que terminaría por
acarrearle su desgracia.
HÉROES DE LA ANTIGÜEDAD
EL FINAL DE AQUILES
Tras la muerte de Antíloco, la consternación se extendió por el campamento griego.
Mientras sepultaban al noble hijo de Néstor, Aquiles se revolvía interiormente en
ardientes deseos de venganza. Sin poderse contener más, salió con la primera luz del día al
campo de batalla al frente de sus tropas. Los troyanos hicieron lo mismo, a pesar de la
desaparición del llorado Memnón. Los combatientes de ambos ejércitos se embistieron
brutalmente, en tanto que Aquiles causaba una terrible mortandad en las filas troyanas y
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las perseguía incansablemente hasta las mismas puertas Esceas. En un arranque de furia,
puso en práctica su fuerza sobrenatural e intentó sacar las pesadas puertas de sus goznes
con el fin de penetrar en la ciudad con sus tropas.
Habría terminado con éxito su iniciativa, a no ser porque Apolo, que lo contemplaba
airado desde el Olimpo, bajó inmediatamente hasta Troya y, colocándose detrás del
aqueo, le dijo con voz retumbante:
-"Pelida, deja ya de acosar a los troyanos y cuídate de que uno de los inmortales acabe
contigo."
Aquiles reconoció la voz del dios, pero, lejos de amedrentarse, le respondió con estas
insolentes palabras:
-"Ya en una ocasión provocaste mi ira, cuando me arrebataste a
Héctor por primera vez. Escucha ahora mi consejo. Regresa en compañía de los demás
dioses, no sea que te dispare una lanza, por más inmortal que seas."
Cuando acabó de hablar, se apartó de las puertas y se dedicó de nuevo a perseguir a sus
enemigos. Pero la ira de Apolo se acrecentó con las palabras del Pelida y sus ojos
centellearon con un extraño brillo, a la vez que su mano alcanzaba una de las flechas de su
formidable carcaj. Colocó el proyectil sobre su vibrante arco, se envolvió en una nube y
apuntó al talón de Aquiles con certera puntería. La saeta alcanzó su objetivo en un
fulminante disparo y el hijo de Tetis, casi inmortal, quedó traspasado por un dolor nunca
sentido hasta entonces, al ser herido en su único punto vulnerable. El dolor fue abarcando
todos sus miembros, como si los paralizara, y el indomable héroe cayó al suelo abatido
como un árbol ante el aquilón. Ya en el suelo empezó a lamentarse:
-¿Quién habrá sido el que me ha enviado esta alevosa flecha? Si tuviera valor para pelear
conmigo, le arrancaría las entrañas de su cuerpo y le enviaría al oscuro Hades. Pero se me
antoja que ha sido el vengativo Apolo, pues ya me advirtió mi madre un día que una flecha
del dios me atravesaría junto a las puertas Esceas.
Después se arrancó la saeta y manó la sangre de su talón. Pero Aquiles, movido aún por el
fuego interno que le incitaba a la lucha, se puso de pie y cogió de nuevo la armas con sus
temibles manos. Arremetió de nuevo contra sus enemigos y en su furibundo ataque hizo
caer a varios jefes, entre ellos a un amigo de Héctor, llamado Oritaón, a quien atravesó el
cráneo con su lanza.
Pero la muerte trabajaba ya en el cuerpo de Aquiles y sus ardorosos miembros se fueron
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helando hasta que tuvo que detenerse, para apoyarse en su lanza. Aguantó de pie hasta que
la rigidez paralizó su robusto cuerpo. Entonces se desplomó de golpe junto a los demás
cadáveres y el suelo retumbó con el choque de su armadura.
DEFENSA DEL CADÁVER DE AQUILES
Los troyanos que habían huido ante el último y fulminante ataque del Pelida, creían que
este aún les perseguía, pero Paris, que estaba en el campo de batalla, se apercibió
rápidamente de la caída del jefe aqueo y se lanzó con sus hombres sobre su cuerpo ya sin
vida, con la intención de despojarlo de su armadura. Al acercarse al cadáver se encontró
con Ayax que lo defendía valerosamente de todo intento de rapiña por parte de los
troyanos. Odiseo y otros hombres acudieron también a apoyar al defensor, formando un
muro infranqueable.
En esta singular pelea en torno al cuerpo de Aquiles perdieron la vida algunos ilustres
troyanos y otros, como el valeroso Eneas, cayeron heridos.
Por el lado de los griegos, Odiseo sufrió una herida en su rodilla derecha que lo retiró del
combate. Paris pudo enfrentarse por fin con Ayax, pero el griego arrojó un pedrusco sobre
la cabeza del troyano con tan buena fortuna que hizo impacto en el casco y lo abolló. Paris
perdió el conocimiento y se desplomó sobre el suelo. Sus soldados le recogieron
apresuradamente, le montaron en un carro y le trasportaron urgentemente dentro de los
murallas.
Entretanto, el cuerpo yacente de Aquiles era llevado hacia las naves, donde todo el
campamento griego lloró su pérdida con gemidos y lamentaciones interminables. Lloraron
también los jefes, sobre todo Fénix, el preceptor del difunto, el cual abrazaba el cadáver del
héroe sin poder separarse de él. Por fin, Néstor hizo que cesaran los llantos, apremiando
para que se lavara el cuerpo de Aquiles, a fin de celebrar cuanto antes los funerales en su
honor.
Así se hizo y Atenea, compadecida de aquel a quien tanto había protegido, derramó sobre
él unas gotas de ambrosía, que le dieron un aspecto de frescura y viveza en el rostro.
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TETIS SE ENTERA DEL SUCESO
Los lamentos de los griegos llegaron por el inmenso mar hasta oídos de Tetis, la madre
querida del héroe. Al saber la noticia del fallecimiento, su corazón quedó sumido en una
profunda tristeza. Se abrió camino por las aguas, acompañada de nereidas y monstruos
marinos, y llegó veloz hasta las orillas de Troya. Cuando estuvo ante el cadáver de su hijo,
la dolorida madre gimió y lloró inconsolablemente y besó a Aquiles en su boca, mientras
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los aqueos traían leña para la pira funeraria y las nueve musas entonaban una lúgubre
canción.
Tan pronto como estuvo preparada la pira, se colocaron en ella las armas de los caídos,
además de algunos objetos de oro y plata. Briseida, la esclava preferida del ilustre difunto,
se cortó los rizos de su melena y se los ofreció a su señor. Después se derramó sobre los
leños vino, aceite y miel y se colocó sobre ellos el cadáver. El duelo duró diecisiete días en
los cuales los soldados desfilaron en homenaje postrero al que fuera su mejor jefe. Al día
siguiente, se prendió la hoguera y esta quemó los restos mortales de Aquiles. Mientras la
pira ardía, Tetis se apoderó del alma de su hijo y se la llevó hasta la isla de Leucea, la
depositó allí y le consagró aquella tierra para siempre.
Cuando ya sólo quedaban los rescoldos, apagaron las brasas rociándolas con vino,
recogieron los blancos huesos, los encerraron en un cofre de metales preciosos, fabricado
por Hefesto y enterraron la arqueta en el promontorio Sigeo, junto al túmulo de Patroclo,
su fiel amigo del alma.
Tras el duelo por Aquiles y sin esperar a los funerales, Diomedes intentó convencer a
todos los jefes que había llegado el momento de entrar en la ciudad y arrasarla, antes de
que los troyanos se envalentonaran con la muerte del mejor soldado griego. Pero Ayax
Telamonio rechazó este parecer, explicando que no era oportuno dejar desatendidos los
funerales y defraudar así a la dolorida madre del héroe. Todos dieron la razón a Ayax y
tras la decisión de atacar Troya después de los funerales, la diosa Tetis decidió
organizarlos ella misma e inició los juegos en honor de su hijo.
El anciano Néstor se levantó para hacer un emotivo panegírico del difunto y tras este acto
comenzaron los juegos. Hubo carreras pedestres, lucha, pugilatos, tiro al arco y
lanzamiento de disco, además de salto y carreras de carros. Los vencedores recogieron sus
premios de manos de la misma Tetis, la cual repartió entre ellos los objetos que su querido
hijo había ganado y disfrutado en vida.
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DELIRIO DE AYAX
Cuando acabaron los juegos fúnebres, Tetis decidió ofrecer las armas de su hijo a aquel
que hubiera defendido su cadáver de la rapiña de los troyanos. Dos candidatos se
presentaron a la vez reclamando el premio para sí: Odiseo y Ayax Telamonio.
Ambos habían participado por igual en la defensa del cuerpo caído de Aquiles, pero
Odiseo tenía alguna ventaja en su reclamación, pues había sido herido en aquella acción y
por ello no había podido participar en los juegos ni recibir premio alguno. Los dos héroes
alegaron públicamente sus merecimientos, llegando incluso a agredirse mutuamente de
palabra.
Néstor, el sabio anciano, intentó a toda costa hallar una solución imparcial. Propuso que
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resolvieran el pleito unos prisioneros troyanos que estaban en el campamento. Se aceptó
como buena esta proposición y los troyanos eligieron a Odiseo como destinatario del
premio.
Este recibió con satisfacción las armas de Aquiles: el escudo y el casco grabados con
hermosas figuras, la fuerte coraza y las grebas, la espada con incrustaciones de oro y nácar
en su empuñadura y la poderosa lanza. El veredicto de los troyanos sentó muy mal a Ayax,
el cual permaneció mudo y rehusó probar comida y bebida a lo largo del día. Su cuerpo y
su mente estaban inflamados por la ira.
El sentimiento de frustración le agitaba interiormente hasta tal punto que pensó en matar
a Odiseo, arremeter contra sus propios compañeros o quemar las naves. Al llegar la noche,
Ayax se encerró en su tienda sin poder olvidar la humillación. Se acostó en su lecho y se
revolvió en él, lleno de agitación. Se levantó, después, de la cama, en un estado de
completa ofuscación y cogiendo su espada, salió al exterior dispuesto a enfrentarse con
Odiseo y con sus propios camaradas. Su del irio le llevó a arremeter contra unas ovejas y
unos carneros que por allí había. Dando golpes de espada a diestro y a siniestro, degolló y
mató a numeroso ganado, creyendo que peleaba con Odiseo y otros jefes, como Menelao y
Agamenón.
Cuando volvió en sí de su alucinación, sus compañeros que se habían enterado de su
estado delirante, se pusieron a reír y se mofaron de él con continuas bromas y chanzas.
Esta nueva humillación sumada a la anterior, consiguió que el heroico jefe, que había
luchado valerosamente en numerosas batallas, se sintiera malherido en su prestigio. Al no
poder soportar su lamentable estado interior, se atravesó con la espada.
La muerte de Ayax entristeció de nuevo el campamento griego, pues desaparecía su
segundo jefe más esforzado. Después de incinerar su cuerpo y de celebrar sus funerales, se
le erigió un monumento en un promontorio llamado Reteo.
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