EL PRADO ESPAÑOL el cilindro de trocha

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EL PRADO ESPAÑOL
... el cilindro de trocha...
Plátanos con tallos robustos ganados con españolísimos cuidados...
Sus ramas buscan el cielo pobladas de anchas y verdes hojas, y todos,
armónicamente plantados en filas circulares abrazan la pista -también circular- y
acompañan el ancho camino que separa a unos de la otra.
Dos boleterías, una a cada lado del portón de ingreso con una simpática forma
colonial, sirven para el despacho y venta de entradas. La avenida ancha iluminada con filas
de luces colgadas de los árboles, une la entrada con la pista, y desde el ingreso se ve en el
centro de ella su escenario circular, techado a modo de sombrilla con un delicado mástil o
aguja de madera que rematando el techo se eleva en punta por dos o tres metros.
A ese lugar nos preparábamos para ir con mis hermanos cuando, con contagioso
entusiasmo, mi madre nos anticipaba... "pórtense bien, que después de cenar hoy vamos al
Prado Español".
De esa forma culminaba un atardecer en el que repetidas veces un auto negro y
grandote (no se si Ford o Chevrolet) con dos bocinas de altavoces en su baúl abierto había
pasado pregonando....
"Hoy, desde las 9 de la noche, gran baile en el popular Prado Español...”
“¡Precios Populares! ... ¡Hoy en el CILINDRO DE TROCHA baile y diviertasé!”
“Actúan para Uds. ... ¡Ritmo y Juventud! y además las mejores grabaciones..."
Así pregonaba la voz de Toto Diosdruk, que en el asiento trasero del auto, casi
escondido, micrófono en mano, infundía entusiasmo para que toda la barriada concurriera
al baile que era organizado por el club del barrio: el Club Sportivo Rivadavia.
Entonces... cena liviana, baño y engominada mediante salíamos de la mano los (por
esos días) cuatro hermanos con nuestros padres caminando despacito atrás nuestro.
Y llegábamos al predio recién regado, iluminado con luces blancas intercaladas con
las de color verde, roja, amarillas y azules, y ni bien entrábamos, en mi limitada
independencia salía corriendo en busca de algún amigo, casual o conocido para compartir
juegos y correrías.
Sentado al borde de la "calesita" - así le llamaba yo al escenario por la similitud de
formas- observaba al detalle a artistas y bailarines. Ese era el momento de mi descanso.
No importa qué orquesta actuaba; fueron muchos los músicos que vi en la
"calesita": los bandoneones de Juancho Parodi y José Russo, los acordeones de Saúl
Guidobono, Víctor Zaremba y el jovencito Rubén Coronel, Tito Ferzzola y su contrabajo,
Eugenio Rodríguez o Pancho Di Leo en la batería y el juvenil conjunto tropical "Los de
Chi-wua-wua".
Todos me llamaban a silencio y a la observación... y así escuchaba al Negrito
Quinteros cantando la novísima moda de la cumbia o al Vasco Pouysegú interpretando
tangos ...
Y mientras tanto observaba a mis padres como, junto a cientos de parejas, giraban
bailando en esa circular pista. Todos lo hacían en el mismo sentido (el inverso al de las
agujas de un reloj), salvo los que, por diversión lo hacían en sentido contrario con el
propósito de producir choques y pisotones con la gran mayoría de las parejas.
En la pista los bailarines, y en los bancos fijos que enmarcaban la pista... las mujeres
que esperaban...
Las que esperaban que las saquen a bailar los muchachos que miraban y elegían...
las que esperaban la suave seña que se hacía con la cabeza a modo de invitación o la seña
del circulito marcado al aire con el dedo índice...
Y las otras. Las que esperaban otra cosa... las madres acompañantes...
Sentaditas toda la noche con una camperita sobre los hombros, la cartera en la
falda... el cuello estirado para ver con quién baila la nena y un ojo en el reloj pulsera como
acelerando la noche que ya se hacía larga.
Mientras todo eso pasaba, quienes no bailaban tenían dos opciones: Sentarse a
tomar algo en algunas de las mesas cercanas a la cantina o caminar en derredor de la pista,
por la parte exterior de ésta, en la calle enmarcada por el círculo de árboles y el círculo de
los bancos.
Yo, pasado el momento de la orquesta o del cantor, mientras la pista era ganada por
quienes bailaban "con grabaciones", daba rienda suelta a mis ganas de correr y jugar para,
exhausto y transpirado ubicar la mesa donde estaban mis padres y así poder tomar una
Spur-Cola o una Canada-Dry.
En la cantina -donde a los 12 años trabajé de lavacopas- los hombres del Club
Rivadavia atendían enérgicamente a los pedidos de la concurrencia.
Dos largos piletones de material y algunos tachos llenos de bebidas tapados con
bolsas de arpillera. Éstas, protegían los grandes trozos de hielo provistos en barra por el
Señor Marful que enfriaban las botellas de cerveza (blanca o negra), las botellas de gaseosa,
los pequeños sifones soda y las botellas de vino.
Dos fuentones con agua y detergente y una bomba sapo servían al lavado del
coperío.
Los mozos, vestidos con impecables sacos blancos, iban y venían atendiendo los
pedidos de las mesas... "una hesperidina con hielo..."; "un anís y un coñac con agua
aparte..."; "una cerveza blanca bien frapé..."; y yo, “relojeando” la pista, sumergía los
vasos en el primer fuentón, luego en el segundo y una enjuagada final en la bomba...
A las cuatro de la mañana... el baile terminaba, y ordenadamente las madres
con críos en brazos, las parejas y las barras de muchachos, se dirigían rumbo al portón por
el camino flanqueado por la arboleda mientras que en la puerta, alguna mujer con la
campera sobre los hombros hacía tiempo hasta que “la nena” se despidiera del joven con el
que había bailado toda la noche...
Estampa del Prado Español, del libro:
“Del Otro Lado de Las Vías”
- Raúl O. Lambert (Navarro- 2002)
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