OPTION INTERNATIONALE DE BACCALAUREAT

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OPTION INTERNATIONALE DE BACCALAUREAT
JUIN 2015
SUJET: LENGUA Y LITERATURA
TEXTOS:
1. “¡Silencio digo!...”. Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936).
2. “(Limpia) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales…”. Federico
García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936).
3. “El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor...”.
Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada (1981).
4. “Pura Vicario le contó a mi madre…”. Gabriel García Márquez: Crónica de
una muerte anunciada (1981).
5. “Me llamarán, nos llamarán a todos…”. Blas de Otero: Pido la paz y la
palabra (1955).
6. “Estampa de invierno”. Ángel González: Otoños y otras luces, sección
―Otoños‖ (2001).
7. “Soneto XCIV”. Pablo Neruda: Cien sonetos de amor (1959).
8. “La memoria en un probador”. Almudena Grandes, en El País, 15/08/2010.
9. “En torno a Daniel, el Mochuelo…”. Miguel Delibes: El camino (1950).
10. “Le empujó su desesperación…”. Miguel Delibes: El camino (1950).
11. “Entonces lo ve…”. Javier Cercas: Soldados de Salamina (2001).
12. “¿Y qué es un héroe?...”. Javier Cercas: Soldados de Salamina (2001).
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JUIN 2015
SECTION ESPAGNOLE
ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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Bernarda: ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan
pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy
anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que
ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí! (Salen. Bernarda se sienta
desolada. La Poncia está de pie arrimada a los muros. Bernarda reacciona, da un
golpe en el suelo y dice:) ¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda: ¡acuérdate que esta
es tu obligación!
La Poncia: ¿Puedo hablar?
Bernarda: Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña en el centro de la
familia.
La Poncia: Lo visto, visto está.
Bernarda: Angustias tiene que casarse en seguida.
La Poncia: Claro, hay que retirarla de aquí.
Bernarda: No a ella. ¡A él!
La Poncia: Claro, a él hay que alejarlo de aquí. Piensas bien.
Bernarda: No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno.
La Poncia: ¿Y tú crees que él querrá marcharse?
Bernarda: (Levantándose.) ¿Qué imagina tu cabeza?
La Poncia: Él, ¡claro!, se casará con Angustias.
Bernarda: Habla, te conozco demasiado para saber que ya me tienes preparada la
cuchilla.
La Poncia: Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso.
Bernarda: ¿Me tienes que prevenir algo?
La Poncia: Yo no acuso, Bernarda. Yo sólo te digo: abre los ojos y verás.
Bernarda: ¿Y verás qué?
La Poncia: Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas;
muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora
estás ciega.
Bernarda: ¿Te refieres a Martirio?
La Poncia: Bueno, a Martirio... (Con curiosidad.) ¿Por qué habrá escondido el retrato?
Bernarda: (Queriendo ocultar a su hija.) Después de todo ella dice que ha sido una
broma. ¿Qué otra cosa puede ser?
La Poncia: ¿Tú lo crees así? (Con sorna.)
Bernarda: (Enérgica.) No lo creo. ¡Es así!
La Poncia: Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería?
Bernarda: Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo.
La Poncia: (Siempre con crueldad.) Bernarda: aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te
quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza,
digas lo que tú quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el
mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no viniera?
5
Bernarda: ¡Y lo haría mil veces! ¡Mi sangre no se junta con la de los Humanes
mientras yo viva! Su padre fue gañán.
La Poncia: ¡Y así te va a ti con esos humos!
Bernarda: Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien
cuál es tu origen.
La Poncia: (Con odio.) ¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja, siempre agradecí tu
protección.
Federico García Lorca (1936), La casa de Bernarda Alba.
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SECTION ESPAGNOLE
ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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Criada: (…) (Limpia.) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de
acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un plato y
una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para contarlo! (Vuelven a sonar
las campanas) Sí, sí, ¡vengan clamores! ¡Venga caja con filos dorados y toallas de seda
para llevarla! ¡Que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María
Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a
levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos,
empiezan a entrar mujeres de luto con pañuelos grandes, faldas y abanicos negros.
Entran lentamente hasta llenar la escena). (La Criada, rompiendo a gritar) ¡Ay
Antonio María Benavides, que ya no verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa!
Yo fui la que más te quiso de las que te sirvieron. (Tirándose del cabello) ¿Y he de vivir
yo después de verte marchar? ¿Y he de vivir?
(Terminan de entrar las doscientas mujeres y aparece Bernarda y sus cinco Hijas.)
Bernarda: (A la Criada.) ¡Silencio!
Criada: (Llorando) ¡Bernarda!
Bernarda: Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera
más limpio para recibir al duelo. Vete. No es este tu lugar. (La Criada se va
llorando.) Los pobres son como los animales; parece como si estuvieran hechos de otras
sustancias.
Mujer 1.ª: Los pobres sienten también sus penas.
Bernarda: Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.
Muchacha: (Con timidez) Comer es necesario para vivir.
Bernarda: A tu edad no se habla delante de las personas mayores.
Mujer 1.ª: Niña, cállate.
Bernarda: No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan. Pausa.
Fuerte.) Magdalena, no llores, si quieres llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has
oído?
Mujer 2.ª: (A Bernarda.) ¿Habéis empezado los trabajos en la era?
Bernarda: Ayer.
Mujer 3.ª: Cae el sol como plomo.
Mujer 1.ª: Hace años no he conocido calor igual.
(Pausa. Se abanican todas.)
Bernarda: ¿Está hecha la limonada?
La Poncia: Sí, Bernarda. (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, que
distribuye.)
Bernarda: Dale a los hombres.
La Poncia: Ya están tomando en el patio.
Bernarda: Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí.
Muchacha: (A Angustias.) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo.
Angustias: Allí estaba.
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Bernarda: Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni
yo.
Muchacha: Me pareció...
Bernarda: Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos
todas.
Mujer 2.ª: (Aparte, en baja voz) ¡Mala, más que mala!
Mujer 3.ª: (Lo mismo.) ¡Lengua de cuchillo!
Bernarda: Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y ese
porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana.
Mujer 1.ª: (En voz baja) ¡Vieja lagarta recocida!
La Poncia: (Entre dientes) ¡Sarmentosa por calentura de varón!
Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado sea Dios!
Federico García Lorca (1936), La casa de Bernarda Alba.
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SECTION ESPAGNOLE
ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue
admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio que
hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes
vislumbraron1 el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocos
minutos después del crimen. Irrumpieron jadeando2 en la Casa Cural, perseguidos de
cerca por un grupo de árabes enardecidos3, y pusieron los cuchillos con el acero limpio
en la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo bárbaro de la
muerte, y tenían la ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de
sangre todavía viva, pero el párroco recordaba la rendición como un acto de gran
dignidad.
—Lo matamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes.
—Tal vez ante Dios —dijo el padre Amador.
—Ante Dios y ante los hombres –dijo Pablo Vicario–. Fue un asunto de honor.
Más aún: en la reconstrucción de los hechos fingieron un encarnizamiento
mucho más inclemente que el de la realidad, hasta el extremo que fue necesario reparar
con fondos públicos la puerta principal de la casa de Plácida Linero, que quedó
desportillada4 a punta de cuchillo. En el panóptico5 de Riohacha, donde estuvieron tres
años en espera del juicio porque no tenían con qué pagar la fianza para la libertad
condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por su buen carácter y su espíritu
social, pero nunca advirtieron en ellos ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo,
la realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía
para matar a Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron
mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo
consiguieron.
Según me dijeron años después, habían empezado por buscarlo en la casa de
María Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato, como
muchos otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba
ahí a la hora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues habíamos salido a
hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. ―Jamás
habrían vuelto a salir de aquí‖, me dijo María Alejandrina Cervantes y, conociéndola
tan bien, nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde
Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. ―Era el
único lugar abierto‖, declararon al instructor. ―Tarde o temprano tenía que salir por ahí‖,
me dijeron a mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sabía que la
puerta principal de la casa de Plácida Linero permanecía trancada por dentro, inclusive
durante el día, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la entrada
posterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía más de una hora
que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si después salió por la puerta de
la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan imprevista que el mismo
instructor del sumario no acabó de entenderla.
Gabriel García Márquez (1981), Crónica de una muerte anunciada.
.
1
vislumbraron: aquí, darse cuenta, aunque confusamente.
jadeando: Entraron con violencia respirando anhelosamente como resultado del trabajo impetuoso
realizado.
3
enardecidos: excitados.
4
desportillada: deteriorada o maltratada.
5
panóptico: edificio cuyo interior se puede ver totalmente desde un solo punto.
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ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la noche
después de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos
de la boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos cantando en el
patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una maletita de cosas personales que
estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta con ropa
de diario, pero el recadero estaba de prisa.1 Se había dormido a fondo cuando tocaron a
la puerta. «Fueron tres toques muy despacio —le contó a mi madre—, pero tenían esa
cosa rara de las malas noticias». Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz
para no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol
público, con la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantasía sostenidos con
tirantes elásticos. «Tenía ese color verde de los sueños», le dijo Pura Vicario a mi
madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando Bayardo
San Román la agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en
piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se
habían desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el fondo del precipicio.
—Ave María Purísima2 —dijo aterrada—. Contesten si todavía son de este
mundo.
Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia
el interior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y
le habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
—Gracias por todo, madre —le dijo—. Usted es una santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la
muerte con su secreto. «Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una
mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar», me
contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas
mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer
cuando ya estaba consumado el desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia
por su madre. Encontraron a Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor
y con la cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada
—me dijo—. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la
conduerma3 de la muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para
tirarme a dormir». Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por
la cintura y la sentó en la mesa del comedor.
—Anda, niña —le dijo temblando de rabia—: dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las
tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
1
el recadero estaba de prisa: el hombre de los recados, que hace pequeños transportes, tenía prisa.
Ave María Purísima: palabras de saludo religioso usadas aquí como expresión de asombro y para
protegerse ante algo peligroso o demoníaco.
3
conduerma (americanismo): modorra, estado semiletárgico.
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este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una
mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
—Santiago Nasar —dijo.
Gabriel García Márquez (1981), Crónica de una muerte anunciada.
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ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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…porque la mayor locura que puede
hacer un hombre en esta vida es dejarse
morir, sin más ni más…
SANCHO
(Quijote, II, cap. 74.)
1
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Me llamarán, nos llamarán a todos.
Tú, y tú, y yo, nos turnaremos,
en tornos de cristal, ante la muerte.
Y te expondrán, nos expondremos todos
a ser trizados ¡zas! por una bala.
Bien lo sabéis. Vendrán
por ti, por ti, por mí, por todos.
Y también
por ti.
(Aquí
no se salva ni dios. Lo asesinaron.)
Escrito está. Tu nombre está ya listo,
temblando en un papel. Aquel que dice:
abel, abel, abel... o yo, tú, él…
2
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Pero tú, Sancho Pueblo,
pronuncias anchas sílabas,
permanentes palabras que no lleva el viento…
Blas de Otero (1955), Pido la paz y la palabra
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ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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ESTAMPA DE INVIERNO
Mientras yo en mi yacija1 como es debido yazgo2
arropado en las mantas y las evocaciones
de días más luminosos y clementes,
por no sé qué resquicio de mi ventana entra
un cuchillo de frío,
un gris galgo3 de frío
que se afana en mis huesos con furia roedora.
5
No es de ahora, ese frío.
Viene desde muy lejos:
de otras calles vacías y lluviosas,
de remotas estancias en penumbra
pobladas sólo por suspiros,
de sótanos sombríos
en cuyos muros reverbera el miedo.
10
15
(En un lugar distante,
trizó4 una bala
el luminoso espejo de aquel sueño,
y alguien gritaba aquí, a tu lado.
Amanecía.)
20
No.
No está desajustada la ventana;
la que está desquiciada es mi memoria.
Ángel González (2001), Otoños y otras luces, sección ―Otoños‖.
1
yacija: Lecho o cama pobre.
yacer: Dicho de una persona: Estar echada o tendida.
3
galgo: Casta de perro muy ligero.
4
trizar: hacer trizas, hacer pedazos.
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DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
–7–
SONETO XCIV
Si muero sobrevíveme con tanta fuerza pura
que despiertes la furia del pálido y del frío,
de sur a sur levanta tus ojos indelebles,
de sol a sol que suene tu boca de guitarra.
5
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No quiero que vacilen tu risa ni tus pasos,
no quiero que se muera mi herencia de alegría,
no llames a mi pecho, estoy ausente.
Vive en mi ausencia como en una casa.
Es una casa tan grande la ausencia
que pasarás en ella a través de los muros
y colgarás los cuadros en el aire.
Es una casa tan transparente la ausencia
que yo sin vida te veré vivir
y si sufres, mi amor, me moriré otra vez.
Pablo Neruda (1959), Cien sonetos de amor.
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DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
–8–
La memoria en un probador
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Cuando fue a buscar a su marido con una percha en cada mano, él le dirigió una
mirada genuinamente despavorida, difícil de resistir.
–Pero, tanto… –y giró la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, como si
buscara un agujero negro por el que fuera posible huir hacia otra dimensión–. ¿Tú crees
que de verdad es necesario?
Mientras le veía caminar con la cabeza gacha hasta el probador, ella no pensó en
la boda de su hermano, ni en la del íntimo amigo que había decidido casarse justo el
último día del verano. No siguió mirando trajes, ni trató de calcular si su marido se
gustaría con alguno de los que ella había escogido, después de tantos días discutiendo,
aferrado él a la certeza de que el contenido de su armario era suficiente, llevándole ella
la contraria con la misma convicción. No, aquella tarde, en aquel centro comercial
ajeno, próximo a la casa de verano en la que los dos cultivaban las chanclas y los
pantalones del mercadillo con el mismo placentero afán, a ella le dio por acordarse de su
propia boda.
El día que comenzó su historia, los dos llevaban muchos años unidos a otras
personas. También llevaban mucho tiempo buscándose, haciendo como que se
tropezaban el uno con la otra al cruzarse por un pasillo, pero, quizá precisamente por
eso, ninguno de los dos se lo tomó muy en serio. La seriedad se impuso ella sola, mucho
más deprisa de lo que esperaban, y a partir de ahí todo fue fácil, no porque no tuvieran
problemas, sino porque les daba lo mismo tenerlos. Los dos perdieron un piso, un coche
y un montón de dinero, y ninguno de los dos era rico, pero les siguió dando lo mismo.
El apartamento de alquiler donde se instalaron era demasiado pequeño para las cosas de
los dos, pero regalaron muebles, ropa, libros, y todo lo demás fue a parar a un trastero.
No les hacía falta. No tenían ni tiempo ni ocasión de ver la televisión, de comer en
restaurantes, de ir al cine o de tiendas, así que ni se les pasó por la cabeza la idea de
casarse. Un hijo sí. En la pequeña y feliz, atávica Arcadia entre sábanas donde habían
escogido vivir, fue muy natural que los dos quisieran enseguida un hijo de los dos, y eso
también fue muy fácil. Tanto, que acabó siendo además muy complicado.
En realidad, piensa ella ahora, montando guardia en la puerta del probador, a
ellos no les casó el concejal que ofició su boda, sino la abogada que él contrató para
hacer frente a la demanda de su anterior pareja de hecho. Fue ella la que le recomendó
que hiciera testamento para reconocer de antemano al hijo que venía de camino. Si no lo
haces y te pasa algo, precisó, tu ex mujer alegará que tú no eres su padre, porque no se
pueden hacer pruebas de paternidad post mortem. A ella, que estaba delante, aquel
discurso le debió pillar en una coyuntura hormonal más bien tonta, porque se le saltaron
las lágrimas y todo. Pero eso es una barbaridad, acertó a balbucir, es tan macabro… La
abogada se encogió de hombros y alegó que ella no tenía la culpa. ¿Y si me caso?,
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preguntó él entonces. Si te casas, el niño que nazca será hijo tuyo de todas todas. ¿Sí?, y
no se lo pensó un segundo, pues entonces me caso.
Solo por ese motivo, tan técnico, tan siniestro, tan poco romántico, se casaron
ellos dos. Claro que entre el divorcio de ella, el papeleo, la necesidad de encontrar un
concejal amigo que les casara en sábado, los compromisos de una familia y los de la
otra, al final, ella estaba ya de siete meses y medio. Eso también le dio igual. De
pequeña habría querido hacer la comunión vestida de Sissi Emperatriz, pero las monjas
de su colegio la obligaron a llevar el mismo hábito que las demás niñas. Después, a
principios de los ochenta se casó con un traje de chaqueta típico de novia progre, que
fue claramente un error. Así que decidió hacerse un traje de novia definitivo y sin
complejos, un vestido color champán, escotado, bordado, largo y vaporoso, que la
favorecía un montón aunque le marcara muy bien la barriga. Aquel día, su novio
también decidió ser feliz, y desdeñó por igual el traje y la corbata a favor de una
americana vagamente entonada con los vaqueros, porque, como le dijo a ella, total, esto
ya no es una boda de penalti, sino de goleada…
Todo esto recuerda ella ahora, en la puerta del probador, y que al final se rieron
un montón, que se lo pasaron muy bien en su propia boda, tanto como se lo habían
pasado antes, como se lo seguirían pasando después mientras la vida, tan complicada,
fuera multiplicando sus problemas sin invadir jamás el irreductible fortín de su felicidad
originaria. Por eso, ahora avanza hacia la puerta, la abre, descubre a su marido
mirándose en el espejo con cara de acelga, y le arrebata la americana que tiene entre las
manos.
–¿Sabes lo que te digo? –añade después, solamente–. Que no hace falta que te
compres un traje.
–¿No? –él la mira, sonríe, ensancha la sonrisa mientras la ve negar con la
cabeza–. ¡Qué bien!
Almudena Grandes, El País, 15/08/2010
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ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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En torno a Daniel, el Mochuelo, se hacía la luz de un modo imperceptible. Se
borraban las estrellas del cuadrado del cielo delimitado por el marco de la ventana y
sobre el fondo blanquecino del firmamento la cumbre del Pico Rando comenzaba a
verdear. Al mismo tiempo, los mirlos, los ruiseñores, los verderones y los rendajos
iniciaban sus melodiosos conciertos matutinos entre la maleza. Las cosas adquirían
precisión en derredor; definían, paulatinamente, sus volúmenes, sus tonalidades y sus
contrastes. El valle despertaba al nuevo día con una fruición aromática y vegetal. Los
olores se intensificaban, cobraban densidad y consistencia en la atmósfera circundante,
reposada y queda.
Entonces se dio cuenta Daniel, el Mochuelo, de que no había pegado un ojo en
toda la noche. De que la pequeña y próxima historia del valle se reconstruía en su mente
con un sorprendente lujo de pormenores. Lanzó su mirada a través de la ventana y la
posó en la bravía y aguda cresta del Pico Rando. Sintió entonces que la vitalidad del
valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un
vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total. Se daban uno al otro en
un enfervorizado anhelo de mutua protección, y Daniel, el Mochuelo, comprendía que
dos cosas no deben separarse nunca cuando han logrado hacerse la una al modo y
medida de la otra.
No obstante, el convencimiento de una inmediata separación le desasosegaba,
aliviando la fatiga de sus párpados. Dentro de dos horas, quizá menos, él diría adiós al
valle, se subiría en un tren y escaparía a la ciudad lejana para empezar a progresar. Y
sentía que su marcha hubiera de hacerse ahora, precisamente ahora que el valle se
endulzaba con la suave melancolía del otoño y que a Cuco, el factor1, acababan de
uniformarlo con una espléndida gorra roja. Los grandes cambios rara vez resultan
oportunos y consecuentes con nuestro particular estado de ánimo.
A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no
tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella
manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no
le importaba un ardite2. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia
y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del inglés, y la
gruesa y enloquecida corriente del Chorro, y el corro de bolos3 y el rincón melancólico
y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido
reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas
de la Uca-uca4 y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la
entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle.
Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni
capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace
falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no
quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un
hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra
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a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de
decidir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por
qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?
Miguel Delibes (1950), El Camino.
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factor: empleado de la estación de ferrocarril
ardite: cosa insignificante
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bolos: juego popular
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Uca-uca: amiga de Daniel
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JUIN 2015
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ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE
DURÉE : 30 minutes.
SUJET : LENGUA Y LITERATURA
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Le empujó su desesperación, un vago afán de emular al joven enlutado, a los
niños del grupo de «los voces impuras». Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los
primeros metros. Daniel, el Mochuelo, tenía como un fuego muy vivo en la cabeza, una
mezcla rara de orgullo herido, vanidad despierta y desesperación. «Adelante –se decía–.
Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas.» «Nadie será capaz de hacer lo que tú
hagas». Y seguía ascendiendo, aunque los muslos le escocían1 ya. «Subo porque no me
importa caerme.» «Subo porque no me importa caerme», se repetía, y al llegar a la
mitad miró hacia abajo y vio que toda la gente del prado pendía de sus movimientos y
experimentó vértigo y se agarró afanosamente al palo. No obstante, siguió trepando. Los
músculos comenzaban a resentirse del esfuerzo, pero él continuaba subiendo. Era ya
como una cucarachita a los ojos de los de abajo. El palo empezó a oscilar como un árbol
mecido por el viento. Pero no sentía miedo. Le gustaba estar más cerca del cielo, poder
tratar de tú al Pico Rando. Se le enervaban los brazos y las piernas. Oyó un grito a sus
pies y volvió a mirar abajo.
–¡Daniel, hijo!
Era su madre, implorándole. A su lado estaba la Mica, angustiada. Y Roque, el
Moñigo, disminuido, y Germán, el Tiñoso, sobre quien acababa de recobrar la jerarquía,
y el grupo de «los voces puras» y el grupo de «los voces impuras», y la Guindilla mayor
y don José, el cura, y Paco, el herrero, y don Antonino, el marqués, y también estaba el
pueblo, cuyos tejados de pizarra ofrecían su mate superficie al sol. Se sentía como
embriagado; acuciado2 por una ambición insaciable de dominio y potestad. Siguió
trepando sordo a las reconvenciones de abajo. La cucaña era allí más delgada y se
tambaleaba con su peso como un hombre ebrio. Se abrazó al palo frenéticamente,
sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta.
Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero
los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha
venido el novio de la Mica», «Mira, ha venido el novio de la Mica», se dijo, con rabia
mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un
silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró, y ascendió un poco más.
Ya se hallaba en la punta. La oscilación de la cucaña aumentaba allí. No se atrevía a
soltar la mano para asir3 el galardón. Entonces acercó la boca y mordió el sobre
furiosamente. No se oyó abajo ni un aplauso, ni una voz. Gravitaba sobre el pueblo el
presagio de una desgracia. Daniel, el Mochuelo, empezó a descender. A mitad del palo
se sintió exhausto, y entonces dejó de hacer presión con las extremidades y resbaló
rápidamente sobre el palo encerado, y sintió abrasársele las piernas y que la sangre
saltaba de los muslos en carne viva.
De improviso se vio en tierra firme, rodeado de un clamor estruendoso,
palmetazos4 que le herían la espalda y cachetes5 y besos y lágrimas de su madre, todo
mezclado. Vio al hombre enlutado que llevaba del brazo a la Mica y que le decía,
sonriente: «Bravo, muchacho». Vio al grupo de «los voces impuras» alejarse
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cabizbajos6. Vio a su padre, haciendo aspavientos y reconviniéndole y soltando chorros
de palabras absurdas que no entendía. Vio, al fin, a la Uca-uca correr hacia él,
abrazársele a las piernas magulladas y prorrumpir en un torrente de lágrimas
incontenibles...
Luego, de regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, cambió otra vez de parecer en el
día y se confesó que no tenía ningún motivo para estar atribulado. Después de todo, el
día estaba radiante, el valle era hermoso y el novio de la Mica le había dicho sonriente:
«¡Bravo, muchacho!».
Miguel Delibes (1950), El Camino.
1
escocer: Producirse una sensación parecida a la causada por una quemadura.
acuciar: Impulsar a alguien a ejecutar una acción.
3
asir: coger, atrapar.
4
palmetazo: Golpe dado con la palma de la mano o con una palmeta.
5
cachete: Golpe que se da en la cabeza o en la cara con la palma de la mano.
6
cabizbajo: Dicho de una persona: Que tiene la cabeza inclinada hacia abajo por abatimiento, tristeza o
cuidados graves.
2
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Entonces lo ve. Está de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el
verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos
grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído
de intemperie. Presa de la anómala resignación de quien sabe que su hora ha llegado, a
través de sus gafas de miope enteladas de agua, Sánchez Mazas mira al soldado que lo
va a matar o va a entregarlo –un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo por la
lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos salientes– y lo
recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos que le vigilaban en el
monasterio. Lo reconoce o cree reconocerlo, pero no le alivia la idea de que vaya a ser
él y no un agente del SIM quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo
humilla como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo no haber muerto
junto a sus compañeros de cárcel o no haber sabido hacerlo a campo abierto y a pleno
sol y peleando con un coraje del que carece, en vez de hacerlo ahora y allí, embarrado y
solo y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así, loca y
confusa la encendida mente, aguarda Rafael Sánchez Mazas –poeta exquisito, ideólogo
fascista, futuro ministro de Franco– la descarga que ha de acabar con él. Pero la
descarga no llega, y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte
recordara una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza
lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor de acecho de
los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil apuntándole sin ostentación,
el gesto más indagador que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su
primera presa, y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor
vegetal de la lluvia un grito cercano:
–¿Hay alguien por ahí?
El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no
entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de
gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una
especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la
razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación
con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos
los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del
arroyo elude a la piedra, porque las palabras solo están hechas para decirse a sí mismas,
para decir lo decible, es decir, todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne
o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo
cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza
al aire sin dejar de mirarlo:
–¡Aquí no hay nadie!
Y luego da media vuelta y se va.
Javier Cercas (2001), Soldados de Salamina.
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— ¿Y qué es un héroe?
La pregunta pareció sorprenderle, como si nunca se la hubiese hecho, o como si se la
hubiera estado haciendo desde siempre; con la taza en el aire, me miró fugazmente a los
ojos, volvió la vista hacia la bahía, por un momento reflexionó; luego se encogió de
hombros.
—No lo sé –dijo–. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el
coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se
equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no
ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que
no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?
Para entonces ya hacía casi un mes que yo no pensaba en Soldados de Salamina, pero
en aquel momento no pude evitar el recuerdo de Sánchez Mazas, que no mató nunca y
que en algún momento, antes de que la realidad le demostrara que carecía del coraje y el
instinto de la virtud, acaso se creyó un héroe. Dije:
—No lo sé. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una
persona decente.
—Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe –replicó en el acto
Bolaño–. Personas decentes hay muchas: son las que saben decir no a tiempo; héroes, en
cambio, hay muy pocos. En realidad, yo creo que en el comportamiento de un héroe hay
casi siempre algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no
puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no
se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en
un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración. Ahí está Allende,
hablando por Radio Magallanes, tumbado en el suelo en un rincón de La Moneda, con la
metralleta en una mano y el micrófono en la otra, hablando como si estuviera borracho o
como si ya estuviera muerto, sin saber muy bien lo que dice y diciendo las palabras más
limpias y más nobles que yo he escuchado nunca… Ahora me acuerdo de otra historia.
Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle
del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró
en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre.
Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los
bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber
que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a
salir. –Bolaño se detuvo, con el dedo índice se subió las gafas hasta que la montura rozó
las cejas–. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase
movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba
por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que
obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo
que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un
héroe.
Javier Cercas (2001), Soldados de Salamina.
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