El absolutismo de la tecnología y la Ley Natural

Anuncio
El absolutismo de la tecnología y la Ley Natural
Natalia López Moratalla
Fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria
Benedicto XVI impulsa a las universidades católicas a orientar la actividad de sus
investigadores hacia una rehabilitación de la ley natural, un empeño que él mismo
refuerza con sus valiosas aportaciones personales.
Una de esas aportaciones la realiza en la encíclica Caritas in Veritate (CiV) al plantear
el reto de “fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria sino verdaderamente
humanizada por el reconocimiento del bien que la precede”.
Para alcanzar tal aprecio, dirá, “es necesario que el hombre entre en sí mismo para
descubrir las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su
corazón… la ley natural, en la que brilla la Razón creadora, indica la grandeza del
hombre, pero también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad moral”
(CiV, n.68).
Estamos en una cultura en la que se ha llevado a cabo una fuerte disolución de lo
humano, y se ha perdido el sentido profundo de las tradiciones, en cuyo seno las
personas se enfrentan a las cuestiones fundamentales de la existencia. No estamos
sólo ante un problema de presión multicultural, sino que nos movemos en un déficit de
racionalidad, motivado fundamentalmente por el absolutismo de la biotecnología.
Se nos presenta impuesta la elección entre una tecnología cerrada en sí misma, que
afirma que lo que puede técnicamente llevarse a cabo puede éticamente hacerse, y,
más incluso, debe realizarse; o una tecnología orientada por la naturaleza propia de la
realidad en juego. Debemos elegir entre la omnipotencia y omnipresencia de una
técnica que niega valor al progreso mismo, o la mirada atenta a lo que son las cosas, y
a lo que son los procesos naturales de desarrollo.
La lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, la batalla
por la racionalidad de la Bioética es, en afirmación de Benedicto XVI "un ámbito muy
delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión
fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Estamos
ante un aut aut decisivo” (CiV, n.74).
Un aut aut entre la razón y la fe. La sola razón, atraída obsesivamente hacia el
quehacer técnico, se pierde en sus sueños de autosuficiencia y pleno poder. La fe sola
se aleja de un mundo real, en el que la vuelta al pasado pre-tecnológico ya no es
posible.
En la esencia de la cultura del hombre autónomo, el hombre que niega y reniega de
deberle la existencia a alguien, está la pretensión de tomar él las riendas del futuro de
la humanidad apoyándose en la biotecnología. Es una permanente negación del
proyecto del Creador que exige borrar la naturaleza de las criaturas, reinventar el
proyecto original y realizarlo justamente con el poder de la técnica.
El intento de borrar lo natural, la naturaleza humana en concreto, y exaltar lo artificial, lo
diseñado y hecho por los hombres conllevaría necesariamente cambiar la finalidad
natural para imponer los propios fines, sin reconocer que lo natural es previo a su
intervención. Para ello se precisa necesariamente descomponer lo que constituye cada
unidad vital para recomponer según su proyecto.
¿Qué tipo de garantía puede existir para una programación de la humanidad basada en
opciones y preferencias que están fuera, y en contra, de los lazos naturales que ligan la
vida de los hombres? La destrucción, cultura de la muerte, que acompaña, paso a
paso, a los planteamientos de la autonomía del hombre, responde por sí misma que no
existe garantía alguna.
Precisamente, como refleja la encíclica, “el desarrollo de la persona se degrada cuando
ésta pretende ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el
desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse
utilizando los «prodigios» de la tecnología” (CiV, n.68)… Precisamente, “la persona
humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo” y, añade Benedicto XVI, “éste no
está garantizado por una serie de mecanismos naturales” (CiV, n.68).
Por muchos que sean, que los son, los avances de las ciencias de la naturaleza, el
mundo natural no es obra del hombre y en él existe una razón, una coherencia y una
lógica que el hombre no ha creado, sino que se la encuentra existiendo. Más aún, el
hombre, cada hombre, es más que sus sofisticados procesos cerebrales.
El desencanto total de nuestra cultura proviene de creer que ya ha “desvelado
cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida…, y afirma “es aquí
donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión” (CiV, n.25).
El nihilismo trabaja las realidades más importantes y radicales de la naturaleza
humana. Hoy la teoría de género inventa un hombre liberado de la diferencia sexual:
los hombres y las mujeres son intercambiables y las orientaciones sexuales podrían ser
origen de la pareja y de la familia. Las ideologías de este corte pasan a través de leyes
que tienen por objeto crear la realidad social capaz de asumir sus planteamientos. Los
grupos de presión y los informes de las grandes Conferencias mundiales, preparados
ideológicamente de antemano en muchos organismos internacionales y europeos,
crean a menudo leyes que parecen “simples ajustes técnicos”. Y, sin embargo, en su
trasfondo reiterado, generan una concepción de la vida y cambian el sentido de la
realidad de instituciones naturales como el matrimonio, la familia.
Tales planteamientos, ofrecidos como científicos, requieren pasar al menos el control
de ese laboratorio, que es la naturaleza humana vista desde la ciencia misma. La
ciencia actual tiene explicación acerca de qué hace humano el cuerpo humano y no
cabe en ella el determinismo biológico. Estas ideologías de corte marxista y racista,
que están sumiendo la cultura de hondas raíces judeocristianas, se contradicen
totalmente con los avances del conocimiento.
Cada generación tiene sus retos intelectuales específicos, justamente porque en cada
etapa el avance del conocimiento de la naturaleza plantea desarrollos tecnológicos que
permiten un tipo u otro de intervenciones y que siempre requieren orientación. Y esa
orientación no es técnica sino ética. Este es uno de lo retos de nuestras Universidades.
Tanto la búsqueda de la verdad mediante el método de las ciencias positivas, como las
aplicaciones de los conocimientos exigen una racionalidad ética capaz de establecer la
relación entre el sentido biológico de los procesos, que lo pone de manifiesto el
conocimiento científico, y el sentido personal de los procesos del cuerpo humano,
puesto que el hombre es un ser vivo con un carácter personal. Y por serlo puede
liberarse del automatismo determinante de los procesos biológicos.
Sin embargo, la racionalidad ética, la racionalidad de las bioéticas, se reduce con
demasiada frecuencia a la descripción mecánica del proceso, las ventajas o
inconvenientes de intervenir en tal o cual proceso, sin preguntarse por la dimensión
propiamente humana de ese hecho natural.
Se requiere, por tanto, una doble tarea. Por una parte, liberar las certezas científicas.
En una cultura en que la verdad no cuenta sino que todo parece relativo, y la única
verdad es lo factible, lo que pueda hacerse, aportar certezas científicas autenticas,
respecto al hombre y el mundo, es un servicio innegable y posiblemente imprescindible.
Por otra, lograr que la ética, la bioética, tenga la ley natural como lenguaje universal y
en su horizonte el sentido de la persona.
En definitiva, se trata de ensanchar nuestro concepto de razón y nuestro uso de la
misma. La razón humana no se identifica con la actividad científica, ni la ciencia con el
método positivo del conocer para hacer.
El deber ético de liberar la verdad científica
El avance de las ciencias biomédicas, en especial de las neurociencias, ofrecen una
oportunidad única en la búsqueda de certezas sobre el hombre y el mundo natural. La
condición para cumplir esta tarea es no rendirse ante la presión de los reduccionismos,
que incapacitan para percibir lo que no se puede explicar con la mera materialidad, o
percibir lo que está más allá de los intereses que ofrecen la utilidad de los
conocimientos.
Lo que aparece a la observación empírica es signo, siempre, de la realidad más
profunda. Para cada hombre el primer nivel es siempre lo biológico y este nivel se
funde inseparablemente con el nivel del espíritu, que le permite vivir en convivencia con
los demás. Es esta certeza la que puede orientar racionalmente la conducta humana en
lo que se refiere a las intervenciones biotecnológicas en la corporalidad del hombre.
El presupuesto intelectual para alcanzar tal certeza exige superar el dualismo y
elaborar, desde la unidad radical de las dos dimensiones de cada ser humano –nivel
biológico y el nivel del espíritu-, un conocimiento antropológico interdisciplinar que parta
de un conocimiento de la biología humana, riguroso y actualizado.
Obviamente no se trata de defender un “naturalismo” en el sentido de reducir la moral,
la Bioética, a las leyes biológicas, como si el cuerpo humano fuera neutro y no
personal. Por el contrario, se trata de poner de manifiesto, desde y con la biología
humana, qué esconde el cuerpo del hombre más allá de los datos empíricos.
El primer paso imprescindible es el rigor del conocimiento de los hechos corporales. El
significado natural de los hechos y procesos biológicos y sin solución de continuidad el
sentido humano de esos hechos biológicos, aquello de lo que los hechos y procesos
son signo. Su sentido en la unidad del ser humano que es biología potenciada con
libertad, biología humana, y no mera zoología. Hay conocimientos científicos que tienen
relevancia ética y han de ser liberados de las presiones ideológicas y utilitaristas, y
dados a conocer como fuente de cultura.
La Bioética renuncia a su valor de guía cuando no conjuga los dos aspectos
indisolubles para el juicio ético. Presenta entonces un cierto déficit de racionalidad
debido a uno u otro tipo de dualismo. Por una parte, porque separa las dos
dimensiones o dinamismos de la única vida de cada uno, que hace que el cuerpo
humano sea siempre personal. Y por otra, la separación entre lo natural y lo racional al
no dar cuenta de los limites naturales de la corporalidad.
La recurrencia de la Ética
Aunque el hombre autónomo niegue la naturaleza humana, sin embargo, no ha sido
capaz de eliminar la cuestión ética. Realmente podemos aceptar pacíficamente que
sociedades diversas tengan sistemas de organización “social” diversos. Pero cuando
las diferencias se refieren a asuntos que afectan al hombre en su humanidad, asuntos
serios de la vida, la divergencia u oposición no puede ser admitida sin abdicar de
nuestra condición humana.
La capacidad de juicio no se puede erradicar. La experiencia ética es indestructible,
aunque pueda sofocarse. La experiencia ética es una dimensión radical de nuestra
propia experiencia humana. En ella aparece precisamente la verdad sobre el hombre
como medida de su libertad. Es la experiencia de sí mismo como tarea a realizar. Tarea
fundamental de la propia vida, de ninguna forma comparable con la realización de
cualquier otro objetivo.
Es la experiencia de lo malo o lo bueno radical, de lo que me hace presentable o
impresentable como persona. “En todo conocimiento y acto de amor, el alma del
hombre experimenta un “más” que se asemeja mucho a un don recibido, a una altura a
la que se nos lleva” (CiV, n.76). La ética no le viene al hombre de fuera, sino que lo
ético es intrínseco al ser humano. Cuando la persona traiciona un valor moral, la
conciencia moral le condena como persona. No se trata del mero disgusto que sigue a
fallar en un ámbito sectorial.
Puesto que al decidir libremente, decidimos en el fondo sobre nosotros mismos, la
referencia que nos advierte sobre el acierto o desacierto de nuestra decisión libre será
la verdad sobre nosotros mismos. La experiencia ética está estrechamente ligada a la
experiencia de la libertad y del alcance de la libertad. La valoración ética positiva o
negativa se fundamenta, para todo hombre, en lo que es humano o es
deshumanizante. La interpelación ética tiene siempre el carácter de algo que se me
impone, algo que yo no he creado, ni me remite a la cultura, y respecto a lo cual hay
una actitud adecuada y otra que no lo es.
La Bioética tiene a la naturaleza humana como instancia a la que apelar. La
fundamentación de la dignidad personal no es una fundamentación meramente
científica. Lo decisivo es cómo y de qué manera cada dimensión biológica involucra a
la persona titular del cuerpo. Qué significado propio personal tiene un proceso corporal
y, por tanto, qué es lo que se hace realmente al intervenir en él
La ley de la libertad es la referencia universal necesaria para el juicio ético
El carácter personal del cuerpo humano es la gramática de la ley natural, el lenguaje
universal de la Bioética. El cuerpo de cada uno de los hombres es signo de la
presencia de la persona que es su “titular”. El cuerpo humano tiene un lenguaje que
manifiesta y expresa a la persona. Habla acerca de una realidad que no se agota en la
descripción de los procesos fisiológicos, sino que remiten más allá, a la persona. Cada
cuerpo de hombre tiene un plus de realidad.
Lo que hace humano el cuerpo de cada hombre no es tener más genes manipulables a
fin de hacer avanzar la evolución de la especie hacia superhombres antológicamente
autosuficientes. El hombre no posee “otro” principio vital, que no sea la potenciación
con libertad de la dinámica de la expresión de los genes, elevación o potenciación con
libertad del único programa genético que cada hombre, como cualquier ser vivo, hereda
de sus progenitores.
No existe una “propiedad biológica” que explique la apertura libre, intelectual y amorosa
de los seres humanos. La libertad, que procede de la persona, hace humano el cuerpo
al liberar a cada uno de quedar encerrado en el automatismo de lo meramente
biológico. La dinámica de la vida, que analiza la Biología humana, muestra que el
mensaje genético siempre heredado en vez de quedarse ordenado a la mera vida
corporal, en función de la especie, se ordena hacia el fin propio personal. Cada hombre
está abierto a la relación con los demás y el mundo, y así humaniza la necesidad
biológica, su pobreza biológica. Cada uno se agranda o se estrecha a sí mismo sus
aperturas naturales hacia dentro de sí mismo y hacia los demás; por ello, los hombres
no están nunca terminados. Se abren sin límite con los hábitos.
Lo propiamente humano, de cada uno de los hombres y no de la especie, es su
capacidad de liberarse del automatismo de los procesos biológicos; de forma especial
del encierro en la fisiología neuronal. Y al mismo tiempo, el desarrollo de cada uno –
indispensable puesto que los seres humanos no están nunca terminados- no es
opcional. La naturaleza humana marca unos límites naturales. No somos disponibles,
de hecho, para nosotros mismos, ni tampoco lo son los demás.
La vida de cada hombre es trabajo, tarea a realizar y por tanto empresa moral. Es así
como la debilidad biológica es compensada por la razón, un elemento radicalmente
nuevo en el mundo de la vida.
Es la naturaleza humana la que pone las condiciones al ejercicio de la libertad. Al ser
conocida y asumida la propia naturaleza, indagada racionalmente su propia
inteligibilidad, orienta las elecciones libres que las personas han de realizar. Son
orientaciones de la propia naturaleza.
En este sentido se habla de la existencia de esa ley natural: decir que es ley natural es
afirmar que es intrínseca a la persona humana: que las especificaciones de esa ley se
derivan de la finalidad de las inclinaciones naturales del hombre. Los principios
derivados de las inclinaciones naturales del hombre tienen así el fundamento racional.
Por otra parte, es inevitable la convicción de que los principios de la Ética tienen una
validez universal. El conocimiento de los principios éticos universales no requiere como
condición previa la vivencia de la fe. Las personas están capacitadas para sentir su
“alerta” y comprometerse con ellos, a pesar de los múltiples factores de todo tipo que
condicionan el descubrimiento de la verdad y del bien. Son naturalmente racionales.
De acuerdo con los tres tipos de tendencias naturales existen tres principios
universales. Esos principios son expresión de la racionalidad creadora capaces de
guiar positivamente el ejercicio de la libertad, porque son verdaderos. Si nos han sido
revelados es para evitar las carencias del conocimiento de las personas, y las posibles
influencias negativas culturales o sociales, de su desconocimiento. No porque fueran
expresión de un voluntarismo divino, omnipotente pero tal vez arbitrario.
En primer lugar, la inclinación a conservar y desarrollar su vida, que por ser vida
humana no es mera biología, supone la inclinación a todo aquello que es presupuesto
para la plenitud. Abierto a la trascendencia, liberado del encierro obligado en el
presente, con pasado, y con proyección para el futuro, tiene, universalmente, sentido
religioso de la existencia.
En segundo lugar, es ley natural del hombre que el hecho biológico, cuyo significado
natural es la transmisión de la vida, lo hagan posible los cuerpos personales de uno y
una. Hay la coincidencia natural entre la expresión natural del amor específico entre un
hombre y una mujer y el gesto que permite engendrar. En el hombre el gesto unitivo no
está cerrado como fin en sí mismo de transmitir vida, sino que está abierto a una
relación interpersonal libre entre un hombre y una mujer que a su vez le abre a la
impredecible historia de la relación paterno-filial.
En tercer lugar, las relaciones interpersonales son condición de la vida del hombre. La
vida en sociedad, la educación, la cultura, las relaciones humanas, son el hábitat
natural. El principio universal de “no hacer a los demás lo que no quieras que te hagan
a ti”, explicitado en los mandamientos de la segunda Tabla de la Ley, es universal y
guía la conducta humana en relación a los demás.
Los tres principios universales registrados en el corazón
La última cuestión que nos planteamos es cómo está escrita la ley natural en el
corazón del hombre; o, dicho de otro modo, cómo están registrados en el cerebro los
principios universales.
Las neurociencias nos salen al paso para dar respuesta con dos aportaciones, que
podemos calificar de espectaculares. En primer lugar, el núcleo de las certezas de las
neurociencias es el hecho de que es específicamente humano la íntima relación entre
lo cognitivo y lo afectivo. El mundo de la afectividad, que engloba sentimientos y
emociones aportan conocimiento y el conocimiento hace aflorar el afecto.
En palabras de Benedicto XVI, “las exigencias del amor no contradicen las de la
razón… No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y
la inteligencia llena de amor” (CiV, n.30).
La capacidad de todo hombre de unión entre afectividad y cognición tiene como
presupuesto cerebral la perfecta interacción de puntos nodales, nudos de comunicación
de múltiples circuitos. En concreto entre la región orbito-frontal del lóbulo frontal de la
corteza de ambos hemisferios cerebrales, nodo esencial en los procesos cognitivos,
con el sistema amigdalino que reúne los procesos emocionales, motivaciones, etc., que
comunican entre sí. Si no hay graves lesiones en tal comunicación cabeza y corazón
están intrínsecamente unidos.
El otro aporte es precisamente la constatación empírica de que la facultad de juicio
ético es específicamente humana.
Mientras que los animales se rigen por selección natural y están condicionados en todo
su actuar por la voluntad de supervivencia propia o de su especie, el hombre eleva a
capacidad cognitiva y relacional, libre, los procesos de supervivencia animal. Lo que
conviene o no a un animal lo tiene enraizado en el instinto de supervivencia de la
especie. Los animales no se equivocan porque no eligen por razones. Les viene dado
por su naturaleza animal un comportamiento automático y eficiente. Por el contrario,
cada ser humano está liberado del encierro del presente y de la satisfacción instintiva
de las necesidades biológicas. El ser humano posee un sentido moral innato: está
naturalmente capacitado para el juicio moral. Preparado para poder anticiparse a las
consecuencias de su operar y, por ello, juzgar las acciones como buenas o malas, no
sólo como convenientes o inconvenientes para sus necesidades biológicas.
¿Cómo le es posible a cada hombre, universalmente, aflojar las ataduras que atan al
animal al dictado de los genes sin romper los lazos naturales? ¿Cómo puede dilatar o
estrechar sus aperturas naturales, apoyado en las influencias del entorno familiar,
educativo y cultural, conjugándolas con las propias decisiones y la propia conducta,
que permiten el desarrollo personal libre de cada uno?.
Las personas tienen un conocimiento intuitivo, complementario con el conocimiento
analítico, acerca de si una conducta concreta es buena, o mala. Les impele a ello que
el conocimiento intuido, global, del meollo de la cuestión, despierta en ellas la emoción
de agrado o de repugnancia. De esa forma las emociones, los sentimientos morales de
vergüenza, compasión, etc. Les proporcionan un atajo, una ayuda natural para decidir,
especialmente en situaciones que exigen una actuación inmediata.
Ese tipo de juicio intuitivo, espontáneo, conocimiento de los principios universales de la
ley natural, permanece inconsciente durante la deliberación. Supone un conocimiento
intuitivo en el que se enraízan las emociones naturales que alertan a no dañar, a
socorrer, etc. Son una guía natural que no determina la conducta. Las personas
podemos analizar y decidir sin estar sometidas por las emociones o los sentimientos.
La fisiología neuronal nos permite un “párate y piensa”, necesario para decidir,
especialmente en situaciones de gran tensión emocional, en las que la propia vida o la
de otras personas están en juego. Nos aporta el componente analítico propio de la
racionalidad humana.
Puesto que las jerarquías de valores de los códigos de conducta de diversas culturas
no están biológicamente determinadas, hay códigos y leyes que humanizan y otros que
deshumanizan. Difieren unos de otros, pero ni es cuestión arbitraria ni indiferente: el
patrón de medida de su valor moral es la ley natural: el Decálogo.
La unidad cuerpo-espíritu, cerebro-mente, cabeza-corazón de la naturaleza humana
permite a cada uno “aflojar las ataduras” de la determinación instintiva, sin romper el
vínculo natural.
Solo al hombre se le puede mandar conocer, amar a Dios y adorarle, y no poner el
nombre de Dios en vano. Es lo que se explicita en los tres primeros mandamientos de
la Ley, en la primera Tabla. Las neurociencias ponen de manifiesto que el sentido
religioso es genuinamente humano y universal. La idea de un más allá atemporal tras la
vida terrena y temporal, forma parte de las convicciones culturales, aunque con ello se
entiendan cuestiones de muy diferente calado humano, en diferentes culturas.
Las neurociencias actuales permiten también, por ejemplo, conocer cómo se crea el
vínculo natural de apego entre madre e hijo durante la gestación, que permite la
atención de las crías y con ello la supervivencia de las especies. Es lazo natural que en
el animal es instinto y en el hombre conocimiento y afecto. Se puede mandar a los
padres amar, cuidar y educar a los hijos, y se puede mandar a los hijos respetar y amar
a los padres y a los educadores con los que contrae una deuda impagable. Es el cuarto
Mandamiento, una bisagra entre las dos tablas de la ley.
Es ley natural del hombre no hacer a los demás lo que no deseamos que nos hicieran a
nosotros. Este principio universal está arraigado en nuestra tendencia natural a
conservar la vida y ser conscientes de ello; aparece registrado naturalmente en el
cerebro como un detector que provoca la emoción automática de agrado al ayudar y
repugnancia por dañar. Y hace aflorar los sentimientos morales de compasión, culpa o
vergüenza. Su contenido se explicita en la segunda tabla del Decálogo.
El hombre liberado del determinismo de los instintos y del encierro en el presente,
conoce, proyecta y decide. Es su ley natural: asumir las orientaciones dadas por la
naturaleza, ya que esta pone las condiciones que orientan el ejercicio de la libertad,
indagando la inteligibilidad de su naturaleza.
Descargar