Perros e hijos de perra - Arturo Pérez

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Arturo
Pérez-Reverte
Perros e hijos de perra
Ilustrado por Augusto Ferrer-Dalmau
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«Ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado
con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban
enterrados sus señores, sin apartarse de ellas, sin comer,
hasta que se les acababa la vida.»
Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros
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«Era leal y fiel, cualidades que nacen junto al fuego y
bajo techo; pero conservaba también su inteligencia
y su fiereza.»
Jack London, La llamada de lo salvaje
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Índice
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Él nunca lo haría
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La mirada de un perro
23
Sobre cachorros y niños
29
Un chucho mejicano
35
Cuento de Navidad
41
Dos profesionales
47
Verano de perros y abuelos 53
Sobre perros e hijos de perra
59
Los perros del Pepé
65
El asesino que salvó una vida
71
Sobre mendigos y perros
77
Un brindis por ellos dos
83
Los perros de la Brigada Ligera
91
La perra color canela
97
Bandoleros de cuatro patas
103
El perro de Rocroi
109
No compres ese perro
117
Colmillos en la memoria
125
En la orilla oscura
133
Era sólo una perra
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Una superviviente
145
El chucho antisistema
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Colmillos en
la memoria
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caba de cumplir dos años. Se llama Sherlock, y es un tipo duro, de Segovia. Un
buen ejemplar de teckel de pelo fuerte, pardo
leonado, con cejas y bigote casi rubios. Lo rubio viene de su padre, que es alemán y se llama Karsten. El pelo recio y perfecto se lo debe
a la madre, Berta, que es guapa y española.
Una familia, en resumen, de cazadores con
larga estirpe, lo que significa muchas generaciones acosando bichos en el campo. Casta
curtida, en resumen. Con unos dientes espectaculares que se pasan unos a otros, de generación en generación. Colmillos que da miedo
A
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verlos cuando les agarras la boca y se la abres
mientras ellos te miran como pensando: «A ver
qué carajo quiere éste». Colmillos sólidos, blancos, bien aguzados. De esos que hacen que te
alegres de no ser zorro o jabalí.
Lo crió un cazador joven que se ocupa de
esta clase de perros. Un tipo experimentado,
que sabe lo que hace. La camada de cinco
cachorros era espléndida. Elegí a Sherlock
porque era el más tranquilo de sus hermanos.
Me miraba sereno, flemático, con esos ojos
grandes y negros. Como preguntándome qué
pasa contigo, chaval, no se trata de que tú me
elijas a mí, sino también de que yo te elija a
ti, así que vamos a llevarnos bien. Y fue lo
que hizo: elegirme. Pasado el tiempo de cría,
lo traje a casa. Y empezó a crecer. A adaptarnos el uno al otro. La vida en familia. Al cabo
de un tiempo apareció su vena sentimental.
Lo pasaba mal solo. Lloraba. Así que le buscamos compañera. Y llegó Rumba, toda una
señorita. Una teckel de pelo rizado, pizpireta,
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lista y destrozona como la madre que la parió. Tímida al principio, no tardó en hacerse
la reina del asunto. Sherlock, flemático, la
deja hacer. Por no discutir, ni le gruñe. Ella se
lo trajina bien. Le lame el pescuezo cuando
está tenso, lo relaja. Lo putea, a ratos. Creo
que son felices juntos.
Sin embargo, Sherlock no nació para la
vida doméstica. Y se le nota. Es un buen chico en casa, adora a Rumba. Nos adora a todos. Es cariñoso de lametones y se traga Mad
Men sin rechistar, acurrucado en el sofá contra mi costado, sobando plácidamente. Nada
que objetar por ahí. Pero vino al mundo a cazar jabalíes. Tiene tristezas específicas, nostalgias de lo suyo, como un marino arrojado del
mar o un soldado sin batallas. Lejos de la
acción como vive, las aventuras de sus antepasados, inscritas en su instinto perruno, afloran en forma de singular melancolía. A veces,
mientras duerme a mi lado, lo veo agitarse,
mover las patas y gruñir sordamente, muy
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bajito, y adivino lo que tiene en la cabeza. Lo
mismo ocurre cuando en ocasiones, sin motivo
aparente, se aparta de todos y de mí, Rumba
incluida, para ir a un rincón donde se queda
quieto, hosco y solitario, mirando el vacío
como Humphrey Bogart en su bar de Casablanca. Entonces sé, o creo saber, que rumia
nostalgias de cazador, olor a tierra húmeda,
hierba verde y rastro fresco de animales. Quizá piensa en sus hermanos, que se quedaron
en el campo y ahora tendrán el hocico lleno
de marcas y los colmillos desportillados de
pelear. Quizá, desde el confort de la vida doméstica, Sherlock envidia sus vidas lejanas,
colmadas de recuerdos apasionantes; esos que
los perros de caza se gruñen unos a otros en las
noches tranquilas mientras recuerdan a los colegas —«¿Te acuerdas de Pancho, al que mató
aquel jabalí, o de Chispa, que nunca salió
de aquella peligrosa madriguera?»—, mientras envejecen con los huesos maltrechos y el
pellejo lleno de costurones, calentándose en
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fuegos de leña junto al amo que acaricia sus
orejas deformadas por mordiscos de jabalí.
Su pelaje surcado de cicatrices que Sherlock
nunca tendrá.
Estoy seguro de que, cuando se aísla de todos y mira la nada, recordando lo que jamás
vivió, él huele el humo de esa leña, siente la
nostalgia del frío, la incertidumbre, el peligro.
Segrega adrenalina, o lo que segreguen los perros. Corre con la imaginación y la memoria
genética por un bosque embarrado, bajo la lluvia, junto a sus hermanos, tenaz, incansable
tras el rastro de un animal salvaje. Un jabalí
con el que, pese a que un teckel no levanta dos
palmos del suelo, peleará a muerte, con bravura inaudita, cuando le dé alcance. O un zorro
en cuya madriguera se introducirá sin dudarlo,
valiente hasta la locura, para morir allí o para
sacar al enemigo fuera, aferrándolo por el
cuello a dentelladas, rojo el hocico de sangre
propia y ajena. Como le ordena su naturaleza.
Como mandan las viejas reglas.
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Un tipo interesante, Sherlock. No les
quepa duda. Con densidad psicológica y sólidos silencios. Comprendo a Rumba cuando
se acerca a él, se tumba a su lado y le apoya la
cabeza en el lomo. Si yo fuera perra, me lo
follaría.
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