Fragmentos vanguardistas españoles La mujer de ámbar (fragmento) " Nápoles es la ciudad más inmortal que he conocido. Todas las ciudades si desapareciesen por completo no sé si resucitarían o quedarían en ruinas. Nápoles habrá de resucitar época tras época por el sitio en que está y porque la dulzura de vivir está escrita indeleblemente en el sitio que ocupa. (...) La vida allí se siente como un atardecer imperecedero, no como cosa que pasa sino como una coquetería de lo eterno. Vivir con tranquilidad la mañana de Nápoles, sobre todo el mediodía, es inmortalidad pura. El apetito es enorme, dorado, musical, como un cántico, y dos cosas impresionan al que ya tiene despensa propia, el aceite y el vino, que se hermanan como en un abrazo fraterno. " Ramón Gómez de la Serna La casa de Bernarda Alba (fragmento) " No me toques!, no quieras ablandar mis ojos... aunque quisiera verte como hermana, no te miro ya más que como mujer. Todo el pueblo contra mi, quemándome con sus dedos de lumbre. Y me pondré la corona de espinas que llevan las que son queridas de algún hombre casado. " Federico García Lorca Fragmentos contemporáneos Nada Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie. Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, no parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso. El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida. Empecé a seguir -una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación. Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar. Carmen Laforet La familia de Pascual Duarte Esta novela de Camilo José Cela, también pertenece a esta época. Con ella, el autor inaugura la llamada literatura tremendista, en la que nos describe con un lenguaje crudo y desgarrado la violencia, el crimen y la lucha por la existencia La familia de Pascual Duarte Esta novela es el relato autobiográfico de un condenado a muerte por homicidio. Tenía un perrilla perdiguera -la Chispa-, medio ruin, medio bravía, pero que se entendía muy bien conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta la Charca, a legua y media del pueblo hacia la raya de Portugal, y nunca nos volvíamos de vacío para la casa. Al volver, la perra se me adelantaba y me esperaba siempre junto al cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que el que guardo de muchas de ellas. (...) La perrilla, se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me miraba, con la cabeza ladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como si quisiera entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callaba aprovechaba para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente para cambiar de postura. Cuando me marchaba, siempre, sin saber por qué, había de volver la cabeza hacia la piedra, como para despedirme, y hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver mis pasos a sentarme de nuevo... La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal... Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra. Camilo José Cela