el acto de fe y la palabra interior

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LÉOPOLD MALEVEZ S.I.
EL ACTO DE FE Y LA PALABRA INTERIOR
Este artículo, del año 1938, pertenece a los inicios de la atención católica al
pensamiento de Karl Barth. Por lo cual, su valor no está tanto en el estudio sobre Barth
(estudio matizado posteriormente por el autor; en La foi comme événement et comme
signification NRTh 81 (1959) 3,376-391, entre otros), sino más bien en la exposición
del propio pensamiento de Malevez sobre la fe. Este se precisa en la segunda parte
(Théologie catholique) del articulo original, al responder a la dificultad barthiana:
Dios en la Escritura se revela como Palabra que se dirige a nosotros; si antes de oír la
Palabra, tuviera el creyente algún conocimiento de Ella (como la teología católica
pretende al dar valor al. conocimiento racional de Dios y del hecho de la revelación),
Dios dejaría de ser verdaderamente Palabra. Esta parte es fundamentalmente la que
condensamos. Con todo, estando concebido el articulo original como diálogo con
Barth, no hemos podido prescindir totalmente de la primera parte (Théologie
dialectique, dedicada a la exposición del sistema de Barth), ni de la tercera (Théologie
naturelle, en que se prueba la posibilidad de un conocimiento de Dios previo a la fe);
las hemos presentado brevísimamente, reducidas a sus líneas generales; aun a riesgo
de hacer dura la lectura del principio (contenido de la Palabra, etc.) y del fin de la
condensación.
Théologie dialectique, théologie catholique el théologie naturelle. Recherches de
Science Religieuse, 28 (1938), 385-429, 527-569.
Para Barth el concepto de Palabra ocupa el centro de la teología, constituyendo al
mismo tiempo la esencia de la teología escriturística y de la auténtica predicación
cristiana. Distingamos dos aspectos en este concepto: uno la Palabra en su perspectiva
formal, otro su contenido. De este modo contestaremos á dos cuestiones. La primera:
qué se afirma de Dios cuando se le llama Palabra. La segunda: qué es lo que la Palabra
revela a sus oyentes.
La Palabra en su perspectiva formal
La Escritura designa a Dios como una Palabra que nos ha sido dicha. ¿Qué sentido
formal tiene esta expresión? En primer lugar, responde Barth, significa que Dios es
conocido por nosotros no por lo que hemos descubierto mediante el uso de nuestras
facultades humanas, sino exclusivamente por lo que Él nos ha querido manifestar.
También la teología católica cree en un Dios que se revela y por tanto, supuesto que la
revelación es propiamente una locución, en un Dios-Palabra. Pero a la vez añade que
Dios se da a conocer no sólo en esta palabra, sino que es posible otro modo de
conocimiento. Más todavía, y éste es el punto que Barth se resiste a admitir, para que
sea posible la audición de la Palabra de Dios, es necesario que se. dé un conocimiento
de Dios distinto de la estricta audición de la Palabra. Sólo en el acto de fe se oye la
Palabra de Dios. La fe exige un juicio de credibilidad. A su vez el juicio de credibilidad
supone una cierta afirmación de Dios: Dios existe, hay indicios seguros de su
revelación, por tanto hay que creer. En una especie de aparente pelagianismo la teología
católica podría decir: el hombre debe llegar a Dios antes de que Dios llegue a él.
LÉOPOLD MALEVEZ S.I.
No hay indicio alguno escriturístico, afirma Barth, que pueda compaginarse con esta
concepción. Dios no puede sino darse. Sería una perversión el pensar que este don
pudiera poseerse anteriormente de una manera racional o mística. La Palabra de Dios
expresa su comunicación a un ser que hasta ahora no lo había encontrado.
El sistema barthiano puede explicarse como una reacción contra la filosofía religiosa del
siglo XIX, uno de cuyos postulados era la síntesis del espíritu humano y del espíritu
absoluto. Para Barth Dios, antes y después de la revelación, permanece totalmente
extrínseco a la esencia humana pecadora y a las condiciones objetivas y subjetivas de
nuestras actividades. Por tanto, para que podamos conocerle tiene que partir de Él la
iniciativa. Dios pronuncia su Palabra divina, pero nunca pasará a ser palabra humana, ni
siquiera en el espíritu del que la recibe.
Aun el lenguaje bíblico, por muy normativo que sea, es palabra humana que tampoco se
identifica con la divina. La Palabra es siempre extraña a nuestro espíritu. Ninguna forma
de expresión humana, aun la de la Escritura, se adapta exactamente al contenido del
mensaje. El creyente sabe que, aun cuando se le comunica bajo los conceptos de Vida,
Luz, Hijo de Dios, la Palabra sigue siendo misterio. Creer es referirse, en el momento de
la confesión humana, a un más allá de esta confesión.
Dos propiedades caracterizan a Dios-Palabra en su perspectiva formal: su alejamiento
total de nosotros antes de recibir su Palabra; su irreductibilidad a nuestro lenguaje
después de venida a nosotros la Palabra. Esta doble propiedad: puede recibir un único
nombre. Dios es Palabra: significa ante todo que Dios es y sigue siendo nuestro
misterio.
Contenido de la Palabra
Afirma Barth que si se entiende por contenido una doctrina, o simplemente elementos
de una doctrina o de un sistema, entonces la Palabra no revela nada y no tiene
contenido. ¿Puede afirmarse que, aunque vacía de contenido doctrinal, la Palabra no
posee ningún otro contenido? Hay que decir que el contenido de la Palabra coincide
estrictamente consigo misma, con su hecho y su existencia, con. el suceso de la venida
de Dios a nosotros. En otros términos, la Palabra es, para el creyente, no sólo la forma
sino además la materia de su fe. Porque la revelación es reconciliación. Y la
reconciliación no es una verdad que deba proponerse a nuestro conocimiento por la
Revelación. La reconciliación es la verdad del mismo Dios que, en su Revelación, se da
a Sí mismo, -Él, omnipotente, santo y eterno- a nosotros, impotentes, pecadores y
mortales. La Revelación es reconciliación porque es Dios mismo: Dios cerca de
nosotros, Dios con nosotros, ¿ ante todo Dios para nosotros.
El cristiano-oyente de la Palabra de Dios dentro de la Iglesia Católica
Esta sumaria exposición de la doctrina de Barth nos permite entrever su interpretación
del concepto bíblico de Palabra, y a la vez las razones por las que no admite a la Iglesia,
Católica como oyente auténtica de la Palabra de Dios. Indiquemos algunos elementos de
respuesta a esta cuestión.
LÉOPOLD MALEVEZ S.I.
1. El problema
¿Es verdad que el cristiano católico, en la medida en que es católico, deja de oír hablar a
Dios de la manera enseñada por la Escritura y querida por Cristo?
La razón más radical de tal afirmación sería ésta: la concepción católica subordina la fe
a un conocimiento previo de Dios que revela. Yo no puedo creer si primero mi espíritu
no ha llegado a la conclusión de que es necesario creer. Debo saber; antes de hacer el
acto de fe, que Dios existe, y además debo conocer las razones que me permiten decir
que Él revela. Esta doble exigencia, en el pensamiento de Barth, se opone radicalmente
a Dios-Palabra. El creyente afirma a Dios antes de haberlo oído. Dios, para el católico
romano, no es aquel que sólo puede ser conocido en la revelación de si mismo, sino que
es nuestro espíritu el que debe primero enunciarlo, después de haber encontrado que
satisface sus propia s exigencias inmanentes. Sin duda, sigue Barth, el catolicismo
añadirá:. veo que Dios existe y que se revela, pero no veo el objeto, el contenido de la
revelación. Este objeto o contenido me lo atestigua Dios, y lo afirmo fundado en su
autoridad divina. Por tanto, queda a salvo suficientemente la idea de una realidad que se
me enuncia, de un Dios cuyos designios conozco por su Palabra.
Pero en este sistema, según Barth; Dios es Palabra sólo en apariencia. Sería
verdaderamente Palabra, si la fe fuera un puro milagro de su gracia. La Palabra exige un
ajuste de las condiciones subjetivas a las objetivas: es. necesario que la facultad misma
que conoce el objeto, sea creada en nosotros totalmente por Aquel que se revela. Con
otras palabras, el mismo renacer subjetivo de la fe es uno de los componentes,
ciertamente el último, aunque indispensable, de la Palabra. Pero, según la teología
católica, la fe procede, al menos parcialmente, de una serie de razones, es decir de
nosotros mismos. Por tanto, la fe no es expresión de la Palabra, sino de nosotros
mismos. Poco importa, replica Barth, que el teólogo católico diga que el conocimiento
racional sólo alcanza .al hecho de que Dios revela, y no al contenido de la revelación,
que sigue siendo un misterio absoluto. En definitiva el creyente afirma el misterio
porque la razón le impulsa a ello. En cuanto a su contenido, no tiene evidencia de su
verdad intrínseca, pero la tiene de los criterios externos que acreditan al testigo, y por
ella admite ese mismo contenido. El motivo de su fe es racional: es la luz de su espíritu,
no el milagro de la gracia. Y esta es la razón por la que la Palabra no se realiza en él.
2. Su solución
La contestación del teólogo católico a esta objeción puede formularse, brevemente, de la
siguiente manera: es cierto que el hecho de la revelación debe ser conocido, con
anterioridad al acto de fe, por la interpretación racional de ciertos signos o criterios. Sin
embargo este mismo hecho, después de haber sido conocido, puede y debe ser creído.
Yo sé que Dios testifica y a la vez lo creo. Dicho de otro modo: el hecho de la
revelación es también objeto de la fe.
Pero además es objeto de la fe, no por el conocimiento previo de los motivos. Si el
hecho de la revelación y su contenido se afirmara nada más en atención a unos signos
que atestiguan la revelación divina, estaríamos en el campo de la verdadera ciencia. No
creeríamos, con fe divina, el contenido del mensaje revelado, ya que esta fe es, según la
Escritura, gracia y luz que se da a nuestro espíritu, de ninguna manera una afirmación
LÉOPOLD MALEVEZ S.I.
producida por la evidencia de la existencia de un testimonio, a la manera de la fe
humana con que creemos las verdades históricas.
Si así fuera tendría razón Barth. Pero ningún teólogo católico afirma que. los motivos de
credibilidad son la razón última del acto de fe. Estos motivos son condiciones, pero no
el principio generador, la causa intima, el alma de la fe.
La "piadosa disposición para creen"
¿Cuál es la causa que hace que el hecho de la revelación pase a ser objeto de la fe y qué,
por tanto, realiza la Palabra en nosotros?
Los teólogos tomistas dan una respuesta que pudiera considerarse como un comentario
a las palabras de Cristo: nadie puede venir a mi, si no le trajere el Padre que me envió
(Jn 6, 44). El Espíritu hace que experimentemos un atractivo, una inclinación hacia la
vida eterna y su medio necesario, la fe misma, a la vez que no nos priva de nuestro libre
consentimiento. La revelación atestigua a los hombres el deseo de Dios de hacerles
participes de su vida, en Cristo, y de unirles a sí mismo.
Por una moción que Él ejerce sobrenaturalmente en nosotros, nos inclina a la libre
ratificación de su mensaje. Nos habla exteriormente por la voz de la Iglesia,
interiormente nos connaturaliza con el mundo nuevo prome tido, y hace que deseemos y
afirmemos este nuevo orden no por los signos que lo fundamentan racionalmente, ni por
su conformidad con las exigencias de nuestro entendimiento discursivo, sino por un
puro deseo, infundido en nosotros, de conformar nuestro pensamiento con la Verdad
Primera.
Creer es abandonarse voluntariamente a esta divina solicitación, a esta finalidad
consciente, y dar nuestro asentimiento a la enseñanza de la Iglesia.
Esta inclinación divina interior debe ser percibida indistintamente como tal por el
sujeto, para que haga el acto de fe. Precisamente la certeza de que viene de Dios
constituye el motivo intelectual de su creencia. Pero la moción no es un objeto que
nuestra inteligencia discursiva deba convertir en razón de su creencia. Si así fuera se
trataría de un motivo de credibilidad y no de una piadosa. disposición para creer.
Nuestro espíritu la, percibe directamente en sí misma, ve que le invita a quedé su
adhesión precisamente como condición necesaria de su ordenación al Bien supremo. Si
rechazas la fe, vas contra tu último destino, faltas al deber. Esta obligación de creer la
experimenta el alma sin necesidad de atender a motivos, la encuentra identificada con la
moción que de manera imperiosa ha surgido en su espíritu.
No puede decirse que para la teología católica nuestro espíritu produce en si el motivo
intelectual de su fe, como si Dios no hiciera sino presentar las condiciones objetivas de
la misma. El componente subjetivo del acto de fe es totalmente obra de Dios, supuesto
que la Inclinación a la fe procede de Él y como tal es percibida por el creyente.
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Fundamentación de la solución católica
Tampoco esta respuesta satisface a Barth. Aun admitiendo, dice, que el juicio de
credibilidad, fundamentado en ciertos signos, es condición dispositiva y no causa de la
fe, siempre. ese juicio de credibilidad confiere a nuestro espíritu una cierta dicción
antecedente a la revelación, y sitúa a la fe en continuidad con la razón. Si la fe no
procede de él, sin embargo tiene su origen en un credendum auténtico, en un juicio
fundado en un atractivo interior, que aunque sobrenatural e Inspirado por una gracia
divina, convierte al espíritu humano en la norma última de toda verdad y de la Palabra
misma. Es como si dijera: no quiero prestar mi adhesión al testimonio divino, sino en el
caso en que esta adhesión obedezca a una condición de evidencia impuesta por la
inteligencia a toda afirmación de un objeto. Debo poseer la ciencia de la obligación de
creer. Mi espíritu debe ver, previamente, la bondad de la adhesión a la Palabra. Es decir,
se hace el acto de fe cuando la Palabra satisface á una exigencia de claridad dictada por
el espíritu.
El creyente debe ver que el acto de fe es obligatorio, debe tener evidencia previa de la
bondad de su afirmación. Pero ¿de dónde procede la obligación de afirmar? Puesto que
la afirmación es un acto de la inteligencia, el deber de enunciarla se deriva, en
definitiva, de los derechos de nuestro espíritu y de los deberes que ante él tenemos. Por
tanto la fe es obligatoria significa: debes creer, si no quieres faltar a la perfección, al ser
mismo de la inteligencia. Luego se cree, porque la fe es un bien para la inteligencia. Las
exigencias del espíritu humano subordinan, en la teología católica, el testimonio de la
Palabra. Tácitamente estas exigencias se estiman como verdaderamente últimas, y de
este modo la inteligencia humana impone su ley a Cristo.
Pero a la vez el teólogo católico deja de ser un oyente de la Palabra. Se adhiere por el
acto de fe no a la revelación ni a Dios,. sino a sí mismo; no al Otro, al Tú divino, sino al
propio yo, a quien convierte en su dios y en su ídolo. El acto de creer, en esta hipótesis,
no es una audición sino una dicción, y el objeto de la fe deja de ser la Palabra de Dios
para convertirse en la palabra del hombre. El creyente católico ya no forma parte de los
herederos de la. Biblia ni de los miembros de la Iglesia de Cristo, los cuales dan
testimonio de la verdad de Dios y no de la verdad del hombre.
A esta radical y fundamental objeción de Barth hay que decir que el teólogo católico, en
su concepción de una credibilidad sobrenatural, mantiene ciertamente la necesidad de
percibir en alguna manera la conformidad del objeto, en nuestro caso el hecho de la
revelación, con el a priori del pensamiento humano, pasando éste a ser, en cierto
sentido, la norma de la verdad que hay que creer. Y esta afirmación puede mantenerse si
se admite que nuestro pensamiento es por su misma naturaleza (que no está totalmente
viciada, como piensa el protestantismo) participación del pensamiento divino.
Barth ha escrito: La Revelación es autoridad, es decir una verdad que ninguna
veracidad, aunque se trate de la más profunda y verídica, puede hacer verdadera; una
verdad de la que depende constantemente cualquier veracidad concebible; la verdad sin
cuyo reconocimiento cualquier otra verdad, por profunda y verídica que sea, no puede
sino mentir y engañar.
De hecho también el teólogo católico dice que la revelación es una verdad que ninguna
veracidad hace que sea verdadera, sino sólo la de Dios. Si establece una referencia de la
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revelación al espíritu humano, lo hace persuadido de que nuestro espíritu imita y
reproduce el mismo espíritu de Dios. En otros términos: existe una síntesis natural de la
inteligencia humana y de la verdad divina. Nuestro espíritu, aunque debilitado por la
culpa, sigue siendo imagen de Dios, de manera que cuando confronta la revelación con
su luz natural, la confronta con la misma verdad absoluta. Es Dios mismo quien, en
alguna manera, se mide y juzga en nosotros.
Pero esta inmanencia natural de Dios en el espíritu, dirá Barth, va contra la Palabra y la
Escritura. Según la revelación bíblica no existe ninguna síntesis del hombre y Dios
previa al acto de fe. Afirmación que para Barth es de importancia capital. Veamos, pues,
por qué la teología católica estima necesaria esa inmanencia natural y cómo la concibe.
Omitiendo el examen de lo que nos enseña la Escritura1 , bastará con mostrar
sumariamente que la imagen natural de Dios senos impone, y que por ella es posible
todo acto del pensamiento, y por consiguiente todo acto de fe.
Inmanencia natural de Dios en el espíritu
Santo Tomás dice que entendemos ¿juzgamos todas las cosas a la luz de la Primera
Verdad, en cuanto la propia luz de nuestro entendimiento, poseída naturalmente o por
gracia, no es otra cosa que una impresión de la Primera Verdad (I,q.88, a.3,ad1).
En este texto la Primera Verdad es la inteligencia divina que conoce de manera
comprehensiva la totalidad de lo real. Por inteligencia natural se entiende no la
inteligencia en actual posesión de unos contenidos, sino la luz de la inteligencia, esa luz
que precede, como su fuente, al conocimiento del primer objeto. ¿Cómo uña facultad
cognoscitiva, desprovista de toda determinación, puede imitar la plenitud de la
Inteligencia divina? Esto no sería posible si la inteligencia humana no tuviera a priori,
es decir con anterioridad a toda asimilación de un objeto, un cierto haber inteligible, lo
suficientemente extenso para prefigurar en nosotros el Ser infinito. Y de hecho así es.
Que existe un a priori intelectual puede admitirse sin dificultad. Santo Tomás habla de
él en términos equivalentes cuando, tratando del primer principio, dice que lo poseemos
naturalmente.
Pero ya no están tan de acuerdo los filósofos al tratar de determinar su amplitud y su
modo de presencia. Con todo, puede afirmarse que nuestro espíritu dispone de un a
priori en cierto modo infinito, reflejo de la Inteligencia divina. Todo juicio, si lo
examinamos profundamente, encierra en sí la afirmación de un ser ilimitado,
desprovisto de toda limitación temporal, espacial o modal. El ser ilimitado es el fondo
en el que se destacan todos nuestros contenidos de conciencia. Sólo esa afirmación,
implícita en todo juicio, de la existencia absoluta, del ser ilimitado, hace posible y dirige
en nosotros todas nuestras afirmaciones particulares. En esta afirmación, que posee una
anterioridad de razón sobre cualquier otra, se expresa el a priori más profundo, a priori
en sí mismo ilimitado, de nuestro espíritu.
La fe al ser una afirmación, un juicio, una certeza que nosotros conocemos como tal,
hace referencia implícita a la norma inmanente de toda verdad, a nuestro espíritu. Por
otra parte nuestro espíritu participa, merced al a priori de la inteligencia, de la
inteligencia absoluta y del verdadero Dios. Por tanto se da una inmanencia natural de
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Dios en el espíritu, que hace que la Imagen divina que nos trae consigo la luz de la
gracia y la fe, no pueda ser recibida en nosotros sin la intervención de una imagen
divina previa, obtenida con la luz natural de nuestro espíritu.
Notas:
1
Omitimos deliberadamente este examen, que parece debería hacerse; con todo,
podemos. suponer de antemano el resultado que obtendríamos, a no ser que creamos
que la Escritura pueda imponernos una noción de la Palabra lógicamente absurda.¿
absolutamente impensable.
Tradujo y condensó: JUAN J. GALLÁN
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