Las dimensiones sociales de la experiencia de los

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LAS DIMENSIONES SOCIALES DE LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS
ESPIRITUALES
Ricardo Antoncich, S.J.
Introducción ¿oposición o armonía?
El tema que queremos estudiar es muy importante, pero al mismo tiempo toca miedos y
temores muy profundos. Para los que están interesados en la justicia social, el tema de la
espiritualidad les parece algo “superfluo” e incluso peligroso por llevar a una
“alienación” espiritualista e intimista. El presupuesto antropológico que está en la base
es que la persona humana es social por naturaleza, crece en sociedad, es configurado por
ella; y que la relación con Dios no nos debe apartar del mundo, como se pensaba en
antiguas tradiciones ascéticas, sino por el contrario, insertarnos en él.
Por otro lado a los que han hecho y vivido la experiencia espiritual en serio, les parece
que la conquista de la libertad espiritual siempre se da en la interioridad del sujeto, en su
conciencia, y es allí donde se confronta con el desorden de su afectividad y de su vida;
donde experimenta el mal realizado y el perdón recibido, y desde donde toma sus
opciones fundamentales en la vida sin dejarse manipular por las ideologías que existen a
su alrededor. Aquí también tenemos un presupuesto antropológico: la libertad
fundamental de cada persona está dentro de sí misma y es desde allí donde vive su vida
y se compromete con los demás. Un compromiso por la justicia, sin esta raíz de la
decisión libre, puede ser una moda y una concesión a las ideologías del momento.
Los Ejercicios Espirituales son prácticas en el “orden del espíritu” que Ignacio
contrapone a los ejercicios corporales. Estos ejercicios se practican por cada uno, en el
silencio de su vida interior. Diríamos que la “sociabilidad” en la práctica de estos
ejercicios se reduce al mínimo –durante la experiencia del mes de oración- , y el ideal
sería que sólo el orientador significara esa necesaria apertura que permite al ejercitante
salir de sí mismo.
Si los Ejercicios dan un aporte a la dimensión social, no es porque Ignacio haya tomado
lo social como tema explícito de su discurso; sino porque tiene una imagen del ser
humano que implica lo personal y lo social intrínsecamente unidos. La singularidad de
la persona individual nunca se cierra en sí misma, sino que está permanentemente
abierta a la universalidad de toda la humanidad. Más aún, podríamos decir que una
característica de los Ejercicios es recordar en los momentos más íntimos y decisivos de
la singularidad personal, el contexto del mundo que le rodea para no perder el sentido de
su acción singular dentro de la universalidad de lo humano.
Veamos algunos ejemplos: el conocimiento del pecado propio se ahonda cuando se lo
pone en el contexto de las acciones de toda la humanidad [58] hasta llegar a la
“exclamación admirative” porque todas las criaturas “me han dejado en vida y
conservado en ella” [60] a lo cual se suma la conciencia de la comunidad de los santos
que intercede por mi, tema que aparecerá más adelante con frecuencia. No podemos
sentirnos responsables del mal de nuestra vida sin sentirnos corresponsables del mal del
mundo.
La Oblación al Rey Eternal une la composición de lugar “delante vuestra infinita
bondad y delante vuestra Madre gloriosa, y de todos los santos y santas de la corte
celestial, que yo quiero y deseo, y es mi determinación deliberada... [98]. De igual
manera, en los Binarios, cuando lo que se quiere es “pedir gracia para elegir lo que más
a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea”[152] ello se hace en un contexto
solemne: “ver a mí mismo cómo estoy delante de Dios nuestro Señor y de todos sus
santos para desear y conocer lo que sea más grato a la su divina majestad”[151], y
finalmente, en la Contemplación para alcanzar amor “ver cómo estoy delante de Dios
nuestro Señor, de los ángeles y de los santos interpelantes por mí” [232]... para que yo,
“enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad” [233].
Ignacio sabe que las decisiones de fidelidad a Dios permiten a la persona entrar en la
comunidad de los santos y redimidos y que hay relaciones especiales entre el sujeto
individual que está tomando la decisión y la comunidad bendecida por Dios. No es
“mero asunto privado” sino obra de una salvación que es universal.
Por eso, en los extremos presentados al comienzo hay mucho de verdad; la vida humana
se realiza en sociedad, pero se decide en la interioridad de la conciencia. Si “se decide”
seguir una moda, en realidad no hay una decisión profunda desde el sujeto; el sujeto
“decide ser decidido por otros”. Por otra parte las decisiones de la persona se hacen
posibles en el contexto de un tejido humano de acciones, decisiones, instrumentos,
posibilidades. Y el mismo camino hacia a Dios pasa por los hermanos y por el amor al
prójimo.
El aporte de los Ejercicios es fundamental para conseguir la libertad interior. ¿Pero es
evidente su aporte para el compromiso social? Nuestra tarea consistirá por tanto en
mostrar que ambos polos se necesitan, se exigen mutuamente. Que, por un lado, no
llegamos a la decisión más profunda si no nos abrimos a la universalidad de todo lo
humano; pero, también por otro lado, que nuestro compromiso social exige
convicciones y decisiones arraigadas y profundas, que sólo se consiguen cuando hay un
serio trabajo de cultivo de la interioridad personal.
Se impone una relectura del texto de los Ejercicios que nos permita comprender que
ambos polos se encuentran íntimamente entrelazados en la misma espiritualidad.
Nos proponemos tratar el tema en dos partes: En la primera, esbozaremos brevemente la
antropología, o el concepto del ser humano, que subyace en los Ejercicios y
mostraremos que el “cristocentrismo”de los Ejercicios implica una antropología de
libertad interior y de compromiso social, como las dos caras de una misma
espiritualidad.
En la segunda trataremos de reflexionar sobre los desafíos que se nos abren en este
milenio, para vivir esta espiritualidad.
Primera parte: Antropologia integral de la persona en sociedad
La primera parte es más conocida de todos, porque expresa los grandes ejes
estructurales de los ejercicios.
1. Una visión integral de la persona humana
Poder hablar de espiritualidad y de compromiso social, sin oponer estos aspectos,
supone la unidad del concepto del ser humano. Una antropología los opone cuando
piensa que la vida del espíritu se asegura por la evasión de la historia, y porque el ser
humano esencial y exclusivamente es un ser espiritual en una “cárcel” corporal
transitoria. Esta antropología no permite edificar un compromiso abierto al mundo, ni
una inquietud por modificar la historia.
En forma semejante una antropología que niega la dimensión del espíritu para limitarse
a los horizontes psico-somáticos de ajustamiento en la naturaleza y en la historia para
satisfacción de sus necesidades materiales y psicológicas, tampoco es capaz de sustentar
una apertura a lo trascendente y espiritual.
La posibilidad de estas dicotomías es que ambos aspectos están de hecho en la persona
humana, pero la dicotomía no permite ni su integración ni la interna subordinación de
una a la otra.
Por eso, nuestra propuesta es considerar al ser humano como un ser personal,
integralmente constituido por tres grandes dimensiones que le capacitan en forma
específica para tres grandes modos de relación con todo lo que le rodea y consigo
mismo.
1.1. El ser humano como ser personal, psico-somático y espiritual
Recogemos términos y conceptos que la filosofía de inspiración cristiana y la teología
han ido puliendo, adaptándose a los descubrimientos modernos sobre la conciencia
humana.
Esta integración de elementos se expresa mejor por una clasificación tripartita que
bipartita. La tradición de definir al ser humano como compuesto de “cuerpo y alma” no
se armoniza adecuadamente con el desarrollo de la psicología contemporánea, que se
suele expresar con palabras como “mente”, “espíritu” “psiquismo”, etc. En el mismo
acompañamiento de formación de religiosos y laicos, se confunde a veces el desarrollo
psicológico con el desarrollo espiritual, como si fueran una misma realidad y no dos
aspectos a integrar dentro de un mismo proceso. La explicación reside tal vez en que la
palabra “psique” usada por Platón para expresar el “alma” como parte del compuesto
humano capaz de la trascendencia, es hoy usada en la psicología como el conjunto de
fenómenos que acompañan, inciden, modifican los otros fenómenos de carácter
somático, sin necesariamente aludir a la contemplación de lo ultra-empírico, como lo
pensó el gran filósofo.
Hablar de cuerpo o soma, alma o psique, y espíritu, deslinda la manera de pensar la
integridad de lo humano. Y entendemos entonces por “espíritu” la capacidad de
relacionarse con lo trascendente, de carácter supra-empírico. Este tipo de relación se da
evidentemente en la vivencia religiosa, pero no sólo en ella; también se da en el
pensamiento “metafísico” que sigue una rigurosa racionalidad, pero rebasando las
fronteras de las comprobaciones experimentales como las postula el concepto moderno
de la ciencia.
En tiempos más recientes, el binomio “persona-naturaleza” ayuda a entender este
conjunto de elementos. Por naturaleza entendemos las “riquezas o posibilidades”que
tenemos en nuestro cuerpo y alma, o sea en el campo psico-somático. Ese conjunto de
capacidades, de facultades, de potencias, son nuestro punto de apoyo para establecer
relaciones, que en el campo de la naturaleza se refieren a los seres materiales, seres
vivos de carácter vegetal y animal, y sobre todo los otros seres humanos, provistos
también del conjunto psico-somático.
A diferencia de la naturaleza, el concepto de persona implica el proceso y resultado de
disponer en libertad, de las riquezas naturales, de tal manera que va constituyendo
aquello que somos. Porque somos naturaleza somos indigentes, necesitados de lo que
nos rodea; porque somos persona somos ricos, sobreabundantes, capaces de
autodonación y de amor.
La tensión entre naturaleza y persona es tal vez la que nos hace sentir los alcances y
límites de nuestra humanidad. Esta tensión, puede, a su vez ser caracterizada por las
palabras opuestas, inmanencia y trascendencia. Por la inmanencia expresamos la
realidad de “estar en el mundo”, limitados por el espacio, y de estar vinculados a un
pasado que nos transmite toda la riqueza que tenemos, todas las experiencias personales
y sociales que nos configuran. Por la trascendencia expresamos la realidad de “no ser
del mundo”, es decir, sobrepasar el espacio y el pasado, saliendo de nuestro límite
psico-somático para experimentar al otro ser personal como sujeto y no como objeto de
las relaciones que nacen de mi ser subjetivo. La “alteridad” es experiencia de
trascendencia y mucho más cuando es el Absolutamente otro. Pero también el futuro es
experiencia de trascendencia y mucho más cuando es puesto en relación con nuestra
libertad.[1]
Estos conceptos de inmanencia y trascendencia tienen también un valor cultural. La
cultura se vuelve un muro protector de nuestras identidades, pero que nos cierra a otras
identidades, Estar “dentro” es seguridad, adaptación, comodidad. El “afuera” aparece
como amenaza. Es el “pánico” que nos suscita el desconocido, ignorado, pobre, etc. [2]
Nuestra cultura moderna globalizada, puede estar tejiendo ese muro de identidad de un
mundo altamente tecnificado, pero que se cierra a los otros, los ve como amenazas
terroristas, o como sujetos a quienes explotar en la economía o quienes imponer
políticas y controles de tipo militar. Tales fenómenos de una época histórica están
tocando algo fundamental; rompiendo el equilibrio entre inmanencia y trascendencia,
entre naturaleza y persona, entre pasado y futuro humanos. Y en torno a estos problemas
de fondo pueden jugarse los significados de nuestra propia espiritualidad.
1.2.El ser humano en el conjunto de relaciones con Dios, los otros seres humanos y el
mundo.
Tener una naturaleza y ser una persona, son el punto de apoyo de relaciones con el resto
de seres: la naturaleza no-personal, las otras naturalezas personales, la naturaleza de un
ser divino suprahumano.
Nos construimos a nosotros mismos como seres personales por el modo concreto de
usar nuestras riquezas naturales psico-somáticas y espirituales. Por nuestro cuerpo
estamos en el mundo, nos relacionamos con la naturaleza, nos alimentamos, vestimos,
protegemos; somos activos técnicamente transformando el mundo exterior. En los
Ejercicios, Ignacio es minucioso en algunos detalles del cuerpo para el fin de los
ejercicios, vg. la oscuridad y la luz, conforme a las meditaciones de la pasión de la
resurrección, las penitencias, los ayunos; las posturas antes y durante la oración, la
distribución de los ejercicios a lo largo del día.
Pero la relación del psiquismo convivimos con los demás, en un todo social; nuestros
sentidos de visión, audición, tacto, nos permiten ver, sentir, tocar muchos matices de lo
visible, audible, táctil. No sólo entramos en contacto con otros seres corporales, sino
con lo que ellos sienten, piensan y desean, experimentando por analogía las reacciones
de ellos semejantes a las nuestras ante los mismos estímulos. Esta “visión”es diferente a
la de contemplar una montaña, está animada por nuestro psiquismo que nos hace
capaces de sentir los sentimientos de la otra persona. No es mero fenómeno somático de
un ser animal, sino psico-somático de un ser humano.
La cumbre de nuestro ser relacional es Dios. Nuestra inteligencia y nuestra libertad
buscan incesantemente la verdad y el bien que nos hacen ser más. Vivimos esa relación
conforme a la “imagen” de Dios que nos hacemos a partir de experiencias previas:
confianza, miedo, generosidad. En la apertura de nuestro ser espiritual se sitúa la
dimensión de la fe religiosa y toda la contribución ignaciana se sustenta en este punto de
apoyo.
1.3. Visión ignaciana de esta integración en el Principio y Fundamento. [3]
El breve texto del PyF ofrece en apretada síntesis las características de una concepción
ignaciana del ser humano que nos permiten integrar las relaciones de la espiritualidad
con las de la construcción de la historia por nuestros compromisos sociales.
El eje central de la argumentación descansa en estas cinco palabras: “el hombre es
creado para...” Se establece un punto de vista que abarca la totalidad de lo que existe,
concebida como una realidad que tiene su origen en la acción divina. Las obras del ser
espiritual no son caóticas, tienen finalidades y propósitos. Hay una sintonía entre el fin
que se propone el Creador y el fin que propone al ser humano inteligente y libre: la
gloria del Creador. Mucha reflexión teológica hizo falta para formular como lo hizo
Ireneo, que “gloria Dei vivens homo” La gloria de Dios creando un ser personal es la
vida de este ser personal en su máxima plenitud, la vida somática, psíquica y espiritual.
Entregando al ser humano una naturaleza que es racional y libre, le es dado al mismo
tiempo algo que puede modificar lo dado; el ser humano recibe un don que es una tarea;
algo previo y algo que debe ser decidido y construido desde lo íntimo del ser mismo del
ser humano. Inmanencia de lo dado y trascendencia de lo que va a ser transformado;
pasado y futuro de la vida humana que sobrepasa los limites de la existencia histórica
espacio-temporal; tal es el ser humano que se encuentra con un “para ...” de su
existencia sobre el que decide con libertad.
Creador y creación se ordenan entre sí con subordinación total del orden creado hacia el
Creador, pero por la mediación humana. El ser humano por su inteligencia y libertad
asume la tarea de medir la aproximación mayor o menor de cada una de las cosas
creadas hacia el fin; pero hay un detalle de extraordinaria importancia. Lo que la
inteligencia capta no siempre es ejecutado fiel y claramente por la libertad. Existe el
área de la afectividad que juega un importante papel en el destino de toda la vida. La
afectividad inclina, lanza, sostiene, pero también frena, ciega, obstaculiza. El orden de
la razón es sencillo: tanto cuanto, el “orden” del afecto es complicado, porque el afecto
puede “desordenarse”, es decir actuar contra el orden racional; en definitiva, actuar
irracionalmente, no en forma total y absoluta, sino en forma camuflada por “falsas
razones” que parecen dar “peso” mayor a una opción que otra, pero “peso subjetivo”
que no tiene correspondencia con el “peso objetivo” de las realidades mismas.
La intuición de los afectos desordenados, es de extraordinaria importancia tanto para
vivir adecuadamente la espiritualidad ignaciana como para realizar el compromiso
social desde las decisiones libres de una actividad espiritual.
Creo que en la formulación del Principio y Fundamento (PyF) se comete con mucha
frecuencia el error de entender el fin del hombre en sentido individual y “las demás
cosas”en un sentido compuesto en donde entran las cosas estrictamente dichas y
también las otras personas. Este error interpretativo divide entre individuo / resto del
mundo, colocando la tarea de salvación humana en el plano exclusivamente individual.
Nada, en el texto ignaciano, abona esta interpretación. “El hombre” a quien Ignacio se
refiere, es un término universal: todo ser humano. La vocación de glorificar a Dios es de
todos, sin excepción, la tarea de ordenar racionalmente por el tanto-cuanto y
afectivamente por la lucha para vencerse a si mismo en los afectos desordenados, es
igualmente tarea de toda la humanidad; es tarea que debemos hacer conjuntamente
ayudándonos unos a otros.
Cuando “el hombre” es universal y no singular, no hay oposición entre lo individual y
lo social, y mucho menos entre la espiritualidad del individuo y el compromiso social de
relación con todos los demás.
Esta unidad intrínseca de lo individual-social puede captarse hasta en la más íntima
experiencia del pecado perdonado, como está dicho en parte, en la introducción de este
trabajo.
El proceso de autocrítica despertado por las meditaciones del pecado personal y la
experiencia del perdón de Dios que se siente en forma muy personal e íntima, no es una
invitación a encerrarse en una conversión intimista, sino para ser repetida en infinitas
conversiones de otras personas a quienes se quiere comunicar la experiencia de los
ejercicios. El Cristo que nos restaura y redime es el mismo que tiene un proyecto
universal del Reino del Padre y que invita a cada ejercitante a sumar fuerzas bajo su
bandera. La íntima y profunda conversión individual, en términos de espiritualidad
ignaciana es la ambición misionera y la transformación social más completa de todas las
relaciones humanas (conquistar todas las tierras....dice el Rey Eternal [93] ).
El crecimiento de la indiferencia
Lo que Ignacio espera de cada ejercitante es el progreso de la indiferencia propuesta en
PyF como punto de partida, hacia un segundo nivel que está en la Oblación al Rey
Eternal, para terminar en el tercer grado de humildad, con una experiencia
profundamente mística de unidad con Dios.
La indiferencia en PyF consiste en “que no queramos de nuestra parte más salud que
enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por
consiguiente en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce
para el fin que somos criados”[31].
La posibilidad de las injurias, vituperios y pobreza, es aceptada desde otra óptica, e
incluso pedida, en la oblación del Rey Eternal: “yo quiero y deseo y es mi
determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros
en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza así actual como espiritual,
queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado”[98].
Pero en donde aparece “el orden de la razón” -que exige la medida del tanto cuanto, y
exigiría la total y perfecta indiferencia-, es en el segundo grado o modo de humildad:
“me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a
querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios
nuestro Señor y salud de mi ánima” [166]. Puede decirse que la afectividad está
sometida a la razón que muestra motivos para ir o no ir por un camino o por otro, pero
que en este caso, la razón no encuentra el motivo fundamental de opción que es la
“mayor gloria”, el “mayor servicio”.
Y aquí está lo sorprendente. El verdadero Ignacio, el místico, el que ha vivido la
espiritualidad de acercamiento a Dios, en Cristo, con total amor, se revela por entero en
el Tercer Modo de Humildad, donde vuelve a repetir “el orden de la razón”: “siendo
igual alabanza y gloria de la divina majestad”, -y por tanto la situación de perfecta
indiferencia-; pero aquí hay un cambio que nos sorprende: el “orden de la afectividad”
se adelanta y muestra una preferencia que le hace salir de la indiferencia: “por imitar y
parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo
pobre, que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y deseo ser más
estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que sabio ni
prudente en este mundo” [167].
La explicación de este proceso y de esta conjunción inesperada del “orden de la razón”
del tanto cuanto y del “orden del afecto” por la conformidad con la vida de Cristo, está
en el proceso que se ha ido siguiendo a lo largo de los ejercicios, de contemplar los
misterios de la vida de Jesús.
2. Un modelo personal de integración de espiritualidad y compromiso.
El PyF nos da los elementos para entender el concepto de ser humano que muestra
simultáneamente la articulación de las decisiones personales de una libertad “liberada
de afectos desordenados” en función de un servicio universal para “la mayor gloria y
servicio de Dios”. Esta decisión cuenta con entero realismo con obstáculos muy
poderosos que provienen de falsos criterios de autorealización humana, que la sociedad
nos presenta como ideales de vida.
La vida de seguimiento de Jesucristo sólo puede eliminar otras tentaciones y ofertas,
cuando está cimentada en un amor profundo, cuya prueba es el tercer grado de
humildad. Las pruebas y dificultades pueden ser vencidas por una persona tenaz que
comprende que “vale la pena” hacer serios esfuerzos por llegar a aquel valor que los
compensa. Diríamos que el motivo de sacrificar algo ahora por obtener un valor
después, se centra todavía en cada persona por sí misma. Ignacio no propone esta
dinámica: no es el fruto de los sacrificios lo que alienta el duro camino, sino el amor; el
asemejarse con Cristo en vivir esas mismas dificultades, incluso si los frutos de tal
sacrificio fueran “igual gloria de Dios” que otra alternativa menos penosa y más
agradable.
La libertad interior que se consigue al ordenar los afectos nos permite contemplar el
“camino” futuro para realizar nuestra vida.
2.1. La orientación de la vida a través de los valores como horizonte de realización
humana
En la pedagogía moderna se insiste mucho en la importancia de los valores como “polos
de atracción” de nuestros esfuerzos [4]. El valor, como las utopías, no está dado, sino
hay que realizarlo. Tienen una “existencia” intencional; son valores porque son
valorizados, pero el que existan o no dependen de aquel juicio de que “vale la pena”
sacrificar algo por lo que se obtuvo en cambio. Todo “valor” pues implica una “pena”,
es decir un valor a sacrificar, pero “menospreciado” en relación al valor a conseguir.
Los valores no suponen “desprecios” de otros valores, sino también “aprecios”de ellos.
El “menosprecio” sin embargo muestra de inmediato una “jerarquía de valores” en la
que se refleja la totalidad del ser personal que hace una elección. Esto sucede con la
amistad, según el refrán: “dime con quien andas y te diré quién eres”; “dime cual es el
valor que prefieres a los demás, y te diré quien eres”.
Los valores son utopías de prácticas de vida; metas, propósitos, medidas, normas. Se los
puede pensar en forma abstracta, pero entonces es difícil realizarlos. Un valor no atrae
por su definición, atrae por verlo realizado en una persona concreta.
Aristóteles tiene una observación interesante: ¿cómo aprender esa prudencia que sabe
tener todos los puntos en cuenta y elegir la mejor salida posible?. Responde: observa a
las personas prudentes, y haz lo mismo.
El Evangelio nos trae una situación semejante: “¿quién es mi prójimo?”. Y Jesús cuenta
la parábola del buen samaritano, terminando así: “vete y haz tú lo mismo”.
Los valores se “devalúan” cuando se habla de ellos y no se da testimonio; el hablar es el
valor nominal de esta moneda del espíritu; el testimonio es el valor real. El valor circula
como tal en los hechos de la vida.
2.2. Las cuatro semanas de los Ejercicios, como pedagogía del seguimiento.
La espiritualidad ignaciana que une libertad personal y compromiso social, tiene en PyF
su núcleo conceptual, donde persona y sociedad están unidos en una misma finalidad de
servicio a Dios.
Ese núcleo es desarrollado en el modelo de valores que explicitan los modos de relación
de la persona con Dios, los otros y el mundo.
2.2.1 Una experiencia del anti-valor que niega todos los valores.
El proceso se da en las cuatro semanas. La primera es el reconocimiento del único
antivalor que niega totalmente el sentido de la vida, el pecado. ¿Por qué es tan
importante hacer esta experiencia?
Reconocer el propio pecado con toda claridad es condición para comprender y perdonar
las flaquezas de los demás. No se comprende a los otros si no se ve su lado negativo,
pero no como motivo de condena y desprecio, sino en situación de semejanza con algo
que el ejercitante ya ha vivido en sí mismo: viendo el mal con todo su realismo.
El pecado es un fracaso de la libertad. ¿Puede la historia de nuestros fracasos edificar
nuestro auto-estima? ¿No es el recuerdo de lo negativo una invitación a la depresión y al
pesimismo?
Freud y otros han estudiado muy bien los mecanismos psicológicos que se desarrollan
en torno a la culpabilidad. En ocasiones las experiencias pueden ser tan traumáticas que
sea necesaria la ayuda de un especialista.
La gran diferencia entre estas patologías de la culpabilidad y la experiencia del pecado
en los ejercicios, es que en estos, el pecado no es visto en forma aislada y en la pura
relación del sujeto con sus actos, sino en la perspectiva de una actitud de misericordia
de Dios que no solo ve al sujeto y sus actos en la verdad del mal, sino también lo ve con
sus actos futuros desde la posibilidad del perdón y de la misericordia.
Por paradójico que pueda parecer, la experiencia más espiritual y personal del pecado
perdonado, es la más social al mismo tiempo. El Evangelio lo dice claramente al asociar
la misericordia de Dios con el perdón fraterno. El mal humano siempre tiene una
perspectiva triangular; no se da solamente en dos puntos del mismo plano horizontal, el
que hace el mal y el que lo padece, sino en el triángulo de la mirada de Dios, arriba,
sobre los dos puntos de la línea abajo. El ejecutor del mal no sólo ofende a su
semejante, ofende a Dios; por eso, quien ha sido víctima del mal causado por otro y
perdona a su ofensor, no solo realiza un “acto horizontal” sino que su gesto entra en el
movimiento de la misericordia del mismo Dios que nos perdona y por eso exige nuestro
mutuo perdón, y que se revela como misericordioso a través de sus hijos
misericordiosos. Lo más íntimo de un proceso personal se vuelve lo más
“revolucionario” de un proceso social porque “crea” nuevas relaciones no desde la
situación de beneficios dados, sino desde la “nada”, o peor que nada, porque es la
ofensa.
Para una comprensión social de los ejercicios, el punto de la experiencia personal del
mal, del perdón y del mal social y sus posibilidades de superación es decisivo. No basta
el análisis objetivo de las “fuerzas sociales” que producen la injusticia y la explotación.
Esas “fuerzas” no son anónimas; son acciones humanas y sus autores tienen nombres y
apellidos. Tomar una valiente posición contra las injusticias requiere, para ser valor
vivido en Cristo, ser portador de la denuncia de algo que niega el plan de Dios, pero al
mismo tiempo portador del anuncio de algo que realiza el plan de Dios.
Omitir este doble aspecto en la lucha por la justicia es “desordenarnos” afectivamente,
precisamente con algo que es un don positivo: la justicia. Si la justicia con el pobre nos
lleva al odio del que lo explota, no es aquella justicia que Cristo nos pide.
La mirada de Dios sobre el pecador que se arrepiente, está llena de ternura; pero su
mirada era ya tierna aun antes del arrepentimiento; mejor, porque ya era así es capaz de
movernos; porque Dios sufría al vernos enfermos en el espíritu aun antes de querer
nosotros buscar la salud.
Imitar ese modo de ver el mundo es la justa perspectiva para nuestros análisis de la
realidad. Pero esta perspectiva es imposible si no se experimentó primero, en uno
mismo esa mirada misericordiosa. Ver cristianamente el mal del mundo, -algo tan
esencial para el compromiso social por transformarlo- supone la experiencia
profundamente íntima de la misericordia de Dios en la propia vida; - algo tan
“espiritualista” e “intimista” como ninguna otra-.
Este ejemplo, muestra pues, esa integración personal-social que nos permite un
compromiso social desde una raíz nueva de experiencias de perdón y de misericordia.
La meditación del pecado termina con las tres preguntas de acciones pasadas, presentes
y futuras, de las dos personas en relación: Cristo y el ejercitante. Deja allí un
interrogante que prepara la iniciativa de Cristo: la invitación del Rey Eternal, inicio de
la segunda semana.
2.2.2. Desde la experiencia del antivalor hacia la construcción de una vida con valores
Viviendo la experiencia de una “nueva vida”, se produce un giro en la metodología de
los ejercicios.
A diferencia de la primera semana, en la que el encuentro con Cristo ha sido una
experiencia de redención que se fundamenta en la naturaleza divina del Redentor, en la
segunda, la semana del seguimiento, el centro de las contemplaciones está en la
humanidad de Cristo. Esta devoción a la humanidad, que el siglo de oro de la ascética y
mística española destacó tanto, es común en Ignacio, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y
otros.
La experiencia ignaciana nos ofrece una Cristología que balancea muy bien todos los
aspectos de la cristología y nos acerca a ellos desde nuestra propia antropología. La
naturaleza divina es objeto de la primera y de la cuarta semana; la naturaleza humana,
de la segunda y de la tercera; pero mientras las dos primeras están fuertemente centradas
en la interioridad del ejercitante que toma conciencia del pecado y que contempla la
vida histórica de Jesús para “apropiarse” de sus valores, las dos últimas nos proyectan
fuertemente en el sentido de la historia por el misterio pascual.
El don de “la vida nueva” que brota de la cruz redentora, es un “camino a seguir”
Camino que tiene una meta: el Padre, que tiene una largura, que es la vida entera de
cada persona; una anchura que es la humanidad entera hasta donde llegue nuestra
capacidad de amarla y servirla. En ese camino, el mismo de siempre y para todos, hay
huellas muy distintas según “las sandalias” de los peregrinos; las huellas de pies
desnudos de pobres, las sandalias sencillas y planas, las modernas y sofisticadas con los
dibujos de las suelas. Cada uno “imprime” en el camino, las huellas de su sandalia, y el
tiempo no podrá borrarla; es la biografía personal que se une a la biografía de la
humanidad entera.[5]
2.3. El seguimiento de Jesús, escuela de valores del espíritu
Para no salir del camino, necesitamos de los indicadores de la ruta: eso son los
“valores” que “al ser apropiados” hacen valiosa nuestra vida misma. Hay propiedades
de los objetos físicos según su naturaleza; hay propiedades jurídicas que ligan objetos a
personas (“mi casa”), pero hay propiedades que sólo existen cuando son “apropiadas”,
es decir vividas: hacer la justicia es hacerme justo a mi mismo.
Los valores canalizan el modo de relacionar de la riqueza natural psico-somática y
espiritual, en actitudes, comportamientos, conductas que forman la contextura misma de
la existencia de un ser humano. Hay valores de relación con el mundo que muestran su
uso responsable (vg. cuidado por la ecología) y solidario (vg. compartir gratuitamente
nuestros bienes con aquellos que tienen necesidad de ellos).
2.3.1. El valor de la pobreza como uso sobrio y solidario de los bienes de este mundo.
Jesús enseña un modo “cristiano” de vivir la relación con la naturaleza: verla en relación
con el amor creador del Padre, y como don de servicio a los hermanos. La comida de los
pájaros, la belleza de colores de las flores, lleva al canto a la providencia que será
mucho mayor con los hijos que se consagran a la justicia. El que el sol y la lluvia caigan
sobre todos sin discriminar a nadie, ni justos ni pecadores, para Jesús es una lección del
amor de un Padre que no tiene enemigos, aunque muchos seres humanos se “hagan a sí
mismos, enemigos de Dios”. Pero esta decisión humana no modifica la eterna decisión
del Padre de amar incondicionalmente a cada uno de sus hijos y Jesús quiere decirlo a
todos y nos convida a todos a seguir anunciando este mensaje hasta el fin de los siglos.
Sólo mirando al Padre que no tiene enemigos nos hacemos capaces de perdonar a
nuestros enemigos “para ser hijos como el Padre”(Mt 5)
El valor de la “pobreza” -con una riqueza semántica que hoy nos cuesta mucho entender
por la sobrevaloración del sentido económico referido a la carencia de bienes-, es el
modo que Jesús enseña de “situar” la relación de los bienes del mundo, en el medio de
las relación de las personas entre sí y con Dios.
La pobreza no es solo carencia de bienes materiales; hay otras carencias de bienes
morales y espirituales que destruyen mucho más la integridad de las personas. Se puede
vivir en un palacio, pero con el corazón cerrado a los gritos de los pobres. Al Padre le
“duele” esta carencia de solidaridad en el corazón de ricos y poderosos; le “duele” así
como le “duele el hambre”en el estómago de los pobres. ¿De qué sirve que se dé un pan
al hambriento si le reprocho su falta de iniciativa?; ¿de qué sirve que denuncie la
injusticia de un corazón duro, si no le hago experimentar otros valores que provienen de
Dios?
Una manera “cristiana” de pensar en la pobreza de los carentes de bienes materiales y/o
morales, es verles a ellos desde una actitud de “pobreza espiritual”, que es
disponibilidad, entrega a Dios para que sus proyectos de Evangelio se realicen en el
mundo.
La polisemia de la pobreza, encuentra entonces todas sus dimensiones: relación con
cosas (tener hambre, saciarlo), relación entre personas (ser compasivo, solidario) y
relación con Dios (reconocimiento de nuestro “vacío” radical que solo puede ser llenado
por el don de la gracia de Dios).
La pobreza se inscribe por tanto en el cruce de dos líneas, una vertical que nos lleva a la
paternidad de Dios y otra horizontal que nos lleva a la fraternidad humana. Estos dos
“valores” sustanciales, definen la vida y obra de Jesús al predicarnos el Evangelio del
Reino.
2.3.2. Vivir como hermanos
La vida de Jesús de Nazaret está llena de situaciones, de encuentros humanos, de
reacciones y de iniciativas; es una vida sencilla de un campesino galileo, pero también
es la vida arriesgada de un profeta. Como profeta anuncia la “proximidad del Reino de
Dios” una realidad en la cual hay que creer y esperar, pero no pasivamente, sino
cambiando ya de conducta.
Las conductas, actitudes, que Jesús de Nazaret toma en relación con los prójimos
muestra muy bien en qué consiste la fraternidad del Reino.
Un aspecto de la fraternidad es el compartir, en relación con la pobreza que acabamos
de considerar. Jesús retoma la predicación del Bautista: comparte, no acumules riquezas
para ti, no seas injusto. Compartir los bienes de este mundo es ponerlos en otro nivel
distinto al de la satisfacción de necesidades individuales; es ponerlo en el ámbito de las
relaciones sociales; es sembrar semillas de una sociedad de personas que confían entre
sí, que se ayudan, donde los necesitados no quedan abandonados a su suerte porque la
humanidad se afirma como familia universal.
Del nivel que resitúa los bienes “físicos” del mundo, asociándolos al nivel espiritual de
relaciones fraternas, Jesús pasa a este nivel nuevo rescatando el carácter personal de
cada ser humano.
Jesús muestra su actitud de servicio por las curaciones, por el estímulo para mejorar de
vida, y sobre todo por su Palabra que siempre actúa como semilla dispuesta a crecer si
se ponen las condiciones para ello.
Enfermos y pobres, pecadores, excluidos de la sociedad por una razón o por otra; todos
son hermanos, prójimos a quienes hay que amar en forma semejante a como se ama a
Dios, y mejor aún, en forma semejante al modo de amar de Dios/
La parábola del buen samaritano es escuela de fraternidad; no importa las causas de su
sufrimiento; en algunas ocasiones ayudar es reconocer las causas y evitarlas; pero lo que
al fin importa es remediar los efectos de esas causas y sobre todo la grave herida que
deja toda acción de violencia, impotencia, abandono de otros para quienes se es
simplemente “objeto” de compasión o, peor aún, de indiferencia. La herida que el mal
hecho por un hermano sobre otro no se cura con cosas, sino con otra presencia de
hermano que acompaña a la víctima, y le dice que los bienes del acompañado se ponen
al servicio de la vida de la víctima. La elección que Jesús hace de los personajes de la
parábola es deliberada por sus contrastes: judíos / samaritanos; hombres piadosos,
cumplidores de la ley, pero indiferente al dolor del hermano / un desconocido pero de
buen corazón, puesto por Jesús como modelo de conducta para todos, judíos y
samaritanos.
La relación fraterna es llevada hasta una profundidad insospechada: nos encontramos
con el mismo Cristo en el hambre de los pobres, en el aislamiento de los encarcelados,
en la cama de los enfermos.
La pobreza como actitud de distancia que frena la codicia del poseer, es sobre todo,
actitud de acercamiento y de comunión con las personas pobres, sobre las que caen los
males de la ignorancia, de la falta de deseos de superación, pero mucho más, las
explotaciones injustas de su trabajo mal pagado, las condiciones penosas de vida que se
prolongan de padres a hijos. El pobre, por su existencia, es una señal del mal
funcionamiento de una sociedad; y por paradoja, sobre ese pobre, Jesús nos llama la
atención: “allí estoy yo. Mi Encarnación me hizo solidario con todos; pero
preferencialmente con los hijos en quienes es difícil reconocer el rostro de mi Padre”.
2.3.3. Vivir como hijos
Los exegetas confirman una y otra vez la original relación de Jesús de Nazaret, con Dios
a quien llama de “Padre”. A tal punto que Pablo, acostumbrado desde el judaísmo a
“bendecir a Yahvé”, cambia su invocación diciendo: “Bendito sea el Padre de Nuestro
Señor Jesucristo”. Nuestro Dios cristiano es Paternidad, amor de Padre, revelado en el
Hijo y constituyéndonos a nosotros en hijos por el Espíritu.
Para Jesús esta relación con el Padre es el eje de su vida, es su “pasión” y centro de
articulación de todo lo demás; la sobriedad y pobreza ante el mundo es vivencia de
respeto a los dones del Padre; la fraternidad y entrega a los hermanos es expresión y
testimonio del origen común de la única Paternidad.
Las exigencias del Evangelio son, en ocasiones, heroicas: amar al prójimo como a sí
mismo; perdonar al enemigo y orar por los que nos persiguen, compartir con el
necesitado. En la oración del Padre Nuestro se registran dos peticiones que son como la
síntesis del vivir fraternal: compartir el pan y perdonar.
De inmediato surge la pregunta de si podremos garantizar la vida propia cuando nos
prodigamos en ayudar a los demás. ¿Dónde está el límite de la caridad? Jesús invita a
ver la conducta del Padre celestial con las flores y los pájaros; y a poner la confianza en
ese mundo de fraternidad y confianza filial.
Del mismo modo, perdonar a quien nos ofende es una exigencia muy costosa; pero
contemplar al Padre celestial que no discrimina a nadie, que ama a buenos y malos
derramando el calor del sol o la lluvia sobre unos y otros, ayudará a vivir como hijos
entrando en la práctica del perdón.
2.4. El misterio pascual como punto álgido de la unidad entre espiritualidad y
compromiso.
La experiencia de Dios como Padre lleno de misericordia parece estar en contradicción
con el final de la vida del Hijo entregado por el Padre a un mundo amado. El misterio de
la muerte del Hijo no se comprende sin el misterio de la libertad humana que puede
rechazar el don que el Padre hizo al mundo, porque lo amaba; y sin el misterio del amor
del Padre que sigue amando a ese mismo mundo que rechaza su don y la devuelve la
salvación.
La experiencia más personal y privada de cada ser humano, la de su propio pecado y del
perdón de Dios, es la experiencia más social porque permite interpretar desde su
experiencia el pecado del mundo y el perdón que Dios ofrece a ese mismo mundo. La
historia personal se vuelve preciosa parábola de la historia del mundo; de lo que ha sido,
de lo que está siendo y de lo que está llamado a ser.
El misterio de la Pascua, que ocupa el contenido de la tercera y cuarta semana de
ejercicios; entendiendo por pascua la muerte y la resurrección del Señor, es la clave de
comprensión de la historia humana como un juego de libertades entre Dios y la
humanidad.
Creados en libertad, la usamos para ofender al creador. No se nos quita esa libertad,
pero se nos ofrece el camino para “conquistarla” Esa conquista es penosa, en el plan de
Dios, porque se aleja de todo lo que sea conquista por un poder que se impone, para
manifestarse por un amor que se propone.
Las conquistas del poder siempre quedan “fuera” de los sujetos conquistados; es otra
voluntad, del dominador que les obliga a un camino, que ellos, los dominados, en el
fondo no han elegido. Las conquistas del amor siempre nacen de “dentro”. El amor que
se propone camina junto con el amor de la persona que se dispone para acogerlo y
recibirlo. El amor que nació en gratuidad, hace nacer otro amor en gratitud, y desde
entonces dos corazones que se aman caminan juntos.
La Pascua es la revelación del misterio del Dios Trinitario; El Padre que es amor de
gratuidad engendra al Hijo; el Hijo responde acogiendo ese amor y volviendo al padre
por el camino de la gratitud. Ese Dios que es amor, no quiere imponerse, sino
proponerse, hacerse oferta que interpela la libertad de la humanidad.
Queremos en la segunda parte mostrar el sentido profundo de la pascua para alimentar
el compromiso cristiano en la historia. Bástenos aquí haber apuntado su relevancia.
Segunda parte: Una espiritualidad y un compromiso de inspiración ignaciana para el
tercer milenio
Tal vez la principal dificultad para vivir un compromiso social inspirado en la
espiritualidad ignaciana sea la complejidad de los problemas sociales, propios de
nuestra época. Nuestro desafío está en mostrar que la pedagogía espiritual ignaciana es
apta para confrontar esta complejidad, porque va hasta la raíz misma de las actitudes
desordenadas del individuo y de la sociedad.
Cuando Ignacio propone las reglas para la práctica de las limosnas está confrontando
ciertamente las dos dimensiones personal y social de la persona; decidir de lo propio es
expresión de autonomía; beneficiar y servir a otros, es gesto social. Pero el problema es
diferente, si un rico llegó a serlo por explotación del trabajo; hay una exigencia de
justicia de reparar los daños de la injusticia, que va más allá del simple compartir lo
propio.
1. La complejidad del problema social moderno
El problema se vuelve más oscuro todavía si las finanzas para un negocio vienen de
dineros mal habidos. Conocer ese origen y tolerarlo nos hace de alguna manera
cómplices en el mal. Pero estas exigencias éticas en el manejo del dinero se vuelven
oscuras cuando los sistemas de capitalización se vuelven anónimos, internacionales.
Una empresa explotadora puede ser conocida como tal en un país, en una zona
industrial; pero no es conocida en las filiales en el extranjero. Las multinacionales no
tienen que preocuparse por la buena fama en las naciones de sus sedes principales... La
responsabilidad ética se diluye en el anonimato.
Lo que vuelve muy complejo el problema es el mercado financiero tal como se está
imponiendo por tratados comerciales, sin ningún impedimento ni restricción para entrar
y salir de los países, Las finanzas se han vuelto hoy como la sangre de la economía de
un estado; el flujo de salida de capital significa literalmente dejar al país en condición
“exangüe”. de muerte o de grave colapso económico.
La vida moderna se está construyendo en dos niveles: en el de las decisiones
globalizadas en las que se requiere muchísima información mantenida no “al día”, sino
“al segundo” y luego en el de las expectativas de la vida cotidiana, en la cual las
personas se encuentran sometidas al stress en dosis elevadas y con necesidad de fugas o
descansos que son muchas veces standarizados por la sociedad de consumo: filmes de
moda, shows, excursiones y paseos, etc.
En la medida en que la vida cotidiana es moldeada también por la propaganda, los
ritmos de trabajo y descanso dejan de ser autónomos y se va perdiendo el sentido de la
propia identidad.
Tal vez ésta sea una de las razones profundas de la reacción ante la revolución
informacional que construye la “sociedad red”. Me refiero al fenómeno de la búsqueda
de identidad en grupos de pertenencia: comunidad local, raza, género, tradiciones,
cultos religiosos.
La masificación de la sociedad globalizada, busca las reafirmaciones de identidades
colectivas en espacios más pequeños y más homogéneos.
Para el ser humano de la “calle” es excesiva responsabilidad manejar su propia
economía, establecer sus propios ritmos de descanso y encima de todo eso sentir una
cierta corresponsabilidad frente a los problemas del mundo.
Para poder simplificar nuestra visión, vamos a acentuar tres polos densamente humanos
que tienen que ver con la relación con el mundo por la economía; y con la sociedad y el
Estado por la cultura y la política.
La economía se ha expandido en tal forma que ha suprimido literalmente todas las
fronteras de las naciones y tiende a imponer sobre todas ellas una norma única: el
mercado, sin barreras ningunas.
La política se entremezcla de tal manera con la economía que los gobernantes de las
naciones más poderosas se reúnen en conferencias mundiales sobre todo para garantizar
las mejores condiciones para el mercado, comprometiéndose en el gobierno de sus
estados a propiciar las condiciones económicas y políticas de una estabilidad interior en
ambos campos que sustente la estabilidad exterior del orden mundial.
La cultura, por su parte tiende a homogeneizarse, a medirse por parámetros iguales y
universales: el consumismo como estilo de vida universal, y la democracia como el
régimen político también universal. Se forma a las nuevas generaciones en las
convicciones de que sólo la alta capacidad tecnológica y profesional; y el empeño en
conseguir sus propias metas individuales, puede garantizar el sueño de sus vidas:
dinero, poder, disfrute de felicidad.
En estos tres ámbitos hay infinidad de elementos circunstanciales que se deben controlar
y armonizar entre sí; son objeto de discusión de los expertos: ¿como abrir un mercado
mundial de bienes de corta duración?, ¿cómo atraer inversiones extranjeras si hay
normas rígidas de control?, ¿cómo articular la fuerza de los sindicatos en una era
informacional que descentraliza la actividad laboral?, ¿cómo potenciar la fuerza de los
partidos políticos cuando crece el descrédito por la corrupción extendida de los
gobernantes? Estas cuestiones y muchas otras más son muy pertinentes y no se pueden
eludir. Plantearlas y resolverlas es asunto científico técnico, que parece muy ajeno a los
aportes de la espiritualidad.
Caín mató con una quijada de burro, una bomba moderna mata mil personas con su
carga explosiva. ¿De qué sirve plantearse el problema tecnológico del armamentismo, si
dejamos de lado el problema humano de la muerte de un hermano?
Los ejercicios, por principio, colocan el problema en el centro de las relaciones
humanas y no en la de las cuestiones tecnológicas, que son problemas de medios y no
de fines.
Por otra parte hay fenómenos culturales que se extienden por varias generaciones que
buscan el sentido de los acontecimientos. La modernidad y post-modernidad se han
encargado de hacer de la razón y del progreso un dogma, pero al mismo tiempo,
sospechar de las utopías de querer cambiar el orden de las cosas con alternativas
solidarias. El último ingrediente añadido a este panorama es el terror (11 de setiembre)
y la imposición de guerra al margen de los pactos establecidos después de la Segunda
Guerra Mundial, destruyendo caminos ya recorridos.
2. Dos propuestas para elegir la vida personal y configurar la vida social
¿Podemos encontrar en estos rasgos, algunos elementos de orden, de construcción, de
esperanza? ¿Podemos ofrecer una perspectiva que nos permita ver de modo constructivo
el camino de un mundo nuevo?
Ignacio nos ha descrito en la meditación de las dos Banderas, una situación de conflicto,
de valores, de métodos de acción. Y ante estas propuestas nos sugiere “pedir
conocimiento de los engaños del mal caudillo, y ayuda para dellos me guardar, y
conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán y gracia
para le imitar”
Hay escalones bien claros en ambas estrategias, riqueza, honor y soberbia; pobreza
espiritual y actual, deseo de oprobios y menosprecios, humildad. Esas estrategias, en el
fondo, son exactas a través de los tiempos, aun cuando puedan darse grandes variables
en las circunstancias históricas.
¿Cómo, en mundo de hoy, se producen y acumulan las riquezas? Parece existir entre
economistas serios un consenso sobre el capitalismo como el mejor camino de
producción de riquezas, pero al mismo tiempo su incapacidad para distribuirlas. El
contraste entre estos dos aspectos, de los cuales sólo el primero suele ser alabado y
defendido, se hace patente con la historia de la revolución industrial y de la actual
revolución informacional. La motivación del lucro de las personas parece haber
triunfado sobre los modelos de planificación económica y de régimen de propiedad
socializada. Hasta parecen antagónicos ambos objetivos de una economía sana. A
medida que se acentúa la distribución, se alza la protesta de destruir el incentivo para
aumentar la riqueza, y viceversa.
Los reformadores de la revolución industrial proponían un salario justo que permitiese
también a los trabajadores el acceso a la propiedad privada de los medios de producción
industriales. Algunas experiencias exitosas como la de Ford, aseguraron al mismo
tiempo expansión del mercado y capacidad de compra de esos bienes. Las luchas
salariales también tenían el objetivo de llegar a una clase media con cierto acceso a
bienes industriales. Sin embargo, capital y trabajo nunca se entendieron en la revolución
industrial; o si hubo entendimientos, como vg. capital y trabajo dentro de un país
desarrollado; era porque se explotaba, por las empresas multinacionales, a los
trabajadores de los países pobres por el otro.
La nueva revolución informacional cambia casi radicalmente los términos de esta
tensión entre producción-distribución, capital-trabajo. Esta revolución ha permitido la
globalización de la economía funcionando en tiempo real, desde los polos más distantes
del mundo entero. El control de los factores de producción de riqueza es casi absoluto,
sobre todo en lo referente al mercado financiero, verdadera “sangre” de la anatomía de
la economía mundial.
Los mecanismos de distribución, como por ejemplo, establecer regulaciones legítimas al
flujo financiero, no son admitidos. Un país que ofrece sus recursos a la inversión
mundial, merece tener la seguridad de que la invasión de capitales pueda permanecer
con cierta estabilidad para crear y distribuir la riqueza en beneficio de sus habitantes.
Si a esta realidad económica globalizada, añadimos los nuevos rumbos de una política
que intenta globalizarse, pero no por las decisiones de los ciudadanos de todos los
países, sino por las decisiones de algunos gobernantes de esos países, -aunque
contradigan el sentir claramente manifestado de sus electores-, tendremos una idea clara
de hasta qué punto la economía controla la política y determina las decisiones de los
poderosos.
El sentido de la democracia queda pervertido cuando los gobernantes de países menos
desarrollados no tienen alternativas en beneficio de su pueblo sino someterse a las
normas e imposiciones de las fuentes mundiales de financiación, para iniciar, continuar
y perpetuar el proceso de la “deuda externa”, eterna deuda que se ha vuelto impagable y
además injusta.
Todo esto se hace “aceptable”en una cultura del consumismo que distorsiona las
necesidades humanas; que sustituye sus necesidades por deseos hábilmente despertados
por la propaganda comercial de bienes superfluos. El consumismo diluye los marcos de
tradiciones de los pueblos y lleva a todos a satisfacer iguales deseos con iguales
productos globalizados.
3. Aporte de la espiritualidad ignaciana para el compromiso social
Ante esta realidad, ¿qué orientaciones puede ofrecer una espiritualidad como la
ignaciana?
Los problemas aquí planteados, desde las macro-estructuras económicas, políticas y
culturales no son sino los síntomas de heridas más profundas que se dan en las personas
y en los conjuntos sociales: el sentido de la vida humana, el origen y el fin de su
existencia, la elección de los medios más eficaces para conseguir los objetivos
fundamentales y subordinar los otros al fin último.
Hay dos maneras de apuntalar esas convicciones últimas: una es a partir de la
concepción creacionista, vinculada a algunas de las grandes religiones; otra es la
esperanza de que a través de los millones de años de la evolución del cosmos, que
terminan por producir las condiciones de vida de seres vegetales o animales, y en forma
más avanzada del animal racional, podamos llegar con esa misma razón a establecer
acuerdos entre todos los seres humanos, capaces de crear condiciones universales de
sobrevivencia.
La apuesta por la racionalidad humana debe ser hecha por todos, incluso por los que
tengan cosmovisiones religiosas. Ignacio pertenece a una tradición, la cristiana y ofrece
argumentos tanto de la razón como de la fe.
El principio y fundamento se basa en el hecho de que “el hombre es creado para...”
Quien determina ese finalismo no es el mismo ser humano, porque no se ha dado a sí
mismo la existencia. La creación le hace depender en el ser y también en la finalidad de
la creación, que le corresponde a su condición de criatura.
Pero en la lógica fundamental de Ignacio hay, por otra parte, una convicción: la
capacidad de la razón humana para fijar, desde el consentimiento de su libertad, un fin
último que subordina todos los otros fines, que permite elegir medios, y que permite ser
instancia critica frente a los afectos desordenados. La finalidad última de una sociedad
en donde la vida humana sea valor referencial de todo, fundamento de las exigencias de
condiciones que hagan posible y permitan crecimiento y desarrollo de esa vida, sería
una finalidad capaz de recibir la aceptación universal. De alguna manera esto es lo que
se pretende cuando se trabaja en los derechos humanos; base de consenso universal. Y
también para esta hipótesis no-creacionista, es válida la argumentación ignaciana: donde
hay un fin último hay una subordinación total de todos los fines posibles y se impone
una sabia elección de los medios, que puede estar distorsionada no sólo por el error,
sino sobre todo por el desorden de la afectividad.
No entro aquí en la discusión de si esta postura que prescinde el dato religioso de la
creación es o no suficiente para unir a toda la humanidad. Pero aun limitándonos a
quienes tienen la certeza de la creación, tendríamos una base segura para fundamentar la
conducta de millones de seres humanos. Si al menos, éstos, vivieran la lógica de PyF
ofrecerían a la humanidad el don de muchas soluciones y el alivio de menos problemas.
El problema no está en la unión teórica de la ortodoxia, sino en la ortopraxis, aunque sea
sólo exigencia de creyentes.
3.1. Desenmascarar los “afectos desordenados” sociales
Desde el horizonte del fin absoluto y último: -“Gloria Dei” traducida en términos de
Evangelio: “proximidad del Reino de Dios que exige conversión”- podemos decir que la
economía, la política, la cultura tienen posibilidades extraordinarias, pero exigen, como
realidades creadas, ser miradas desde el fin último. Por eso resulta sospechosa una
economía que es muy funcional para producir riqueza, pero disfuncional para
distribuirla; una democracia que permite la libre expresión de electores de un poder,
pero impide la libre manifestación de una sociedad civil que acompaña los procesos de
ejercicios del poder; o de una democracia que da a su gobernante no sólo el poder sobre
su propio pueblo, sino la arrogancia de usurpar un poder sobre todos los pueblos de la
tierra con el único argumento de su poderío militar; una cultura que presenta el atractivo
de satisfacer los intereses del individuo pero oculta la insatisfacción permanente de
otros aspectos del ser individual, y sobre todo muchos otros seres humanos que no
tienen acceso a los bienes necesarios para realizarse como personas.
En los tres casos aquí citados, hay un punto de coincidencia común que en términos
ignacianos podría expresarse como “afectos desordenados”; a los que producen la
riqueza no les interesa la distribución, a los que alcanzan el poder democráticamente no
les interesa la vigilancia crítica permanente de sus electores ni limitar el poder que dan a
quien gobierne los espacios de su patria; a los que venden productos para satisfacer
demandas de una cultura consumista no les interesa formación de conciencias
lúcidamente críticas.
Ignacio tenía razón al plantear en PyF con tanta claridad que el problema en términos
prácticos va a ser la manera de reaccionar ante la salud o la enfermedad, la riqueza o la
pobreza, el honor o el deshonor, la vida larga o corta.
Las ciencias sociales han llamado “ideologías” a estos afectos desordenados sociales
que encubren la realidad, exaltando virtudes de un sistema pero ocultando sus graves
defectos. La dificultad estriba en la capacidad de las ideologías de revestirse de rigurosa
apariencia de rigor científico.
El aporte ignaciano no es el de un método de critica ideológica; es algo más básico y
fundamental: conocer que el ser humano es capaz de encubrir con razones aparentes las
opciones que no se ajustan al proyecto de Dios. En otros términos, la originaria
tentación del Génesis: “ser como dioses”, árbitros del bien y del mal, de la vida y de la
muerte.
3.2. Desenmascarar la alienación religiosa en el segundo binario
Hay otro aporte típicamente ignaciano que se mueve en el plano religioso de las
representaciones de Dios. El desorden de los afectos, y en términos sociales, el
encubrimiento de las ideologías es tanto más peligroso y funesto cuanto se aproxima al
campo de lo Absoluto, de Dios. Porque el ser humano que construye “su absoluto” deja
de reconocer al verdadero Dios y por tanto fabrica un ídolo.
Y es precisamente en este campo, donde Ignacio tiene mucho cuidado en discernir la
voluntad de Dios real y verdadera, de la “voluntad” de Dios aparente y falsa. Para la
Iglesia universal sería un gran bien, aplicar el modelo del “segundo binario”a sus
prácticas pastorales: Queremos servir a Dios, sí, pero sin relativizar los medios de este
mundo; sin relativizar el saber académico, el poder económico, la fuerza de lo político.
Y relativizar no quiere decir “despreciar” , sino “menospreciar” esos valores, cuando
está en juego otro valor superior. Pablo renunciaba al derecho de ser sostenido
económicamente por la comunidad a la que servía pastoralmente, con tal que quedara en
claro lo absoluto del Evangelio. Todos los valores de este mundo no pueden bloquear el
reconocimiento del gran valor de la presencia de Cristo en los pobres. Cuanto los
valores del mundo nos hacen ciegos a este valor, estamos en el “segundo binario”.
Queremos servir a Dios con los medios que nos parecen más importantes que el Dios
mismo a quien queremos servir.
Los tres binarios tienen, por tanto, una profundidad excepcional cuando se releen desde
una óptica social. Se trata de una “meditación” [149] en un momento en que se busca lo
que es voluntad de Dios y se pide la gracia para elegirla y vivirla. Es una meditación
que claramente vuelve al principio y fundamento: fin y medios; pero hay tres tipos
humanos: el primero, de los que conocen el fin y lo aceptan, pero no ponen los medios.
En contraste con este primer tipo, el tercero es de los que sí ponen los medios, y para
ello dejan ya afectivamente esa “opción inconsciente”de preferir los medios que más
agradan.
Es el segundo binario, donde se encuentra el sutil engaño que es mucho más difundido
de lo que pensamos, y cuyo desenmascaramiento es no sólo un acto humano de lucidez
y honestidad, sino un acto religioso de acercarse a Dios y no al “idolo” que nuestra
conciencia fabrica.
El segundo binario, quiere y afirma que busca a Dios, pero el apego que tiene a lo
relativo de los medios se ha vuelto en realidad el Absoluto de su vida; es decir, pone
condiciones a Dios: servirle, sí, pero con estos medios, por estos caminos. El tema no es
solo del uso de medios, sino de absolutizarlos de tal manera que el rostro de Dios se
desfigura, se olvida, se relega.
Aquí se da el fenómeno que los psicólogos y críticos de la cultura, sobre todo de la
religiosa, han denunciado con tanta fuerza y vigor: la alienación humana.
La alienación tiene sus raíces en la inseguridad interior que busca sus soluciones fuera
de sí por medio de proyecciones a las que se da valor absoluto. Feuerbach analizó el
fenómeno: la lucha entre la felicidad e infelicidad, lleva a proyectar una felicidad
perpetua, que no se encuentra en el presente, pero que vendrá en el futuro. Ese Absoluto
de perpetua felicidad es Dios y sus recompensas eternas; la religión es entonces un
calmante del sufrimiento histórico, que aliena a la humanidad de su gran tarea: buscar
construir una felicidad ya aquí en la tierra. Como consecuencia, el pueblo ignorante no
sabe su enfermedad alienante y no quiere despojarse de ella; quitarle, incluso a la
fuerza, ese calmante, es confrontarlo con la realidad y hacerle crecer en humanidad para
ser agente de su propio destino; el ateismo así pensado no es sino la otra cara de un
humanismo intencional. Para amar a la humanidad hay que quitarle el opio que la
tranquiliza y paraliza.
Hay exactamente un paralelismo entre la alienación religiosa descrita por el marxismo
siguiendo a Feuerbach, y el segundo binario. Los medios relativos se han convertido en
la voluntad absoluta de Dios. Nos aferramos a ellos porque nos convienen, pero
ocultamos, e incluso por inconsciencia, esta razón alegando ser la voluntad divina.
Nada produce resultados tan desastrosos en la evangelización del Reino como el
anuncio de un Evangelio que nos aliena. El inconsciente humano sigue creyendo que en
Dios no hay sufrimiento y por tanto donde hay sufrimiento no hay Dios; una ideología
así sería perfectamente cómoda a la sociedad de consumo; a los países poderosos que se
erigen en árbitros del mundo; porque en estos casos se mide el gozo, la felicidad en
términos de egoismo. Si sufro, es castigo de Dios, si no sufro es premio; si los otros
sufren es porque lo merecen.
Si la alienación es “proyectar” un dios conforme a las aspiraciones humanas, no hay
religión mas “desalienante” que el cristianismo, porque nos dice que Dios y dolor
pueden ir juntos cuando dolor y amor se han juntado. De allí la constante pedagogía
ignaciana del amor incluso en el dolor, hasta llegar a la tercera manera de humildad.
El mundo moderno está al borde de la más terrible de las alienaciones. Creer que el
mundo que construye es lo que Dios quiere, aunque sea tan contrario a los criterios del
Evangelio, tan distante a la opción por los pobres, tan opuesta al camino de Jesús que
nos anuncia tomar su cruz.
Podemos, incluso con la tranquilidad espiritual que produce la experiencia de los
Ejercicios, contribuir a esta alienación religiosa. Podemos educar y formar cristianos
con rígida moral individual y familiar pero con carencia absoluta de una ética social,
sobre todo económica, política, cultural. Es el cristiano aferrado a la “fe” pero que
rechaza la “justicia”.
Es una de las grandes gracias de Dios el don de la espiritualidad ignaciana que nos
permite ver juntos “fe” y “justicia”; y amar y seguir a Jesús sobre todo en la cruz y
reconocido sobre todo en el pobre. Estos signos de “desalienación” son vitales para
entender el sentido social de los ejercicios.
La gran contribución de los ejercicios para el ser personal individual y social es saber
que sus decisiones humanas deben ser iluminadas por la razón y por la fe, pero que
pueden no llegar a serlo cuando nos enturbian las pasiones, la afectividad no ordenada
por esa misma razón y fe. El proceso de “ocultamiento” del desorden se reviste
precisamente de “orden”. Por ejemplo, se identifica la justicia con la ley, aunque ésta
sea perfectamente injusta e inhumana; se acepta como ciencia rigurosa la que constata
mecanismos construidos sobre “ideas reguladoras” aunque se sepa que estas ideas no
funcionan; más aún, no se quieren que funcionen.
La idea reguladora de la economía es el mercado perfecto, que exige total igualdad de
condiciones de los participantes en ese mercado; basado en un “dogma” de una realidad
inexistente, se rechazan todas las medidas que llevarían precisamente a la igualdad de
condiciones en el mercado, como la de defender a los que están en posición más débil.
La idea reguladora de la democracia supone un pueblo que elige sus gobernantes y
acompaña su gestión para que no abuse de su poder en los ámbitos de la nación que los
eligió; pero en nombre de esa democracia como “idea reguladora” se impone una
democracia que permite a los gobernantes ignorar la voluntad popular de sus pueblos y
sobre todo arrogarse sobre otros pueblos una autoridad y un poder que nadie les otorgó.
Lo mismo puede decirse de la cultura que une a los pueblos conforme a tradiciones y
valores; pero esos valores pueden distorsionarse, invertirse dentro de una escala
axiológica; una cultura que se impone por los eficaces medios de comunicación
modernos, por la educación en escuelas y universidades donde no se enseña a pensar ni
a “ordenar los medios” de la ciencia y de la técnica en orden al “fin”de una sociedad
humana y feliz donde reine la paz y la justicia.
3.3. Sólo una persona que cambia puede cambiar el mundo
Hemos afirmado que la propuesta ignaciana de vigilancia sobre los afectos
desordenados afecta al individuo como ser personal y social. Un solo ser, la persona, se
abre a dimensiones de vida diferentes; pero con iguales procesos.
Lo individual y lo social no son dos “campos” distintos, sino dos espacios en donde un
mismo sujeto va a actuar. La intuición ignaciana toca este principio. Haga lo que haga el
ser humano, sea en lo individual o en lo social, no hace sino proyectarse como es y
como quiere llegar a ser a través de sus actos.
Por esta unidad de un solo sujeto podemos establecer el principio típicamente ignaciano
de que no puede haber ningún cambio en la sociedad si no ha habido primero cambios
en la persona. Esto significa que la sociedad no la cambian “marionetas” manipuladas al
margen o contra su conciencia. Sólo personas que han tenido la absoluta honradez de
contemplar el mal realizado por ellas mismas, el pecado, y de experimentar el perdón,
son capaces de ser agentes de cambios sociales.
¿Por qué esta convicción en la que todos estaríamos de acuerdo no han dado sus
resultados de compromisos sociales por la fe y la justicia?
El problema está en el desconocimiento de aspectos científicos del psiquismo individual
y de los mecanismos sociales.
La psicología nos ha abierto a campos donde no habíamos entrado nunca, como el
inconsciente. Hoy un director de ejercicios debe conocer las ideas fundamentales del
psiquismo humano y de sus mecanismos de alienación.
De la misma manera, la sociología nos ha revelado la complejidad de las sociedades
modernas donde actuamos con responsabilidades individuales y colectivas.
Nuevamente, el director de ejercicios debe conocer estos mecanismos sociales, sobre
todo los ideológicos, que falsifican las decisiones libres.
Esto no significa que los ejercicios deban transformarse en cursos de psicología o
sociología. Ellos tienen su finalidad propia, pero que presupone el conocimiento
humano; cuanto más profundo sea este conocimiento, con más realismo ayudaremos a
los que hacen la experiencia de los ejercicios a situarse en su historia personal y
colectiva.
Lo importante es que esto sea realizado en su condición de sujeto, y esta es la
convicción ignaciana: sólo se cambia el mundo por personas que han cambiado ellas
mismas.
3.4. La pedagogía ignaciana para cambiar la sociedad desde la conversión personal
¿Cómo dar el paso de salir del espacio individual al social? Si el desorden afectivo es el
punto de unidad común de ambos, todo lo que sea reflexionar sobre él es ya dar pasos
positivos para incidir en los dos campos.
Pero el proceso ignaciano no se queda en el Principio y Fundamento: pasa a la única
manera de educar a la persona a orientarse en su vida por valores: la propuesta de un
modelo de vida. Ese modelo es la persona de Jesucristo.
La subjetividad de Jesús de Nazaret, porque es un sujeto humano, se enfrentó
exactamente con los dos “campos” individual y social que hemos mencionado. Por eso,
la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, son la pedagogía simultánea de
los procesos psicológicos y sociológicos que siguen a la conversión. Ha sido un error,
tal vez muy difundido, pensar que Cristo es modelo de actitudes internas, pero no de
comportamientos externos y sociales. Hay algo de verdad en que los contextos
históricos son diferentes entre una sociedad tradicional campesina y la moderna urbana.
Desde luego las parábolas deberían ser distintas; miles de personas de ciudad nunca han
contemplado una semilla de mostaza.
Pero los contextos sociales distintos por los niveles de tecnologías, por los intereses
políticos que están en juego, siguen siendo siempre espacios construidos por el ser
humano para vivir su vida. Trabajar con lucidez sobre esa característica común, porque
es humana y por tanto universal para tiempos y lugares, es el arte y la pedagogía de
quien propone los Ejercicios.
Y la regla fundamental de la vida de Jesús, privada y pública fue la confrontación entre
la realidad que le rodea y el Reino que el Padre quiere que exista ya en este mundo. Lo
que impide que esa realidad se transforme en Reino es la libre voluntad de las personas:
iluminarlas, e incluso interpelarlas con vigor por la denuncia del pecado; proponer una
vida que está configurada ya por el Reino de la filiación y de la fraternidad, es decir la
propia vida personal de Jesús de Nazaret; intentar esa misma realidad de Reino en un
grupo de personas contagiadas por los mismos ideales.
Este es el camino que el Evangelio nos señala para cambiarse a sí mismo y al mundo.
Pero hay algo mucho más serio todavía: el anuncio de un Padre que respeta la libertad
de sus hijos, hasta límites impensables: dejar que asesinen a su propio Hijo entregado al
mundo. Se trata de un Padre que no quiere obras de hijos guiadas por el temor, sino del
amor. Cuando tratamos de forzar a que la conducta de las personas se transforme por el
temor, dejamos de revelar a ese Padre que entrega a su Hijo en manos de la humanidad
que lo llevan hasta la cruz.
Por eso, el misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo es la cumbre
final del proceso de trasformación personal y colectivo. Por un lado separa la corta vida
de la persona y la larga vida de toda la historia humana. Hay utopías del Reino que unos
hijos nunca veremos realizadas aunque hayamos luchado decididamente por ellas. Pero
por otro lado, une esa vida corta de la persona y esa vida larga de la historia del mundo,
por un vínculo efectivo de eficacia, pero invisible a nuestros ojos, porque es obra del
Espíritu en el corazón de las personas.
Entregar la propia vida para los cambios que el sujeto personal debe realizar y para
sumarse a las grandes transformaciones del mundo en Reino, es la decisión fundamental
que hay que hacer en ejercicios y la cual puede falsificarse por el encubrimiento de
nuestros afectos desordenados.
La Tercera y Cuarta semana son intensamente afectivas. La advertencia contra el
desorden del afecto, se transforma en invitación a seguir los afectos ordenados que nos
ponen en comunión con los sufrimientos y los gozos de Jesucristo.
Ordenar mis afectos personales por la escala de los afectos de Jesús significa sufrir por
aquello que hace sufrir a Cristo: el pecado, el orgullo, la autosuficiencia, la imposición
egoísta de los caprichos de uno mismo, la mentira, la infidelidad.
La pasión de Jesús es medida de orden de nuestras pasiones personales; en sentido
cualitativo, de modo que nunca una alegría para mí sea una tristeza para Cristo; pero
también en sentido cuantitativo, es decir, guardar la proporción entre mis pequeños
sufrimientos humanos y los grandes sufrimientos de Cristo sobre todo en su pasión.
Pero el gozo es también otro sentimiento humano y es necesario ordenarlo por la regla
de Cristo. Y nuevamente en sentido cualitativo (ningún gozo mío si no es de Cristo) y
cuantitativo: valorar más los grandes gozos de Cristo que los míos, tan pequeños y con
frecuencia egocéntricos. Los gozos de Cristo Resucitado se refieren a la revelación del
Padre en la resurrección del Hijo y por tanto el “desvelamiento” total del misterio del
dolor humano que será definitivamente vencido.
Es insuficiente comparar sufrimientos y gozos personales con los de Cristo; es preciso
comparar sufrimientos y gozos sociales con los de Cristo.
Mi dolor es eco del dolor del mismo Cristo, pero también lo es todo sufrimiento del
mundo. La compasión con las víctimas es camino seguro de encontrarnos con Cristo
afectivamente, viéndolo en los que sufren. No necesitamos de un mundo feliz para
encontrar en él a Cristo: es el mundo real en el que se encuentra; es en los billones de
personas marginadas del mercado. manejadas contra su voluntad por las democracias
aparentes de nuestro mundo político; en las jerarquías axiológicas que ponen en último
lugar los valores del espíritu.
Solidaridad con ellos, encuentro con ellos. Todo eso puede ser política, economía,
cultura, pero es mucho más: es insertarse en aquella humanidad en la cual el Hijo de
Dios quiso encarnarse. Si Juan dice que “Dios entregó su Hijo al mundo” no es a un
mundo ficticio de justos y santos, sino a ese mundo sobre el cual Ignacio presenta la
decisión trinitaria: “Hagamos la redención del género humano”.
El misterio pascual es el misterio de la cruz, que por un lado representa la maldad de la
libertad humana que rechaza que Jesús siga viviendo con nosotros y decreta su muerte;
pero por el otro representa la infinita bondad del Padre que nos acoge para la vida filial
precisamente por el camino de esa muerte impuesta por la humanidad a Jesús. No son
dos “muertes” una que es efecto de la maldad y otra que es principio de la bondad de
Dios; es una misma, transformada por dentro por el amor. Ese es el poder de Dios que
compartimos por el Espíritu.
El Espíritu de Dios hace de las Víctimas de los Poderes de Este Mundo, las Victorias
del Poder del Espíritu de Dios sobre Este Mundo.
Las Víctimas comienzan a ser Victorias cuando “resucitan” por la fe, la esperanza y el
amor. Esa resurrección es intra-histórica, anticipa ahora la que va a suceder al fin de la
vida; en este sentido anticipa el Reino que viene. Ese fué el Evangelio de Jesús:
conviértanse (ahora) porque el Reino está cerca (todavía no está aquí).
Vivir de un modo nuevo, filial y fraterno, ya ahora es “nuestra conversión”, pero el
motivo es la “proximidad” (y no la presencia plena) de; Reino. En otros términos la
realidad futura del Reino es determinante de las conductas presentes de los seguidores
de Jesucristo.
La Pascua de Cristo que sucedió al inicio de la era cristiana y se realizará al final de los
tiempos es anticipada por cada creyente cuando en cada sufrimiento humano pone la
esperanza del futuro a construir. No sustituye sufrimiento por alegría, sino por
esperanza; hace así que el futuro esté actuando ya en el presente.
La psiquiatría nos acostumbró a los determinismos del pasado. La libertad humana no
existe porque todo está programado por las experiencias iniciales de la vida. El
determinismo del pasado es una fuerza de la naturaleza que limita a la libertad de la
persona. Pero es muy diferente la auto-determinación de un futuro libremente elegido
porque es la fuerza de la persona y de su libertad por construir un presente a imagen y
semejanza del Reino que espera.
El fruto obvio de la espiritualidad ignaciana es el de personas maduras individual y
socialmente que en ambos campos de la vida proceden de igual modo, buscando la
voluntad del Reino sin dejarse llevar de los afectos desordenados que lo deforman. Y
como nuestras aspiraciones humanas son por la vida, la riqueza, el honor; tenemos que
atender con especial atención al sufrimiento, la pobreza, el deshonor de aquellos que
son Victimas de este mundo, pero se convierten en Victorias ya presentes del mundo
futuro.
Considerados los Ejercicios como el camino de educarnos para vivir el misterio pascual
en el hoy del mundo, creo que se constituye en uno de los recursos más sólidos de la
espiritualidad cristiana, donde todos los elementos se integran armónicamente entre sí:
donde una antropología de la esencia psico-somática y espiritual del ser humano, nos
permite comprender la existencia cotidiana de los tejidos de relación con el mundo, con
los otros y con Dios. Pero esta antropología es abierta, porque ha encontrado el misterio
en la Cristología, siendo por tanto los Ejercicios el encuentro de ambas, porque
reconoce que en el Verbo Encarnado se da la plenitud de la humanidad. Esa plenitud
nos permite caminar como Jesús “haciendo el bien”, pero cuando la muerte y el fracaso
parecen proclamar el sin-sentido de una vida que busca la justicia y la fe; la certeza del
Resucitado sigue transformando nuestras dudas y temores en cantos de esperanza. La
más atenta fidelidad a la historia se sobrepasa a sí misma cuando está atenta a lo metahistórico, que no está después sino “dentro” de la historia, invisible para los ojos del
cuerpo, pero visible a los de la razón y del espíritu.
Contamos con el poder del Espíritu que permitirá revelar el poder de la resistencia de
los pueblos que caminan con esperanza y vencen el miedo. Personas transformadas por
la intimidad de la amistad con Jesucristo y vigilantes sobre los afectos desordenados
sociales y las sutiles alienaciones religiosas, encontrarán en los Ejercicios de San
Ignacio una fuente de alimentación y sustento espiritual.
-------------------------------------------------------------------------------[1] En esta presentación de la antropología de los Ejercicios tomo algunos conceptos
fundamentales de Henrique Lima Vaz: Antropología, 2 tomos, Loyola, Sao Paulo; y de
João Roque Junges: Evento Cristo e Ação Humana. Unisinos 2001, São Leopoldo.
[2] Allí reside la dificultad fundamental para realizar con coherencia la opción por los
pobres. Ver el interesante artículo de Jung Mo Sung: Solidariedade e a condição
humana, en Convergencia 36 (marzo 2001) 89-109.
[3] Las ideas que aquí presento fueron trabajadas en mi ponencia Antropología y
valores en San Ignacio, para el Seminario de Educación y Espiritualidad’de la CPAL,
agosto 2003.
[4] Ver el excelente estudio de Jesús Montero Tirado Educación ignaciana y cambio
social, Ed. Loyola y CEPAG, 2003.
[5] Ver mi articulo El seguimiento de Jesús, hoy, en América Latina, en ITAICI,
Revista de Espiritualidad Ignaciana,.2003
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