la historia de pierre bonchamps, el hombre que vivio cinco días y

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Pierre Bonchamps, el hombre que sólo
vivió cinco días y jamás se llamó así
•
Un caso extremo de desorientación de adolescente
•
Quienes menos conocen a un adolescente, son sus padres
•
Su muerte es un misterio que no ha sido aclarado
Comentarios de Daniela Marín a un texto original de Stepan Zweig
El siguiente relato acerca de un hecho real que puso en tela de juicio la acertada
actitud de ciertos padres y lo que son las peripecias de la adolescencia, fue escrito
por Stepan Zweig, notable ensayista, novelista y pacifista. Originario de Austria,
Zweig vivió el ascenso al poder de Adolf Hitler y la persecución de los judíos.
Estuvo en abierto desacuerdo con la ideología nazi y, en consecuencia, tuvo que
huir de su patria. Viajó por Inglaterra y otros países libres de la influencia nazi y
terminó por refugiarse en Brasil. Ahí realizó trabajo intelectual pero, ante el
avance de las tropas de Hitler por Holanda, Bélgica, Francia y Rusia, decidió
llevar al máximo su protesta. Él y su esposa se suicidaron en señal de protesta
contra la ideología nazi.
Para evitar confusión aclaramos los nombres: el padre se llama León Daudet; su
hijo se llama Phillipe Daude y Pierre Bonchamps, es el nombre que adopta el
hijo al actuar como anarquista.
El ensayo fue escrito en 1924 y está publicado en; Stefan Zweig, “Tiempo y
Mundo”. Editorial Juventud, serie Ensayo, 1998, Barcelona, España.
El título del original es: “Odisea y Muerte de Pierre Bonchamps”, la Tragedia de Philipe Daudet. Zweig
explica: “Este Pierre Bonchamps a que nos referimos vivió sólo cinco días y jamás se llamó asi ”.
“El día 20 de noviembre de 1923, el adolescente Philippe Daudet, de catorce años y
medio, hijo del diputado fanático monárquico, León Daudet y nieto del Alphonse
Daudet, se levanta por la mañana, a la hora de costumbre, sale de la habitación junto
con su madre y no se despide, como lo acostumbraba hacer las otras veces. Pero en
vez de tomar los libros, echa mano de un saco de excursión, y en lugar de
encaminarse hacia la escuela, donde la víspera había presentado al profesor una
traducción latina mal hecha, endereza sus pasos a la estación de Saint-Lazare para
trasladarse a El Havre y desde allí embarcarse a Canadá.
El adolescente sustrajo mil seiscientos francos del armario de su padre y fue directamente a
comprar el boleto para Canadá, pero su sorpresa fue apabullante: los mil seiscientos francos eran
insuficientes para comprar el pasaje. Y además, le pedían pasaporte y otros documentos que, por
ser menor de edad, eran obligatorios. Zweig continúa:
“Vuelve contrariado al pequeño hotel; el mundo le acaba de rechazar; por vez primera
se le aparece como un abismo de oscuridad y abandono la imagen románticamente
iluminada del mundo remoto. En su angustia acude al primero que le viene a mano,
traba largas conversaciones con el criado y con la camarera, que sienten una
especial simpatía por aquel espigado muchacho de cuya inquietud comenzamos muy
pronto a barruntar algo trágico. Por la noche se encierra en su habitación, lee y
escribe. Al día siguiente, el 21, segundo de su nueva vida, va a misa muy de mañana
(tal vez en la postrera tentativa de alcanzar un milagro de Dios).
Después de ir a misa, el adolescente no encuentra mejor actividad que recorrer las calles cercanas
a la iglesia y al puerto hasta que se cansa y retorna al hotel a realizar la única actividad que tiene a
mano: leer y escribir. Escribió una carta que finalmente la hizo pedazos. Se quedó dormido. Al día
siguiente en la mañana hizo algo extraño: saludó a su amigo el criado y le dijo que podía quedarse
con todos los libros que había dejado en la habitación. El adolescente era un estudiante de
humanidades.
“Algo se advierte como de incertidumbre en la actitud del atribulado muchacho que
llama la atención de aquellas personas. Cuando limpian la habitación que ocupó
encuentra en la papelera los pedazos de la carta rasgada. Por curiosidad vuelven a
reunir los fragmentos y leen con espanto:
“ « Queridos padres, perdonadme, oh, perdonadme el dolor inmenso que os
ocasiono. Soy un miserable, un ladrón, aunque espero que mi arrepentimiento
repare mi escapada. Os devuelvo el dinero que aún no ha gastado y os ruego que
me perdonéis. Cuando recibáis mi carta no viviré ya. Adiós. Os reverencia más
que antes vuestro desesperado hijo, Philippe». A eso añadía una pequeña
posdata: «Un abrazo de mi parte a Clara y Francisco, pero no les digáis que su
hermano fue un ladrón »
“A aquellas buenas gentes la mano les tiembla. Su primera idea es correr a la policía
para impedir, si es posible, un suicidio o descifrar el nombre del destinatario de la
carta. Mas la dirección de éste les llena de horror. León Daudet es temido muy lejos
de París por sus reformas agresivas y es famoso por su vehemencia: es un
rencoroso mortal. Comunicarle que su hijo es un ladrón puede acarrear una serie
desagradable de complicaciones. Por ello se guardan la carta. Y como millares de
veces en nuestro mundo, se pierde aquí un hombre por la cobardía de otros, por su
temor a una insignificante molestia, por apatía del corazón”
Zwaig trata de explicarse la conducta del adolescente, al que al parecer, lo que sentía como más
grave no era su propósito de suicidarse al ver frustrado su propósito de ir a Canadá, sino el que
había robado dinero a su padre. Phillipe, que al fugarse adoptó el nombre de Pierre Bonchamps,
pretendía así evitar que sus padres lo localizaran.
“¿Por qué huyó Philipe, por qué abandonó la casa paterna, por qué se convirtió en
Pierre Bonchamps? ¿Fue por resentimiento contra su padre, por una crisis de
nervios, por temor al profesor de latín, por espíritu de aventura, todos esos
consabidos motivos de pubertad? Ni una carta ni una sola palabra de su diario nos
dan una respuesta clara a estas preguntas. Pero algo de la confusión misteriosa de
su ser nos revelan unos apuntes escritos en su cuaderno escolar de cubiertas azules,
la tarde anterior a su fuga, con mano inhábil y pueril y que regaló en París, un poco
antes de su fin, a un amigo con quien acertó a encontrarse.
En esos poemas espontáneos, el adolescente se refiere a sus aventuras sexuales con “muchachas
perdidas”. Y, al final, una referencia directa a su fuga:
“… Mi alma tiembla de gozo al pensar en todo lo que ahora no tardará en
experimentar. Ante mis ojos desfilan el sol de Provenza, las chicas hermosas y
morenas, los hombres inteligentes y audaces y el cielo oscuro del Norte y la
nieve y la tristeza eterna. Todo eso lo viviré y me bastará con hacer que el arpa
vibre, el arpa que todo hombre lleva en sí, y seré feliz, si esto es posible. ¡Adiós,
oh vieja casa! ¡Adiós, padres míos! Nadie comprenderá por qué marche ni
sospechará los sentimientos que me impulsaron. Dos días más y, como el ave en
su primer vuelo, me encaminaré hacia paisajes lejanos en pos de nuevas
sensaciones y me sumergiré en la aventura.
Zweig hace notar que la frase del adolescente “ Nadie comprenderá por qué marche”, fue la más
certera de todo el escrito. Como se verá más adelante, las razones que movieron al joven primero a
fugarse y después a suicidarse, continúan en el misterio.
“Cuando en el curso del proceso, esos cuadernos del muchacho de catorce años y
medio fueron dados a conocer y publicados, se levantó de golpe, furioso, el padre,
León Daudet. « ¿Cómo es posible – gritó- que Philippe, mi hijo, haya entregado su
manuscrito a una persona completamente extraña, un manuscrito que jamás mostró
a nosotros? » Ese grito es tan típico de un padre como las poesías lo son de su hijo.
Precisamente los padres son incapaces de comprender lo que para todos es
comprensible: que los hijos se confíen más fácilmente a cualquier extraño que a los
más llegados, y que frente a nadie se retraigan más que para con su propia sangre.
Precisamente porque ven en su hijo la eterna figura del niño, es natural que los
padres permanezcan ciegos por más tiempo que los demás para la nueva persona
que entre los rasgos familiares crece misteriosamente, para el otro < yo > que en ella
comienza a surgir, para el Pierre Bonchamps, el criminal, el aventurero que nace en
todo muchacho de catorce años, que no se llame Philippe , ni Daudet. Y a la inversa:
de nada sirve la perspicacia, ni la psicología. Nunca esta regla se mostró con más
claridad que en esta ocasión, pues León Daudet, por una parte, es un médico
prestigioso, patólogo y discípulo de Charcot, y por otra, psicólogo de profesión,
educador y escudriñador de conciencias, y por consiguiente, parece debía estar
dotado como nadie para la observación.
“Pero el dominio de la caracterología, que con caricaturesca seguridad sabe
describir cualquier persona, esa mágica ciencia le ha sido negada respecto de una
sola: la de su propio hijo. El muchacho duerme en la habitación de sus padres y, por
tanto, al alcance de su respiración hablan con él día y noche, pero jamás le han
mirado en el fondo de las pupilas. Le llaman “pequeño Philippe”, y para ellos sigue
siendo aún el niño que ha crecido en demasía, a quien le apunta ya el bozo sobre los
labios, un ser adolescente, cándido, inocente, asexual; y aquel Pierre Bonchamps, que
sueña en sus poesías con prostitutas y suaves abrazos de mujeres, es aún el niño
Philippe, que por la mañana va a la escuela y hace sus deberes de latín.
“Y, por si fuera poco, el padre conoce los ataques epilépticos del muchacho, conoce
la tara que le viene de su abuelo, … conoce su tendencia a la evasión y a la aventura,
pues ya a los doce años el chico se había fugado a Marsella y sólo por una verdadera
casualidad fue devuelto de nuevo a su casa. Más precisamente ahora los prudentes
de otros casos nada sospechan acerca de las confusiones de aquella alma infantil y
se toman la tragedia por una broma pesada del muchacho.”
A pesar de esto, los padres de Philippe vivían con la confianza de que el hijo era dócil, obediente y
sabían todo acerca del muchacho.
“ … no se preocupaban excesivamente, o al menos así lo aparentan. Mientras Pierre
Bonchamps vagabundea en El Havre con el alma encogida por la angustia, con la
muerte ante los ojos; mientras se aventura después en París hasta los antros más
peligrosos, durante aquellos cinco trágicos días. Daudet padre escribe sus
apasionados editoriales sobre política y literatura. Tampoco la madre de Philippe le va
a la zaga. Y publica un párrafo de tres columnas sobre ‘El arte de envejecer” con
pluma tan ingeniosa como lo son sus labios en cualquier salón.
“No hacen pesquisas ni denuncian el caso a las autoridades; sólo al cuarto día de la
desaparición de su hijo aparece tras el invariable artículo editorial del padre una
brevísima nota «A uno de nuestros corresponsales del Sur: le aconsejo el retorno
inmediato; es lo más sencillo. L.D.» En esa frase terriblemente seca, casi
amenazadora: ‘es lo más sencillo’ se adivina toda la desidia de la persuasión paternal:
‘Ya volverá, el mocoso’. No asoma aquí ni un grito de angustia, ni un presentimiento
de lo terrible, ni un gesto de perdón. Como siempre, también ahora, como siempre en
todo, el último desacierto tiene un nombre: apatía de corazón.
Pero, mientras tanto, ¿qué ocurría con el adolescente? Sigamos el relato del Zweig. Tras salir del
hotel y regalar sus libros, Philippe, ahora Pierre Bonchamps, se dirige a París.:
“ … Phillipe Daudet ha llegado a París en tercera clase, cansado de la rapidez del
viaje y agitado por mil confusas ideas. Vuelve a encontrarse de pie en la estación que
sólo tres días antes había pensado no volver a pisar, la estación desde la cual
pensaba escapar al extranjero para vivir su propia vida. Ahora es un fracasado que
retorna a la realidad ¿A dónde encaminará sus pasos? De ningún modo a casa de
sus padres ni de los amigos de sus padres. Ya en cierta ocasión, cuando su primera
fuga, le traicionaron.
“ Y ahora sobreviene una coincidencia como jamás ningún novelista se atrevió a
inventar y que sólo la realidad, la que siempre resulta ser superior a todas las
poesías, es capaz de crear. El jovencito toma en la estación un taxi y se dirige en
derechura a la redacción del periódico anarquista y, por tanto, acérrimo y mortal
enemigo de su padre. El hijo del dirigente monárquico se pasa, como Coriolano a los
Volscos, a los enemigos mortales de los realistas.
“Aquella intuición genial del infantil cerebro calenturiento le lleva a lanzarse a la
resolución psicológicamente audaz de que con ninguna de las personas de París se
hallará más seguro que con los enemigos mortales de su padre. El taxi se detiene, él
sube a la redacción y de anuncia con el falso nombre de Pierre Bonchamps, se da a
conocer como un fanático anarquista y, como para justificar su presencia allí, revela
el plan de que él –aquí se advierte lo monstruoso de la audacia infantil – quiere
asesinar a uno de los prohombres de la república burguesa, al presidente Poincaré o
a León Dauret, su propio padre.
Zweig se asombra ante tamaña audacia del adolescente y dice:
¿Es que ha tomado en serio semejante determinación? Que Philippe odie a su padre
no parece inverosímil, aun si se prescinde de los conocidos axiomas psicoanalíticos.
Acaso sólo la aversión personal contra su padre nos explique también esta insensata
escapatoria. Y todavía lo corrobora más extrañamente la carta que en sobre cerrado
entrega al redactor Vidal para el caso de que «algo le pueda acontecer », cuando el
muchacho ha jugueteado con el pensamiento de un atentado político. La carta, que
después de su muerte llegó, en efecto, al destinatario, dice así:
«Querida madre, perdóname el enorme dolor que te causo, pero hace ya
mucho tiempo que soy anarquista sin atreverme a decirlo. Ahora mi ideal
me llama y yo me considero en la obligación de hacer lo que hago. Te
quiere mucho, Philippe»
Las interrogantes que genera la actitud del adolescente son muchas. Zweig llega a preguntarse si
realmente el joven abrigó ideas anarquistas o si únicamente tuvo la ocurrencia de involucrarse con
los enemigos políticos de su padre, como un acto de venganza que le nació al ver frustrados sus
propósitos de irse a Canadá.
“¿Se ha tomado en serio el proyecto de asesinato? Misterio imposible de descifrar.
¿Y se toman en serio los anarquistas, que acogen amistosamente al desconocido
Pierre Bonchamps (sin sospechar aún a quién tienen en sus manos), esta loca
proposición, para la cual prestan dinero, procuran un arma, llevan a sus reuniones a
aquel joven imberbe, que aun ayer acudió piadosamente a la iglesia en El Havre, y al
mismo tiempo le robustecen la muñeca? ¿Son, al fin y al cabo, auténticos, verdaderos
anarquistas, esos a quienes el estudiante fugitivo se ha entregado, crédulo y con el
corazón en la mano? Del proceso, y no sólo por las afirmaciones de León Daudet, se
obtiene la impresión lamentable de que aquellos camaradas peligros para el Estado
mantienen una amistad muy sospechosa con la policía.
“… Como quiera que sea, le tratan amistosamente, le pasan de mano en mano, y
duerme él, burguesito consentido, en el tugurio de un vagabundo, en la habitación del
desván destinado a la querida de éste, y después en un cobertizo; durante tres días
frecuenta los cabarés más bajos, ya sin dinero, y errabundea por la noche con los
bolsillos vacios alrededor de los mercados sin saber qué hará
“Esos tres días de Pierre Bonchamps son una terrible odisea por todos los mares de
la desesperación. En vano durante el proceso se llama a un testigo tras otro:
dependientes de tiendas, choferes.. Nada arroja luz sobre el misterio de ese trágico
errabundeo de tres días, a la distancia de sólo dos o tres kilómetros de la casa
paterna. A veces, la declaración de un testigo vierte un relámpago de luz sobre una
hora, sobre un minuto: entonces aparece el joven enflaquecido, en un día gélido de
noviembre, el último de su vida, empeñando su abrigo por un par de francos; se le ve
en el bistrot[1] de los anarquistas haciendo que le paguen un miserable almuerzo; se
le descubre a altas horas de la noche saliendo de un extraño cuchitril y subiendo de
nuevo a la redacción para encontrarse con sus amigos. Pero sólo se distingues
escenas y episodios aislados y únicamente cabe sospechar lo que debe de haber
llegado a sufrir aquel mimado y fugitivo niño”.
Luego, se descubren los detalles del quinto y final día de la vida del adolescente:
“Finalmente, el 24 de noviembre, quinto día de la vida de Pierre de Bonchamps, le
envían a casa del librero Le Flaouter, en el Boulevard Beaumarchais. Balzac no habría
podido inventar para este episodio una figura más fantástica que aquel cómplice
profesional en aquella oscura intriga. Pues ese pequeño librero del bulevar de
arrabales reúne los oficios más insólitos. Es propietario, en primer lugar, de una
librería de préstamo (esto es públicamente); en segundo lugar trafica con libros y
fotografías pornográficos (clandestinamente); en tercer lugar es anarquista y
presidente de un comité pro amnistía (una nueva actividad púbica), y en cuarto y en
último lugar es agente de la policía (y esto absolutamente secreto). A semejante
cínico camarada, a quien ellos recomiendan como correligionario, envían los
anarquistas o pseudo anarquistas, al infeliz muchacho, que simulará interesarse por
una edición de Baudelaire, pero que en realidad ha de hacerse con un < juguete > (un
revólver) después de explicar el proyecto de atentado que acaricia. La Flaouter le
escucha cortésmente, le acoge con cordialidad y le promete que tendrá el libro para
después de comer, que basta con que vuelva entre tres y cuatro.
“Cuando ahora el pobre joven evadido – por última vez Pierre Bonchamps – llega a
las cuatro de la tarde, agentes de la policía secreta rodean la tienda por todas partes,
como si efectivamente se tratara de detener a un sujeto peligroso para el Estado, a
un archicriminal. Pero de una forma rarísima (un sombrío crepúsculo se cierne sobre
la totalidad del proceso), todos los agentes de policía mandados a buscar
animosamente por Le Faouter afirman que no vieron entrar ni salir a un joven de las
características de Bonchamps, y nadie sabe (pues el testimonio de un confidente
como Le Flaouter no vale un centavo) lo que en aquel cuarto de hora debió de ocurrir
allí. En aquel antro se acaban los hechos, los demostrables. Sólo una cosa vuelve a
aparecer con claridad: que sobre unos veinte o veinticinco minutos después, en el
Hosptial Lariboisère se detuvo un automóvil en el que yacía un joven con la sien
traspasada y el revólver junto a sí.
“El chofer Bajot hace la declaración textual que a las cuatro y quince minutos aquel
joven le había parado en la plaza de la Bastilla y le había ordenado que se dirigiese
hacia el circo Medrano. En el camino al pasar por el Boulevard Magenta, había oído
una detonación que había pensado fuese un neumático de su coche, y se había
apeado inmediatamente. Mas entonces había resbalado un reguero de sangre por
las rodadas del coche y en seguida él había trasladado al moribundo al hospital.
Fue entonces cuando León Daudet, el padre, se enteró del paradero de su hijo. Pero lejos de
humanizar la relación con su hijo, usa el hecho con fines políticos.
“ … Leon Daudet (el padre) sostiene ahora con progresiva violencia que su hijo ha
sido asesinado por los anarquistas tan pronto como le han reconocido como hijo
suyo, en complicidad con la policía e incluso con su colaboración, en casa del mismo
Le Flaouter, y que moribundo ya, le han transportado en el taxi, que también era parte
en el complot. Mas su querella contra el desconocido asesino y también la que
después interpuso contra el comisario de policía, resultaron infructuosos; por último,
el chofer, irritado por los ataques cada vez más violentos del padre, acabó por
querellarse a su vez con éste y León Daudet fue condenado por difamación.
“Para los juristas y el publico político, el caso de Philippe Daudet se dio por zanjado
con tal veredicto. Se tuvo por cierta la versión del suicidio, mas no para el psicólogo,
que es indiferente a los veredictos de los tribunales y a quien jamás intereso el hecho
notorio, sino las causalidades misteriosamente entrelazadas, el juego enmarañado y
la verosimilitud, que a manudo orienta hacia la verdad. Para este, la muerte de
Philippe Daudet por su propia mano resulta demasiado brusca, repentina,
inverosímilmente trivial para aquel muchacho tormentoso a quien desde su primera
audacia, desde la huida y robo infantiles, se ve caminar cada vez mas , “in crescendo”
y que en cinco días, desde el crepúsculo de una aula de la escuela, se lanza a planes
fantástico – políticos y más maravillosos que los que alcanzaría a crear una novela
escrita, plasmando un personaje heroico, o si se quiere un hombre criminalmente
animoso con sólo un muchacho tímido y angustiado.”
El caso fue cerrado, pero como dice Zweig, seguirá abierto para siempre. Hay demasiadas
incongruencias y contradicciones. Se pregunta si …
“ … ¿Se esclarecerá jamás el conmovedor dramatismo de aquellas últimas horas de
Philippe?¿Se determinará la cuestión de si fue asesinato o suicidio? ¿Se iluminará
jamás lo increíble de aquella fantástica situación, o sea la de que el hijo de un
monárquico, convertido en proletario, en golfo, tramara complots contra su padre en
el seno de un grupo anarquista autorizado por la policía? Y por último ¿de qué
manera, como si le ocultara un manto mágico pudo, a plena luz del día, atravesar sin
ser visto el cordón de detectives al acecho, para dirigir de pronto el revólver contra sí
mismo?
. Un hecho que nunca se aclaró fue cómo el jovencito obtuvo el revólver. Una docena de periodistas
sostuvieron una y otra vez, que el librero y policía mintió. Pero nunca se demostró que así fuese.
Quizá Fhilippe/Bonchamps fue, en última instancia, víctima de diferencias políticas entre dos
grupos. Zweig termina el relato diciendo:
“ Pierre Bonchamps dejó ya de poder hablar: Philippe, el muchacho, está enterrado. Y
los muertos tienen las mandíbulas firmemente cerradas, no revelan la situación de
ningún enigma”
[1]
Comedor colectivo
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