Versos para jugar - Biblioteca Virtual Universal

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Antonio Rodríguez Almodóvar
Versos para jugar
Iniciar a los niños en el portento de la poesía, acostumbrarlos al ritmo
feliz de las palabras, es algo que debería hacerse con más esmero del que
se suele poner en la educación literaria. Eterna asignatura pendiente, ya
me dirán, que poco o nada tiene que ver con la gramática o con las
historias canónicas de la literatura. Me refiero, claro está, al
curriculum ese. Porque en lo que se refiere a la vida espontánea del
lenguaje, la humanidad inventó hace mucho tiempo el modo de encender en
los alevines el juego del verso y los versos para el juego. Una vez más,
lo hizo a través del folclore.
Sin duda empujado por esa convicción, el profesor Pedro Cerrillo -uno de
los grandes defensores actuales de la recuperación de las tradiciones
orales a través de la escuela- nos alegra cada cierto tiempo con algún
nuevo libro que añadir al bagaje de la memoria del corazón. Esta vez se
llama, justamente, Versos para jugar... ¡y actuar! (Alfaguara, 2004), con
muy ocurrentes ilustraciones de Elia Manero. Tal cual si fuéramos
recorriendo las etapas «naturales» de ese verbo feliz, se nos propone un
repertorio de adivinanzas, trabalenguas y suertes de echar, de modo y
manera que pasemos del aprendizaje de la metáfora al ejercicio fonético y
a la rifa, a ver quién se queda... pensando en lo felices que éramos
cuando aquello de «Una, dola, tela, catola, quina, quinete, estaba la
reina en su gabinete, vino Gil y apagó el candil...» (Por cierto, ¿qué
harían Gil y la reina con la luz apagada?).
También sigue jugando la sevillana Rosa Díaz, prolífica poeta de todos los
palos conocidos, y con un importante bagaje de premios (Jaén, Miguel
Hernández, Rafael Morales, Fray Luis de León), que une a su envidiable
facilidad para el ritmo y la rima una visión amable del mundo, que es la
que debe contagiarse a los niños, en primera instancia. Ahora, en La cesta
de Julieta (Ajonjolí, Hiperión, 2004), despliega esa mirada imprescindible
hacia el reino de las patatas, los calabacines, las zanahorias...,
haciendo de los universos sencillos una poesía de la misma apariencia
-sólo apariencia-. Miren esta a «La judía verde: Princesa sefardita, /
judía conversa, / delgadita y huertana / santa y honesta. / Y en su
equipaje, / lleva el grano entrelargo / de los potajes». Ni que
estuviéramos ante una nueva versión de aquellas inolvidables Odas
elementales de Pablo Neruda.
Por cierto, Susaeta acaba de incorporar (aunque el libro no lleva año de
edición ninguno, como sigue siendo la mala costumbre de esta editorial) un
Pablo Neruda para niños a su colección de la rúbrica enunciada en el
título. Una aplicación sin duda abusiva del concepto niño, pues en
realidad se trata de un libro para adolescentes. De todos modos, puede
ayudar al acercamiento de algunos autores importantes (Juan Ramón, Lorca,
Alberti...) a la óptica del niño. En este caso, las ilustraciones de Teo
Puebla -cada día más seguro en el trazo y el color-, ayudan no poco a
resolver ese espinoso asunto, que no es otro que el de elegir el momento
de anunciarles, a los niños y a los adolescentes, el drama que ha sido la
humanidad muchas veces. Así a través de los poemas de la Guerra Civil
Española, como ejemplo medular del drama del mundo. En estos tiempos,
quizás no sobre. Eso sí, la maestra, el maestro, el padre, la madre,
deberán acompañar la lectura y explicar lo que significa la «Oda a la
tristeza», por otro ejemplo. Cuestión de medidas, que diría Machado. Otras
veces, en cambio, habrá que permitir que el verso fluya directamente a las
sensaciones, desde la imagen y el caudal de la música secreta,
anunciadores de experiencias que ya vendrán, como la del amor, que todos
los adolescentes barruntan: «Amor, cuando te toco / no solo han recorrido
/ mis manos tu delicia, / sino ramas y tierra, frutas y agua/ la primavera
que amo, / la luna del desierto, / el pecho de la paloma salvaje [...]».
Aquí, por el contrario, toda didáctica sobra. El verso es tan matérico
como la tierra y tan etéreo como el sueño. Ponerle andaderas sería un
crimen. Recitarlo en voz alta, aprenderlo, memorizarlo, paladearlo, eso
sí.
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