El fracaso de la izquierda en Cataluña

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El fracaso de la izquierda en Cataluña
(Javier Cercas, en El País de 15-I-2011)
El fracaso del título no es el inédito fracaso electoral del Partido Socialista
en las últimas elecciones catalanas: es un fracaso más amplio y anterior a
él, y que en parte lo explica; no es un fracaso político: es un fracaso
ideológico. Este fracaso podría resumirse así: desde hace muchos años la
izquierda catalana ha entregado la hegemonía ideológica al nacionalismo,
de tal manera que a veces se diría que en Cataluña, en la práctica, no es
posible no ser nacionalista: o se es nacionalista catalán o se es nacionalista
español; también puede resumirse así: asombrosamente, en Cataluña es
posible ser a la vez nacionalista y de izquierdas. Se trata de dos disparates
complementarios. No solo es posible no ser nacionalista -nacionalista
catalán o español o moldavo-, sino que es indispensable, al menos si uno
se reclama de izquierdas, dado que el nacionalismo es, aquí y en
Moldavia, una ideología reaccionaria, incompatible con los principios
más elementales la izquierda. ¿Cómo se explica que haya arraigado ese
disparate en Cataluña? ¿Y cómo se explica que lo haya hecho tan
profundamente y durante tanto tiempo?
Parte de la explicación hay que buscarla en la historia. El triunfo de
Franco en la guerra supuso el triunfo del nacionalismo español y la
derrota de los demás nacionalismos hispánicos, empezando por el
catalán; este hecho provocó uno de los muchos automatismos políticos
que recorrieron la dictadura: puesto que el nacionalismo español era
malo, los demás nacionalismos hispánicos eran buenos; y, puesto que el
nacionalismo español era de derechas, los demás nacionalismos
hispánicos eran o podían ser de izquierdas. Fue el franquismo quien
oscureció, por tanto, la doble evidencia de que la expresión izquierda
nacionalista es un oxímoron y la expresión derecha nacionalista es un
pleonasmo. Dicho esto, no es extraño que el franquismo, al fin y al cabo la
manifestación más larga y descarnada del nacionalismo español en el
siglo XX, provocase por contraste el fortalecimiento del resto de los
nacionalismos hispánicos, ni siquiera que la falacia del buen nacionalismo
de izquierdas dominase la Transición; lo que sí es extraño es que, más de
30 años después, todavía domine a la izquierda. Esta es a mi juicio la
causa profunda del fracaso de la izquierda en Cataluña: el hecho de que
sigue siendo prisionera de un discurso de resistencia que sirvió en el
pasado antifranquista pero no sirve en el presente democrático. Como
mínimo en el caso de los socialistas, es difícil no atribuir la perduración
anormal de ese discurso obsoleto y envejecido al envejecimiento de sus
líderes, quienes, a diferencia de los líderes de los demás partidos políticos
catalanes, siguen siendo casi los mismos desde hace 30 años. Solo así
puede explicarse la reacción de algunos notorios socialistas a la última
debacle electoral: según ellos, el PSC no perdió las elecciones por ser
demasiado nacionalista, sino por serlo demasiado poco, y su problema
serían los 120.000 ciudadanos que votaron al partido en las autonómicas
de 2006 y han votado a los nacionalistas auténticos de CiU en 2010. Pero,
como todo el mundo sabe, el problema electoral del PSC es mucho más
antiguo y más serio: es el problema de los varios cientos de miles de
ciudadanos que, reiteradamente, votan socialista en las elecciones
generales y se quedan en casa en las elecciones autonómicas; baste
recordar que en las últimas generales el PSC cosechó 1.600.000 votos,
mientras que en las últimas autonómicas no ha llegado a los 600.000: más
de un millón de votos de diferencia. Ese es el verdadero problema: el de
todos los ciudadanos que no se sienten concernidos por el tradicional
catalanismo de izquierdas del PSC, no, cabe conjeturar, porque sea de
izquierdas, sino porque está colonizado por el nacionalismo. ¿Quiere eso
decir que todos los votantes izquierdistas perdidos en las elecciones
autonómicas son nacionalistas españoles y que, para no perderlos, el PSC
tiene que cambiar el catalanismo de izquierdas por el españolismo de
izquierdas? En mi opinión, no: solo quiere decir que la izquierda catalana
debe rechazar la confrontación entre nacionalismos rechazando por igual
y por las mismas razones -por ser ambos irracionalistas, comunitaristas e
insolidarios, es decir, fundamentalmente reaccionarios- el nacionalismo
catalán y el español; o dicho de otro modo: debe romper con su discurso
tradicional construyendo a cambio un discurso que, antes que catalán o
español, sea un discurso de izquierda, un discurso capaz de enfrentarse
sin ambigüedades a la hegemonía del discurso nacionalista.
No será fácil. El nacionalismo catalán es una industria boyante; igual que
el independentismo, en los hechos un nacionalismo sin eufemismos cuya
misma existencia depende precisamente, como ha escrito Jordi Soler, de
que sus objetivos teóricos no se cumplan: si algún día Cataluña fuera
independiente la industria se acabaría, lo que autoriza a sospechar que
incluso muchos independentistas no quieren la independencia más que
de boquilla. Por otra parte, el antinacionalismo catalán de los
nacionalistas españoles es una industria no menos boyante; aunque ya
sea un cliché, es verdad que el nacionalismo catalán vive del victimismo,
pero se olvida que el antinacionalismo catalán vive a menudo de la
misma pamema: decir que la sociedad catalana es una sociedad
totalitaria, como repiten tantos antinacionalistas catalanes, es un alarde
interesado de ignorancia o un insulto para quienes viven en sociedades
totalitarias. Sobra añadir que es legítimo defender la independencia de
Cataluña; pero también es legítimo estar contra ella y pensar (como
pensamos muchos a quienes repugna tanto el nacionalismo español como
el catalán) que los catalanes, los españoles y los europeos viviremos mejor
si Cataluña sigue unida a España que si se separa de ella. Mucho más que
la derecha, la izquierda catalana debería defender esta convicción, pero lo
cierto es que, por permanecer anclada en un discurso caduco y por temor
a ser tildada de españolista, no lo hace o lo hace solo a ratos y con la boca
pequeña y de refilón, dejando esa causa en manos del PP y de partidos de
espontáneos, demagogos y boy scouts de la política.
Entre un nacionalismo y otro, entre una y otra inercia, no será fácil, no,
construir un discurso distinto. Tomemos por ejemplo el vidrioso asunto
de la lengua. Aquí la victoria de los nacionalistas parece completa: la
prueba es que, mediante una amañada identificación entre lengua e
ideología, parecen habernos convencido a todos de que solo ellos pueden
defender los derechos de los catalanohablantes, de que la prosperidad del
catalán equivale a la prosperidad del nacionalismo y en definitiva de que
el catalán es cosa suya y no de todos aquellos que lo hablamos, incluidos
los que no somos nacionalistas y no compartimos sus objetivos. Esta
trampa es tan sibilina que muchos antinacionalistas han caído en ella y
han acabado suministrando sin quererlo el carburante ideal para los
nacionalistas. Así, por ejemplo, es frecuente que ciertos antinacionalistas
comparen la política lingüística catalana con la del franquismo y se
pregunten, como hacía uno de ellos en este periódico, "por qué el empeño
franquista de cohesionar a España por medio de la inmersión lingüística
en castellano fue un atropello, pero el mismo método aplicado en
Cataluña supone una reivindicación progresista". Como sabemos quienes
padecimos en carne propia la escuela franquista catalana y quienes
padecemos por persona interpuesta la escuela democrática catalana
(empezando por José Manuel Blecua, flamante director de la Real
Academia), la respuesta a esa pregunta es sencilla: primero, porque el
método franquista y el democrático no son idénticos; y, segundo, porque
el resultado de ambos métodos es opuesto: nosotros salimos de la escuela
franquista sin saber una sola palabra de catalán, mientras que, según
demuestran una y otra vez las pruebas de competencia lingüística,
nuestros hijos salen de la escuela democrática sabiendo tan bien (o tan
mal) el catalán como el castellano. Esto no significa por supuesto que la
política lingüística catalana no presente problemas, ni sobre todo que no
los presente la obligada y gozosa convivencia entre dos lenguas, pero sí
significa que comparaciones tan desafortunadas como la que he
mencionado no ayudan en absoluto a corregir los abusos lingüísticos
concretos ni sirven para combatir las falacias del nacionalismo ni para
resolver los problemas reales que nos plantea a quienes lo enfrentamos a
diario; también significa que hay que desmontar de una vez la trampa de
los nacionalistas y separar el debate lingüístico del debate político:
defender el derecho a usar el catalán no equivale a defender el
nacionalismo catalán, igual que defender el derecho a usar el castellano
no equivale a defender el nacionalismo español; defender el derecho a
usar una lengua es solo defender los derechos legítimos de los hablantes
de esa lengua.
No será fácil, repito: ni en el asunto de la lengua ni en nada. Pero es muy
posible que en la construcción de ese nuevo discurso necesario se juegue
la izquierda catalana su futuro.
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